Alrededor de las doce del día fue Nuestro Señor crucificado; y murió alrededor de las tres de la tarde.
Cuando le anunciaron la muerte, Pilatos se extrañó de lo pronto; mejor podría haberse extrañado que no hubiese muerto antes.
Tres veces cayó bajo la Cruz, según la Tradición, en el empinado camino que, desde hace veinte siglos, llamamos la Vía Dolorosa; la Tradición también nos ha trasmitido el episodio de la compasiva mujer Berenice, que llamamos la Verónica; y los Evangelios nos narran el breve diálogo con un grupo de mujeres solimitanas, llorando ellas y amonestando Él; y la ayuda forzada del hombre de Cirene, Simón, a quien obligaron a llevar por un trecho la cruz. Tan rendido aparecía Cristo que los verdugos temieron muriese en el camino: el infierno quería su plan, quería su presa: los judíos querían un Crucificado no un muerto de cansancio. Muchos azotes y golpes recibió sin duda al detenerse o al caer, antes de llegar a la cima de aquella loma.
Allí lo desnudan y lo clavan con cuatro garfios en una cruz de cuatro brazos; había también cruces en forma de T y en forma de X; pero sabemos que esta era una cruz «inmissa» porque sobre la cabeza de Jesús había un letrero ordenado por Pilatos que decía en arameo en griego y en latin: «El Rey de los Judios».
La cruz era un suplicio atroz: ya el traspasar con clavos la delicada estructura huesosa de las manos y los pies, es algo diabólico; pero poner después el cuerpo suspendido y tirando por su peso desas cuatro heridas, es algo indecible. La cruz era un suplicio satánico.
Satanás existe. La crueldad llevada a esos extremos no está en la condición natural del hombre. Hay en la historia del hombre muchas cosas que no son humanas (y que por cierto parece andan resucitando en nuestros días), que parecen indicar una inteligencia fría como el hielo y terriblemente enemiga de la natura humana. Esos suplicios atroces, la cruz, el empalamiento, el reventar los ojos o cortar las manos, habían sido inventados en el Oriente, en medio del culto de los ídolos, que era el culto de los demonios; no digamos nada de los sacrificios al dios fenicio Baal – Molock, en que se arrojaban niños vivos en un boquerón de bronce candente; con razón el pueblo de Israel tenía horror a los pueblos convecinos. Los Romanos al comienzo fueron un pueblo sobrio, sensato y sano; y eso los llevo a la grandeza; pero ya en tiempo de Cristo habían comenzado los sangrientos juegos del anfiteatro y habían tomado de los persas el suplicio de la cruz, prohibiendo empero se aplicara a ningún ciudadano romano. Más tarde cayeron más bajo, en las 10 persecuciones a los cristianos, que duraron tres siglos y fueron realmente satánicas. Después se quebró y pereció el Imperio de Julio César.
«Eso no es Humano», decimos nosotros; y decimos más de lo que sabemos. No es bestial tampoco; es superhumano y superbestial.
«Soy gusano y no hombre».
«Los que pasaban se burlaban de mí, y me hacían visajes: ha creído en Dios y Dios lo abandona; si Dios lo ama, que lo salve».
«Traspasaron mis manos y mis pies y se pueden contar todos mis huesos».
Los Profetas se habían quejado ya por Cristo; pero Cristo debía hablar también, y habló como quien era. Colgado atrozmente de cuatro heridas, febriciente y agotado, el extraordinario moribundo dijo siete palabras divinas, que fueron su testamento. Las tres primeras fueron para los demás, para dar todo lo que le quedaba; las otras fueron acerca de sí mismo, para acabar su misión en la tierra, lo cual también era dar. Perdonó a todos, a sus verdugos, al Buen Ladrón en la cruz; y entregó a su misma Madre al discípulo Amado, y en él a todos nosotros: dio la redención al mundo, el Paraíso inmediato a un pecador, su Madre Santísima a toda la Humanidad; y después tuvo sed.
«Padre, perdónalos, no saben lo que hacen» «Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso» «Mujer, he ahí a tu hijo. Esa es tu madre»
Después dijo «Tengo sed»: la fiebre lo consumía. Le dieron con una esponja en una caña vinagre mezclado con mirra, sustancia amarga, que antes de la Crucifixión Jesús no quiso tomar, porque embotaba los sentidos a los reos; y aquí no hizo más que probar; para que se cumpliera lo dicho por el profeta David: «Me dieron hiel de comer; y en mi sed me abrevaron con vinagre».
