PRIMERA LECTURA
Danos agua para beber
Lectura del libro del Exodo 17, 1-7
Toda la comunidad de los israelitas partió del desierto de Sin y siguió avanzando por etapas, conforme a la orden del Señor. Cuando acamparon en Refidim, el pueblo no tenía agua para beber. Entonces acusaron a Moisés y le dijeron:
«Danos agua para que podamos beber».
Moisés les respondió:
«¡Por qué me acusan? ¡Por qué provocan al Señor?»
El pueblo, torturado por la sed, protestó contra Moisés diciendo: «¿Para qué nos hiciste salir de Egipto? ¿Sólo para hacernos morir de sed, junto con nuestros hijos y nuestro ganado?»
Moisés pidió auxilio al Señor, diciendo: «¿Cómo tengo que comportarme con este pueblo, si falta poco para que me maten a pedradas?»
El Señor respondió a Moisés: «Pasa delante del pueblo, acompañado de algunos ancianos de Israel, y lleva en tu mano el bastón con que golpeaste las aguas del Nilo. Ve, porque yo estaré delante de ti, allá sobre la roca, en Horeb. Tú golpearás la roca, y de ella brotará agua para que beba el pueblo.»
Así lo hizo Moisés, a la vista de los ancianos de Israel.
Aquel lugar recibió el nombre de Masá -que significa «Provocación»- y de Meribá -que significa «Querella»- a causa de la acusación de los israelitas, y porque ellos provocaron al Señor, diciendo: «¿El Señor está realmente entre nosotros, o no?»
Palabra de Dios.
SALMO 94, 1-2. 6-9
R. Cuando escuchen la voz del Señor,
no endurezcan el corazón.
¡Vengan, cantemos con júbilo al Señor,
aclamemos a la Roca que nos salva!
¡Lleguemos hasta él dándole gracias,
aclamemos con música al Señor! R.
¡Entren, inclinémonos para adorarlo!
¡Doblemos la rodilla ante el Señor que nos creó!
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros, el pueblo que él apacienta,
las ovejas conducidas por su mano. R.
Ojalá hoy escuchen la voz del Señor:
«No endurezcan su corazón como en Meribá,
como en el día de Masá, en el desierto,
cuando sus padres me tentaron y provocaron,
aunque habían visto mis obras.» R.
SEGUNDA LECTURA
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma 5, 1-2. 5-8
Hermanos:
Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.
Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado.
En efecto, cuando todavía éramos débiles, Cristo, en el tiempo señalado, murió por los pecadores.
Difícilmente se encuentra alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor.
Pero la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores.
Palabra de Dios.
EVANGELIO
VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Cf Jn 4, 42. 15
Señor, Tú eres verdaderamente el Salvador del mundo;
dame agua viva para que no tenga más sed.
El manantial que brotará hasta la vida eterna
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 4, 5-42
Jesús llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía.
Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: «Dame de beber.»
Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos.
La samaritana le respondió: «¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos.
Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva.»
«Señor, le dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo, donde él bebió, lo mismo que sus hijos y sus animales?»
Jesús le respondió: «El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna.»
«Señor, le dijo la mujer, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla.»
Jesús le respondió: «Ve, llama a tu marido y vuelve aquí.»
La mujer respondió: «No tengo marido.»
Jesús continuó: «Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad.»
La mujer le dijo: «Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar.»
Jesús le respondió: «Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad.»
La mujer le dijo: «Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir. Cuando él venga, nos anunciará todo.»
Jesús le respondió: «Soy yo, el que habla contigo.»
En ese momento llegaron sus discípulos y quedaron sorprendidos al verlo hablar con una mujer. Sin embargo, ninguno le preguntó: «¿Qué quieres de ella?» o «¿Por qué hablas con ella?»
La mujer, dejando allí su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: «Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hice. ¿No será el Mesías?»
Salieron entonces de la ciudad y fueron a su encuentro.
Mientras tanto, los discípulos le insistían a Jesús, diciendo: «Come, Maestro.» Pero él les dijo: «Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen.»
Los discípulos se preguntaban entre sí: «¿Alguien le habrá traído de comer?»
Jesús les respondió:
«Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra. Ustedes dicen que aún faltan cuatro meses para la cosecha. Pero yo les digo: Levanten los ojos y miren los campos: ya están madurando para la siega. Ya el segador recibe su salario y recoge el grano para la Vida eterna; así el que siembra y el que cosecha comparten una misma alegría. Porque en esto se cumple el proverbio: “Uno siembra y otro cosecha.” Yo los envié a cosechar adonde ustedes no han trabajado; otros han trabajado, y ustedes recogen el fruto de sus esfuerzos.»
Muchos samaritanos de esa ciudad habían creído en él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que hice.»
Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días. Muchos más creyeron en él, a causa de su palabra. Y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo.»
Palabra del Señor.
O bien más breve:
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 4, 5-15. 19b-26. 39a. 40-42
Jesús llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía.
Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: «Dame de beber.»
Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos.
La samaritana le respondió: «íCómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos.
Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva.»
«Señor, le dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo, donde él bebió, lo mismo que sus hijos y sus animales?»
Jesús le respondió: «El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna.»
«Señor, le dijo la mujer, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla.» «Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar.»
Jesús le respondió: «Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad.»
La mujer le dijo: «Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir. Cuando él venga, nos anunciará todo.»
Jesús le respondió: «Soy yo, el que habla contigo.»
Muchos samaritanos de esta ciudad habían creído en él. Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días. Muchos más creyeron en él, a causa de su palabra. Y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo.»
Palabra del Señor.
José María Solé – Roma, C.M.F.
Éxodo 17, 3-7
La lectura de hoy nos presenta un episodio muy denso de contenido, no sólo por sus enseñanzas, sino sobre todo por el significado Mesiánico que en él late:
— Israel, una vez más, sucumbe a la tentación de desconfianza e infidelidad para con Dios, de rebeldía contra Moisés. A la prueba de la sed, prueba ciertamente muy dura en el desierto, responde con el propósito de volverse a Egipto, abandonar para siempre su vocación a la Tierra Prometida.
— Moisés, fiel siempre a Dios y misericordioso con su pueblo, realiza la maravilla: Al golpe de su vara, de las entrañas de la Roca fluyen ríos de agua límpida. El pueblo ante el milagro, desiste de sus planes de deserción. Pero deberá hacer penitencia y ser purificado del enorme pecado cometido al desconfiar de Dios, despreciar su vocación y soliviantarse contra Moisés.
— Al leer la Biblia nunca debemos olvidar que todo debe interpretarse en clave de Historia Salvífica. En esta página se nos ofrece, bajo el «signo» de esta Roca que brota agua, uno de los dones Mesiánicos o Salvíficos más claros y ricos. En efecto, cuidará el N. T. de decirnos que tanto la «Roca» (1 Cor 10, 4) como «Agua» (Jn 7, 37) simbolizan, preanuncian y prometen a Cristo. Mientras peregrinamos camino a la Patria nos acosará como a los israelitas la tentación de la desconfianza e infidelidad, la tremenda tentación de despreciar los bienes invisibles y eternos para saciarnos de los caducos y sensibles. Pero tenemos siempre con nosotros la Roca de la que mana Agua de Vida Eterna. Recordemos el sermón de Jesús en la Fiesta de los Tabernáculos: «El último día de la Fiesta, el más solemne, Jesús, de pie y en alta voz, decía: «Quien tenga sed venga a Mí, y beba quien cree en Mí.» Como dice la Escritura, «fluirán de sus entrañas avenidas de agua viva» (Jn 7, 37). Y comenta el mismo Evangelista: «Esto lo decía refiriéndose al Espíritu Santo que habían de recibir los que creerían en Él» (Jn 7, 39). A eso nos orienta la lección de la Roca de Agua del Desierto: Quien cree en Cristo, tiene Vida Divina. Vida saciativa. «Bebe a Cristo. Es la fuente de la Vida» (Amb in Ps. 1, 33). La Eucaristía, máxima presencia de Cristo en nuestra etapa de viadores (Desierto) es Sacramento de fe y Fuente de Vida Divina.
