PRIMERA LECTURA
Se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán
Lectura del libro de Isaías 40, 1-5. 9-11
¡Consuelen, consuelen a mi Pueblo, dice su Dios!
Hablen al corazón de Jerusalén y anúncienle que su tiempo de servicio se ha cumplido, que su culpa está pagada, que ha recibido de la mano del Señor doble castigo por todos sus pecados.
Una voz proclama: ¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en la estepa un sendero para nuestro Dios!
¡Que se rellenen todos los valles y se aplanen todas las montañas y colinas; que las quebradas se conviertan en llanuras y los terrenos escarpados, en planicies!
Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán juntamente, porque ha hablado la boca del Señor.
Súbete a una montaña elevada, tú que llevas la buena noticia a Sión; levanta con fuerza tu voz, tú que llevas la buena noticia a Jerusalén. Levántala sin temor, di a las ciudades de Judá: « ¡Aquí está su Dios!»
Ya llega el Señor con poder y su brazo le asegura el dominio: el premio de su victoria lo acompaña y su recompensa lo precede.
Como un pastor, El apacienta su rebaño, lo reúne con su brazo; lleva sobre su pecho a los corderos y guía con cuidado a las que han dado a luz.
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 103, 1b-4. 24-25. 27-30
R. ¡Bendice al Señor, alma mía!
¡Señor, Dios mío, qué grande eres!
Estás vestido de esplendor y majestad
y te envuelves con un manto de luz.
Tú extendiste el cielo como un toldo. R.
Construiste tu mansión sobre las aguas.
Las nubes te sirven de carruaje y avanzas en alas del viento.
Usas como mensajeros a los vientos,
y a los relámpagos, como ministros. R.
¡Qué variadas son tus obras, Señor!
¡Todo lo hiciste con sabiduría,
la tierra está llena de tus criaturas!
Allí está el mar, grande y dilatado,
donde se agitan, en número incontable,
animales grandes y pequeños. R.
Todos esperan de ti
que les des la comida a su tiempo:
se la das, y ellos la recogen;
abres tu mano, y quedan saciados. R.
Si escondes tu rostro, se espantan;
si les quitas el aliento, expiran y vuelven al polvo.
Si envías tu aliento, son creados,
y renuevas la superficie de la tierra. R.
SEGUNDA LECTURA
Él nos salvó haciéndonos renacer por el bautismo
y renovándonos por el Espíritu Santo
Lectura de la carta del Apóstol san Pablo a Tito 2, 11-14; 3, 4-7
Querido hijo:
La gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres, se ha manifestado. Ella nos enseña a rechazar la impiedad y los deseos mundanos, para vivir en la vida presente con sobriedad, justicia y piedad, mientras aguardamos la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús. Él se entregó por nosotros, a fin de librarnos de toda iniquidad, purificarnos y crear para sí un Pueblo elegido y lleno de celo en la práctica del bien.
Pero cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres, no por las obras de justicia que habíamos realizado, sino solamente por su misericordia, Él nos salvó, haciéndonos renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo. Y derramó abundantemente ese Espíritu sobre nosotros por medio de Jesucristo, nuestro Salvador, a fin de que, justificados por su gracia, seamos en esperanza herederos de la Vida eterna.
Palabra de Dios.
ALELUIA Cf. Lc. 3, 16
Aleluia
«Viene uno que es más poderoso que yo», dijo Juan Bautista;
«Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego».
Aleluia.
EVANGELIO
Jesús fue bautizado
y, mientras estaba orando, se abrió el cielo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 3, 15-16. 21-22
Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntan si Juan Bautista no sería el Mesías, él tomó la palabra y les dijo: «Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego».
Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre Él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección».
Palabra del Señor
Alois Stöger
Bautismo de Jesús
(Lc/03/21-22)
El bautismo de Jesús sólo se menciona de paso; se halla en segundo término. La proclamación divina que glorifica a Jesús ocupa el primer plano del relato. Dios se manifiesta después del bautismo, pero este hecho va precedido de una triple humillación. Jesús es uno del pueblo, uno de tantos que acude a bautizarse; se ha convertido en uno cualquiera. Jesús recibe el bautismo de conversión y penitencia para el perdón de los pecados como uno de tantos pecadores. Ora como oran los hombres que tienen necesidad de ayuda. El bautismo de penitencia y la plegaria preparan para la recepción del Espíritu. Pedro dice: «Convertíos, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hec_2:38). El padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan (Luc_11:13). El Espíritu Santo es enviado y opera mientras se ora.
La triple humillación va seguida de una triple exaltación. El cielo se abre sobre Jesús. Se espera que en el tiempo final se abra el cielo que hasta ahora estaba cerrado: «¡Oh si rasgaras los cielos y bajaras, haciendo estremecer las montañas!» (Isa_64:1). Jesús es, el Mesías. En él viene Dios. él mismo es el lugar de la manifestación de Dios en la tierra, el Betel neotestamentario (cf. Jua_50:51), donde se abrió la puerta del cielo y Dios se hizo presente a Jacob (Gen_28:17).
El Espíritu Santo descendió sobre Jesús. Vino en forma corporal, en forma de paloma. Según Lucas, el acontecimiento del Jordán es un hecho que se puede observar. La paloma desempeña gran papel en el pensamiento religioso. El Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas cuando comenzó la obra de la creación. La imagen de esta representación la ofrecía la paloma que se posa sobre sus crías. La voz de Dios se comparaba con el arrullo de la paloma. Si se buscaba un símbolo del alma, elemento vivificante del hombre, se recurría a la imagen de la paloma, considerada también como símbolo de la sabiduría. De ahora en adelante, el Espíritu de Dios hace en Jesús la obra mesiánica, que causa nueva creación, revelación, vida y sabiduría.
Jesús, como engendrado por el Espíritu, posee el Espíritu (1,35). Lo recibirá del Padre cuando sea elevado a la diestra de Dios (Hec_2:33), y ahora lo recibe también. El Espíritu no se da a Jesús gradualmente, pero las diferentes etapas de su vida desarrollan cada vez más la posesión del Espíritu. Dios es quien determina este desarrollo.
La voz de Dios declara a Jesús, Hijo de Dios. Como es engendrado por Dios, por eso es ya su Hijo (Hec_1:32.35). Después de su resurrección se le proclama solemnemente como tal: «Dios ha resucitado a Jesús, como ya estaba escrito en el salmo segundo: Hijo mío eres tú; hoy te he engendrado» (Hec_13:33). La voz del cielo clama aplicando a Jesús este mismo salmo que canta al Mesías como rey y sacerdote. En el «hoy» de la hora de la salvación lo da Dios a la humanidad como rey y sacerdote mesiánico. A esta hora miraban los tiempos pasados, a ella volvemos nosotros los ojos.
