PRIMERA LECTURA
Fortalecido por ese alimento caminó
hasta la montaña de Dios
Lectura del primer libro de los Reyes 19, 1 -8
El rey Ajab contó a Jezabel todo lo que había hecho Elías y cómo había pasado a todos los profetas al filo de la espada. Jezabel envió entonces un mensajero a Elías para decirle: «Que los dioses me castiguen si mañana, a la misma hora, yo no hago con tu vida lo que tú hiciste con la de ellos». Él tuvo miedo, y partió en seguida para salvar su vida. Llegó a Berseba de Judá y dejó allí a su sirviente.
Luego Elías caminó un día entero por el desierto, y al final se sentó bajo una retama. Entonces se deseó la muerte y exclamó: «¡Basta ya, Señor! ¡Quítame la vida, porque yo no valgo más que mis padres!» Se acostó y se quedó dormido bajo la retama.
Pero un ángel lo tocó y le dijo: «¡Levántate, come!» Él miró y vio que había a su cabecera una galleta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua. Comió, bebió y se acostó de nuevo.
Pero el Ángel del Señor volvió otra vez, lo tocó y le dijo: «¡Levántate, come, porque todavía te queda mucho por caminar!»
Elías se levantó, comió y bebió, y fortalecido por ese alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta la montaña de Dios, el Horeb.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial 33, 2-9
R. ¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!
Bendeciré al Señor en todo tiempo,
su alabanza estará siempre en mis labios.
Mi alma se gloría en el Señor:
que lo oigan los humildes y se alegren. R.
Glorifiquen conmigo al Señor,
alabemos su Nombre todos juntos.
Busqué al Señor: El me respondió
y me libró de todos mis temores. R.
Miren hacia Él y quedarán resplandecientes,
y sus rostros no se avergonzarán.
Este pobre hombre invocó al Señor:
Él lo escuchó y lo salvó de sus angustias. R.
El Ángel del Señor acampa
en tomo de sus fieles, y los libra.
¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!
¡Felices los que en Él se refugian! R.
SEGUNDA LECTURA
Practiquen el amor, a ejemplo de Cristo
Lectura de la carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Éfeso 4, 30-5, 2
Hermanos:
No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, que los ha marcado con un sello para el día de la redención.
Eviten la amargura, los arrebatos, la ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad.
Por el contrario, sean mutuamente buenos y compasivos, perdonándose los unos a los otros como Dios los ha perdonado en Cristo.
Traten de imitar a Dios, como hijos suyos muy queridos. Practiquen el amor, a ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio agradable a Dios.
Palabra de Dios.
Aleluia Jn 6, 51
Aleluia.
«Yo soy el pan vivo bajado del cielo.
El que coma de este pan vivirá eternamente», dice el Señor.
Aleluia.
EVANGELIO
Yo soy el pan vivo bajado del cielo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 6, 41-51
Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo». Y decían: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: “Yo he bajado del cielo?”»
Jesús tomó la palabra y les dijo:
«No murmuren entre ustedes.
Nadie puede venir a mí,
si no lo atrae el Padre que me envió;
y Yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito en el libro de los Profetas:
“Todos serán instruidos por Dios”.
Todo el que oyó al Padre
y recibe su enseñanza,
viene a mí.
Nadie ha visto nunca al Padre,
sino el que viene de Dios:
sólo Él ha visto al Padre.
Les aseguro
que el que cree, tiene Vida eterna.
Yo soy el pan de Vida.
Sus padres, en el desierto,
comieron el maná y murieron.
Pero éste es el pan que desciende del cielo,
para que aquél que lo coma no muera.
Yo soy el pan vivo bajado del cielo.
El que coma de este pan vivirá eternamente,
y el pan que Yo daré
es mi carne para la Vida del mundo».
Palabra del Señor.
Raymond Brown
El discurso del pan de la vida
En respuesta al pedido de pan hecho por la muchedumbre, Jesús inicia su gran discurso sobre el pan de la vida. Este discurso consta de dos partes. En la primera (vv. 35-50) el pan celeste que nutre es la revelación, o la enseñanza de Jesús (tema sapiencial); en la segunda (vv. 51-58) es la eucaristía (tema sacramental). (…) Los dos temas, el sapiencial y el sacramental, son complementarios: la palabra proclamada y la Palabra en el sacramento han constituido, desde siempre, el contenido fundamental de la liturgia cristiana.
El tema sapiencial: 6,35-50
Diversamente a la sabiduría veterotestamentaria (cf. Sir.24,20), la enseñanza de Jesús nutre al hombre para siempre (vv. 37-39). Y así como Jesús puso en advertencia para que ningún fragmento de pan se perdiera (v. 12), así también Él declara que ninguno de aquellos que son nutridos por su enseñanza perecerá (v. 40; a excepción de Judas, vv. 70ss.; cf. Jn.17,12). El pan celeste de la enseñanza divina produce el mismo efecto que el agua viva de la enseñanza divina: la vida eterna (cf. Jn.4,14). (Nótese que Jesús toma sus imágenes y sus metáforas de la vida cotidiana).
Así como los antepasados de Israel durante el éxodo habían murmurado contra el maná (cf. Éx.16,2.8), así, de la misma manera, “los judíos” ponen objeciones contra el nuevo maná (vv. 41-42). Su afirmación de conocer bien el origen de Jesús es una forma de la ironía juanea, y no tiene necesidad de réplica. Jesús se limita a recordar a sus interlocutores las profecías que prometían una enseñanza divina como la suya (Is.54,13), y ellos –agrega- no saben de dónde viene Él, porque no han visto al Padre. Tan orgullosos que están de sus propios antepasados y del maná del éxodo, y sin embargo tal maná no ha impedido que sus padres murieran; ni tampoco los mantuvo fieles a Dios (vv. 49-50).
El tema sacramental: 6,51-58
En un sentido más profundo, el pan que da la vida, o, aún más, el pan vivo, es la carne misma de Jesús . Aquí Juan nos da lo que parece ser una variante de la institución de la eucaristía: “El pan que yo les daré es mi carne para la vida del mundo” (cf. “Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros”; cf. Lc.22,19; Jn.3,16). Si para Pablo la eucaristía es la proclamación de la muerte del Señor hasta su retorno al fin del mundo (cf. 1Cor.11,26), en Juan el acento está puesto sobre el hecho de que la Palabra se ha encarnado y ha dado su propia carne y su propia sangre como alimento de vida: una proclamación de la dimensión salvífica de la encarnación (la sangre es decididamente un argumento ligado a la última cena). Aquí la teología sacramental toca de verdad profundidades abisales. Si el bautismo nos da la vida que el Padre comparte con el Hijo, la eucaristía es el alimento que nutre tal vida.
(BROWN, R., Il Vangelo e le Lettere di Giovanni. Breve comentario, Ed. Queriniana, Brescia, 1994, p. 62 – 64; traducción del equipo de Homilética)
San Agustín
Crean en mí que soy el pan vivo que descendió del cielo
(Jn.6,41-51)
- Cuando nuestro Señor Jesucristo declaró, como hemos oído leer en el evangelio, que Él era el pan que descendió del cielo, comenzaron los judíos a murmurar, diciendo: ¿Por ventura éste no es Jesús el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo, pues, se atreve El a decir que ha bajado del cielo? ¡Qué lejos estaban éstos del pan del cielo! Ni sabían siquiera qué es tener hambre de El. Tenían heridas en el paladar del corazón: eran sordos que oían y ciegos que veían. Este pan del hombre interior, es verdad, pide hambre; por eso habla así en otro lugar: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Y Pablo el Apóstol dice que nuestra justicia es Cristo. Y por eso, el que tiene hambre de este pan tiene que tener hambre también de la justicia; de la justicia, digo, que descendió del cielo, de la justicia que da Dios, no de la justicia que se apropia el hombre como obra suya. Porque, si el hombre no se apropia justicia alguna como obra suya, no hablaría así de los judíos el mismo Apóstol: No conociendo la justicia de Dios y queriendo afirmar la suya propia, no participaron de la justicia de Dios. Así eran estos que no comprendían el pan que bajó del cielo, porque, saturados de su justicia, no tenían hambre de la justicia de Dios. ¿Qué significa esto: justicia de Dios y justicia del hombre? La justicia de Dios de la que aquí se habla, no es la justicia por la que es justo Dios, sino la justicia que comunica Dios al hombre para que llegue el hombre a ser justo por Dios. ¿Cuál es la justicia de aquéllos? Es una justicia que les hacía presumir demasiado de sus fuerzas y les llevaba a decir que ellos mismos, por su propia virtud, cumplían la ley. Mas la ley no la cumple nadie, sino aquel a quien ayuda la gracia; esto es, el pan que bajó del cielo. La plenitud de la ley, como dice el Apóstol, es, en resumen, el amor. El amor, no de la plata, sino de Dios; el amor, no de la tierra ni del cielo, sino el amor de aquel que hizo la tierra y el cielo. ¿De dónde le viene al hombre este amor? Oigamos al mismo Apóstol: El amor de Dios, dice, se ha difundido en vuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado. Como, pues, el Señor había de comunicarnos el Espíritu Santo, por eso declara que Él es el pan bajado del cielo, exhortándonos a que creamos en El. Creer en Él es lo mismo que comer el pan vivo. El que cree, come. Se nutre invisiblemente el mismo que invisiblemente renace; Es niño en la interioridad, y en la interioridad es algo renovado. Donde se renueva, allí mismo se nutre.
