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San Ignacio nos enseña claramente en los Ejercicios Espirituales que “el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto salvar su alma” (n.23).

El fin primero y principal, entonces, del hombre –y de toda la creación– no es otro que la gloria de Dios. Lo cual San Ignacio resumirá en lo que podemos llamar el leit motiv de su vida: ad Maiorem Dei Gloriam, todo “para la mayor gloria de Dios”.

En este mundo que nos toca vivir, lamentablemente no es difícil que alguno piense en Dios en términos un tanto humanos o errados, y que lo imagine como un ser “sediento de gloria”… por eso valga aquí la aclaración que hace el P. Royo Marín, hablando del fin de la creación:

“Y esto no solamente no supone un «egoísmo trascendental» en Dios –como se atrevió a decir, con blasfema ignorancia, un filósofo impío–, sino que es el colmo de la generosidad y desinterés”.

En efecto, Dios no carece de nada, de lo contrario no sería Dios; por tanto, es de las mayores necedades pensar que puede caberle a Él egoísmo alguno. Entonces ¿por qué quiere su gloria? Santo Tomás responde: “Es evidente que Dios no procura su gloria por sí mismo sino por nosotros”.

¿Y por qué la quiere por o para nosotros? Porque en esto consiste nuestro mayor bien; como dirá San Ireneo: “La gloria de Dios es que el hombre viva”. Y no estamos hablando de la vida simplemente natural, sino de la vida eterna, de la felicidad plena y consumada. Comenta Royo Marín:

“Dios ha sabido organizar de tal manera las cosas, que las criaturas encuentran su propia felicidad glorificando a Dios. Por eso dice Santo Tomás que sólo Dios es infinitamente liberal y generoso: no obra por indigencia, como buscando algo que necesita, sino únicamente por bondad, para comunicar a sus criaturas su propia rebosante felicidad”.
Y como Dios se toma las cosas en serio y nos ama realísima e infinitamente –con todo su ser– el procurar su gloria de parte de la creatura racional –la única que puede hacerlo estrictamente hablando– es algo que no deja de manifestarnos de muchos modos.

Así nos dice, por ejemplo, por medio del profeta Isaías: “Yo soy Yahvé; éste es mi nombre; no doy mi gloria a ningún otro ni mi honor a las imágenes fundidas”. (Is 42,8). Comentando estas palabras, dice San Bernardo:

“¿Qué nos daréis pues, Señor, qué nos daréis? Os doy la paz, dice, os doy mi paz. Esto me basta, Señor: recibo con reconocimiento lo que me dejáis, y dejo lo que os reserváis. Así lo queréis, y no dudo que en interés mío. Protesto contra la gloria, y la rehúso, por miedo de que, si usurpara lo que no se me ha concedido poseer, perdiese justamente lo que se me ha ofrecido. Quiero la paz, deseo la paz y nada más. Para aquel a quien no basta la paz, no bastáis Vos tampoco, porque sois nuestra paz. Os queda vuestra gloria intacta. Señor; yo tengo todo lo que necesito si poseo la paz”.

Pero, a todo esto, ¿qué es la gloria de Dios? La definición más tradicional es de San Agustín, y afirma que es “clara notitia cum laude”, que podríamos traducir como “conocimiento claro con alabanza” o “noticia clara y laudatoria”, es decir, un darme cuenta, reconocer, claramente, nítidamente –en este caso la grandeza de Dios mismo o sus beneficios– y alabarlo por eso. También Agustín citará otra definición de gloria –y aquí no la aplica a Dios directamente– citando probablemente a Cicerón: “frequens de aliquo fama cum laude”, que en el mismo volumen se traduce como “la fama frecuente de una persona con alabanza”.

Santo Tomás, por su parte, dando por ambrosiana la cita de San Agustín, afirma ser la gloria un efecto del dar honor y alabanza:

“La gloria, asimismo, es efecto del honor y la alabanza. Pues, por el hecho de dar testimonio de la bondad de una persona, tal bondad viene a ser conocida por muchos con claridad. Y esto es lo que significa la palabra «gloria»: nos suena lo mismo que «claria» (claridad). De ahí el que, a propósito de Rom 16, cierta glosa de San Ambrosio nos dice que gloria es conocimiento claro con alabanza”.

Recapitulemos: todo es creado para la gloria de Dios, la cual es a su vez nuestra misma gloria en cuanto que es nuestra mayor felicidad, hasta donde se puede aquí en la tierra y para siempre en la eternidad. Y darle gloria es reconocer sus perfecciones y dar testimonio de ello por medio de la alabanza. Este testimonio puede ser muchas veces algo interno, que sólo Dios vea.

Jesús vivió para darle gloria al Padre: “El que habla por su cuenta, busca su propia gloria; pero el que busca la gloria del que le ha enviado, ese es veraz; y no hay impostura en él” (Jn 7,18). Y así también tenemos que vivir nosotros, reconociendo la grandeza de Dios y sus beneficios y alabándole por eso. Como el paralítico que luego de ser curado: “levantándose a la vista de ellos, tomó la camilla donde había estado tendido y se marchó a su casa dando gloria a Dios” (Lc 5,25) y continua el texto: “El asombro se apoderó de todos y daban gloria a Dios. Y, llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto maravillas»” (v.26).

También el leproso curado nos da ejemplo: “¿No hubo quien volviese a dar gloria a Dios sino este extranjero?” (Lc 17,18); comenta hermosamente Mons. Straubinger:

“Una vez más hace resaltar Jesús que la gloria de Dios consiste en el reconocimiento de sus beneficios. La alabanza más repetida en toda la Escritura dice: «Alabad al Señor porque es bueno, porque su misericordia permanece para siempre» (Salmo 135, 1 ss., etc.)”.

