El Martín Fierro fue un poema concebido y lanzado como libelo político. Por lo menos, su primera parte, que precedió en varios años a la otra.
Su autor, José Hernández, procedía de dos familias que, sin ser antiguas, formaban la aristocracia burguesa de Buenos Aires y se hallaban ubicadas en los polos opuestos de los fuertes antagonismos políticos de su tiempo, con sus alternancias de guerra civil –complicada, para peor, con ataques colonizadores venidos de Europa.
Por el lado de su padre, la familia era federal acérrima, entusiasta del gobernador Juan Manuel de Rosas. Por su madre, llevaba el apellido Pueyrredón, que bastaba para definir al partido opuesto, el unitario.
Estos nombres, federal y unitario, poco o nada tenían que ver con los sistemas así denominados. Unos habían invocado la federación para sustraerse al dominio de Buenos Aires, que estaba en poder de sus adversarios; los otros habían sostenido desde el principio la hegemonía del puerto como puente por el cual habría de introducirse la civilización hacia el bárbaro país interior. Estos representaban, un poco anacrónicamente, el espíritu de la Ilustración y consideraban benéfica la influencia europea –en realidad, inglesa y francesa– sobre nuestras costumbres, demasiado americanas y todavía españolas, en el mal sentido de la palabra. No les repugnaba que nos pusiéramos bajo cierta tutela de una gran potencia –cuyos intermediarios serían ellos– si esto nos aseguraba una elevación cultural, el orden garantizado por la fuerza y la riqueza que debía sobrevenir a la libertad de comercio. Los federales, al contrario, hacían hincapié en la independencia. Desconfiaban de Europa, en la que veían un poder rapaz y un ejemplo pernicioso con respecto a las costumbres tradicionales. Eran americanistas y católicos (religión o muerte fue la divisa de uno de sus caudillos armados) y acusaban a sus enemigos de masones o logistas o salvajes (es decir, impíos).
Hernández nació en una quinta de los Pueyrredón a fines de 1834, cuando uno de sus tíos paternos acompañaba al general Rosas en el regreso triunfal de su campaña contra las tribus indígenas que merodeaban alrededor de los asentamientos cristianos en el Sur. A los seis años fue llevado a lo de su abuelo paterno (español peninsular), casa llena de tíos, ubicada en Barracas, al sur de la ciudad, sobre el Riachuelo, barrio de quintas bien puestas. Entonces inició sus estudios primarios. Debe suponérselo un alumno aventajado, ya que había aprendido a leer antes de llegar a la escuela y tenía el don de la memoria en grado excepcional, que en adulto llegaría a exhibir con pruebas espectaculares. Pero parece que su salud requería aires campestres y debió dejar la ciudad (su padre estaba siempre viajando, en tareas rurales). Entre su llegada y su salida de allí, hay un período para nosotros oscuro –cuatro o cinco años– que en la biografía escrita por su hermano se presenta como de compenetración con las faenas rurales, si bien en forma vaga y con ánimo laudatorio. Probablemente viajó a veces con su padre, que solía hacer grandes arreos de ganado; conoció a los campesinos, domésticos o hirsutos, los admiró por su nobleza y sencillez, su ingenio, su valentía, su arte de realizar con soltura trabajos difíciles y arriesgados, su buen humor y su gracia para el diálogo, el baile y el canto.
Su aparición en la vida pública, en 1852, fue consecuencia de la derrota de Rosas en Caseros. Él se unió a las tropas rosistas destacadas en la frontera con el indio al mando del coronel Pedro Rosas y Belgrano cuando marchaban a sostener a Buenos Aires contra las fuerzas de Urquiza. Desde antes de cumplir los 18 años, pues, estuvo volcado a la política y lo estaría en adelante sin cesar, hasta el preciso momento de su muerte. Su estreno fue un combate de resultado adverso. Después se ajustó a la disciplina militar a las órdenes del general Hornos y en dos años advirtió que estaba equivocado, luchando por los unitarios (a título de antiurquicismo) contra los federales, inclusos los rosistas porteños que emigraban en masa a Paraná y se ponían a las órdenes de Urquiza, el vencedor de Rosas, a quien las circunstancias habían convertido en su heredero.