- ¿Cuál es, pues, la respuesta de Jesús a estos murmuradores? No sigáis murmurando entre vosotros. Como si dijera: Ya se yo por qué no tenéis hambre y por qué no tenéis la inteligencia de este pan ni la buscáis. No sigan esas murmuraciones entre vosotros. Nadie puede venir a mi si mi Padre, que me envió, no le atrae. ¡Qué recomendación de la gracia tan grande! Nadie puede venir si no es atraído. A quién atrae y a quién no atrae y por qué atrae a uno y a otro no, no te atrevas a sentenciar sobre eso, si es que no quieres caer en el error. ¿No eres atraído aún? No ceses de orar para que logres ser atraído. Oye primero lo que sigue y entiéndelo. Si somos atraídos a Cristo, estamos diciendo que creemos a pesar nuestro y que se emplea la violencia, no se estimula la voluntad. Alguien puede entrar en la iglesia a despecho suyo y puede acercarse al altar y recibir el sacramento muy a pesar suyo; lo que no puede es creer no queriendo. Si fuese el acto de fe función corporal, podría tener lugar en los que no quisiesen; pero el acto de fe no es función del cuerpo. Oído atento a las palabras del Apóstol: Se cree con el corazón para la justicia. ¿Y qué es lo que sigue? Y con la boca se hace la confesión para la salud. Esta confesión tiene su raíz en el corazón. A veces oyes tú a alguien que confiesa la fe, y no sabes si tiene fe. Y no debes llamar confesor de la fe al que tengas tú como no creyente. Confesar es expresar lo que tienes en el corazón; y si en el corazón tienes una cosa y con la boca dices tú otra, entonces lo que haces es hablar, no confesar. Luego, siendo así que en Cristo se cree con el corazón (lo que ciertamente nadie hace a la fuerza), y, por otra parte, el que es atraído parece que es obligado por la fuerza, ¿cómo se resuelve el siguiente problema: Nadie viene a mí si no lo atrae el Padre, que me envió?
- Si es atraído, dirá alguien, va a El muy a pesar suyo. Si va a El a despecho suyo, no cree; y si no cree, no va a El. No vamos a Cristo corriendo, sino creyendo; no se acerca uno a Cristo por el movimiento del cuerpo, sino por el afecto del corazón. Por eso, aquella mujer que toca la orla de su vestido le toca más realmente que la turba que le oprime. Por esto dijo el Señor: ¿Quién es el que me ha tocado? Y los discípulos, llenos de extrañeza, le dicen: Te están las turbas comprimiendo, ¿y dices todavía quién me ha tocado? Pero El repitió: Alguien me ha tocado. Aquélla le toca; la turba le oprime. ¿Qué significa tocó, sino creyó? He aquí por qué, después, de su resurrección, dice a la mujer aquella que quiso echarse a sus pies: No me toques, que todavía no he subido al Padre. Lo que estás viendo, eso sólo crees que soy yo, nada más. No me toques. ¿Que significa esto? Crees tú que yo no soy más que lo que estás viendo; no creas así. Este es el sentido de las palabras: No me toques, porque todavía no he subido al Padre. Para ti aún no he subido, porque yo de allí jamás me distancié. No tocaba ella al que en la tierra tenía delante de los ojos, ¿cómo iba a tocar al que subía al Padre? Sin embargo, así quiere que le toque y así le tocan quienes bien le tocan, subiendo al Padre, y quedando con el Padre, y siendo igual a El.
- Si de una parte y de otra lo miras, nadie viene a mí sino quien es atraído por el Padre. No vayas a creer que eres atraído a pesar tuyo. Al alma la atrae el amor. Ni hay que temer el reproche que, tal vez, por estas palabras evangélicas de la Sagrada Escritura, nos hagan quienes sólo se fijan en las palabras y están muy lejos de la inteligencia de las cosas en grado sumo divinas, diciéndonos: ¿Cómo puedo yo creer voluntariamente si soy atraído? Digo yo: Es poco decir que eres atraído voluntariamente; eres atraído también con mucho agrado y placer. ¿Qué es ser atraído por el placer? Pon tus delicias en el Señor y Él te dará lo que pide tu corazón. Hay un apetito en el corazón al que le sabe dulcísimo este pan celestial. Si, pues, el poeta pudo decir: «Cada uno va en pos de su afición», no con necesidad, sino con placer; no con violencia, sino con delectación, ¿con cuánta mayor razón se debe decir que es atraído a Cristo el hombre cuyo deleite es la verdad, y la felicidad, y la justicia, y la vida sempiterna, todo lo cual es Cristo? Los sentidos tienen sus delectaciones, ¿y el alma no tendrá las suyas? Si el alma no tiene sus delectaciones, ¿por qué razón se dice: Los hijos de los hombres esperarán a la sombra de tus alas, y serán embriagados de la abundancia de tu casa, y les darás a beber hasta saciados del torrente de tus delicias, porque en ti está la fuente de la vida y en tu luz veremos la luz. Dame un corazón amante, y sentirá lo que digo. Dame un corazón que desee y que tenga hambre; dame un corazón que se mire como desterrado, y que tenga sed, y que suspire por la fuente de la patria eterna; dame un corazón así, y éste se dará perfecta cuenta de lo que estoy diciendo. Mas, si hablo con un corazón que está del todo helado, este tal no comprenderá mi lenguaje. Como éste eran los que entre sí murmuraban: El que es atraído, dice, por el Padre, viene a mí.
- ¿Qué sentido, pues, pueden tener estas palabras: A quien el Padre atrae, sino que el mismo Cristo atrae? ¿Por qué prefirió decir: A quien el Padre atrae? Si hemos de ser atraídos, que lo seamos por aquel a quien dice una de esas almas amantes: Tras el olor de tus perfumes correremos. Pero pongamos atención, hermanos, en lo que quiso darnos a entender, y comprendámoslo en la medida de nuestras fuerzas. Atrae el Padre al Hijo a aquellos que creen en el Hijo precisamente porque piensan que Él tiene a Dios por Padre. Dios-Padre engendró un Hijo que es igual a El; y el que piensa y en su fe siente y reflexiona que aquel en quien cree es igual al Padre, ese mismo es quien es llevado al Hijo por el Padre. Arrio le creyó simple criatura; no le atrajo al Padre, porque no piensa en el Padre quien no cree que el Hijo es igual a El. ¿Qué es, ¡oh Arrio!, lo que estás diciendo? ¿Qué lenguaje herético es el tuyo? ¿Qué es Cristo? No es verdadero Dios, responde, sino que Él ha sido hecho por el verdadero Dios. No te ha atraído el Padre; no comprendes tú al Padre, cuyo Hijo niegas; tienes en el pensamiento algo muy distinto de lo que es el Hijo; ni el Padre te atrae ni tampoco eres llevado tú al Hijo; el Hijo es una cosa, y lo que tú dices es otra muy distinta. Dijo Fotino: Cristo no es más que un simple hombre; no es Dios también. Quien así piensa no le ha atraído el Padre. El Padre atrae a quien así habla: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo; tú no eres como un profeta, ni como Juan, ni como un hombre justo, por grande que sea; tú eres como Único, como el Igual; tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¡Mira cómo ha sido atraído, atraído por el Padre! Eres feliz, Simón hijo de Jonás, porque no ha sido ni la carne ni la sangre los que te han revelado eso, sino mi Padre, que está en los cielos. Esta revelación es atracción también. Muestra nueces a un niño, y se le atrae y va corriendo allí mismo adonde se le atrae; es atraído por la afición y sin lesión alguna corporal; es atraído por los vínculos del amor. Si, pues, estas cosas que entre las delicias y delectaciones terrenas se muestran a los amantes, ejercen en ellos atractivo fuerte, ¿cómo no va a atraer Cristo, puesto al descubierto por el Padre? ¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad? ¿Para qué el hambre devoradora? ¿Para qué el deseo de tener sano el paladar interior, capaz de descubrir la verdad, sino para comer y beber la sabiduría, y la justicia, y la verdad, y la eternidad?
- Pero ¿dónde se realizará esto? Allí mucho mejor, y allí con más verdad, y allí con más plenitud. Aquí nos es más fácil tener hambre, con tal de tener esperanza que saciarnos. Felices, dice, los que tienen hambre y sed de justicia, pero aquí abajo; porque serán saciados; mas esto allá arriba. Por esta razón, después de decir: Nadie viene a mí si no le atrae mi Padre, que me envió, ¿qué añadió? Y yo le resucitaré en el día postrero. Yo le doy lo que ama y yo le doy lo que espera; verá lo que creyó sin haberlo visto, y comerá aquello mismo de lo que tiene hambre y será saciado de aquello mismo de lo que tiene sed. ¿Dónde? En la resurrección de los muertos. Yo le resucitaré en el día postrero.
