«Tradición» – Avelino Salvador Fornieles (1910-1987)

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El burgués acepta sin discusión el concepto para él fundamental, que a medida que transcurre el tiempo, el hombre progresa indefinidamente.
Dogma inviolable elevado por la opinión pública a la categoría de mito y sin que ninguna afirmación intelectual seria lo justifique.

A falta de principios, la indisciplina moderna acude al argumento decisivo de los sentidos. La simple comparación visual de la vida de antes con la de ahora nos lleva a la necesidad absoluta de aceptar el progreso y nuestra superioridad. Los medios de traslado, velocidad, tiempo empleado, la especialización de la industria, etc., por un simple cálculo proporcional demuestran matemáticamente una ventaja, y utilidad incomparables en relación al pasado.

De allí, sacamos conclusiones universales, principios e interpretaciones nuevas de la vida cuya importancia absoluta son evidentemente equivocadas. La tradición tomada en ese sentido pierde su esplendor frente a los nuevos tiempos (tan necesitados de ella).

Por superstición preferimos ideas infantiles. Sin preocupar, por un análisis elemental, la dosis de verdad imparcial contenidas en las conclusiones. Hablamos de las tinieblas, de la ignorancia y de las torturas medievales. ¡Cuatro pomposas frases standard sintetizan varios siglos de humanidad!

¿Qué será pues, dentro la mente moderna la tradición? Un conjunto entretenido de fenómenos históricos que ilustran la vida del pasado y que duermen en el recuerdo de los libros.

En primer lugar un distingo se hace necesario. A juzgar por lo dicho, tradición es sinónimo de viejo y atrasado.

En realidad, damos un sentido material a un término que no lo significa. Pensamos por tradición lo que es sencillamente costumbres cambiables como las modas. Una persona que conserve siempre (de joven o viejo) los mismos hábitos en el vestir, comer, etc., será un rutinario. Inglaterra, llamada de tradiciones por excelencia, es un pueblo no de tradición sino de costumbres.

En segundo lugar. Si, como es evidente, se trasmite de generación en generación un algo inmutable y vivo, ese algo no puede encontrarse en los museos o cementerios.

Llegamos a la cuestión medular, y es ésta. Existe un alma que une espiritualmente el pasado con el presente. En esa alma reposa el secreto de la cultura asimilada en las costumbres del pueblo. Ahora bien ¿quién por su dignidad y su destino ha hecho y hace vivir ese germen de vida? la tradición de la Iglesia.

Ella ha recibido potestad de Cristo en la tierra para velar los intereses espirituales hasta la consumación de los siglos. Fuera de ella, hablar de tradición es ignorar el destino del hombre.

Su liturgia, arraigada en las costumbres de los pueblos desde hace siglos, siempre floreciente en los lugares más apartados de la tierra, encarna acabadamente la posición sobrenatural y por lo tanto eterna de su cultura.

La Edad Media es la fuente más rica; de donde legamos frutos de una exquisita savia espiritual. Imitar la historia después de ella so pretexto de renovar las formas es fomentar la destrucción y la muerte iniciadas por los siglos posteriores.

Tradición de cristianos recibimos y nuestra respuesta de hijos es palabra de rebelión. El orgullo del progreso en la propia satisfacción material separa la historia del bien y la felicidad por el mal angustioso del presente.

He aquí el error. Creímos que la enseñanza superior de nuestra tradición contrariaba nuestras necesidades materiales o que se oponía a las nuevas adquisiciones de la industria y la mecánica. Que el material moderno lleno de nuevos horizontes, daba por tierra la novela y la leyenda. Llegaba el gran laboratorio experimental del siglo XX y cuando los resultados debían confirmar nuestro triunfo y acabar de raíz con los prejuicios del dogma y de los principios, encontramos que la realidad, en vez de libertad, brinda el yugo del trabajo al servicio de los nuevos dioses: el oro y la máquina.

La virtud y el honor desaparecen en manos de la miseria, el odio y las pasiones. Sin tradición la curva de la felicidad buscada declina vertiginosamente.

Es el fin de la destrucción consentida por el liberalismo y la democracia, complementada maravillosamente por la lógica antitradicional y diabólica del comunismo.

* En «Revista Baluarte», Buenos Aires, Número 19 – Marzo-Abril 1934.

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