Hemos llegado a una situación históricamente inédita debida a la revolución científico-técnica. Su principal efecto existencial es la aceleración o rapidación de los cambios y por ende del tiempo, produciendo una suerte de compactación de pasado, presente y futuro. El pasado se desconecta del presente por la absoluta novedad de los cambios. Hoy no se puede decir nihil novum sub sole, nada nuevo bajo el sol. Lo que estamos viviendo es absolutamente nuevo. Así se hace remota la posibilidad de la historia como magistra vitae. Desde el presente no podemos asomarnos ya al futuro que se ha hecho mucho más imprevisible, ni esperar cosa segura de él por la radicalidad y velocidad de los cambios. La rapidación conduce al instantaneísmo, el primado del momento presente. Los acontecimientos no duran. ¿Quién se acuerda del que fue el último secretario general de las Naciones Unidas, o de los anteriores primeros ministros alemán, ruso o francés?
Pensemos en Internet, la telefonía celular, la TV, la electrónica en general, sus aplicaciones en medicina, los avances genéticos, las neurociencias, etc. Por su índole propia y su extrema aceleración, no son cambios externos a la persona sino que la alcanzan de lleno, incluso en su interior.
La insólita compactación temporal ha quebrado la secuencia del devenir humano natural, o lo que creíamos tal. El momento presente gana en intensidad a costa del pasado que perdió peso y del futuro que poco sirve para guiarse al arrojársenos encima de manera invasiva. El instante presente lo devora todo como los agujeros negros devoran las estrellas y hasta a la propia luz en el espacio sideral.
La razón es que el tiempo afecta una estructura esencial de la existencia, pues el tiempo es un proprium del compuesto humano in status praesentis vitae. El cambio que estamos experimentando hoy nos afecta de una manera total, personal y socialmente, porque la existencia humana está entretejida de tiempo, y éste no alcanza sólo nuestra parte consciente sino que penetra nuestra vida no-consciente. Lo consciente del hombre es apenas la punta del iceberg, para usar la metáfora de Ratzinger.
Aquello que ha cambiado la estructura temporal de la existencia es el cambio, porque lo que estructura el tiempo humano son los cambios. El tiempo es una medida de la duración y está afectado por la rapidez de los cambios. La tecno-ciencia ha modificado de manera exponencial el ritmo de los cambios e intercambios. Observemos el fenómeno de la llamada quiebra generacional. Lo que va de padres a hijos (y a fortiori de abuelos a nietos) en términos de cambios es inconmensurable. En pocos años este niño, este adolescente, ha cambiado de estructura de vida a una velocidad tal que le resulta difícil entender a sus padres y sus padres a él. Se distancian, poco se hablan, aunque se guarden las buenas maneras.
¿Y entre los sexos? Mi impresión es que la mujer se está adaptando mejor al cambio actual y estaría superando (en dirección desconocida) su crisis de identidad de los años sesenta y siguientes. Tengo también la impresión de que la crisis actual de la masculinidad es más severa, de que hay una pérdida de identidad varonil. Por eso, creo, es mayor la crisis de la paternidad que de la maternidad, y que por ello preocupa hoy tanto el extraño fenómeno del padre ausente.
El filósofo Franco Volpi[1] ha hecho un análisis del tiempo presente a través del fenómeno del nihilismo. En primera lectura parece similar al nuestro. Pero Volpi se mantiene en el nivel filosófico y atribuye el derrumbe de los valores y creencias tradicionales, de la moral y la ética, al nihilismo en el que se precipitó el pensamiento moderno. Es un derrumbe del paradigma que nos orientó en la existencia. Nosotros aceptamos que ha habido el derrumbe de un paradigma cognitivo y axiológico. Pero, en el nivel biopsíquico ha habido otro cambio, un cambio en la estructura de la temporalidad provocado por la rapidación a la que nos ha lanzado la tecnología científica, según hemos tratado de mostrar.
Surgen algunas preguntas frente a esta afirmación, preguntas que van más allá de lo psicológico y lo social. Si, como creemos, la rapidación científico-técnica está afectando hasta semejante punto al hombre actual ¿cuál es su efecto entitativo? ¿Se trata de un cambio sólo cuantitativo? ¿Es un proceso deshumanizador, y si lo es, afectará al futuro de la existencia humana sobre la tierra?
