PRIMERA LECTURA
Prescripciones sobre la cena pascual
Lectura del libro del Éxodo 12, 1-8. 11-14
El Señor dijo a Moisés y a Aarón en la tierra de Egipto: «Este mes será para ustedes el mes inicial, el primero de los meses del año. Digan a toda la comunidad de Israel:
"El diez de este mes, consíganse cada uno un animal del ganado menor, uno para cada familia. Si la familia es demasiado reducida para consumir un animal entero, se unirá con la del vecino que viva más cerca de su casa. En la elección del animal tengan en cuenta, además del número de comensales, lo que cada uno come habitualmente.
Elijan un animal sin ningún defecto, macho y de un año; podrá ser cordero o cabrito. Deberán guardarlo hasta el catorce de este mes, y a la hora del crepúsculo, lo inmolará toda la asamblea de la comunidad de Israel. Después tomarán un poco de su sangre, y marcarán con ella los dos postes y el dintel de la puerta de las casas donde lo coman. Y esa misma noche comerán la carne asada al fuego, con panes sin levadura y verduras amargas.
Deberán comerlo así: ceñidos con un cinturón, calzados con sandalias y con el bastón en la mano. Y lo comerán rápidamente: es la Pascua del Señor.
Esa noche Yo pasaré por el país de Egipto para exterminar a todos sus primogénitos, tanto hombres como animales, y daré un justo escarmiento a los dioses de Egipto. Yo soy el Señor.
La sangre les servirá de señal para indicar las casas donde ustedes estén. Al verla, Yo pasaré de largo, y así ustedes se librarán del golpe del Exterminador, cuando Yo castigue al país de Egipto.
Este será para ustedes un día memorable y deberán solemnizarlo con una fiesta en honor del Señor. Lo celebrarán a largo de las generaciones como una institución perpetua"».
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
115. 12-13. 15-16bc. 17-18
¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?
O bien:
El cáliz que bendecimos es la comunión de la Sangre del Señor.
¿Con qué pagaré al Señor
todo el bien que me hizo?
Alzaré la copa de la salvación
e invocaré el nombre del Señor. R.
¡Qué penosa es para el Señor
la muerte de sus amigos!
Yo, Señor, soy tu servidor, lo mismo que mi madre:
por eso rompiste mis cadenas. R.
Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
e invocaré el nombre del Señor.
Cumpliré mis votos al Señor,
en presencia de todo su pueblo. R.
SEGUNDA LECTURA
Siempre que coman este pan y beban este cáliz,
proclamarán la muerte del Señor
Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 11, 23-26
Hermanos:
Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente:
El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía».
De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía».
Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que El vuelva.
Palabra de Dios.
EVANGELIO
Aclamación Jn 13, 34
«Les doy un mandamiento nuevo:
Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado»,
dice el Señor.
Los amó hasta el fin
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su Hora de pasar de este mundo al Padre, Él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin.
Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que Él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura.
Cuando se acercó a Simón Pedro, éste le dijo: «Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?»
Jesús le respondió: «No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás».
«No, le dijo Pedro, ¡Tú jamás me lavarás los pies a mí!»
Jesús le respondió: «Si Yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte».
«Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!»
Jesús le dijo: «El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos». Él sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: «No todos ustedes están limpios».
Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: «¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si Yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que Yo hice con ustedes».
Palabra del Señor
Manuel de Tuya
El lavatorio de los pies
El capítulo 13 de Jn narra las palabras de Cristo en el cenáculo. Aunque Jn omite el relato de la institución eucarística, probablemente porque a la hora de la composición de su evangelio ya era de todos conocida, por vivida en la fractio panis, pone, en cambio, una serie de discursos de Cristo, que ocupan los capítulos 13-17, de gran importancia dogmática.
Estudios recientes sugieren una nueva explicación. Parte del evangelio de Jn tendría por trasfondo esquemático una haggadah pascual del libro de la Sabiduría. Por eso, el relato de la institución eucarística, aunque perteneciente al “bloque literario” de la pasión, se omitiría aquí por haberse desarrollado su contenido doctrinal en la exposición del “Pan de vida,” conforme a este esquema temático.
“Prólogo” teológico introductorio a la pasión, 13:1-3.
Jn, antes de narrar la humillación de Cristo en su pasión y muerte, antepone un pequeño “prólogo” en el que destaca la grandeza de Cristo; cómo él es el único consciente de todos los pasos que da; cómo va libremente a la muerte; cómo tiene el dominio sobre todas las cosas y cómo, por amor a Dios y a los seres humanos, “salió” de Dios y “vuelve” así, triunfalmente por su muerte redentora, a Dios.
Es característico de Jn el anteponer estos prólogos a determinados acontecimientos de Cristo para dar el profundo significado de ellos (Godet). Tal es la grandeza divina que Juan quiere destacar en Cristo.
1 Antes de la fiesta de la Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, al fin extremadamente los amó. 2 Y comenzada la cena, como el diablo hubiese ya puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle; 3 con saber que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas y que había salido de Dios y a El se volvía...
Probablemente evocada por la Pascua y basada en un juego de palabras, está construida la frase introductoria: “Viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre” (Jua_5:24; Jua_7:3.14), precisamente “pascua” (pesah) significa tránsito o paso (Exo_12:11). Como, indudablemente, esta cena es la pascual, esta afirmación del cuarto evangelio crea una de las dificultades clásicas de la cronología de los evangelios, ya que resulta que Cristo celebraría la cena pascual con sus discípulos, no en la tarde del 15 de Nisán, la Pascua, sino el 14 de dicho mes: el día “antes” (v.l). Pero el estudio de esta dificultad se hará al final de este capítulo.
Judas asiste a esta “cena” (δεΐπνον ). El término griego usado indica la comida principal, hecha preferentemente hacia la noche. Precisamente la cena pascual comenzaba después de ponerse el sol del 14 del mes de Nisán, según el cómputo del día judío (Mat_26:20 par.). Por eso, cuando poco después Judas sale de allí, “era de noche” (v.20).
Judas tiene ya tramada la entrega y está comprometido en la pasión de Cristo. Con el cinismo del disimulo, para mejor lograr su objetivo, asiste a esta cena pascual; Jn dirá que el “diablo había puesto ya en el corazón de Judas el propósito de entregarle.” Al vincular esta obra al “diablo” no pretende el evangelista hacer una exclusiva referencia literaria personificada en Satán. Para Jn, la pasión es un terrible drama entre el reino de Satán, las fuerzas del mal, y Cristo, con su reino de Luz. Los seres humanos son los instrumentos de ese mundo satánico (Jn.6:70-71; 8:44; 12:31; 13:27; 16:11; Rev_12:4.17; Rev_13:2; cf. Luc_22:3; 1Co_2:8). Pero toda esta triple conjura, satánica, sanedrítica y de Judas, contra Cristo no era oculta para El. Es lo que el evangelista se complace en destacar y anteponer a esta tremenda tragedia.
Y “sabe que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas,” que es el poder conferido a su humanidad sobre todo lo creado, por razón de su unión hipostática, ya que la frase no puede entenderse de la divinidad: poner en sus manos todas las cosas no es darle el “poder” de la divinidad, sino “poder” sobre todas las cosas (Jua_3:35; Jua_17:2). Si todas las cosas están en sus manos, también lo está Judas. Y si El no lo permitiese, ni el traidor podría entregarle. El libremente (Jua_10:18) permite que el traidor le entregue, para así cumplir los planes del Padre. Porque “sabe” que precisamente llegó “su hora,” la hora que tanto deseó y a la que amoldó sus planes (Jua_7:6; Jua_12:23).
“Sabe” también, como se complace en destacarlo el evangelista, que “salió de Dios y a El se volvía.” Esta expresión alude, no a la generación eterna, sino a que “salió” del Padre por la encarnación y volvía, por la muerte y resurrección, al Padre, para ser glorificado con la “gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existiese” (Jua_17:5-24).
Además, la obra que va a realizar en esta “hora” es una manifestación también de amor insospechado a los seres humanos. Su obra de “encarnación” y de enseñanza fue obra de amor. Pero ahora dice el evangelista que, “como hubiese amado a los suyos, que estaban en el mundo, al fin los amó hasta el summum” (v.1b).
Los “suyos,” contrapuestos al mundo en este contexto, no pueden ser los judíos (Jn 1:Jua_10:11), ni acaso sean solamente todos los cristianos de entonces (Jua_6:37.39).
Valorados en este contexto literario del cenáculo, se debe referir a los apóstoles (Jua_17:6-9). En todo caso, el evangelista no quiere decir que la obra redentora de Cristo afecte sólo a los apóstoles: los que ahora se consideran en su “prólogo.” Poco antes se expuso la doctrina en la que se habla de la muerte redentora de Cristo (Jua_10:15), que abarca también a todos los que no son del redil de Israel, es decir, los gentiles (Jua_10:16).
