No es bueno que el hombre esté solo
(Gen 2,18)
A primera vista nos parece inconcebible que pueda existir una auténtica amistad entre Cristo y el alma. Admitimos la adoración, la dependencia, la obediencia, el servicio e, incluso, la imitación: todas esas cosas son imaginables, pero no la amistad. Y por otra parte, cuando recordamos que Jesucristo asumió un alma humana como la nuestra, un alma capaz de alegrías y tristezas, abierta a las acometidas de la pasión y a las tentaciones, un alma que experimentó la angustia y el gozo, el sufrimiento de la oscuridad y la alegría de la luz; cuando a través de nuestra fe aceptamos todo esto, la posibilidad de entablar amistad –un hecho vital que conocemos por experiencia–, pero ahora con Cristo, nos parece incuestionable.
En el plano humano la amistad supone siempre la unión de las almas. Pues bien, lo mismo sucede en el caso del hombre con Cristo, cuya alma es el punto de unión entre Su Divinidad y nuestra humanidad. Recibimos Su Cuerpo en la boca, rendimos totalmente nuestro ser ante Su Divinidad, pero solamente a través de la amistad abrazamos Su Alma con la nuestra.
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La amistad humana se inicia generalmente por algún detalle externo. Captamos una frase, percibimos una inflexión de voz, advertimos una forma de mirar o un modo de caminar. Y estas leves impresiones nos parecen el comienzo de un mundo nuevo. Consideramos estos detalles como la señal de todo un universo que se oculta tras ellos; creemos haber descubierto al alma que coincide exactamente con la nuestra, al temperamento que, por su semejanza o por su armoniosa diferencia, es perfectamente adecuado para ser el compañero del nuestro. Así comienza el proceso de la amistad: nos damos a conocer y conocemos al otro; encontramos, paso a paso, lo que habíamos esperado, y comprobamos lo que imaginábamos. Y el amigo, por su parte, sigue el mismo itinerario, hasta que llega el momento en que, por una crisis o tras un período de prueba, podemos descubrir que nos hemos equivocado, que hemos defraudado al otro o que el proceso ha seguido un curso diferente. Y como ocurre con el paso de las estaciones, ya no hay más frutos que esperar por ninguna de las dos partes.
Pues bien, la amistad divina suele comenzar del mismo modo. Puede surgir en el momento de recibir algún sacramento –un hecho repetido miles de veces–, al arrodillarnos delante del nacimiento en Navidad o acompañando al Señor en un Vía Crucis. Hemos hecho esos gestos o hemos participado en esas ceremonias frecuentemente, unas veces con indiferencia y otras con fervor. De repente, un día surge en nosotros un sentimiento nuevo. Por primera vez comprendemos que el Divino Niño que abre sus brazos en el pesebre, no sólo desea abrazar al mundo (¡tendría que ser tan pequeño!), sino a nuestra propia alma en particular. Contemplamos a Jesús, ensangrentado y exhausto, alzándose tras su tercera caída, y sentimos que nos pide ayuda para soportar su carga. La mirada de sus divinos ojos se cruza con la nuestra transmitiéndonos un sentimiento o un mensaje que nunca habíamos asociado a nuestras relaciones con Él. Y fueron sólo unos detalles en apariencia insignificantes. Golpeó en nuestra puerta y le abrimos; nos llamó y le contestamos. De ahora en adelante, pensamos, Él es nuestro y nosotros somos suyos; por fin hemos encontrado al amigo que buscábamos hace tanto tiempo; aquí está el alma que se compenetra perfectamente con la nuestra; la única personalidad que puede dominarnos. Jesucristo ha dado un salto de dos mil años y está a nuestro lado: se ha salido del fresco; se ha levantado del pesebre… «Mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado».
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Así se inició la amistad. Ahora comienza el proceso.
La clave de una perfecta amistad consiste en que los amigos se den a conocer mutuamente, dejando a un lado las reservas y mostrándose tal y como cada uno es.
La primera etapa, pues, de la amistad divina es la revelación del mismo Jesucristo. En nuestra vida espiritual, haya sido tibia o fervorosa, se ha dado un elemento predominante de inconsistencia. Es cierto que hemos sido dóciles, que nos hemos esforzado por evitar el pecado, que hemos recibido la gracia, la hemos perdido y la hemos recuperado, que hemos adquirido méritos o los hemos desperdiciado, que hemos intentado cumplir con nuestros deberes y procurado mejorar y amar. Todo ello es cierto delante de Dios, pero no ha calado en nuestro propio ser. ¿Hemos rezado? Sí, aunque escasamente. Hemos hecho meditación: nos planteamos un tema, reflexionamos sobre él, hacemos un propósito y terminamos, siempre con el reloj a la vista para no alargarla demasiado.
