«La Regla de San Benito» – Godofredo Kurth (1847-1916)

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El verdadero patriarca de los monasterios de Occidente fue San Benito. Su regla era la más sabia que había aparecido; se distinguía por un raro carácter de prudencia y de buen sentido, y por la perfecta comprensión de todas las necesidades, y también de todas las debilidades, del alma humana. Austera, y exigiendo de parte del hombre esfuerzos vigorosos, guardábase sin embargo de sacrificar nada a los excesos peligrosos de un entusiasmo irreflexivo, no queriendo ser más que un pequeño comienzo de la vida cristiana[1]. Todos sus preceptos se hallaban dominados por la gran preocupación del perfeccionamiento del individuo. Así llegó a sustituir a las demás legislaciones monásticas de modo tan completo, que fue durante los primeros cinco siglos de la Edad Media el código monástico por excelencia, y todas las nuevas reglas parecen haber querido inspirarse en sus lecciones.

La historia de la civilización no puede menos de estudiar una ley que durante tanto tiempo ha dirigido la vida de las almas más elevadas y puras de la sociedad cristiana. Penetremos, pues, para comprender su esencia, en uno de aquellos lugares en que, haciendo cesar todas las influencias exteriores, la regla sola va a apoderarse del individuo y a rehacerlo –digámoslo así– por completo. Evidentemente, para vivir en el claustro y someterse a su régimen es necesario un dominio sobre sí mismo que no se encuentra en cualquiera; el que aspire a la perfección debe despreciar al mundo, renunciar a su familia, a sus bienes y a su voluntad, despojándose por entero del hombre viejo, y no siendo, en una palabra, más que un alma nueva y desnuda que todo lo espera de la gracia de Dios. Si no puede hacerse frente a este terrible compromiso, cuyas cláusulas recuerda al novicio una lectura frecuente de la regla, es que no está llamado a la vida religiosa. Sólo es admitido aquel que, después de haber reflexionado y orado, se siente con el valor de consumar, por fin, mediante juramento solemne prestado en manos del abad, el acto grandioso que constituye la abdicación de sí mismo.

En efecto en la aniquilación de la propia voluntad, en vista de la perfección moral, es en lo que se reconoce al monje verdadero; todo lo que se le ordene dentro de los límites de la conciencia y de la religión ha de ejecutarlo, aun cuando le parezca imposible. Esto no significa que la autoridad del abad sea absoluta o arbitraria; es la de un padre y no la de un señor. Elegido libremente por la comunidad, debe dejarse guiar, en las medidas que tome, por la sola consideración del interés común y del bien espiritual de las almas; es responsable ante Dios del rebaño cuya dirección tiene, y en su conciencia encuentra la garantía mejor contra sus propios abusos. Además, está obligado a consultar a sus hermanos en las resoluciones más importantes, y, si se trata de cosas accesorias, debe por lo menos tomar el parecer de los más ancianos. No tiene derecho a castigar a los delincuentes como le agrade, sino que debe primero amonestarles en secreto, y sólo puede imponerle una reprensión pública si el culpable se obstina. Si persiste en su falta, se le separa de los otros hermanos; después de los cual, si no se enmienda, se procede a la corrección corporal; por último, si todos los medios resultan impotentes, se le abandona a sí mismo y se le arroja de la comunidad.

Para los monjes, el día transcurre silencioso y lleno de recogimiento, ocupados en el trabajo, con el cual alternan la oración; se levantan antes de romper el día, entonan en la oscuridad las alabanzas a Dios, y después se entregan a la tarea cotidiana del día, alternando la lectura con el trabajo manual. La obligación de la lectura imponía al monje, como necesidad imperiosa, el conocimiento de las letras, pues mientras no lo había adquirido, no podía participar por completo en la vida de su orden; por él penetraba en el mundo sagrado de la tradición cristiana; sus estudios se referían sobre todo a los Libros Sagrados y a los Santos Padres, y nutrían su espíritu con la sustancia del pensamiento religioso. El libro de cabecera del monje, el que cantaba en los oficios, el que meditaba en su celda, el que se le recomendaba que supiese de memoria y que recitase por completo al menos una vez por semana, eran los salmos de David, ese precioso depósito de las lágrimas más puras del alma, ese libro incomparable en que la oración reviste la forma más sublime que jamás haya tenido en labios humanos. En esta perpetua comunicación con los grandes espíritus de la humanidad, hasta la inteligencia más inculta perdía cada día algo de su rudeza y de su ignorancia, y sufría, sin darse cuente de ello, un trabajo de roturación cuyos frutos debía recoger el porvenir.

