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Más allá de las sensibilidades, salvo en algún caso rayano a lo patológico, no creo que exista persona alguna a quien le guste tener enemigos. Sentir el odio de otra persona o la mera oposición es muy poco agradable y, justamente por eso, algo a lo que naturalmente se le esquiva.

Sería hermoso, por otro lado, vivir en una paz absoluta y total, sin ninguna contrariedad con ningún ser humano que pise esta tierra. ¡Sí!, sería hermoso, pero tan hermoso como utópico.

Hubiera sido lindo que Adán y Eva no se encontraran al maligno por ahí y los tentara, pero no fue así, y desde entonces existe una enemistad declarada solemnemente por Dios al decir: “pondré enemistad entre tú y la mujer, entre su linaje y el tuyo” (Gn 3,15). Por tanto, guste o no guste, queramos o no, tenemos todos -sin excepción- un enemigo, o mejor dicho muchos, porque los demonios son millares.

La Sagrada Escritura no tiene ningún reparo de llamarlo justamente con ese apelativo: “el enemigo que la sembró es el Diablo” (Mt 13,39); y, quizás más explícito aún: “Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar” (1Pe 5,8).

Pero esta enemistad no queda solo en el plano de los espíritus ya que, con mayor o menor conciencia de que están del bando enemigo, quienes ponen en el pecado su último fin o, con más razón aún, quienes persiguen una ideología contraria al Creador, se transforman en enemigos de Dios y de sus hijos. Como decía Leopoldo Marechal: “El bien y el mal se cruzan invisibles aceros”[1]. O, incluso, como reza la sabiduría popular y le he escuchado más de una vez a mi padre (QEPD): “entre los ceibos, molesta un quebracho”.

El ejemplo más claro es Nuestro Señor, ¿alguien más bueno y amable que Él? Y terminó nada más y nada menos que en la Cruz. Él mismo nos dejó bien sentado que “en el mundo tendréis persecución” (Jn 16,33), o “cuando los lleven a las sinagogas, o ante los jueces y las autoridades, para ser juzgados…” (Lc 12,11). Como si fuera poco nos mostró el compendio de todas las alegrías en aquel “Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa” (Mt 5,11).

Por supuesto hay que evitar a ultranza que alguien se fastidie con nosotros o, más aún, se transforme en enemigo nuestro por hacer las cosas mal; ¡de eso nadie duda! Por eso debemos pedir perdón de nuestros errores. Pero otra cosa muy distinta y equívoca es pensar que nunca vamos a tener enemigos. De hecho, no pocas veces mal signo es no tenerlos. San Pablo dirá “todo el que quiera vivir una vida de sumisión a Dios en Cristo Jesús sufrirá persecución” (2Tim 3,12). Si invertimos la sentencia siguiendo las reglas de la sana lógica podemos decir sin faltar a la verdad: “quien no sufre persecución, no quiere vivir una vida de sumisión a Dios en Cristo Jesús”.

Lo que digo, obviamente, tiene sus matices y excepciones. A lo que apunto es que no pocas veces se ven en nuestras filas, y quizás más aún en los que comandan -permítanme la expresión- una “falta de virilidad”, aplicable tanto a hombres como en mujeres (Santa Teresa pedía a sus monjas tener fuerza espiritual de varonas). Y un miedo -rayano a lo enfermizo- a tener siquiera un solo enemigo.

A veces sucede por la “formación” progresista es decir, formación mundana. Eso conlleva vivir como mundanos -sean religiosos o consagrados- y, por tanto, no querer confrontar con aquello que de algún modo se siente como propio. Detalle: “Adúlteros!, ¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios” (Sant 4,4).

Esto mismo produce, uniéndolo a la búsqueda de una vida cómoda, el hecho de poner la “paz” por sobre todo. Por encima de la verdad, de la justicia, del bien. Y sabemos que esto es un grave error llamado “Irenismo” (de Irene, la diosa griega de la paz) del cual decía Pío XII:

“Señálese también otro peligro, tanto más grave cuanto más se oculta bajo la capa de virtud. Muchos deplorando la discordia del género humano y la confusión reinante en las inteligencias humanas, son movidos por un celo imprudente y llevados por un interno impulso y un ardiente deseo de romper las barreras que separan entre sí a las personas buenas y honradas; por ello, propugnan una especie tal de irenismo que, pasando por alto las cuestiones que dividen a los hombres, se proponen (…) reconciliar las opiniones contrarias aun en el campo dogmático”[2].

Esto fue escrito hace más de 50 años, por lo cual podemos tranquilamente decir que hoy, en virtud de esa búsqueda a ultranza de la paz, no solamente se trata de “romper las barreras de personas buenas y honradas” sino aquellas barreras que separan claramente al trigo de la cizaña. Y no solo se busca “reconciliar las opiniones contrarias aún en el campo dogmático” sino incluso en el mismo campo de las verdades más primarias. Un claro ejemplo sería no decir que se trata de homicidio para que una persona que está a favor del aborto no se ofenda.