El evangelista hace ver cómo la muerte de Cristo es una prueba de su amor desbordado por los hombres. “Los amó hasta el summum” (εiς τέλος ). La palabra griega usada lo mismo puede tener un sentido temporal, v.gr., hasta el fin de algo (Mat_10:22), que un valor cualitativo de perfección (1Te_2:16). Con ambos sentidos aparece la palabra hebrea lanetsah, que también con ambos sentidos se encuentra en las traducciones griegas. Si preferentemente aquí tiene el segundo, también puede decirse que “aquí contiene los dos sentidos a la vez”, ya que la prueba suprema de este amor extremado la da precisamente con la realización de su pasión y su muerte.
El lavatorio de los pies,1Te_13:4-20.
4 Se levantó de la mesa, se quitó los vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó; 5 luego echó agua en la jofaina y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a enjugárselos con la toalla que tenía ceñida. 6 Llegó, pues, a Simón Pedro, que le dijo: Señor, ¿tú lavarme a mí los pies? 7 Respondió Jesús y le dijo: Lo que Yo hago, tú no lo sabes ahora; lo sabrás después. 8 Di jo le Pedro: Jamás me lavarás tú los pies. Le contestó Jesús: Si no te los lavare, no tendrás parte conmigo. 9 Simón Pedro le dijo: Señor, entonces no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. 10 Jesús le dijo: El que se ha bañado no necesita lavarse, está todo limpio; y vosotros estáis limpios, pero no todos. '' Porque sabía quién había de entregarle, y por eso dijo: No todos estáis limpios. 12 Cuando les hubo lavado los pies, y tomado sus vestidos, y puéstose de nuevo a la mesa, les dijo: ¿Entendéis lo que he hecho con vosotros? 13 Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque de verdad lo soy. 14 Si Yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros. 15 Porque yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como Yo he hecho.
Sólo Jn relata esta escena. Y la introduce de una manera súbita. Dice que tiene lugar “mientras” cenaban, según la lectura mejor sostenida.
Cristo, para ello, se levantó del triclinio en que estaba “reclinado” (άνέπεσεν ; ν . 12), y se quitó las “vestiduras” (τα ιμάτια ). Esta palabra significa, en general, vestido, y preferentemente manto. Pero no deja de extrañar la forma plural en que aquí está puesta. Acaso sea un modismo. También “parece designar vagamente los vestidos de calle, en oposición al vestido de los servidores reducido a lo estrictamente necesario”. Luego toma una toalla de “lino,” lo suficientemente larga que permitía “ceñirse” (διέ ^ωσεν ) con ella. Suetonio cuenta de Calígula que se hizo asistir en la cena “ceñidos con un lienzo”. Después “echó agua en una jofaina,” y comenzó a lavar los pies a los apóstoles, y a secárselos con el lienzo con que se había ceñido. Esta jofaina citada (τον νιπτήρα ) era la denominación ordinaria para usos domésticos, si no es que el evangelista quiere denominar con ella la jofaina propia (ποδανιπτηρ ) para lavar los pies a los huéspedes. La toalla con que se los seca era del ajuar que allí había para el servicio.
Cristo aparece así con vestidos y en función de esclavo (Gen_18:4; 1Sa_25:41). Nunca como aquí Cristo, en expresión de San Pablo, “tomó la forma de esclavo” (Flp_2:7). Los apóstoles, “reclinados” en los lechos del triclinio, tenían los pies, vueltos hacia atrás, muy cerca del suelo. La ronda de humildad de Cristo va a comenzar. Acaso ellos, presa de sorpresa, se sentaron en los lechos, en dirección de sus pies, por donde Cristo iba.
El evangelista esquematiza el relato y lo centra en la figura de Pedro, aparte del prestigio de éste a la hora de la composición de su evangelio, porque la escena con él fue la más destacada y la que prestaba una oportunidad anecdótica para hacer la enseñanza que se proponía.
“¡Tú a mí!” Estos dos pronombres acusan bien la actitud de Pedro. El, que había visto tantas veces la grandeza de Cristo (Mat_16:16; Luc_5:8, etc.), no resistía ahora verle a sus pies para lavarle el sudor de los mismos. Se negó rotundamente. Pero en aquella actitud de Pedro, aunque de vehemente amor, había algo humano censurable. Y hacía falta que Cristo le “lavase,” le enseñase algo.
Pedro necesitaba someterse en todo a Cristo, lo que era someterse al plan del Padre.
Esto que Cristo exige — lavar los pies — era algo misterioso, pues su hondo sentido sólo lo comprendería “después.” Como del Señor no se registra una explicación precisa en el cenáculo, se refiere a la gran iluminación de Pentecostés, en que el Espíritu les llevaría “hacia la verdad completa,” y con esas luces relatan, varias veces, haber reconocido, comprendido hechos y enseñanzas de Cristo después de esta gran iluminación.
Pero aquella terquedad de Pedro lleva una seria amenaza. Si Cristo no le lava, “no tendrás parte conmigo”: era la “excomunión.” La frase significa o “no ser de su partido” o no “compartir una misma suerte”. Mas “para quien ama a Cristo esta frase es irresistible”. Los Padres frecuentemente comentaron este pasaje “evocando” en él una tipificación de lo que ha de ser el cristiano por razón de su agua bautismal. Con esta palabra o con compuestos o formas fundamentales del verbo λούω , aquí usado (v.10 = b λελουμένος ) aparece expresado el bautismo en 1Co_6:11; Efe_5:26; Tít 3:5; Heb_10:22). Y Pedro, con la vehemencia y extremismos de su carácter, se ofreció a que le lavase no sólo los “pies,” sino también “las manos y la cabeza.” Pero no hacía falta esto. Aquello era un rito misterioso y no necesitaban una “purificación” fundamental, pues todos estaban limpios, juego de palabras que expresa a un tiempo la limpieza física y moral. Pero Cristo destaca ya la primera denuncia velada de Judas; éste no estaba puro.
Después que Cristo terminó su ronda de limpieza, más de almas que de pies, pues aquello era una enseñanza, dejó su aspecto de esclavo y, tomando sus vestidos, se reclinó en el triclinio entre ellos.
Veladamente les va a hablar de lo que hizo, pues sólo lo podrán comprender “después” de Pentecostés. Les dice que ellos le llaman “el Maestro” y “el Señor,” y lo es. Si el artículo lo contrapone a ellos, el intento del evangelista debe de ir más lejos. Cristo es el Maestro y el Señor de todos. Así su lección es universal.
“El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado mayor que el que le envía.” Así ellos ante él.
Por tanto, que copien la lección. ¿Cuál? “Yo os he dado ejemplo, para que vosotros hagáis también lo que yo he hecho” (v.15): “habéis de lavaros los pies unos a otros” (v.14b). Pero, como comentario, añade una palabras que orientan ya, filológicamente, al verdadero intento de Cristo. “Si comprendéis estas cosas (ταοτα ), seréis dichosos si las practicáis (ποιητε αυτά ). Más abajo se expone el sentido de este “rito.”
(...)
Sentido de este rito del lavatorio de los pies en el intento de Cristo.
No tiene valor de sacramento. — Parecería, sin más, el que pudiera serlo, pues reúne las características sacramentales: es instituido por Cristo; es rito sensible; tiene carácter de perpetuidad (v.14); y parecería conferir gracia, ya que sin él “no tendrás parte conmigo,” se le dijo a Pedro; para recibirlo hace falta “pureza” (v.10); y al mismo tiempo entraña un sentido arcano: su sentido lo sabrán “después.” Pero la razón definitiva en contra es que la Iglesia sólo reconoce siete sacramentos. Sólo en algunas iglesias de las Galias y Milán se practicó, como un rito complementario postbautismal.
No tiene valor de sacramental. — Ni tampoco tuvo nunca este valor. Sólo se ha conservado como una acción paralitúrgica del Jueves Santo, que recuerde, al realizarlo plásticamente, el ejemplo del Señor. Así lo mandaba ya en 694 el concilio de Toledo. Y se buscaba además, al imitar este ejemplo de Cristo, hacer ver que el que tiene autoridad y mando debe comportarse como un servidor.
Sentido de este “rito de Cristo.” — Descartados los aspectos negativos de su interpretación, su sentido es el siguiente:
1) En la narración hay ya un indicio de que no se trata de repetir el rito en su materialidad. Se dice: “Si comprendéis estas cosas (ταύτα ) seréis bienaventurados si las hacéis” (ποιητε αυτά ).
La forma plural en que se alude a lo que acaba de hacer parece referirse a posibles realizaciones distintas que habrán de practicar. Si sólo se refiriese al “ejemplo” que acababa de darles, se imponía la forma singular, “Es un índice significativo de que lo que Jesús ha hecho no es más que un ejemplo entre muchos.”