(Stöger, A., El Evangelio de San Lucas, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)
San Juan Pablo Magno
Con su Bautismo, comienza la vida pública del Redentor
Queridos hermanos y hermanas:
- La fiesta litúrgica del Bautismo de Jesús, nos recuerda el acontecimiento que inauguró la vida pública del Redentor, y comenzó así a manifestarse el misterio ante el pueblo.
El relato evangélico pone de relieve la conexión que hay, desde el comienzo, entre la predicación de Juan Bautista y la de Jesús. Al recibir aquel bautismo de penitencia, Jesús manifiesta la voluntad de establecer una continuidad entre su misión y el anuncio que el Precursor había hecho de la proximidad de la venida mesiánica. Considera a Juan Bautista como el último de la estirpe de los Profetas y “más que un profeta” (Mt 11, 9), ya que fue encargado de abrir el camino al Mesías.
En este acto del Bautismo aparece la humildad de Jesús: Él, el Hijo de Dios, aunque es consciente de que su misión transformará profundamente la historia del mundo, no comienza su ministerio con propósitos de ruptura con el pasado, sino que se sitúa en el cauce de la tradición judaica, representada por el Precursor. Esta humildad queda subrayada especialmente en el Evangelio de San Mateo, que refiere las palabras de Juan Bautista: “Soy yo quien debe ser por Tí bautizado, ¿y vienes Tú a mí?” (3, 14). Jesús responde, dejando entender que en ese gesto se refleja su misión de establecer un régimen de justicia, o sea, de santidad divina, en el mundo: “Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia” (3, 15).
- La intención de realizar a través de su humanidad una obra de santificación, anima el gesto del bautismo y hace comprender su significado profundo. El bautismo que administraba Juan Bautista era un bautismo de penitencia con miras a la remisión de los pecados. Era conveniente para los que, reconociendo sus culpas, querían convertirse y retornar a Dios. Jesús, absolutamente santo e inocente, se halla en una situación diversa. No puede hacerse bautizar para la remisión de sus pecados. Cuando Jesús recibe un bautismo de penitencia y de conversión, es para la remisión de los pecados de la humanidad. Ya en el Bautismo comienza a realizarse todo lo que se había anunciado sobre el siervo doliente en el oráculo del libro de Isaías: allí el siervo es representado como un justo que llevaba el peso de los pecados de la humanidad y se ofrecía en sacrificio para obtener a los pecadores el perdón divino (53, 4-12).
El Bautismo de Jesús es, pues, un gesto simbólico que significa el compromiso en el sacrificio para la purificación de la humanidad.
El hecho de que en ese momento se haya abierto el Cielo, nos hace comprender que comienza a realizarse la reconciliación entre Dios y los hombres. El pecado había hecho que el Cielo se cerrase; Jesús restablece la comunicación entre el Cielo y la tierra. El Espíritu Santo desciende sobre Jesús para guiar toda su misión, que consistirá en instaurar la alianza entre Dios y los hombres.
- Como nos relatan los Evangelios, el Bautismo pone de relieve la filiación divina de Jesús: el Padre lo proclama su Hijo predilecto, en el que se ha complacido. Es clara la invitación a creer en el misterio de la Encarnación y, sobre todo, en el misterio de la Encarnación redentora, porque está orientada hacia el sacrificio que logrará la remisión de los pecados y ofrecerá la reconciliación al mundo. Efectivamente, no podemos olvidar que Jesús presentará más tarde este sacrificio como un bautismo, cuando pregunte a dos de sus discípulos: “¿Podéis beber el cáliz que Yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con que Yo he de ser bautizado?” (M 10, 38). Su Bautismo en el Jordán es sólo una figura; en la Cruz recibirá el Bautismo que va a purificar al mundo.
Mediante este Bautismo, que primero tuvo expresión en las aguas del Jordán y que luego fue realizado en el Calvario, el Salvador puso el fundamento del bautismo cristiano. El Bautismo que se practica en la Iglesia se deriva del sacrificio de Cristo.
Es el Sacramento con el cual, a quien se hace cristiano y entra en la Iglesia, se le aplica el fruto de este sacrificio: la comunicación de la vida divina con la liberación del estado de pecado.
El rito del Bautismo, rito de purificación con el agua, evoca en nosotros el Bautismo de Jesús en el Jordán. En cierto modo reproduce ese primer Bautismo, el del Hijo de Dios, para conferir la dignidad de la filiación divina a los nuevos bautizados. Sin embargo, no se debe olvidar que el rito bautismal produce actualmente su efecto en virtud del sacrificio ofrecido en la Cruz. A los que reciben el Bautismo se les aplica la reconciliación obtenida en el Calvario.
He aquí, pues, la gran verdad: el Bautismo, al hacernos partícipes de la Muerte y Resurrección del Salvador, nos llena de una vida nueva. En consecuencia, debemos evitar el pecado o, según la expresión del Apóstol Pablo, “estar muertos al pecado”, y “vivir para Dios en Cristo Jesús” (Rom 6, 11).
En toda nuestra existencia cristiana el Bautismo es fuente de una vida superior, que se otorga a los que, en calidad de hijos del Padre en Cristo, deben llevar en sí mismos la semejanza divina.
P. Alfredo Sáenz, S.J.
EL BAUTISMO: “SEPULCRO Y MADRE”
En Jesucristo culminan las instituciones y figuras del Antiguo Testamento. De manera más particular, con su Bautismo, terminan las muchas abluciones y purificaciones judaicas, descansando así los bosquejos inquietos que lo figuraban.
¿Cuáles fueron las grandes figuras del Antiguo Testamento que preludiaron el misterio del Bautismo en el Jordán? Señalemos, entre otras, la liberación del Pueblo elegido de la tiranía del Faraón, su paso por las aguas del Mar Rojo y su peregrinar a la patria de la promesa. Asimismo el Diluvio, donde las aguas se muestran bajo una doble razón: de muerte y de salvación. En efecto, las aguas torrenciales arrasaron a la humanidad pecadora, pero, a su vez, sirvieron de liberación para Noé y su familia, ya que prestaron sus lomos para el Arca. Símbolo de paz lo constituyó, entonces, la paloma que trajo una rama de olivo en su pico, mencionando la terminación del caos producido por el agua.
Éstas, y otras tantas figuras del Antiguo Testamento, culminan hoy en el Mesías que se sumerge en las aguas del Jordán. A esas mismas aguas accedía el pueblo, para recibir la purificación predicada por el Bautista. No se trataba de un mero lavado exterior del cuerpo, al modo de tantas abluciones estiladas por los judíos, sino de una purificación que invitaba al recambio de vida por medio de la penitencia. El Bautista exhortaba a convertirse del vicio a la virtud. Sin embargo, su bautismo, por noble que fuera, no producía la regeneración por medio de la gracia del Espíritu Santo.