Pero después de aquella nueva y maravillosa experiencia todo cambia. Jesús empieza a mostramos no sólo las maravillas de su pasado, sino la gloria de su presencia. Comienza a vivir con nosotros, rompe el molde en el que le había metido nuestra imaginación: vive, se mueve, habla, actúa, toma un camino u otro, y todo ante nuestra mirada. Comienza a revelarnos los secretos que se ocultan en Su humanidad. Hemos oído hablar de sus obras desde que éramos niños, rezamos el Credo, conocemos el Evangelio… Y sin embargo, ahora pasamos del conocimiento de sus hechos al conocimiento de Él. Empezamos a comprender que la Vida Eterna comienza en el momento presente, porque consiste en «conocerte a Ti, el único Dios verdadero y a Jesucristo Tu enviado». Nuestro Dios se ha convertido en nuestro Amigo.
Jesús, por su parte, nos pide lo mismo que nos ofrece. Se nos manifiesta abiertamente y exige que hagamos lo mismo. Como nuestro Dios, conoce cada fibra de los seres que ha creado, y como nuestro Salvador, cada circunstancia pasada en la que fuimos infieles a sus mandatos; pero como nuestro Amigo, espera que se lo contemos.
Podríamos decir que la diferencia entre el trato con un conocido y el que establecemos con un amigo radica en que, en el primer caso, tratamos de disimular para presentar una imagen agradable y atractiva; empleamos el lenguaje como un disfraz y la conversación como un camuflaje. En el segundo caso, dejamos a un lado los convencionalismos y las «presentaciones» e intentamos mostrarnos tal y como somos, abriéndole nuestro corazón.
Esto es, pues, lo que la amistad divina requiere de nosotros. Hasta ahora el Señor se ha contentado con muy poco. Ha aceptado el diezmo de nuestro dinero, una hora de nuestro tiempo, unos cuantos pensamientos y algunos sentimiento demostrados en ceremonias religiosas y de culto. Él ha aceptado todo lo que le hemos dado, en lugar de darnos nosotros mismos. A partir de ahora nos pide que acabemos con todo eso, que nos abramos a Él completa y rendidamente, que nos mostremos tal y como somos; en una palabra, que dejemos a un lado esos ingenuos cumplidos y seamos profundamente auténticos.
Cuando un alma cree sentirse desilusionada o defraudada de la amistad divina no suele ser porque haya traicionado u ofendido a su Señor, o porque no haya estado a la altura de las circunstancias en otros aspectos, sino porque nunca le ha tratado como a un amigo, ni ha sido lo bastante valiente como para cumplir la condición imprescindible en una auténtica amistad: la total sinceridad con Él. Es menos ofensivo decir rotundamente «No puedo hacer lo que me pides porque soy cobarde», que esgrimir unas razones excelentes para no hacerlo.
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En pocas palabras, este debe ser el camino de la amistad divina. En adelante iremos estudiando con detalle algunos aspectos que la caracterizan. Nos debe alentar el pensamiento de que vamos a emprender un camino que han recorrido ya muchas almas antes que nosotros. Con todo, la historia de nuestra amistad con Jesucristo será algo que rompe todos los esquemas preconcebidos, una experiencia irrepetible.
Hay momentos de fascinante felicidad –en la comunión o en la oración–, momentos que se nos antojan experiencias imborrables en la vida, y ciertamente lo son; momentos en los que todo el ser se siente invadido e inundado por el amor: cuando el Sagrado Corazón no es ya un mero objeto de adoración sino algo vibrante que late en nosotros; cuando nos rodean los brazos del esposo y nos besa en los labios…
Hay también momentos de tranquilidad y placidez, de un cariño sereno y profundo al mismo tiempo, de un afecto y un entendimiento mutuo que satisfacen todos los anhelos de nuestra mente y de nuestro corazón.
Pero hay también períodos –meses o años– de miseria y aridez, en los que nos parece necesario tener paciencia con nuestro divino Amigo; ocasiones en las que creemos sentir su desdén o frialdad. Y habrá realmente momentos en los que tendremos que recurrir a toda nuestra lealtad para no abandonarle decepcionados. Habrá incomprensión, sombras, tinieblas…
Después, con el transcurso del tiempo y según vayamos superando la crisis, volveremos a confirmar la convicción que nos unió a nuestro Amigo. Porque realmente la suya es la única amistad en la que no cabe decepción posible, y Él, el único amigo que no puede fallar. Es la única amistad en la que nuestra humildad y nuestra entrega nunca serán suficientes, nuestras confidencias nunca demasiado íntimas, ni nuestros sacrificios lo bastante grandes. Este Amigo y su amistad justifican plenamente las palabras de uno de sus íntimos: «…porque todo lo considero basura ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he sacrificado todas las cosas por ganar a Cristo».
* «En La amistad de Cristo», Ediciones Logos –Argentina – 2011, págs. 25-31.