2) El ejemplo de Cristo. Serán bienaventurados si aprenden esto: que “no es el siervo mayor que su señor.” Y lo que hizo Cristo fue darles un ejemplo de humildad por caridad. Esto es lo que ellos han de practicar: la humildad por caridad. Es lo que les dirá muy pronto como un precepto nuevo: “que os améis los unos a los otros.” Lo que se dice así en enseñanza “sapiencial” es lo que, con el lavatorio de pies, les enseñó con una “parábola en acción.” Los apóstoles retendrán el espíritu de esta acción concreta, practicándolo con otras obras cuando la necesidad lo reclame.
3) Esto mismo confirma el pasaje que Lc (Isa_22:24-27) inserta en el relato de la cena. Hubo rivalidad por los primeros puestos en el reino entre los apóstoles. Y Cristo les da allí una enseñanza “sapiencial” de contenido equivalente a ésta: “el mayor entre vosotros será como el menor, y el que manda, como el que sirve. Porque ¿quién es mayor, el que está sentado a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está sentado? Pues Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve.”
A esta enseñanza “sapiencial” responde Cristo con la “parábola en acción” del lavatorio de los pies, para enseñarles la necesidad de la humildad por caridad 19.
(DE TUYA, M., Evangelio de San Juan, en PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia Comentada, BAC, Madrid, Tomo Vb, 1977)
Alois Stöger
La Cena
(Lc 22,14-20)
Lucas nos legó un artístico díptico, en cuya doble imagen se contraponen la cena cristiana (v. 19-20) y la judía (v. 14-18). El cordero pascual y la copa de vino del viejo rito ceden el puesto al pan y a la copa del nuevo.,
a) Antigua cena pascual (22,14-18).
14 Cuando llegó la hora, se puso a la mesa, y los apóstoles con él.
La hora fijada por la ley para la cena pascual era poco después de la puesta del sol (Exo_12:8). Ha llegado esta hora. Es también la hora en que, por disposición de la voluntad divina, ha de comenzar la pasión y la glorificación de Jesús (Exo_22:53; con frecuencia en Juan: así 12,23; 13,1; 17,1). Cristo parte del mundo cuando llega esta hora; obra por libre decisión y obedeciendo al Padre.
No se tiene ya en cuenta la antigua prescripción según la cual en la cena pascual los comensales debían estar preparados para marchar y comer de prisa. La cena ha adoptado la forma de un banquete helenístico solemne. Los doce apóstoles (6,13) son los comensales de Jesús. En la cena pascual no debe haber menos de diez ni más de veinte comensales. Jesús actúa en esta comunidad como el padre de familia. El señor está presente cuando se celebra la cena pascual y forma el centro de la comunidad de los comensales.
15 Y les dijo: Con ardiente deseo he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer; 16 porque os digo que ya no la voy a comer más hasta que se cumpla en el reino de Dios.
La antigua cena pascual se esboza solamente con unos pocos rasgos; se indica lo esencial: el cordero pascual y la copa de vino. El cuadro lleva el sello de la futura celebración eucarística.
La cena-pascual según el rito de los judíos, que a juzgar por el relato, celebró también Jesús, se celebraba siguiendo un orden riguroso. El padre de familia inauguraba la ceremonia con una acción de gracias por la fiesta. A continuación tomaba una copa con vino y pronunciaba sobre ella la bendición: «Bendito seas, Yahveh, Dios nuestro, rey del mundo, que creaste el fruto de la vid.» Entonces se bebía el vino de esta primera copa. Los presentes se lavaban la mano derecha y consumían el primer plato: una entrada de hierbas amargas empapada en una salsa muy fuerte y que era masticada mientras se meditaba. Se mezclaba una segunda copa y se ponía delante, aunque no se bebía inmediatamente de allá. El hijo preguntaba al padre de familia cómo aquella noche, con las rúbricas especiales de la cena, se distinguía de las otras noches. Entonces daba el padre una instrucción sobre el sentido de la solemnidad pascual y el significado de los manjares. Era la haggada de pascua. En estas palabras de explicación debía por lo menos recordarse la pascua («porque Dios pasó de largo las casas de nuestros padres en Egipto»), el pan sin levadura («porque fueron liberados tan rápidamente, que su masa de pan no tuvo tiempo de fermentar») y las hierbas amargas («porque los egipcios habían amargado la vida a nuestros padres en Egipto»). Tras estas palabras se cantaba la primera parte del hallel (Sal 113s). Se terminaba con el himno pascual: «Al salir Israel de Egipto, la casa de Jacob se libró de un pueblo extraño, fue Judá su santuario; Israel, su tierra de dominio»; (Sal 114-1s). Entonces se bebía la segunda copa.
Acto seguido se lavaban los comensales las manos y comenzaba la parte principal de la cena. El padre de familia tomaba pan sin levadura y pronunciaba sobre él la acción de gracias: «Bendito seas, Yahveh, Dios nuestro, rey del mundo, que haces brotar pan de la tierra.» Luego partía el pan en pedazos y lo daba a los comensales, que lo comían con hierbas amargas y zumo de frutas. Después se comía el cordero pascual. Una vez terminada la cena, pronunciaba el padre de familia sobre la tercera copa («copa de bendición») la acción de gracias de la comida; en ella se manifiesta la esperanza mesiánica: «Señor, Dios nuestro, a ti se dirigen nuestros ojos; pues Dios eres tú, rey de misericordia y gracia. El misericordioso. Su soberanía sea sobre nosotros siempre y eternamente. El misericordioso. Envíanos al profeta Elías, que nos traiga el Evangelio, ayuda y consuelo. El misericordioso. Otórguenos los días del Mesías y la vida del mundo venidero, él, que magnifica la salvación de su rey y hace gracia a su ungido, a David y a su descendencia eternamente.» Después de beber esta copa se cantaba la segunda parte del hallel (Sal 114/5-118). En él se decía: «Prendido me habían los lazos de la muerte, habíanme sorprendido las ansiedades del sepulcro, todo era angustia y afán para mí, e invoqué el nombre de Yahveh: Salva, ¡oh Yahveh!, mi alma. Yahveh es misericordioso y justo; sí, nuestro Dios es piadoso. Protege Yahveh a los desvalidos: yo era un mísero y él me socorrió... ¡Qué podré yo dar a Yahveh por todos los beneficios que me ha hecho? Elevaré la copa del socorro invocando el nombre de Yahveh» (Sal_116:3-6.12s). La cena pascual recibe consagración y sentido. Jesús la había deseado con ardiente deseo. Lo que durante su actividad estaba siempre presente a sus ojos, ha llegado ahora. «Fuego vine a echar sobre la tierra. ¡Y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo un bautismo con que he de ser bautizado. ¡Y cuánta es mi angustia hasta que esto se cumpla!» (Sal_12:49s). «Yo expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día tendré terminada mi obra» (Sal_13:32). Su obra no quedará terminada hasta que él haya pasado por la muerte. Con la última cena comienza su pasión y su gloria, se sientan las bases del bautismo y del envío del Espíritu Santo. Su muerte está envuelta en la claridad de pascua, de pentecostés y de los acontecimientos escatológicos; su muerte trae la salvación a los muchos. La antigua Iglesia celebra el banquete eucarístico con profundos sentimientos escatológicos (Hec_2:46). La cena que Jesús se dispone a celebrar con los suyos, los doce, que están con él, es cena de despedida. Sus palabras remiten a la muerte próxima: «...antes de padecer». El recuerdo de esta cena de despedida quedará siempre ligado a la marcha de Jesús hacia la muerte.
La mirada de Jesús se dirige, como siempre, al reino de Dios. Su muerte no es su fin. El momento presente, con la oscuridad que cae sobre él, es situado ya a la luz del futuro. El hecho de comer el cordero pascual despierta la esperanza de la venida del Mesías y de la vida en el mundo venidero. Ahora se cumple una profecía. Primeramente se cumple en la Iglesia mediante el banquete eucarístico, definitivamente se cumplirá en la participación en el reino de Dios, que es representado como banquete (22,30).
...............
17 Tomó luego una copa, y recitando la acción de gracias, dijo: Tomad esto y repartidlo entre vosotros; 18 porque os digo que, desde ahora, ya no beberé del producto de la vid hasta que llegue al reino de Dios.
Una vez que se ha comido el cordero pascual, se bebe la «copa de la bendición». A ello va asociada la oración de acción de gracias. Jesús da la copa a los comensales y los invita a beber. él mismo no bebe; de lo contrario, habría sido superfluo invitarlos a beber. Cuando bebía el padre de familia, era señal para que bebieran también los comensales. Con la copa les da también gozo y bendición.
También la copa de vino remite más allá de la hora presente. Jesús la beberá de nuevo. A su muerte sigue la gloria en el reino de Dios. En la antigua Iglesia hacían los cristianos memoria de las palabras de Jesús sobre el cordero pascual y sobre la copa pascual cuando se reunían para la cena sin la presencia corporal del Señor. Estas palabras mantenían viva la esperanza de que había de inaugurarse el reino de Dios y de que los que esperaban participarían en el banquete de que habla el Señor.
