1. Introducción
El lenguaje siempre ha sido la representación fiel del pensamiento y de la realidad. Decía Aristóteles al comienzo de su obra Peri Hermeneias: “Las cosas que están en la voz son expresiones de las pasiones que están en el alma”.[1] Por “cosas en la voz” se refería a los nombres, los verbos, las declaraciones y los discursos, todas cosas que deben poder distinguirse unas de otras, como había indicado con anterioridad el autor en su misma obra. Santo Tomás de Aquino afirma, comentando este texto, que hablamos de las “cosas que están en la voz”, ya que no todas las voces están dotadas de significado (como los sonidos de los animales, por ejemplo). Aquino dice: «La voz es algo natural, mientras que el sustantivo y el verbo tienen un significado dado por institución humana que se añade al objeto natural como a una materia, así como la forma de la cama ‘se añade o agrega’ a la madera; por dicha razón, para indicar los nombres, verbos y otras cosas que a ellos se reducen, es que afirma: “Las cosas que están en la voz”».[2]
Es de notar que Aristóteles habla de pasiones. Santo Tomás aclara como debe entenderse dicha expresión, dada la evolución en la concepción integral del hombre llevada a cabo entre el tiempo en el que vivió Aristóteles y el suyo: «Comúnmente, llamamos pasiones del alma a las del apetito sensible, como la ira, la alegría (…), pero aquí – en Aristóteles – debemos entender las concepciones del intelecto, que, según el Filósofo, están representadas por nombres, verbos y discursos». Agregará que Aristóteles ya usó esta terminología en su primer libro sobre el Alma, donde inequívocamente llama a todas sus operaciones “pasiones” del alma. De modo que la misma concepción del intelecto puede llamarse “pasión”.[3]
Podría pensarse que, siendo cada uno de los hombres diversos, esas pasiones o pensamientos deberían también ser distintos. Por dicho motivo, Aristóteles distingue cuidadosamente entre ‘voz’ y ‘pasión’ (que implica sobre todo un pensamiento, como hemos visto): «Las letras escritas no son idénticas para todos, como tampoco las voces; mientras que en cambio las pasiones del alma, de las cuales aquellas son expresiones inmediatas, son las mismas para todos; así como las cosas, de las cuales las pasiones del alma son semejanzas, son las mismas – concluye Aristóteles».[4]
Para Aristóteles, Santo Tomás, así como de modo casi unánime para todo el pensamiento humano hasta el Renacimiento al menos, el lenguaje humano era un fiel reflejo de la realidad, porque si bien procedía del interior del alma (“pasiones”; “pensamientos, conceptos”) expresaban la realidad misma (“las cosas”), y estas son iguales para todos los hombres. Es innegable que el lenguaje es también convencional, justamente porque las “voces” son distintas, según la cultura, el tiempo, el lugar donde se hayan originado, lo que comúnmente denominamos “idiomas diversos”. Pero eso no quita que expresen las mismas cosas, la misma realidad.
Es por dicha razón que los términos usados non son casuales, ni equívocos, ni se encuentran privados de verdadero sentido. Existe, es cierto, una cantidad relativa de términos equívocos en casi todos los idiomas o lenguas (términos que significan cosas distintas, sin conexión entre sí), pero se trata siempre de un número reducido, y en dichos casos, es el contexto el que permite discernir su verdadero y preciso significado. Por lo tanto, la existencia de dichos términos no atenta contra la precisión del lenguaje, ni impide que este sea un fiel reflejo de la realidad.
