«Liberalismo» – Leonardo Castellani (1899-1981)

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Dice Juan Jacobo Rousseau que cuando el niño nace, grita: «No quiero que me fajen». Pronuncia fajen con un ligero acento lunfardo; pero no expresa que no quiere que le peguen, lo cual sería muy natural, sino que no quiere que lo envuelvan. Pero lo envuelven lo mismo. «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales», dice Rousseau.

Nacen sí, pero no permanecen; ¡pobres de ellos si permanecieran! En seguida la madre, con un perverso instinto antiliberal, empieza a establecer entre ella y el rorró toda clase de vínculos; y nótese bien que la palabra vínculos en latín significa cadenas.

El hombre es un esencial buscador de cadenas; y no digamos nada de las mujeres. Justamente por eso les gusta tanto oír el ruido de rotas cadenas. Es para buscar otras. Juramentos de amor, contrato matrimonial, votos religiosos, promesas de fidelidad eterna, férrea disciplina militar, jurídica construcción de leyes, constituciones y cartas magnas, lealtad al jefe, consecuencia al amigo, apego a la tierra natal… donde quiera que el hombre puede encontrar una cadena que lo libere de su esencial cambiabilidad y contingencia y que lo ate a un algo permanente, como un náufrago a un mástil, allí se siente feliz y noble. Y lo más fenomenal es que se siente libre.

Uno de los hombres más libres que yo he conocido era un jesuita, que, además del cuarto voto que hacen los jesuitas, había hecho otros cinco o seis votos por su cuenta. Y decía que con cada uno de ellos se había libertado de una tiranía interna. Creo que no mentía.

Todo esto milita fundamentalmente en contra de un libro de Rousseau llamado El contrato social, que recuerdo qué trabajo me dio a mí entenderlo cuando iba a la escuela.

Lo peor es que otro libro de Rousseau, el Emilio, es más dudoso que éste. Según él, el niño, al llegar a la edad de la escuela, es un ser que ama lavarse la cara, le gusta estar limpio, le encanta ir al colegio y aprender todas las cosas, empezando por la botánica en los libros.

¡Oh Botánica dulce y Geografía! – ¡Oh confortable Mineralogía! ¡Sois las tres musas de la mente mía!

Este es el niño de Rusó. Pero resulta que al niño real le gusta el barro, andar por la calle, pelearse con otros, robar mandarinas y aprender todas las cosas por sí solo. Cuando el maestro desesperado le dice que es un cachafaz, que es un perdido, que es un desastre y que es un sinvergüenza, todo rapaz que se respeta y que no es un enfermo ni un tonto, le contesta con otra frase de Rousseau, que es el núcleo de toda la doctrina liberal, inventada por este célebre autor: «¡Déjeme en paz!».

Entonces es cuando por imperio de las circunstancias, los dos significados del verbo fajar se confunden; y el maestro, a quien en la Escuela Normal le han enseñado a respetar al Emilio como la biblia de la Educación Moderna, se comporta en la práctica, también si no es enfermo ni tonto, como el absolutista y antirrusonista más vulgar.

Sigue ahora otro libro del inventor del liberalismo que se llama Julia o La Nueva Eloísa. Aquí viene el liberalismo aplicado a las mujeres, y aquí se acaba mi sabiduría, porque nunca lo he podido leer más de la mitad de la primera parte; y tiene cinco. Eso sí, leí todo el índice, donde está un resumen del intríngulis, porque se trata de una novela; y me dejó con un mareo que no pude trabajar una tarde entera, una mezcla de ganas de vomitar y de dormir, que es la enfermedad del filósofo cuando traga de una vez una dosis excesiva de absurdo.

El liberalismo aplicado a las mujeres es un perfecto fracaso. Hay tres palabras que una mujer no entenderá jamás y son: libertad, igualdad, fraternidad.

El liberalismo aplicado a los pueblos está en el cuarto libro de Rusó, llamado Las Confesiones, que tiene tres tomos, porque cada uno de estos libros es más largo que el otro. Allí uno lo comprende todo. Se trata de un loco. Un loco es el ser menos libre que existe, aunque parezca lo contrario, aunque ande suelto, porque el loco esta agarrotado por dentro…

Pero este Rousseau fue un loco de los más peligrosos, porque era un loco que sabía muy bien el francés y, además, como todo loco, la mímica imitativa. Un loco, además de ser un mentiroso nato, es un miedo ambulante de que lo encierren y un permanente escrúpulo de hacer mal en cualquier cosa que hace. Para reaccionar contra estos dos afectos matadores, Rousseau inventó la teoría del «¡Dejadme en paz!» y la teoría de la bondad esencial del hombre; definió que todo lo que él hacía era necesariamente bueno y además jolí mignón.