ROMANOS 5, 1-2. 5-8:
Israel, peregrinante del destierro a la Tierra Prometida, prefiguraba al Israel de Dios, el Pueblo cristiano, la Iglesia Peregrina. San Pablo nos traza el programa que ahora, viadores, debemos cumplir los renacidos del Agua Bautismal, vigorizados en la Fuente de Agua Viva (Eucaristía).
— Firmes y perseverantes en la Fe (1). A la «Fe» en Cristo van anejas todas nuestras riquezas: la Gracia, que es paz y reconciliación con Dios; que es Vida Divina en nosotros (2).
— La Fe debe tener un fuerte latido de «Confianza». Peregrinos, vamos a ser sometidos a pruebas y tentaciones. Pero nosotros, que nos «gloriamos en la esperanza de la Gloria de Dios, nos gloriamos asimismo en las tribulaciones» (5). Las tribulaciones no nos hacen zozobrar. Miramos siempre a la Patria. Nuestro destino es la Gloria de Dios. Cristo nos ha hecho «Herederos, coherederos con Él en la Gloria del Padre» (R 8, 17). Y de esta gloria tenemos ya las más preciosas arras. Como garantía y testigo del amor de Dios y del destino eterno que nos ha señalado, tenemos el Espíritu Santo que inhabita nuestros corazones. Realmente «esta esperanza no defrauda. Pues el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, dado a nosotros» (5). El Espíritu Santo que nos inhabita es a la vez testigo y garante del amor que el Padre nos tiene, y latido filial del amor que nosotros tenemos al Padre.
— Otro testimonio aún del amor que el Padre nos tiene: Testimonio que debe tornar firme nuestra fe, inconmovible nuestra esperanza, urente nuestra caridad: El Hijo de Dios ha muerto por quienes éramos enemigos de Dios. Argumenta Pablo: Si cuando éramos enemigos tanto nos amó Dios que envió su propio Hijo a que nos redimiera del pecado; ahora que estamos ya plenamente en paz y amor con Dios: «mucho más al presente seremos por Cristo salvados y en Cristo amados» (11). Acaba Pablo de proponernos el mejor itinerario para nuestra vida peregrina: Fe-Esperanza-Caridad. Y para que los viadores no erremos el camino, la Iglesia nos insiste: Qui nos per abstinentiam tibi gratias referre voluisti, ut ipsa et nos peccatores ab insolentia mitigaret, et, egentium proficiens alimento, imitatores tuae benignitatis efficeret (Pref.)
JUAN 4, 5-42:
San Juan enmarca en el episodio del encuentro de Jesús con la Samaritana preciosas enseñanzas:
— Jesús se revela a la Samaritana: a) Como Fuente de Agua Viva. Poco a poco Jesús conduce a la Samaritana a desear otra Agua; la de verdad saciativa; manantial en la misma entraña del alma (14). b) Como Templo único, espiritual y verdadero. Los otros templos, incluso el de Jerusalén, son materiales, rituales, transitorios (23). c) Y sobre todo se le revela como Mesías: «Yo Soy; contigo habla» (26). Precisamente porque es el Mesías nos puede dar Agua Viva y nos puede transformar en adoradores en espíritu. Es el Mesías que nos va a saciar de Espíritu Santo. En el Espíritu de Cristo viviremos; adoraremos y amaremos al Padre: «Cuando Jesús pide agua a la Samaritana, ya crea en ella el don de fe; y se digna tener sed de su fe para encender en ella el fuego del amor divino» (Pref.).
— Jesús hace también en este momento revelaciones importantísimas a los Apóstoles: a) Jesús hace la «Obra» del Padre. Esta Obra es nuestra Salvación. Realizar esta Obra divina es su misión y su manjar (34). b) Pero Él deberá retornar al Padre; y quedarán ellos como continuadores de esa Obra (35). Tienen, pues, que estar muy gozosos de que los haya asociado a su Obra. Él ha sembrado. Ellos cultivarán y segarán las mieses. Un mismo gozo debe unirlos, ya que los une una misma Obra y Premio (38).
— Ante sus ojos tienen un espectáculo consolador: la fe de los samaritanos (40). Samaria ha sido el campo de cosecha más generosa. Oleadas y más oleadas de samaritanos proclaman a voz en grito: «Creemos que Él es verdaderamente el Salvador del mundo» (42). Precisamente también en Samaria cosecharán Pedro y Juan su más rica siega de almas (Act 8, 14-17).
José María Solé Roma, CMF Ministrros de la Palabra, Editorial Herder pp 81-84
Bendicto XVI
Las grandes imágenes del Evangelio de San Juan
El agua
El agua es un elemento primordial de la vida y, por ello, también uno de los símbolos originarios de la humanidad. El hombre la encuentra en distintas formas y, por tanto, con diversas interpretaciones.
La primera forma es el manantial, el agua fresca que brota de las entrañas de la tierra. El manantial es origen, principio, con su pureza todavía no enturbiada ni alterada. Así, aparece como verdadero elemento creador, también como símbolo de la fertilidad, de la maternidad.
La segunda es el río. Los grandes ríos —Nilo, Eufrates y Tigris— son los grandes portadores de vida en las vastas tierras que rodean a Israel, que aparecen incluso con un carácter casi divino. En Israel es el Jordán el que asegura la vida a la tierra. Durante el bautismo de Jesús hemos visto que el simbolismo del curso de agua muestra también otra cara: con su profundidad representa también el peligro; el descenso a la profundidad puede significar por eso el descenso a la muerte, y el salir de ella puede simbolizar un renacer.
Finalmente está el mar como fuerza que causa admiración y que se contempla con asombro en su majestuosidad, pero al que se teme sobre todo como opuesto a la tierra, el espacio vital del hombre. El Creador ha impuesto al mar los límites que no puede traspasar: no puede tragarse la tierra. El paso del mar Rojo se ha convertido para Israel sobre todo en el símbolo de la salvación, pero naturalmente remite también a la amenaza que resultó fatal para los egipcios. Si los cristianos consideraban el paso del mar Rojo como una prefiguración del bautismo, entonces aparece en primer plano, ante todo, la idea del mar como símbolo de la muerte: el atravesar el mar se convierte en imagen del misterio de la cruz. Para volver a nacer, el hombre tiene que entrar primero con Cristo en el «mar Rojo», descender con El hasta la muerte, para luego volver de nuevo a la vida con el Resucitado.
Pero tras estos apuntes generales sobre el simbolismo del agua en la historia de las religiones, pasemos ahora al Evangelio de Juan. El simbolismo del agua recorre el cuarto Evangelio de principio a fin. Nos lo encontramos por primera vez en la conversación con Nicodemo del capítulo 3: para poder entrar en el Reino de Dios, el hombre tiene que nacer de nuevo, convertirse en otro, renacer del agua y del Espíritu (cf. 3,5). ¿Qué significa esto?
El bautismo como ingreso en la comunidad de Cristo es interpretado como un renacer que —en analogía con el nacimiento natural a partir de la inseminación masculina y la concepción femenina— responde a un doble principio: el Espíritu divino y el «agua como “madre universal de la vida natural, elevada en el sacramento mediante la gracia a imagen gemela de la Theotokos virginal”» (Photina Rech, vol. 2, p. 303).
Dicho de otro modo, para renacer se requiere la fuerza creadora del Espíritu de Dios, pero con el sacramento se necesita también el seno materno de la Iglesia que acoge y acepta. Photina Rech cita a Tertuliano: «Nunca había Cristo sin el agua» (De bapt., IX 4), e interpreta correctamente esta palabra algo enigmática del escritor eclesiástico: «Nunca estuvo ni está Cristo sin la Iglesia» (vol. 2, p. 304). Espíritu y agua, cielo y tierra, Cristo e Iglesia van unidos: de esta manera se produce el «renacer». En el sacramento, el agua simboliza la tierra materna, la santa Iglesia que acoge en sí la creación y la representa.
