San Pablo VI, Papa, en su célebre encíclica Humanae Vitae, declaraba: “Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los Apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las gentes sus mandamientos, los constituía en custodios y en intérpretes auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse (…) La Iglesia no ha sido la autora de éstas, ni puede por tanto ser su árbitro, sino solamente su depositaria e intérprete, sin poder jamás declarar lícito lo que no lo es por su íntima e inmutable oposición al verdadero bien del hombre”[1].
De tal modo que ni la Iglesia, ni sus miembros, ni ninguna autoridad humana es dueña de la ley natural, que han recibido en depósito, ni de las leyes morales, que de aquella se derivan. Deben sí custodiarla e interpretarla. Esto vale también para cada ser humano. Por lo tanto, el ser humano -hasta el Papa y los obispos- no son dueños de las leyes morales, sino sólo sus intérpretes. De allí que no se pueda decir que la “conciencia (del hombre) sea la norma universal del bien y del mal”.
Conciencia y ley moral
Lo encontramos muy bien expresado en el Catecismo de la Iglesia Católica, editado durante el magisterio de Juan Pablo II: “La ley moral es obra de la Sabiduría divina” [1950]; “La ley moral supone el orden racional establecido entre las criaturas, para su bien y con miras a su fin, por el poder, la sabiduría y la bondad del Creador” [1951]; “La ley moral tiene en Cristo su plenitud y su unidad” [1953].
Y luego, sobre la conciencia, afirma: “La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina” [1778][2]. O sea, la conciencia moral, que así se llama, permite al hombre acceder al conocimiento de la ley moral y natural, creadas por Dios. La conciencia del hombre no inventa entonces la ley natural, sino que debe ajustarse a ella. No es por lo tanto una regla suprema del orden moral, sino solo secundaria.
Afirmaba también San Juan Pablo II respecto al debate moral, sobre todo en temas de concepción, matrimonio y vida humana: “Durante estos años, como consecuencia de la contestación a la Humanae Vitae, se ha puesto en discusión la misma doctrina cristiana de la conciencia moral, aceptando la idea de conciencia creadora de la norma moral. De esta forma se ha roto radicalmente el vínculo de obediencia a la santa voluntad del Creador, en la que se funda la misma dignidad del hombre. La conciencia es, efectivamente, el ‘lugar’ en el que el hombre es iluminado por una luz que no deriva de su razón creada y siempre falible, sino de la Sabiduría del Verbo en la que todo ha sido creado… Ya que el Magisterio de la Iglesia ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia, apelar a esta conciencia precisamente para contestar la verdad de cuanto enseña el Magisterio, comporta el rechazo de la concepción católica de Magisterio y de la conciencia moral”[3]
“Cuando hay esta indiferencia, la persona no toma interés por la formación de la propia conciencia y termina, tarde o temprano, por confundir la fidelidad a la conciencia con la adhesión a cualquier opinión personal o de la mayoría… No se encuentra la verdad si no se la ama; no se conoce la verdad si no se quiere conocerla”[4].
Distinción de conciencia y sindéresis
Ahora bien, si la conciencia del hombre tiene que seguir una norma más alta, que le indica lo que está bien, ¿cómo distingue el hombre el bien del mal? ¿Cómo puede conocer esa ley natural y seguir su enseñanza? Aceptando que su conciencia no es creadora del bien y del mal, ¿cómo llega al conocimiento de ellos?
Lo hace mediante la sindéresis, concepto elaborado por la escolástica a partir de Aristóteles, y que es el hábito de los primeros principios prácticos de la razón natural que le permite distinguir lo bueno de lo malo. Es un hábito perfectivo de la razón práctica. Es un hábito que viene con el hombre, que le hace saber que hay que obrar el bien y evitar el mal, y lo orienta para poder reconocer este principio y aplicarlo en una determinada situación práctica. Escribe un autor: “la sindéresis intuye las primeras máximas de la conducta moral… que pueden ser percibidas sin discurso alguno, y tanto más cuanto más se afina la sensibilidad ética por obra de la educación moral”[5]. Santo Tomás afirma: “la conciencia no es la primera regla de los actos humanos, sino más bien la sindéresis” (De veritate, 17, 2 ad 7).