Sólo un hombre obseso es capaz de escribir esa minuciosa descripción de las insignificancias y las suciedades de su vida envueltas en un vaho acaramelado con resabio a chinche y ropa sucia, que hoy nos causa repulsión; pero en su momento y ambiente, que parece fue el ambiente de lo jolí y de lo mignón, produjo un efecto considerable.

Hasta parece que se dio el gusto de inventar suciedades para darse el gusto de embellecerlas: como esa de que tuvo cinco hijos y los arrojó a los Expósitos. Hoy día se cree con gran fundamento fisiológico y psicológico –según J. Lemaitre– que no engendró ningún hijo. Por suerte.

La verdadera libertad es un estado de obediencia. El hombre se liberta de la corrupción de la carne obedeciendo a la razón, se liberta de la materia sujetándose al perfil diamantino de una forma, se liberta de lo efímero atándose a un estilo, de lo caprichoso adaptándose a los usos; se liberta de su infecundidad solitaria obedeciendo a la vida, y de su misma vida caduca y mortal se liberta, a veces, perdiéndola en obediencia a Aquel que dijo: «Yo soy la Vida»[1].

Sólo el mal poeta pide el verso libre, decía Lugones. El buen poeta multiplica las ataduras de su materia, para hacer más visible el triunfo de la forma, en lo cual consiste la belleza. Lugones fue a buscar la arena y el barro del Río Seco para hacer su última obra, que supervivirá al cedro, al marfil y a la plata de las anteriores.

Donde el loco, el esclavo, el preso y el plebeyo dicen: Libertad, el noble dice: Honor, Belleza, Amor Sabiduría.

La máxima libertad nace del máximo rigor, dijo Leonardo da Vinci: porque el hombre es más libre a medida que es más fuerte –como se enseña en la cátedra de Defensa Nacional de La Plata– y la obsesión de la libertad es la prueba de la máxima debilidad, que es la debilidad de la mente.

¿Quién hay en el mundo que quiera ser libre como lo son los uruguayos, que son los hombres más libres del mundo, a juzgar por lo que ellos dicen?

Bien. Esa obsesión de la libertad propia de un loco vino a servir maravillosamente a las fuerzas económicas que en aquel tiempo se desataron; y al poder del Dinero y de la Usura, que también andaban con la obsesión de que los dejasen en paz.

Los dejaron en paz: triunfó sobre el alma y la sangre, la técnica y la mercadería; y se inauguró en todo el mundo una época en que nunca se ha hablado tanto de libertad y nunca el hombre ha sido en realidad menos libre.

Una herejía medio católica, medio protestante y medio atea –porque Rousseau fue sucesivamente protestante, católico y ateo– vino a la vida justamente cuando nosotros los argentinos veníamos a la independencia. Nos hizo tanto mal como una damajuana de caña en una jaula de monos; y no nos arruinó del todo, porque por gracia de Dios aquí había fuertes vitaminas españolas. Y también había hombres que no eran monos.

Pero el mal que hizo el liberalismo en el viejo mundo donde nació fue quizás peor: aquí el pampero, el sol y las distancias orean mucho. Allá en Europa tenemos ahora esta horrible guerra, que no puedo ni pensar en ella. Y otras destrucciones morales y espirituales mucho peores que la guerra, si cabe, que no puedo dejar de pensarlas aunque quiera; y pesan sobre mi mente de tal modo que me envejecen a destiempo y me volverían seguramente loco a mí también, si no tuviese yo las dos celestes consolaciones de la filosofía y el periodismo.

El filósofo Santayana soñó una vez que veía pasar cuatro caballeros en cuatro caballos, negro, alazán, bayo, y el último era blanco. Los vio pasar empenachados y armados y les dijo:

–¿Adónde van?

–Vamos a libertar a los pueblos.

–¿Libertarlos de qué? –les grito el filósofo.

El hombre coronado del caballo blanco le dijo:

–De las consecuencias de la libertad.

* En el Diario «Cabildo», N° 606, del 14 de junio de 1944, y reproducido en primer lugar en «Las Canciones de Militis», «Editorial de Formación Patria», 1945, pp.186-190; y más tarde en la «Revista Cabildo», Año I, n°1, 17 de mayo de 1973.

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[1] Hace pocos días, Juan Manuel de Prada transcribió este párrafo de Castellani en un excelente artículo, publicado en el ABC, de Madrid, y referente al encuentro de Milei con la Presidente de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y cuyo texto completo puede descargarse AQUÍ.

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