- Está escrito en los profetas: Serán todos enseñados por Dios. ¿Por qué me he expresado así, oh judíos? No os ha enseñado a vosotros el Padre; ¿cómo vais a poder conocerme a mí? Los hombres todos de aquel reino serán adoctrinados por Dios, no por los hombres. Y si lo oyen de los hombres, sin embargo, lo que entienden se les comunica interiormente, e interiormente brilla, e interiormente se les descubre. ¿Qué hacen los hombres cuando hablan exteriormente? ¿Qué estoy haciendo, pues, yo ahora cuando hablo? No logro más que introducir en vuestros oídos ruido de palabras. Luego, si no lo descubre el que está dentro, ¿qué vale mi discurso y qué valen mis palabras? El que cultiva el árbol está por de fuera; es el Creador el que está dentro. El que planta y el que riega trabajan por de fuera; es lo que hacemos nosotros. Pero ni el que planta es algo ni el que riega tampoco; es Dios, que es el que da el crecimiento. Este es el sentido de estas palabras: Todos serán enseñados por Dios. ¿Quiénes son esos todos? Todo el que oye al Padre y aprende de El, viene a mí. Mirad la manera de atraer que tiene el Padre; es por el atractivo de su enseñanza, llena de delectación, y no por imposición violenta alguna; ése es el modo de su atracción. Serán todos enseñados por Dios; ahí tenéis el modo de atraer Dios. Todo el que oye al Padre y aprende de El, viene a mí; así es como atrae Dios.
(…)
- Sirva de advertencia lo que dice a continuación: En verdad, en verdad os digo que quien cree en mí posee la vida eterna. Quiso descubrir lo que era, ya que pudo decir en síntesis: El que cree en mí me posee. Porque el mismo Cristo es verdadero Dios y vida eterna. Luego el que cree en mí, dice, viene a mí, y el que viene a mí me posee. ¿Qué es poseerme a mí? Poseer la vida eterna. La vida eterna aceptó la muerte y la vida eterna quiso morir, pero en lo que tenía de ti, no en lo que tenía de sí; recibió de ti lo que pudiese morir por ti. Tomó de los hombres la carne, mas no de modo humano. Pues, teniendo un Padre en el cielo, eligió en la tierra una madre. Nació allí sin madre y aquí nació sin padre. La Vida, pues, aceptó la muerte con el fin de que la Vida diese muerte a la muerte misma. El que cree en mí, dice, tiene la vida eterna, que no es lo que aparece, sino lo que está oculto. «La vida eterna, el Verbo, existía en el principio en Dios, y el Verbo era Dios, y la vida era luz de los hombres». El mismo que es vida eterna, dio a la carne, que asumió, la vida eterna. El vino para morir, mas al tercer día resucitó. Entre el Verbo, que asumió la carne, y la carne, que resucita, está la muerte, que fue aniquilada.
- Yo soy, dice, el pan de vida. ¿De qué se enorgullecían? Vuestros padres, continúa diciendo, comieron el maná en el desierto y murieron. ¿De qué nace vuestra soberbia? Comieron el maná y murieron. ¿Por qué comieron y murieron? Porque lo que veían, eso creían, y lo que no veían no lo entendían. Por eso precisamente son vuestros padres, porque sois igual que ellos. Porque, en lo que atañe, mis hermanos, a esta muerte visible y corporal, ¿no morimos por ventura nosotros, que comemos el pan que ha descendido del cielo? Murieron aquéllos, como vamos a morir nosotros, en lo que se refiere, digo, a esta muerte visible y corporal. Mas no sucede lo mismo en lo que se refiere a la muerte aquella con que nos atemoriza el Señor y con la que murieron los padres de éstos; del maná comió Moisés, y Aarón comió también, y Finés, y allí comieron otros muchos que fueron gratos al Señor y no murieron. ¿Por qué razón? Porque comprendieron espiritualmente este manjar visible, y espiritualmente lo apetecieron, y espiritualmente lo comieron para ser espiritualmente nutridos. Nosotros también recibimos hoy un alimento visible; pero una cosa es el sacramento y otra muy distinta la virtud del sacramento. ¡Cuántos hay que reciben del altar este alimento y mueren en el mismo momento de recibirlo! Por eso dice el Apóstol: El mismo come y bebe su condenación. ¿No fue para Judas un veneno el trozo de pan del Señor? Lo comió, sin embargo, e inmediatamente que lo comió entró en él el demonio. No porque comiese algo malo, sino porque, siendo él malo, comió en mal estado lo que era bueno. Estad atentos, hermanos; comed espiritualmente el pan del cielo y llevad al altar una vida de inocencia. Todos los días cometemos pecados, pero que no sean de esos que causan la muerte. Antes de acercaros al altar, mirad lo que decís: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. ¿Perdonas tú? Serás perdonado tú también. Acércate con confianza, que es pan, no veneno. Más examínate si es verdad que perdonas. Pues, si no perdonas, mientes y tratas de mentir a quien no puedes engañar. Puedes mentir a Dios; lo que no puedes es engañarle. Sabe El bien lo que debe hacer. Te ve El por dentro, y por dentro te examina, y por dentro te mira, y por dentro te juzga, y por lo de dentro te condena o te corona. Los padres de éstos, es decir, los perversos e infieles y murmuradores padres de éstos, son perversos e infieles y murmuradores como ellos. Pues en ninguna cosa se dice que ofendiese más a Dios aquel pueblo que con sus murmuraciones contra Dios. Por eso, queriendo el Señor presentarlos como hijos de tales padres, comienza a echarles en cara esto: ¿Por qué murmuráis entre vosotros, murmuradores, hijos de padres murmuradores? Vuestros padres comieron del maná en el desierto y murieron, no porque el maná fuese una cosa mala, sino porque lo comieron en mala disposición.
- Este es el pan que descendió del cielo. El maná era signo de este pan, como lo era también el altar del Señor. Ambas cosas eran signos sacramentales: como signos, son distintos; mas en la realidad por ellos significada hay identidad. Atiende a lo que dice el Apóstol: No quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y que todos atravesaron el mar, y que todos ron bautizados bajo la dirección de Moisés en la nube y en el mar, y que todos comieron el mismo manjar espiritual. Es verdad que era el mismo pan espiritual, ya que el corporal era distinto. Ellos comieron el maná; nosotros, otra cosa distinta; pero, espiritualmente, idéntico manjar que nosotros. Pero hablo de nuestros padres, no de los de ellos; de aquellos a quienes nos asemejamos, no de aquellos a quienes ellos se parecen. Y añade: Y todos bebieron la misma bebida espiritual. Una cosa bebieron ellos, otra distinta nosotros; mas sólo distinta en la apariencia visible, ya que es idéntica en la virtud espiritual por ella significada. ¿Cómo la misma bebida? Bebían de la misma piedra espiritual que los seguía, y la piedra era Cristo. Ese es el pan y ésa es la bebida. La piedra es Cristo como en símbolo. El Cristo verdadero es el Verbo y la carne. Y ¿cómo bebieron? Fue golpeada dos veces la piedra con la vara. Los dos golpes significan los dos brazos de la cruz. Este es, pues, el pan que descendió del cielo para que, si alguien lo comiere, no muera. Pero esto se dice de la virtud del sacramento, no del sacramento visible; del que lo come interiormente, no exteriormente sólo; del que lo come con el corazón, no del que lo tritura con los dientes.
- Yo soy el pan vivo que descendí del cielo. Pan vivo precisamente, porque descendí del cielo. El maná también descendió del cielo; pero el maná era la sombra, éste la verdad. Si alguien comiere de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo le daré es mi carne, que es la vida del mundo. ¿Cuándo iba la carne a ser capaz de comprender esto de llamar al pan carne? Se da el nombre de carne a lo que la carne no entiende; y tanto menos comprende la carne, porque se llama carne. Esto fue lo que les horrorizó, y dijeron que esto era demasiado y que no podía ser. Mi carne, dice, es la vida del mundo. Los fieles conocen el cuerpo de Cristo si no desdeñan ser el cuerpo de Cristo. Que lleguen a ser el cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cristo. Del Espíritu de Cristo solamente vive el cuerpo de Cristo. Comprended, hermanos, lo que he dicho. Tú eres hombre, y tienes espíritu y tienes cuerpo. Este espíritu es el alma, por la que eres hombre. Tu ser es alma y cuerpo. Tienes espíritu invisible y cuerpo visible. Dime qué es lo que recibe la vida y de quién la recibe. ¿Es tu espíritu el que recibe la vida de tu cuerpo o es tu cuerpo el que recibe la vida de tu espíritu? Responderá todo el que vive (pues el que no puede responder a esto, no sé si vive). ¿Cuál será la respuesta de quien vive? Mi cuerpo recibe ciertamente de mi espíritu la vida. ¿Quieres, pues, tú recibir la vida del Espíritu de Cristo? Incorpórate al cuerpo de Cristo. ¿Por ventura vive mi cuerpo de tu espíritu? Mi cuerpo vive de mi espíritu, y tu cuerpo vive de tu espíritu. El mismo cuerpo de Cristo no puede vivir sino del Espíritu de Cristo. De aquí que el apóstol Pablo nos hable de este pan, diciendo: Somos muchos un solo pan, un solo cuerpo. ¡Oh qué misterio de amor, y qué símbolo de la unidad, y qué vínculo de la caridad! Quien quiere vivir sabe dónde está su vida y sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque, y que crea, y que se incorpore a este cuerpo, para que tenga participación de su vida. No le horrorice la unión con los miembros, y no sea un miembro podrido, que deba ser cortado; ni miembro deforme, de quien el cuerpo se avergüence; que sea bello, proporcionado y sano, y que esté unido al cuerpo para que viva de Dios para Dios, y que trabaje ahora en la tierra para reinar después en el cielo.