En Paraná comenzó su tarea periodística. Primero fue corresponsal de La Reforma Pacífica, diario federal que aparecía en Buenos Aires; después, colaborador de El Nacional Argentino, órgano oficial del gobierno entrerriano, y por fin director de El Argentino, diario de Urquiza. Más tarde, cuando participó como funcionario en el gobierno de Corrientes (1866-7), compró una imprenta y publicó un diario propio, El Eco de Corrientes, y vuelto a Buenos Aires, en 1869, fundó El Río de la Plata. Parecería, por esto, que tuviera vocación hacia el periodismo. Y no era así. Pronto lo abandonaría para siempre, salvo colaboraciones esporádicas en periódicos ajenos y su refugio en La Patria, de Montevideo. Tenía aptitudes de periodista, como, llegado el caso, las tuvo de orador. Pero su vocación estaba en la política. La sirvió como escritor panfletario, como soldado, como magistrado y legislador y, en un pasaje crucial de su vida, como poeta.
Retomemos el hilo en Paraná. No encajó bien José Hernández en la corte de Urquiza. Quizás actuaba con más independencia que la que podía permitirse un emigrado porteño. No estuvo en la batalla de Cepeda. No se sabe si estuvo en la de Pavón. Su hecho de armas más cierto fue salvarse de la matanza de Cañada de Gómez, donde un grupo de fugitivos fue sorprendido mientras dormía. Al parecer, Urquiza desconfiaba de su rosismo. Algunos intermediarios oficiosos –entre ellos su tío Mariano Pueyrredón, con buena foja antirrosista y uno de los hijos de Urquiza– debieron de interceder por él. Urquiza acabó poniéndolo, a sueldo, a cargo del Argentino, desde donde Hernández se permitiría darle directivas con un desenfado que no debió caerle muy bien. Urquiza no quería encabezar la reacción de las provincias contra Buenos Aires como éstas esperaban y como se lo pedían sus aliados porteños y sus propios partidarios entrerrianos. ¿Era sensualidad, desconfianza de sus fuerzas, miedo de meterse en un atolladero revanchista, sensación de volver al punto de partida y confesar que su gloria no pasaba de un error, compromiso de logia? Todo esto se ha dicho y es verosímil. Lo cierto es que no se definía claramente y daba largas. Cuando Hernández se convenció de que por ese lado no ocurría nada, se fue a Corrientes, donde ocupó cargos públicos, entre ellos, al final, el de ministro de Evaristo López, federal neto, también descontento de Urquiza. Con anuencia de éste, el gobierno nacional, lanzado a la dominación de las provincias, lo eliminó. Era una anomalía en el régimen que se había impuesto al país. Hernández regresó a Buenos Aires, después de diez años de ausencia, con mujer y tres hijos. Tenía 35 años.
El panorama político cambiaba. Los rosistas que habían rodeado a Urquiza regresaron paulatinamente mientras se les desvanecía la ilusión de que éste contuviera la expansión unitaria sobre el Interior. Unos se incorporaron al régimen, como Lucio Mansilla; otros se dispusieron a combatirlo desde adentro, y entre ellos estuvo José Hernández. Entretanto, el descontento cundía en las propias filas del caudillo entrerriano, hasta que uno de sus adláteres –Ricardo López Jordán– se levantó en armas contra él, que cayó muerto en el confuso episodio de ser aprehendido. La Legislatura dio forma legal a la asonada eligiendo gobernador a su jefe; pero el presidente Sarmiento decretó la intervención a la provincia, apoyando la medida con el envío de fuerza militar. Se violaba así la Constitución, ya violada otras veces en sus primeros 16 años. Hernández cerró su diario –para el que no podía esperar seguridad en Buenos Aires– y se dirigió a Entre Ríos, resuelto a incorporarse a las fuerzas jordanistas que resistían al ejército nacional. Llegó en el momento de la derrota y no le quedó más que encaminarse al destierro con los jefes vencidos. Se instalaron en Santa Ana, población del Brasil sobre la frontera con el Uruguay. Allí fue concebido el Martín Fierro.
