La presente situación en que nos encontramos a causa del virus, para muchos ha sido una hermosa oportunidad para volver a las cosas esenciales, a todo aquello que es de trascendental importancia en nuestra vida, sin lo cual no podríamos vivir –o no podríamos hacerlo bien y felices– pero que el ajetreo constante de un mundo que no sabía de frenos ni parates, impedía reconocerlo o valorarlo. Muchos, incluso, han podido reencontrarse con “Lo” esencial, o “Él” esencial; como decía Benedicto XVI: “El bien primero y esencial del que tiene necesidad el hombre es la cercanía de Dios mismo”[1].
Y ese reencuentro y cercanía con Dios, a no pocos también ha llevado a reconocer la eterna novedad de nuestra fe y que la Iglesia no es lo que escucharon decir de ella o lo que quizás erradamente le hemos presentado. Allá por el 2004, siendo Benedicto XVI todavía cardenal, afirmaba:
“El cristianismo hoy se presenta como una antigua tradición, sobre la que pesan antiguos mandamientos, algo que ya conocemos y que no nos dice nada nuevo, una institución fuerte, una de las grandes instituciones que pesan sobre nuestros hombros”[2].
Y seguía afirmando el entonces prefecto para la doctrina de la fe:
“Si nos quedamos en esta impresión, no vivimos el núcleo del cristianismo, que es un encuentro siempre nuevo, un acontecimiento gracias al cual podemos encontrar al Dios que habla con nosotros, que se acerca a nosotros, que se hace nuestro amigo”.
“Es decisivo llegar a este punto fundamental de un encuentro personal con Dios, que también hoy se hace presente y que es contemporáneo”.
“Si uno encuentra este centro esencial, comprende también las demás cosas; pero si no se realiza este acontecimiento que toca el corazón, todo lo demás queda como un peso, casi como algo absurdo”.
Creo no equivocarme si digo que ese núcleo, donde Dios nos habla y que se acerca como nuestro amigo, lo cual produce un encuentro personal con un Dios contemporáneo y que toca nuestro corazón, todo “eso” está o, mejor dicho, todo “eso” ES la Eucaristía. Solo es necesario que vayamos a lo esencial…
¿Qué es lo esencial de la Eucaristía? Seguramente todos me responderán de manera correcta: “en la Eucaristía está Jesús”. Ok… pero ¿hasta qué punto vivimos esa verdad esencial? ¿Hasta qué punto yo, en lo personal, soy consciente por ejemplo de que a 15 pasos de donde estoy escribiendo esto ESTÁ JESÚS? Y tú… tomate un minuto y piensa: ¿a qué distancia de donde estás ahora, o de dónde vives, ESTÁ JESÚS?
No sigas leyendo… piénsalo. ¿Cuánto dio? ¿15, 20 cuadras, 2 kilómetros? Cómo dicen los youtubers “póngalo en los comentarios…” 🙂
¿Alguna vez has sacado esa cuenta? O quizás ni siquiera sepas cuál sea el lugar más cercano de tu casa donde encontrar a Jesús… te dejo tarea entonces; puede que esté más cerca de lo que piensas.
¿Para qué saber eso? Te respondo con una pregunta: ¿acaso los enamorados no saben el uno del otro eso y muchos más? Es decir, es cuestión de amor y, para nuestro grandísimo consuelo, éste amor suele fallar, pero solo de nuestra parte, por eso “nosotros amemos, porque Él nos amó primero” (1Jn 4,19), y no de cualquier modo sino uno amor que llega al extremo (cf. Jn 13,1), y para que no lo olvidemos se quedó en la Eucaristía, que podríamos definir como un recuerdo constante del amor del Señor por nosotros, por cada uno, por mí.
¡Qué difícil es creer esto! Nos parece demasiado hermoso para ser real, no brota una falsa humildad, no podemos terminar de convencernos de que “me amó y se entregó por mí” y de que, entonces, ese Jesús, a la distancia que esté de donde estoy, ¡está ahí por mí!. ¡Guau! ¿Verdad que no es fácil creerlo? Nos falta fe… y también amor, pero no tanto porque no queramos amar al Señor, sino porque no sabemos cuánto nos ama, ya que el amor es una respuesta al amor…[3].