Como lo relata el Evangelio de hoy, aconteció que también fue bautizado Jesús, internándose con su Cuerpo santísimo en las aguas del Jordán. Al contacto con esa carne bendita, las aguas resultaron purificadas. El Señor, con su poder divino, santificó las aguas, para que ellas sirviesen de ablución permanente a su descendencia. Allí, la Cabeza de la Iglesia hizo lo que convenía al Cuerpo, para que éste se incorporara realmente a Ella. El Señor nos dio el ejemplo. Él no necesitaba purificarse, ni desarraigar vicios propios, ni corregir sendas torcidas. Si entró al agua, aparentando ser pecador, necesitado de purificación, fue para damos ejemplo.
Hemos de apreciar en este Misterio, la humildísima actitud del Salvador. Siendo Él el Santo de los Santos, que no conoció ni la sombra del pecado, se muestra acá como pecador. ¿Acaso no venía a tomar todo lo nuestro? Y lo propio de nosotros es el pecado. ¿No lo veremos más tarde en su Cruz, hecho maldición por nuestros pecados?
En su Humanidad quiso recapitular toda la larga progenie adámica, necesitada del germen de vida. Cargando sobre sí al viejo Adán, lo sumerge en el agua, sepultando allí su condición pecadora, y lo levanta victorioso. Entonces el nuevo Adán puede decir, como antaño el sirio Naamán, que ha sido rejuvenecido en los miembros de su cuerpo, por la sanación de la lepra del pecado.
Así nos regenera el Señor. Desde su escuela de humildad, solicita a todos los pecadores que se dejen bañar en las aguas del bautismo, reconociéndose raza pecadora y deudora frente a Dios.
Con su Bautismo, el Señor nos regala el Bautismo cristiano. Y desde entonces, las aguas cumplen con su doble propósito que manifestaron a lo largo de la historia de la salvación, es decir, ser sepultura y salvación. Porque en el Bautismo quedó sepultada nuestra condición pecadora, de manera similar a como Cristo reposó en el sepulcro, pero allí también encontramos la regeneración y la victoria, a semejanza de Cristo resucitado. No en vano decía San Cirilo que las aguas bautismales son “sepulcro y madre”. Sepulcro para el viejo Adán, madre para el engendrado. Y todo esto gracias al poder que Cristo otorgó al sacramento por su muerte y resurrección.
De esta manera, el Bautismo cristiano, cumpliendo con su cometido histórico, realiza lo simbolizado en las figuras. Porque también las aguas del mar Rojo fueron sepulcro para el Faraón y sus tropas, y madre libertadora para el Pueblo de Dios. También ellas fueron, en el Diluvio, entierro para los pecadores y salvación para el justo Noé y su familia.
El Bautismo, como todos los sacramentos de la Nueva Ley, recuerdan y recapitulan el pasado, realizando en el presente lo que significan, pero además son como promesas para el futuro. Si es cierto que el Bautismo resucita nuestras almas, también nos da la esperanza de que algún día nuestros propios cuerpos resucitarán del sepulcro, como el Señor lo hizo. Será entonces cuando bendeciremos eternamente las maravillas que Dios produjo por medio del agua.
El relato evangélico nos dice que el Espíritu Santo bajó sobre Jesús en forma de paloma. La presencia del Espíritu, en el momento del Bautismo del Señor, nos induce a comprender que la paz ha comenzado. Algo semejante sucedió en el Diluvio, cuando al término del huracán y de las lluvias incesantes, expresión de la cólera de Dios, sucedió la bonanza, apareciendo una paloma con una ramita de olivo en su pico. El caos producido por el pecado ha terminado. Hoy comienzan “los cielos nuevos y la tierra nueva”. Se inaugura la tranquilidad tan esperada por innúmeras generaciones. También el Padre quiso estar presente, haciéndose oír por medio de una voz testimoniante: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. Desde siempre Él se ha complacido en la suma Bondad de su Hijo. Si dice ahora estas palabras es por nosotros, para que tomemos cuenta de ello. Ampliando los horizontes, podría decir que la complacencia del Padre no recae sólo en su Hijo natural, sino también en cada uno de sus hijos adoptivos, regenerados en el Bautismo. Cada uno de nosotros debe suscitar la complacencia del Padre, debe ser “la alegría de sus pupilas”. Él nos ve en el Hijo, y nos reconoce como hijos. Él nos ama en su Hijo, y está dispuesto a concedemos lo que dio a su Hijo. Entre otras cosas, el Espíritu Santo, Don del amor, y la herencia del cielo.
Hemos de ser conscientes de lo que significa haber nuevamente nacido. No según la carne, sino según el espíritu. Hemos sido engendrados para vivir desde la tierra una vida según el cielo. Por eso nos dice el Apóstol que desde ya somos ciudadanos de la Jerusalén celestial.
Por la sepultura del agua hemos muerto al pecado. Debemos vivir así: como muertos. ¿En qué sentido? Muertos al pecado. Un muerto no piensa, no siente, no habla. Así el cristiano no debe pensar, ni sentir, ni hablar nada que tenga el vestigio del pecado. Será nuestra gran tarea, nunca del todo terminada, concrucificamos con Cristo, morir cada día siempre de nuevo, como decía San Pablo.
Sin embargo, este es el aspecto negativo de nuestra justificación. No sólo hemos de luchar para ir muriendo progresivamente al pecado, sino que hemos de vivir, ya desde ahora, la alegría de la libertad de los hijos de Dios. En el Paraíso terrenal, Adán y Eva eran como niños felices, que gozaban de la amistad con su Creador. Hoy esto es posible por medio de la gracia. Nuevamente hemos recuperado la dignidad de hijos de Dios, pertenecemos a la Familia Trinitaria. Hemos de vivir como domésticos de su Casa. Debemos mantener con Dios un trato realmente familiar. En razón del Bautismo, Dios mismo ha querido dignarse tomar nuestra pobre morada, alma y cuerpo, como su más preciado tabernáculo. Somos, pues, al decir de San Ignacio de Antioquía, theóforos, es decir “portadores de Dios”, tema muy meditado en la primitiva Iglesia.