(San Agustín, Tratados sobre el evangelio de San Juan, Tratado XXVI, (Comentario a Jn.6, discurso del pan de vida), nº 1 – 7.10 – 13, en Obras de San Agustín, BAC, Tomo XIII, Madrid, 1968, p. 573 – 588)
P. Lic. Ervens Mengelle, I.V.E.
Fe y Sacramento
El texto evangélico que acabamos de leer es continuación del que hemos leído la semana pasada, es decir del llamado “Sermón del Pan de Vida” ¿En qué consiste ese pan de vida? “… la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1346). El Pan de Vida no es otro que Cristo mismo (Yo soy el Pan de Vida), alimento que nos es ofrecido en un doble modo. En primer lugar, en la Liturgia de la Palabra, como Verbo predicado y enseñado: está escrito en los profetas: serán todos enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y aprende viene a mí (v. 45). En segundo lugar: en la Liturgia de la Eucaristía, como Verbo presente bajo las especies eucarísticas para ser comido: el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo (v. 51). Bajo el primer modo hemos hablado el domingo pasado; bajo el segundo modo, hemos de hablar, Dios mediante, el próximo domingo. Pero, la parte del sermón que nos toca comentar hoy guarda relación con ambos. Nos hace presente, de hecho, las dificultades que surgen ante este misterio y cuál debe ser la respuesta para poder recibir, de manera fructuosa, el Pan de Vida.
1 – Necesidad de la Fe
El comienzo nos muestra las dificultades que tenían los judíos para recibir las enseñanzas de Cristo, dificultades que, en cierto sentido, se hacen presentes en todo hombre, particularmente en quien todavía no posee la fe. Poco antes, Jesús había enseñado: es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo, porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo (v. 32-33). A estas palabras, que nos enseñan que es un don de Dios, los judíos habían dicho: Señor, danos siempre de ese pan (v. 34), ante lo cual Jesús declaró: Yo soy el pan de la vida… he bajado del cielo para hacer la voluntad del que me ha enviado (v. 35.38).
Luego de que Cristo dijo esto, continúa lo que hemos leído en el evangelio de hoy, es decir, los judíos comenzaron a murmurar (cf. v. 41-42) y entonces Jesús anuncia una enorme gracia: Nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae (v. 44). El texto original nos habla de una atracción fuerte, violenta, casi como arrastrar a alguien por la fuerza, como si fuese contra su propia voluntad. Ante esta revelación de Jesús, se pregunta san Agustín: “¿Qué decimos, hermanos? ¿Que si somos llevados a Cristo, entonces creemos a pesar nuestro, es decir es por efecto de la presión y no por efecto de nuestra libre voluntad?… Algunos podrían decirnos: ¿de qué manera creo por mi voluntad si soy llevado por Dios? Yo respondo: no eres llevado por medio de la voluntad, sino por medio del gozo… Se trata de cierto gozo interior, del cual es alimento el pan celestial… Si el poeta ha podido decir “cada uno es atraído por su placer” (Virgilio, Egl. 2), ¿con cuánta mayor razón podemos decir nosotros que el hombre es atraído a Cristo, dado que en Él encuentra la alegría de la verdad, de la felicidad, de la justicia, de la vida eterna…? Dame un corazón que ama y él entenderá lo que digo. Dame un corazón que desea, un corazón hambriento y sediento que se siente en exilio en esta soledad terrena, un corazón que suspira la fuente de su morada eterna y él confirmará lo que digo. Pero si hablo a un corazón frío, él no podrá entenderme. Y así eran los que murmuraban…” (in Ioan. 26).
En última instancia, para llegar a recibir a Cristo, se hace necesaria la fe, que requiere a su vez una apertura del corazón: “El Espíritu Santo dispone a la recepción de los sacramentos por la Palabra de Dios y por la fe que acoge la Palabra en los corazones bien dispuestos” (1133). “el sacramento es preparado por la Palabra de Dios y por la fe que es consentimiento a esta Palabra” (1122). Y por eso dice el evangelio: el que escucha al Padre y aprende, viene a mí (v. 45). Aprender viene de aprehender, es decir, tomar para uno mismo. Y esto no es otra cosa que la fe: “virtud sobrenatural, infundida por Dios en nuestra alma, por la cual creemos todo lo que Dios nos ha revelado y nos enseña por medio de la Iglesia”.
2 – Fe y Sacramento
En síntesis, vemos que Jesús procede de manera progresiva mostrándose como Palabra de Dios, como Verbo de Dios que ha de ser recibido, en primer lugar, por la fe, para ser luego aceptado en el sacramento (cf. vv. 50-51; vale la pena tener presente que la palabra latina “sacramentum” es traducción de la palabra griega “mystérion”).
Ahora, esto que Cristo hizo hace veinte siglos se continúa en nuestros días, particularmente en la Liturgia, que comienza por la proclamación de la Palabra de Dios que enardece, aviva nuestra fe, de tal modo que nos dispongamos mejor para el sacramento. Al respecto, dice el Papa: “la Virgen (cf. Lc 11,28) indica el camino maestro de la escucha de la palabra del Señor, momento esencial del culto, que caracteriza a la liturgia cristiana. Su ejemplo permite comprender que el culto no consiste ante todo en expresar los pensamientos y los sentimientos del hombre, sino en ponerse a la escucha de la palabra divina para conocerla, asimilarla y hacerla operativa en la vida diaria” (Catequesis del 10-09-97).
Por ello, si bien es importante la recepción del sacramento, no se puede prescindir de la proclamación de la Palabra: “La liturgia de la Palabra es parte integrante de las celebraciones sacramentales. Para nutrir la fe de los fieles, los signos de la Palabra de Dios deben ser puestos de relieve: el libro de la Palabra (leccionario o evangeliario), su veneración (procesión, incienso, luz), el lugar de su anuncio (ambón), su lectura audible e inteligible, la homilía del ministro, la cual prolonga su proclamación, y las respuestas de la asamblea (aclamaciones, salmos de meditación, letanías, confesión de fe…)” (1154).
Porque, a fin de cuentas, ¿qué es la celebración, esto que hacemos? Lo dice de manera hermosa y clara el Catecismo: “Toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras. Ciertamente, las acciones simbólicas son ya un lenguaje, pero es preciso que la Palabra de Dios y la respuesta de fe acompañen y vivifiquen estas acciones, a fin de que la semilla del Reino dé su fruto en la tierra buena. Las acciones litúrgicas significan lo que expresa la Palabra de Dios: a la vez la iniciativa gratuita de Dios y la respuesta de fe de su pueblo” (1153).
3 – Sacramento y Fe
Es decir, no se da sólo la fe como simple preparación para el sacramento, sino que hay una relación más profunda. En realidad, se da una mutua cooperación entre la fe y el sacramento: “los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios, pero, como signos, también tienen un fin instructivo. No sólo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones; por eso se llaman sacramentos de la fe” (1123).
Por eso, es necesario tener cuidado de no caer en una tentación muy común en nuestros días, una tendencia, de matriz protestante, de querer convertir la misa en un show, en donde nosotros expresemos nuestra fe y nuestros sentimientos; el acto de culto es concebido como algo que brota exclusivamente de nosotros para manifestar nuestra fe y que este es el elemento prioritario. En realidad, el trabajo es al revés, no se trata de que venga yo y quiera hacer lo que a mí me parezca, sino que se trata de esforzarme por comprender lo que hace la Iglesia para crecer en la fe: “La fe de la Iglesia es anterior a la fe del fiel, el cual es invitado a adherirse a ella. Cuando la Iglesia celebra los sacramentos confiesa la fe recibida de los apóstoles… La liturgia es un elemento constitutivo de la Tradición santa y viva” (1124). Y, “por eso ningún rito sacramental puede ser modificado o manipulado a voluntad del ministro o de la comunidad. Incluso la suprema autoridad de la iglesia no puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud el servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia” (1125).