El Padre le dijo a su Hijo, pensando en cada uno de nosotros, “el que Tú amas está enfermo” (Jn 11,1) que son las palabras que le mandaron a decir al Señor las hermanas de Lázaro. Y Jesús, haciendo un viaje larguísimo, de lo eterno a lo temporal, vino al mundo; y para curarnos de esa enfermedad que se llama pecado, murió en la Cruz; y no contento con eso, se quedó con nosotros “hasta la consumación los siglos” (Mt 28,20) en la Eucaristía.
Ahora bien, también debemos aplicarnos a nosotros las palabras que Marta dijera a María cuando llegó el Señor: “Él maestro está ahí y te llama” (Jn 11,29). Marta usa la palabra “maestro” porque todavía no tenía tanta fe como su hermana que, ni bien escuchó esas palabras “se levantó apresuradamente, y fue a Él” (v.29) y “al verlo se echó a sus pies” (v.32). Jesús, viéndola llorar a ella y a los demás “se conmovió interiormente” y “se echó a llorar” (v.33.35), así también se compadece Él de cada uno de nosotros.
Lo que estoy diciendo no es fantasía ni una interpretación acomodaticia del texto sagrado; no, es solo una deducción lógica de algo esencial, muy sencillo y muy profundo a la vez: LA EUCARISTÍA ES JESÚS. Basta con saber quién es Jesús para poder aplicarme, con férrea lógica, la verdad de estas palabras: “EL está ahí y ME llama”. “ÉL”, con todo lo que eso implica, y “ME”, “A MI”, de manera mucho más personal de lo que yo puedo imaginarme[4].
Pero como nos cuesta convencernos de todas estas cosas, el Señor se lo repitió a Santa Faustina hace unos siglos –cita que no me cansaré de transcribir:
“Si supieras, cuánta sed tengo de ser amado por los hombres, no ahorrarías esfuerzos en ello… ¡Estoy sediento, ardo en deseos de ser amado!”.
“Siento una ardiente sed de ser honrado y amado por los hombres en el Santísimo Sacramento, y no hallo a casi nadie que se esfuerce, según mi deseo, por saciar esa sed, manifestando alguna reciprocidad”.
“El Señor está ahí y me llama” ¡y de qué modo! ¡y cuánto me espera! A veces no llegamos a entenderlo a fondo no tanto por algo intelectual o de fe, sino por algo más afectivo, de la voluntad o de caridad: porque si bien es una verdad que consuela como pocas, requiere de nuestra parte una respuesta de amor que como no podría ser de otra manera, pide cierto sacrificio (al menos al comienzo) y no siempre solemos estar dispuestos.
Si Jesús está ahí y me llama… pues tendré que ir a visitarlo… y lo más seguido y prolongado que me permita mi estado y actividades… ¿estamos dispuestos?
De buenas a primeras no podemos entender lo que va a suceder si lo hacemos, si le decimos “sí” al Señor; como tampoco María, y sobre todo Marta, esperaban que el Señor resucitara a su hermano Lázaro. Es que una vez que descubramos y vivamos esa verdad esencial, no solo cambiará rotundamente nuestra vida sino que, además, no podremos dejar de intentar que otros experimenten lo mismo.
Hagan la prueba…
“Asomaos cuántas veces paséis por delante de un Sagrario y decid muy quedito, pero con toda el alma: ¡Corazón de mi Jesús, que yo me dé cuenta de que tú estás ahí! … Yo os aseguro que el día en que acabéis de daros cuenta de eso, nadie os va a ganar en alegría y felicidad”[5]. (San Manuel González)
Se viene Navidad…
“‘Y postrándose le adoraron’ (Mt 2,11). Si en el Niño que María estrecha entre sus brazos los Reyes Magos reconocen y adoran al esperado de las gentes anunciado por los profetas, nosotros podemos adorarlo hoy en la Eucaristía y reconocerlo como nuestro Creador, único Señor y Salvador”[6]. (San Juan Pablo II)
Que María Santísima sea la que una y otra vez repita en nuestros corazones “mi Hijo está ahí y te llama”.
Algo más de material: “El poder sanador de la Eucaristía” (Youtube)
[1] Homilía de Benedicto XVI durante la ordenación de cinco nuevos obispos, L’Osservatore Romano del 18 de septiembre de 2009, p. 6/7.
[2] Benedicto XVI, Roma, viernes, 7 mayo 2004, (Zenit.org).
[3] “Padre… ¿me quiere?” – “¡Oh, qué buen Dios que tenemos!”
[5] San Manuel González, Florecillas de Sagrario o en busca del Abandonado, Obras Completas, n. 793.
[6] San Juan Pablo II), Mensaje para la XX JMJ, Colonia 2005, n 4.