Como sabemos, en Cristo coexisten dos naturalezas: la humana y la divina; ambas están unidas, no mezcladas, conservando cada una toda su perfección. La unión entre ambas naturalezas se llama hipostática, es decir unión “en la sustancia” o mejor aún “en la persona” ¿Cuál persona? En la Persona del Verbo de Dios. Esto significa que aun habiendo en Cristo dos naturalezas, no se dan en Él dos personas, y así la naturaleza humana de Nuestro Señor subsiste en la única persona divina del Hijo de Dios.
Como consecuencia de lo dicho, cada acto meritorio –aún el más mínimo– realizado por Cristo en la tierra, dado que los actos se atribuyen a la persona, acarreaba tras sí un mérito infinito. Por lo cual, el mínimo acto interior de arrepentimiento por todos los pecados de los hombres ya era suficiente para salvar a todo el género humano de todas las iniquidades de todos los tiempos.
¿Por qué, entonces, morir en la Cruz? ¿Qué necesidad había?
Propiamente no puede hablarse de estricta necesidad –lo cual queda claro por lo ya dicho– sino más bien de conveniencia[1]. ¿Por qué, entonces, fue conveniente que Jesús muriera crucificado por nosotros, asumiendo el dolor más grande que puede haber sufrido y sufrirá un hombre sobre la tierra?[2].
Dentro de lo que nos permite develar el misterio la revelación divina, un motivo clarísimo es para mostrarnos el amor que Dios nos tiene Dios: tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito (Jn 3,16).
Otro motivo, en el cual quería detenerme un poco más, lo podemos extraer del Génesis. Luego del pecado de Adán y Eva, nuestro castigo puede resumirse en estas dos sentencias: Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos (3,16); y la otra: maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida (3,17). De este modo entra en escena algo totalmente nuevo para nuestros primeros padres, algo que ni siquiera habían podido imaginar, algo que les hará entender un poco más la gravedad de la transgresión realizada; en ese momento crucial de nuestra historia con su pecado dan a luz el sufrimiento, el dolor, la tristeza, el sacrificio, la humillación, la muerte…
Propiamente, por decirlo de algún modo, Dios no tuvo que “agregar” algo a la creación, sino quitar aquellos dones preternaturales[3] que había concedido generosamente al hombre, por los cuales podía vivir lo más felizmente posible hasta que llegase a la felicidad plena y total, en la visión de su Artífice, Dueño y Señor, fuente y culmen de todas las perfecciones.
No habiendo experimentado el gozo que poseían antes del pecado original, se nos hace muy difícil imaginar el shock psicológico y emocional que habrán sufrido el primer matrimonio al experimentar la dificultad para conocer la verdad y querer el bien; el combate de las pasiones contra la razón, y de ésta contra su mismo creador; la rebelión de la naturaleza contra ellos mismos; el no entenderse entre ellos; tiempo después, la muerte de Abel nada más y nada menos que en manos de Caín… y todos los etcéteras que pudiéramos agregarle, los cuales podemos resumir con la palabra cruz.
Dentro de estas “novedades” –no muy buenas por cierto– habían algunas que no podían evitar y solo les tocaba sufrir; pero existían otras que dependían de su libertad, es decir, estaban supeditadas a la decisión de aceptar –y hasta qué punto– las nuevas reglas del juego o evadirse de ellas mediante la repetición de aquello que los tenía en el estado en que estaban… es decir, del pecado.
Comienza aquí entonces, de modo abrupto y estremecedor, la ascética lucha, el acuciante combate, la dramática guerra del hombre por someterse y vivir cargando sobre sí el castigo divino por su pecado, en orden a no perder de modo definitivo a Dios y de no empeorar más aún la creación y, por ende, su situación.