Refiriéndose a nuestra dignidad recuperada por el agua, decía San León Magno: “Sé consciente, cristiano, de tu dignidad, y puesto que participas de la naturaleza divina, no vuelvas a los errores de tu conducta pasada. Recuerda quién es tu Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Recuerda que has sido arrancado del poder de las tinieblas y transportado a la luz y al Reino de Dios. Por el sacramento del Bautismo te has hecho templo del Espíritu Santo. Procura no alejar a un huésped tan grande con tus malas acciones, cayendo así nuevamente bajo el dominio del demonio. El precio de tu salvación es la Sangre de Cristo”. Seamos conscientes de nuestra dignidad de hijos de tal Padre, de hermanos de Jesucristo, de amigos y consortes de Dios, de Templos vivos consagrados para siempre al dominio del Espíritu. Tratemos cosas de amores con Aquel que, aunque a veces parece esconderse, siempre está en nuestra alma por la gracia, más ínfimo a nosotros que nuestra propia intimidad, según expresión de San Agustín.
Si en el Bautismo del Señor se abrió el cielo y se produjo esa admirable Teofanía o manifestación de la Santísima Trinidad, ¡qué Teofanía magnífica y nunca bien comprendida en su magnitud es aquella que se da en el alma, cuando está en gracia de Dios! Mientras somos peregrinos, nuestra gran tarea será la de conocer por el Espíritu a Jesucristo, el Enviado del Padre. Él, a su vez, nos llevará como de la mano al conocimiento del Padre. En la última Cena el Señor le dijo a Felipe: “El que me ha visto a Mí, ha visto al Padre”. La gran promesa de Jesús fue hacerse camino para mostrarnos al Padre celestial. Esforcémonos, pues, por conocer cada día mejor al Padre y ser siempre hijos de su complacencia, viviendo con la dignidad que nos ha regalado por su Hijo.
El Bautismo nos capacita para ir progresando en el conocimiento del gran Misterio Trinitario, por el cual ha comenzado nuestra peregrinación hacia la luz. Dicho Misterio se develará de manera peculiar a aquellos que se hacen como niños; ya que de ellos es el Reino de los cielos. Con todo, sólo cuando se caiga el velo que nos separa de Dios, sólo entonces lo conoceremos y amaremos de manera plena en aquella ciudadanía eternamente feliz.
Mientras tanto, no se nos concede que, asestando un solo golpe, lograremos matar definitivamente al hombre viejo. Aunque sepultado en el agua, constantemente intenta reflotar para apoderarse una vez más de nosotros. Tengamos paciencia, si estamos trabajando, y confiemos en la acción de la gracia. Ella hará que resurja, cada vez con más fuerzas, la crisálida del hombre nuevo, hasta que un día podamos decir con el Apóstol: “Ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí”.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 62-67)
SS. Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Se celebra hoy la fiesta del Bautismo del Señor, con la que concluye el tiempo de Navidad. La liturgia nos propone el relato del bautismo de Jesús en el Jordán según la redacción de san Lucas (cf. Lc 3, 15-16. 21-22). El evangelista narra que, mientras Jesús estaba en oración, después de recibir el bautismo entre las numerosas personas atraídas por la predicación del Precursor, se abrió el cielo y, en forma de paloma, bajó sobre él el Espíritu Santo. En ese momento resonó una voz de lo alto: “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto” (Lc 3, 22).
Todos los evangelistas, aunque con matices diversos, recuerdan y ponen de relieve el bautismo de Jesús en el Jordán. En efecto, formaba parte de la predicación apostólica, ya que constituía el punto de partida de todo el arco de los hechos y de las palabras de que los Apóstoles debían dar testimonio (cf. Hch 1, 21-22; 10, 37-41). La comunidad apostólica lo consideraba muy importante, no sólo porque en aquella circunstancia, por primera vez en la historia, se había producido la manifestación del misterio trinitario de manera clara y completa, sino también porque desde aquel acontecimiento se había iniciado el ministerio público de Jesús por los caminos de Palestina.
El bautismo de Jesús en el Jordán es anticipación de su bautismo de sangre en la cruz, y también es símbolo de toda la actividad sacramental con la que el Redentor llevará a cabo la salvación de la humanidad. Por eso la tradición patrística se interesó mucho por esta fiesta, la más antigua después de la Pascua. “Cristo es bautizado —canta la liturgia de hoy— y el universo entero se purifica; el Señor nos obtiene el perdón de los pecados: limpiémonos todos por el agua y el Espíritu” (Antífona del Benedictus, oficio de Laudes).
Hay una íntima correlación entre el bautismo de Cristo y nuestro bautismo. En el Jordán se abrió el cielo (cf. Lc 3, 21) para indicar que el Salvador nos ha abierto el camino de la salvación, y nosotros podemos recorrerlo precisamente gracias al nuevo nacimiento “de agua y de Espíritu” (Jn 3, 5), que se realiza en el bautismo. En él somos incorporados al Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, morimos y resucitamos con él, nos revestimos de él, como subraya repetidamente el apóstol san Pablo (cf. 1 Co 12, 13; Rm 6, 3-5; Ga 3, 27).
Por tanto, del bautismo brota el compromiso de “escuchar” a Jesús, es decir, de creer en él y seguirlo dócilmente, cumpliendo su voluntad. De este modo cada uno puede tender a la santidad, una meta que, como recordó el concilio Vaticano II, constituye la vocación de todos los bautizados. Que María, la Madre del Hijo predilecto de Dios, nos ayude a ser siempre fieles a nuestro bautismo.
(Fiesta del Bautismo del Señor, Domingo 7 de enero de 2007)
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
EL TESTIMONIO DEL PADRE SOBRE JESÚS EN SU BAUTISMO
Primero, pondremos los textos:
“Y una voz que salía de los cielos decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3, 17)
“Y se oyó una voz que venía de los cielos: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1, 11)
“Vino una voz del cielo: Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado” (Lc 3, 22)
En todos los pasajes es una voz que habla del Hijo. Es una voz que viene del cielo.
La voz del cielo da a entender el lugar donde reside el Padre.
En cuanto a lo que dijo la voz: en el Bautismo es igual en los tres sinópticos con la variante que en Mateo señala al Hijo con un pronombre indeterminado “Éste” dirigiéndose a los allí presentes y en Marcos y Lucas usa el pronombre personal “Tú” dirigiéndose al Hijo y así aparece en el texto griego. Sin embargo el texto de Lucas en la Biblia de Jerusalén dice: “Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado” y anota: Var.: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” sospechosa de armonización con Mt Mc. La literalidad probablemente original de la voz del cielo en Lucas no hace referencia a Is 42 como en Mt y Mc sino al Sal 2, 7.
El cielo
El cielo es la morada de Dios. Allí tiene su trono y allí convoca su corte, “el ejército de los cielos”, que expide y cumple sus órdenes hasta las extremidades del mundo. Es en verdad el Dios del cielo.