El sol se había oscurecido en medio del día, probablemente después de la tercera palabra, y las tinieblas cubrieron la tierra durante tres horas, imagen de la desolación del alma de Cristo y la de su Madre.
No podía haber eclipse en ese día y hora, pues era luna llena, el 15 de Nisán, y la luna estaba por tanto frente al sol y no interpuesta entre el sol y la tierra; de modo que, según la leyenda cristiana, un sabio Senador de Atenas, que fue más tarde san Dionisio Areopagita, exclamó al ver ese eclipse imposible: «O un Dios padece, o la máquina del mundo perece».
En medio de la oscuridad, Cristo exclamo de nuevo: «Todo se ha cumplido» o «Está hecho» con una sola palabra griega «Teleéstathai»; y después dijo en arameo, la lengua común: «Éli, éli, lachma sabachtani» de las cuales se burló un burlón de los que allí estaban burlándose villanamente sin cesar de los dolores ajenos: «A Elías llama éste, vamos a ver si viene Elías a salvarlo»; más él y todos los demás entendieron perfectamente: «Mi Dios, mi Dios ¿por qué me abandonaste?» que es el comienzo del Psalmo 21; y es como un resumen lírico de toda la vida y la pasión de Cristo.
Esta palabra expresa la tremenda desolación del alma de Cristo, comparable al mismo infierno; pero no es una palabra de desesperación y derrota, como dicen algunos impíos actuales; al contrario, el Psalmo 21 de David, que es una sorprendente profecía de la Pasión de Cristo, termina con un grito de consuelo y esperanza. Cristo probablemente recitó en voz baja todo el Psalmo, diciendo en voz alta solamente el primer hemistiquio, el cual conecta esta sexta palabra con la anterior: «Hecho está»; donde dijo que su misión redentora estaba hecha y todas las profecías perfectamente cumplidas.
«Mi Dios mi Dios ¿por qué me abandonaste?» «Lejos de Tí mi grito y mi plegaria…».
El Psalmo en sus dos terceras partes describe la situación deste Crucificado, asombrosamente identificado: por las burlas blasfemas de los judíos («confió en Dios, que Dios lo libre»), la sed que le quema las fauces («seca está como teja mi garganta»), sus vestidos repartidos por los soldados («echaron a las suertes mis vestidos»), y sobre todo la frase inconfundible: «Traspasaron mis manos y mis pies»; mezclado todo esto con frases de casi frenética esperanza; una mezcla de horror y de consuelo.
«pero yo soy gusano no soy hombre…
burla del pueblo escarnio de la plebe
estoy entre animales, toros bravos
entorno; y el león de fieras fauces.
Libra Señor mi vida de la espada
mi túnica de las garras de los perros…»
En medio destas quejas suena al mismo tiempo como en un contrapunto la esperanza, como un violín de doble cordaje:
«En Ti esperaron nuestros padres
Esperaron y los libraste
Llamaron y quedaron salvos
No quedaron avergonzados.
En tus manos desde que nací
Desde el Seno Materno estoy en Ti
Anunciaré tu nombre a mis hermanos
En las reuniones te engrandeceré
Te he de alabar en la nutrida iglesia
Ante los tuyos mis votos daré…».
En el último tercio desta patética oración, se anuncian los frutos: la creación de la Iglesia, la conversión de las Gentes y el ‘pueblo nuevo’ que ha de nacer; y termina el poema de David, diciendo:
«Estas cosas es Dios quien las ha hecho».
Al terminar de repasar este resumen de su vida, con voz alta y muy fuerte clamó Cristo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»; y reclinando la cabeza, entregó el espíritu. No es un desesperado este hombre: el Centurión romano, que lo vio todo, exclamo «Realmente este hombre era Hijo de Dios».
Se acabo la Redención del hombre. La luz volvió. Y el sol iluminó al lado de la Cruz a una mujer de pie, la Madre de Dios; a otra mujer postrada a sus pies, María Magdalena, símbolo de la humanidad pecadora; y a pocos pasos el apóstol san Juan, símbolo de la humanidad inocente.
A cierta distancia de allí, aterradas y llorosas, estaban las Santas Mujeres y José de Arimatea.
* En «El Rosal de Nuestra Señora» Ed. Epheta – Buenos Aires, 1979; págs. 83-89.