«San León el Grande» – Santiago de Estrada (1908-1985)

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León, sucesor de Sixto III, fue elegido Papa el 18 de agosto del 440. Veintiún años rigió la Santa Iglesia, durante los cuales luchó sin descanso contra la impiedad y la herejía, e hizo llegar hasta los más apartados confines del orbe cristiano su jamás desmentida solicitud paternal. Dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo, precisó con claridad aquellos puntos del sagrado dogma, que los heresiarcas más trataban de confundir. Sin contar con medios carnales, con su sola autoridad de Pontífice, salvó a Roma del furor bárbaro y de la saña de sus enemigos. Nada le detuvo en su celo por la Casa de Dios ni en su ardoroso empeño con que hizo respetar la supremacía de la Cátedra de Pedro. Lejos de dejarse impresionar por indiscutibles merecimientos ajenos, supo hasta sobreponerse a la veneración que lógicamente debía despertar en su ánimo las virtudes de todo un Hilario de Arlés, a quien no titubeó en humillar para hacer de él un modelo de pastores y un santo a quien rinde culto la Cristiandad.

Con la muerte de Teodosio el Grande, el Imperio perdió un gobernante eximio, y sus dos grandes divisiones, la de Oriente y la de Occidente, cayeron en manos de hombres débiles, faltos de carácter, fáciles presas de validos y gentes ambiciosas. De esta manera, herejes y bárbaros pudieron socavar, sin mayores riesgos, las bases mismas del orden político y social. Tales peligros debieron ser conjurados por la Iglesia, que se veía así abocada a problemas de cuya solución dependía la subsistencia de la civilización. Era, pues, una gracia evidente de Dios que, en circunstancias semejantes, León fuera exaltado al trono pontificio.

El orgullo diabólico de Eutiques y el desenfreno de Dióscoro, alentados por la debilidad de las autoridades civiles, desencadenaron una conmoción religiosa y social que amenazaba extenderse a todo el Oriente. Era el primero un monje con fama de asceta, acabado ejemplar de heresiarca, que llegó a seducir a muchos cristianos de buena fe, deslumbrados quizás por el celo fanático con que en otros tiempos había disputado con Nestorio; el segundo (otro lobo con piel de cordero), a fuer de astuto y simulador, había sucedido nada menos que a San Cirilo en la sede de Alejandría, desde la cual apoyaba a los eutiquianos y los hacía cómplices de sus desafueros. Hacía ya tiempo que en Oriente las herejías se sucedían unas a otras, y que, inducidos por apetitos bastardos, hombres sin paz lograban apoderarse, en repetidas ocasiones, de las sillas episcopales más importantes.

San León tuvo que enfrentar estos conflictos. Forzoso es reconocer, sin embargo, que bien pronto contó con auxiliares poderosos, pues, en Constantinopla terminó por imponerse la santa princesa Pulqueria que, poco después, llegó a ocupar el trono con su esposo Marciano, e, investidos ambos de la plenitud del poder, renovaron los buenos tiempos en los cuales la potestad imperial, ejercida con dignidad y justicia, se afanaba por el bien común de los pueblos confiados a su custodia. Por otra parte, el Obispo San Flaviano, condenó a su debido tiempo los errores de Eutiques y se mantuvo en estrecho contacto con la corte para refrenar los abusos. Fue así posible convocar con éxito un concilio, en el cual, reunidos más de seiscientos obispos, quedó definitivamente condenada la herejía y solemnemente proclamada la doctrina que sobre el misterio de la Encarnación, había definido el Sumo Pontífice en carta a San Flaviano, leída con religiosa reverencia en el Concilio[1].

Otro género de dificultades tuvo que superar León en Occidente. Atila, el Azote de Dios, como se complacía en hacerse llamar, envanecido por la potencia destructora de sus huestes, tenía consternada a la Europa civilizada. Lleno de furia y de maldad, quiso saciar su odio contra Roma (la cual entre sus múltiples privilegios cuenta el de haber sido y seguir siendo blanco de las iras infernales). Pero, lo que no habría podido lograrse con las armas ni con la astucia humana, lo consiguió la heroica caridad de San León, el primer Papa (y no el último) que salvó la Ciudad Eterna de la destrucción.

Evidentemente el Imperio de Occidente estaba viviendo las últimas etapas de la crisis política que terminaría con él. Llevada por un bajo deseo de venganza, la emperatriz Eudoxia llamó a Genserico, hereje y jefe de los vándalos, que desde el otro lado del Mediterráneo tenía inquietos a los romanos por sus continuas asechanzas y atemorizados a los cristianos de África por sus tiránicas tropelías. Llegó a Ostia el vándalo, y otra vez la Ciudad Eterna puso en León sus esperanzas. Genserico igualaba a Atila en lo bárbaro pero carecía del noble sentido de la grandeza que el jefe de los hunos poseía; de ahí que, incapaz de magnanimidad, no quisiera perder el saqueo de la Ciudad, y fue milagroso que el Pontífice lograra hacerle respetar la vida de los habitantes y el sagrado derecho de asilo, a cuyo efecto fueron señalados tres templos.

A todo esto en Oriente no cejaban los desórdenes desencadenados por los eutiquianos. Palestina y Egipto fueron teatro de las más crueles fechorías, y más de un católico auténtico debió dar testimonio con su sangre de la Verdad que León había hecho proclamar en Calcedonia. Pero, a despecho de herejes ambiciosos y demagogos, la doctrina pontificia se impuso: ¡Gloria fue de nuestro gran Papa, que no concedió ni un instante de reposo al enemigo, ni quiso para él la cómoda salida de contemporizar con el mal!

Ni los fanáticos de Oriente, ni los bárbaros de Occidente pudieron hundir la barca de Pedro, que, bajo la dirección de León, navegaba segura. Con razón la Sagrada Liturgia, radiante de júbilo, recuerda cómo el Santo Pontífice y Doctor, a quien el Señor colmó de inteligencia y sabiduría, abrió su boca en medio de la Iglesia para enseñarnos la verdadera doctrina e imponernos su disciplina; y con justicia cumplida repite aquel pasaje del Santo Evangelio en que Simón Pedro, contemplando la sagrada humanidad del Divino Maestro, da la respuesta exacta y exclama: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Verdaderamente fue bienaventurado León, porque no fue ni la carne ni la sangre, sino el Padre mismo quien, mientras se oían las más absurdas explicaciones sobre la Encarnación del Verbo, le reveló la definición dogmática del gran Misterio de nuestra reconciliación, en virtud del cual, reuniendo en una persona la forma de Dios y la forma de siervo, el Creador de los tiempos nació en el Tiempo y Aquél por quien fueron hechas todas las cosas entre todas ellas fue engendrado.

* En Revista «Nuestro Tiempo», Buenos Aires, viernes 6 de abril de 1945 – Año 2 – N° 29, y reproducido en «Santos y Misterios», Colección CRIBA Grupo de Editoriales Católicas, Buenos Aires – 1945.

[1] Se refiere al Concilio de Calcedonia, celebrado en el año 451. (Nota de «Decíamos ayer…»).

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Comentarios 1

  1. Maria Cano dice:

    Padre amado, concédenos Papas Santos,Sacerdotes Santos y religiosas Santas.

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