A pesar de la insistencia con que la regla inculcaba la obligación de la lectura y del estudio, estipulaba sabiamente que la mayor parte del día se consagrara al trabajo manual; ocupaba éste siete horas diarias, mientras que a la lectura sólo se reservaban dos. Esclavos voluntarios de la fatiga, los monjes se sometían con gozo a todas las labores penosas, que tanto los romanos como los bárbaros miraban con horror, y las manos encallecidas por el trabajo no eran para ellos objeto de menosprecio. Tomaban parte sucesivamente en las diversas faenas de la vida doméstica, y ejercían todos los oficios, desde los más groseros hasta los que confinaban con el arte mismo: arquitectos, albañiles, herreros, carpinteros, tejedores, sastres, cocineros y peones de todas clases, pues los monjes nunca empleaban obreros extraños para sus tareas, cualesquiera que fueran éstas.

De todas las formas de tan variada actividad hay dos que ofrecen interés especialísimo para la historia de la civilización: el trabajo agrícola y la copia de manuscritos. Eran empleados en esta última ocupación los novicios y aquellos cuyas fuerzas no podían soportar el rudo trabajo del campo. Reunidos en el tranquilo abrigo del scriptorium, copiaban, unos solos y otros en grupos al dictado de algún hermano, aquellos manuscritos que contenían unas veces los oráculos de la divina sabiduría y otras los ecos de la elocuencia pagana. Cicerón y Virgilio revivían con San Jerónimo y San Agustín bajo las plumas laboriosas que caminaban lentamente a través de los senderos paralelos del pergamino, transmitiendo a la posteridad los tesoros intelectuales del mundo antiguo desaparecido. Cualesquiera que pudieran ser los fastidios y las repugnancias de este trabajo, se entregaban a él con celo y convicción, porque encontraban la satisfacción del deber cumplido, y quizá también a veces por presentir la grandeza de la obra de que eran humildes obreros. Un proverbio monástico decía: «Da uno al diablo tantos golpes como letras traza en el pergamino»[2]. ¡Noble pensamiento que ha sostenido el valor de los copistas, y al cual debemos la conservación de los monumentos de la inteligencia antigua!

La agricultura ocupaba en la economía de la vida monástica un lugar todavía más grande, pues era la forma de trabajo más normal, habitual, generalizada y necesaria; de ella procedían los recursos más sólidos de la comunidad, pero era muy penosa, dadas las condiciones en que trabajaban la mayoría de los monasterios. En general era un verdadero combate el que emprendían con el suelo; eran muchos los sudores que debían regar la gleba virgen o los troncos del bosque descuajados antes de que los surcos consintiesen en abrir su seno y en dar mieses. Pelotones enteros de monjes, inclinados todo el día sobre una tierra ingrata, rompían su corteza y luchaban contra su esterilidad; el hacha y el arado, esas dos armas pacíficas de la civilización, se encarnizaban sin descanso contra la tenaz resistencia del suelo y del bosque. El monje, semejante al legionario romano, aportaba a aquella empresa una paciencia tranquila y continua, unida a una energía disciplinada que triunfaba de todo. Tales fatigas eran sanas y fortificantes; ahuyentaban las ideas frívolas y los pensamientos malsanos, mantenían el equilibrio entre el cuerpo y el alma, templaban la naturaleza humana con ejercicios viriles e infundían en las almas más humildes el sentimiento de su dignidad, nacido de la conciencia que tenían de ser útiles para algo.

En lugar del bárbaro brutal y cruel que unos siglos antes vagaba por estas mismas selvas como animal feroz, derramando sangre sólo por diversión, se complace uno en figurarse aquellos humildes y dulces labradores que marchan recogidos y pacíficos, dejando tras sí un suelo embellecido y una tierra fertilizada. ¿Quién es aquel hombre vestido de cogulla que aguijonea ante él a una yunta de bueyes y que, al mismo tiempo que guía sus bestias, sostiene con una de sus manos unas tablillas enceradas con las que se ejercita en adquirir el conocimiento elemental de las letras? Es un joven llamado Wulmar; pertenece a una ilustre familia franca, y mientras vivió en el mundo hubiera considerado como igualmente indignos de él la aguijada del boyero y el estilete del copista. Ahí está, convertido en monje, y su biógrafo, levantando un trozo del velo que cubre su vida laboriosa, nos la muestra resumida toda entera en aquel esfuerzo generoso que hace para vencer a la vez la barbarie de la tierra y la de su inteligencia[3].