Si la sindéresis es un hábito, la conciencia es un acto, que permite al hombre apreciar su conducta juzgándola según las normas que son los principios y preceptos de la ley natural conocidos por medio de la sindéresis. Esto rige para todos los hombres. O sea que la conciencia nunca es regla suprema, sino se encuentra subordinada a la ley natural[6]. De nuevo recurrimos al magisterio de Pablo VI: “la conciencia no es la fuente del bien y del mal; es la advertencia, la percepción de una voz que por eso se llama voz de la conciencia… es la intimación subjetiva de una ley que debemos llamar natural”[7]. Como acto de la razón práctica, la conciencia juzga los actos como buenos o malos y se traduce en un juicio que regula las conductas; las examina, aprueba o remuerde.
También el magisterio de San Juan Pablo II, en su encíclica Veritatis Splendor: “La conciencia formula así la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien que le es señalado aquí y ahora“[8]. Incluso cuando es necesario que los hombres hagan el bien y eviten el mal, la conciencia nunca es completamente autónoma para el bien y el mal: “La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano. El juicio de conciencia no establece la ley, sino que da testimonio de la autoridad de la ley natural y de la razón práctica con referencia al bien supremo”[9].
Conciencia recta y conciencia errónea
Según la conformidad que guarde con la ley de Dios, con la sindéresis, con los principios de la ley moral y con la prudencia, tenemos la conciencia recta o verdadera y la conciencia errónea o falsa: Conciencia verdadera o recta es la que es conforme a los principios morales objetivos (ley divina, sindéresis, ciencia moral, prudencia); conciencia errónea o falsa es la disconforme con los principios de la moralidad. Sus grados de responsabilidad son: invenciblemente errónea y venciblemente errónea.
La conciencia humana puede entonces errar si se niega a adaptarse a la regla suprema de la verdad: “La conciencia, como juicio de un acto, no está exenta de la posibilidad de error. «Sin embargo, —dice el Concilio— muchas veces ocurre que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que por ello pierda su dignidad. Pero no se puede decir esto cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega» (Gaudium et Spes, 16). Con estas breves palabras, el Concilio ofrece una síntesis de la doctrina que la Iglesia ha elaborado a lo largo de los siglos sobre la conciencia errónea.
Ciertamente, para tener una «conciencia recta» (1 Tm 1, 5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar «iluminada por el Espíritu Santo» (cf. Rm 9, 1), debe ser «pura» (2 Tm 1, 3), no debe «con astucia falsear la palabra de Dios» sino «manifestar claramente la verdad» (cf. 2 Cor 4, 2). Por otra parte, el mismo Apóstol amonesta a los cristianos diciendo: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2)”[10].
Por dicha razón concluía Juan Pablo II: “No es suficiente decir al hombre ‘sigue siempre tu conciencia’. Es necesario añadir inmediatamente y siempre: ‘pregúntate si tu conciencia dice la verdad o algo falso, y busca incansablemente conocer la verdad’. Si no se hiciera esta necesaria precisión, el hombre arriesgaría encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez del lugar santo donde Dios le revela su verdadero bien”[11].
Obligatoriedad de la ley
El primer y supremo parámetro que define y mide la bondad o maldad de un acto humano es la Ley eterna que establece el orden esencial del acto humano a su Fin Último, que es Dios[12]. La Ley eterna es la propia Sabiduría de Dios, su Inteligencia ordenadora que no sólo concibe las esencias de los seres al crearlos, sino el orden de cada uno a su fin inmediato y fin último. La bondad o malicia de un acto se mide, pues, por si ordena o inclina hacia el fin que la Inteligencia creadora ha predeterminado para él. “Este bien (el auténtico bien del hombre) está establecido, como ley eterna, por la Sabiduría de Dios que ordena todo ser a su fin”[13]. Dicha ley eterna puede manifestarse indirecta o directamente: indirectamente a través del orden de la creación (conocido por la razón: ley natural); directamente a través de la Revelación y la Fe (ley divina).
