La obra de Saint-Exupéry encierra, sin embargo, una idea más profunda sobre el habitat esencial del hombre, sobre eso que él llamó la Ciudadela o la Tierra de los hombres. Más que de una idea dentro de un sistema de ideas, cabría hablar en él de una intuición sobre la raíz misma del vivir y del relacionarse humano. Tal intuición es la del carácter concreto o histórico que ha de poseer el mundo de los humanos como consecuencia y proyección del ser mismo del hombre, que es entrega e intercambio, compromiso y domesticación. Y la del valor, esencial para el hombre y en cierto sentido sagrado, que esa estructura existencial-histórica posee en su pervivencia renovada (tradición) y en la fidelidad a la misma como sistema de lazos vivos que une a cada hombre con las cosas de su mundo.
Para quien contemple la inexorabilidad de la Naturaleza, la magnitud de las fuerzas que en ella se enfrentan y la crueldad de la lucha por la existencia en el mundo viviente, resulta incomprensible cómo la criatura que es el hombre se enfrenta con su propio vivir y con el mundo encarnizado que le rodea. Inerme en su cuerpo, más delicado en su organismo y peor dotado de instintos que los otros animales, único ser del Universo que delibera y que vacila, parece la más desvalida de todas las criaturas. Ni espíritu separado (o angélico) capaz de conocer por intuición esencial, ni animal sujeto sólo al conocimiento sensible de lo material, el hombre es como extranjero a las cosas de este mundo. A diferencia del animal que se aquieta y goza con plenitud en lo que le rodea, el humano vive en un constante trascender intelectual la realidad circundante y en un insaciable anhelo de algo que su mundo no puede ofrecerle.
Sin embargo, contra todas estas condiciones y circunstancias, es el hombre la criatura que alcanza el grado más alto de independencia personal, de seguridad vital y de dominio sobre el resto de la naturaleza; y ello es precisamente por su vivir formando parte de una sociedad política. Como causa reconocida de ese maravilloso efecto en el vivir humano, la sociedad ha sido uno de los grandes temas de meditación filosófica.
Fue Aristóteles quien propuso la teoría más estable y profunda sobre el ser de la sociedad –la «sociabilidad natural de hombre»– y, desde él, la más dilatada tradición filosófica reconoce en la sociedad una como proyección de la naturaleza humana, tanto en sus diversas facultades como en los estratos ónticos que tal naturaleza cala. Esta vieja concepción se opone, ante todo, a las teorías que ven en la sociedad una realidad exterior al hombre mismo, sea posterior a él y convencional (pacto o contrato social), sea anterior como protorrealidad originaria (universalismo social o totalitarismo). Según la idea aristotélica, ni el hombre es anterior a la sociedad, de forma que resulte ésta de su sola razón o voluntad; ni la sociedad es anterior al hombre, de modo que sea éste –en su conciencia individual, en su libertad y en sus derechos– un producto evolutivo del todo social. Individuo y sociedad son, para esa teoría, aspectos de un solo ser: el hombre concreto, que es a la vez individual y social (naturaleza individual con radical tendencia a la sociabilidad), como lo demuestra el hecho de que nunca se conocieron hombres sin vivir en sociedad, ni sociedad alguna que absorba la individualidad como en los grupos de animales gregarios (hormigueros, enjambres).
En rigor, esta teoría aristotélica del «animal político» no hace sino prolongar, modelándola, la visión platónica sobre la polis o república humana. Platón –lo ha indicado Cassirer– fue el primero en darse cuenta de que aquel conocimiento de sí mismo que pedía Sócrates, y el vivir conforme al daimon (o genio) interior, no se consiguen sin atender a la cuestión más vital para el hombre –dada su naturaleza–, que es el alcance y el carácter de la vida política. La vida pública y la privada son interdependientes. Si la primera se corrompe, la segunda no puede desenvolverse ni alcanzar sus fines. Platón –señala Cassirer– insertó en su República una descripción impresionante de todos los peligros a que se expone el individuo dentro de un Estado injusto y corrupto. Corruptio optimi pessima: las almas mejores y más nobles se hallan particularmente afectadas por estos peligros. «Sabemos que toda simiente o todo lo que crece, sea animal o planta, cuando no encuentra alimento, o clima o terreno apropiados, sufre tanto más por estas privaciones cuanto más vigorosa sea. El mal es peor enemigo de los buenos que de los no buenos. Considero lógico, por tanto, que las malas condiciones de alimentación perjudiquen más al que tiene mejor naturaleza que al que la tiene mediocre… Lo mismo ocurre con esa naturaleza que le hemos asignado al filósofo, el cual, cuando recibe la enseñanza apropiada, llega necesariamente a producir todos los frutos de virtud; pero si, por el contrario, la planta se siembra y arraiga y crece en mala tierra, produce entonces todos los vicios, a menos que la salve la intervención de los dioses».