2. La precisión del lenguaje
Hemos tocado el tema de la precisión, tema que es central en el lenguaje. Siendo precisos, los términos reflejan el contenido del mejor modo posible y trasmiten integralmente incluso la belleza interior de la realidad que reflejan. Si pierden precisión, los términos se vacían de contenido, y se es menos fiel a la realidad. Esto se hace más palpable a medida que el contenido que se transmite aumenta en importancia y dignidad. A mayor profundidad de contenido se hace necesaria una mayor claridad de expresión: Es más necesario ser nítido y claro cuando se explican reglas matemáticas que cuando simplemente se habla de hechos históricos o culturales; es más necesaria la precisión en materia filosófica porque el contenido que se transmite es más abstracto y menos abarcable por la imaginación. Por esa razón, la teología y sus fuentes, en especial la Sagrada Escritura, tendrá que necesariamente poseer un lenguaje más preciso.
Santo Tomás ya nos advertía a propósito de la expresión del lenguaje en la Escritura y en la teología: «Se llama exponer la Sagrada Escritura de otra manera que lo que pide el Espíritu Santo cuando se fuerza y desvía su sentido o exposición, contrariando a lo que ha sido revelado por el Espíritu Santo. De ahí que Ezequiel diga de los falsos profetas que “se emperraron en consolidar el oráculo” (Ez 13,6) con falsas exposiciones de la Escritura. Del mismo modo, si con las palabras que se profieren se confiesa la Fe, pues, según hemos dicho, la confesión es acto de Fe, por el desordenado hablar (inordinata locutio) en cosas de la Fe, se puede seguir su corrupción. Por eso dice el papa San León: “Porque los enemigos de la cruz de Cristo nos acechan en todo, en las palabras y aun en las sílabas, no les demos la más leve ocasión para que mientan diciendo que concordamos con el lenguaje de Nestorio”».[5] Se señala como necesario no sólo exponer la Fe, sino hacerlo ordenadamente, según un lenguaje claro y preciso, justamente para evitar su corrupción.[6]
3. La crisis moderna
A este respecto, podemos decir que, en particular, actualmente se viven dos crisis. Por una parte, la cultura moderna padece una verdadera crisis de lenguaje, y no nos referimos sólo al uso masivo de este por parte de los medios de comunicación, o incluso por el argot popular. El problema es más grave porque, aún entre la gente con cierta cultura, los términos se vacían gratuitamente de su contenido convencional para reemplazarlos por uno de carácter arbitrario, producto en el fondo de una cierta imposición cultural. ¿Se trata de una imposición por la moda? Es evidente que se transforma en moda, pero las investigaciones más atentas muestran que en el fondo, esa imposición es arbitraria en el más crudo sentido de la palabra, proviene de verdaderos centros de poder, que a partir de cierto momento deciden imponer ciertas categorías nuevas. La “teoría del género (gender)” es quizás el ejemplo más resonante de estos últimos años, no sólo porque la teoría en sí misma carece absolutamente de toda justificación científica, sino porque se busca revolucionar totalmente el lenguaje y el sentido original de los términos. El término inglés “gender” pasa a reemplazar al de sexo, afirmándose además que es producto de una autopercepción, o bien que se impone culturalmente. Todo, menos admitir alguna relación a la naturaleza o a la esencia propia de los animales o personas.