La Biblia habla precisamente de “obediencia de la fe” (ob-audire; cf. 144)
4 – Conclusión
En síntesis, la fe permite superar las dificultades a que hacíamos mención al principio y que tenían los judíos, pero no es la fe concebida como mera convicción personal, sino la fe que es don sobrenatural de Dios y que se integra en la fe de la Iglesia. Y es de esta manera que podemos alcanzar verdaderamente la vida: “El Espíritu Santo no solamente procura una inteligencia de la Palabra de Dios suscitando la fe, sino que también mediante los sacramentos realiza las “maravillas” de Dios que son anunciadas por la misma Palabra: hace presente y comunica la obra del Padre realizada por el Hijo amado” (1155). Y, por eso, san Agustín termina su comentario diciendo: “el que quiere vivir, tiene donde vivir, y tiene de qué vivir. Acérquese, crea, entre en el cuerpo y participará de la vida. No rehuya la unión con los otros miembros, no sea un miembro corrompido que merezca ser cortado, no sea un miembro deforme del cual deba avergonzarse el cuerpo; sea hermoso, sea armonioso, sea sano, únase al cuerpo y viva de Dios y para Dios: se cansará sobre la tierra pero para reinar, después, en el cielo” (in Ioan. 26)
La Virgen mereció recibir en su seno al Verbo que primero había recibido en su alma por la fe. De manera semejante, acudamos con fe al sacramento para merecer también nosotros ser sagrarios del Verbo de Dios.
(MENGELLE, E., Jesucristo, Misterio y Mysteria , IVE Press, Nueva York, 2008. Todos los derechos reservados)
San Pedro Julián Eymard
La Fe en la Eucaristía
Qui credit in me habet vitam aeternam.
“Quien cree en mí tiene la vida eterna”.
Jn, 6, 47
I
¡Qué felices seríamos si tuviésemos una fe muy viva en el santísimo Sacramento! Porque la Eucaristía es la verdad principal de la fe; es la virtud por excelencia, el acto supremo del amor, toda la religión en acción. Si scires donum Dei. ¡Si conociésemos el don de Dos!
La fe en la Eucaristía es un gran tesoro; pero hay que buscarlo con sumisión, conservarlo por medio de la piedad y defenderlo aun a costa de los mayores sacrificios..
No tener fe en el santísimo Sacramento es la mayor de todas las desgracias.
Ante todo, ¿es posible perder completamente la fe en la sagrada Eucaristía, después de haber creído en ella y haber comulgado alguna vez?
Yo no lo creo. Un hijo puede llegar hasta despreciar a su padre e insultar a su madre; pero desconocerlo…imposible. De la misma manera un cristiano no puede negar que ha comulgado ni olvidar que ha sido feliz alguna vez cuando ha comulgado.
La incredulidad, respecto de la Eucaristía, no proviene nunca de la evidencia de las razones que se puedan aducir contra este misterio. Cuando uno se engolfa torpemente en sus negocios temporales, la fe se adormece y Dios es olvidado. Pero que la gracia le despierte, que le despierte una simple gracia de arrepentimiento, y sus primeros pasos se dirigirán instintivamente a la Eucaristía.
Esa incredulidad puede provenir también de las pasiones que dominan el corazón. La pasión, cuando quiere reinar, es cruel. Cuando ha satisfecho su deseo, despreciada y combatida, niega. Preguntad a uno de esos desgraciados desde cuando no cree en la Eucaristía y, remontando hasta el origen de su incredulidad, se verá siempre una debilidad, una pasión mal reprimida, a las cuales no se tuvo valor de resistir.
Otras veces nace esa incredulidad de una fe vacilante y tibia, que permanece así mucho tiempo. Se ha escandalizado de ver tantos indiferentes, tantos incrédulos prácticos. Se ha escandalizado de oír las artificiosas razones y los sofismas de una ciencia falsa, y exclama; “si es verdad que Jesucristo está realmente presente en la sagrada Hostia, ¿cómo es que no impone castigos? ¿Por qué permite que le insulten? ¿Por otra parte, ¡hay tantos que no creen!, y, con todo, no dejan de ser personas honradas.
He aquí uno de los efectos de la fe vacilante; tarde o temprano conduce a la negación del Dios de la Eucaristía.
¡Desdicha inmensa! Porque entonces uno se aleja, como los cafarnaítas, de aquel qu tiene palabras de verdad y de vida.
II
¡A qué consecuencias tan terribles se expone el que no cree en la Eucaristía! En primer lugar, se atreve a negar el poder de Dios. ¿Cómo? ¿Puede Dios ponerse en forma tana despreciable? ¡Imposible, imposible ¿Quién puede creerlo?
A Jesucristo lo acusa de falsario, porque Él ha dicho: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre.”
Menosprecia la bondad de Jesús, como aquellos discípulos que oyendo la promesa de la Eucaristía, le abandonaron.
Aun más; una vez negada la Eucaristía, la fe en los demás misterios tiende a desaparecer, y se perderá bien pronto. Si no se cree en este misterio vivo, que se afirma en un hecho presente, ¿en qué otro misterio se podrá creer?
Sus virtudes muy pronto se volverán estériles, porque pierde su alimento natural y rompen los lazos de unión con Jesucristo, del cual recibían todo su vigor; ya no hacen caso y olvidan a su modelo allí presente.
Tampoco tardará mucho en agotarse la piedad, pues queda incomunicada con este centro de vida y de amor.
Entonces ya no hay que esperar consuelos sobrenaturales en las adversidades de la vida y, si la tribulación es muy intensa, no queda más remedio que la desesperación. Cuando uno no puede desahogar sus penas a un corazón amigo., terminan por ahogarnos.
III
Creamos, pues en la Eucaristía. Hay que decir a menudo: Creo, Señor; ayuda mi fe vacilante.” Nada hay más glorioso para nuestro Señor que este acto de fe en su presencia eucarística. De esta manera honramos, cuanto es posible, su divina veracidad, porque, así como la mayor honra podemos tributar a una persona es creer de plano en sus palabras, así la mayor injuria sería tenerle por embustero o poner en duda sus afirmaciones y exigirle pruebas y garantías de lo que dice. Y si el hijo cree a su padre bajo su palabra, el criado a su señor y los súbditos a su rey, ¿por qué no hemos de creer a Jesucristo cuando nos afirma con toda solemnidad que se halla en el santísimo Sacramento del altar?
Este acto de fe sencillo y sin condiciones en la palabra de Jesucristo le es muy glorioso, porque con él le reconocemos y adoramos en un estado oculto. Es más honroso para nuestro amigo el honor que le tributamos cuando le encontramos disfrazado y, para un rey, el que se la da cuando se presenta vestido con toda sencillez, que cualquier otro honor recibido de nosotros en otras circunstancias. Entonces honramos de veras a la persona y no los vestidos que usa.
Así sucede con nuestro Señor en el santísimo Sacramento. Reconocerle por Dios, a pesar de los velos eucarísticos que lo encubren, y concederle los honores que como a Dios le corresponden, es propiamente honrar la divina persona de Jesús y respetar el misterio que le rodea.
Al mismo tiempo, obrar así es para nosotros más meritorio, pues como san Pedro, cuando confesó la divinidad del hijo del hombre, y el buen ladrón, cuando proclamó la inocencia del crucificado, afirmamos de Jesucristo lo que es, sin mirar a lo que parece, o, mejor dicho, es creer lo contrario de los que nos dicen los sentidos, fiados únicamente de su palabra infalible.
Creamos, creamos en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. ¡Allí está Jesucristo! Que el respeto más profundo se apodere de nosotros al entrar en la Iglesia; rindámosle el homenaje de la fe y del amor que le tributaríamos si no encontráramos con Él en persona. Porque, en hecho de verdad, nos encontramos con Jesucristo mismo.
Sea éste nuestro apostolado y nuestra predicación, la más elocuente, por cierto, para los incrédulos e impíos.
(San Pedro Julián Eymard. Obras Eucarísticas. Ed. Eucaristía, Madrid, 1963, 38-41)
San Pedro Julián Eymard
La Comunión, Educación Divina
Todos serán enseñados de Dios,
Jn, 6, 45
Para ayo de un príncipe escógese al hombre más instruido, noble y distinguido. Honor es éste que se debe a la majestad soberana. Una vez crecido, el mismo rey le enseñará el arte de gobernar a los hombres; sólo él puede enseñarle este arte, por lo mismo que sólo él lo ejerce.
Todos los cristianos somos príncipes de Jesucristo: somos vástagos de sangre real. En sus primeros años, para comenzar nuestras educación. Nuestro Señor nos confía a us ministros, los cuales hablan de Dios, noes explican su naturaleza y atributos, no los muestran y prometen; pero hacernos sentir o comprender su bondad, eso no lo pueden: por lo que Jesucristo mismo se nos viene el día de la primera Comunión para darnos a gustar e l oculto e íntimo sentido de todas las instrucciones que hemos recibido y para revelarse por sí mismo al alma, cosa que no pueden hacer ni las palabras ni los libros. Formar al hombre espiritual a Jesucristo en nosotros es realmente el triunfo de la Eucaristía, una educación interior será siempre incompleta en tanto no la complete el mismo nuestro Señor.
I.