Cuál habrá sido la perplejidad de nuestros primeros padres por el hecho de que, aun habiendo contemplado como ningún otro ser humano sobre la tierra las trágicas consecuencias del pecado; aun habiendo tenido un trato familiar con Dios de una manera, me atrevería a llamar, irrepetible; estando, por cierto, vivamente arrepentidos de su extravío y con sinceros deseos de cumplir la voluntad de Dios reparando sus faltas; aun así, experimentaban, envuelto en el misterio de iniquidad (2Tes 2,7), esa, llamada por San Pablo ley de mis miembros (Rom 7,23) y también ley del pecado y de la muerte (Rm 8,2), lo único que se encuentra en el mundo, según lo indica San Juan: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas (1Jn 2,16), esa poderosa atracción de las creaturas, esa solapada seducción de lo prohibido y ese maldito ego hambriento hasta lo indecible que a modo de repique de campana les evocaba aquel seductor seréis como dioses (Gn 3,5) que los tenía en semejante desgracia. Para ellos –y solo para ellos–, esos reclamos de la naturaleza caída, azuzados por la influencia satánica, no evocaban un superado hombre viejo (Rom 6,6) –como es el caso nuestro– sino un hombre “nuevo”… ¡qué triste y desconcertante novedad!…
Las reglas estaban claras, la gravedad de la situación también… pero siempre la última palabra la tiene Aquel que pronunció la primera… No era digno de un Dios que muestra su omnipotencia sobre todo siendo misericordioso[4], dejar así a la hechura más perfecta que había creado sobre la tierra y en quien, además, encontraba sus delicias[5]. Es por esto que en el mismo castigo anunció la absolución; en la misma pena, la remisión; en la misma tragedia, la restauración; en el mismo momento que el hombre se vendía a Satanás, su rescate, ¡y a qué precio!, mediante la redención. Es así que el Altísimo pronunció la inefable sentencia que trajo un hálito de esperanza en la sofocante y desconcertante angustia, y dijo a Satanás que uno del linaje de la mujer que acababa de prevaricar sería el encargado de darle su ruina total: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gn 3,15).
Qué sería de nuestra historia si Dios no hubiese pronunciado y realizado semejante acontecimiento… Cuántas veces Adán habrá secado sus lágrimas recordando, palabra por palabra, el decreto divino. Qué de esperanzas habrá tenido la misma Eva de que en uno de sus dolorosos partos naciera quien los sacaría del cautiverio…
Y así pasaron años y años… y todo hombre, y aún más, la misma naturaleza, gimiendo con dolores de parto (cf Rom 8,22) anhelaban y suspiraban por el deseado de todas las naciones (Hag 2,7). Todos –y todo– esperando ser liberados de la lucha, del sufrimiento, del castigo, de la cruz.
Así fue que en la plenitud de los tiempos (Gal 4,4), de un modo absolutamente inimaginable para el simple mortal, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaba bajo la ley, para que llegáramos a ser hijos por adopción (Gal 4,4-5).
Y como toda obra divina es perfecta, plena, completa (cf. Sal 145,17), no le bastó al Hijo Encarnado hacer lo suficiente, lo mínimo, lo que, aun sobrando en su infinitud, no llegaba a ser la expresión máxima del Amor del Creador…
Sabía perfectamente que para que llegáramos a la salvación, la gran traba, el gran obstáculo, el punto de inflexión, la causante de la mayor parte de los retrocesos y caídas… era, fue y será, aquello que su Padre celestial había determinado como castigo por el pecado… esto es, el sufrimiento, la cruz.
Es muy claro… ¿Por qué tantas caídas? ¿Por qué no avanzamos más firmemente hacia la santidad? ¿Por qué perdemos el cielo y la filiación divina –con todo lo infinito y eterno de Dios que eso implica– a cambio de bagatelas terrestres y efímeras? ¿Por qué decimos un “sí” hoy con firmeza, mañana ya dudamos y pasado lo negamos? ¿Por qué no somos totalmente fieles a nuestra vocación, sea cual sea? ¿Por qué los matrimonios tienen pocos hijos y los sacerdotes engendramos pocos hijos espirituales?… Piénsenlo de una u otra manera y no encontrarán otra respuesta: el motivo está en no abrazar, esquivar o recortar la Cruz de Cristo.
Hablando de la santidad, los dos grandes místicos carmelitas del siglo de oro español, nos lo aclaran diáfanamente. Santa Teresa dice que muchos no han llegado a la santidad por “no abrazar la cruz desde el principio”[6], y San Juan de la Cruz, de un modo un poco más extenso que bien vale la pena:
“Aquí nos conviene notar la causa por que hay tan pocos que lleguen a tan alto estado de perfección de unión de Dios. En lo cual es de saber que no es porque Dios quiera que haya pocos de estos espíritus levantados, que antes querría que todos fuesen perfectos, sino que halla pocos vasos que sufran tan alta y subida obra; que, como los prueba en lo menos y los halla flacos (de suerte que luego huyen de la labor, no queriendo sujetarse al menor desconsuelo y mortificación) de aquí es que, no hallándolos fuertes y fieles en aquello poco que les hacía merced de comenzarlos a desbastar y labrar, eche de ver lo serán mucho más en lo más, y mucho no va ya adelante en purificarlos y levantarlos del polvo de la tierra por la labor de la mortificación, para la cual era menester mayor constancia y fortaleza que ellos muestran.
Y así, hay muchos que desean pasar adelante y con gran continuación piden a Dios los traiga y pase a este estado de perfección, y, cuando Dios los quiere comenzar a llevar por los primeros trabajos y mortificaciones, según es necesario, no quieren pasar por ellas, y hurtan el cuerpo, huyendo el camino angosto de la vida (Mt. 7, 14), buscando el ancho de su consuelo, que es el de la perdición (ib. 7, 13)”[7].
