“Las exigencias del Amor” [1] – Hna. María del Huerto

📖 Ediciones Voz Católica

Más leído esta semana

En nuestra regla monástica se establece que aquella religiosa que desee formar parte de la rama contemplativa debe realizar una experiencia de cuatro años, al cabo de los cuales podrá solicitar la admisión definitiva[2]. Este hecho no pasa desapercibido para el alma: es uno de esos momentos que interpelan profundamente, que despiertan preguntas esenciales. Algo semejante ocurre cuando se decide ingresar en clausura. Muchas veces hay que responder a los interrogantes de los demás —incluidos nuestros familiares—, y también a los propios, porque el llamado viene de Dios. Es Él quien nos invita a este modo de vida, y con el paso del tiempo se revelan aspectos nuevos, inimaginables, que confirman las convicciones iniciales.

En un mundo que ha perdido el sentido de la oración, de Dios y del verdadero amor, resulta difícil explicar esta elección. Nuestra vida sólo se comprende a la luz de la fe. La fe es el sol que ilumina y da calor, que otorga sentido y vida a cada gesto. Por eso, nuestra existencia se convierte en testimonio de lo sobrenatural, al darle la primacía absoluta. Es, además, signo de contradicción para quienes no creen.

Quien quiera comprender el verdadero sentido de nuestra vida debe estar dispuesto a escuchar hablar de Dios. Sólo el amor a Dios explica una existencia que, para los ojos mundanos, puede parecer locura o escándalo.

¿Puede el Amor tener medida?

Comencemos hablando del amor, del verdadero amor: ¿Podemos ponerle medidas al Amor? ¿Puede el Amor ser exigente desmedidamente? Dice un autor: “No existe la posibilidad de exigencias desmedidas en el amor. Puesto que es propio del amor el deseo de recibirlo todo, no puede decirse nunca que sus requerimientos sean excesivos: La caridad todo lo espera (Cor 13:7). Más aún: un amor comedido en cuanto a lo que espera recibir no sería verdadero amor. Tampoco se puede decir en ningún caso que es demasiado lo que el amor espera alcanzar, en el sentido de que sus apetencias sean exageradas. Pues, conforme a su propia naturaleza, el amor no pide nunca poco, mucho, o demasiado, sino sencillamente todo, y eso es justamente lo que espera recibir”.

Es Dios quien nos llama a esta vida. ¿Y por qué de este modo? Porque Jesús es el más perfecto de los amantes, y cuando reclama amor, no lo pide calculado: lo pide todo. No sólo lo que poseemos, sino a nosotras mismas. Él desea que nos dediquemos enteramente a Él, en una vida de intimidad, por medio de la oración, que —en palabras de Santa Teresa— es “tratar de amores con Aquel que sabemos que nos ama”[3].

La soledad y clausura: un modo particular de estar con el Señor

¿Y porque nos pide dejarlo todo? ¿Y cuál es el sentido de la soledad de la clausura? Porque el alma de la religiosa se debe a Dios en primer lugar, y ante todo, y por eso tiene que buscarlo en soledad… Pues ha de quedar claro que Dios está sobre todas las cosas y tiene que ser amado sobre todas ellas.

Hay además otra razón: porque el diálogo de amor transcurre en la intimidad y gusta por eso de la soledad. No es un desprecio a las cosas. Ni tampoco cuestión de dejar de amarlas temporalmente, a modo de cariño aplazado, pues nada ni nadie deja de ser amado por cierto tiempo desde el momento en que el amor no entiende de intermitencias. La verdad es que nunca son las cosas tan amadas como cuando el hombre está delante del Infinito Amor. Lo que sucede, simplemente, es que ése es el momento de la verdad.  De la Verdad absoluta —que no es otra sino Dios—, ante cuya realidad todas las otras verdades se hacen en cierto modo relativas. Es preciso tener bien presente que tal conciencia de relatividad no implica que las cosas difuminen su esencia, en lo más mínimo, sino a que serán reconocidas como lo que son y en su relación con Dios, que es su principio y su fin.

Cuando el hombre intenta encontrarse con Dios, buscando para conseguirlo la soledad y el alejamiento de las cosas, no deja de amarlas. Simplemente cumple con las leyes y las exigencias del amor. Porque el cristiano ama a las cosas con todo su corazón. Pero con un corazón que anda siempre en búsqueda ansiosa y anhelante de un Todo. Cuando lo encuentra, el cuidado de las demás cosas puede ser dejado como en el olvido y entre las azucenas, tal como decía San Juan de la Cruz”[4]:

“Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado;

cesó todo, y dejéme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado”

El que busca la soledad para encontrar a Dios jamás se queda solo. Acaba poseyéndolo Todo, mientras que la soledad es lo único que encuentran los que eligen el ser efímero y participado de las otras cosas.

¿Una vida “más productiva”?