En consecuencia, la Ciudad ideal platónica se concibe por su autor, más que como una utopía paradigmática, como el habitáculo normal y sano del hombre –la Ciudad humana–, que constituirá una como exigencia o proyección de las facultades o potencias del hombre. Así, las clases sociales o estamentos que toda Ciudad ha de poseer –y que en forma más o menos contrahecha o armónica todas poseen– corresponden a las tres facultades que descubre Platón en el alma humana: el pueblo, que representa a la pasión o apetito; los guerreros o guardianes, que corresponden al ánimo o pasión noble; y los sabios o gobernantes que simbolizan a la razón, facultad directiva del alma (el caballo negro, el blanco, y el auriga, en el mito famoso del carro alado, en el Fedro). Entre esas clases de la Ciudad humana no existe la igualdad aritmética o igualdad de deberes y derechos entre todos los ciudadanos ante una Ley única, sino la «igualdad geométrica» o de proporción y armonía: a mayores derechos, mayores deberes, y viceversa. El pueblo, encargado del trabajo físico para la subsistencia de la Ciudad, tiene menos derechos que las otras clases, pero también menos deberes: no requiere de un largo aprendizaje o instrucción, está exento del deber del heroísmo, y puede disponer pronto de su vida y contraer matrimonio. El guerrero, con mayores derechos –exento del trabajo manual–, está obligado al aprendizaje de las armas y sometido al deber del honor y del heroísmo en la defensa de la Ciudad. El sabio o director que goza de los mayores derechos –libre del trabajo físico y del manejo de las armas–, se debe, en cambio, por entero a la comunidad y no podrá poseer bienes ni familia propia. La virtud de cada parte del alma será también virtud propia de cada clase: la templanza, virtud del apetito, será la del pueblo, que debe ser frugal, austero; la fortaleza o valor, virtud del ánimo, será la del guerrero; y la prudencia, virtud de la razón, guiará sobre todo a los sabios o gobernantes. La justicia, en fin, virtud global del alma armoniosa, será también la virtud de la Ciudad: será ésta justa cuando sus tres clases se armonicen en la proporción recta de sus deberes y derechos.
Este ideal político de Platón pasa, cristianizado, a la Ciudad medieval, y se mantiene –con mayores o menores imperfecciones de hecho– hasta la irrupción del ideal racionalista de la Ciudad democrática o igualitaria. Así, las tres clases o estamentos de la polis platónica nos aparecen en las antiguas Cortes o Estados Generales formando sus tres brazos: el pueblo o estado llano (ciudades y gremios), la nobleza militar (guerreros) y el sacerdocio (antiguos sabios), armonizados por un poder superior (el rey o príncipe) que representaba a Dios en el orden temporal de la Ciudad cristiana.
Y no sólo las facultades del alma se reflejan, según esa vieja teoría de la sociedad natural en la Ciudad humana, sino también los distintos estratos de ser en que cala la naturaleza del hombre. El hombre posee razón y voluntad, pero no es sólo racional sino que incluye también en su naturaleza las funciones de la vida animal, sensitiva e instintiva, y las de la vida puramente vegetativa. La sociedad, como proyección de la naturaleza humana, contiene también esos aspectos superpuestos de la humana tendencia.
El racionalismo político de los dos últimos siglos ha pretendido siempre «definir» conceptualmente a la nación en el pórtico de sus Constituciones Políticas, y expresar en forma de Carta o contrato constituyente el orden y la ley que regirán a la sociedad civil, como si se tratase del documento jurídico regulador de una sociedad de tipo voluntario (una empresa comercial o recreativa). El socialismo, por su parte, concibe también a la nación como un todo racional-dinámico o funcional, susceptible de ser organizado por métodos voluntarios y planificados.
Sin embargo, la sociedad básica humana –las naciones históricas–, como reflejo que son de la naturaleza humana toda entera, constituyen siempre un complejo de sentimientos, creencias, emociones y hábitos colectivos, recuerdos e impulsos comunes, difíciles de discriminar. Y en el decurso de su vida histórica influyen, tanto como las decisiones y proyectos racionales que le deparan su dinamismo y renovación, las costumbres y creencias que le proporcionan su estabilidad y carácter profundo.
* En «El silencio de Dios», Librería Huemul, Buenos Aires, 1981, págs.43-49.