Es por eso que Nuestro Señor quiso tomar sobre sí el dolor hasta ser llamado varón de dolores y acostumbrado al sufrimiento (Is 53,3); la humillación hasta hacerse nada, ya que se anonadó a sí mismo tomando la condición de esclavo (Fil 2,7), y ser entregado en manos de los pecadores: Dios me ha puesto a disposición del inicuo, y me ha entregado en manos de los impíos (Job 16,11). Quiso sufrir el destrozo físico hasta decir de sí mismo soy gusano, y no un hombre; oprobio de los hombres, y desecho del pueblo (Sal 22,6); padeció también la traición porque incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, que compartía mi pan, es el primero en traicionarme (Sal 40,10); y el abandono, hasta poder decir Esperé que alguno se condoliese de mí, más nadie lo hizo, o quien me consolase, y no lo hallé (Sal 68,21); y todo esto porque asumió el castigo del pecado, nuestro pecado, hasta hacerse uno con él, ya que Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado (2Cor 5,21), habiéndose hecho maldición por nosotros, porque escrito está: Maldito todo el que cuelga de un madero (Gal 3,13).
Además nos mostró en sí mismo y de una manera insuperable, cómo ese mismo castigo del pecado es también fuente de santificación, y que no hay otro camino para llegar al cielo que el de la Cruz…
Incluso más, la perfección del obrar del Crucificado llegó a tanto, que convirtió ese sufrir en fuente de alegría… la única verdadera y profunda alegría posible en esta tierra…
“Cuando llegares a tanto que la aflicción te sea dulce y gustosa por amor de Cristo, piensa entonces que te va bien; porque hallaste el paraíso en la tierra.
Cuando te parece grave el padecer, y procuras huirlo, cree que te va mal, y dondequiera que fueres te seguirá la tribulación.
Si te dispones para hacer lo que debes, conviene a saber, sufrir y morir, luego te irá mejor y hallarás la paz”. (Imitación de Cristo)[8]
En fin, desde el pecado original en adelante todo el bien del hombre dependía de cómo se enfrentaba al sufrir, al padecer; por eso Cristo murió en la Cruz… y luego de su muerte, el padecer puede hacerse incluso deseable, porque en él se encuentra Dios… “Dios está en la Cruz, y mientras no amemos la Cruz, no le veremos, no le sentiremos” (San Rafael Arnáiz).
Toda la grandeza espiritual de un hombre debe medirse no por su ciencia, sus talentos, ni siquiera por algunas de sus virtudes, sino por cómo y cuánto conoce, ama y vive la Cruz de Jesús… todo está allí.
Santa Teresita dirá: “La santidad no consiste en decir bellas cosas, ni siquiera en pensarlas, en sentirlas; sino que consiste en querer sufrir”[9]; y San Alfonso: “santificarse es padecer”. Y una vez más no olvidemos que detrás de eso está la felicidad… “Soy absolutamente feliz, porque soy absolutamente desgraciado” (San Rafael Arnáiz).
Por último “Para entender la Cruz hay que amarla, y para amarla hay que sufrir” (San Rafael Arnáiz).
Nunca olvidemos a la Reina de dolores… ya que no hubo ni habrá ningún ser puramente humano que haya amado tanto la Cruz como Ella y, por ende, que haya sido tan santa y tan crucificadamente feliz como María. Ella, como buena madre, nos enseñe a caminar por este áspero y hermoso camino que lleva a la vida eterna.
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Recomendados
- Santo Tomás de Aquino, En la Cruz hayamos el ejemplo de todas las virtudes (Aquí)
- Leyenda de una princesita: ¿Dónde está la verdadera felicidad en la tierra? (Aquí)
- Fábula de los Tres árboles (Aquí)
[1] Santo Tomás explica que se trata de un tipo necesidad no estricta, sino en cuanto al fin; Suma Teológica III, 46, 1.
[2] Cf. Suma Teológica, III, 46, 6.
[3] Se llaman así las realidades –en este caso dones– que, superando la naturaleza, tampoco son del orden propiamente sobrenatural, como sería la gracia.
[4] “Mostrarse misericordioso es considerado como lo propio de Dios, y en ello se manifiesta sobre todo su omnipotencia” Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica II-II, 30, 4.
[5] Mis delicias son estar con los hijos de los hombres (Prov 8, 13).
[6] Santa Teresa, Libro de la Vida, cap. 11, n 15.
[7] San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, can. II, n. 27.
[8] L. II, Cap. XII “El camino real de la Santa Cruz”.
[9] Santa Teresita, Carta a Celina, 26 abril 1889.