Jesucristo se nos viene para enseñarnos todas las verdades. La ciencia de quien no comulga es solamente especulativa. Como Jesús no se le ha mostrado, no sabe más que términos cuyo significado ignora. Puede que sepa la definición, la regla, los progresos que se ha de realizar una virtud para desarrollarse; pero no conoce a Jesucristo. Seméjase al ciego de nacimiento que, como no conocía a nuestro Señor, hablaba de Él como de un profeta o de una amigo de Dios. Cuando se le declaró Jesucristo, entonces vio a Dios, cayó a sus pies y le adoró.
El alma que antes de la Comunión tiene alguna idea de nuestro Señor o le conoce por los libros, en la sagrada mesa le ve y le reconoce con embeleso; sólo por sí mismo se da a conocer bien Jesucristo. La misma vida divina y sustancial verdad es la que nos enseña a comulgar y, fuera de sí, exclama uno: dominus meus et Deus meus. Lo mismo que el sol, Jesucristo se manifiesta mediante su propia luz y no con razonamientos. Esta íntima revelación mueve al espíritu a indagar las ocultas razones delos misterios, a sondear el amor y la bondad de Dios en sus obras; y este conocimiento no es estéril ni seco como la ciencia ordinaria, sino afectuoso y dulce, en el cual se siente al mismo tiempo que se conoce; mueve a amar, inflama y hace obrar. Ella hace penetrar en lo interior de los misterios; la adoración hecha después de la Comunión y bajo la influencia de la gracia de la Comunión no se contenta con levantar la corteza, sino que ve, razona, contempla; Scutatur profunda Dei. Se va de claridad en claridad como en el cielo. El Salvador se nos parece desde un aspecto siempre nuevo, y así, por más que el asunto sea siempre Jesús vivo en nosotros, la meditación nunca es la misma. Hay en Jesús abismos de amor que es menester sondear con fe amante y activa. ¡Ah! ¡Si nos atreviéramos a penetrarle, cómo le amaríamos! Mas la apatía, la pereza, se contenta con unos cuantos datos muy trillados, con algunos puntos de vista exteriores. La pereza tiene miedo de amar. Y cuanto a tanto mayor amor se ve uno obligado.
II
La educación por medio de la Comunión, por medio de Jesús presente en nosotros, nos forma en el amor y hacer producir numerosos actos de amor, en lo cual están comprendidas todas las virtudes. Y la manera de educarnos Jesús en el amor es demostrando clarísima e íntimamente cuánto nos ama. Convéncenos de que nos da cuanto es y cuanto tiene y nos obliga a amar con el exceso mismo de su amor para con nosotros. Mirad cómo se las arregla la madre para que su hijo la ame. Pues lo mismo hace nuestro Señor.
Nadie puede daros el amor de Jesucristo ni infundirlo en vuestro corazón. Lo que sí puede hacerse es exhortaros; pero el enseñar cómo se ama está por encima de los medios humanos; es cosa que se aprende sintiendo. Sólo a nuestro Señor incumbe esta educación del corazón, porque sólo él quiere ser su fin. Comienza por dar el sentimiento del amor, luego la razón del amor y, finalmente, impulsa al heroísmo del amor. Todo esto no se aprende fuera de la Comunión, “Si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis la vida en vosotros”. ¿Y qué vida puede ser ésta sino la del amor, la vida activa que no se saca más que del manantial, o sea del mismo Jesús?
¿En qué día o en qué acto de la vida se siente uno más amado que en el de la Comunión? Verdad es que se llora de gozo cunado se nos perdonan los pecados; pero el recuerdo de los mismos impide que la dicha sea cabal; mientras que en la Comunión se goza de la plenitud de la felicidad, sólo aquí se ven y se aprecian todos los sacrificios de Jesucristo y bajo el peso de amor tanto se prorrumpe en exclamaciones como ésta: Dios mio, ¿cómo es posible que me améis tanto? Y levántase de la sagrada mesa respirando fuego de amor. Tanquam ignem spirantes. No puede menos de sentirse la negra ingratitud que sería no hacer nada en pago de tanta bondad, y tras de sumergirse en la propia nada y sentirse incapaz para todo por sí mismo, pero fuerte con el que está consigo, va luego a todas las virtudes. El amor así sentido engendra siempre abnegación bastante para corresponder fielmente.
Lo que deba hacerse lo indica el amor, el cual, haciéndonos salir fuera de nosotros, nos eleva hasta las virtudes de nuestro Señor y en él nos concentra. Una educación así dirigida lleva muy lejos y pronto. El motivo por el cual tantos cristianos quedan en el umbral de la virtud es porque no quieren romper las cadenas que los detiene y ponerse con confianza bajo la dirección de Jesucristo. Bien ven que si comulgaran les sería preciso darse en pago, porque no podrían resistir a tanto amor. Por eso se contentan con libros y palabras, sin atreverse a dirigirse al maestro mismo.
Oh hermanos míos, tomad por maestro al mismo Jesucristo. Introducidle en vuestra alma para que Él dirija todas vuestras acciones. No vayáis a contentaros con el evangelio ni con las tradiciones cristianas, ni tampoco meditar los misterios de la vida pasada. Jesucristo está vivo; encierra en sí todos los misterios, que viven en Él y en Él tiene su gracia. Entregaos, pues, a Jesucristo y que Él more en vosotros; así produciréis mucho fruto, según la promesa que os tiene hecha; Qui manet in me, et ego in eo, hic fert fructum multum.
(San Pedro Julián Eymard. Obras Eucarísticas. Ed. Eucaristía, Madrid, 1963, 308-310)
San Juan Crisóstomo
“Yo soy el pan vivo; el que coma de este pan vivirá para siempre”
(Jn.6,41-51)
PABLO, escribiendo a los filipenses, dice de algunos de ellos: Cuyo dios es el vientre y ponen su gloria en lo que es su vergüenza. Que trata ahí de los judíos es cosa clara por lo que precede; y también por lo que ahora aquí dicen de Cristo. Cuando les suministró el pan y les hartó sus vientres, lo llamaron profeta y querían hacerlo rey. Pero ahora que los instruyó acerca del alimento espiritual y la vida eterna, y los levantó de lo sensible y les habló de la resurrección y les elevó los pensamientos, convenía que quedaran estupefactos de admiración. Pero al revés, se le apartan y murmuran.
Si Cristo era el Profeta, como ellos lo afirmaban anteriormente, diciendo: Porque éste es aquel de quien dijo Moisés: El Señor Dios os enviará un Profeta de entre vosotros, como yo: a él escuchadlo, lo necesario era prestarle oídos cuando decía: He descendido del cielo. Pero no lo escuchaban, sino que murmuraban. Todavía lo reverenciaban a causa del reciente milagro de los panes; y por esto no lo contradecían abiertamente, pero murmuraban y demostraban su indignación, pues no les preparaba una mesa como ellos la querían. Y decían murmurando: ¿Acaso no es éste el hijo de José? Se ve claro por aquí que aún ignoraban su admirable generación. Por lo cual todavía lo llaman hijo de José.
Jesús no los corrigió ni les dijo: No soy hijo de José. No lo hizo porque en realidad fuera El hijo de José, sino porque ellos no podían aún oír hablar de aquel parto admirable. Ahora bien, si no estaban aún dispuestos para oír acerca del parto según la carne, mucho menos lo estaban para oír acerca del otro admirable y celestial. Si no les reveló lo que era más asequible y humilde, mucho menos les iba a revelar lo otro. A ellos les molestaba que hubiera nacido de padre humilde; pero no les reveló la verdad para no ir a crear otro tropiezo tratando de quitar uno. ¿Qué responde, pues, a los que murmuraban? Les dice: Nadie puede venir a Mí si mi Padre que a Mi me envió no lo atrae. (…)
Y Yo lo resucitaré al final de los tiempos. Grande aparece aquí la dignidad del Hijo, pues el Padre atrae y El resucita. No es que se reparta la obra entre el Padre y el Hijo. ¿Cómo podría ser semejante cosa? sino que declaraba Jesús la igualdad de poder. Así como cuando dijo: El Padre que me envió da testimonio de Mi, los remitió a la Sagrada Escritura, no fuera a suceder que algunos vanamente cuestionaran acerca de sus palabras, así ahora los remite a los profetas, y los cita para que se vea que Él no es contrario al Padre. Pero dirás: Los que antes existieron ¿acaso no fueron enseñados por Dios? Entonces ¿qué hay de más elevado en lo que ahora ha dicho? Que en aquellos tiempos anteriores los dogmas divinos se aprendían mediante los hombres; pero ahora se aprenden mediante el Unigénito y el Espíritu Santo. Luego continúa: No que alguien haya visto al Padre, sino el que viene de Dios. No dice aquí esto según la razón de causa, sino según el modo de la substancia. Si lo dijera según la razón de causa lo cierto es que todos venimos de Dios. Y entonces ¿en dónde quedaría la preminencia del Hijo y su diferencia con nosotros? Dirás: ¿por qué no lo expresó más claramente? Por la rudeza de los oyentes. Si cuando afirmó: Yo he venido del Cielo, tanto se escandalizaron ¿qué habría sucedido si hubiera además añadido lo otro? A Sí mismo se llama pan de vida porque engendra en nosotros la vida así presente como futura. Por lo cual añade: Quien comiere de este pan vivirá para siempre. Llama aquí pan a la doctrina de salvación, a la fe en El, o también a su propio cuerpo. Porque todo eso robustece al alma. En otra parte dijo: Si alguno guarda mi doctrina no experimentará la muerte; y los judíos se escandalizaron. Aquí no hicieron lo mismo, quizá porque aún lo respetaban a causa del milagro de los panes que les suministró. Nota bien la diferencia que establece entre este pan y el maná, atendiendo a la finalidad de ambos. Puesto que el maná nada nuevo trajo consigo, Jesús añadió: Vuestros Padres comieron el maná en el desierto y murieron. Luego pone todo su empeño en demostrarles que de él han recibido bienes mayores que los que recibieron sus padres, refiriéndose así oscuramente a Moisés y sus admiradores. Por esto, habiendo dicho que quienes comieron el maná en el desierto murieron, continuó: El que come de este pan vivirá para siempre. Y no sin motivo puso Aquello de en el desierto, sino para indicar que aquel maná no duró perpetuamente ni llegó hasta la tierra de promisión; pero dice que éste otro pan no es como aquél. Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo. Tal vez alguno en este punto razonablemente dudando preguntaría: ¿por qué dijo esto en semejante ocasión? Porque para nada iba a ser de utilidad a los judíos, ni los iba a edificar. Peor aún: iba a dañar a los que ya creían. Pues dice el evangelista: Desde aquel momento muchos de los discípulos se volvieron atrás, y dejaron definitivamente su compañía. Y decían: duro es este lenguaje e intolerable. ¿Quién podrá soportarlo? Porque tales cosas sólo se habían de comunicar con los discípulos, como advierte Mateo: En privado a sus discípulos se lo declaraba todo.
