PRIMERA LECTURA
Nosotros somos testigos de estas cosas;
nosotros y el Espíritu Santo
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 5, 27-32. 40b-41
Cuando los Apóstoles fueron llevados al Sanedrín, el Sumo Sacerdote les dijo: «Nosotros les habíamos prohibido expresamente predicar en ese Nombre, y ustedes han llenado Jerusalén con su doctrina. ¡Así quieren hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre!»
Pedro, junto con los Apóstoles, respondió: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, al que ustedes hicieron morir suspendiéndolo del patíbulo. A Él, Dios lo exaltó con su poder, haciéndolo Jefe y Salvador, a fin de conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de estas cosas, nosotros y el Espíritu Santo que Dios ha enviado a los que le obedecen».
Después de hacerlos azotar, les prohibieron hablar en el nombre de Jesús y los soltaron. Los Apóstoles, por su parte, salieron del Sanedrín, dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el Nombre de Jesús.
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 29, 2. 4-6. 11-12a. 13b
Yo te glorifico, Señor, porque Tú me libraste.
O bien:
Aleluia.
Yo te glorifico, Señor, porque Tú me libraste
y no quisiste que mis enemigos se rieran de mí.
Tú, Señor, me levantaste del Abismo y me hiciste revivir,
cuando estaba entre los que bajan al sepulcro. R.
Canten al Señor, sus fieles; den gracias a su santo Nombre,
porque su enojo dura un instante, y su bondad, toda la vida:
si por la noche se derraman lágrimas,
por la mañana renace la alegría. R.
«Escucha, Señor, ten piedad de mí;
ven a ayudarme, Señor».
Tú convertiste mi lamento en júbilo.
¡Señor, Dios mío, te daré gracias eternamente! R.
SEGUNDA LECTURA
El Cordero que ha sido inmolado
es digno de recibir el poder y la riqueza.
Lectura del libro del Apocalipsis 5, 11-14
Yo, Juan, oí la voz de una multitud de Ángeles que estaba alrededor del trono, de los Seres Vivientes y de los Ancianos. Su número se contaba por miles y millones, y exclamaban con voz potente:
«El Cordero que ha sido inmolado
es digno de recibir el poder y la riqueza,
la sabiduría, la fuerza y el honor, la gloria y la alabanza».
También oí que todas las criaturas que están en el cielo, sobre la tierra, debajo de ella y en el mar, y todo lo que hay en ellos, decían:
«Al que está sentado sobre el trono y al Cordero,
alabanza, honor, gloria y poder,
por los siglos de los siglos».
Los cuatro Seres Vivientes decían: « ¡Amén!», y los Ancianos se postraron en actitud de adoración.
Palabra de Dios.
Aleluia
Aleluia.
Resucitó Cristo, que creó todas las cosas
y tuvo misericordia de su pueblo.
Aleluia.
EVANGELIO
Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio,
e hizo lo mismo con el pescado
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 21, 1 -19
Jesús resucitado se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades.
Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos.
Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar». Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros».
Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada.
Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo para comer?»
Ellos respondieron: «No».
Él les dijo: «Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán». Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!»
Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla.
Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar».
Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer».
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado.
Ésta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.
Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, Juan, ¿me amas más que éstos?»
Él le respondió: «Sí, Señor, Tú sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos».
Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan ¿me amas?»
Él le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero».
Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas».
Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, me quieres?»
Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara quería, y le dijo: «Señor, Tú lo sabes todo; sabes que te quiero.
Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas».
Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras».
De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme».
Palabra del Señor.
O bien más breve:
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 21 , 1-14
Jesús resucitado se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades.
Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Cana de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos.
Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar». Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros».
Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada.
Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo para comer?»
Ellos respondieron: «No».
Él les dijo: «Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán». Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!»
Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla.
Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar».
Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comen».
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado.
Ésta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.
Palabra del Señor
Manuel de Tuya
Aparición de Cristo junto al lago y la pesca milagrosa
El capítulo 21 de Jn es admitido por la mayoría de los exegetas que es un “apéndice” a su evangelio. Este aparece concluido en el capítulo anterior (v.20-31). Sin embargo, a diferencia de la parte “deuterocanónica” de Mc (16:9-20), del evangelio de Jn no hay la menor huella o indicio, en la tradición manuscrita, de que haya sido publicado sin este “apéndice.” La integridad, en su origen, se impone.
(…)
Aparición de Cristo junto al lago y pesca milagrosa, 21:1-14.
1 Después de esto, se apareció Jesús a los discípulos junto al mar de Tiberíades, y se apareció así: 2 Estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo; Natanael, el de Cana de Galilea, y los hijos del Zebedeo, y otros discípulos. 3 Díjoles Simón Pedro: Voy a pescar. Los otros le dijeron: Vamos también nosotros contigo. Salieron y entraron en la barca, y en aquella noche no pescaron nada. 4 Llegada la mañana, se hallaba Jesús en la playa; pero los discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. 5 Díjoles Jesús: Muchachos, ¿no tenéis a la mano nada que comer? Le respondieron: No. 6 EL les dijo: Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis. La echaron, pues, y ya no podían arrastrar la red por la muchedumbre de los peces. 7 Dijo entonces a Pedro aquel discípulo a quien amaba Jesús: Es el Señor. Así que oyó Simón Pedro que era el Señor, se puso el sobrevestido, pues estaba desnudo, y se arrojó al mar. 8 Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra sino como unos doscientos codos, tirando de la red con los peces. 9 Así que bajaron a tierra, vieron unas brasas encendidas y un pez puesto sobre ellas, y pan. 10 Díjoles Jesús: Traed de los peces que habéis pescado ahora. 11 Subió Simón Pedro y arrastró la red a tierra, liena de ciento cincuenta y tres peces grandes,y, con ser tantos, no se rompió la red. 12 Jesús les dijo: Venid y comed. Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle: ¿Tú quién eres? sabiendo que era el Señor. 13 Se acercó Jesús, tomó el pan y se lo dio, e igualmente el pez. 14 Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.
La narración comienza con una simple unión literaria con lo anterior, usual en el cuarto evangelio (Jua_5:1; Jua_6:1; Jua_7:1). La escena pasa en Galilea y “junto al mar de Tiberíades,” lo que antes se había precisado añadiendo que era el “mar de Galilea” (Jua_6:1). (…)
El que los apóstoles estén en Galilea, sin decirse más, es un tácito entronque histórico de la narración de Jn con los sinópticos. En éstos, Cristo primero les había anunciado (Mat_26:32; Mar_14:28) y luego les había ordenado por el ángel (Mat_28:7-10; Mar_16:7) ir a Galilea después de su resurrección, en donde le verían. Alejados de los peligros de Jerusalén, tendrían allí el reposo para recibir instrucciones sobre el reino por espacio de cuarenta días (Hec_1:3). Jn no trata de armonizar esta discrepancia antes registrada.
Los apóstoles debieron de volver, de momento, a sus antiguas ocupaciones. Separado de ellos Cristo, quedaban desconcertados hasta recibir nuevas instrucciones. Es lo que se ve en esta escena. Pedro debió de volver a su casa de Cafarnaúm (Mat_8:5.14 par.). Estaban juntos Simón Pedro y Tomás el Dídimo; Natanael, el de Cana de Galilea; “los hijos del Zebedeo,” Juan y Santiago el Mayor, y otros dos discípulos, probablemente también apóstoles, ya que allí estaban conforme a la orden sinóptica del Señor de volver a Galilea 2. Es extraño en este pasaje el que se diga de Natanael que era de Cana de Galilea, cuando ya antes lo expuso, con cierta amplitud el evangelista (Jua_1:45ss). Su presencia entre el grupo de los apóstoles se explicaría mejor si se admite, como muchos lo hacen, su identificación con el apóstol Bartolomé 3. (...)
(...)