Cuando, llegada la noche, la hora de la cena reunía en el mismo refectorio a los trabajadores esparcidos por las celdas, los campos y los bosques, todos se sentaban con placer alrededor de la mesa común. La carne estaba desterrada de la frugal comida de los ascetas, y las conversaciones, ociosas allí, eran sustituidas por la lectura en alta voz, con lo que el espíritu se confortaba a la vez que el cuerpo. Por última vez las alabanzas a Dios reunían a los hermanos al pie del altar, para encaminarse después al dormitorio común a disfrutar del rápido descanso del trabajador. Dormían vestidos, como soldados en vísperas del combate; la lámpara ardía toda la noche, y en más de un monasterio, mientras el sueño descendía sobre tantos párpados cansados, la palabra del lector se elevaba en el silencio, como la voz infatigable de la eternidad[4].

Todos los días del año se asemejaban al descrito, con la única diferencia del acrecentamiento de austeridades cuando llegaban sus épocas más solemnes. A las grandes fiestas no acompañaban frívolos recreos, y la tranquila uniformidad de la existencia monástica no conocía interrupción. Ligado para toda la vida a la ley que él mismo se había impuesto, el monje no salía del recinto de su convento sino por razones muy graves, y hasta cuando emprendía algún viaje llevaba, por decirlo así, su atmósfera con él, apresurándose a volver a su querido oasis en donde estaba su familia espiritual y su celda, que era su paraíso. No abandonaba esta dulce morada más que para ir a dormir, esperando el día de la resurrección, en el cementerio-jardín que rodeaba su iglesia, a la sombra de aquellos sagrados muros que habían cobijado su oscuro paso por esta vida.

Es verdad que había en aquella vida enteramente espiritual algo indicadísimo para aturdir a la sensualidad bárbara, y comprende uno qué impresión de sorpresa y de espanto produciría desde el primer momento el monje a los germanos; a estos hombres, tan orgullosos de su independencia soberana, tan apasionados por las distracciones ásperas y fuertes de los sentidos, tan alejados de todo lo que costase sudor, no había de serles fácil doblar su voluntad ante la de otro, renunciar a todos los goces que esperaban de la vida e imponerse el yugo de un trabajo tan penoso como humillante. Pero precisamente esta sublime elevación del ideal monástico fue lo que apasionó entre los bárbaros a las almas escogidas; se dejaron seducir por el lado heroico de una vida tan nueva y tan extraña, y sin regatear con el Dios que les llamaba, se dieron por entero a Él con el ardor de su entusiasmo juvenil. Un impulso generoso arrastró a la soledad a los más distinguidos; ni la juventud, ni la belleza, ni las riquezas ni el poder prevalecieron contra el atractivo del ascetismo cristiano; los propios reyes renunciaban a su trono, a su prometida y a su patria para ir a esconder bajo la librea de la servidumbre monástica una carrera que se les abría llena de gloria y de prosperidad. Sólo Inglaterra dio al claustro, durante los dos primeros siglos subsiguientes a su conversión, treinta reyes y treinta reinas, y la mayoría de los monjes ilustres tenían en sus venas la sangre más noble del país. Entre los francos se vio a San Arnulfo de Metz, llegado al apogeo del poder, despedirse de la corte a pesar de las súplicas de su rey y retirarse a una austera soledad, donde, rodeado de miserables, leprosos y enfermos, a los que servía como si fuese su esclavo, expiró, ignorado y pobre, él, que había tenido en sus manos los destinos de Austrasia y Neustria.

[…]

Tales eran las primicias de la Iglesia entre los germanos; tenía, pues, ésta derecho a esperar mucho de una sociedad que, desde las primeras generaciones, la recompensaba con frutos tan hermosos. Y no se crea que los santos germanos fueron los únicos de su raza que sintieron la acción regeneradora del cristianismo, pues tal acción fue bastante profunda y poderosa para penetrar toda la nación; bajó hasta el fondo de las almas más endurecidas e hizo conquistas por todas partes; hubo conversiones ruidosas que transformaban en humildes y mansos anacoretas a caracteres violentos y desenfrenados; hubo ladrones que se convirtieron en santos, y almas borrascosas y manchadas que, asaltadas por la gracia en medio del fango de las pasiones, reconquistaban repentinamente la blancura de la inocencia.

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* En «Los orígenes de la civilización moderna», EMECÉ Editores, Buenos Aires – 1948.

[1] Regul. S. Benedict., c. 73.
[2] Tot enim vulnera Satanas accipit quot antiquarius Domini verba describit. Cassiod., De Instit. Divin. Litt., c.30.
[3] Vita Wulmari, c.1.
[4] Conc. II, Tur., c. 14.

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Comentarios 1

  1. Maria Cano dice:

    San Benito te rogamos por la conversión de
    Muchas almas para Cristo.

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