La Escritura con sus fórmulas expresa verdades profundas de la realidad de nuestro mundo, de un universo sometido en su totalidad a la soberanía de Dios y penetrado por su mirada. La morada celestial de Dios evoca sin duda alguna en primer lugar su trascendencia invulnerable, pero también la omnipresencia del cielo en torno al hombre, su presencia sumamente próxima. Más de un texto asocia en forma explícita esta distancia infinita y esta proximidad.
Puesto que el Dios de Israel es un Dios salvador y que está en su casa, está allí, por tanto, con su verdad, su gracia y su fidelidad, está allí para derramar la salud sobre la tierra. El cielo, símbolo de la presencia soberana y envolvente de Dios, es también el símbolo de la salvación preparada para la tierra. Por lo demás, del cielo descienden como bendición la lluvia fertilizante y el rocío, expresiones de la generosidad divina y de su gratuidad. Símbolos naturales y recuerdos históricos convergen para hacer de la esperanza de Israel la espera de un acontecimiento venido del cielo.
Ya el rapto de Henoc y el de Elías invitaban a buscar en esta dirección la familiaridad divina, a la que habían sido admitidos. A su vez los videntes de los apocalipsis, Ezequiel, Zacarías, Daniel, reciben del Dios que está en el cielo la revelación de los misterios concernientes al destino de los pueblos; la salvación de Israel se halla, por tanto, escrita en el cielo, del cual va a descender. Desde el cielo desciende Gabriel sobre Daniel para prometerle el fin de la desolación; sobre las nubes del cielo ha de aparecer el Hijo del hombre para que sea dado el imperio a los santos. Finalmente, del cielo es enviado Gabriel a Zacarías y a María, y al cielo retornan los ángeles que se revelan a los pastores. La presencia de sus ángeles entre nosotros es el signo de que Dios ha desgarrado verdaderamente los cielos y de que es Emmanuel, Dios con nosotros.
El cielo es una palabra muy frecuente en el lenguaje de Jesús, pero no designa jamás una realidad que existe por sí misma, independientemente de Dios. Jesús habla del reino de los cielos, de la recompensa en reserva en los cielos, del tesoro que se ha de constituir en los cielos, pero es porque piensa siempre en el Padre que está en los cielos. El cielo es esa presencia paternal, invisible y atenta, que envuelve al mundo, a las aves del cielo, a los justos y a los injustos con su inagotable bondad.
Jesús ha venido y con Él el reino de los cielos. Ha venido para que el reino sea en nosotros una realidad viva y triunfante.
En el Bautismo de Jesús la voz del Padre baja del cielo para proclamar que Jesús es el Mesías.
Parece inspirarse en Isaías (64, 1): se localiza a Dios en el cielo y se pide que se rasguen los cielos y baje. Se añoraban los antiguos profetas, pero se esperaba una nueva intervención de Dios en la historia. Por eso, al abrirse los cielos, en el contexto penitencial del Bautista, indica que Dios baja para iniciar el tiempo salvador prometido (Cf. Hch 10, 9-11; Ap 4, l; Henoc 71, 1).
El abrirse los cielos sería tal vez un resplandor repentino parecido al relámpago. Sabemos por el cuarto evangelio que el Bautista atestiguó haberlo visto, y San Lucas insinúa que también la multitud que allí estaba lo percibió. Parece lo más obvio, ya que aquella manifestación externa, como la voz del Padre, que en seguida se oyó, no era necesaria para Jesús, sino más bien para el pueblo, ante el cual iba a comenzar su predicación. La aparición del Espíritu de Dios en forma visible, como expresamente anota San Lucas, podía recordar a los judíos lo que en el Antiguo Testamento se cuenta de muchos de los profetas, que comenzaban su ministerio profético impulsados por el Espíritu de Yahvé. Era, por parte del Padre, una manifestación de que aquél era el profeta Mesías, tantas veces anunciado y prometido en los sagrados libros. Por lo demás, la figura de una paloma era únicamente un símbolo del Espíritu Santo, que trae al mundo la paz y la amistad con Dios. Después de la humillación de Cristo en el bautismo siguió su glorificación. Cristo se ofreció como víctima de los pecados de los hombres, y en esta manifestación del Espíritu Santo y del Padre se significó de alguna manera el fruto de su oblación. Los cielos, cerrados después del pecado de Adán, se abren, el Espíritu Santo baja a la tierra para reconciliarnos con el Padre y el mismo Padre da testimonio de que aquél es su Hijo, a quien ha enviado para redimir al mundo.
Podemos resaltar en el Bautismo del Señor la imagen del cielo que se abre: sobre Jesús el cielo está abierto. Su comunión con la voluntad del Padre, la “toda justicia” que cumple, abre el cielo, que por su propia esencia es precisamente allí donde se cumple la voluntad de Dios. A ello se añade la proclamación por parte de Dios, el Padre, de la misión de Cristo, pero que no supone un hacer, sino su ser: Él es el Hijo predilecto, sobre el cual descansa el beneplácito de Dios. Junto con el Hijo, se manifiestan, también al Padre y al Espíritu Santo: se preanuncia el misterio del Dios trino, que naturalmente sólo se puede manifestar en profundidad en el transcurso del camino completo de Jesús.
- La voz del Padre
¿A quién va dirigida la voz del Padre?
Va dirigida al pueblo (Mt) que ha bajado al Jordán para hacerse bautizar por Juan. En Marcos y Lucas se dirige a Jesús con la diferencia que en el primero la voz se oyó al salir Jesús del agua y en Lucas cuando estaba orando. En Juan esta voz no aparece ni se dirige a nadie; solamente se da el descenso de la “paloma” como “contraseña” a Juan de que Cristo es el Mesías.
¿Qué dice la voz?
Dice:
“Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”.
“Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”.
El Padre proclama con estas palabras la dignidad del que acaba de ser bautizado. “Mi Hijo, el Amado” añadiendo: “en él me complací”. La frase la traen los tres sinópticos. Se dice que ese Hijo es “el Amado” por excelencia. Los LXX traducen, ordinariamente, por esta expresión la forma hebrea “Yahid”, el “Único”. “El Amado” no indica que Jesús sea el primero entre los iguales, sino que indica una ternura especial; en el Antiguo Testamento no hay gran diferencia entre “amado” y “único”. Es muy probable que aquí “el Amado” pueda ser equivalente del “Único”, o mejor, del “Unigénito”, puesto que habla el Padre. En el Nuevo Testamento es término que se reserva al Mesías. En el caso presente el Padre se dirige a su Hijo divino. En una palabra, aquél es su hijo propio, natural, eterno, imagen perfecta suya y de su bondad.