También podemos hablar de falta de un amor verdadero, porque como decía Chesterton:

“Todo el que predica el verdadero amor, tiene que engendrar odios… El fingido amor acaba en transacciones y filosofías vulgares; mientras que el amor verdadero ha acabado siempre con sangre”[3].

Otras veces es simple y llanamente miedo, susto, temor… Sobre esto traigo a colación un párrafo -citado por san Juan Pablo II-  del Cardenal Stefan Wyszynski, quien con tanto temple defendió a la Iglesia y a sus feligreses detrás de la cortina de hierro:

“La falta más grande del apóstol es el miedo. La falta de fe en el poder del Maestro despierta el miedo; y el miedo oprime el corazón y aprieta la garganta. El apóstol deja entonces de profesar su fe. ¿Sigue siendo apóstol? Los discípulos que abandonaron al Maestro aumentaron el coraje de los verdugos. Quien calla ante los enemigos de una causa, los envalentona. El miedo del apóstol es el primer aliado de los enemigos de la causa. Obligar a callar mediante el miedo, eso es lo primero en la estrategia de los impíos. El terror que se utiliza en toda dictadura está calculado sobre el mismo miedo que tuvieron los Apóstoles. El silencio posee su propia elocuencia apostólica solamente cuando no se retira el rostro ante quien le golpea. Así calló Cristo. Y en esa actitud suya demostró su propia fortaleza. Cristo no se dejó aterrorizar por los hombres. Saliendo al encuentro de la turba, dijo con valentía: ‘Soy yo’”[4].

No podemos dejar de mencionar que el enemigo –y espero que a esta altura me acepten esa palabra– hace todo lo posible -so capa de tolerancia, democracia, inclusión, etc.- para hacernos callar y ante cualquier reclamo de nuestra parte, son fáciles para gatillar motes, falsos por cierto, como “misógino”, “homofóbico”, “antidemocrático” o, sin más, “Iglesia, basura, vos sos la dictadura”. Simplemente por decir la más evidentísima verdad.

Pero ¡¡¿qué?!! ¡¡¿Nos vamos a quedar callados?!! ¡¡¿Les vamos a dar el gusto?!! ¡¡¿No vamos a dar batalla?!! ¡¡¿No vamos a defender a Cristo, a nuestra Madre del Cielo, a su Iglesia?!!

Yo me pregunto si alguno de los que tienen anestesiada su mente por la cantinela dominante podría tranzar con la mentira si la verdad que estuviera en juego, por ejemplo,  fuese si son dueños o no de su propia casa o auto. O si quizás, entrando un ladrón a su hogar, corriendo peligro su familia, harían o no todo lo posible para evitar que ese ladrón se ofenda, porque, claro, ¿enemigo? No, no… nadie es enemigo…  entonces lo dejarían entrar, llevarse sus pertenencias, hacer lo que quiera con sus hijas y esposa, y con uno mismo… ¡¡Vamos!! Los que nos pasa es que nos falta mucho amor al Señor y Sus cosas, y por eso qué hagan lo que quieran… con tal que no nos molesten.

Solo recuerdo dos citas del Señor que hablan por sí solas:

“Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10,32).

“El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Mt 12,30).

Ojalá pudiésemos tener la valentía de aceptar que existen enemigos y decir con el “perro” Cisneros (héroe en Malvinas): “No sé rendirme. Después de muerto hablaremos”. Ojalá, aun viendo que el adversario aparentemente es más poderoso, pudiésemos tener la confianza en las palabras de Cristo… “Animo, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).

Y como dijo una Senadora en pleno sesión del debate por el aborto: “si alguien se ofende por lo que decimos, ¡vale la pena!”.

No dudo que la Santísima Virgen tenía bien en claro la existencia no sólo del enemigo al cual aplastó la cabeza con su calcañar, sino también de aquellos que buscaban la muerte de su Hijo. ¡Que Ella nos de discernimiento y fortaleza!

P. Gustavo Lombardo, IVE

 

[1] Leopoldo Marechal, “Didáctica de la Patria”. En: Arturo Ruiz Freites, Todo Tuyo, esclavo de María. San Rafael, Ediciones del Verbo Encarnado, 2010, p. 88.

[2] Pío XII, Humani Generis, 7.

[3] G. K. Chesterton, Ortodoxia, Cap. 8

[4] Stefan Wyszynski, Zpiski wiezienne, París (1982), p. 251. Cit. en Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, Sudamericana, Buenos Aires, 2004, p. 164.

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