Pedro aparece también con la iniciativa. Al anuncio de ir a pescar, se le suman también los otros. Habían vuelto al trabajo. Debía de ser ya el atardecer cuando salieron en la barca, pues “aquella noche” no pescaron nada. La noche era tiempo propicio para la pesca 4. Al alba, Jesús estaba en la playa, pero ellos no lo conocieron, sea por la distancia, sea por su aspecto, como no le conoció Magdalena ni los de Emaús. “En la orilla vieron un hombre. En Oriente hay siempre espectadores para todo. Jesús se expresa como quien tiene gran interés por ellos, y les habla en tono animado” 5. Les pregunta si tienen algo de pesca para comer. Acaso piensan en algún mercader que se interese por la marcha de la pesca para comprarla. A su respuesta negativa, les da el consejo de tirar “la red a la derecha (…) de la barca, y hallaréis” pesca. Ante el fracaso nocturno, se decidieron a seguir el consejo. (…) En el Tiberíades hay verdaderos bancos de peces, no siendo raro que lleguen a ocupar unas 51 áreas 6.
(...)
Echada la red, ya no podían arrastrarla por la multitud de la pesca obtenida. Esta sobreabundancia o plenitud es un rasgo en el que Jn insiste en su evangelio: tal en Cana (Jua_2:6); en el “agua viva” (Jua_4:14; Jua_7:37ss); en la primera multiplicación de los panes (Jua_6:11); en la vida “abundante” que da el Buen Pastor (Jua_10:10); lo mismo que en destacar que el Espíritu había sido dado a Cristo en “plenitud” (Jua_3:34).
(....)
Ante esta aparición y en aquel ambiente de la resurrección, Jn percibió algo, evocado acaso por la primera pesca milagrosa (Luc_5:1-11), y al punto comprendió que aquella persona de la orilla era el mismo Cristo. Esto fue también revelación para Pedro. El dolor del pasado y el ímpetu de su amor — la psicología de Pedro — le hicieron arrojarse al mar para ir enseguida a Cristo. El peso de la pesca le hizo ver el retraso de la maniobra para atracar. Y se arrojó al mar.
Pero estaba en el traje de faena: “desnudo” (γυμνός ) — es la traducción material de la palabra — , por lo que “se ciñó” el “traje exterior” (τον eπενδύτην ), como la palabra indica. Debía de ser la amplia blusa de faena, el rabínico qolabiw.
“Como ya hemos dicho, en el lago de Genesaret el agua y el aire se conservan calientes en aquella estación del año aun durante la noche. Los pescadores suelen quitarse los vestidos ordinarios y echarse encima una especie de túnica ligera de pescador, sin ceñírsela con el cíngulo; de ese modo, en caso de necesidad, están dispuestos a nadar.
Estos mismos orientales, que no tienen dificultad en dejar los vestidos ordinarios durante la faenas, evitan comparecer en traje de trabajo delante de los que no son iguales a ellos. Pedro estaba “desnudo,” es decir, no completamente vestido, cuando Jn le dijo: “El Señor es.” No sólo para nadar con más seguridad, sino también por cierto sentimiento de decencia, antes de echarse al agua se ciñó Pedro la túnica con el cíngulo” 7.
Los otros discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red cargada de pesca, ya que no estaban lejos de la costa. Estaban “como a unos 200 codos,” sobre unos 90 metros.
Cuando llegaron a tierra, vieron “unas brasas encendidas y, puesto sobre ellas, un pez, y pan.”
Pero, cuando ya están estos discípulos en tierra, Cristo les manda traer los peces que acaban de pescar.
Para esto, Pedro, espontáneamente, acaso por ser el dueño de la barca, subió a ella y “arrastró la red a tierra.” Se hizo el recuento y habían pescado 153 peces “grandes.” Posiblemente se quiera decir con esto que, en el recuento global, éstas eran las mejores piezas. Sobre la interpretación de esta cifra se ha hecho una verdadera cabalística, sin consistencia. Solamente pudo haber tenido ciertos visos de probabilidad una sugerencia de San Jerónimo. Según éste, Oppiano de Cilicia (sobre el año 180) diría, en su obra Haliéutica, que eran “153 los géneros de los peces” 8. (…). Si esta cita que hace, de paso, San Jerónimo, se basase en una opinión corriente entre los especialistas de aquel tiempo, y estuviese, además, verdaderamente extendida entre el vulgo, podría aceptarse como número expreso simbólico de lo que va a ser, también genéricamente simbólico. Hecho el recuento, éste era el número de la pesca. Es lo que Jn quiere decir en otros lugares (Jua_6:9.13).
El evangelista destaca, sin duda con un valor “simbolista,” el que, con “ser tantos los peces capturados, no se rompió la red.”
Cristo les invita a comer. El mismo tomó “el pan” al que acaba de aludir, e igualmente “el pez,” y les dio ambas cosas para “comer.” ¿Qué significan este “pan” y este “pez” sobre esas brasas, que Cristo — milagrosamente — les preparara y que luego les da a comer? Se piensa en que tiene un triple sentido: 1) afectivo: Cristo muestra su caridad; 2) apologético: Cristo quiere demostrar con ello la realidad de su resurrección, como lo hizo en otras ocasiones (Luc_24:41-43; Hec_1:4), en las que El mismo comió como garantía de la verdad de su cuerpo; aquí, sin embargo, el evangelista omitió que Cristo hubiese también comido, para destacar el aspecto “simbolista”; esa comida dada por su misma mano a ellos les hacía ver la realidad del cuerpo de Cristo. Era el mismo Cristo que había multiplicado, en otras ocasiones, los panes y los peces, como seguramente aquí también multiplicó un pez y un pan para alimentar a siete discípulos; como allí era realmente El quien les daba el pan y peces que multiplicó, aquí también era realmente El mismo; 3) simbólico: como se expondrá luego.
En todo esto destaca el autor que ninguno se atrevió a preguntarle quién era, pues sabían que era el Señor. Era un motivo de respeto hacía El, como ya lo habían tenido, en forma igual, cuando hablaba con la Samaritana (Jua_4:27), máxime aquí, al encontrarse con El resucitado y en una atmósfera distinta. Por eso no se atreven a profundizar más el misterio (…).
Jn consigna que ésta fue la tercera vez que Cristo se apareció resucitado a sus discípulos, conforme al esquema literario del evangelio de Jn. Las otras dos veces fue en Jerusalén, la tarde misma de la resurrección, y la segunda, en las mismas condiciones, a los ocho días (Jua_20:19-29). Ni sería improbable que quiera precisarse que éstas son anteriores a las apariciones galileas relatadas en los sinópticos 8.
Valor”simbolista” de esta narración.
El “simbolismo” del evangelio de Jn está muy acusado en este capítulo. La escena, que es relato histórico, está narrada en una forma tal, que se acusa en su estructuración toda una honda evocación “simbolista,” especialmente en torno a Pedro. Se puede sintetizar en los siguientes puntos:
1) Pedro se propone pescar. Suben a su barca otros discípulos. El número de los pescadores que van en la barca de Pedro es de siete, número de universalidad. Por sus solos esfuerzos nada logran en la noche de pesca.
2) Pero Cristo vigila desde lugar seguro por la barca de Pedro y de los que van en ella, lo mismo que por su obra. Por eso, les dice cómo deben pescar. El mandarles tirar la red a la derecha pudiera tener acaso un sentido de orientación a los elegidos (Mat_25:33).
3) La barca de Pedro sigue ahora las indicaciones de Cristo; Pedro es guiado por Cristo. Cristo orienta la barca de Pedro en su tarea, en su marcha. Y entonces la pesca es abundantísima. La Iglesia es guiada por Cristo. La “red” es símbolo de la del reino (Mat_4:19 par.), de la Iglesia, como la “pesca” milagrosa fue ya símbolo de la predicación de los apóstoles (Luc_5:10).
4) Terminadas sus faenas, en nombre de Cristo — faenas apostólicas — todos vienen a Cristo. Es a El a quien han de rendírsele los frutos de esta labor de apostolado.