“En quien me complazco” hemos traducido siguiendo a la Biblia de Jerusalén. La traducción literal sería “en quien me complací”, lo que puede ser la traducción griega o corresponder al perfecto estático semita, que puede, a su vez, corresponder al presente. De ahí el poder traducírsele por me estoy complaciendo siempre.
Las palabras del Padre se refieren al pasaje de Isaías:
“He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma”.
Respecto de Isaías podemos hablar del gozo que el Padre tiene en su Hijo encarnado, en su Mesías y en su obra. Isaías toca el tema del “Siervo de Yahvé”, y que confirma abiertamente en Mt 12, 18 aunque modificando “siervo” por “hijo”.
Cristo no va como pecador a su bautismo, sino, para cumplir “toda justicia”: el plan de Dios.
El Padre presenta a Cristo no sólo como el verdadero Hijo de Dios, por filiación divina, sino también como el auténtico Mesías, el de la espiritualidad y el dolor, y no el Mesías nacionalista y de triunfalismo político, que estaba esperado en el medio ambiente rabínico y popular. Era el Mesías anunciado por el profeta Isaías, como “Siervo de Yahvé”.
Cristo es presentado, no ya como el simple “Siervo” de Yahvé, ni como el “Elegido” del profeta, sino como verdadero Hijo suyo.
Toda su obra, pues, está “sostenida” y movida por Dios. Por eso ha “puesto” su Espíritu (Santo) sobre él, para que dicte la ley a las naciones. La narración evangélica evoca con esto a Isaías. La obra, pues, de aquel judío que, humildemente, se bautizaba por Juan, era el mismo Mesías-Hijo de Dios.
Aunque también algunos hacen derivar Hijo del Salmo 2:
“Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy”.
De hecho la Biblia de Jerusalén que seguimos dice: “Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado” (Lc). Y dice en nota: la literalidad probablemente original de la voz del cielo en Lucas no hace referencia a Isaías como en Mt y Mc sino al Sal 2; más bien que reconocer en Jesús al “Siervo” le presenta como el Rey-Mesías del Salmo, entronizado en el Bautismo para establecer el Reino de Dios en el mundo.
“Yo te he engendrado hoy” es una interpolación proveniente de Sal 2, 7 que no estaba en los códices más antiguos, dice San Agustín. Caso que fuera auténtica esta lectura, con ella sólo se expresaría “la filiación mesiánica” inaugurada hoy que como veremos no es su comienzo sino su manifestación. Sin embargo, la proclamación de la voz del Padre, en Lc, tiene también el sentido de la filiación divina.
El bautismo de Cristo señala el comienzo de su vida pública. Esta escena no significa que Jesús recibiese entonces por primera vez su dignidad mesiánica, ni que éste fuera el momento en que comenzó a tener conciencia de ella, ni que entonces recibiese la plenitud de gracia, ni mucho menos la filiación divina. El Padre declara con sus palabras lo que Cristo es desde su concepción virginal en el vientre de la Virgen. El bautismo de Cristo es solamente el solemne comienzo de su manifestación externa ante el mundo como Mesías e Hijo natural de Dios.
San Juan Crisóstomo
El Bautismo del Señor
- Todos saben que la fiesta de hoy se llama Epifanía (manifestación); pero que es la manifestación, y si es una o son dos, esto ya no lo saben; y sería cosa muy vergonzosa y causa de mucha risa, que los que cada año celebran esta fiesta, ignoraran su fundamento. Por consiguiente, es necesario, en primer lugar, manifestaros, amadísimos oyentes, que no hay sólo una manifestación, sino dos: la primera es esta presente que hoy celebramos; la segunda es la venidera, que ha de celebrarse con mucha gloria, después de la consumación de los siglos. Y por lo que hace a cada una de ellas, oíd como hoy habla San Pablo con Tito, y le dice así (Tt 2, 11-12): Apareció la gracia de Dios, Salvador de todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanales, vivamos en el siglo presente conforme a la prudencia, justicia y piedad; y acerca de la Epifanía verdadera, dice (v. 13): Aguardando la esperada bienaventuranza, y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo; y sobre la misma dijo así el Profeta: El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes de que venga el día del Señor, el día grande y manifiesto (Jl 2, 31).
Más, ¿por qué causa se llama Epifanía, no el día en que nació, sino el día en que fue bautizado? Pues ya sabéis que el día de hoy es el de su bautismo, en que santificó la naturaleza del agua; y esta es la razón por qué todos, a media noche, sacando agua en esta fiesta, la llevan a sus casas y la guardan un año entero, en memoria de haber sido santificadas las aguas; y sucede un prodigio manifiesto; pues el agua que hoy se saca no se corrompe con la duración del tiempo, sino que permanece durante uno y hasta dos y tres años incorrupta y como reciente todavía, y puede, después de tanto tiempo, competir con la recién sacada de la fuente.
Pero, en fin: ¿por qué el día de hoy se llama Epifanía? La razón es, porque la manifestación de Jesucristo a todo el mundo no tuvo lugar cuando nació, sino cuando fue bautizado; porque hasta este día era desconocido del pueblo. Y para que te persuadas que era ignorado del pueblo y no sabían quién era, oye las palabras de San Juan Bautista (Jn 1, 26): En medio de vosotros estuvo a quien vosotros no conocisteis. Y ¿qué de admirar es que no le conocieran los demás, si hasta aquel día el mismo Bautista no supo quién era? Porque yo, dice (ibíd., 33), no le conocía, sino que quien me envió a bautizarle en agua, me dijo: sobre quien vieres descansar el Espíritu como paloma, y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo.
- Queda, pues, probado, por lo dicho, que hay dos Epifanías; ahora es preciso añadir por qué razón va Cristo a ser bautizado, y que bautismo va a recibir, por ser punto que debéis saber no menos que el anterior; y aun conviene, amadísimos oyentes, que os instruya en él con preferencia; pues por su medio llegaréis a entender mejor el primer punto.
Tenían los judíos un bautismo que quitaba las manchas corporales, no los pecados de la conciencia. Porque a nadie que hubiera adulterado, robado, o infringido de cualquier otro modo la ley, le podía librar de culpa; en cambio, si había tocado los huesos de un cadáver, si había gustado un manjar prohibido, si había tratado con leprosos, se lavaba y hasta la tarde permanecía impuro, después quedaba ya purificado. Se Lavará su cuerpo con agua pura, dice, y será impuro hasta la tarde, y será purificado (Lv 15, 5). Porque no eran aquellas verdaderas culpas y manchas; sino que convirtiendo Dios por medio de estas cosas en muy religiosos a aquellos hombres tan imperfectos, los disponía para que fueran muy cuidadosos en la observancia de cosas mayores.