Pero esta no es la única crisis que padece el lenguaje. A veces, se elige otra forma de vaciar su contenido, y es recurriendo permanentemente a un lenguaje ambiguo, sin decir ni dejar de decir, aunque inclinándose subrepticiamente a un cierto tipo de opinión o tendencia, sin afirmarla claramente. Esto se ha dado en particular de modo frecuente en la filosofía, y más aún en la teología moderna, aunque no exclusivamente, puesto que también se ha dado en los análisis culturales e históricos, por ejemplo. También aquí, como en el caso del ‘gender’, es «el lenguaje el que crea la realidad. El eufemismo es la manifestación más visible (…) Así, en los años setenta, comenzamos a llamar “interrupción voluntaria del embarazo” al aborto y últimamente, hemos aprendido a calificar como “daños colaterales” a los muertos civiles en guerras. No importa cuál sea la realidad, sino que palabras se usan para referirse a ella. Luego el lenguaje hace el resto del trabajo. No hay forma de entender el fenómeno de la leyenda negra que desde el punto de vista del lenguaje y la manipulación del lenguaje».[7] Esta manipulación del lenguaje tiene no obstante su punto débil: “Es siempre visible y grosera, y, por lo tanto, ayuda a ver aquello que la manipulación misma quiere tapar”.[8]
Frecuentemente, vemos que se emplea en teología un lenguaje deliberadamente impreciso, alusivo, difuminado, volátil y ondeante. Un lenguaje que formula preguntas sin respuestas, contraposiciones dialécticas sin síntesis, y que, a menudo, utiliza frases del tipo “sí…pero”, donde el “pero” introduce no sólo atenuantes, sino también excepciones. Es un lenguaje por imágenes más que por conceptos y que posee una problemática interpretación teológica. La doctrina pasa a ser así como “piedras lanzadas” (por los fariseos); se afirma – dialécticamente – que la tradición no es un museo, que el confesionario no debe ser una sala de tortura… En realidad, nunca el confesionario lo fue, como tampoco nunca la tradición fue un museo ni la doctrina piedras lanzadas. El lenguaje así empleado no confirma, pero hace que surjan dudas, porque procede por contraposiciones y contradicciones, y que inquieta. [9]
4. Corolario y conclusión
Cuando ocurre lo que hemos señalado, nos damos cuenta que no estamos por cierto ante un problema de lenguaje, sino de pensamiento y de doctrina. La manipulación del lenguaje es sólo el medio para imponer dicho pensamiento nuevo, dicha nueva doctrina, sea porque enseña lo contrario de lo que antes se enseñaba, sea porque lo enseña o predica de modo ambiguo. Los mismos motes: “teología de la liberación”, “teología ciudadana”, “teología africana o asiática”, son ambiguos e incluso equívocos, porque el sólo término “teología”ya implica un objeto definido, que es Dios y sus verdades (teología significa “discurso sobre Dios”), y si bien puede estudiarse parcialmente, como lo hacen las ramas de la teología (moral, pastoral, litúrgica, bíblica, etc.), no pueden considerarse ramas el ser o pertenecer a una ciudad o pueblo, el ser de África o Asia, o el comunicar un mensaje de liberación totalmente equívoco a la liberación del pecado predicada por Cristo. Estas divisiones no son proporcionales al lenguaje teológico, no se adaptan a él, y por lo tanto son ambiguas y engañosas.
Los que utilizan dicho tipo de lenguaje ambiguo para la teología, la escritura o la predicación, no dejan de proferir con sus labios, por supuesto, los nombres de Jesús y de su evangelio. En realidad, “necesitan” nombrarlos para conservar patente de cristianos y, además, para utilizarlos dialécticamente contra todo lo que quieran denigrar o atacar, sólo que haciéndolos pasar por el tamiz coloreado de su interpretación personal. No obstante, con dificultad se encontrará algo más lejano de los consejos de Jesucristo que la ambigüedad por ellos usada, si nos atenemos a lo dicho por Jesús mismo: Que la palabra de ustedes sea ¡sí, sí!; ¡no, no! Lo que excede procede del Maligno … (Mt 5,37) Ante semejantes palabras, puede resultar difícil justificar una frase como la siguiente: «La lógica del blanco y negro puede llevar a la abstracción casuística. En cambio, el discernimiento es avanzar en el gris de la vida según la voluntad de Dios». Es un claro ejemplo de frase ambigua: La vida está llena de circunstancias ‘grises’, es cierto, donde se mezclan aspectos blancos, más o menos blancos, con negros y más o menos negros. Pero el discernimiento no consiste en tomar lo gris como tal, sino justamente, separar en el gris lo que es blanco, para tomarlo, de lo que es negro para desecharlo. Si no se aclara cuidadosamente lo que se quiere decir, la frase puede fácilmente entenderse mal. No se puede poner toda la carga sobre la impresión sensible o sobre el impacto que la frase pueda tener. Es necesario además que sea clara.