Inmediatamente después, en el capítulo 4, encontramos a Jesús junto al pozo de Jacob: el Señor promete a la Samaritana un agua que será, para quien beba de ella, fuente que salta para la vida eterna (cf. 4,14), de tal manera que quien la beba no volverá a tener sed. Aquí, el simbolismo del pozo está relacionado con la historia salvífica de Israel. Ya cuando llama a Natanael, Jesús se da a conocer como el nuevo y más grande Jacob:
Jacob había visto, durante una visión nocturna, cómo por encima de una piedra que utilizaba como almohada para dormir subían y bajaban los ángeles de Dios. Jesús anuncia a Natanael que sus discípulos verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre Él (cf. 1,51). Aquí, junto al pozo, encontramos a Jacob como el gran patriarca que, precisamente con el pozo, ha dado el agua, el elemento esencial para la vida. Pero el hombre tiene una sed mucho mayor aún, una sed que va más allá del agua del pozo, pues busca una vida que sobrepase el ámbito de lo biológico.
Volveremos a encontrar esta misma tensión inherente al ser del hombre en el capítulo dedicado al pan: Moisés ha dado el maná, pan bajado del cielo. Pero sigue siendo «pan» terrenal. El maná es una promesa: el nuevo Moisés volverá a ofrecer pan. Pero también en este caso se debe dar algo que sea más de lo que era el maná. Nuevamente aparece la tensión del hombre hacia lo infinito, hacia otro «pan», que sea verdaderamente «pan del cielo».
De este modo, la promesa del agua nueva y del nuevo pan se corresponden. Corresponden a esa otra dimensión de la vida que el hombre desea ardientemente de manera ineludible. Juan distingue entre bíos y zoé, la vida biológica y esa vida completa que, siendo manantial ella misma, no está sometida al principio de muerte y transformación que caracteriza a toda la creación. Así, en la conversación con la Samaritana, el agua —si bien ahora de otra forma— se convierte en símbolo del Pneuma, de la verdadera fuerza vital que apaga la sed más profunda del hombre y le da la vida plena, que él espera aun sin conocerla.
En el siguiente capítulo, el 5, el agua aparece más bien de soslayo. Se trata de la historia del hombre que yace enfermo desde hace treinta y ocho años, y espera curarse al entrar en la piscina de Betesda, pero no encuentra a nadie que le ayude a entrar en ella. Jesús lo cura con su poder ilimitado; El realiza en el enfermo lo que éste esperaba que ocurriera al entrar en contacto con el agua curativa. En el capítulo 7, que según una convincente hipótesis de los exegetas modernos iba originalmente a continuación del quinto, encontramos a Jesús en la fiesta de las Tiendas, en la que tiene lugar el rito solemne de la ofrenda del agua; sobre esto volveremos enseguida con más detalle.
El simbolismo del agua aparece de nuevo en el capítulo 9: Jesús cura a un ciego de nacimiento. El proceso de curación lleva a que el enfermo, siguiendo el mandato de Jesús, se lave en la piscina de Siloé: así logra recuperar la vista. «Siloé, que significa el Enviado», comenta el evangelista para sus lectores que no conocen el hebreo (9, 7). Sin embargo, se trata de algo más que de una simple aclaración filológica. Nos indica el verdadero sentido del milagro. En efecto, el «Enviado» es Jesús. En definitiva, es en Jesús y mediante El en donde el ciego se limpia para poder ver. Todo el capítulo se muestra como una explicación del bautismo, que nos hace capaces de ver. Cristo es quien nos da la luz, quien nos abre los ojos mediante el sacramento.
Con un significado similar, pero a la vez diferente, en el capítulo 13 —durante la Última Cena— aparece el agua con el lavatorio de los pies: antes de cenar Jesús se levanta, se quita el manto, se ciñe una toalla a la cintura, vierte agua en una jofaina y empieza a lavar los pies a los discípulos (cf. 13, 4s). La humildad de Jesús, que se hace esclavo de los suyos, es el baño purificador de los pies que hace a los hombres dignos de participar en la mesa de Dios.
Finalmente, el agua vuelve a aparecer ante nosotros, llena de misterio, al final de la pasión: puesto que Jesús ya había muerto, no le quiebran las piernas, sino que uno de los soldados «con una lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (19, 34). No cabe duda de que aquí Juan quiere referirse a los dos principales sacramentos de la Iglesia —Bautismo y Eucaristía—, que proceden del corazón abierto de Jesús y con los que, de este modo, la Iglesia nace de su costado.
Juan retoma una vez más el tema de la sangre y el agua en su Primera Carta, pero dándole una nueva connotación: «Este es el que vino por el agua y por la sangre, Jesucristo; no por agua únicamente, sino por agua y sangre… Son tres los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres están de acuerdo» (1 Jn 5, 6-8). Aquí hay claramente una implicación polémica dirigida a un cristianismo que, si bien reconoce el bautismo de Jesús como un acontecimiento de salvación, no hace lo mismo con su muerte en la cruz. Se trata de un cristianismo que, por así decirlo, sólo quiere la palabra, pero no la carne y la sangre. El cuerpo de Jesús y su muerte no desempeñan ningún papel. Así, lo que queda del cristianismo es sólo «agua»: la palabra sin la corporeidad de Jesús pierde toda su fuerza. El cristianismo se convierte entonces en pura doctrina, puro moralismo y una simple cuestión intelectual, pero le faltan la carne y la sangre. Ya no se acepta el carácter redentor de la sangre de Jesús. Incomoda a la armonía intelectual.
¿Quién puede dejar de ver en esto algunas de las amenazas que sufre nuestro cristianismo actual? El agua y la sangre van unidas; encarnación y cruz, bautismo, palabra y sacramento son inseparables. Y a esta tríada del testimonio hay que añadir el Pneuma. Schnackenburg (Die johannesbriefe, p. 260) hace notar justamente que, en este contexto, «el testimonio del Espíritu en la Iglesia y a través de la Iglesia se entiende en el sentido de Jn 15, 26; 16, 10».
Volvamos a las palabras sobre la revelación de Jesús con ocasión de la fiesta de las Tiendas que nos relata Juan en 7, 37ss. «El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús en pie gritaba: “El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba”; como dice la Escritura: “De sus entrañas manarán torrentes de agua viva”…». Estas palabras se encuentran en el marco del rito de la fiesta, consistente en tomar agua de la fuente de Siloé para llevar una ofrenda de agua al templo en los siete días que dura la fiesta. El séptimo día los sacerdotes daban siete vueltas en torno al altar con la vasija de oro antes de derramar el agua sobre él. Estos ritos del agua se remontan, de una parte, al origen de la fiesta en el contexto de las religiones naturales: en un principio la fiesta era una súplica para implorar la lluvia, tan necesaria en una tierra amenazada por la sequía; pero más tarde el rito se convirtió en una evocación histórico-salvífica del agua que Dios hizo brotar de la roca para los judíos durante su travesía del desierto, no obstante todas sus dudas y temores (cf. Nm 20, 1-13).
El agua que brota de la roca, en fin, se fue transformando cada vez más en uno de los temas que formaban parte del contenido de la esperanza mesiánica: Moisés había dado a Israel, durante la travesía del desierto, pan del cielo y agua de la roca. En consecuencia, también se esperaban del nuevo Moisés, del Mesías, estos dos dones básicos para la vida. Esta interpretación mesiánica del don del agua aparece reflejada en la Primera Carta de san Pablo a los Corintios: «Todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebieron de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo» (10, 3s).
Jesús responde a esa esperanza con las palabras que pronuncia casi como insertándolas en el rito del agua: Él es el nuevo Moisés. Él mismo es la roca que da la vida. Al igual que en el sermón sobre el pan se presenta a sí mismo como el verdadero pan venido del cielo, aquí se presenta —de modo similar a lo que ha hecho ante la Samaritana— como el agua viva a la que tiende la sed más profunda del hombre, la sed de vida, de «vida… en abundancia» (Jn 10, 10); una vida no condicionada ya por la necesidad que ha de ser continuamente satisfecha, sino que brota por sí misma desde el interior. Jesús responde también a la pregunta: ¿cómo se bebe esta agua de vida? ¿Cómo se llega hasta la fuente y se toma el agua? «El que cree en mí…». La fe en Jesús es el modo en que se bebe el agua viva, en que se bebe la vida que ya no está amenazada por la muerte.