De modo que la purificación judaica no quitaba los pecados, sino tan sólo las manchas corporales. ¡Cuán distinta es la nuestra, y cuánto más estimable, y llena de mayores gracias! porque ella nos libra del pecado y purifica el alma, y concede la alegría del Espíritu Santo. El bautismo de Juan era mucho más excelso que el de los judíos, pero más bajo que el nuestro, y como un puente intermedio entre estos dos bautismos, que conducía del judaico al nuestro; porque no lo conducía a la observancia de las purificaciones corporales, sino que, separándolos de ellas, exhortaba y aconsejaba el mudarse de malos en virtuosos, y el poner la esperanza de la salvación en la rectitud de las buenas obras, y no en diversos bautismos y purificaciones con agua. Porque, ¿qué decía? Limpia tus vestiduras y lava tu cuerpo, y serás puro: sino Haced frutos dignos de penitencia (Mt 2, 8). Y por esto era superior al bautismo de los judíos, pero inferior al nuestro, porque el bautismo de Juan ni daba el Espíritu Santo ni concedía el perdón por medio de la gracia, puesto que mandaba arrepentirse, y no tenía en sí mismo la potestad de perdonar. Por lo cual decía: Yo os bautizo en agua, más él os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego (Mt 3, 11). Por donde se ve que él no bautizaba en el Espíritu Santo. ¿Y qué quiere decir en que vieron sobre los Apóstoles repartidas lenguas como de fuego, y se posaron sobre cada uno de ellos? Y que el bautismo de Juan fue imperfecto, y no contenía en sí la alegría del Espíritu Santo, ni la remisión de los pecados, lo prueba este hecho: encontrándose San Pablo con algunos discípulos les dijo: ¿Recibisteis después de abrazada la fe el Espíritu Santo? Ellos le respondieron: “Ni aún siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo”. Y díjoles: “¿Con qué bautismo fuisteis bautizados?” Le respondieron: “Con el bautismo de Juan”. Les dijo Pablo: “Juan bautizaba con bautismo de penitencia”; de penitencia, no de remisión: y, ¿en virtud de qué bautizaba? Diciendo al pueblo que creyesen en aquel que había de venir después de él, eso es, en el Señor Jesús. Y oído esto, fueron bautizados en el nombre de Cristo Jesús. Y habiéndoles Pablo impuesto sus manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo (Hch 19, 2-6)”. ¿No ves cómo era imperfecto el bautismo de Juan? Porque si no hubiera sido imperfecto, no los hubiera bautizado de nuevo San Pablo, no les hubiera impuesto las manos; más en esta ocasión, al hacer ambas cosas, dio bien a entender la soberana excelencia del bautismo apostólico, y cuán inferior a él era el antiguo.
- Con esto hemos visto ya la diferencia de los diversos bautismos. Réstanos explicar ahora por qué es Cristo bautizado y qué bautismo recibe. No fue bautizada ni con el de los judíos, que es el primero, ni con el nuestro, que es el último; puesto que no necesitaba de remisión de pecados (¿y cómo la había de necesitar quien ningún pecado tenía?) Porque pecado, dice, no lo cometió, ni se halló dolo en su boca. (1 P 2, 22). Y en otra parte: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? (Jn 8, 46); ni carecía aquella carne de la participación del Espíritu Santo; y ¿cómo había de carecer de ella la que desde el principio fue formada por el Espíritu Santo? Si, pues, su carne ni carecía de la participación del Espíritu Santo, ni estaba sujeta a la culpa, ¿por qué fue bautizado? Más antes es preciso que veamos qué bautismo recibió, y entonces recibirá mayor luz también este punto. ¿Cuál fue, pues, el bautismo que recibió? Ni el de los judíos, ni el nuestro, sino el de Juan. Y ¿por qué? Para que por la naturaleza misma del bautismo puedas conocer que no fue bautizado ni para borrar culpa alguna, ni para conseguir la participación del Espíritu Santo; pues nada de esto podía hacer aquel bautismo, según queda demostrado. Esto supuesto, consta que no fue al Jordán por alcanzar ni la remisión de los pecados ni la gracia del Espíritu Santo. Pero para que no pensara alguno de los que allí asistían que se presentaba como los demás para hacer penitencia, oye cómo también este error le previno y corrigió San Juan. Porque siendo así que a los demás decía: Haced frutos dignos de penitencia; oye lo que dice a Cristo: Con que yo tengo necesidad de ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? (Mt 3, 14) Y al decir estas palabras daba bien a entender que no se le acercó Cristo por la misma necesidad que los otros, sino que estaba tan lejos de ser bautizado por esta causa, que era mucho mayor y sin comparación más puro que el mismo Bautista.
Sí, pues, no fue bautizado ni por penitencia, ni por alcanzar remisión de pecados, ni por obtener la participación del Espíritu Santo, ¿por qué fue bautizado? Por otras dos razones: la primera, la que nos dice el discípulo; la otra, la que él mismo declaró a San Juan Bautista. ¿Y cuál dice San Juan que fue la causa de este bautismo? Para que fuera conocido del pueblo. Como también decía San Pablo que Juan bautizaba bautismo de penitencia, para que creyeran en aquel que iba a venir después de él (Hch 19, 4): a esto se encaminaba el bautismo. Porque si fuese recorriendo las casas una por una y se acercara a las puertas y llamara a ellas, y dijera, teniendo de la mano a Cristo: Este es el Hijo de Dios; sería sospechoso tal testimonio y obra de mucho trabajo; y si asimismo le hubiera de tomar de la mano y llevarle a la sinagoga y allí manifestarle, por el mero hecho sería igualmente sospechoso el testimonio; pero el que, concurriendo toda la gente de cada una de las ciudades al Jordán, y habitando en sus riberas, se llegara también Cristo a ser bautizado, y recibiera la recomendación del cielo por la voz de su Padre, y descendiera sobre él el Espíritu en figura de paloma, eximía de toda sospecha el testimonio que de él diera el Bautista. Por eso dice: Yo no le conocía (c. I, v. 31), haciendo con esto más fidedigno su testimonio. Puesto que, como eran allegados entre sí según la carne (pues, en efecto, así habló el ángel a María sobre la madre de Juan: He aquí que Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo (Lc 1, 36); y si las madres tenían parentesco, es evidente que también los hijos); pues bien, siendo como eran parientes, para que no pareciese que Juan daba testimonio de Cristo por razón de su parentesco, quiso con particular providencia el Espíritu Santo que pasara Juan en el desierto la edad primera, no fuese que se atribuyera a la amistad o a algún otro interés parecido el testimonio que daba de él, sino que le anunciara como quien lo había aprendido de Dios. Por esto dice: Y yo no le conocía. Pues ¿y de dónde lo pudiste aprender? El que me envió, dice, a bautizar con agua, me dijo: Sobre quien vieres bajar el Espíritu en forma de paloma y permanecer sobre él, ese es el que bautiza con el Espíritu Santo (Jn 1, 33). ¿Ves ahora por qué bajó el Espíritu Santo, no para indicar que aquella fuese la primera vez, sino para manifestar al que era predicado por San Juan, volando sobre el en forma de paloma, y como señalándoselo con el dedo a toda la gente? Tenemos, pues, aquí una razón por la que fue a ser bautizado. La segunda, es la que él dijo: ¿y cuál es? Al decirle Juan: ¿Yo tengo necesidad de ser bautizado por ti, y tú vienes a mí?, le respondió: Déjame por ahora, porque así no es justo llenar toda justicia (Mt. 3, 14-15). ¿No ves aquí la fidelidad del siervo? ¿No ves la humildad del Señor?
