«El modo y la manera de expresar la fe católica en ningún caso debe convertirse en obstáculo para el diálogo con los hermanos. Es totalmente necesario que se exponga con nitidez toda la doctrina. Nada hay tan ajeno al ecumenismo como el falso irenismo que atenta contra la pureza de la doctrina católica y oscurece su sentido genuino y cierto». (Decreto sobre el Ecumenismo, 11). «Querer vivir en paz es a menudo la mayor crueldad. Cuando el tumor está maduro, hay que cortarlo con hierro y quemarlo con fuego. Si no hacemos esto, y lo tratamos únicamente con bálsamo, entonces la corrupción se va difundiendo y conduce muchas veces a la muerte» (Santa Catalina de Siena, a quien el Papa Pablo VI exaltó como Doctora de la Iglesia, Carta 239, 185).
Una reacción contra la dureza de muchas condenaciones de herejes en los siglos pasados ha provocado una creciente antipatía hacia el principio mismo de condenar las herejías. Como suele ocurrir con las simples reacciones, que tienen carácter emocional más bien que racional, deja de hacerse distinción entre el abuso y la cosa de que se ha abusado. Un hombre que se ha visto decepcionado varias veces por otros hombres, se puede convertir fácilmente en un misántropo. De manera parecida, y como reacción contra la dureza anterior, un falso irenismo está difundiéndose entre los católicos.
Esas personas parecen incapaces de comprender que el anatema pronunciado por la Iglesia infalible contra todas las herejías es algo que pertenece a la esencia misma de su misión[1]. Más aún, no es incompatible –ni mucho menos– con la caridad. Indudablemente, está esencialmente vinculada con ella.
Hemos discutido ya la perversión que consiste en experimentar la exclusividad esencial de la verdad como algo que coarta nuestra propia libertad. Aquí se trata de otro aspecto de esa misma exclusividad: el deber de proteger a la verdad contra los ataques. Incluso algunos católicos que experimentan la exclusividad de la verdad como una fuerza liberadora y que no sienten la tentación de rebelarse contra la supuesta restricción –que de ella se seguiría– contra su libertad, creen que la lucha contra el error es un acto poco caritativo. Les parece que el anatema de la Santa Iglesia es duro e inhumano. Han olvidado aquellas admirables palabras de San Agustín: Interficere errorem; diligere errantem («matar al error; amar al que yerra»). No están dispuestos a aceptar la idea de que matar el error es inseparable del amor hacia la persona que yerra. Su falso irenismo les ciega para que no vean el carácter glorioso del anatema, cuando es pronunciado por la Iglesia infalible.
La protección de la revelación divina inalterable exige necesariamente la condenación de todas las herejías. Tal como predijeron Cristo y los Apóstoles, los herejes estarán tratando sin cesar de invadir la Iglesia. ¿Qué habría sido de la revelación cristiana, si la Iglesia no hubiese condenado el arrianismo, el pelagianismo, el nestorianismo y el albigensismo? ¿Qué habría sucedido, si se hubieran tolerado tales herejías? ¿Qué es lo que condujo al Cardenal Newman a la Iglesia, quien dio este paso con el corazón acongojado por sus amigos anglicanos, si no es la intuición de que la Iglesia ha defendido siempre la Verdad contra todos los herejes, y de que la doctrina de la Iglesia ha permanecido sin mancilla y victoriosa, a pesar de los desarrollos doctrinales hacia una explicitación cada vez mayor?
El anatema contra todos los errores que son esencialmente incompatibles con la revelación de Cristo no es sólo una misión santa, dictada por la fidelidad a Cristo, sino también una expresión del amor santo de la Iglesia[2]. El llamamiento imperativo a repudiar el error brota también del amor santo de la Iglesia hacia todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo. La Iglesia debe protegerlos para que no sean emponzoñados por el error, y se vean con eso alejados de Cristo. La Iglesia está también motivada por su amor hacia todos los que aún están fuera de su rebaño, y a quienes ella tiene la misión de llevarles la luz de Cristo. Los anatemas son precisamente la prueba de que la Iglesia está dirigida por el Espíritu Santo. Y son la expresión de la protección amorosa que la Iglesia ejerce sobre los creyentes, y la prueba de su intento caritativo de liberar y atraer hacia Cristo a todos los que aún están poseídos por el error.
No olvidemos que aquellas palabras de San Agustín se aplican no sólo al anatema que está reservado para que lo lance exclusivamente el magisterio infalible de la Iglesia. Sino que su aplicación es más amplia: significan que todos deben estar ansiosos de ayudar a libertar a su prójimo del error, aunque con la debida discreción. Son muchísimos los que han olvidado que el verdadero amor puede impulsarnos a decir «no», lo mismo que nos impulsa a decir «sí»[3].
Es evidente que si una persona tratase de ganarnos para que la ayudáramos a hacer algo malo, nosotros tendríamos que rechazarla: no sólo por la ofensa de Dios que supondría el estar de acuerdo con tales propuestas, sino también porque la caridad debería impulsarnos a obrar así. El pecado que esa persona trataba de cometer, y para el cual deseaba nuestra cooperación, sería también un gran mal para ella misma.