5) Cristo mira por los suyos, por sus tareas y fatigas. Pan y peces fue el alimento que El multiplicó dos veces. El les tiene preparado un alimento que los repara y los “apostoliza.” El mismo se lo da. Evoca esto la sentencia de Cristo: “Venid a mí todos los que estéis cansados y cargados, que yo os aliviaré” (Mat_11:28). El que El lo tomó y se lo dio parecería orientar simbólicamente a la eucaristía. El que esté un pez sobre brasas indica la solicitud de Cristo por ellos al asarles así la pesca, encuadrado también en el valor histórico-simbolista” de la escena. Si les manda traer de los peces que han pescado y unirlos al suyo (v.10), hace ver que todo alimento apostólico se ha de unir al que Cristo dispensa (Jua_4:36-38).
6) Acaso también se pudiera ver un “simbolismo” en la frase de no preguntarle quién era, sabiendo todos que era el Señor. En la tarea apostólica, el apóstol sabe que Cristo está con él, lo siente y lo ve en toda su obra.
7) También se pensó si podría ser un rasgo simbolista el que no pesquen nada en la “noche,” sino en la “mañana”, a la luz de Cristo.
La prueba a Pedro,Jua_21:15-19.
15 Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? El le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Díjole: Apacienta mis corderos. 16 Por segunda vez le dijo: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejuelas. 17Por tercera vez le dijo: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntase: ¿Me amas? Y le dijo: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Díjole Jesús: Apacienta mis ovejuelas. 18 En verdad, en verdad te digo: Cuando eras joven, tú te ceñías e ibas donde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos, y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras. 19 Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Después añadió: Sígueme.
Se admite ordinariamente que esta triple confesión que Cristo exige a Pedro es una compensación a sus tres negaciones, lo mismo que es un rehabilitarle públicamente ante sus compañeros. Pedro debió de comprender esto, pues a la tercera vez que le pregunta si le ama, “se entristeció.” No en vano él las había “llorado amargamente” (Mat_26:75). Después de protestarle su amor dos veces, a la tercera, evocando sus pasadas promesas, desconfió de sí, para presentar un amor más profundo, por ser más humilde. Por eso apeló al conocimiento de la omnisciencia de Cristo. No le alegó sus palabras; remitió su corazón a la mirada omnisciente del Señor. Lo que es un modo de presentarle como Dios, ya que es en el A.T. atributo exclusivo de Dios (Hec_1:24). Además, al preguntarle si le ama más que los discípulos presentes, hace ver que para apacentar el rebaño espiritual supone esto un gran amor a Cristo. “El buen pastor da la vida por sus ovejas” (Jua_10:11).
Fuera de la triple forma de preguntarle por su amor a El y de la triple respuesta de Pedro, dos son los elementos a valorarse: a) el sentido de las diversas expresiones de “apacentar”; y b) los diversos términos con que se expresan los fieles.
Profecía de la muerte de Pedro (v.18-19).
Sugerido por las “negaciones” de Pedro, que había prometido seguir a Cristo hasta la muerte y luego lo negó (Mat_26:31-35 par.), compensadas ahora con estas tres graves protestas de amor, Cristo le profetiza a Pedro que luego lo seguirá a la muerte. Ya en Jn, en el relato del anuncio de la negación de Pedro, Cristo, al vaticinarle la caída, se lo profetiza, al decir aquél que no duda “seguir ahora” a Cristo, que le “seguirá más tarde” a la muerte (Jua_13:36-38).
A esta sugerencia se une otra, que se presta para que Cristo le haga la profecía de su muerte. La profecía está presentada, al gusto oriental, en forma de un enigma, pero lo suficientemente clara y, por otra parte, muy del estilo de Jn (Jua_2:19; Jua_3:3; Jua_7:34; Jua_8:21-28.32.51; Jua_11:11.50, etc.).
Pedro, de “joven,” él mismo “se ceñía e iba a donde quería.” La imagen está tomada del medio ambiente. Los orientales acostumbran a recoger sus amplias túnicas con un cordón atado a la cintura, para caminar o trabajar, que es lo que hizo Pedro al echarse al mar para ir al encuentro de Cristo (Jua_21:7).
Pero, a la hora de la vejez, “extenderás tus manos y otro te ceñirá, y te llevará a donde tú no quieras.” Y el evangelista añade que esto lo dijo de la “muerte” de Pedro. A la hora de la composición de este evangelio, el evangelista había visto la profecía en el cumplimiento del martirio de Pedro, bajo Nerón (54-68), que murió crucificado, como ya lo afirmaba San Clemente Romano 14. Según algunos autores, habría sido crucificado con la cabeza abajo 15, pero este rasgo no afecta al vaticinio de la muerte de Pedro.
La imagen con que se vaticina esto es, en contraposición a la anterior, la de una persona anciana que, no pudiendo manejarse, necesita levantar los brazos para que otros le ciñan la túnica y le ayuden a moverse, llevándolo para que se mueva. No que le lleven a donde no quiera (…).
Este gesto de “extender tus manos” es la alusión a la crucifixión de Pedro. Lo decía un autor de la antigüedad, caracterizando la crucifixión por “la extensión de las manos” l6; y así la describen autores de esa época 17. Tertuliano aplica bien este ambiente al caso de Pedro, al escribir: “Fue entonces Pedro atado por otro cuando fue sujetado a la cruz” (“tune Petrus ab altero cingitur, cum cruci adstringitur”) 18.
“Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios.” Pedro, al participar de esta muerte de Cristo y a su modo, viene también a “glorificar” a Dios (Jua_13:1). Es un reflejo del valor triunfal con que Jn considera la muerte de Cristo 19 y su imitación en los mártires.
Después que Cristo hace este vaticinio a Pedro, añadió: “Sígueme.” Esta frase era muy evocadora, máxime en este momento. Fue la llamada vocacional a Pedro y a otros apóstoles (Mat_4:19ss; Mat_9:9). Era evocación de aquel “a donde Yo voy (Cristo), tú no puedes seguirme ahora,” que le dijo a Pedro, pero “me seguirás más tarde” (Jua_13:36); era evocar aquel “donde Yo esté, allí estará también mi servidor” (Jua_12:26), porque es trigo que ha de morir para fructificar (Jua_12:24ss); era evocar que “el buen pastor ha de dar la vida por sus ovejas” (Jua_10:11). Todo esto está sugerido en la perspectiva literaria de Jn.
Por eso, si esta frase tenía sentido de invitación para acompañar materialmente a Cristo, como se desprende del contexto (v.20), el sentido ha de prolongarse, al menos en un sentido “simbólico,” hasta seguirle en la muerte. Todo el contexto lo ambienta así. La frase tenía, seguramente, un doble sentido, de perspectiva homogénea 20.
(DE TUYA, M., Evangelio de San Juan, en PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia Comentada, BAC, Madrid, Tomo Vb, 1977)
Joseph Ratzinger - Benedicto XVI
Las apariciones de Jesús en los Evangelios
Las apariciones de las que nos hablan los evangelistas son ostensiblemente de un género diferente. Por un lado, el Señor aparece como un hombre, como los otros hombres: camina con los discípulos de Emaús; deja que Tomás toque sus heridas; según Lucas, acepta incluso un trozo de pez asado para comer, para demostrar su verdadera corporeidad. Y, sin embargo, también según estos relatos, no es un hombre que simplemente ha vuelto a ser como era antes de la muerte.
Llama la atención ante todo que los discípulos no lo reconozcan en un primer momento. Esto no sucede solamente con los dos de Emaús, sino también con María Magdalena y luego de nuevo junto al lago de Tiberíades: «Estaba ya amaneciendo cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús» (Jn 21,4). Solamente después de que el Señor les hubo mandado salir de nuevo a pescar, el discípulo tan amado lo reconoció: «Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: "Es el Señor"» (21,7).Es, por decirlo así, un reconocer desde dentro que, sin embargo, queda siempre envuelto en el misterio. En efecto, después de la pesca, cuando Jesús los invita a comer, seguía habiendo una cierta sensación de algo extraño. «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (21,12). Lo sabían desde dentro, pero no por el aspecto de lo que veían y presenciaban.
