Algunos de los rasgos más importantes de la mentalidad indígena en México, antes de la llegada de los españoles
Es fundamental tomar en cuenta los rasgos de la cultura indígena para poder entender tanto el Mensaje como la Imagen de la Virgen Santa María de Guadalupe en la inculturación que Ella realiza a la perfección.
Ella nunca toma ninguna idolatría, ni es continuidad de ningún ídolo, sino que sólo toma lo que es la verdad y lo bueno, lo que llamamos “Semillas del Verbo”, y las lleva a la perfección en su amado Hijo.
El llamado “Imperio Mexica o Imperio Azteca” con la mentalidad incorporada de los toltecas, era un mosaico de pueblos indígenas que formaban una Confederación en donde existían alianzas, integraciones con la mentalidad de los sabios y artistas Toltecas, pero también sometimientos y opresiones; tribus de ambientes y lenguas muy diferentes, pero entre las que se reconocía la supremacía hegemónica de la lengua náhuatl.
La historia de este llamado “Imperio Mexica o Azteca” comienza cuando logran ubicarse en el valle de México. Tenía una peculiaridad, una convicción indeleble de ser el “Pueblo del Sol”, lo que le confirió una fuerza fuera de toda proporción, que de ser un pueblo de andrajos trashumantes se convirtió en el dueño del Anáhuac, en apenas siglo y medio. Seguían devotamente al dios Huitzilopochtli, el sol en el zenit, el sol belicoso, exigente y aterrador.
Después de peregrinar de un sitio al otro, en 1325, acabaron estableciéndose en los lodazales del centro del lago. Los mexicas o aztecas no habían llegado al Valle de México en son de guerra, sino como mendigos miserables que sostenían esta misteriosa filiación divina; en su mentalidad religiosa-mística más se confirmaba su participación cósmica, ellos eran quienes tenían la obligación de alimentar el cosmos, sostenerlo y procurar su equilibrio; se sentían orgullosos de realizar la cosecha de la vida, es decir, procurar los corazones y el líquido precioso: la sangre, para poder alimentar con lo que era el motor y la esencia de la vida a aquellos dioses que en su momento se habían sacrificado por los mismos hombres, de ahí la centralidad de los sacrificios humanos. Sólo de ésta manera el ser humano podría continuar viviendo. Es la búsqueda del anhelo de vida que surge del interior de todo ser humano, en la tiniebla cruel de los sacrificios, aún de niños y mujeres que se realizaba con víctimas de las llamadas “guerras floridas”.
Una celebración especial para los indígenas era el Solsticio de invierno, pues era el momento en donde la noche era tremendamente larga y el día era el más pequeño, por lo que era importante los días anteriores para realizar sacrificios humanos y autosacrificios para que toda esa sangre y corazones fortalecieran al sol y éste pudiera tener la posibilidad de seguir vivo un ciclo más.
En Julio de 1520 los indígenas fueron azotados por la viruela, que bautizaron como huei zahuatl, es decir: “la gran lepra”. Una enfermedad que diezmó a una cantidad de indígenas que integraban el imperio, nos dice Motolinia: “fue entre ellos tan grande enfermedad y pestilencia mortal en toda la tierra, que en algunas provincias moría la mitad de la gente, porque como los indios no sabían el remedio de las viruelas […] morían como chinches y muchos de los que murieron fue de hambre, porque como todos enfermaron de golpe, no podían curar unos de otros, ni habían quien les hiciese pan; y en muchas partes aconteció morir todos los de una casa y otras, sin quedar casi ninguno, y para remediar el hedor, que no los podían enterar, echaron las casas encima de los muertos, así que sus casa fue sepultura”[1]
Los indígenas recordaban esta tragedia como uno de los azotes más tremendos que había asolado a todos el Anáhuac, Sahagún nos trasmite su desconsuelo: “Cuando […] aún no se preparaban contra nosotros los españoles, primero se difundió entre nosotros una gran peste […] Sobre nosotros se extendió, gran destructora de gente”[2]
Para los españoles la peste era una intervención divina, pero a su favor, dice Bernardino Sahagún: “Milagrosamente nuestro Señor envió gran pestilencia sobre todos los indios de la Nueva España, en castigo de la guerra que había hecho a sus cristianos, por él enviados para hacer esta jornada”[3].
[1] Fran Toribio Benavente, Motolinia, Memoriales, p. 21
[2] Fray Bernardino de Sahagún, Historia General, Lib. XII p. 791
[3] Fray Bernardino Sahagún, Historia General, Prólogo del Lib. XII, p. 721