«Carta a un reciente converso» – Aníbal D’Angelo Rodríguez (1927-2015)

📖 Ediciones Voz Católica

Más leído esta semana

Querido amigo:

Me alegra su conversión y –si me permite la fatuidad– le doy la bienvenida a la Iglesia Católica. Pero siento la obligación de explicarle cuál es el estado de la Iglesia a la que Ud. ingresa. Imagínesela como un enorme edificio de veinte siglos, una construcción extraordinaria que ha desafiado el paso del tiempo mientras a su lado otros edificios, más «modernos» y que parecían más sólidos se han derrumbado impiadosamente.

Pero tampoco puedo ocultarle que es un edificio en muy mal estado, amenazado por turbas de periodistas y profesores que le tiran piedras todos los días y a todas horas, aprovechando –muchas veces– los puntos débiles que la Iglesia nunca ha ocultado tener, el principal de los cuales es que, sobre los cimientos divinos, en lo demás hay mucha obra de hombres. Por eso el Fundador fue muy parco en las promesas que hizo cuando dejó a los hombres a cargo del Edificio: «las puertas del infierno no prevalecerán» y «estaré con Uds. hasta el fin de los siglos». Y esta última frase me lleva a darle una primera explicación de por qué me felicito y lo felicito por su ingreso a este edificio que amenaza ruina. Es que en él hay un Tesoro, que es como el corazón encendido que mantiene en pie la casa a pesar de todas las traiciones y los intentos de demolición desde dentro. Ese Tesoro, en vez de ser para unos pocos, es para todos los que lo encuentren y con él se puede alimentar a centenares y miles pero nunca se acaba. Ese solo Tesoro justifica al edificio, aunque hay también otros méritos. Y otros problemas…

Por lo pronto, al entrar en la casa notará que la llena un humo grisáceo que impide ver con claridad. Es un humo que denunció alguien muy importante en el siglo pasado y que lejos de disiparse se ha hecho más y más espeso. Hay en el edificio muchos que tendrían que limpiarlo, cada uno a cargo de un fragmento, pero a alguien, también del siglo pasado, se le ocurrió juntarlos de a varios en una especie de Asambleas que convirtieron la tarea en poco menos que imposible. Ya no basta que haya uno de esos Encargados valiente y claro, como en otros tiempo, para oír de sus labios la Verdad. Ahora está limitado y controlado por su Asamblea en la cual, como es habitual, se imponen los mediocres, los cobardes, los pusilánimes. En el momento del desprestigio y decadencia de los Cuerpos legislativos, a alguien se le ocurrió insertarlos en el Edificio. El resultado ha sido –y es– catastrófico.

Como si todo esto fuera poco, hay multitud de habitantes de la casa que día a día trabajan con picos y barretas en los cimientos tratando de destruirla. Siempre los hubo, pero antes se iban del Edificio y se unían –tarde o temprano– a los que lo apedrean desde afuera. Así es como el frente y los costados están casi destruidos, los vidrios rotos, y por ellos penetran ráfagas miasmáticas y toda clase de pajarracos que graznan aumentando la confusión general. Y los picadores y barreteros se quedan hoy dentro continuando su trabajo de demolición.

Es verdad que por encima de todo esto el Fundador previó colocar un Director General que debería gobernar con mano de hierro y guante de terciopelo el Edificio. Pero éste es muy grande y el Director depende, para decidir, de lo que le informen sus delegados o Encargados pero entre ellos, como le dije, se han instalado los virus de la discordia y la pusilanimidad. Informan mal y se perpetúan a sí mismos como estamento optando casi siempre por el candidato cuyo mérito principal ha de ser el conformismo, el no hacer ruido, el «no ser distinto» como hace años observó un sacerdote sabio.

Bueno, se dirá Ud. después de esta descripción, entonces lo mejor es no entrar en un edificio tan catastróficamente deteriorado. Ahí es donde se equivoca. Por lo pronto, tendrá siempre a su disposición el Tesoro. Luego, cuando camine un poco por los pasillos se encontrará con mucho papanata y mucho malandrín, pero de pronto –donde menos lo espera– verá una procesión de mujercitas con velas y cánticos al Señor que transitan de regreso al reposo después de una jornada de cuidar moribundos, o leprosos o candidatos al cottolengo. Seres, en fin, que los demás mortales no queremos ni ver.

Y luego otra procesión de frailucos que viene de evangelizar pobres hombres olvidados de todos los demás, y si abre las puertas adecuadas verá mucha oración, mucha caridad; hasta a hombrecitos que en grandes bibliotecas escriben la alabanza del Señor. Y por sobre todo, si sabe buscar, encontrará rincones con una enorme, una inmensa alegría, caridad y esperanza que compensan con creces a los apóstatas, a los cobardes y a los atornillados a un sillón.

Es cuestión, pues, de no desanimarse y buscar a sus almas gemelas en medio de la confusión, el humo y los loros parlanchines. En eso recae toda esperanza de salvar el Edificio. En eso, claro, pero sobre todo en la voluntad del Fundador, a la que hay que dirigirse día y noche para que disperse el humo, eche a los del pico y la barreta, expulse a los pájaros vocingleros y nos rescate a nosotros de este viejo Edificio y nos lleve a ese Otro Edificio que está fuera del alcance de las manos aleves. Así sea.

* En «Revista Cabildo» – Noviembre de 2006 – Tercera Época – Año VII, N° 60.

Seguir Leyendo

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.