El modo de aparecer corresponde a esta dialéctica del reconocer y no reconocer. Jesús llega a través de las puertas cerradas, y de improviso se presenta en medio de ellos. Y, del mismo modo, desaparece de repente, como al final del encuentro en Emaús. Él es plenamente corpóreo. Y, sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo. En esta sorprendente dialéctica entre identidad y alteridad, entre verdadera corporeidad y libertad de las ataduras del cuerpo, se manifiesta la esencia peculiar, misteriosa, de la nueva existencia del Resucitado. En efecto, ambas cosas son verdad: Él es el mismo —un hombre de carne y hueso— y es también el Nuevo, el que ha entrado en un género de existencia distinto.
La dialéctica que forma parte de la esencia del Resucitado es presentada en los relatos realmente con poca habilidad, y precisamente por eso dejan ver que son verídicos. Si se hubiera tenido que inventar la resurrección, se hubiera concentrado toda la insistencia en la plena corporeidad, en la posibilidad de reconocerlo inmediatamente y, además, se habría ideado tal vez un poder particular como signo distintivo del Resucitado. Pero en el aspecto contradictorio de lo experimentado, que caracteriza todos los textos, en el misterioso conjunto de alteridad e identidad, se refleja un nuevo modo del encuentro, que apologéticamente parece bastante desconcertante, pero que justo por eso se revela también mayormente como descripción auténtica de la experiencia que se ha tenido.
Una ayuda para entender las misteriosas apariciones del Resucitado pueden ser, creo yo, las teofanías del Antiguo Testamento. Quisiera señalar aquí brevemente sólo tres tipos de estas teofanías.
Ante todo la aparición de Dios a Abraham en la encina de Mambré (cf. Gn 18,1-33). Hay sencillamente tres hombres que se paran al lado de Abraham. Y, sin embargo, él se da cuenta inmediatamente desde dentro de que se trata del «Señor» que quiere ser su huésped. En el Libro de Josué se nos narra cómo Josué, levantando los ojos, de repente ve ante sí a un hombre con una espada desenvainada en la mano. Josué, que no lo reconoce, le pregunta:
«¿Eres de los nuestros o de nuestros enemigos?». Y la respuesta es: «No, sino que soy el jefe del ejército del Señor... Quítate las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es sagrado» (5,13ss). Son significativos también los dos relatos sobre Gedeón (cf. Jc 6,11-24) y sobre Sansón (cf. Jc 13), en los que «el ángel del Señor», que aparece bajo el aspecto de un hombre, es reconocido siempre como ángel solamente en el momento en que desaparece misteriosamente. En ambos casos, un fuego consume la comida ofrecida mientras «el ángel del Señor» desaparece. (…)
Éstas son ciertamente solamente analogías, porque la novedad de la «teofanía» del Resucitado consiste en el hecho de que Jesús es realmente hombre: como hombre, ha padecido y ha muerto; ahora vive de modo nuevo en la dimensión del Dios vivo; aparece como auténtico hombre y, sin embargo, aparece desde Dios, y Él mismo es Dios.
Son importantes, pues, dos acotaciones. Por una parte, Jesús no ha retornado a la existencia empírica, sometida a la ley de la muerte, sino que vive de modo nuevo en la comunión con Dios, sustraído para siempre a la muerte. Por otra parte —y también esto es importante— los encuentros con el Resucitado son diferentes de los acontecimientos interiores o de experiencias místicas: son encuentros reales con el Viviente que, en un modo nuevo, posee un cuerpo y permanece corpóreo. Lucas lo subraya con mucho énfasis: Jesús no es, como temieron en un primer momento los discípulos, un «fantasma», un «espíritu», sino que tiene «carne y huesos» (cf. Lc 24,36-43).
La diferencia con un fantasma, lo que es la aparición de un «espíritu» respecto a la aparición del Resucitado, se ve muy claramente en el relato bíblico sobre la nigromante de Endor que, por la insistencia de Saúl, evoca el espíritu de Samuel y lo hace subir del mundo de los muertos(cf. 1 S 28,7ss). El «espíritu» evocado es un muerto que, como una existencia-sombra, mora en los avernos; puede ser temporalmente llamado fuera, pero debe volver luego al mundo de los muertos.
Jesús, en cambio, no viene del mundo de los muertos —ese mundo que Él ha dejado ya definitivamente atrás—, sino al revés, viene precisamente del mundo de la pura vida, viene realmente de Dios, Él mismo como el Viviente que es, fuente de vida. Lucas destaca de manera drástica el contraste con un «espíritu», al decir que Jesús pidió algo de comer a los discípulos todavía perplejos y, luego, delante de sus ojos, comió un trozo de pez asado.
(…).
Pienso que es útil examinar aquí los otros tres pasajes en que se habla de la participación del Resucitado en una comida.
El texto antes comentado está precedido por la narración de Emaús. Ésta concluye diciendo que Jesús se sentó a la mesa con los discípulos, tomó el pan, recitó la bendición, lo partió y se lo dio a los dos. En aquel momento se les abrieron los ojos «y lo reconocieron. Pero Él desapareció» (Lc 24,31). El Señor está a la mesa con los suyos igual que antes, con la plegaria de bendición y la fracción del pan. Después desaparece de su vista externa y, justo en este desaparecer se les abre la vista interior: lo reconocen. Es una verdadera comunión de mesa y, sin embargo, es nueva. En el partir el pan Él se manifiesta, pero sólo al desaparecer se hace realmente reconocible.
Según la estructura interior, estos dos relatos de comidas son muy parecidos al que encontramos en Juan 21,1-14: los discípulos han faenado toda la noche sin éxito; sus redes no han capturado ningún pez. Por la mañana, Jesús está en la orilla, pero no lo reconocen. Él les pregunta:
«Muchachos, ¿tenéis pescado?».
Ante su respuesta negativa, les manda salir de nuevo a pescar, y esta vez vuelven con una pesca superabundante. Ahora, en cambio, Jesús, que ya ha puesto pescado sobre las brasas, los invita: «Vamos, almorzad». Y entonces ellos «supieron» que era Jesús.
El último pasaje particularmente importante y útil para comprender el modo en que el Resucitado participa en las comidas se encuentra en los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo, la singularidad de lo que se dice en este texto no se pone claramente de manifiesto en las traducciones corrientes. En la traducción alemana se dice: «... se les apareció durante cuarenta días y les habló del Reino de Dios. Mientras comía con ellos, les mandó que no se fueran de Jerusalén...» (Hch 1,3s). A causa del punto después de la palabra «Reino de Dios» —una exigencia redaccional para construir la frase—, queda en penumbra una conexión interior.
Lucas habla de tres elementos que caracterizan cómo está el Resucitado con los suyos: Él se «apareció», «habló» y «comió con ellos». Aparecer-hablar-comer juntos: éstas son las tres auto- manifestaciones del Resucitado, estrechamente relacionadas entre sí, con las cuales Él se revela como el Viviente.
Para comprender correctamente el tercer elemento que, como los dos primeros, se extiende todo a lo largo de los «cuarenta días», es de capital importancia la palabra usada por Lucas: synalizómenos. Traducida literalmente, significa «comiendo con ellos sal». Indudablemente, Lucas ha elegido a propósito esta palabra. ¿Cuál es su significado?.
En el Antiguo Testamento el comer en común pan y sal, o también sólo sal, sirve para sellar sólidas alianzas (cf. Nm 18,19; 2 Cro 13,5; Hauck ThWNT, I, p. 229). La sal es considerada como garantía de durabilidad. Es remedio contra la putrefacción, contra la corrupción que forma parte de la naturaleza de la muerte. Cada vez que se toma alimento se combate contra la muerte; es un modo de conservar la vida. El «comer sal» de Jesús después de la resurrección, que de este modo se nos muestra como signo de la vida nueva y permanente, hace referencia al banquete nuevo del Resucitado con los suyos. Es un acontecimiento de alianza y, por ello, está en íntima conexión con la Última Cena, en la cual el Señor había instituido la Nueva Alianza. Así, la clave misteriosa del «comer sal» expresa un vínculo interior entre la comida anterior a la Pasión de Jesús y la nueva comunión de mesa del Resucitado: El se da a los suyos como alimento y así los hace partícipes de su vida, de la Vida misma.
