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Uno de los temas más candentes tanto de la ciencia como de la práctica política contemporánea, es el relativo al régimen o sistema democrático. La vehemencia de las discusiones deriva de la constatación del fracaso universal de las democracias modernas, en las cuales los respectivos pueblos habían cifrado sus más vehementes anhelos de prosperidad y de paz. Resulta paradójico, en efecto, observar el vigor con el cual las naciones modernas han adoptado por doquier el sistema democrático como el mejor (y hasta el único) medio de gobierno político, cuando por otra parte, esos mismos pueblos padecen frecuentes crisis en el plano institucional y hasta erigen en jefes con grandes atributos a líderes de fuerte personalidad.

La situación de crisis de las democracias requiere una revisión de los principios mismos del sistema, para descubrir si las fallas observadas son inherentes al mismo o si, por el contrario, son debidas a una aplicación deficiente del régimen.

El equívoco democrático

En primer lugar ha de aclararse cuál es el plano en que se sitúa el problema de la «democracia». Un error muy difundido hoy asimila indebidamente la democracia como forma de gobierno y como forma de vida; así se oye hablar de un «estilo de vida», de «valores» y de «espíritu democrático». Tales expresiones son muy equívocas y generan innumerables errores.

La democracia es una forma de gobierno, esto es, un sistema o régimen del poder en la sociedad política. Es una de tantas, con sus ventajas y sus limitaciones, sus modalidades y adaptaciones más o menos adecuadas a las necesidades y tradiciones de los pueblos. Por ello, concebirla como una forma o estilo de vida implica una deformación grave de su naturaleza y alcances reales.

Lamentablemente se usa y abusa del término democracia, hasta hacerle revestir los significados más contradictorios. Así los comunistas calificarán de «democracias populares» a las tiranías soviéticas, mientras regímenes plutocráticos occidentales se presentarán como abanderados de la democracia. Otros hablan de la democratización de la enseñanza, de la cultura, de la Iglesia, o de la empresa, etc., aumentando la confusión existente. Para no incurrir en errores análogos debemos distinguir: 1) la democracia política o república en el sentido formulado por Aristóteles, S. Tomás y la doctrina social católica; 2) el democratismo o mito pseudorreligioso de la democracia, formulado principalmente por Rousseau y el liberalismo político; 3) la democracia como caridad social haca los sectores más necesitados (así habla León XIII de «democracia cristiana» en Quod Apostolici Muneris). Nuestra atención se concentrará en la distinción entre el sentido legítimo y el ilegítimo de «democracia».

Democratismo liberal

La concepción más corriente de «democracia» hoy por hoy es heredera directa del democratismo liberal, expresado por J. J. Rousseau en su Contrato Social. Veamos sus tesis principales.

La democracia no es una forma de gobierno entre otras, sino «la» forma mejor y única legítima, absolutamente hablando. El mito democrático erige a la multitud en suprema fuente de toda autoridad y de toda ley, lo cual desmboca en un panteísmo político (ya no es Dios la fuente de toda autoridad, sino el pueblo divinizado). Las doctrinas liberales de la soberanía popular, la voluntad general, el sufragio universal, la necesidad de los partidos políticos, el slogan «libertad –igualdad–fraternidad» son expresiones de la democracia-mito. La misma definición de Lincoln «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo» está viciada de liberalismo, pues la clave está en la expresión «por el pueblo»: para el liberalismo es todo el pueblo quien gobierna como único soberano y la autoridad no es sino la mandataria o delegada por la multitud. Ésta puede revocar su mandato en cualquier momento e investir a otra persona con el poder. Por otra parte, la multitud tiene un derecho de control sobre todos los actos de gobierno.

Tal concepción de la democracia coincide con la «democracia pura» que Aristóteles y S. Tomás han denunciado como forma corrompida: «Si el gobierno inicuo es ejercido por muchos se le llama democracia, es decir, dominación del pueblo, cuando, valida de su cantidad, la plebe oprime a los ricos. Todo el pueblo llega a ser, entonces, como un único tirano» (De Regno, I, c, 1). Esto es debido a que en la democracia pura, gobierna todo el pueblo, en cuyo caso los más pobres se imponen por la sola razón de su número a todos los demás grupos sociales. En su forma pura, la democracia está centrada en los valores de libertad e igualdad como fines supremos; esto conduce a un igualitarismo puramente cuantitativo, pues todos han de ser igualmente libres en todo sentido. Con lo cual se establece una nivelación por lo más bajo, según una igualdad aritmética que tiende, por su propia dinámica, a un igualitarismo de los bienes económicos, por ser los inferiores.

Por lo expuesto, no ha de extrañar que la democracia «pura» tienda por un lado a la demagogia y por otro, al socialismo y al comunismo. A la primera, por cuanto la multitud-gobernante rechaza toda obediencia y toda exigencia, desembocando en una anarquía en la cual sólo triunfan los demagogos o aduladores. Al socialismo comunista, por cuanto el igualitarismo por lo bajo, enemigo de toda diferenciación, configurará «una colectividad sin más jerarquía que la del sistema económico (Divini Redemptoris); en la cual la libertad puramente formal del ciudadano-masa será sacrificada en aras de la igualdad absoluta.

Democracia y Orden Natural

Si la «democracia pura» es una forma corrompida de gobierno y si la mentalidad moderna está viciada por el mito democratista liberal que es expresión de aquélla, ¿cabe concebir una democracia sana?

La doctrina del orden natural responde afirmativamente, a condición de evitar los errores antes denunciados. La democracia no ha de ser definida como gobierno de todo el pueblo –cosa utópica– sino como régimen en el cual el pueblo organizado tiene una participación moderada e indirecta en la gestión de los asuntos públicos.

Para su instauración han de respetarse los siguientes requisitos:

1) Como toda forma de gobierno, la democracia moderada tiene por fin supremo el bien común nacional y no la libertad ni la igualdad.

2) No es ni la mejor ni la única forma legítima de gobierno, pero puede ser la más aconsejable en ciertos países, según las circunstancias.

3) Para existir debe contar con un pueblo orgánico y no una masa atomizada e indiferenciada; ello supone el respeto y estímulo a los grupos intermedios según los principios de subsidiaridad y solidaridad.

4) De ningún modo es el pueblo el soberano, sino quien ejerce la autoridad, derivada de Dios como de su fuente suprema. La autoridad ha de ser fuerte, al servicio del cuerpo social y respetuosa del orden natural; y no un mero mandatario o delegado de la multitud.

5) La democracia ha de basarse en el respeto de la ley moral y religiosa, que han de reflejarse en la legislación positiva. El orden natural es la fuente de toda ley humana justa.

6) La participación popular ha de ser moderada e indirecta para que haya democracia orgánica. Moderada por cuanto no puede basarse en el sufragio universal igualitario del liberalismo (que es injusto, incompetente y corruptor), sino en una elección según niveles de competencia reales en el elector y el elegido. Indirecta, por cuanto el pueblo puede determinar quiénes han de ejercer el poder, pero no gobernar por sí mismo.

7) Ha de evitarse el absolutismo de Estado actual, que erige a este en fin, mediante la representación orgánica de los grupos intermedios políticos, económicos y culturales.

8) Ha de contar con una verdadera élite gobernante que se destaque por sus virtudes intelectuales y morales. Tales son las exigencias básicas de una democracia sana para el mundo de hoy.

* En «El Orden Natural», 5ª edición, Ediciones Cruzamante, Buenos Aires, 1980. La 1ª edición fue publicada por IPSA en 1975.

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