Rapidación y trivialidad
Expuse estas ideas a un benévolo pero insobornable crítico. Inicialmente no se mostró muy interesado. Luego de cierto tiempo advirtió la estrecha conexión del fenómeno de la rapidación que me preocupaba a mí con la trivialidad generalizada del tiempo presente, que lo preocupaba a él. «Evidentemente –me dijo– ambas cosas están ligadas. La velocidad de la vida no da tiempo a pensar, reflexionar, evaluar y por fin decidir», y agregó «además la cantidad y rapidez de los inputs de información que nos llegan hace difícil una compulsa serena de los datos de la realidad».
En efecto, los contactos que tenemos hoy con la realidad resultan de una gran superficialidad. Reiteradamente se ha hablado de un desmedro en nuestra vinculación con la naturaleza y con los demás. Vivimos apiñados en las grandes ciudades sin siquiera mirarnos o saludarnos, sin reconocernos aunque habitemos el departamento contiguo. Una suerte de autismo nos cierra y nos incomunica, los demás se tornan fantasmales, están «de más». En cuanto a los valores, la miopía es creciente, en particular en los jóvenes, y nos estamos volviendo sordos a sus llamados. El pasado como tradición nos provoca más extrañeza o curiosidad que auténtico interés, y miramos al futuro temiendo sus trampas imprevisibles. Nos vamos sumiendo en la inmanencia intracorporal debido a la búsqueda maníaca del placer y el bienestar y nada trascendente nos convoca. En síntesis, la rapidación está unida a la superficialidad que van adquiriendo nuestras vivencias, a la levedad de lo real y al descompromiso, el not-involved con que nos acorazamos.
Superficialidad y trivialidad
Estas dos características del presente de superficialidad y trivialidad son descriptas por G. Lipovesky en el Imperio de lo efímero[2], entre otros títulos.
Se aprecian particularmente en los jóvenes pero no sólo en ellos. A éstos uno los ve como disminuidos metafísicos, indiferentes morales, apáticos desvitalizados, sin poesía en sus vidas y aburridos. Los mayores les resultan insustanciales e in-significantes. Mi experiencia personal en mis últimos años de docencia universitaria me produjo esta creciente impresión. Me pasó en una capital europea en la que debí dar clase en primer año de psicología. Aquellos jóvenes –en su mayoría chicas– carecían de interés, no era posible motivarlos y su atención era dispersa. Traían un mediocre background cultural, excepto en capacidad lingüística y expresiva, quizá porque eran capitalinos. Indiferentes a casi todo lo académico, no resultaban, sin embargo, agresivos; carecían, eso sí, de buenas maneras y el profesor como figura y rol no les despertaba ningún deseo de comunicación o interacción.
En una reunión de profesores de curso me sorprendió que un colega psiquiatra dijera que varios de ellos tenían síntomas depresivos. Ante mi extrañeza explicó: «¡Es que tienen unos follones en sus casas!»… Aludía, obviamente, a las graves crisis que sufrían sus familias.
Lo positivo de esta historia y lo paradójico se presentó en su desenlace. Al promediar el curso y sin saber qué hacer ya con estos chicos, se me ocurrió darles a ellos mayor responsabilidad y protagonismo. Les propuse que, los que quisieran, podían buscar un tema psicológico cualquiera, en un film, una novela, un caso real o ficticio y exponerlo comentándolo en clase. Una alumna alemana abrió el fuego de manera brillante exponiendo el Demian de H. Hesse, donde aparece la influencia del psicólogo Carl Gustav Jung. Otra chica, con dotes histriónicas, despanzurró la Psicopatología de la vida cotidiana de Freud (si en alguna parte Freud parecía estar muerto y enterrado era en aquel país europeo). Otro se animó con La familia de Pascual Duarte, del Nobel Camilo José Cela.
Se habían transformado. Lo hacían bien y como entre bueyes no hay cornada, el resto atendía y algunos participaban formulando preguntas u opinando, en fin, una verdadera sorpresa. Me pregunté: entonces, ¿son chicos perdidos para la cultura o simplemente pertenecen a otra cultura?
En cualquiera de las opciones no aparecían como jóvenes que pudieran considerarse cultos, al menos en el sentido tradicional del término, lo que poseían culturalmente era poco, pero eso poco, además, pertenecía a un mundo distinto, el mundo de la actual sub-cultura joven, con lo que volvemos al principio del presente apartado. Un mundo intelectualmente anémico, para nada motivador, que no les despertaba tampoco demasiado interés. El mundo de lo efímero, de lo trivial, de cierta insuperable apatía y tedio[3].