Finalmente, conviene recordar aquí todavía algunas palabras de Jesús que encontramos en el Evangelio de Marcos: «Todos serán salados a fuego. Buena es la sal; pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la sazonaréis? Repartíos la sal y vivid en paz unos con otros» (9,49s). Algunos manuscritos, retomando Levítico 2,13, añaden además: «En todas tus ofrendas ofrecerás sal».
El salar las ofrendas tenía también el sentido de dar sabor al don y de protegerlo de la putrefacción. Así se unen muchos sentidos: la renovación de la alianza, el don de la vida, la purificación del propio ser en función de la entrega de sí a Dios.
Cuando, al principio de los Hechos de los Apóstoles, Lucas resume los acontecimientos postpascuales y describe la comunión de mesa del Resucitado con los suyos usando el término «synalizómenos, comiendo con ellos la sal» (Hch 1,4), no se disipa el misterio de esta nueva comunión entre los comensales, pero, por otro lado, semanifiesta al mismo tiempo su esencia: el Señor atrae de nuevo a sí a los discípulos en la comunión de la alianza consigo y con el Dios vivo. Los hace partícipes de la vida verdadera, los convierte en vivientes y sazona su vida con la participación en su pasión, en la fuerza purificadora de su sufrimiento.
No nos podemos imaginar cómo era concretamente la comunión de mesa con los suyos. Pero podemos reconocer su naturaleza interior y ver que en la comunión litúrgica, en la celebración de la Eucaristía, este estar a la mesa con el Resucitado continúa, aunque de modo diferente.
(Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 308 – 316)
Alfredo Sáenz, S.J.
LA PESCA ESCATOLÓGICA Y LA TRIPLE AFIRMACIÓN DE PEDRO
El evangelio de este domingo nos refiere la tercera aparición de Jesús resucitado a sus discípulos, junto al mar de Galilea, Posiblemente pocos pasajes evangélicos guarden tan profundo sentido simbólico como el que se encubre en este episodio, en donde se hace patente la clásica fórmula de San Ambrosio: "los hechos del Verbo son también verbos".
Las dos pescas milagrosas
Notemos, en primer lugar, el hecho destacable de la repetición del milagro de la pesca abundante. Como dice el Padre Castellani, cuando Cristo repite un gesto, allí se encierra un misterio. Así, dos son las pescas maravillosas consignadas en loe Evangelios, una durante la vida pública de Nuestro Señor (Lo. 5, 4-11), junto a la reiteración del llamado de los Apóstoles, y la segunda durante los cuarenta días en que Jesús resucitado se manifestó a sus discípulos.
Siguiendo a San Agustín, que predicó numerosos sermones sobre este tema, podemos decir que la primera pesca simboliza a la Iglesia de este siglo, y la segunda a la Iglesia después de la resurrección, o sea la Iglesia militante y la Iglesia triunfante en su plenitud.
Las dos pescas tienen rasgos similares y profundas diferencias. En la primera, Cristo manda echar las redes sin discriminación alguna; en la segunda, ordena arrojarlas a la derecha: la Iglesia de este siglo contiene en su seno a buenos y malos, trigo y cizaña; la Iglesia del siglo futuro contendrá sólo buenos, ya que la derecha significa escatológicamente la salvación.
Este simple hecho da pie a San Agustín para ofrecer profundas reflexiones sobre la realidad de la Iglesia en su faz temporal, preñadas de sinceridad y realismo, que pueden proporcionarnos gran consuelo en momentos de borrasca y de desorientación dentro de la Iglesia. Es esencial a la Iglesia militante el estar formada por buenos y malos. Por eso, como dice el santo, "al echar las redes no se nombra la derecha para que no se piense que son todos buenos, ni la izquierda para que no se entienda que hay sólo malos; en consecuencia hay mezcla de buenos y malos".
Además, en la primera pesca, las dos barcas (que según el doctor de Hipona simbolizan la circuncisión y el prepucio, el pueblo judío y el gentil) casi se hunden por la cantidad de peces, y las redes se rompen: signos claros de las herejías y cismas dentro de la Iglesia, y de sus trastornos y conmociones, que a veces parecen casi hundirla. Como dice San Pablo, "es necesario que haya herejías", para que mejor resplandezca la verdad. Nunca la defección ni la apostasía deberían asombrarnos ni escandalizarnos; son parte de la realidad de la Iglesia en su condición de peregrina de los siglos y expresión de las profundas consecuencias del pecado original que precisamente ella está para contrarrestar.
Por fin, en la primera pesca no se cuentan los peces, mientras que en la segunda se hace mención cuidadosa de su número: ciento cincuenta y tres peces grandes. Este guarismo da ocasión a San Agustín para proponer una de sus acostumbradas interpretaciones alegóricas basadas en los números. Ciento cincuenta y tres, dice, es el resultado de sumar los diecisiete primeros números, y diecisiete es la suma del número diez y del número siete. Pues bien, el diez representa la Ley (los diez mandamientos) y el siete el Espíritu Santo (sus siete dones). Por lo tanto, concluye, el número ciento cincuenta y tres es un símbolo de la necesidad de la gracia, del Espíritu Santo, para el cumplimiento de la Ley, o sea, de los mandamientos: "Reconoce, pues, la Ley en el diez, y el Espíritu Santo en el siete. Súmese a la Ley el Espíritu, puesto que si recibes la Ley y te falta la ayuda del Espíritu, no cumples lo que lees, no cumples lo que se te ordena... Esos son los santos: los que cumplen la Ley de Dios con el auxilio de Dios".
Sin embargo, por ingeniosa que sea esta exégesis, no parece expresar satisfactoriamente el significado oculto en el símbolo del número ciento cincuenta y tres que, como nota el Padre Castellani, San Jerónimo sí dilucidó por haber vivido en Palestina: para los pescadores del lugar, ciento cincuenta y tres era el número de todas las especies de peces. Y aquí sí ya se ve con claridad el significado de este misterioso número: la segunda pesca, escatológica, significa que la Iglesia Triunfante, la Jerusalén Celestial, estará habitada por gentes de todas las naciones, razas, clases y condiciones. Y serán "peces grandes": la grandeza de los santos del Cielo, que llegarán a hacer compañía a los mismos coros angélicos.
El Primado de Pedro
El texto evangélico incluye asimismo un expresivo diálogo del Señor con Pedro. Ya anteriormente Cristo le había prometido a Simón hacerlo piedra, o sea fundamento de su Iglesia; aquí le confiere el primado de una manera bastante singular. Como a nadie se le puede escapar, la triple interrogación está encaminada a reparar la triple negación del apóstol en la madrugada del Viernes Santo. Es muy importante notar la delicadeza de Nuestro Señor: no enrostra con aspereza a Pedro su flaqueza, sino que suavemente le da la posibilidad de reparar su falta con una triple confesión de amor. Dios no obliga a nadie a obedecerlo, sino que quiere de sus creaturas un seguimiento amoroso y libre, propio de amigos y de hijos, como Él mismo nos ha llamado. Esa es la razón profunda de que el interrogatorio verse sobre el amor, o sea sobre la caridad, vínculo de perfección y la más grande de las virtudes.
Observemos también cómo Pedro ha aprendido la lección. La suficiencia y la seguridad en sí mismo, puestas de manifiesto en la Última Cena, han dejado lugar a una profunda humildad. En la primera interrogación, Cristo le pregunta si le ama más que los demás apóstoles, y Pedro simplemente le contesta que le ama, sin acotar nada más, por las dudas, no sea que vuelva a pecar de autosuficiencia.
Y es a este Simón Pedro, humillado y purificado por la caridad, a quien Nuestro Señor confiere solemnemente el primado y la conducción de su Iglesia. Esto puede verse en la distinción que establece Jesús entre corderos y ovejas, o sea la potestad de San Pedro de regir a la Jerarquía y a los fieles, respectivamente. Desde siempre la Iglesia ha sabido leer en este pasaje y en el texto de Mateo 16, 17-18, el Sumo Pontificado encomendado a San Pedro y a sus sucesores.