Pero tenemos que escuchar con más atención el texto, que continúa así: «Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38). ¿De qué entrañas? Desde los tiempos más remotos existen dos respuestas diferentes a esta pregunta. La tradición alejandrina fundada por Orígenes (t c. 254), al que se suman también los grandes Padres latinos Jerónimo y Agustín, dice así: «El que cree… de sus entrañas manarán…». El hombre que cree se convierte él mismo en un manantial, en un oasis del que brota agua fresca y cristalina, la fuerza dispensadora de vida del Espíritu creador. Pero junto a ella aparece —aunque con menor difusión— la tradición de Asia Menor, que por su origen está más próxima a Juan y está documentada por Justino (t 165), Ireneo, Hipólito, Cipriano y Efrén. Poniendo los signos de puntuación de otro modo, lee así: «Quien tenga sed que venga a mí, y beba quien cree en mí. Como dice la Escritura, de su seno manarán ríos». «Su seno» hace referencia ahora a Cristo: Él es la fuente, la roca viva, de la que brota el agua nueva. Desde un punto de vista puramente lingüístico es más convincente la primera interpretación, y por eso se han sumado a ella —además de los grandes Padres de la Iglesia— la mayoría de los exegetas modernos. Desde el punto de vista del contenido, sin embargo, hay más elementos a favor de la segunda interpretación, la «de Asia Menor», a la que por ejemplo se une Schnackenburg, sin que ello suponga necesariamente una contraposición excluyente a la lectura «alejandrina». Una clave importante para la interpretación se encuentra en el inciso «como dice la Escritura». Jesús hace hincapié en el hecho de estar en continuidad con la Escritura, en continuidad con la historia de Dios con los hombres. Todo el Evangelio de Juan, como también los Evangelios sinópticos y toda la literatura del Nuevo Testamento, legitiman la fe en Jesús sosteniendo que en El confluyen todos los ríos de la Escritura, que a partir de Él se muestra el sentido coherente de la Escritura, de todo lo que se espera, de todo a lo que se tiende.
Pero ¿dónde habla la Escritura de esta fuente viva? Obviamente, Juan no piensa en un único pasaje, sino precisamente en «la Escritura», una visión que abarca todos sus textos. Anteriormente hemos encontrado una pista importante: la historia de la roca que surte de agua y que en Israel se había convertido en una imagen de esperanza. La segunda gran pista nos la ofrece Ezequiel 47, 1-12, la visión del nuevo templo: «Por debajo del umbral del templo manaba agua hacia Levante» (47, 1). Unos cincuenta años más tarde, Zacarías retoma de nuevo la imagen: «Aquel día brotará un manantial contra los pecados e impurezas para la dinastía de David y los habitantes de Jerusalén» (13, 1). «Aquel día brotará un manantial en Jerusalén.» (14, 8). El último capítulo de la Sagrada Escritura reinterpreta estas imágenes y al mismo tiempo les confiere toda su grandeza: «Mc mostró a mí, Juan, el río de agua viva, luciente como el cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero» (Ap 22, 1).
Ya en la breve referencia al episodio de la purificación del templo hemos visto que Juan considera al Señor resucitado, su cuerpo, como el nuevo templo que ansiaban no sólo el Antiguo Testamento, sino todos los pueblos (cf. 2, 21). Por eso, en las palabras sobre los ríos de agua viva podemos percibir también una alusión al nuevo templo: sí, existe ese templo. Existe esa corriente de vida prometida que purifica la tierra salina, que hace madurar una vida abundante y que da frutos. Él es quien, con un amor «hasta el extremo», ha pasado por la cruz y ahora vive en una vida que ya no puede ser amenazada por muerte alguna. Es Cristo vivo. Así, la frase pronunciada durante la fiesta de las Tiendas no sólo anticipa la nueva Jerusalén, en la que Dios mismo habita y es fuente de vida, sino que inmediatamente indica con antelación el cuerpo del Crucificado, del que brota sangre y agua (cf. 19,34). Lo muestra como el verdadero templo, que no está hecho de piedra ni construido por mano de hombre y, precisamente por eso, porque significa la presencia viva de Dios en el mundo, es y será también fuente de vida para todos los tiempos.
Quien mire con atención la historia puede llegar a ver este río que, desde el Gólgota, desde el Jesús crucificado y resucitado, discurre a través de los tiempos. Puede ver cómo allí donde llega este río la tierra se purifica, crecen árboles llenos de frutos; cómo de esta fuente de amor que se nos ha dado y se nos da fluye la vida, la vida verdadera.
Esta interpretación fundamental sobre Cristo —como ya se ha señalado— no excluye que estas palabras se puedan aplicar, por derivación, también a los creyentes. Una frase del evangelio apócrifo de Tomás (108) apunta en una dirección semejante a la del Evangelio de Juan: «El que bebe de mi boca, se volverá como yo» (Barrett, p. 334). El creyente se hace uno con Cristo y participa de su fecundidad. El hombre creyente y que ama con Cristo se convierte en un pozo que da vida. Esto se puede ver perfectamente también en la historia: los santos son como un oasis en torno a los cuales surge la vida, en torno a los cuales vuelve algo del paraíso perdido. Y, en definitiva, es siempre Cristo mismo la fuente que se da en abundancia.
(Benedicto XVI – Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, Ed. Planeta, Santiago de Chile, 2007, p. 283 – 294)
Benedicto XVI
Jesús tiene sed de nuestra fe en Él
Queridos hermanos y hermanas:
En los textos bíblicos de este tercer domingo de Cuaresma hay sugerencias útiles para la meditación, muy adecuadas a esta significativa circunstancia. A través del símbolo del agua, que encontramos en la primera lectura y en el pasaje evangélico de la samaritana, la palabra de Dios nos transmite un mensaje siempre vivo y actual: Dios tiene sed de nuestra fe y quiere que encontremos en él la fuente de nuestra auténtica felicidad. Todo creyente corre el peligro de practicar una religiosidad no auténtica, de no buscar en Dios la respuesta a las expectativas más íntimas del corazón, sino de utilizar más bien a Dios como si estuviera al servicio de nuestros deseos y proyectos.
En la primera lectura vemos al pueblo hebreo que sufre en el desierto por falta de agua y, presa del desaliento como en otras circunstancias, se lamenta y reacciona de modo violento. Llega a rebelarse contra Moisés; llega casi a rebelarse contra Dios. El autor sagrado narra: «Habían tentado al Señor diciendo: “¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?”» (Ex 17, 7). El pueblo exige a Dios que salga al encuentro de sus expectativas y exigencias, más bien que abandonarse confiado en sus manos, y en la prueba pierde la confianza en él. ¡Cuántas veces esto mismo sucede también en nuestra vida! ¡En cuántas circunstancias, más que conformarnos dócilmente a la voluntad divina, quisiéramos que Dios realizara nuestros designios y colmara todas nuestras expectativas! ¡En cuántas ocasiones nuestra fe se muestra frágil, nuestra confianza débil y nuestra religiosidad contaminada por elementos mágicos y meramente terrenos!
En este tiempo cuaresmal, mientras la Iglesia nos invita a recorrer un itinerario de verdadera conversión, acojamos con humilde docilidad la recomendación del salmo responsorial: «Ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”» (Sal 94, 7-9).
El simbolismo del agua vuelve con gran elocuencia en la célebre página evangélica que narra el encuentro de Jesús con la samaritana en Sicar, junto al pozo de Jacob. Notamos enseguida un nexo entre el pozo construido por el gran patriarca de Israel para garantizar el agua a su familia y la historia de la salvación, en la que Dios da a la humanidad el agua que salta hasta la vida eterna. Si hay una sed física del agua indispensable para vivir en esta tierra, también hay en el hombre una sed espiritual que sólo Dios puede saciar. Esto se refleja claramente en el diálogo entre Jesús y la mujer que había ido a sacar agua del pozo de Jacob.