¿Qué responderemos a esto? ¿Qué utilidad había en ese modo de proceder? Pues bien, había utilidad y por cierto muy grande e incluso era necesario. Insistían pidiéndole alimento, pero corporal; y recordando el manjar dado a sus padres, decían ser el maná cosa de altísimo precio. Jesús, demostrándoles ser todo eso simples figuras y sombras, y que este otro era el verdadero pan y alimento, les habla del manjar espiritual. Insistirás alegando que debía haberles dicho: Vuestros padres comieron el maná en el desierto, pero Yo os he dado panes. Respondo que la diferencia es muy grande, pues esos panes parecían cosa mínima, ya que el maná había descendido del cielo, mientras que el milagro de los panes se había verificado en la tierra. De manera que, buscando ellos el alimento bajado del cielo, Jesús les repetía: Yo he venido del Cielo. Y si todavía alguno preguntara: ¿por qué les habló de los sagrados misterios? le responderemos que la ocasión era propicia. Puesto que la oscuridad en las palabras siempre excita al oyente y lo hace más atento, lo conveniente era no escandalizarse, sino preguntar.
Si en realidad creían que era el Profeta, debieron creer en sus palabras. De modo que nació de su necedad el que se escandalizaran, pero no de la oscuridad del discurso. Considera por tu parte en qué forma poco a poco va atrayendo a sus discípulos. Porque son ellos los que le dicen: Tú tienes palabras de vida eterna. ¿A quién iremos? Por lo demás aquí se declara El como dador y no el Padre: El pan que Yo daré es mi carne para vida del mundo. No contestaron las turbas igual que los discípulos, sino todo al contrario: Intolerable es este lenguaje, dicen. Y por lo mismo se le apartan. Y sin embargo, la doctrina no era nueva ni había cambiado. Ya la había dado a conocer el Bautista cuando a Jesús lo llamó Cordero. Dirás que ellos no lo entendieron. Eso yo lo sé muy bien; pero tampoco los discípulos lo habían entendido. Pues si lo de la resurrección no lo entendían claramente y por tal motivo ignoraban lo que quería decir aquello de: Destruid este santuario y en tres días lo levantaré, mucho menos comprendían lo anteriormente dicho, puesto que era más oscuro.
Sabían bien que los profetas habían resucitado aunque esto no lo dicen claramente las Escrituras; en cambio, que alguien hubiera comido carne humana, ningún profeta lo dijo. Y sin embargo lo obedecían y lo seguían y confesaban que Él tenía palabras de vida eterna. Porque lo propio del discípulo es no inquirir vanamente las sentencias de su Maestro, sino oír y asentir y esperar la solución de las dificultades para el tiempo oportuno. Tal vez alguien preguntará: entonces ¿por qué sucedió lo contrario y se le apartaron? Sucedió eso por la rudeza de ellos. Pues en cuanto entra en el alma la pregunta: ¿cómo será eso? al mismo tiempo penetra la incredulidad. Así se perturbó Nicodemo al preguntar: ¿Cómo puede el hombre entrar en el vientre de su madre? Y lo mismo se perturban ahora éstos y dicen: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Si inquieres ese cómo ¿por qué no lo investigaste cuando multiplicó los panes, ni dijiste: cómo ha multiplicado los cinco panes y los ha hecho tantos? Fue porque entonces sólo cuidaban de hartarse y no reflexionaban en el milagro.
Dirás que en ese caso la experiencia enseñó el milagro. Pues bien: precisamente por esa experiencia precedente convenía más fácilmente darle crédito ahora. Para eso echó por delante suceso tan maravilloso, para que enseñados por El, ya no negaran su asentimiento a sus palabras. Pero ellos entonces ningún provecho sacaron de ellas. Nosotros en cambio disfrutamos del beneficio en su realidad. Por lo cual es necesario que sepamos cuál sea el milagro que se verifica en nuestros misterios y por qué se nos han dado y cuál sea su utilidad.
Dice Pablo: Somos un solo cuerpo y miembros de su carne y de sus huesos. Los ya iniciados den crédito a lo dicho. Ahora bien, para que no sólo por la caridad, sino por la realidad misma nos mezclemos con su carne, instituyó los misterios; y así se lleva a cabo, mediante el alimento que nos proporcionó; y por este camino nos mostró en cuán grande amor nuestro arde. Por eso se mezcló con nuestro ser y nos constituyó en un solo cuerpo, para que seamos uno, como un cuerpo unido con su cabeza. Esto es indicio de un ardentísimo amor. Y esto da a entender Job diciendo de sus servidores que en forma tal lo amaban que anhelaban identificarse con su carne y mezclarse a ella, y decían: ¿Quién nos dará de sus carnes para hartarnos?
Procedió Cristo de esta manera para inducimos a un mayor amor de amistad y para demostrarnos El a su vez su caridad. De modo que a quienes lo anhelaban, no únicamente se les mostró y dio a ver, sino a comer, a tocarlo, a partirlo con los dientes, a identificarse con El; y así sació por completo el deseo de ellos. En consecuencia, tenemos que salir de la mesa sagrada a la manera de leones que respiran fuego, hechos terribles a los demonios, pensando en cuál es nuestra cabeza y cuán ardiente caridad nos ha demostrado. Fue como si dijera: Con frecuencia los padres naturales entregan a otros sus hijos para que los alimenten; mas Yo, por el contrario, con mi propia carne los alimento, a Mí mismo me sirvo a la mesa y quiero que todos vosotros seáis nobles y os traigo la buena esperanza para lo futuro. Porque quien en esta vida se entregó por vosotros, mucho más os favorecerá en la futura. Yo anhelé ser vuestro hermano y por vosotros tomé carne y sangre, común con las vuestras: he aquí que de nuevo os entrego mi carne y mi sangre por las que fui hecho vuestro pariente y consanguíneo.
Esta sangre modela en nosotros una imagen regia, llena de frescor; ésta engendra en nosotros una belleza inconcebible y prodigiosa; ésta impide que la nobleza del alma se marchite, cuando con frecuencia la riega y el alma de ella se nutre. Porque en nosotros la sangre no se engendra directamente del alimento sino que se engendra de otro elemento; en cambio esta otra sangre riega al punto el alma y le confiere gran fortaleza. Esta sangre, dignamente recibida, echa lejos los demonios, llama hacia nosotros a los ángeles y al Señor mismo de los ángeles. Huyen los demonios en cuanto ven la sangre del Señor y en cambio acuden presurosos los ángeles. Derramada esta sangre, purifica el universo.