“El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta” (CIC, 1849). La Ley, por tanto, ejerce una actividad reguladora sobre los actos voluntarios del hombre. No significa esto que la ley dé o cree el valor moral de los actos (los que serían, consecuentemente, indiferentes en sí), porque hay actos que son siempre buenos o siempre malos. La Sagrada Escritura da testimonio de obras que en sí mismas son malas. Tales “obras” se definen como obras “de la carne” que “excluyen del reino de los Cielos”: adulterio, fornicación, deshonestidad, lujuria, culto a los ídolos, herejías, envidias, homicidio, ebriedad, glotonería y similares[14]. Otras son en sí mismas buenas, frutos del Espíritu Santo que manifiestan nuestra filiación divina. Los actos en concreto tienen siempre una connotación moral según su referencia positiva o negativa respecto de su objeto moral y del fin último. Santo Tomás afirma: “ningún mal es excusable por la buena intención”[15]. La ley mide y manifiesta a la conciencia esta referencia o perfección.
La ley humana (eclesiástica o civil) obliga también en conciencia delante de Dios, cuando es justa. Pero no obligan con grave incómodo o perjuicio que accidentalmente vaya unido al cumplimiento de esa ley (no es obligatorio oír Misa el domingo para quien tiene que recorrer una gran distancia para llegar a la iglesia). En síntesis, hay que decir que, de hecho, toda verdadera ley, como todo verdadero precepto, obliga ante Dios, es decir, en conciencia. Por tanto, mientras no conste claramente de su injusticia, obligan en conciencia, a lo que mandan o a lo que prohíben.
No es lícito exagerar la gravedad de los casos, como para lograr una excepción, o suponer de modo arbitrario que el superior no está presente o esperar a que se ausente para tomarse licencia en algunas cosas en lugar de pedir permiso o preguntar. Esto no es epiqueya (interpretar según el espíritu de la ley) sino laxitud de conciencia, lo mismo que rechazar una observancia por el solo hecho de que molesta algo más de lo corriente.
La resistencia a la ley en conciencia
Las leyes humanas pueden ser injustas por varias razones:
– por razón del fin: Cuando el gobernante busca su propio beneficio o el de un grupo determinado; en este caso tenemos tiranía.
– por razón del autor: Cuando el legislador se excede en su poder o autoridad (aprobando leyes contra la vida o la ley natural, por ejemplo). Esto también conduce a un sistema tiránico, incluso con apariencias democráticas.
– por razón de la forma: Cuando no son equitativas sino desiguales en las cargas u obligaciones.
– por razón de oposición al bien divino: Cuando ordenan lo que es pecaminoso y contrario a la ley de Dios.
Cuando se oponen injustamente a un bien humano, las leyes no obligan en conciencia, a no ser que de su no conformidad o inobservancia se derive escándalo o desorden[16]. Pero hay que tener en cuenta a qué tipo de bien humano se oponen (quizás es un bien que puede resignarse, al menos en parte, como tolerar un gobierno mediocre), y sobre todo hay que estar atento a que no se siga un grave desorden o escándalo después (porque puede suceder que otros no entiendan. También si de la inobediencia se siguiese una situación de caos).
Cuando obran contra el bien divino, nunca es lícito observarlas, porque es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 5, 29).
La resistencia pasiva a las leyes injustas es siempre permisible e incluso puede ser obligatoria. Hemos dicho que las leyes injustas no obligan en conciencia, porque lo injusto no es realmente ley. Cuando las leyes violan derechos accidentales (propiedad con graves impuestos o expropiaciones, libre reunión) no obligan en conciencia, pero generalmente es mejor sufrirlas para evitar males mayores (escándalos, agravamiento de la tiranía…). Sufrirlas no significa aceptarlas, y sigue siendo posible trabajar por la derogación de tales leyes. Cuando atentan contra la ley divina natural o positiva (que prescribe el control de la natalidad, el aborto, etc.), allí se impone una resistencia o desobediencia mayor, según el caso: “La resistencia es un deber y la obediencia un crimen” (León XIII). (En el caso de un médico que fuera obligado a abortar, por ejemplo).