Todo inicia con la petición de Jesús: «Dame de beber» (Jn 4, 7). A primera vista parece una simple petición de un poco de agua, en un mediodía caluroso. En realidad, con esta petición, dirigida por lo demás a una mujer samaritana —entre judíos y samaritanos no había un buen entendimiento—, Jesús pone en marcha en su interlocutora un camino interior que hace surgir en ella el deseo de algo más profundo. San Agustín comenta: «Aquel que pedía de beber, tenía sed de la fe de aquella mujer» (In Io. ev. Tract. XV, 11: PL 35, 1514). En efecto, en un momento determinado es la mujer misma la que pide agua a Jesús (cf. Jn 4, 15), manifestando así que en toda persona hay una necesidad innata de Dios y de la salvación que sólo él puede colmar. Una sed de infinito que solamente puede saciar el agua que ofrece Jesús, el agua viva del Espíritu. Dentro de poco escucharemos en el prefacio estas palabras: Jesús, «al pedir agua a la samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino».
Queridos hermanos y hermanas, en el diálogo entre Jesús y la samaritana vemos delineado el itinerario espiritual que cada uno de nosotros, que cada comunidad cristiana está llamada a redescubrir y recorrer constantemente. Esa página evangélica, proclamada en este tiempo cuaresmal, asume un valor particularmente importante para los catecúmenos ya próximos al bautismo. En efecto, este tercer domingo de Cuaresma está relacionado con el así llamado «primer escrutinio», que es un rito sacramental de purificación y de gracia.
Así, la samaritana se transforma en figura del catecúmeno iluminado y convertido por la fe, que desea el agua viva y es purificado por la palabra y la acción del Señor. También nosotros, ya bautizados, pero siempre tratando de ser verdaderos cristianos, encontramos en este episodio evangélico un estímulo a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, el verdadero deseo de Dios que vive en nosotros. Jesús quiere llevarnos, como a la samaritana, a profesar con fuerza nuestra fe en él, para que después podamos anunciar y testimoniar a nuestros hermanos la alegría del encuentro con él y las maravillas que su amor realiza en nuestra existencia. La fe nace del encuentro con Jesús, reconocido y acogido como Revelador definitivo y Salvador, en el cual se revela el rostro de Dios. Una vez que el Señor conquista el corazón de la samaritana, su existencia se transforma, y corre inmediatamente a comunicar la buena nueva a su gente (cf. Jn 4, 29).
Queridos hermanos y hermanas, la invitación de Cristo a dejarnos implicar por su exigente propuesta evangélica resuena con fuerza esta mañana para cada miembro de vuestra comunidad parroquial. San Agustín decía que Dios tiene sed de nuestra sed de él, es decir, desea ser deseado. Cuanto más se aleja el ser humano de Dios, tanto más él lo sigue con su amor misericordioso.
Hoy la liturgia, teniendo en cuenta también el tiempo cuaresmal que estamos viviendo, nos estimula a examinar nuestra relación con Jesús, a buscar su rostro sin cansarnos.
Abrid cada vez más el corazón a una acción pastoral misionera, que impulse a cada cristiano a encontrar a las personas —en particular a los jóvenes y a las familias— donde viven, trabajan y pasan el tiempo libre, para anunciarles el amor misericordioso de Dios.
Amén.
Homilía del Papa Benedicto XVI el domingo 24 de febrero de 2008 en la visita pastoral a la parroquia Romana de Santa María Liberadora en Testaccio
San Juan Pablo II
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Con el tercer domingo de Cuaresma entramos en el corazón de este singular tiempo de conversión y renovación espiritual, que nos llevará a la Pascua.
En efecto, los domingos tercero, cuarto y quinto de Cuaresma forman un estimulante itinerario bautismal, que se remonta a los primeros siglos del cristianismo, cuando normalmente el sacramento del bautismo se administraba durante la Vigilia pascual.
Los “catecúmenos”, después de casi tres años de una catequesis bien estructurada, en las últimas semanas de la Cuaresma recorrían las etapas finales de su camino, recibiendo simbólicamente el Credo, el Padrenuestro y el Evangelio. Por eso aún hoy la liturgia de estos domingos se caracteriza por tres textos del evangelio de san Juan, que se proponen de nuevo según un esquema antiquísimo: Jesús promete a la samaritana el agua viva, devuelve la vista al ciego de nacimiento y resucita de la tumba a su amigo Lázaro.
Es muy clara la perspectiva bautismal: mediante el agua, símbolo del Espíritu Santo, el creyente recibe la luz y renace en la fe a una vida nueva y eterna.
2. En muchos ambientes de antigua tradición cristiana, por desgracia, se va perdiendo cada vez más el auténtico sentido religioso. Por tanto, es urgente que los cristianos renueven la conciencia de su identidad. En otros términos, es necesario que redescubran su bautismo, valorando el inagotable vigor espiritual de la gracia santificante recibida en él, para irradiarla después en todos los ámbitos de la vida personal y social.
El “surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14), del que habla la página evangélica de hoy, está presente en todo bautizado, pero hay que limpiarlo continuamente de la maleza del pecado, para que no se tape ni se seque.
3. Por tanto, es indispensable nuestra colaboración. Acojamos, entonces, la invitación de la liturgia a beber de los manantiales de la vida eterna.
María, Madre de la Iglesia, ayude a los que se preparan para recibir el bautismo, así como a cuantos ya lo han recibido, a emprender en estas semanas un camino de radical renovación interior.
Ángelus de San Juan Pablo II el domingo 3 de marzo de 2002
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En este tercer domingo de Cuaresma la liturgia vuelve a proponernos este año uno de los textos más hermosos y profundos de la Biblia: el diálogo entre Jesús y la samaritana (cf. Jn 4, 5-42).
San Agustín, del que estoy hablando extensamente en las catequesis de los miércoles, se sentía con razón fascinado por este relato, e hizo un comentario memorable de él. Es imposible expresar en una breve explicación la riqueza de esta página evangélica: es preciso leerla y meditarla personalmente, identificándose con aquella mujer que, un día como tantos otros, fue a sacar agua del pozo y allí se encontró a Jesús sentado, «cansado del camino», en medio del calor del mediodía. «Dame de beber», le dijo, dejándola muy sorprendida. En efecto, no era costumbre que un judío dirigiera la palabra a una mujer samaritana, por lo demás desconocida. Pero el asombro de la mujer estaba destinado a aumentar: Jesús le habló de un «agua viva» capaz de saciar la sed y de convertirse en ella en un «manantial de agua que salta hasta la vida eterna»; le demostró, además, que conocía su vida personal; le reveló que había llegado la hora de adorar al único Dios verdadero en espíritu y en verdad; y, por último, le aseguró —cosa muy rara— que era el Mesías.
Todo esto a partir de la experiencia real y sensible de la sed. El tema de la sed atraviesa todo el evangelio de san Juan: desde el encuentro con la samaritana, pasando por la gran profecía durante la fiesta de las Tiendas (cf. Jn 7, 37-38), hasta la cruz, cuando Jesús, antes de morir, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed» (Jn 19, 28). La sed de Cristo es una puerta de acceso al misterio de Dios, que tuvo sed para saciar la nuestra, como se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2 Co 8, 9).
Sí, Dios tiene sed de nuestra fe y de nuestro amor. Como un padre bueno y misericordioso, desea para nosotros todo el bien posible, y este bien es él mismo. En cambio, la mujer samaritana representa la insatisfacción existencial de quien no ha encontrado lo que busca: había tenido «cinco maridos» y convivía con otro hombre; sus continuas idas al pozo para sacar agua expresan un vivir repetitivo y resignado. Pero todo cambió para ella aquel día gracias al coloquio con el Señor Jesús, que la desconcertó hasta el punto de inducirla a dejar el cántaro del agua y correr a decir a la gente del pueblo: «Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será este el Mesías?» (Jn 4, 28-29).
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros abramos el corazón a la escucha confiada de la palabra de Dios para encontrar, como la samaritana, a Jesús que nos revela su amor y nos dice: el Mesías, tu Salvador, «soy yo: el que habla contigo» (Jn 4, 26). Nos obtenga este don María, la primera y perfecta discípula del Verbo encarnado.
Ángelus del Papa Benedicto XVI el 24 de febrero de 2008
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Este tercer domingo de Cuaresma se caracteriza por el célebre diálogo de Jesús con la mujer samaritana, narrado por el evangelista san Juan.
La mujer iba todos los días a sacar agua de un antiguo pozo, que se remontaba a los tiempos del patriarca Jacob, y ese día se encontró con Jesús, sentado, «cansado del camino» (Jn 4, 6).