A la luz de las palabras de Jesús, pronunciadas sobre la antigua pascua, la nueva comida y la nueva bebida que él va a dar es regalo de despedida del Señor que va a la muerte, celebración conmemorativa de nueva redención, comunidad de mesa con el Resucitado, promesa de nueva comida plena y de nueva vida en el reino de Dios.
b) Cena eucarística (22,19-20).
19 Luego tomó pan y, recitando la acción de gracias, lo partió y lo dio a ellos diciendo: Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. 20 Y lo mismo hizo con la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros.
Se instituye la nueva pascua. El puesto del cordero pascual viene a ocuparlo el cuerpo de Jesús, el puesto de la copa pascual llena de vino viene a ocuparlo la sangre de Jesús. No se borran todos los vestigios de la antigua pascua. Como bloques erráticos de tiempos pasados hallamos las palabras acción de gracias y después de haber cenado. Después de comer el cordero pascual utilizó Jesús la tercera copa, la «copa de la bendición» (1Co_10:16), para su nuevo don. Las palabras sobre la acción de gracias están situadas al comienzo mismo del banquete eucarístico, aunque habrían tenido su puesto histórico antes de la copa. La acción de gracias es algo así como el título. La cena pascual, instituida en nueva forma por Jesús, es la gran acción de gracias de la Iglesia con Cristo, la eucaristía. (…)[1].
El centro de la nueva pascua es Jesús. De él vienen don, acción y palabra. Él toma el pan en su mano después de haberse levantado del almohadón en que estaba recostado, pronuncia la bendición, lo parte y lo distribuye entre los comensales. Análogamente procede con la copa, que contiene vino mezclado con agua. Las palabras que pronuncia Jesús y que acompañan su acción, hacen comprensible su don, lo presentan como don salvador, que tiene su razón de ser en su muerte.
El don que entrega Jesús es su cuerpo y su sangre. El cuerpo es su cuerpo vivo, él mismo; la sangre es sede de la vida, su vida, él mismo. (…). Así hacen referencia a la muerte. Jesús se da a los suyos como memorial de su muerte. «Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, estáis anunciando la muerte del Señor, hasta que él venga» (1Co_11:26).
Las palabras con que dio Jesús comienzo a la cena, llenan la noche con el pensamiento de su fin violento. Los dones que imparte Jesús son su cuerpo, que es entregado, su sangre, que es derramada. El cuerpo es entregado, la sangre es derramada... en la muerte. Jesús toma esta muerte sobre sí por los discípulos, a los que imparte sus dones. El pan es partido y entregado... por vosotros. La sangre es derramada... por vosotros. La muerte de Jesús redunda en su bien, es para ellos muerte salvadora. Como el mártir con su muerte procura al pueblo gracia y purificación de los pecados, porque la providencia divina quiere por esta muerte expiatoria salvar a Israel oprimido (4Mac 6,28s; 17,22), así también Jesús, con su muerte, proporciona expiación y perdón. Su muerte es martirio expiatorio. Su sangre da expiación (Lev_17:11) .
Por vosotros. Estas palabras van dirigidas a los discípulos, a los que se dan el cuerpo y la sangre de Jesús. Estas palabras aplican a los discípulos lo que aporta para muchos la muerte expiatoria del siervo de Yahveh. El siervo de Yahveh es un varón de dolores, familiarizado con el sufrimiento (Isa_53:3). él lleva nuestro sufrimiento, cargó con nuestros dolores, fue herido por nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades; para nuestra salud pesa sobre él el castigo; por sus llagas nos viene la curación; el Señor carga sobre él la deuda de los pecados de todos nosotros (Isa_53:4-6). Jesús es el siervo de Yahveh, que se ofrece en sacrificio en expiación por los hombres[2]. Su muerte es muerte sacrificial expiatoria.
La copa que da Jesús es «la nueva alianza en mi sangre». Contiene la sangre, con cuyo derramamiento se concluye la nueva alianza. La antigua alianza, que concluyó Dios con su pueblo en el Sinaí, ha caducado, porque el pueblo de Dios ha faltado a la fidelidad. EL Dios fiel y misericordioso le prometió perdón y un nuevo orden divino: «Vienen días en que yo haré una alianza nueva con la casa de Israel y la casa de Judá; no como la alianza que hice con sus padres, cuando tomándolos de la mano los saqué de la tierra de Egipto; ellos quebrantaron mi alianza y yo los rechacé. Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días: Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón, y será su Dios y ellos serán mi pueblo. No tendrán ya que enseñarse unos a otros ni exhortarse unos a otros, diciendo: Conoced a Yahveh, sino que todos me conocerán, desde los pequeños a los grandes; porque les perdonaré sus maldades y no me acordaré más de sus pecados» (Jer_31:31-34). Con su sangre otorga Jesús los bienes del nuevo orden divino, la anticipación de la salud de los últimos tiempos: íntima comunión con Dios, reconciliación con él, perdón de la culpa.
Con la copa de salvación se da Jesús como mediador de la nueva alianza. Por él, el siervo de Yahveh, que interviene expiando por muchos y da su vida, se inaugura el nuevo orden divino: «Yo, Yahveh, te he llamado en la justicia y te he tomado de la mano. Yo te he formado y te he puesto por alianza para mi pueblo y para luz de las gentes, para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos, del fondo del calabozo a los que moran en tinieblas» (Isa_42:6s). «Al tiempo de la gracia te escuché, el día de la salvación vine en tu ayuda. Yo te formé y te puse por alianza de mi pueblo, para restablecer la tierra y repartir las heredades devastadas. Para decir a los presos: Salid; y a los que moran en tinieblas: Venid a la luz. En todos los caminos serán apacentados, habrá pastos en todas las laderas. No padecerán hambre ni sed, calor ni viento solano que los aflija. Porque los guiará el que de ellos se ha compadecido y los llevará a aguas manantiales. Yo tornaré todos los montes en caminos y estarán preparadas las vías. Vienen de lejos: éstos, del norte y del poniente; aquéllos, de la tierra de Sinim. Cantad, cielos; tierra, salta de gozo; montes, que resuenen vuestros cánticos, porque ha consolado Yahveh a su pueblo, ha tenido compasión de sus males» (Isa_49:8-13). Lo que había anunciado Jesús en Nazaret al comienzo de su actividad, halla realización y acabamiento en la sagrada cena (Isa_4:17-20). Lo que él anunció de palabra, se realiza en su cuerpo y sangre y se imparte en la cena. Jesús no se limita a expresar la fuerza salvífica de su muerte, sino que la da como alimento en su cuerpo y sangre: «Partió el pan y lo dio a ellos.» De la misma manera también la copa. El fruto de su muerte salvífica no se asimila ya únicamente en la fe, sino mediante la recepción de la comida y de la bebida en el cuerpo. Por muy grande que sea la cualidad de signo del pan y del vino, no es suficiente para reproducir el sentido contenido en la eucaristía. «La insistencia en describir la acción de dar reclama una comprensión realista.» Jesús efectúa esta acción a la sombra de la cena pascual. Se come el cordero pascual sacrificado. Al sacrificio sigue la comida sacrificial (Exo_24:11).
A la palabra relativa al pan se añade un encargo de repetir lo hecho: Haced esto en memoria mía. También se aplica al cáliz (1Co_11:24s). La entera acción de la cena, tal como la efectuó Jesús sobre el pan y el vino, deben hacerla los discípulos en memoria de él. Cuandoquiera que hagan esto, estará presente Jesús, que con su muerte pone en vigor el nuevo orden divino. (…).
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
[1] Las palabras de la Cena en Lucas tienen afinidad con las palabras de la institución transmitidas por Pablo (1Co_11:23). De las palabras introductorias de Pablo y del análisis de historia de las formas resulta que estas palabras se remontan a los años 30 del siglo I y son por tanto «piedra fundamental de la tradición». Nos muestran la forma en que pronunciaban las palabras de Jesús las comunidades de Antioquia (y de Jerusalén). Los relatos de la institución, pese a sus diferentes formas, permiten reconocer cómo hablaría Jesús, aunque el tenor de las palabras se reproduce conforme al sentido, no literalmente, sino adaptado a la inteligencia de las comunidades. En la tradición de estas palabras tan veneradas ha quedado también como sedimento el empeño de la Iglesia por comprender este precioso legado del Señor. Y su solicitud por la fecundidad del mismo.
[2] En la función del siervo de Yahveh, que sufre en forma vicaria por el pecado de Israel, «por muchos», vio Jesús el sentido asignado por Dios a su muerte, tanto más que la idea de la representación vicaria y del sentido expiatorio de los sufrimientos del justo, era corriente desde la época de los Macabeos. Cf. 22,37; Mar_8:31; Mar_9:31; Mar_10:33; Mar_10:45; Mat_8:17; 12,18-21.
Benedicto XVI
La hora de Jesús
Detengámonos por el momento en Juan, que, en su narración sobre la última tarde de Jesús con sus discípulos antes de la Pasión, subraya dos hechos del todo particulares. Nos relata primero cómo Jesús prestó a sus discípulos un servicio propio de esclavos en el lavatorio de los pies; en este contexto refiere también el anuncio de la traición de Judas y la negación de Pedro. Después se refiere a los sermones de despedida de Jesús, que llegan a su culmen en la gran oración sacerdotal. Pongamos ahora la atención en estos dos puntos capitales.