Ahora bien, ese «no», nacido del amor, no se limita a las propuestas inmorales que otra persona nos haga. Sino que se extiende también a los errores doctrinales en los que otra persona está enzarzada. El esfuerzo por liberar del error a esa persona es una obligación que la caridad nos impone[4]. Indudablemente, no habrá que hacerlo de manera doctrinaria: esa manera teñida de orgullo. Por el contrario, el «matar el error» ha de manifestar en todas sus fases un ardiente amor hacia el hermano. En nuestra lucha contra el error, hemos de estar henchidos de humilde gratitud hacia el don inmerecido de que se nos haya concedido la verdad.
A pesar de que la lógica inmanente del «matar el error» puede conducirnos a una actitud poco caritativa; de que –desgraciadamente– eso ha ocurrido con frecuencia, y de que hemos de ponernos en guardia constantemente contra ese peligro: sin embargo, se nos exige –como consecuencia de la caridad– el que persistamos en combatir el error, por amor de la verdad.
Quede bien claro que, cuando, por una confusa noción de la caridad o por debilidad de corazón o por benevolencia superficial, creemos que hay que dejar en su error a la persona que yerra[5]: entonces hemos dejado de tomarle en serio como persona, y no tenemos ya interés en su bien objetivo.
El falso irenismo nos hace presenciar el espectáculo de personas que ven la necesidad de la propagación de la verdad, que aceptan el combate contra las opiniones erróneas en el campo de la verdad natural –o de la ciencia o de la filosofía–, pero que, cuando se llega a la defensa activa de la verdad revelada, deciden que «matar el error» es cosa dura y poco caritativa. No llegan a comprender que los errores concernientes a la revelación divina exigen que se entable combate con una urgencia incomparablemente mayor que si se tratara de errores en el campo de la verdad natural, ya que las consecuencias de los anteriores errores son incomparablemente mayores[6]. Llegan a ser incluso fatales.
Como hemos hecho notar, el falso irenismo no sólo se encuentra entre los que no pueden o no quieren ver la amenaza que se cierne sobre la Iglesia por el secularismo y la apostasía que tanto abundan entre las filas de los católicos progresistas. Muchos que ven el peligro dentro de la Iglesia creen que desenmascarar los peligros es cosa poco caritativa. Pero ésta es sólo una de las reacciones equivocadas que hemos estudiado en la Parte Primera.
El hecho de que, algunas veces, la lucha de un gran teólogo contra la herejía pareciese carecer de la dimensión de la caridad, no es argumento que se pueda esgrimir contra la obligación de desenmascarar las herejías como tales. Podemos tomar como modelo a San Agustín, cuyas luchas contra el pelagianismo estuvieron siempre empapadas de caridad hacia los herejes. La gente insiste a menudo, y con razón, que el hecho de matar el error no garantiza que se tenga caridad hacia las personas que yerran. Pero no recuerdan tan a menudo aquel punto esencial: la verdadera caridad exige absolutamente que se dé muerte al error.
El falso irenismo está motivado por una caridad, mal concebida, en servicio de una unidad carente de sentido.
Pone la unidad por encima de la verdad. El irenismo, después de romper el vínculo esencial entre la caridad y la defensa de la verdad, se interesa más por alcanzar la unidad con todos los hombres que por conducirlos a Cristo y a su Verdad eterna. Ignora el hecho de que la verdadera unidad sólo puede alcanzarse en la verdad. La oración de nuestro Señor, Ut unum sint[7], implica que todos han de ser una sola cosa en él, y no se puede desligar de aquel otro pasaje que leemos en San Juan: «También tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas tengo que llevarlas y escucharán mi voz; habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Juan 10, 16).
* En «El Caballo de Troya en la Ciudad de Dios», Ediciones Fax, Zurbano 80, Madrid, 1969, págs. 191-196.
[1] Recordemos aquellas palabras de San Pablo: «Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su Manifestación y por su Reino: Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio» (II Timoteo 4, 1-5). Véase también toda la Carta a Tito.
[2] Véase lo que escribe Santa Catalina de Siena (Carta 109): «¡Oh, suave y amoroso fuego (del amor)! Tú expulsas toda la frialdad del vicio, del pecado y del egoísmo. Tú calientas e inflamas la madera seca de nuestra voluntad y corazón, de tal suerte que se inflama y consume en santos deseos, amando lo que Dios ama y aborreciendo lo que Dios aborrece».
[3] «No penséis que he venido a traer paz a la Tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y sus propios familiares serán los enemigos de cada cual. El que ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí» (Mateo 10, 34 ss).
[4] Véase la «Constitución dogmática sobre la Iglesia», 27.
[5] Véase: Santa Catalina de Siena (Carta 239, 185): «Tales personas fingen que no se dan cuenta cuando sus subordinados pecan, para no verse obligados a castigarlos. O, cuando los castigan, lo hacen con tanta blandura, que lo único que hacen es poner óleo en el vicio, porque están temiendo sin cesar de desagradar a alguien y verse con ello en conflictos. Esto delata su equivocado amor propio’. ¡Qué peligroso es ese temor! Paraliza los deseos santos y pone obstáculos a su realización. Ciega al hombre, impidiéndole conocer la verdad…» (Carta II.).
[6] Véase: Santa Catalina de Siena (Carta 109): «¡Ay, ay! Los miembros de Cristo caen en la corrupción, porque nadie los castiga… Ellos (los obispos y sacerdotes) contemplan sin inquietud cómo los demonios del infierno arrebatan las almas que se les han confiado… Están obligados a ponerlos en orden con mano fuerte, porque la compasión excesiva representa a menudo la mayor de todas las crueldades».
[7] Véase: Juan 17, 21.