sería faltar a la verdad, pensar Señor, que es mucho lo que nos pides.
No cabe tal idea cuando vemos que cada partícula de nuestro ser viene de ti y que, amorosamente, nos has creado y mantienes en la existencia. Parecería que no te damos más que lo que te pertenece.
No podemos mantener tal afirmación, cuando por estas naderías que reclamas, nos ofreces en recompensa un Cielo donde, lo incalculable de la alegría, lo mide tu eterna e infinita beatitud. Qué mal negocio haríamos en perder lo sempiterno por bagatelas.
Menos parece sostenible tal sentencia, cuando, para salvarnos del pecado y ganarnos ese Cielo, tú mismo, primero en el vientre encarnado, y luego en una Cruz clavado, te entregaste por nosotros, sin ahorrarte ni una gota de tu sacratísima Sangre. Entre “Tu” y nuestro “yo”… ¿hay comparación?
Alguna escusa quizás podríamos poner si acaso estuviéramos, por ti, en una mazmorra encerrados, perseguidos o totalmente despojados. Pero nos pides solo lo cotidiano, lo prosaico, que hasta vergüenza da pensar en no complacer.
Menos posible es sostener tal dictamen, cuando llegamos a atisbar que en lo que nos pides no buscas más que nuestro propio bien; que si nos negamos somos nosotros los primeros en caer.
¿Por qué entonces, Señor, porque cuesta así, éste nuestro peregrinar?
¿Por qué ante tanta claridad sigue la tiniebla, siempre, en algo opacando la verdad?
¿Por qué somos tentados de dudar, aunque sea por un segundo, de cambiar lo terreno por lo eternal?
¿Qué clase de oculto egoísmo no permite que pensemos más que en nosotros mismos? ¿Y qué pérfida atrofia espiritual nos presenta como mejor lo que en verdad es nuestro propio mal?
¿Por qué, indómitos, rehusamos caminar aquel camino que a tantos llevó a la santidad?
Es cierto, Señor, no pides mucho; y por eso la respuesta a estas preguntas no está más que en nuestra nada pecadora, que llega a tanto en su descenso que mereció la abismal humillación de tu Encarnación y tu Pasión.
Es cierto, Señor, no pides mucho porque no tenemos mucho que ofrecerte, porque todo viene de ti.
Es cierto, Señor, no pides mucho… pero lo pides todo.
Ahora bien… que sea nuestra nada el todo que nos pides y no para otra cosa que para llenarnos totalmente de Ti, verdadero Todo en todas las cosas, es el consuelo más grande, la alegría más acabada, la primera y última razón de nuestro existir y el motivo por el cuál no anhelamos otra cosa que reconocer nuestra nada, para darla totalmente, y llenarnos de Ti enteramente.
Quien menos nada era, más la reconoció y totalmente la entregó –esclava se dijo de su Señor–, por eso llegó a ser Madre del Todo, y de todos. Por eso, entregar nuestra nada, no tiene mejor ejemplar y modo, que por medio de Aquella, que por hacerse tan nada le dio de su ser al Todo.