«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (13,1). Con la Última Cena ha llegado «la hora» de Jesús,hacia la que se había encaminado desde el principio con todas sus obras (cf. 2,4). Lo esencial de esta hora queda perfilado por Juan con dos palabras fundamentales: es la hora del «paso» (metabaínein — metábasis); es la hora del amor (agápé) «hasta el extremo».
Los dos términos se explican recíprocamente, son inseparables. El amor mismo es el proceso del paso, de la transformación, del salir de los límites de la condición humana destinada a la muerte, en la cual todos estamos separados unos de otros, en una alteridad que no podemos sobrepasar. Es el amor hasta el extremo el que produce la «metábasis» aparentemente imposible: salir de las barreras de la individualidad cerrada, eso es precisamente el agápé, la irrupción en la esfera divina.
La «hora» de Jesús es la hora del gran «paso más allá», de la transformación, y esta metamorfosis del ser se produce mediante el agápé. Es un agápé «hasta el extremo», expresión con la cual Juan se refiere en este punto anticipadamente a la última palabra del Crucificado: «Todo está cumplido (tetélestai)» (19,30). Este fin (télos), esta totalidad del entregarse, de la metamorfosis de todo el ser, es precisamente el entregarse a sí mismo hasta la muerte.
El que aquí, como también en otras ocasiones en el Evangelio de Juan, Jesús hable de que ha salido del Padre y de su retorno a Él, podría suscitar el recuerdo del antiguo esquema del exitus y del reditus, de la salida y del retorno, como ha sido elaborado especialmente en la filosofía de Plotino. Sin embargo, el salir y volver dcl que habla Juan es totalmente diferente de lo que se piensa en el esquema filosófico. En efecto, tanto en Plotino como en sus seguidores el «salir», que para ellos tiene lugar en el acto divino de la creación, es un descenso que, al final, se convierte en un decaer: desde la altura del «único» hacia abajo, hacia zonas cada vez más bajas del ser. El retorno consiste después en la purificación de la esfera material, en un gradual ascenso y en purificaciones, que van eliminando lo que es inferior y, finalmente, reconducen a la unidad de lo divino.
El salir de Jesús, por el contrario, presupone ante todo una creación, pero no entendida como decadencia, sino como acto positivo de la voluntad de Dios. Es también un proceso del amor, que demuestra su verdadera naturaleza precisamente en el descenso —por amor a la criatura, por amor a la oveja extraviada—, revelando así en el descender lo que es verdaderamente propio de Dios. Y el Jesús que retorna no se despoja en modo alguno de su humanidad, como si ésta fuera una contaminación. El descenso tenía la finalidad de aceptar y acoger la humanidad entera y el retorno junto con todos, la vuelta de «toda carne».
En esta vuelta se produce una novedad: Jesús no vuelve solo. No abandona la carne, sino que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). La metábasis vale para la totalidad. Aunque en el primer capítulo del Evangelio de Juan se dice que los «suyos» (ídioi) no recibieron a Jesús (cf. 1,11), ahora oímos que Él ha amado a los «suyos» hasta el extremo (cf. 13,1).En el descenso, El ha recogido de nuevo a los «suyos» —la gran familia de Dios—, haciendo que, de forasteros, se conviertan en «suyos».
Escuchemos ahora cómo prosigue el evangelista: Jesús «se levanta de la mesa, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y comienza a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido» (Jn 13,4s). Jesús presta a sus discípulos un servicio propio de esclavos, «se despojó de su rango» (Flp 2,7).
Lo que dice la Carta a los Filipenses en su gran himno cristológico —es decir, que en un gesto opuesto al de Adán, que intentó alargar la mano hacia lo divino con sus propias fuerzas, mientras que Cristo descendió de su divinidad hasta hacerse hombre, «tomando la condición de esclavo» y haciéndose obediente hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2,7-8)—, puede verse aquí en toda su amplitud en un solo gesto. Con un acto simbólico, Jesús aclara el conjunto de su servicio salvífico. Se despoja de su esplendor divino, se arrodilla, por decirlo así, ante nosotros, lava y enjuga nuestros pies sucios para hacernos dignos de participar en el banquete nupcial de Dios.
Cuando encontramos en el Apocalipsis la formulación paradójica según la cual los salvados «han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero» (7,14), se nos está diciendo que el amor de Jesús hasta el extremo es lo que nos purifica, nos lava. El gesto de lavar los pies expresa precisamente esto: el amor servicial de Jesús es lo que nos saca de nuestra soberbia y nos hace capaces de Dios, nos hace «puros».
(…)
Lavatorio de los pies y confesión de los pecados
Finalmente hemos de prestar atención todavía a un último detalle del relato del lavatorio de los pies. Después de que el Señor explica a Pedro la necesidad de lavarle los pies, éste replica que, siendo así las cosas, Jesús le debería lavar no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. La respuesta de Jesús, una vez más, resulta enigmática: «Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio» (13,10). ¿Qué significa esto?
Las palabras de Jesús suponen obviamente que los discípulos, antes de ir a la cena, habían tomado un baño completo y que ahora, ya a la mesa, sólo hacía falta lavarles los pies. Está claro que Juan ve en estaspalabras un sentido simbólico más profundo, que no es fácil de identificar. Tengamos presente ante todo que el lavatorio de los pies —como ya hemos visto— no es un sacramento particular, sino que significa la totalidad del servicio salvador de Jesús: el sacramentum de su amor, en el cual Él nos sumerge en la fe y que es el verdadero lavatorio de purificación para el hombre.
Pero el lavatorio de los pies adquiere en este contexto, más allá de su simbolismo esencial, también un significado más concreto que nos remite a la praxis de la vida de la Iglesia primitiva. ¿De qué se trata? El «baño completo» que se da por supuesto no puede ser otro que el Bautismo, con el cual el hombre queda inmerso en Cristo de una vez por todas y recibe su nueva identidad del ser en Cristo. Este proceso fundamental, mediante el cual no nos hacemos cristianos por nosotros mismos, sino que nos convertimos en cristianos gracias a la acción del Señor en su Iglesia, es irrepetible. No obstante, en la vida de los cristianos, para permanecer en una comunión de mesa con el Señor, este proceso necesita siempre un complemento: el lavatorio de los pies. ¿Qué significa esto? No hay una respuesta absolutamente segura. Pero me parece que la Primera Carta de Juan indica el buen camino y nos señala cuál es su significado. En ella se lee: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos lavará de nuestros delitos. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y no poseemos su palabra» (1,8ss). Puesto que también los bautizados siguen siendo pecadores, tienen necesidad de la confesión de los pecados, que «nos lava de todos nuestros delitos».
La palabra «purificar» establece la conexión interior con la perícopa del lavatorio de los pies. La práctica misma de la confesión de los pecados, que procede del judaísmo, está atestiguada también en la Carta de Santiago (5,16), así como en la Didaché. En ésta leemos: «En la asamblea confesarás tus faltas» (4,14); y vuelve a decir más adelante: «En cuanto al domingo del Señor, una vez reunidos, partid el pan y dad gracias después de haber confesado vuestros pecados» (14,1). Franz Mußner, siguiendo a Rudolf Knopf, comenta: «En ambos textos se piensa en una confesión pública del individuo» (Jakobusbrief, p. 226, nota 5). En esta confesión de los pecados, que ciertamente formaba parte de las primeras comunidades cristianas en el ámbito de influjo judeocristiano, no se puede identificar seguramente el sacramento de la Penitencia tal como se ha desarrollado en el curso de la historia de la Iglesia, pero es ciertamente «una etapa hacia él» (ibid., p. 226).
De lo que se trata en el fondo es de que la culpa no debe seguir supurando ocultamente en el alma, envenenándola así desde dentro. Necesita la confesión. Por la confesión la sacamos a la luz, la exponemos al amor purificador de Cristo (cf.Jn 3,20s).En la confesión el Señor vuelve a lavar siempre nuestros pies sucios y nos prepara para la comunión de mesa con Él.
Al mirar en retrospectiva al conjunto del capítulo sobre el lavatorio de los pies, podemos decir que en este gesto de humildad, en el cual se hace visible la totalidad del servicio de Jesús en la vida y la muerte, el Señor está ante nosotros como el siervo de Dios; como Aquel que se ha hecho siervo por nosotros, que carga con nuestro peso, dándonos así la verdadera pureza, la capacidad de acercarnos a Dios. En el segundo «canto del siervo de Dios», en el profeta Isaías, se encuentra una frase que en cierto modo anticipa la línea de fondo de la teología joánica de la Pasión: «El Señor me dijo: "Tú eres mi siervo y en ti seré glorificado" (LXX: doxasthésomai)» (cf. 49,3).