La siguiente sentencia de un autor contemporáneo parece resumir todo con gran agudeza: «Pronunciemos la palabra que juzga metafísicamente, con criterios absolutos: La palabra que no se apoya en construcciones históricas convencionales, ni en modas pasajeras. La palabra que refleja el ser, no su interpretación; la palabra que permanece, no la que evoluciona; la palabra que define, no la que halaga o confunde (…) La solución última es la palabra en tanto vehículo de realidades metafísicas, por encima del cambio, independiente de los horizontes culturales, de los puntos de vista. Y esta palabra no puede ser sino el reflejo de la Palabra, Dios mismo. Por esa razón Ernest Hello muy bien dijo: “Afirmar es el acto inicial de la palabra. Todo verbo contiene el verbo ser. Toda palabra tiene a Dios por sostén. El que es, es el fundamento de todo discurso…” »[10]
P Carlos Pereira, IVE
[1] Cfr. Aristoteles, Peri Hermeneias, I, 1-2.
[2] Sto. Tomás de Aquino, Comentario al libro de Aristóteles: Peri Hermeneias, l. II, 14.
[3] Cfr. Sto. Tomás, op. cit. l. II, 15. 16.
[4] Cfr. Aristoteles, Peri Hermeneias, I, 3-4.
[5] Tomás de Aquino, Summa Theologiae (S. Th) IIª-IIae, q.11, a.2, ad2.
[6] Esto es así particularmente en el campo teológico, porque la ciencia teológica se desarrolla a partir de la Fe, y la Fe es de “lo que no se ve” («los que creen sin haber visto»; Jn 20,29), ya que su objeto (Dios, por ejemplo), no es evidente. Por lo tanto, toda la fuerza del acto de Fe se basa en el “asentimiento” que la inteligencia debe dar, afirmando. Para que no sea equívoco, dicho asentimiento debe ser claro y preciso: No es lo mismo decir que creo en “un dios universo”, o “que a todo da forma siendo parte de ese todo” (gran arquitecto del universo, por ejemplo), que decir que creo en un “Dios personal y trascendente”. No es lo mismo creer en Jesús sólo como profeta (uno de tantos) que creer en El como “hijo de Dios”. Cambia el valor de suplencia que se otorga a los términos (Dios, Jesús, etc.), y cambia por lo tanto su significado, alejándose en algunos casos del depósito de la Revelación (de la verdad revelada), y dejando eventualmente de ser teología cristiana.
[7] Cfr. M. Elvira Roca Berea, Imperiofobia y leyendas negras: Roma, Rusia, Estados Unidos y el imperio español; ed. Siruela, Madrid 2016, p. 473 (edición e-book).
[8] Ibidem, p. 48.
[9] Así dicho, uno tiende a dudar del confesionario, de los confesores y de la misma confesión. Si hubiera sido una sala de torturas, la confesión habría desaparecido hace ya mucho tiempo, y eso no sucede en las comunidades donde hay vida cristiana auténtica. Si alguna vez algún confesor la ha practicado de dicho modo, es problema de un confesor personal, y no de los confesores, ni del confesionario, ni de la confesión, como la frase pretende darlo a entender.
[10] Cfr. E. Hello, Palabras de Dios. Reflexiones sobre algunos textos sagrados, Difusión, Buenos Aires, 92. El texto de J. C. Monedero, El lenguaje es discriminatorio: ¿y qué?(http://es.catholic.net/temacontrovertido/330/1744/articulo.php?id=47533)
Comentarios 2
Muchas gracias por su reflexión Padre, muy acertado. El mal uso del lenguaje no es una moda, y debemos tener cuidado con el lenguaje impreciso que impera hoy en día.
Excelente reflexión Padre. Si la palabra se vacía de sentido que sentido tiene la Palabra de Dios? Hay mucho clérigo en las altas esferas que ha decidido reemplazar a Cristo (a quien casi no nombre en muchos de sus escritos). Padece la tentación de ser “mas bueno que Dios”