- ¿Y qué quiere decir llenar toda justicia? Justicia se llama el cumplimiento de todos los preceptos; como cuando dice: Eran ambos justos, y caminaban en los mandamientos del Señor sin queja (Lc 1, 6). Pues bien, como, por una parte, todos los hombres debían llenar esta justicia, y, por otra, no la cumplía y llenaba perfectamente ninguno, llega Jesucristo y la cumple.
¿Y qué justicia es, dirá alguno, el ser bautizado? El obedecer al profeta era justicia. Así, pues, como fue circuncidado, y ofreció sacrificio, y cumplió los sábados, y guardó las fiestas judaicas, así también añadió esto que le quedaba, que era obedecer al profeta Bautista. Porque quería Dios que entonces todos fuesen bautizados. Oye, si no, como lo testifica Juan: El que me envió a bautizaros con agua. Y en otra parte nos los afirma Cristo: Los publicanos y el pueblo entraron en los designios de Dios, bautizándose con el bautismo de Juan; más los fariseos y escribas despreciaron la voluntad de Dios, no bautizándose con este bautismo (Lc. 7, 29-30). Si, pues, el obedecer a Dios es justicia, y Dios envió a Juan para que bautizara al pueblo, además de todas las otras cosas de ley, también esta cumplió Jesucristo, Supón, pues, que son veinte denarios los mandamientos de la ley: esta deuda convenía que la pagara nuestra naturaleza; no la pagamos, nos cogió la muerte reos de estos delitos, vino Cristo, y, viéndonos cogidos, pagó la deuda, cumplió lo exigido, y libró de las garras de la muerte a los que no tenían con qué pagar. Por esto no dijo: Me es conveniente hacer esto o aquello, sino llenar toda justicia. A mí, dice, que soy Señor y tengo, me conviene pagar por los que no tienen. Fue, pues, una razón de su bautismo, el que apareciera cumpliendo toda la ley, y otra razón fue la antes expuesta.
- Por esto también el Espíritu Santo desciende en forma de palo-ma; porque donde hay reconciliación de Dios, se representa por una paloma. Así, sobre el arca de Noé vino una paloma llevando un ramo de olivo, símbolo de la misericordia de Dios y de la transformación de la tempestad: también ahora vino el Espíritu Santo en figura, y no con cuerpo de paloma (y esto conviene que lo tengáis muy fijo) anunciando a la tierra la misericordia de Dios, y dando a entender, al mismo tiempo, que el hombre espiritual debe ser inocente, sencillo y sin pecado; como también lo dice Cristo: Si no os convertís, y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18. 3). Pues bien; aquella arca, una vez que pasó la tempestad, permaneció sobre la tierra; mas este arca, una vez que pasó la ira, fue arrebatada al cielo, y ahora, aquel cuerpo puro e incorrupto está a la diestra de su Padre.
San Juan Crisóstomo, Homilías Selectas (I), Homilía sobre el Bautismo de Nuestro Señor Jesucristo, II, 1-5, Apostolado Mariano Sevilla 1991, 101-106
Guión Bautismo del Señor
12 de enero de 2024 – CICLO C
Entrada:
Celebramos hoy la fiesta del Bautismo del Señor. El bautismo de Jesús es la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente, pues se deja contar entre los pecadores. En cada liturgia dominical renovamos las promesas del bautismo en la confesión del credo y Dios Padre nos infunde su Espíritu Santo.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura: Isaías 42, 1-4. 6-7
El profeta Isaías anuncia al siervo de Dios que con su mansedumbre alimenta la esperanza de los corazones de los hombres.
Salmo responsorial 28
Segunda Lectura: Hechos de los apóstoles 10, 34-38
Dios no hace acepción de personas; Él concede su paz a todos los que tengan buena voluntad.
Evangelio: Lucas 3, 15-16. 21-22
La predilección del Padre está puesta en su Hijo muy querido, sobre quien desciende el Espíritu en forma de paloma, figura de paz y mansedumbre.
Preces:
Presentemos las necesidades de todos los hombres a Jesús, que viene del cielo para revelarnos su gloria.
A cada intención respondemos cantando:
* Por las intenciones del Santo Padre especialmente en este año dedicado a la misericordia, para que la Iglesia se enriquezca con la santidad de sus hijos, por la conversión y reconciliación con Dios. Oremos.
* Por los sacerdotes y consagrados, para que viviendo con generosa radicalidad la fe, la esperanza y el amor recibidos en el bautismo, sean para el mundo un reflejo del amor del Padre. Oremos.
* Por aquellas personas que sienten el peso de la esclavitud del pecado y del error, para que crean en Aquel que en su bautismo ha roto toda esclavitud, y lleven una vida nueva. Oremos.
* Por todos nosotros, que en este tiempo de Navidad hemos contemplado el misterio escondido desde toda la eternidad, para que demos frutos dignos de conversión. Oremos.
Con la confianza de los hijos, te presentamos Señor estas oraciones sabiendo que no seremos defraudados. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado, pero esta vida permanece “escondida con Cristo en Dios”.
* Ofrecemos estos alimentos para nuestro prójimo necesitado.
* Presentamos el pan y el vino y con ellos nuestra comunión con los que sufren y comparten la Pasión de Cristo.
Comunión: Alimentados en la Eucaristía con el Cuerpo de Cristo, nosotros pertenecemos ya a su Cuerpo. Cuando resucitemos en el último día también nos “manifestaremos con él llenos de gloria”.
Salida: Que la Virgen Madre de Jesús, Hijo predilecto de Dios, vele sobre todos nosotros y nos acompañe siempre, para que realicemos completamente el plan de salvación que Dios tiene para cada uno.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)