Esta conexión entre el servicio humilde y la gloria (dóxa) es el núcleo de todo el relato de la Pasión en san Juan: precisamente en el abajamiento de Jesús, en su humillación hasta la cruz, se transparenta la gloria de Dios; Dios Padre es glorificado, y Jesús en Él. Un pequeño inciso en el «Domingo de Ramos» —que podría considerarse como la versión joánica de la narración del Monte de los Olivos— resume todo esto: «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si para eso he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Le he glorificado y volveré a glorificarle» (12,27s). La hora de la cruz es la hora de la verdadera gloria de Dios Padre y de Jesús.
(Ratzinger, J. – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Segunda Parte, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 70 - 73. 91 - 94)
Alfredo Sáenz, S.J.
La noche de las entregas
El triduo pascual se inicia en la noche del Jueves Santo, la noche que dio origen a dos grandes misterios de nuestra fe: la Eucaristía y el Sacerdocio. Misterios éstos que tuvieron y tienen por protagonista a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, Altar y Víctima, inmolado por su propia voluntad.
Estos dos misterios no son sino expresión de la entrega total y definitiva del Señor, en primer lugar al Padre eterno, y luego, a los que había amado hasta el fin, es decir, a sus discípulos y a todos aquellos que habían de creer en su nombre. Como El mismo nos lo dijo con vehemencia: "Ardientemente he deseado comer con vosotros esta Pascua antes de padecer". De este modo, Jesucristo es el primero en dar cumplimiento a los dos mandamientos supremos de la Ley y los Profetas: el amor a Dios y el amor al prójimo.
Es la noche de las entregas, aunque no todos se entregan y son entregados de la misma manera y por los mismos motivos. En la noche de la Última Cena, como en cada Santa Misa, el Padre nos entrega a su Hijo Unigénito, cual otro Abraham, dispuesto a inmolar a su hijo. Este hijo es el verbo Encamado, el verdadero cordero pascual del cual todos debemos comer después de haberse inmolado en el altar de la cruz. Su sangre derramada nos reconciliará y hará de nosotros un pueblo santo. Ése es el precio que Dios mismo ha querido fijar para rescatamos de la esclavitud del pecado: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna", se nos dice en el Evangelio. Vemos entonces como Cristo es entregado por su Padre en favor nuestro.
También Cristo se entrega por nosotros a su Padre. "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros". Nadie le quita la vida, sino que la da voluntariamente por aquellos a los que ama, como expresión de su amor: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos". La voluntad del Padre constituyó siempre su alimento. Incesantemente hizo lo que a Él le agradaba. Su entrega fue el resultado de un acto amoroso de obediencia. "Fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz". Ardientemente había esperado esta hora para que el mundo conociese hasta qué grado amaba a su Padre.
La entrega de Cristo tiene dos vertientes, dos términos. Según acabamos de decir, en primer lugar se entrega a su Padre, pero posteriormente se ofrece como alimento, para que también nosotros pudiésemos entrar en comunión con El. Vemos así como el otro desemboque de su amor son los cristianos, a quienes se entrega bajo los velos eucarísticos, tras las apariencias de pan y de vino, en el ámbito de un banquete sacrificial. Conveniente era que si su Cuerpo y su Sangre fueron derramados por nosotros, los recibiésemos en alimentos, y de este modo entrásemos en posesión de la vida que nos había alcanzado.
En esta santa noche también nos entrega el mandamiento nuevo, el mandamiento de la caridad, para que imitemos su entrega. "Amaos los unos a los otros como yo os he amado". Esto lo manda después de haber lavado los pies a sus discípulos, Él, que es Maestro y es Señor. "Si yo, que soy el Señor, el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado el ejemplo, para que hagáis lo mismo que yo he hecho con vosotros". Nuestro amor al prójimo no puede no ser sino la imitación y la prolongación del amor de Cristo hacia nosotros. Bien dice San Agustín que "todo hombre debe lavar los pies a otro, o corporalmente o espiritualmente"; es decir, mediante las obras de misericordia corporales o espirituales, Cristo continúa así entregándose a todos a través nuestro.
Pero hay otra entrega, esta vez alevosa. A ella alude San Pablo en la segunda lectura: "El Señor Jesús, la noche en que fue entregado". El hecho de que Cristo se inmolase voluntariamente a su Padre, no excluía que sus enemigos llevasen a cabo su propia entrega, enemigos tanto más culpables cuanto más cercanos a Él, como en el caso de Judas, quien también fue lavado por Cristo. Judas cumplirá, pues, su "entrega", una entrega traidora y vil; por treinta monedas lo pondrá en manos de los judíos obstinados en su incredulidad. "El que compartía mi pan es el primero en traicionarme".
Posteriormente Caifás también lo va a entregar a Cristo en manos de Pilatos, después de haber pronunciado su sentencia de muerte. Conviene que muera uno por todos. A la suya se sumará la de Pilatos, quien después de manifestar reiteradamente que no hallaba culpa alguna en Él, lo entregaría en manos del pueblo: "haced lo que queráis". También los discípulos lo entregarán, dejándolo solo y huyendo cobardemente, a pesar de sus anteriores propósitos de fidelidad.
Para perpetuar su entrega, positiva y sobreabundantemente generosa, a lo largo de los siglos, el Señor instituyó en esta noche el sacerdocio católico. Quiso hacer partícipes a algunos hombres de su sacerdocio ministerial, para que renovasen en su nombre el sacrificio de la redención, presidiesen al pueblo santo en el amor, lo alimentasen con su palabra y lo fortaleciesen con sus sacramentos, como dice el ritual de la ordenación. Sin sacerdocio no hay verdadera Iglesia; sin sacerdote no hay renovación incruenta del sacrificio inaugurado en la última Cena; sin sacerdote no hay Eucaristía. Y sin Misa y sin comunión se tomaría ineficaz la obra redentora del Señor. Por esto Cristo dijo a sus discípulos, ahora sacerdotes, "Haced esto en memoria mía". Hasta que el Señor retome al fin de los tiempos, se seguirá renovando el sacrificio de alabanza que se ofrece diariamente de un extremo al otro de la tierra.
A la entrega de Cristo hemos de agregar nuestra propia entrega. No, por cierto, como la de Judas, Caifás o Pilatos. Cristo quiere seguir entregándose, ofreciéndose, inmolándose en no-sotros. Parafraseando a San Pablo, se podría decir que debemos completar en nosotros lo que falta a la entrega victimal del Señor en favor de su Iglesia. Será preciso que nos entreguemos con Él, que nos inmolemos con Él.
Cada vez que tomamos parte en el Santo Sacrificio de la Misa nos insertamos en esa corriente de entrega amorosa de Cristo al Padre y al prójimo. Si queremos que se acreciente nuestra entrega a Dios y a los hombres, será preciso nutrimos frecuentemente de la Sagrada Eucaristía, ofreciéndonos siempre de nuevo con Cristo al Padre. Como decimos en la doxología final: "Por Él, con Él y en Él".
Que la comunión eucarística nos impulse a multiplicar nuestras visitas al Santísimo, acompañando a Cristo en sus sagrarios. Él allí nos espera para que le hagamos compañía. Desde allí nos infundirá aliento para que no desfallezcamos en la entrega ardua y cotidiana que implica el hecho de ser y de decirnos discípulos suyos.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 124-127)
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas
San Juan, de modo más amplio que los otros evangelistas y con un estilo propio, nos ofrece en su evangelio los discursos de despedida de Jesús, que son casi como su testamento y síntesis del núcleo esencial de su mensaje. Al inicio de dichos discursos aparece el lavatorio de los pies, gesto de humildad en el que se resume el servicio redentor de Jesús por la humanidad necesitada de purificación. Al final, las palabras de Jesús se convierten en oración, en su Oración sacerdotal, en cuyo trasfondo, según los exegetas, se halla el ritual de la fiesta judía de la Expiación. El sentido de aquella fiesta y de sus ritos —la purificación del mundo, su reconciliación con Dios—, se cumple en el rezar de Jesús, un rezar en el que, al mismo tiempo, se anticipa la pasión, y la transforma en oración. Así, en la Oración sacerdotal, se hace visible también de un modo particular el misterio permanente del Jueves santo: el nuevo sacerdocio de Jesucristo y su continuación en la consagración de los apóstoles, en la participación de los discípulos en el sacerdocio del Señor. De este texto inagotable, quisiera ahora escoger tres palabras de Jesús que pueden introducirnos más profundamente en el misterio del Jueves santo.