Incluso en determinadas circunstancias tenemos el deber de darle gloria públicamente; de aquí las clarísimas palabras del Señor que deberíamos meditar muy a menudo nosotros, los católicos, que parecemos los más avergonzados de nuestra fe: “Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles” (Mc 8,38). En la segunda venida la gloria de Cristo será manifiesta, ahora tenemos que aprovechar el tiempo para manifestar a los demás lo que percibimos por la fe, si no ya sabemos qué hará el justo Juez, que dio testimonio de su amor por nosotros hasta derramar hasta la última gota de su sangre.

Si en lugar de buscar la gloria de Dios, buscamos la gloria de los hombres, es decir, la vanagloria, podemos no alcanzar la fe –o perderla–: “¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios?” (Jn 5,44). Y algunos que creyeron, carecieron de la “profesio fidei”: “no lo confesaban, para no ser excluidos de la sinagoga, porque prefirieron la gloria de los hombres a la gloria de Dios” (Jn 12,42-43).

Es tan serio todo esto que quien da un paso más y quiere incluso usurpar la gloria de Dios, suele sufrir las consecuencias con cierta inmediatez aún en esta vida, como le pasó al rey Herodes Agripa I, el cual luego de ser aclamado como dios “al mismo instante lo hirió un ángel del Señor por no haber dado a Dios la gloria; y roído de gusanos expiró” (Hch 12,23).

Busquemos convencernos de esta gran verdad: ¡todo tenemos que hacerlo para la gloria de Dios, todo! “Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis alguna cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1Cor 10,31). Explica Royo Marín:

“Tal es la finalidad última y absoluta de toda la vida cristiana. En la práctica, el alma que aspire a santificarse ha de poner los ojos, como blanco y fin al que enderece sus fuerzas y anhelos, en la gloria misma de Dios. Nada absolutamente ha de prevalecer ante ella, ni siquiera el deseo de la propia salvación o santificación, que ha de venir en segundo lugar, como el medio más oportuno para lograr plenamente aquélla”.

“En el cielo de mi alma –decía sor Isabel de la Trinidad–, la gloria del Eterno, nada más que la gloria del Eterno”. He aquí la consigna suprema de toda la vida cristiana: en la cumbre más elevada de la montaña del amor la esculpió San Juan de la Cruz con caracteres de oro: “Sólo mora en este Monte la honra y gloria de Dios”. Debemos buscar de parecernos a San Alfonso María de Ligorio, de quien se dice que “no tenía en la cabeza más que la gloria de Dios”.

Muchas veces no lo notarán los demás, pero nosotros una y otra vez rectifiquemos nuestra intención e interiormente digamos: “es para tu gloria, Señor, es para tu gloria”. Incluso nuestros mismos dolores, nuestras mismas cruces, debemos aprovecharlas para la gloria de Dios; como dijo el Señor, hablando del cieguito: “Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios” (Jn 11,4). Santo Tomás afirma: “el mal de pena –es decir, todo sufrimiento– es efecto de la justicia divina para gloria de Dios”.

Y como Dios no se deja ganar en generosidad, buscando su gloria Él también nos glorifica a nosotros. Lo vemos primero en el Señor Jesús, quien dijo: “La gloria no la recibo de los hombres” (Jn 5,41); y también aclaró que no se la procuraba Él mismo: “Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada”, sino que venía del Padre: “es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: «El es nuestro Dios»” (Jn 8,54).

Ya citábamos más arriba que el Señor reprochaba a los fariseos: “no buscáis la gloria que viene del único Dios?” (Jn 5,44), y San Pablo alaba al hombre de fe diciendo “Ese es quien recibe de Dios la gloria y no de los hombres” (Rm 2,29).

¿Cuál es esa gloria que puede darnos Dios? Pieper la igualará al hecho de ser amados por Él, a ser agradables en su presencia: “es decir, como el esplendor resultante de ser públicamente reconocido y aceptado por Dios mismo”; y continúa:

“Dicho con otras palabras, el concepto de «gloria» y la idea de existencia que en él va incluido nos llama y nos arrastra a que vivamos en una postura cuya más acertada expresión lingüística estaría representada por el vocablo «infancia»; una vida que lleva como final y desenlace el estado de «gloria», es decir, la absolutamente segura e inconfundible corroboración del «Primer Amante», que en ese estadio de revelación nos diga «públicamente», o sea, en presencia de todos los seres creados, a la vez que con su palabra lo realiza, que es maravilloso ser lo que somos”.

En definitiva, por Jesucristo demos gloria al Padre; la cita completa de San Agustín, que se trasformó en definición para la posteridad, reza: “Queda, pues, que, por Jesucristo, se da la gloria al solo Dios sabio, es decir, la noticia clara y laudatoria por la que Dios se dio a conocer a las gentes”.

Seamos sus discípulos y demos mucho fruto: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (Jn 5,8).

Tengamos presente que no hemos sido predestinados en Cristo más que para convertirnos en una perpetua alabanza de gloria de la Trinidad Beatísima: “Por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante Él, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia” (Eph 1,4-5; cf. v. 12 et 14). Todo absolutamente tiene que subordinarse a esta suprema finalidad.

Seamos muy, muy Marianos…

“Jesucristo ha dado más gloria a Dios su Padre por la sumisión que ha tenido a su Madre durante treinta años, que la que le hubiera podido dar convirtiendo a toda la tierra por obra de las más grandes maravillas. ¡Oh! ¡Cuán altamente se glorifica a Dios cuando para complacerle nos sometemos a María, a ejemplo de Jesucristo, nuestro único modelo!” (San Luis María, Tratado, 18.)

Ave María… y adelante!!

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