En el caso de la obligación de tomar las armas para defender la patria (guerra de defensa): “Si una representación popular y un gobierno elegido, en extrema necesidad, con los medios legítimos de la política exterior e interior, establecen medidas de defensa y ejecutan las disposiciones necesarias, se comportan igualmente de un modo que no es inmoral, de modo que un ciudadano católico no puede apelar a su conciencia para negarse a realizar los servicios y cumplir los deberes establecidos por la ley” (Pío XII).
La conciencia que obliga es la conciencia cierta. La certeza es la firme adhesión o asentimiento de la inteligencia a un juicio, sin temor a errar. Para actuar lícitamente basta con tener un alto grado de probabilidad, y excluir así toda duda razonable. Esta exclusión de toda duda razonable recibe el nombre de certeza moral, una especie de “certeza probable”. En este sentido, Tomás de Aquino escribe lo siguiente: “[…] según el Filósofo en el libro I de la Ética, la certeza no se debe buscar del mismo modo en todas las materias. En los actos humanos […] no puede tenerse certeza demostrativa, puesto que versan acerca de lo contingente y variable. Por lo mismo, basta con la certeza probable (probabilis certitudo), que alcanza la verdad en la mayoría de los casos, aunque se separe de ella en algunos pocos”[17]. Tomás de Aquino sostiene que “cuando la conciencia no es probable, entonces debe deponerse”[18]. Hay que hacer algunas precisiones[19]:
Cuando una persona duda acerca de la licitud de un cierto acto humano, lo primero que debe hacer es examinar si se trata o no de una situación urgente, es decir, si la decisión puede o no diferirse. Si la situación no es urgente, la persona tiene, naturalmente, la obligación de poner los medios para salir de la duda, y postergar la decisión hasta que haya llegado a un juicio moralmente cierto. Esto quiere decir que, antes de actuar, deberá estudiar más, deliberar más, pedir consejo, etc. Pero si la situación es urgente, o sea, si la decisión no puede postergarse, al agente no le basta simplemente con deponer o abandonar la conciencia dudosa. Si la situación es urgente se debe seguir otro principio, también enunciado por santo Tomás: in dubiis semper tutior pars eligenda est, es decir, “en caso de duda, se debe elegir la parte más segura”[20]. Para que este principio tenga aplicación se debe entender por “parte más segura” la que coincide con el curso de acción que tiene más posibilidades de ser moralmente bueno o, lo que es igual, el que tiene menos posibilidades de ser moralmente malo, aunque no exista certeza. Parte más segura no es la que más me atrae sensiblemente, por ejemplo.
Tomás de Aquino enuncia el siguiente principio general: “Cuando es necesario elegir entre dos cosas, y ambas amenazan con un peligro, se ha de elegir preferentemente aquella de la que se sigue un mal menor”[21]. Hay situaciones donde lo más seguro no puede ser otra cosa que evitar el mal más grave. El principio aplicable sería, entonces, el siguiente: «si no hay certeza ni de la licitud de realizar un acto ni de la licitud de omitirlo, y ninguna de las posibilidades parece más probable que la otra, se debe seguir la solución que se juzgue menos mala». Para determinar el mal menor se debe efectuar un análisis que tome en cuenta los siguientes factores: (i) la importancia de los efectos buenos y malos considerados en sí mismos (p. ej., que el bien de las personas es superior al bien de las cosas[22], que es relevante el número de personas que padecerá cierto mal o que participará de cierto bien[23], que el bien común es superior al bien particular)[24]; (ii) la importancia de los efectos buenos y malos en relación con el agente (deberes especiales que derivan de compromisos previos, o del estado u oficio del agente)[25], y (iii) la probabilidad de la ocurrencia de los diversos efectos[26].