En primer lugar tenemos aquella frase: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Todo ser humano quiere vivir. Desea una vida verdadera, llena, una vida que valga la pena, que sea gozosa. Al deseo de vivir, se une al mismo tiempo, la resistencia a la muerte que, no obstante, es ineludible. Cuando Jesús habla de la vida eterna, entiende la vida auténtica, verdadera, que merece ser vivida. No se refiere simplemente a la vida que viene después de la muerte. Piensa en el modo auténtico de la vida, una vida que es plenamente vida y por esto no está sometida a la muerte, pero que de hecho puede comenzar ya en este mundo, más aún, debe comenzar aquí: sólo si aprendemos desde ahora a vivir de forma auténtica, si conocemos la vida que la muerte no puede arrebatar, tiene sentido la promesa de la eternidad. Pero, ¿cómo acontece esto? ¿Qué es realmente esta vida verdaderamente eterna, a la que la muerte no puede dañar? Hemos escuchado la respuesta de Jesús: Esta es la vida verdadera, que te conozcan a ti, Dios, y a tu enviado, Jesucristo. Para nuestra sorpresa, allí se nos dice que vida es conocimiento. Esto significa, ante todo, que vida es relación. Nadie recibe la vida de sí mismo ni sólo para sí mismo. La recibimos de otro, en la relación con otro. Si es una relación en la verdad y en el amor, un dar y recibir, entonces da plenitud a la vida, la hace bella. Precisamente por esto, la destrucción de la relación que causa la muerte puede ser particularmente dolorosa, puede cuestionar la vida misma. Sólo la relación con Aquel que es en sí mismo la Vida, puede sostener también mi vida más allá de las aguas de la muerte, puede conducirme vivo a través de ellas. Ya en la filosofía griega existía la idea de que el hombre puede encontrar una vida eterna si se adhiere a lo que es indestructible, a la verdad que es eterna. Por decirlo así, debía llenarse de verdad, para llevar en sí la sustancia de la eternidad. Pero solamente si la verdad es Persona, puede llevarme a través de la noche de la muerte. Nosotros nos aferramos a Dios, a Jesucristo, el Resucitado. Y así somos llevados por Aquel que es la Vida misma. En esta relación vivimos mientras atravesamos también la muerte, porque nunca nos abandona quien es la Vida misma.
Pero volvamos a las palabras de Jesús. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti y a tu enviado. El conocimiento de Dios se convierte en vida eterna. Obviamente, por “conocimiento” se entiende aquí algo más que un saber exterior, como, por ejemplo, el saber cuándo ha muerto un personaje famoso y cuándo se ha inventado algo. Conocer, según la sagrada escritura, es llegar a ser interiormente una sola cosa con el otro. Conocer a Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de algún modo una sola cosa con él en virtud del conocer y del amar. Nuestra vida, pues, llega a ser una vida auténtica, verdadera y también eterna, si conocemos a Aquel que es la fuente de la existencia y de la vida. De este modo, la palabra de Jesús se convierte para nosotros en una invitación: seamos amigos de Jesús, intentemos conocerlo cada vez más. Vivamos en diálogo con él. Aprendamos de él la vida recta, seamos sus testigos. Entonces seremos personas que aman y actúan de modo justo. Entonces viviremos de verdad.
En la Oración sacerdotal, Jesús habla dos veces de la revelación del nombre de Dios: «He manifestado tu Nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo» (v. 6); «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu Nombre, para que el amor que me tenían esté en ellos, como también yo estoy en ellos» (v. 26). El Señor se refiere aquí a la escena de la zarza ardiente, cuando Dios, respondiendo a la pregunta de Moisés, reveló su nombre. Jesús quiso decir, por tanto, que él lleva a cumplimiento lo que había comenzado junto a la zarza ardiente; que en él Dios, que se había dado a conocer a Moisés, ahora se revela plenamente. Y que con esto él lleva a cabo la reconciliación; que el amor con el que Dios ama a su Hijo en el misterio de la Trinidad, llega ahora a los hombres en esa circulación divina del amor. Pero, ¿qué significa exactamente que la revelación de la zarza ardiente llega a su término, alcanza plenamente su meta? Lo esencial de lo sucedido en el monte Horeb no fue la palabra misteriosa, el “nombre”, que Dios, por así decir, había entregado a Moisés como signo de reconocimiento. Comunicar el nombre significa entrar en relación con el otro. La revelación del nombre divino significa, por tanto, que Dios, que es infinito y subsiste en sí mismo, entra en el tejido de relaciones de los hombres; que él, por decirlo así, sale de sí mismo y llega a ser uno de nosotros, uno que está presente en medio de nosotros y para nosotros. Por esto, el nombre de Dios en Israel no se ha visto sólo como un término rodeado de misterio, sino como el hecho del ser-con-nosotros de Dios. El templo, según la sagrada escritura, es el lugar en el que habita el nombre de Dios. Dios no está encerrado en ningún espacio terreno; él está infinitamente por encima del mundo. Pero en el templo está presente para nosotros como Aquel que puede ser llamado, como Aquel que quiere estar con nosotros. Este estar de Dios con su pueblo se cumple en la encarnación del Hijo. En ella, se completa realmente lo que había comenzado ante la zarza ardiente: a Dios, como hombre, lo podemos llamar y él está cerca de nosotros. Es uno de nosotros y, sin embargo, es el Dios eterno e infinito. Su amor sale, por así decir, de sí mismo y entra en nosotros. El misterio eucarístico, la presencia del Señor bajo las especies del pan y del vino es la mayor y más alta condensación de este nuevo ser-con-nosotros de Dios. «Realmente, tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel», rezaba el profeta Isaías (45,15). Esto es siempre verdad. Pero también podemos decir: realmente tú eres un Dios cercano, tú eres el Dios-con-nosotros. Tú nos has revelado tu misterio y nos has mostrado tu rostro. Te has revelado a ti mismo y te has entregado en nuestras manos… En este momento, debemos dejarnos invadir por la alegría y la gratitud, porque él se nos ha mostrado; porque él, el infinito e inabarcable para nuestra razón, es el Dios cercano que ama, el Dios al que podemos conocer y amar.
La petición más conocida de la Oración sacerdotal es la petición por la unidad de sus discípulos, los de entonces y los que vendrán. Dice el Señor: «No sólo por ellos ruego —esto es, la comunidad de los discípulos reunida en el cenáculo— sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (v. 20; cf. vv. 11 y 13). ¿Qué pide aquí el Señor? Ante todo, reza por los discípulos de aquel tiempo y de todos los tiempos venideros. Mira hacia delante en la amplitud de la historia futura. Ve sus peligros y encomienda esta comunidad al corazón del Padre. Pide al Padre la Iglesia y su unidad. Se ha dicho que en el evangelio de Juan no aparece la Iglesia, y es verdad que no hallamos el término ekklesia. Pero aquí aparece con sus características esenciales: como la comunidad de los discípulos que, mediante la palabra apostólica, creen en Jesucristo y, de este modo, son una sola cosa. Jesús pide la Iglesia como una y apostólica. Así, esta oración es justamente un acto fundacional de la Iglesia. El Señor pide la Iglesia al Padre. Ella nace de la oración de Jesús y mediante el anuncio de los apóstoles, que dan a conocer el nombre de Dios e introducen a los hombres en la comunión de amor con Dios. Jesús pide, pues, que el anuncio de los discípulos continúe a través de los tiempos; que dicho anuncio reúna a los hombres que, gracias a este anuncio, reconozcan a Dios y a su Enviado, el Hijo Jesucristo. Reza para que los hombres sean llevados a la fe y, mediante la fe, al amor. Pide al Padre que estos creyentes «lo sean en nosotros» (v. 21); es decir, que vivan en la íntima comunión con Dios y con Jesucristo y que, a partir de este estar en comunión con Dios, se cree la unidad visible. Por dos veces dice el Señor que esta unidad debería llevar a que el mundo crea en la misión de Jesús. Por tanto, debe ser una unidad que se vea, una unidad que, yendo más allá de lo que normalmente es posible entre los hombres, llegue a ser un signo para el mundo y acredite la misión de Jesucristo. La oración de Jesús nos garantiza que el anuncio de los apóstoles continuará siempre en la historia; que siempre suscitará la fe y congregará a los hombres en unidad, en una unidad que se convierte en testimonio de la misión de Jesucristo. Pero esta oración es siempre también un examen de conciencia para nosotros. En este momento, el Señor nos pregunta: ¿vives gracias a la fe, en comunión conmigo y, por tanto, en comunión con Dios? O, ¿acaso no vives más bien para ti mismo, alejándote así de la fe? Y ¿no eres así tal vez culpable de la división que oscurece mi misión en el mundo, que impide a los hombres el acceso al amor de Dios? Haber visto y ver todo lo que amenaza y destruye la unidad, ha sido un elemento de la pasión histórica de Jesús, y sigue siendo parte de su pasión que se prolonga en la historia.
Cuando meditamos la pasión del Señor, debemos también percibir el dolor de Jesús porque estamos en contraste con su oración; porque nos resistimos a su amor; porque nos oponemos a la unidad, que debe ser para el mundo testimonio de su misión.
En este momento, en el que el Señor en la Santísima Eucaristía se da a sí mismo, su cuerpo y su sangre, y se entrega en nuestras manos y en nuestros corazones, queremos dejarnos alcanzar por su oración. Queremos entrar nosotros mismos en su oración, y así le pedimos: Sí, Señor, danos la fe en ti, que eres uno solo con el Padre en el Espíritu Santo. Concédenos vivir en tu amor y así llegar a ser uno como tú eres uno con el Padre, para que el mundo crea. Amén.