Se trataba de recapitular una polémica que en cierto modo involucraba la interpretación del país. La nueva generación unitaria instalada en el poder quería transformarlo en el sentido europeo, que ya no significaba sólo cultura, racionalismo y buenas maneras, como treinta o cuarenta años atrás, sino progreso material, posibilidad de un bienestar antes desconocido, deslumbrante. El programa exigía la redención del gaucho por la educación o su extinción lisa y llana, con el consiguiente reemplazo por braceros europeos. Parece absurdo que se quiera elevar una nación suprimiendo a su pueblo, pero los mitos seculares del progreso y la libertad no se detienen en razones. Los ejércitos de Buenos Aires asolaron las provincias renuentes al dominio liberal y en la política se justificó cualquier exceso con el vilipendio que se quería imponer por encima de toda discusión. El gaucho era, por un sino fatal, un tipo inservible o nocivo: levantisco, pendenciero, insociable, holgazán, borracho, jugador, vagabundo, cuatrero y, en la guerra, desertor o aliado del indio.
Hernández estaba en abierta disidencia. No negaba la existencia de esos caracteres espurios, pero no los creía intrínsecos sino consecuencia de los atropellos infligidos por el Gobierno, y así lo dijo insistentemente en El Río de la Plata. Compartía la opinión de los federales sobrevivientes de que no era justo cargar la guerra al indio sobre los habitantes de la campaña, como si el efecto de los malones no alcanzara a los puebleros; que había que terminar con las levas indiscriminadas, que con el pretexto de la vagancia imponían la decisión arbitraria de los jueces de paz y que, de hecho, recaían sobre los ciudadanos más pacíficos, los buenos padres de familia que aguardaban mansamente a la partida policial enviada en busca de maleantes, la cual los tomaba a cambio de los prófugos. La mujer y los hijos del ciudadano así habido quedaban desamparados, a merced de los desaprensivos representantes de la autoridad, entre la servidumbre y la miseria, mientras él, el ciudadano arrastrado a la Guardia Nacional, sufría los rigores de una guerra desnaturalizada por la incuria, la prepotencia y el dolo de los jefes. Sin vestuario, casi desnudo en tiempos de fríos crueles, sin armamento apropiado, montado en caballos de desecho adquiridos en cínicos escamoteos de los dineros públicos, sin paga o con paga incierta y tardía, sin relevo durante un tiempo tres o cuatro veces más largo que el legal, y haciendo esto contraste con la aparcería de jefes y proveedores con los abusos de poder y el aprovechamiento personal del soldado. Todo lo cual explicaba que éste desertara sin ser cobarde y se diera a la vida de matrero en un conflicto con la autoridad que cada vez lo empujaba más hacia el delito, los escondrijos de malevos, los fondines prostibularios con sus descargas de licor, provocaciones y cuchilladas hasta llegar al punto en que debía optar entre irse a los indios o podrirse en la cárcel, donde el desamparo total se parecía al infierno.
El habitante de la campaña era, pues, un tema que por esos días renovaba la vieja disputa de unitarios y federales. Los descendientes de los unitarios estaban por la corrección violenta. Domingo Sarmiento y Bartolomé Mitre habían sido, respectivamente, el teórico y el práctico de esa política. Juan Bautista Alberdi había propuesto su reemplazo por extranjeros, especialmente europeos nórdicos, con hábitos de trabajo, idóneos para el comercio y la industria, respetuosos del orden civil y libres de la rémora cultural y racial que significaban el catolicismo y España. En esta variante, el práctico sería Hilario Ascasubi, quien había servido al unitarismo con interminables verseadas gauchi-políticas, como se decía, y había terminado descubriendo el aspecto crematístico de la misión de enviar desde Europa mercenarios napolitanos destinados a la guerra contra el indio.