San Agustín comenta: «Hay un motivo en el cansancio de Jesús… La fuerza de Cristo te ha creado, la debilidad de Cristo te ha regenerado… Con la fuerza nos ha creado, con su debilidad vino a buscarnos» (In Ioh. Ev., 15, 2). El cansancio de Jesús, signo de su verdadera humanidad, se puede ver como un preludio de su pasión, con la que realizó la obra de nuestra redención. En particular, en el encuentro con la Samaritana, en el pozo, sale el tema de la «sed» de Cristo, que culmina en el grito en la cruz: «Tengo sed» (Jn 19, 28). Ciertamente esta sed, como el cansancio, tiene una base física. Pero Jesús, como dice también Agustín, «tenía sed de la fe de esa mujer» (In Ioh. Ev., 15, 11), al igual que de la fe de todos nosotros.
Dios Padre lo envió para saciar nuestra sed de vida eterna, dándonos su amor, pero para hacernos este don Jesús pide nuestra fe. La omnipotencia del Amor respeta siempre la libertad del hombre; llama a su corazón y espera con paciencia su respuesta.
En el encuentro con la Samaritana, destaca en primer lugar el símbolo del agua, que alude claramente al sacramento del Bautismo, manantial de vida nueva por la fe en la gracia de Dios. En efecto, este Evangelio, como recordé en la catequesis del miércoles de Ceniza, forma parte del antiguo itinerario de preparación de los catecúmenos a la iniciación cristiana, que tenía lugar en la gran Vigilia de la noche de Pascua. «El que beba del agua que yo le daré —dice Jesús—, nunca más tendrá sed. El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14).
Esta agua representa al Espíritu Santo, el «don» por excelencia que Jesús vino a traer de parte de Dios Padre. Quien renace por el agua y el Espíritu Santo, es decir, en el Bautismo, entra en una relación real con Dios, una relación filial, y puede adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23.24), como revela también Jesús a la mujer samaritana.
Gracias al encuentro con Jesucristo y al don del Espíritu Santo, la fe del hombre llega a su cumplimiento, como respuesta a la plenitud de la revelación de Dios.
Cada uno de nosotros puede identificarse con la mujer samaritana: Jesús nos espera, especialmente en este tiempo de Cuaresma, para hablar a nuestro corazón, a mi corazón. Detengámonos un momento en silencio, en nuestra habitación, o en una iglesia, o en otro lugar retirado. Escuchemos su voz que nos dice: «Si conocieras el don de Dios…».
Que la Virgen María nos ayude a no faltar a esta cita, de la que depende nuestra verdadera felicidad.
Ángelus del Papa Benedicto XVI en la Plaza de San Pedro el domingo 27 de marzo de 2011
San Juan Crisóstomo
HOMILIA XXXII (XXXI)
Jesús le respondió y dijo: Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de nuevo; pero el que bebiere del agua que yo le daré, ya nunca jamás en lo sucesivo tendrá sed, sino que el agua que yo le daré se tornará en él un manantial que mana agua de vida eterna
(Juan IV, 13-14).
LA SAGRADA ESCRITURA unas veces llama fuego a la gracia del Espíritu Santo y otras, agua, demostrando con esto que ambos nombres son aptos para designar no la substancia de la gracia, sino sus operaciones. El Espíritu Santo no consta de diversas substancias, puesto que es indivisible y simple. Lo primero lo indicó el Bautista al decir: Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. Lo segundo lo indicó Cristo: Fluirán de sus entrañas avenidas de agua viva. También aquí, hablando con la samaritana, al Espíritu lo llama agua: El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá ya jamás en lo sucesivo sed. Llama pues al Espíritu fuego para significar la fuerza y fervor de la gracia y el perdón de los pecados; y lo llama agua para indicar la purificación que viene a quienes por su medio renacen en el alma.
Y con razón. Pues a la manera de un huerto frondoso de árboles fructíferos y siempre verdes, así adorna el alma empeñosa y no la deja percibir ni sentir tristezas ni satánicas asechanzas, sino que fácilmente apaga los dardos de fuego del Maligno. Considera aquí la sabiduría de Cristo y en qué forma tan suave va elevando el alma de aquella humilde mujer. Pues no le dijo desde un principio: Si supieras quién es el que te dice: Dame de beber; sino hasta después de haberle dado ocasión de llamarlo judío y acusarlo; y en esa forma rechazó la acusación. Y luego, una vez que le hubo dicho: Si supieras quién es el que te dice: Dame de beber, quizá tú le habrías pedido agua; y una vez que mediante magníficas promesas la había inducido a traer al medio el nombre del patriarca, por estos caminos le abrió los ojos de la mente.
Y como ella replicara: ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Israel? no le contestó Jesús: Así es; yo soy mayor; pues hubiera parecido que lo decía por jactancia, no habiendo aún dado demostración ninguna de eso. Sin embargo, con lo que le dice la va preparando para llegar a esa afirmación. No le dijo sencillamente: Yo te daré de esa agua; sino que callando lo de Jacob, declaró lo que era propio suyo, manifestando la diferencia de personas por la naturaleza del don y la diversidad de los regalos; y al mismo tiempo su excelencia por encima del patriarca. Como si le dijera: Si te admiras de que él os ha dado esta agua ¿qué dirás cuando yo te diere otra mucho mejor? Ya anteriormente casi confesaste que yo soy mayor que Jacob, con preguntarme: ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob?, puesto que prometes un agua mejor. De modo que, si recibes esta agua, abiertamente confesarás que yo soy mayor.
¿Adviertes el juicio que hace esta mujer, sin acepción de personas, dando su parecer basado en las cosas mismas, acerca del patriarca y de Cristo? No lo hicieron así los judíos. Al ver que arrojaba los demonios lo llamaban poseso; es decir, mucho menos que llamarlo menor que el patriarca. La mujer va por otro camino; y profiere su parecer partiendo de donde Cristo quería, o sea, de la demostración por las obras. El mismo sobre ese fundamento basa su juicio cuando dice: Si no hago las obras de mi Padre no me creáis; más si las hago, ya que no me creéis a mí, creed en las obras. Por ese medio la samaritana es conducida a la fe.
Jesús, cuando la oyó decir: ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob?, dejando a un lado al patriarca, le habla de nuevo del agua, y le dice: Todo el que bebiere de esa agua tendrá sed de nuevo. Hace caso omiso de la acusación y lleva la comparación a la preeminencia. No le dice: Esta agua de nada sirve y todo eso hay que despreciarlo; sino que declara lo que la naturaleza misma testimonia: Todo el que bebiere de esta agua tendrá sed de nuevo. Pero el que bebiere del agua que yo le daré, ya no tendrá jamás en adelante sed. La mujer había oído ya eso del agua viva, pero no lo había entendido. Creía que se trataba del agua que se llama viva por ser irres-tañable, y si no se la corta, brota continuamente del manantial.
Por tal motivo, enseguida con mayor claridad Jesús se lo declara; y mediante la comparación sigue demostrando la excelencia de esta otra agua: El que bebiere del agua que yo le daré ya no tendrá jamás en adelante sed. Como ya dije, por aquí le demuestra la excelencia de esta agua; pero también por lo que sigue, pues el agua ordinaria no posee semejantes cualidades. Y ¿qué es lo que sigue?: Se hará en él manantial que mana agua de vida eterna. Del mismo modo que quien lleva en sí la fuente de las aguas no padecerá sed, así quien tuviere esta agua nunca padecerá sed. Y la mujer al punto dio su asentimiento, mucho mejor ella en esto que Nicodemo; y lo hizo no sólo con más prudencia, sino con mayor fortaleza. Nicodemo, tras de largas explicaciones, ni convocó a otros ni se fio él mismo. En cambio, esta mujer al punto desempeña el oficio de apóstol anunciándoles a todos, llamándolos a Cristo y arrastrando a Él la ciudad entera. Nicodemo, tras de escuchar a Cristo decía: ¿Cómo puede ser eso? y ni siquiera cuando Cristo le puso el ejemplo tan claro del viento, aceptó sus afirmaciones.