Pero para que nadie piense que el poder en la Iglesia es autocrático u omnímodo, y que el Papa o los obispos pueden disponer de las ovejas a su gusto, como si fueran propias, notemos que en sus tres respuestas Jesucristo le hace notar a Pedro que los corderos y las ovejas son de Él: apacienta mis corderos, mis ovejas. Ésta es la verdad: las ovejas y la Iglesia, todas, son de Cristo; tanto el Papa como sus sucesores, la jerarquía de la Iglesia, no hacen más que apacentarlas en lugar de su verdadero dueño, que las ha dejado a su cuidado hasta que Él vuelva al fin de los tiempos para establecer definitivamente el único rebaño bajo el único Pastor.
Pero junto con el cargo viene la carga. Y así como Jesucristo había dicho que el buen pastor debía dar la vida por sus ovejas, así también al conferirle a San Pedro el sumo pontificado, le profetiza simultáneamente el martirio. Ése es el destino de todo buen pastor del rebaño de Dios, empezando por Nuestro Señor, siguiendo por San Pedro y sus sucesores, y terminando por los obispos y sacerdotes: el martirio, el dar la vida en forma cruenta o incruenta, inmediatamente o a lo largo de toda una existencia, por las almas que Cristo le ha encomendado. El martirio es, pues, la confirmación, el sello del buen pastor, el signo que lo configura perfectamente con el Maestro, pues "nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos".
El versículo final de este evangelio tan sustancioso da la perspectiva última y más trascendente de lo que estamos diciendo. San Juan remata la profecía acerca del futuro martirio de Pedro diciendo: "De esta manera indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios". Así es, en definitiva. La razón de ser del martirio, del pastoreo y del apostolado no es otra cosa que la gloria de Dios. El Buen Dios se ha dignado hacer partícipes de sus dones a todas las creaturas; pero entre todas ellas son especialmente sus creaturas racionales quienes por su inteligencia y voluntad reflejan más perfectamente, aunque de modo limitado, sus atributos infinitos, entre ellos su gloria. De Dios todo lo hemos recibido y nada podemos darle o agregarle, excepto esto último que acabamos de nombrar, su gloria extrínseca, la que resplandece en sus creaturas.
Y a esto llegamos finalmente: podemos con nuestras obras glorificar al Señor, hacer brillar entre los hombres, los ángeles y el universo todo, las maravillas de la gracia y de la bondad de un Dios que se ha volcado amorosamente a sus creaturas en forma excesiva y desmesurada para nuestras débiles mentes. Que sea esta perspectiva sublime con que el discípulo amado cierra su Evangelio, la corriente que guíe nuestras vidas de humildes pececillos en su curso hacia las redes de la vida eterna.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 149-153)
SS. Francisco
Queridos Hermanos y Hermanas: Estamos sobre la tumba de san Pablo, un humilde y gran Apóstol del Señor, que lo ha anunciado con la palabra, ha dado testimonio de él con el martirio y lo ha adorado con todo el corazón. Estos son precisamente los tres verbos sobre los que quisiera reflexionar a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado: anunciar, dar testimonio, adorar.
En la Primera Lectura llama la atención la fuerza de Pedro y los demás Apóstoles. Al mandato de permanecer en silencio, de no seguir enseñando en el nombre de Jesús, de no anunciar más su mensaje, ellos responden claramente: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Y no los detiene ni siquiera el ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los Apóstoles anuncian con audacia, con parresia, aquello que han recibido, el Evangelio de Jesús. Y nosotros, ¿somos capaces de llevar la Palabra de Dios a nuestros ambientes de vida? ¿Sabemos hablar de Cristo, de lo que representa para nosotros, en familia, con los que forman parte de nuestra vida cotidiana? La fe nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio.
Pero demos un paso más: el anuncio de Pedro y de los Apóstoles no consiste sólo en palabras, sino que la fidelidad a Cristo entra en su vida, que queda transformada, recibe una nueva dirección, y es precisamente con su vida con la que dan testimonio de la fe y del anuncio de Cristo. En el Evangelio, Jesús pide a Pedro por tres veces que apaciente su grey, y que la apaciente con su amor, y le anuncia: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). Esta es una palabra dirigida a nosotros, los Pastores: no se puede apacentar el rebaño de Dios si no se acepta ser llevados por la voluntad de Dios incluso donde no queremos, si no hay disponibilidad para dar testimonio de Cristo con la entrega de nosotros mismos, sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso de nuestra vida. Pero esto vale para todos: el Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado. Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios? Es verdad que el testimonio de la fe tiene muchas formas, como en un gran mural hay variedad de colores y de matices; pero todos son importantes, incluso los que no destacan. En el gran designio de Dios, cada detalle es importante, también el pequeño y humilde testimonio tuyo y mío, también ese escondido de quien vive con sencillez su fe en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de amistad. Hay santos del cada día, los santos «ocultos», una especie de «clase media de la santidad», como decía un escritor francés, esa «clase media de la santidad» de la que todos podemos formar parte. Pero en diversas partes del mundo hay también quien sufre, como Pedro y los Apóstoles, a causa del Evangelio; hay quien entrega la propia vida por permanecer fiel a Cristo, con un testimonio marcado con el precio de su sangre.
Recordémoslo bien todos: no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios, y dar gloria a Dios. Me viene ahora a la memoria un consejo que San Francisco de Asís daba a sus hermanos: predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras. Predicar con la vida: el testimonio. La incoherencia de los fieles y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo de vivir, mina la credibilidad de la Iglesia.
Pero todo esto solamente es posible si reconocemos a Jesucristo, porque es él quien nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su camino, nos ha elegido. Anunciar y dar testimonio es posible únicamente si estamos junto a él, justamente como Pedro, Juan y los otros discípulos estaban en torno a Jesús resucitado, como dice el pasaje del Evangelio de hoy; hay una cercanía cotidiana con él, y ellos saben muy bien quién es, lo conocen. El Evangelista subraya que «ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21,12). Y esto es un punto importante para nosotros: vivir una relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo y de vida, de tal manera que lo reconozcamos como «el Señor».
¡Adorarlo! El pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la adoración: miríadas de ángeles, todas las creaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en adoración ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien se debe alabanza, honor y gloria (cf. Ap 5,11-14). Quisiera que nos hiciéramos todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con él, a pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante de todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes.
Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer – pero no simplemente de palabra – que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia. Esto tiene una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, el carrerismo, el gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros.
Esta tarde quisiera que resonase una pregunta en el corazón de cada uno, y que respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide adorar al Señor? Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, el Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la palabra y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano. El Señor es el único, el único Dios de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a él. Anunciar, dar testimonio, adorar. Que la Santísima Virgen María y el Apóstol Pablo nos ayuden en este camino, e intercedan por nosotros. Así sea.
(Basílica de San Pablo Extramuros, III Domingo de Pascua, 14 de abril de 2013)
Gustavo Pascual, I.V.E.
Jesús resucitado está presente entre los hombres Jn 21, 1-14
“Se manifestó de esta manera” y relata Juan el suceso. ¿Pero cómo se manifiesta el Señor? Se manifiesta como un extraño que poco a poco va ganando amistad.
Primero como alguien que no los conocía y les pregunta: “Muchachos, ¿no tenéis nada que comer?” Les pregunta siendo un extraño y en un momento no muy feliz porque no habían pescado en toda la noche.
Jesús irrumpe en nuestra vida cuando quiere y como quiere y a veces por un extraño o manifestándose Él mismo como un extraño y a veces en momentos difíciles de nuestro existir. No sé por qué pero cuando nos sentimos mal, cuando estamos pasando por momentos difíciles nos abrimos más a los demás como buscando una esperanza a nuestra difícil situación, incluso, a los extraños. Nuestros problemas a veces terminamos compartiéndolos con los extraños y no es lo más conveniente. Es mejor compartir nuestros problemas con los más cercanos, con los que nos quieren bien. Son ellos los más aptos para ayudarnos.