[1] SS. PP. Pablo VI, Carta encíclica Humanae Vitae [https://www.vatican.va/content/paul-vi/es/encyclicals/documents/hf_p-vi_enc_25071968_humanae-vitae.html#_ftnref2] (25/7/1968), 4. 18.
[2] Citamos la versión online de la página oficial de la Santa Sede: https://www.vatican.va/archive/catechism_sp/index_sp.html [consultado el 16/5/2023]. Números del catecismo entre corchetes [].
[3] Papa San Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral; L’Osservatore Romano (español) 22/1/1989, p. 9; 4.
[4] San J.P II, Audiencia general del 24/8/1983, 2 (https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1983/documents/hf_jp-ii_aud_19830824.html) [consultado el 2/10/2023].
[5] Cf. Antonio G. Robledo, Ensayo sobre las virtudes intelectuales, FCE, 117.
[6] Considerar la conciencia ya no como un acto sino incluso como una facultad (o ‘super facultad’) es uno de los errores de ciertos moralistas modernos, como Häring, como bien muestra dicho análisis: P. M. A. Fuentes, VE: La conciencia en la Veritatis Splendor, en: https://es.catholic.net/imprimir.php?id=7183 [consultado el 2/10/2023].
[7] San Pablo VI, Audiencia general del 12/2/1969.
[8] San JP II, Carta encíclica Veritatis Splendor (6/8/1993), 59; AAS 85 (1993), 1180 (cfr. https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_06081993_veritatis-splendor.html) [consultado 2/10/2023].
[9] Cfr. Veritatis Splendor, 60; AAS 85 (1993), 1181.
[10] Cfr. Veritatis Splendor, 62: AAS 85 (1993), 1182.
[11] San JP II, Audiencia general del 17/VIII/83, 3 (https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1983/documents/hf_jp-ii_aud_19830817.html) [consultado 2/10/2023].
[12] “El principio de todo orden moral es el fin último, que en el orden operativo se comporta como el primer principio indemostrable en el orden especulativo” (S. Th. I-II, 72, 5; cf. I-II, 90, 2 ad 3).
[13] Cfr. Veritatis Splendor, 72.
[14] Cfr. Gal 5, 19-20; 1Cor 6, 9-10; Rom 1, 28-31.
[15] Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis, c. 6. Cfr. R. García de Haro, L’agire morale e le virtù, pp. 95-97.
[16] Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 96, a. 4, c.
[17] Summa theologiae, II-II, q. 70, a. 2, c.
[18] De veritate, q. 17, a. 4, ad 4.
[19] Esta distinción la tomamos de A. Miranda Montecinos, Obligatoriedad de la conciencia, ley injusta y distinción entre acción y omisión. Una relectura a partir de la tradición tomista, en https://revistas.uncu.edu.ar/ojs3/index.php/scripta/article/view/3590/2887 [consultado 2/10/2023], donde se desarrolla extensamente el tema de la objeción de conciencia.
[20] Cfr. Tomás de Aquino, In IV Sententiarum, d. 27, q. 2, a. 3, 2 a.
[21] Tomás de Aquino, De regno ad regem Cypri, l. 1, c. 6.
[22] De malo, q. 2, a. 10, c.
[23] Cfr. Francisco de Vitoria, De iure belli, n. 37 (Salamanca: San Esteban, 2017).
[24] Summa theologiae, II-II, q. 31, a. 3, ad2; II-II, q. 32, a. 6, c.
[25] Cfr. Enrique de Villalobos, Summa de la theologia moral y canonica, p. 2, tr. 12, dif. 7, conc. 2 (Salamanca: Diego de Cussio, 1629).
[26] Cfr. Francisco de Vitoria, Commentaria in secundam secundae, q. 64, a. 5, n. 9 (Milwaukee: Marquette University Press, 1997).