De otro modo procedió esta mujer. Porque primero dudaba. Luego, sin andar con tantas cautelas, sino recibiendo lo que se le decía como si fuera una sentencia ya dictada, al punto se deja llevar al acto de fe. Y como había oído a Jesús decir: Se tornará en él manantial que mana agua de vida eterna, al punto le dice: Dame de esa agua para ya no tener sed en adelante ni que venir acá a sacarla. ¿Observas en qué forma la va conduciendo a lo más alto de la verdad? Primero, creyó ella que Jesús era un transgresor de la ley y un judío cualquiera. Enseguida, pues Jesús rechazó semejante recriminación —ni convenía que quedara con sospecha de eso quien venía para enseñar a aquella mujer—, creyendo ella que se trataba del agua ordinaria y sensible, lo manifestó así. Finalmente, como oyera que lo que se le decía todo era espiritual, creyó que aquella otra agua podía acabar con la sed, aunque no sabía a punto fijo qué sería esa agua, y así todavía dudaba. Juzgaba en verdad que eran aquellas cosas más excelentes y levantadas de lo que pueden percibir los sentidos; pero aún no sabía de cierto qué eran. Ya veía mejor, pero aún no acertaba del todo.
Porque dice: Dame de esa agua para que no tenga yo más sed, ni tenga que venir acá a sacarla. De manera que ya lo estimaba superior a Jacob, como si dijera: Si yo recibo de ti esa agua, ya no necesito de esta fuente. ¿Observas cómo lo antepone al patriarca? Es esto indicio de un alma honrada y sincera. Manifestó la opinión que tenía de Jacob; pero vio a uno más excelente que Jacob, y ya no la cautivó su antecedente opinión. No sucedió, pues, que fácilmente creyera ni que aceptara a la ligera lo que se le decía, puesto que tan cuidadosamente investigó; ni se mostró incrédula ni querellosa, como lo demostró finalmente con su petición.
En cambio a los judíos les dijo Cristo: El que comiere mi carne; y el que cree en mí jamás padecerá sed , pero no sólo no creyeron sino que incluso se escandalizaron. La samaritana, por el contrario, espera y pide. A los judíos les decía Jesús: El que cree en Mí jamás padecerá sed. A esta mujer no le dice así, sino de un modo más material y nido: El que bebiere de esta agua no tendrá jamás sed en adelante. Porque la promesa era de cosas espirituales y no visibles, Jesús, levantando el ánimo de aquella mujer mediante las promesas, todavía se detiene en las cosas sensibles, puesto que ella no podía comprender con exactitud las espirituales.
Si Jesús le hubiera dicho: Si crees en mí ya no padecerás sed, ella no lo habría entendido, porque no sabía quién era el que le hablaba, ni de qué sed se trataba. Mas ¿por qué a los judíos no les habló así? Porque éstos ya habían visto muchos milagros, mientras que la samaritana no había visto ninguno, sino que era la primera vez que oía semejantes discursos. Por esto, mediante una profecía le demuestra su poder y no la reprende al punto, sino ¿qué le dice?: Anda, llama a tu marido y vuelve acá. Le responde la mujer: No tengo marido. Verdad has dicho, le replica Jesús, que no tienes marido. Pues cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido.
En esto has hablado verdad. Le dice la mujer: Señor, veo que eres profeta.
¡Válgame Dios! ¡Qué virtud tan grande la de esta mujer! ¡Con cuánta mansedumbre recibe la reprensión! Preguntarás: pero ¿qué razón había para no recibirla? ¿Acaso no reprendió Jesús muchas veces con mayor dureza? No es propio de un mismo poder el revelar los secretos pensamientos del alma y el revelar una cosa que se ha hecho a ocultas. Lo primero es propio y exclusivo de Dios, puesto que nadie lo sabe sino sólo el mismo que lo piensa… Lo segundo puede ser cosa conocida a lo menos para los de la misma familia. Pero aquí el caso es que los judíos llevan a mal el ser reprendidos. Diciéndoles Jesús: ¿Por qué queréis darme muerte? no sólo se admiran, como la samaritana, sino que lo colman de denuestos e injurias, a pesar de tener ya en favor de Jesús el argumento de otros milagros. En cambio, la samaritana no conocía sino éste.
Por lo demás, los judíos no únicamente no se admiraron, sino que injuriaron a Jesús y le dijeron: Estás endemoniado. ¿Quién trata de matarte? La samaritana no sólo no lo injuria, sino que se admira y queda estupefacta y lo tiene por profeta; y eso que a ella la ha reprendido ahora más duramente que a los judíos entonces. Puesto que el pecado de ella era particular y suyo, mientras que el de los judíos era colectivo y de todos. Y no solemos molestarnos tanto cuando se acusan pecados comunes, como cuando se nos recriminan los propios. Los judíos creían hacer una gran obra si mataban a Cristo. En cambio, a los ojos de todos lo que había hecho la samaritana era manifiesto pecado. Y sin embargo, la mujer no llevó a mal la reprensión, sino que quedó admirada y estupefacta.
Igualmente procedió Cristo en el caso de Natanael. No comenzó por la profecía, ni le dijo: Te vi bajo la higuera; sino que, hasta cuando aquél le preguntó: ¿Dónde me conociste? Jesús le respondió eso otro. Quería que las profecías y los milagros partieran de ocasiones dadas por los que se le acercaban, tanto para mejor atraerlos, como para evitar cualquier sospecha de vana gloria. Lo mismo procede en el caso de la samaritana. Juzgaba que sería molesto y además superfluo el acusarla inmediatamente y decirle: No tienes marido. Era más conveniente corregirle su pecado una vez que ella diera ocasión, con lo que al mismo tiempo hacía a la oyente más mansa y suave.
Preguntarás: pero ¿a qué venía decirle: Anda, llama a tu marido y vuelve acá? Se trataba de un don espiritual y de un favor que sobrepasaba la humana naturaleza. Instaba la mujer procurando alcanzarlo. Él le dijo: Anda, llama a tu marido y vuelve acá, dándole a entender que también él debía participar de aquellos bienes. Ella, ansiosa de recibirlos, oculta su vergüenza; y pensando que hablaba con un puro hombre, le responde: No tengo marido. Cristo de aquí toma ocasión para reprenderla oportunamente, aclarando ambas cosas: porque enumeró a todos los anteriores y reveló al que ella ocultaba.
¿Qué hace la mujer? No lo llevó a mal; no abandonó a Cristo y se dio a huir, no pensó que él la injuriaba, sino que más bien se llenó de admiración y perseveró en su deseo. Porque le dice: Veo que eres profeta. Tú advierte su prudencia. No se entrega inmediatamente, sino que aún considera las cosas y se admira. Porque ese veo quiere decir: Me parece que eres profeta. Y ya bajo esta sospecha, no pregunta nada terreno, ni suplica la salud corporal o riquezas, y haberes, sino inmediatamente pregunta acerca del dogma y la verdad. ¿Qué es lo que dice?: Nuestros padres dieron culto a Dios en este monte, significando a Abraham, pues se decía que a ese monte llevó su hijo Isaac. ¿Cómo decís vosotros que Jerusalén es el sitio en donde le debe dar culto? Advierte cuánto se ha elevado su pensamiento. La que antes sólo cuidaba de mitigar su sed, ya se interesa y pregunta sobre el dogma. ¿Qué hace Cristo? No le responde resolviendo la cuestión (pues él no tenía interés en ir contestando exactamente las preguntas, cosa que habría sido inútil), sino que lleva a la mujer a mayores elevaciones. Sólo que no le trató de estas cosas hasta que la mujer lo confesó como profeta, para que así luego ella diera mayor crédito a sus palabras. Puesto que una vez que eso creyera, ya no ponen duda lo que se le dijera.
Avergoncémonos y confundámonos. Esta mujer que había tenido cinco maridos, que era una samaritana, demuestra tanto empeño en conocer la verdad y no la aparta de semejante búsqueda ni la hora del día ni otra alguna ocupación o negocio, mientras que nosotros no sólo no investigamos acerca de los dogmas, sino que en todo nos mostramos perezosos y llenos de desidia. Por tal motivo, todo lo descuidamos. Pre-gunto: ¿quién de vosotros allá en su hogar toma un libro de la doctrina cristiana, lo examina, o escruta las Sagradas Escrituras? ¡Nadie, a la verdad, podría responderme afirmativamente!