Jesús se acerca al problema de los discípulos, se hace cercano a su problema y a ellos mismos y les dice: “echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. Hay un eco en estas palabras de la primera pesca milagrosa sino no le hubieran hecho caso aunque los pescadores son hombres de mucha esperanza pero en concreto hay una moción especial del mismo Jesús que los hace lanzar las redes a la derecha.
Se llenan las redes y Juan reconoce al Señor. Jesús se manifiesta a los ojos del alma de Juan y los demás también se dan cuenta de esta presencia y van al encuentro de Jesús resucitado.
Tenemos que tomar experiencia de los encuentros con Jesús. Estar atentos a sus mociones e inspiraciones, escuchar su palabra y ser dóciles a lo que nos manda, darnos cuenta de sus manifestaciones y agradecerlas, reconocer su mano en las maravillas que obra en nuestra vida.
Jesús pasa de una actitud de querer ser servido, cuando les pidió de comer, a una de servicio, les prepara la comida. Les dice “traed algunos de los peces que acabáis de pescar” y luego: “venid y comed”. Comparten los peces, comen juntos, hacen fraternidad. Saben que es el Señor pero no se atreven a decirlo.
Jesús resucitado quiere compartir su comida y su vida con nosotros. Quiere hacerse amigo pero principalmente en la comida de su Cuerpo.
Termina diciendo el evangelista que esta fue la tercera vez que Jesús se manifestó después de la resurrección.
Su manifestación fue creciendo en intimidad que es el fin de sus manifestaciones: llegar al interior de nuestras almas y consolarlas con la alegría de su resurrección.
Hay que estar atentos a las consolaciones de Jesús. Ellas son un toque que nos dice que Él vive y que ha vencido la muerte. Nos toca para que nos congratulemos con Él y para que seamos sus testigos ante el mundo. Para que digamos al mundo que ha resucitado y que es el Señor de la Vida.
San Juan Crisóstomo
LA RESURRECCIÓN
VII
No afrentéis, pues, la presente fiesta con la embriaguez; porque nuestro Señor lo mismo ha honrado a los ricos y a los pobres, a los siervos y a los señores; antes correspondámosle por su benignidad para con nosotros; y la mejor correspondencia es una vida pura y un corazón vigilante. Esta fiesta y solemnidad no necesita de dinero ni de gastos, sólo de voluntad fervorosa y alma muy limpia; estas son las cosas que aquí se venden. Ninguna cosa terrena se vende aquí, sino la atención a la divina palabra, las oraciones de los padres, las bendiciones de los sacerdotes, la unión de los entendimientos, la paz y la concordia: espirituales son estos dones, espiritual es el precio. Celebremos esta festividad gloriosísima y esplendorosa en que resucitó el señor; porque resucitó el Señor, e hizo resucitar juntamente a toda la tierra; resucitó él rompiendo todas las ataduras de la muerte, y nos hizo resucitar a nosotros deshaciendo todas las cadenas de los peca-dos. Pecó Adán, y murió. ¿Por qué? Para que el que pecó y murió pudiera en virtud del que no pecó y murió despojarse de las trabas del pecado.
Lo mismo suele suceder también con el dinero; debe uno a veces una cantidad, y no teniendo con qué pagarla, se ve preso en la cárcel; otro, que no debía y tiene con qué pagar, paga y deja libre al deudor. Pues he aquí lo que aconteció también con Adán: debía Adán, era presa del demonio, mas no tenía con qué pagar; no debía Cristo, ni era presa del mal espíritu, más podía pagar la deuda. Vino, pues, y dio en pago su propia vida por el que era presa de Satanás, para librarle de él.
VIII
¿No ves aquí las maravillas de la resurrección? Dos muertes morimos nosotros, esperamos pues, dos resurrecciones: Cristo murió una muerte; por esto resucitó con una resurrección. ¿Cómo así? Ahora voy a explicarlo: murió Adán en el cuerpo y en el alma, murió con la muerte del pecado y con la muerte natural. En el día en que comiereis del árbol, ciertamente moriréis (Gn 2, 17). Y no fue este el día en que murió según la naturaleza, sino según el pecado; según la naturaleza murió más tarde, pero fue más atroz su muerte por el pecado; esta era muerte del alma, la otra lo era del cuerpo. Pero al oír muerte del alma, no creas que el alma muere, pues es inmortal; la muerte del alma consiste en el pecado y suplicio sempiterno. Por esta razón dice también Jesucristo: No temáis a los que matan el cuerpo, mas no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede hacer perder cuerpo y alma en el infierno (Mt 10, 28), y lo que una vez se pierde, subsiste todavía, es cierto, pero queda oculto a los ojos de quien lo perdió.
Mas, como decía, en nosotros hay dos muertes; por eso conviene que haya dos resurrecciones. En Cristo hubo sólo una muerte, porque Cristo no pecó, y aun aquella su muerte única fue por nosotros, porque él no debía sufrir la muerte por cuanto no era reo de pecado, y por consiguiente, tampoco de muerte. Por eso él resucitó con una resurrección correspondiente a su única muerte; más nosotros que morimos con doble muerte, resucitamos también con doble resurrección: con una hemos ya resucitado, con la resurrección de la muerte de la culpa, pues fuimos sepultados con Cristo en el bautismo, y por medio del bautismo resucitamos con Cristo. Esta primera resurrección nos desata de los pecados; la segunda resurrección nos desata del cuerpo: nos ha concedido la mayor, espera que te concederá la menor; porque la resurrección de la muerte del pecado es mucho mayor que la otra; pues mucho más es verse libre de culpas, que ver el cuerpo resucitado. La caída del cuerpo fue por haber delinquido: luego si el principio de la caída fue el pecado, el principio de la resurrección será librarse del pecado. Hemos ya resucitado con la resurrección mayor, arrojando de nosotros la terrible muerte del pecado y desnudándonos de la vieja vestidura; por consiguiente, no desconfiemos de obtener la resurrección menor.
IX
Cuando fuimos bautizados, resucitamos también nosotros hace tiempo con la misma resurrección con que han resucitado los que esta noche han sido admitidos al bautismo, estos hermosos corderos del rebaño de Jesucristo. Antes de ayer fue Cristo crucificado, más ha resucitado la pasada noche; también éstos antes de ayer eran presa de la culpa, mas todos han resucitado con él. Cristo murió en el cuerpo y resucitó en el cuerpo; éstos estaban muertos por la culpa y han resucitado libres de ella. La tierra en este tiempo de primavera produce rosas, lirios y otras flores; más las aguas bautismales nos han ofrecido hoy un jardín mucho más ameno que la tierra. No te admires de que por las aguas hayan germinado flores, que tampoco la tierra produce el germen de las hierbas por su propia naturaleza, sino por el precepto de Dios. Produjo, también al principio la naturaleza del agua seres vivientes: Produzcan, dijo Dios, las aguas reptiles animados (Gn 1, 20); y el precepto tuvo efecto, y aquel ser inanimado comenzó a criar seres animados; así también ahora han producido las aguas, no reptiles animados, sino gracias espirituales. Produjeron entonces las aguas peces irracionales y sin habla; ahora peces racionales y espirituales, peces cogidos por los apóstoles: Venid, dice, y os haré pescadores de hombres (Mt 4, 19); de esta pesca hablaba entonces. Nueva manera, por cierto, de pescar; los pescadores sacan la pesca del agua, nosotros la hemos metido en el agua, y así hemos pescado. Tenían antiguamente los judíos una piscina; mira lo que pudo aquella piscina, para que veas la pobreza de los judíos y entiendas los tesoros de la Iglesia. Era una piscina de agua, y allí descendía un ángel y agitaba el agua; después de agitada el agua, entraba en la piscina uno de los enfermos, y quedaba sano (Jn 5, 4). Uno solo sanaba cada año, no por pobreza de quien daba la salud, sino por falta de quienes la recibían. ¡Qué diferencia! Bajaba un ángel a la piscina, agitaba el agua, y quedaba sano un enfermo; bajó el Señor de los ángeles al Jordán, agitó el agua, y sanó a toda la tierra. Por eso allí, si después del primer enfermo entraba otro, no sanaba, porque aquellos a quienes se concedía la gracia eran los judíos, débiles, miserables; pero aquí aun cuando entre en la piscina tras el primero el segundo, tras el segundo el tercero, tras el tercero el cuarto, y aunque entren diez, y veinte, y ciento, y diez mil, y todo el mundo, no se consume la gracia, no se gasta el don, no se enturbian las corrientes. Extraordinaria manera de limpieza; como que no es limpieza corporal, porque en ésta cuantos más cuerpos lave el agua, tanto más suciedad recibe; pero en la espiritual, cuantos más sean aquellos a quienes lave, tanto más pura queda el agua.
