Imaginemos a Juan, padre de familia, que tiene varios hijos, una familia espléndida, pero atea. Dios no existe. La más pequeña de los hijos se enferma gravemente. En el hospital, después de varios estudios, al padre le dan malas noticias : la enfermedad es muy rara y difícil de combatir. En todo el mundo hay sólo un especialista que podría ayudar a la pequeña. Y solo “podría”: no hay garantía que va a poder hacer algo este médico, aunque es muy bueno y famoso. ¿Cómo se siente Juan…? Angustiado, me imagino, o más que angustiado, muy cerca de la desesperación, porque sus opciones son muy, muy limitadas. Hay UN médico que TAL VEZ puede ayudar a su hijita. Un médico, tal vez….
Cambiemos el panorama. Juan, padre de familia, que tiene varios hijos, una familia esplendida, católica. La más pequeña de los hijos se enferma gravemente. En el hospital, le dan malas noticias al papá: no hay nada para hacer. Él pide otras opiniones, de otros médicos, los mejores y más famosos, pero la noticia es siempre la misma: no hay nada para hacer, humanamente. ¿Cómo se siente Juan…? Muy preocupado, sí. Pero sabe que sus opciones no se agotaron con los médicos. Le queda una opción, de uno que siempre estaba actuando, pero ahora es el Único que continúa haciéndolo: los medios humanos fallaron completamente. A Juan y a su hijita tan enferma le queda Dios.
¿Se siente angustiado Juan por tener tan pocas opciones, porque le queda “solamente” Dios? No, o por lo menos no tendría que sentirse tan angustiado. Porque hay un abismo de diferencia entre “me queda una sola persona humana que me puede ayudar” y “me queda sólo Dios”. La persona humana es limitada, puede defraudar, puede no querer o no poder ayudar. Dios, al contrario, sabe todo, puede todo y nos ama.
Los lectores que rezan la Liturgia de las horas conocen este pasaje, del profeta Habacuc: “Aunque la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, …” ¡La situación que describe el profeta es desastrosa! ¡No le queda nada! Un día de angustia, como él dijo antes, que hace estremecer al más fuerte. Pero la cita empezó con “aunque”, entonces tal vez viene una frase de consuelo, algo como “acepto la voluntad de Dios, me resigno delante de sus caminos que no son los míos”. Pero no. La cita sigue así: “yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios, mi Salvador”. ¡Es un loco este profeta! Está en una situación malísima, y ¡exulta! ¡¿Cómo es posible eso?! Sigue el profeta: “El Señor soberano es mi fuerza” (cf. Hab. 3, 17-19).
En estas palabras está todo dicho. Esto es esperar contra toda esperanza, como dice San Pablo en la carta a los Romanos (cf. Rom. 4, 18). El Señor es nuestra fuerza: Él, que sabe todo, puede todo y nos ama. Esperar sólo en Él no nos limita, al contrario, nos abre el corazón, nos ensancha el horizonte, nos llena de aire fresco, nos libera de toda angustia. Nos hace salir del bunker sofocante y oscuro de los límites humanos a los prados verdes del Salmo 23, a la luz del Sol que es Cristo, donde todo el ambiente nos canta: “el Señor es mi pastor, NADA me falta”.
¡Feliz Jubileo de la Esperanza 2025!
Comentarios 2
El deseo un encuentro conmigo, solo que le abra para que mire en mi y yo en El.
Hermosa reflexión, Dios siempre es la fuerza!