En cambio encontraremos en el hogar de la mayor parte de vosotros cubos y dados para juegos, pero libros o ninguno o apenas en pocos hogares. Y estos pocos que los poseen se portan como si no los tuvieran, pues los guardan bien cerrados y aun abandonados en su escritorio. Todo el cuidado lo ponen en que las membranas sean muy finas, o los caracteres muy lindos, pero no en leerlos. Es que no los adquieren en busca de la utilidad, sino para poner manifiesta su ambiciosa opulencia. ¡Tan grande fausto les exige la vanagloria! De nadie oigo que ambicione entender los libros; pero en cambio sí se jactan muchos de poseer libros con letras de oro escritos. ¿Qué utilidad se saca de eso?
Las Sagradas Escrituras no se nos han dado para eso, o sea para tenerlas únicamente en los libros, sino para que las grabemos en nuestros corazones. Semejante forma de poseer los Libros santos es propia de la ostentación judaica; quiero decir, cuando los preceptos divinos se quedan en los escritos. No se nos dio al principio así la ley, sino que se nos grabó en nuestros corazones de carne. Y no digo esto como para prohibir la adquisición de los Libros. Más aún, la alabo y anhelo que se realice. Pero quisiera que sus palabras y sentido de tal modo los traigamos en nuestra mente que quede ella purificada con la inteligencia de lo escrito.
Si el demonio no se atreve a entrar en una casa en donde tienen los evangelios, mucho menos se atreverán ni el demonio ni el pecado a acercarse a un alma compenetrada con las sentencias de los evangelios. Santifica, pues, tu alma, santifica tu cuerpo; y para esto continuamente revuelve estas cosas en tu mente y acerca de ellas conversa. Si las palabras torpes manchan y atraen a los demonios, es claro con toda certeza que la lectura espiritual santifica y atrae las gracias del Espíritu Santo. Son las Escrituras cantares divinos. Cantemos en nuestro interior y pongamos este remedio a las enfermedades del alma. Si cayéramos en la cuenta del valor que tiene lo que leemos, lo escucharíamos con sumo empeño.
Constantemente repito esto y no dejaré de repetirlo. ¿Acaso no sería absurdo que mientras los hombres sentados en la plaza refieren los nombres de los bailarines y de los aurigas y aun describen cuál sea el linaje, la ciudad, la educación y aun los defectos y las cualidades de los corceles, los que acá acuden a estas reuniones nada sepan de lo que aquí se hace y aun ignoren el número de los Libros sagrados? Y si me objetas que en referir aquellas cosas se experimenta grande deleite, yo demos-traré que mayor se obtiene de las Sagradas Escrituras. Porque pregunto: ¿qué hay más suave, qué hay más admirable? ¿Acaso el contemplar cómo un hombre lucha con otro, o más bien el ver cómo un hombre lucha contra el demonio, y cómo combatiendo uno que tiene cuerpo contra otro incorpóreo, sin embargo, aquél supera y vence a éste?
Pues bien: contemplemos estas batallas; éstas, digo, que es honroso y útil imitar y quienes las imitan reciben la corona; y no aquellas otras cuyo anhelo cubre de ignominia a quienes las imitan. Esas las contemplarás en compañía de los demonios, si te pones a verlas; aquellas otras, en compañía de los ángeles y del Señor de los ángeles. Dime: si pudieras tú disfrutar de los espectáculos sentado entre los príncipes y los reyes ¿no lo tendrías como sumamente honorífico? Pues bien, acá, viendo tú al diablo cómo es castigado en las espaldas, mientras te sientas con el Rey; y cómo forcejea y procura vencer pero en vano ¿no correrás a contemplar este espectáculo?
Preguntarás: ¿cómo puede ser eso? Pues con sólo que tengas en tus manos el Libro Sagrado. Porque en él verás los fosos y límites de la palestra y las solemnes carreras y las oportunidades de dominar al adversario y artificio que usan las almas justas. Si tales espectáculos contemplas, aprenderás el modo de combatir y vencerás a los demonios. Aquellos otros espectáculos profanos son festivales diabólicos y no reuniones de hombres. Si no es lícito entrar en los templos de los ídolos, mucho menos lo será entrar a esas solemnidades satánicas.
No cesaré de decir y repetir estas cosas, hasta ver que cambiáis de costumbres. Porque decirlas, afirma Pablo, a mí no me es gravoso y a vosotros os es salvaguarda. Así pues, no llevéis a mal nuestra exhortación. Si fuera cuestión de no molestarse, más bien me tocaría a mí, puesto que no se me hace caso, que no a vosotros, que continuamente las oís pero nunca las obedecéis. Mas ¡no! ¡lejos de mí que me vea obligado a siempre acusaros! Haga el Señor que libres de semejante vergüenza, os hagáis dignos de los espirituales espectáculos y gocéis además de la gloria futura, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria en unión con el Padre y el Espíritu santo, por los siglos de los siglos. — Amén.
San Juan Crisóstomo, Explicación del Evangelio de San Juan (1), Homilía XXXII (XXXI), EDITORIAL TRADICIÓN, S.A., MEXICO, 1981, 264-72
Guión III Domingo de Cuaresma
12 de Marzo 2023
CICLO A
Entrada:
En cada Santa Misa la escucha atenta de la Palabra de Dios y la recepción del Cuerpo y Sangre de Nuestro Redentor obran como un torrente de amor que nos invade por completo, nos purifica y restablece en la comunión con El.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura: Ex. 17 3- 7
El libro del Éxodo narra cómo Dios auxilia a Moisés dando agua para que el pueblo beba.
Salmo Responsorial: 94
Segunda Lectura: Rm. 51- 2. 5- 8
La esperanza no queda defraudada, ya que por medio de nuestro Señor Jesucristo hemos alcanzado la gracia.
Evangelio: Jn. 4, 4- 42
Sólo nuestro Señor es quien sacia la sed del hombre llamado a la unión con Dios.
Preces: Cuaresma III
Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único; por eso nos animamos a pedirle.
A cada intención respondemos cantando:
* Por el Santo Padre y todos los pastores de la Iglesia, para que sean fieles y celosos dispensadores de sus sacramentos. Oremos.
* Por los cristianos que son víctimas de la guerra y la violencia, para que no desfallezcan en el esfuerzo de vencer el mal con el bien a ejemplo de Cristo. Oremos.
* Por las benditas almas del purgatorio que esperan siempre de nuestras oraciones y sacrificios para poder contemplar definitivamente el rostro de Dios. Oremos
* Por nosotros mismos, para que la contemplación de Cristo Crucificado, alimente eficazmente nuestra esperanza y así alcancemos la victoria de la resurrección junto a Él. Oremos.
Abre Señor tu amor paternal a la súplica de quienes te pedimos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
La Eucaristía es un banquete sacrificial. Para su celebración ofrecemos:
* Pan y Vino, para la realización del sacrificio que Cristo ofreció una vez para siempre sobre la Cruz.
Comunión:
Al recibir a nuestro Señor en las Sagrada Comunión, pidámosle nos dé el agua viva que de su pecho mana, para no tener más sed de las cosas de este mundo.
Salida:
Nuestra Señora que, guiados por su ejemplo e intercesión, nos ayude a seguir a su Hijo hacia el Calvario con una constante fidelidad.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
No dejarlo para mañana
Es una vieja historia. Arquías, rey de Tebas, estaba banqueteando con sus amigos, cuando se le entregó una carta con el ruego de que la leyera enseguida, pues se trataba de un asunto importantísimo. Se la guardó sin abrirla diciendo:
“Los negocios importantes para mañana.”
Aquella misma noche murió asesinado, y esto es precisamente lo que se le decía en la carta. Si la hubiera leído a tiempo, hubiera evitado la muerte.
¡Cuántos pecadores, mis hermanos se parecen a este rey!
Sumidos en los placeres, dicen a los que les advierten del peligro: -¡Mañana!; y aquel día les sorprende la muerte y se condenan.
(Romero, Francisco. Recursos oratorios. Tomo II. Editorial Santander 1959, p. 360)
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 486)