Muchas cosas escribió de esta sangre Pablo en la Carta a los Hebreos, discurriendo acerca de ella. Porque esta sangre purificó el santuario y el Santo de los santos. Pues si tan gran fuerza y virtud tuvo en figura, en el templo aquel de los hebreos, en medio de Egipto, en los dinteles de las casas rociada, mucho mayor la tendrá en su verdad y realidad. Esta sangre consagró el ara y el altar de oro, y sin ella no se atrevían los príncipes de los sacerdotes a entrar en el santuario. Esta sangre consagraba a los sacerdotes; y en figura aún, limpiaba de los pecados. Pues si en figura tan gran virtud tenía; si la muerte en tal forma se horrorizó ante sola su figura, pregunto yo: ¿cuánto más se horrorizará ante la verdad? Esta sangre es salud de nuestras almas; con ella el alma se purifica, con ella se adorna, con ella se inflama. Ella torna nuestra mente más brillante que el fuego; ella hace el alma más resplandeciente que el oro; derramada, abrió la senda del cielo. Tremendos en verdad son los misterios de la Iglesia: tremendo y escalofriante el altar del sacrificio. Del paraíso brotó una fuente que lanzaba de si ríos sensibles; pero de esta mesa brota una fuente que lanza torrentes espirituales. Al lado de esta fuente crecen y se alzan no sauces infructuosos, sino árboles cuya cima toca al cielo y produce frutos primaverales que jamás se marchitan. Si alguno arde en sed, acérquese a esta fuente y tiemple aquí su ardor. Porque ella ahuyenta el ardor y refrigera todo lo que esta abrasado y árido: no lo abrasado por los rayos del sol, das lo que han abrasado las saetas encendidas de fuego. Porque ella tiene en los cielos su principio y venero, y desde allá alimentada. Masa de ella abundantes arroyos, lanzados por el Espíritu Santo Parácleto y mi Hijo es medianero; y no abre el cauce vallándolo de un bieldo, sino abriendo nuestros afectos. Esta es fuente de luz que difunde vertientes de verdad. De pie están junto a ella lea Virtudes del cielo, contemplando la belleza de NI alvéolos; porque todas ellos perciben con mayor claridad la fuerza de la sangre que tienen delante y sus inaccesibles efluvios. Como si alguien en una masa de oro líquido mete la mano o bien la lengua —si es que tal cosa puede hacerse—al punto la saca cubierta de oro, eso mismo hacen en el alma y mucho mejor los sagrados misterios que en la mesa se encuentran dispuestos. Porque hierve ahí y burbujea un río más ardoroso que el fuego, aunque no quema, sino que solamente purifica.
Esta sangre fue prefigurada antiguamente en los altares y sacrificios sangrientos de la ley; y es ella el precio del orbe; es ella con la que Cristo compró su Iglesia; y ella es la que a toda la Iglesia engalana. Como el que compra esclavos da por ellos oro, y si quiere engalanarlos con oro así los engalana, del mismo modo Cristo con su sangre nos compró y con su sangre nos hermosea. Los que de esta sangre participan forman en el ejército de los ángeles, de los arcángeles y de las Virtudes celestes, con la regia vestidura de Cristo revestidos y con armas espirituales cubiertos.
Pero… ¡ no, nada grande he dicho hasta ahora! Porque en realidad se hallan revestidos del Rey mismo.. Ahora bien, así como el misterio es sublime y admirable, así también, si te acercas con alma pura, te habrás acercado a la salud; pero si te acercas con mala conciencia, te habrás acercado al castigo y al tormento. Porque dice la Escritura: Quien come y bebe en forma indigna del Señor, come y bebe su condenación. Si quienes manchan la púrpura real son castigados como si la hubieran destrozado ¿por qué ha de ser admirable que quienes con ánimo inmundo reciben este cuerpo, sufran el mismo castigo que quienes lo traspasaron con clavos?
Observa cuán tremendo castigo nos presenta Pablo: Quien violó la ley de Moisés irremisiblemente es condenado a muerte bajo la deposición de dos o tres testigos. Pues ¿cuánto más duro castigo juzgáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios y profanó deliberadamente la sangre de la alianza, con la que fue santificado? Miremos por nosotros mismos, carísimos, pues de tan grandes bienes gozamos; y cuando nos venga gana de decir algo torpe o notemos que nos arrebata la ira u otro afecto desordenado, pensemos en los grandes beneficios que se nos han concedido al recibir al Espíritu Santo.
Este pensamiento moderará nuestras pasiones. ¿Hasta cuándo estaremos apegados a las cosas presentes? ¿hasta cuándo despertaremos? ¿hasta cuándo habremos de olvidar totalmente nuestra salvación? Recordemos lo que Dios nos ha concedido, démosle gracias, glorifiquémoslo no solamente con la fe sino además con las obras, para que así consigamos los bienes futuros, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria, juntamente con el Padre y, el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos.—Amén.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan, Editorial Tradición, México, 1981, p. 15 – 23)
Guión Domingo XIX Tiempo Ordinario
1 de agosto 2024 – CICLO B
Entrada La fe exige de nosotros un salto, un abandono, una expropiación. La fe es respuesta a esa atracción del Padre, a esa acción suya íntima y secreta en lo hondo de nuestra alma. Cristo es siempre el pan que alimenta y da vida; y la fe nos permite comulgar, es decir entrar en comunión con Él.
Primera Lectura: Elías, fortalecido por un alimento que el Señor le proporcionó, caminó hasta el Horeb, la montaña de Dios. Reyes 19, 1-8
Segunda Lectura: A ejemplo de Cristo, debemos practicar el amor extremado sacrificándonos por nuestros hermanos. Ef. 4, 30 – 5, 2
Evangelio: Cristo se revela como “el Pan vivo bajado del cielo”. Nuestra sumisión a su palabra acrecienta nuestra unión con Él y, por tanto, la vida. Jn. 6, 41-51
Preces
Queridos hermanos, acudamos a Dios, Eterno Padre, que en las dificultades, nos da su Gracia.
A cada intención respondemos…
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Por la Iglesia, para que solícita a la voz de Dios, se adelante siempre a anunciar la paz y que los pueblos que están en guerra sepan aceptar el anuncio de salvación que ella predica para emprender el camino del diálogo. Oremos…
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Por los sacerdotes ministros del Altar, para que sean intrépidos en su misión de administrar el pan de tu Palabra y de tu Cuerpo entre los hombres. Oremos…
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Por los hombres que buscan una mayor intimidad en el encuentro con Dios, para que los templos, a imagen del Monte de Dios, sean verdaderos lugares de recogimiento y oración. Oremos…
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Por los jóvenes de nuestra Patria, para que iluminados por el Espíritu Santo se abran generosos a las fuentes de la salvación y reconquisten para Dios la fidelidad de nuestro pueblo. Oremos…
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Por los enfermos y los que sufren, para que abrazados calladamente por la paciencia a la Cruz, su fe no desfallezca y pongan toda su esperanza en Dios. Oremos…
Padre, que en tu inmenso amor nos hiciste a imagen y semejanza tuya; vuelve tus ojos y danos lo que como hijos te pedimos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Ofrendas
Nos adherimos al Señor uniéndonos a su Sacrificio y así comulgamos con Él haciendo nuestras sus disposiciones de entrega y oblación.
* Que estos cirios indiquen en la persona de los misioneros, la presencia de Cristo entre los hombres.
* Que el pan y el vino que ofrecemos como nuestros dones, sean signos de nuestro voluntario holocausto unido al de Cristo Señor.
Comunión: Comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre de Cristo nos asimilamos a su Alma y somos así instrumentos de su Redención.
Salida: El santo seno de la Virgen Inmaculada es el sagrado molde donde el Espíritu Santo formó al Pan Vivo. Viviendo en Ella vivimos en intimidad de amor con tu Hijo.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
El valor del alma
¿Quieres saber el valor de un alma? No se lo preguntes a los mundanos que tan de balde venden la suya. Yo te diré a quien se lo tienes que preguntar.
Miremos a un joven sacerdote, húmeda todavía en su frente la unción sacerdotal. Nuevo Javier, se ha dicho con los ojos puestos en las huellas del divino impaciente para procurar a las almas su Dios y su eternidad:
– ¡Yo también iré hasta el fin del mundo!
Vemos aquí que se lanza. Y ¿qué ha hecho? Ha roto en un día los lazos que le ataban a lo que más se ama, la patria, la familia, el corazón de un padre y de una madre. Con el corazón sangrando por esas heridas, la más profunda, ha pasado por encima de todas las lágrimas, enjugando y disimulando las suyas, y lo vemos a cuatro mil leguas de todo aquello que ha hecho su felicidad, próximo a desembarcar en una horrible playa.
Allí se presentan los salvajes que empuñan sus mazas, y lanzando a su futura víctima miradas feroces parecen decir con los ojos crueles en que se pinta como un espejo la sed de la sangre:
– ¡He aquí nuestra presa! ¡Mañana la mataremos y nos la comeremos!
¿Qué vas hacer, hermano mío apóstol, qué vas hacer? ¿Retroceder? Más ¿para qué viniste? ¡No, tú no retrocederás! ¡El misionero de Cristo no retrocede jamás! ¿Qué hacer? ¿Avanzar? ¡Pero esto es entregarte a una muerte cierta! No importa.
– Adelantaré –dice- por poder dejar caer sobre esa playa inhospitalaria una gota de sangre redentora, y si es menester para regarla con mi propia sangre.
Y desembarca en la horrible ribera. Planta en ella la cruz, y ofrece una vez el Santo Sacrificio. Al día siguiente los salvajes acuden, y le rompen la cabeza, y el apóstol convierte el sacrificio de su vida en precio de las almas.
Miremos hermanos este espectáculo sublime y avergoncémonos de lo poco que hacemos por nuestra propia alma, cuando este misionero dio su vida por los demás.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 357)