Rapidación y prisa
Este tema de la rapidación no se articula sólo con el mundo de lo efímero. Tiene que ver con la prisa y su inevitable compañera, la ansiedad, que todo lo invaden, y con el estrés, su efecto más visible y obvio. Estrés y prisa se retroalimentan. A mayor prisa más estrés y viceversa, el estrés nos empuja a apurarnos para realizar todo lo que se pueda antes de estar extenuados. Somos esclavos de la falta de tiempo.
La estructuración existencial de los tiempos que vivimos comporta un cambio que va más allá del cambio moral, espiritual o, como dice Volpi, del paradigma cognitivo-evaluativo. Se da a un nivel entitativo que compromete dicho paradigma pero que alcanza estratos biopsíquicos más profundos.
El desafío parece alcanzar el destino mismo de la hominidad sobre la tierra.
La pregunta es ¿qué hacer entonces?
Humanamente, lo sincero sería aceptar que no podemos hacer casi nada. A un buen filósofo político tomista le preguntaron en Mendoza, luego de una conferencia, qué podíamos hacer en política. El respondió: Nada, cosa que enfureció a algunos jóvenes militantes de orientación social cristiana (la conferencia había versado sobre la política en Santo Tomás). Por cierto siempre se puede hacer algo. Si se me trasladara la pregunta me vería obligado a confesar que no visulaizo mucho más que atrincherarse en la familia y, de ser posible, mantener con vida la escuela católica. La prioridad absoluta sobre la que hay que volcarse en el nivel individual y grupal es la familia. Allí debe darse la batalla. Pero las familias no se sostendrán si no se agrupan y se sostienen mutuamente mediante diversas formas de asociación (escuelas, centros de formación, clubes, actividades sociales y apostólicas, etc.). Fuera de tales recintos las tinieblas son demasiado densas y contagiosas. Salvo intervención divina esos ámbitos no parecen ser por ahora revertibles [4].
El nihilismo
Nosotros nos hemos ocupado de la rapidación, el instantaneísmo, la trivialidad y la prisa, pero todo esto está envuelto en una «superestructura» ideológica, el nihilismo. Hemos citado a Franco Volpi, y vimos que no ofrece ninguna salida o superación posible, más bien la niega. El P. Cornelio Fabro se ocupó hace unos años del tema del nihilismo en un ensayo que publicó la Revista Diálogo con el título de La Odisea del nihilismo. Es un análisis metafísico de historia de las ideas. Ciertamente, la historia de las ideas no es toda la historia, falta el análisis de los hechos, de los acontecimientos, pero éstos forman un sistema sinérgico con aquéllas. Para evitar el riesgo de dejar fuera de nuestro análisis a las ideas hemos consignado el aporte de Fabro y de Volpi. La conclusión de Fabro es particularmente importante: su ensayo sobre La Odisea del nihilismo lleva como sub-título el ateísmo contemporáneo. El nihilismo es (necesariamente) ateo: «Así la filosofía, terminando en el pantano del nihilismo-ateísmo, no encuentra ya ningún pasaje abierto hacia lo real», y resulta «incapaz de expresar la verdad y fundar la libertad».
En cierta medida el tiempo presente, con sus caracteres de instantaneísmo, rapidación y compactación de la estructura temporal de la existencia y sus corolarios de superficialidad y trivialidad, forman parte del mismo paquete nihilista. También entran en él la prisa patológica, su consecuencia de estrés, aburrimiento y tedio. La violencia desatada en el mundo tiene mucho que ver, según nos parece, con estos males del alma y del ánimo. Pero este tema, inmenso, sólo podemos anotarlo.
* En Revista «Gladius», Año 25, N° 68, Pascua 2007.
[1] El nihilismo, Biblos, Buenos Aires 2005.
[2] Cf. También La era del vacío y El Crepúsculo del deber, editados por Anagrama (Barcelona).
[3] Al regresar a Mendoza me tocó dar clase también en un primer año de psicología, pero la mayoría de los alumnos me dio una impresión mucho más positiva.
[4] No se trata de adoptar modelos tipo Amish.
Comentarios 1
En la primera parte del artículo, podríamos estar hablando de un eterno presente del hombre frente al único ETERNO PRESENTE DE DIOS?
Como el maligno es el mono de Dios, esto sería algo para seguir desviando y confundiendo al hombre (género humano).
Muchas gracias por el artículo y la aclaración.
La Santísima Trinidad les bendiga.