Los representantes de la mentalidad federal adoptaban una actitud opuesta: simpatizaban con el campesino, en quien veían las buenas costumbres habituales y no los desarreglos transitorios o las formas groseras que, aunque existieran, no los caracterizaban. Algunos se oponían, por aprensión conservadora, a los cambios sociales de que venía acompañado el progreso material y miraban con malos ojos lo que fuera extranjero, hombres y cosas. Otros admitían aquello que lo nuevo tuviera de bueno, como las ventajas de un acrecentamiento de la población, aunque censurando lo que en la benevolencia del régimen hacia los recién llegados había de predisposición adversa al criollo. El mismo José Hernández apoyó la política de colonización, siempre que ésta alcanzara al poblador nativo por lo menos en un plano de igualdad con el inmigrante.
Este era, a grandes rasgos, el contenido polémico en que escribió la primera parte del poema. Un poema permite a su autor decir más que lo que puede explicar y hasta más que lo que sabe. Así sucedió en este caso, donde la interpretación de la realidad excedió los términos del debate al cual se destinaba y alcanzó para figurar toda una época de nuestro país (la de los gobiernos discrecionales), todo un aspecto de nuestro tiempo (el conflicto del hombre clásico con las formas modernas) y cierta dimensión humana universal (la resistencia a un destino que parece adverso por circunstancias fortuitas), lo que le da vigencia todavía y se la asegura para el futuro.
La actualidad del poema fue una de las cualidades que le valieron una difusión inmediata: sucesivas reediciones, ediciones clandestinas, reproducción en periódicos, repetición por cantores y recitadores que llevaban extensos pasajes en la memoria. Pero esa misma actualidad anecdótica pronto quedó atrás y lo dejó como trunco, como necesitado de un desenlace que recogiera los hechos nuevos. El público, antes que el autor, empezó a hablar de la segunda parte, de la vuelta del héroe que se había ido sin triunfar de sus enemigos ni ser destruido por ellos. Hernández aceptó valerosamente el compromiso de reanudar su historia, a sabiendas de que ya no le quedaba espacio para hazañas imponentes. La segunda parte se halla dominada por la idea de estar de vuelta, de envejecer, de avenirse, de reflexionar. Literariamente, es bellísima, por la descripción de las tolderías; de un patético combate entre un gaucho y un indio, con el despojo de una criatura inocente a sus pies y una mujer angustiada pendiente del desenlace; por la etopeya de Viscacha, secreción morbosa del régimen alojada en el lado sombrío de la vida campesina; por la demarcación de esa frontera entre la dureza de arriba y la truhanería de abajo, representada por Picardía; por la formidable payada con el Negro; por los consejos formados con sentencias inmemoriales. Pero, moralmente, esta segunda parte tiene el aspecto de una aflojada, si no de una defección. Y podría ser, pero no es una explicación forzosa. Si Martín Fierro no es el mismo de antes, tampoco la situación que enfrenta es la misma. De Mitre y Sarmiento –dos monstruos para el Hernández polemista– a Avellaneda y Roca –dos conciliadores–, la política había variado, aunque no pudiera decirse lo mismo de la ineptitud y el dolo: jefes valientes que llevan sus tropas al triunfo en un clima de heroísmo verdaderamente fundacional y son, a su vez, víctimas de nuevas matufias. Pero eso ya es asunto de crónica, debate parlamentario o alegato. Martín Fierro, para nosotros, ya había cambiado de nombre. Hernández, sí, estaba vencido; los federales no habían podido recuperarse; buscó atenuantes y escapatorias a su derrota; al fin, la muerte le dio una salida tangencial. Pero el poema que dejó era una afirmación de la patria capaz de sobrevivir a las contingencias adversas de la política, en las que él procuró sobrenadar hasta donde le fuera posible.
Fue diputado y senador. Tuvo otras funciones públicas. Escribió un libro sobre administración de estancias. Murió en 1886, sin saber que en la tercera parte del poema, que tenía prevista, el héroe sería él mismo, bajo el patrocinio de su madrina de bautismo, la Virgen de la Merced.
* En «Revista Gladius» Año 17 – Nº46 – 25 de diciembre de 1999 NAVIDAD – Págs. 153-159.