X
¿Has visto la grandeza del don? Pues conserva bien la grandeza de este don, oh hombre. No te es lícito vivir de cualquiera manera; ponte a ti mismo una ley que guardes con todo cuidado; en tiempo estas de guerra y pugilato, y el luchador de todo se abstiene. ¿Quieres que te diga un modo excelente y seguro de guardar la virtud? Todo lo que parece indiferente, pero engendra el pecado, arrojémoslo de nuestra alma. Porque hay en las cosas de la vida unas que son pecado, otras que no son pecado, pero son causas de pecado; así, por ejemplo, la risa no es pecado por su naturaleza, pero se convierte en pecado cuando pasa sus límites; porque de la risa viene la chocarrería; de la chocarrería, la desvergüenza en las palabras; de la desvergüenza en las palabras, la desvergüenza en las obras; de la desvergüenza en las obras la pena y los castigos del infierno. Arranca, pues, la raíz misma, si quieres arrancar la enfermedad; porque si somos cautos en las cosas indiferentes, nunca caeremos en las prohibidas. Así, el mirar las mujeres parece a muchos cosa indiferente; más de aquí nace el deseo pecaminoso; del deseo, la fornicación; de la fornicación, a su vez, la pena y los castigos del infierno. Asimismo, el darse a la satisfacción del gusto no parece malo, pero de aquí viene la embriaguez, y de la embriaguez innumerables males. Arranquemos, pues, siempre las raíces de los pecados. Por esto tenéis continua instrucción cada día; por esto celebramos el santo sacrificio siete días seguidos, poniéndoos delante esta mesa espiritual, haciendo que gocéis de la divina palabra, exhortándoos al combate cada día, armándoos contra Satanás; porque ahora es cuando nos urge con más furia; cuanto mayor es el don que se nos hace, tanto mayor es la guerra. Porque si con ver el demonio a uno solo en el paraíso no lo pudo sufrir, dime: ¿cómo podrá aguantar el ver a tantos en el cielo? Has irritado a la fiera, mas no temas; también has recibido más fuerzas, una espada bien afilada; traspasa con ella a la serpiente. Por esto ha permitido el Señor que se irrite contra ti, para que aprendas por experiencia hasta donde llega tu fortaleza.
Y así como un excelente maestro de luchadores, al encargarse de un atleta escuálido, enervado, descuidado, le unge, le ejercita, le robustece, y lejos de permitirle darse al ocio, le obliga a entrar en los certámenes, para enseñarle por experiencia cuánto es el vigor y robustez que le ha hecho cobrar; así también Cristo hizo lo mismo ni más ni menos con, nosotros, porque bien podía quitar de en medio a nuestro enemigo; pero para que vieras el exceso de la gracia que te dio, la grandeza de la fuerza espiritual que recibiste en el bautismo, le permite trabar lucha contigo, y te proporciona más y más ocasiones de ganar la corona del triunfo. Por esto van ya siete días seguidos en que estáis gozando de la instrucción espiritual para que aprendáis bien cómo haberos en los certámenes.
Es también lo que aquí pasa como una boda espiritual; en las bodas duran los convites hasta siete días. Por eso también nosotros os hemos mandado venir por siete días al sagrado convite. Más allí, pasados los siete días, se acaban los convites; aquí puedes, si quieres, presentarte siempre en la sagrada mesa. Además, en las bodas terrenales, después del primero o segundo mes ya no es la esposa tan amada del esposo; más aquí nada de eso acontece, antes si somos diligentes, cuanto más tiempo transcurre, tanto más nos ama el esposo, tanto más generosamente nos abraza, más espiritualmente nos une consigo. Además, en la vida terrenal, tras la juventud sigue la vejez; aquí, después de la vejez viene la juventud, y juventud tal, que si queremos, jamás tendrá fin. Grande es esta gracia, pero todavía será mayor si queremos. Grande era Pablo cuando se bautizó, pero mucho mayor llegó a ser después, cuando predicaba, cuando confundía a los judíos; después de esto fue arrebatado al paraíso y subió al tercer cielo. De manera que bien podemos, si queremos, aumentar y engrandecer la gracia concedida por el bautismo y se acrecienta de hecho por las buenas obras, y adquiere nuevo brillo, y nos comunica luz más esplendorosa. Si tal hiciéremos, con grande confianza nos presentaremos en el tálamo del esposo, y gozaremos de los bienes preparados por él para los que le aman: ¡ojalá que los alcancemos todos nosotros por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea dada al Padre y al Espíritu Santo la gloria y la adoración por lo siglos de los siglos! Amén.
San Juan Crisóstomo, Homilías selectas (t.2), Homilía para el día de resurrección, VII-X, Apostolado Mariano Sevilla 1991, 47-52
Domingo III de Pascua
Ciclo C
Entrada
Cada domingo, Cristo resucitado nos convoca de nuevo al encuentro con Él. Digámosle como Pedro: Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.
LITURGIA DE LA PALABRA
Primera Lectura Hech 5, 27b-32. 40b-41
Como los apóstoles también nosotros debemos experimentar el gozo que nace del testimonio de Cristo resucitado, aún en medio de las pruebas.
Segunda Lectura Apoc 5, 11-14
Cristo de quien damos testimonio es el Cordero inmolado por nosotros. A Él la gloria, y el poder, a Él nuestra alabanza.
Evangelio Jn 21, 1-19
Nuestro Señor Jesucristo nos sale al encuentro, quiere que lo reconozcamos amorosamente en todas las circunstancias de nuestra vida.
Preces
Oremos a Cristo el Señor que murió y resucitó por los hombres, y ahora intercede por nosotros.
A cada invocación respondemos cantando…
+ Por la Iglesia; para que sea libre ante el mundo y esté siempre preparada para obedecer a Dios antes que a los hombres. Oremos.
+ Por quienes padecen por el nombre de Jesús. Para que a ejemplo de los apóstoles perseveren con serenidad y alegría en la fe. Oremos.
+Por las familias, para que sean fecundas en engendrar hijos para Dios que estén dispuestos a reconocer a Cristo como lo hizo Juan evangelista a orillas del lago. Oremos.
+ Por todos tus siervos y siervas difuntos, para que perdonados sus pecados, lleguen por
nuestra ardiente súplica allí donde reina siempre tu paz. Oremos...
Oremos.
Al elevar nuestra oración ante el trono de la gloria, confiamos, Señor, en tu poder. Tú que vives y reinas resucitado junto al Padre, por los siglos de los siglos.
LITURGIA DE LA EUCARISTÍA
Ofertorio
Reconociendo que nuestra vida está en manos del Señor, presentamos:
* Estos cirios, ofreciendo con ellos la oración y el sacrificio de todos los misioneros.
* Junto con el pan y el vino, ofrecemos nuestro testimonio por el nombre de Jesús.
Comunión En la comunión eucarística recibimos a Cristo, Señor nuestro; recibámoslo dispuestos a escuchar y cumplir Su voluntad.
Salida: Que María, Mujer nueva y primera redimida, nos enseñe a vivir la actualidad del mensaje de la resurrección: Cristo nos ha transformado. ¡Somos Cristo vivo!
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
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