A veces se nos dice que nuestra vida sería más “útil” si nos dedicáramos al trabajo con niños, enfermos, en colegios o misiones. Pero nuestra labor en el monasterio consiste precisamente en esa intimidad con Dios, en ese “tratar de amores”, buscando los intereses del Amado. Y los intereses de Jesús son, justamente, esos niños, esas almas encomendadas a los sacerdotes, los jóvenes, los enfermos…

Nuestra súplica ante Jesús es la misma que alguna vez realizó la Virgen en aquella boda, al advertir una necesidad.  Ella, con su intervención obtuvo de Jesús el primer milagro. No fue ella a buscar el vino, sencillamente lo pidió confiada en que iba a ser escuchada y con fe ciega en el poder omnipotente de su Hijo. Con nuestra oración, dicha en soledad, decimos a cada instante: “Jesús, no tienen vino”, que puede ser el vino de la fortaleza a un sacerdote atribulado, el vino de la conformidad con la Voluntad Divina a un enfermo, el vino de la gracia de la conversión a un pecador, el vino de la paz del mundo, el vino de la armonía en las familias…. Si nuestra oración es bien realizada se convierte en una oración eficaz como la de Maria Santisima y por tanto el bien que hacemos con ella es mucho mayor que el trabajo que hubiésemos realizado con nuestras frágiles manos.

Con la oración podemos estar presentes, como decía Santa Teresita[5], en varios frentes, pues la oración no conoce límites de tiempo ni espacio y así con ella acompañamos a los misioneros en su misión, a las almas que nos suplican que recemos por ellas, y a aquellas otras almas por las que nadie pide pero que estan presentes en el Corazón de Cristo.

Nuestra oración se convierte en el sostén oculto de tantas almas en necesidad. Podemos entender mejor, de este modo, el reproche de Jesús a Marta:

“Sólo una cosa es necesaria, y ella (María), ha escogido la parte mejor que no le será quitada” [6]

¿Juventud desperdiciada?

Nuestra juventud, ¿desperdiciada acaso? Alguno opinará que mejor sería ingresar a la vida contemplativa luego de haber trabajado, a modo de un retiro, ó de una “jubilación”, cuando ya las fuerzas físicas declinan. Y puede ser que a alguna religiosa Dios le llamare a esta vocación especial, luego de una vida de arduo trabajo misionero, como coronamiento a tantos méritos; pero el momento en el que Dios llama no lo elegimos nosotras.

Él, a muchas de nosotras, nos ha pedido que le entreguemos nuestra juventud, y en algunos casos, desde muy temprana edad. Y en esto Jesús nos da ejemplo, al decir del Beato Manuel Lozano Garrido[7]:

“Un día, ya lejano, levantaron sobre un madero al fruto más puro y santo de los hombres. Sus venas eran como ríos de sangre vital y redentora. Jesús no esperó a hacerse viejo para pagar la deuda de los hombres, sino que puso en su misión toda la plenitud de su juventud y la ilusión de un alma joven. Las oblaciones deben ser así: bellas, limpias, sinceras y generosas.”

Una vida incomprendida, pero necesaria

Aunque el mundo no lo comprenda, nuestra vida en clausura es necesaria. Cuanto más se alejan los hombres de Dios, más urgente se vuelve. Y cuando menos se entiende esta forma de vida, esa incomprensión reclama su existencia.

Es el Amor quien lo reclama. Es el amor a Dios y a las almas la respuesta a esta exigencia. Es necesario que haya almas que dediquen su vida enteramente a Dios, “solamente a Dios”, que busquen los intereses del Amado y supliquen por aquellos que “se han quedado sin vino”: sin el vino de la fe, sin el vino de la gracia.

 

Hna. María del Huerto, SSVM

 

[1] Sigo libremente el escrito: El Amigo Inoportuno de Alfonso Gálvez

[2] De aquellas religiosas que han terminado la formación inicial

[3] Vida 8, 5

[4] Noche Oscura 8

[5] Carta a Sor Maria del SC (Manuscrito B)

[6] Lc 10, 42

[7] “Cartas con la señal de la Cruz”

Seguir Leyendo

Comentarios 1

  1. María Sol dice:

    Admiración absoluta por vuestro camino, queridas Hermanas. Que junto a la de l9s Sacerdotes es la llamada a una entrega que sostiene con sus oraciones los pilares de Nuestra Santa Madre La Iglesia.
    Vuestra entrega y vocación son fundamentales y de máxima utilidad para la conversión y la fé.
    Como La Santísima Virgen acompañan, sin ser vistas, ni reconocidas los pasos de Jesús. Cumpliendo con humildad y servil donación todo lo que Él pide.
    Gracias y están siempre en mis oraciones.
    Pido a Dios por sus caminos de santidad y por más y más vocaciones a la vida consagrada.
    Dios las bendiga

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Acepto los Términos y condiciones y la Política de privacidad .

This site uses Akismet to reduce spam. Learn how your comment data is processed.