(Basílica de San Juan de Letrán, Jueves Santo 1 de abril de 2010)
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
Jueves Santo
Me ha parecido conveniente predicar sobre el Sacramento del Orden para recordar la dignidad inmensa que Dios nos ha concedido a nosotros sacerdotes que concelebramos esta Eucaristía y también para los fieles laicos que poseen el sacerdocio común conferido a todos los bautizados. Para que conozcan un poco más el tesoro que poseen en el sacerdocio católico tan atacado y denigrado hoy.
Dijo el Señor, un jueves santo como hoy, a sus discípulos: “Haced esto en recuerdo mío”[1].
“Haced esto…” Significa hacer lo que hizo Jesús en la Ultima Cena, la Eucaristía. Jesús transustanció el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre y quiere que sus apóstoles perpetúen lo que El hizo, es decir, la Eucaristía.
La Eucaristía y el Sacramento del Orden nacen juntos en el Cenáculo, son el uno para el otro. No puede haber Eucaristía sin sacerdocio y no puede haber sacerdocio sin Eucaristía. Cuando deje de haber sacerdotes dejará de haber Eucaristía y Cristo vendrá por segunda vez.
“Haced esto…” Palabras muy profundas, muy densas, que invitan al fiel a abandonarse en ellas. El que comprende estas palabras y las vive imita a Cristo con perfección. Los apóstoles no las comprendieron pero se abandonaron en Jesús. Aceptaron sus palabras. El Espíritu Santo en Pentecostés les haría comprender todo y así la misma Escritura recuerda por boca de San Pablo como los apóstoles conmemoraban lo que hizo Jesús en la Ultima Cena[2] y sellan la perpetuación del Sacrificio de Jesús con su propia sangre.
Estas palabras tan sencillas, esta frase tan breve jamás podríamos explicitarla hasta agotarla porque contiene un misterio y el misterio no lo pueden alcanzar las razones humanas. Todos los días podríamos agregar explicitaciones del “haced esto” y no acabaríamos en toda la eternidad.
“Haced esto…” Y con estas palabras inventa un Sacramento por el cual hombres tomados de entre los hombres y puestos a favor de los hombres hacen la Eucaristía[3].
“Haced esto…” La transustanciación. Tomar el pan y convertirlo en el Cuerpo de Jesús repitiendo lo que Él dijo, prestándole la voz, siendo otro Cristo: “Tomad, comed, éste es mi cuerpo…” Tomar el cáliz con el vino y convertirlo en la Sangre de Jesús repitiendo lo que Él dijo, prestándole la voz, siendo otro Cristo: “Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados”.
“Haced esto…” Un signo, pero no un signo cualquiera sino un signo sacramental, un sacramento que contiene al Autor de la gracia y que dado la comunica.
“Haced esto…” Un misterio, una paradoja, algo inaudito, algo que sale fuera de lo común, algo que trasciende la esfera sensible, algo que no puede hacer un hombre común sino un hombre que esta y vive en Dios, ocupado en las cosas de Dios[4], un pontífice, un mediador entre Dios y los hombres, un elegido y tomado de entre el común de los hombres[5].
“Haced esto…” Un milagro cada día. Siendo instrumentos por el cual hace el milagro y por ser instrumentos racionales también autores del milagro cuando nos unimos con la mente y el corazón a Jesús sacerdote principal, cuando nos identificamos plenamente con Cristo en la persona de Cristo.
“Haced esto…” El memorial de la pasión de Cristo. Verdadero Sacrificio, por el cual, se nos perdonan los pecados, agradecemos a Dios sus beneficios, pedimos lo que necesitamos, adoramos a nuestro Creador.
“Haced esto…” Un holocausto, un Sacrificio sin reservas, un Sacrificio hasta la destrucción total, una consumación plena sin guardar partes de la víctima, sin compensaciones, sin volver la mirada atrás, sin volver a tomar cosas dejadas, para la gloria de Dios y por la salvación del mundo.
“Haced esto…” Una oblación, un ofrecimiento. La unión de las buenas obras de todos los hombres y las nuestras en unión a la Víctima Divina para gloria de Dios y salvación de las almas.
“Haced esto…” Entrega de nuestra persona consagrada (otro cristo) por amor a los hombres para el perdón de sus pecados y en unión a la Victima Divina, a la cual, debemos asemejarnos cada día más. “La eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega”[6].
Si te sientas a comer en la mesa de un señor, mira con atención lo que te ponen delante, y pon la mano en ello pensando que luego tendrás que preparar tú algo semejante. Esta mesa de tal señor no es otra que aquella de la cual tomamos el cuerpo y la sangre de aquel que dio su vida por nosotros […]. Poner la mano en ello, pensando que luego tendremos que preparar algo semejante, significa lo que ya he dicho antes: que así como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Como dice el apóstol Pedro: Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Esto significa preparar algo semejante[7].
“Haced esto…” El amor manifestado en la entrega a los demás: amaos los unos a los otros como Yo os he amado[8]. “El mandamiento del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser mandado porque antes es dado”[9]. Él nos ha amado de la manera más perfecta, con el mayor amor, entregando su vida por nosotros[10] y por eso nosotros también debemos dar la vida por nuestros hermanos[11]. En esto se encuentra la propia plenitud para todos los hombres[12]
“Haced esto…” “Hágase”[13], decir sí al martirio incruento de cada día en donde se contiene la disposición al martirio cruento y si es el querer divino, el don del martirio cruento para asemejarnos más perfectamente a Jesús Víctima.
Esto es lo que hicieron los mártires, llevados por un amor ardiente; si no queremos celebrar en vano su recuerdo, y si nos acercamos a la mesa del Señor para participar del banquete en que ellos se saciaron, es necesario que, tal como ellos hicieron, preparemos luego nosotros algo semejante[14].
“Haced esto…” Aborrecimiento, renuncia a nuestros pecados, los cuales cargamos sobre la Victima Divina para ser destruidos en su muerte y así nosotros dar muerte al hombre adámico y resucitar luego al hombre cristificado. Así como en el Antiguo Testamento se cargaba sobre un chivo expiatorio los pecados de Israel y se lo enviaba al desierto[15], así nosotros cargamos los nuestros y los de todo el mundo sobre el Cordero de Dios[16].
“Haced esto…” El abandono en Jesús, en sus palabras “haced esto en recuerdo mío”. Palabras que sobrepasan nuestro entendimiento pero que nos preparan al salto, que es don de Dios. Para los sacerdotes, don de Dios para imitar lo que hacemos. Él nos llamó y nos da el poder de imitar su Sacrificio pero para ello es necesario abandonarnos en El y desapegarnos de las cosas y criterios mundanos y de nosotros mismos. Si nos abandonamos en Dios podremos decir como los apóstoles, como Pablo “sed mis imitadores, como lo soy de Cristo”[17]. También para todos los bautizados estas palabras implican un abandono en Dios y un desapego de los criterios mundanos y de sí mismos para valorar la excelencia, la dignidad, el don del sacerdocio católico.
“Haced esto…” No solo la representación de lo que hizo sino también darnos como Jesús por alimento. No sólo dar lo sagrado, no solo enseñar lo sagrado, sino darnos como alimento de nuestros hermanos. Ser pan comido[18].
“Haced esto…” Un recuerdo que es el mayor acto de amor de la historia y que nos habla del amor que Cristo nos tiene y nos habla sin interrupción porque es eterno. Cuando se recuerda se renueva, se hace presente y nos invita a entregarnos como alimento y así entrar en comunión con El y con nuestros hermanos.
“Haced esto…” Una fiesta. Porque con la memoria de este sacrificio agradecemos y glorificamos a Dios por su bondad, de la cual participamos todas las criaturas. Damos el máximo culto que puede darse a Dios y como la fiesta nace del culto, la misa es la mayor fiesta que podemos celebrar. “Donde la caridad se alegra, allí hay fiesta” y la Eucaristía es el mayor acto de amor[19].
“Haced esto…” Un mandato que implica una elección especialísima, una vocación de amor que nos identifica plenamente con El, somos otros cristos. “Y no solamente les mandó si no que les dio el poder de hacer lo que El mismo hacía allí en el Cenáculo, el poder de hacer en su nombre y en su memoria: ¡Haced esto en memoria mía!”[20].
“Haced esto…” El mandato más provechoso. Porque sirve para el perdón de los pecados y porque nos da la plenitud de gracia. Él, el Padre de los espíritus, nos instruye en lo que es provechoso para recibir su santificación. Su santificación consiste en su Sacrificio, esto es, en su ofrecimiento sacramental, cuando se ofrece al Padre por nosotros y se ofrece a nosotros para nuestro provecho. Yo me consagro como víctima por ellos. Cristo, que por medio del Espíritu eterno se ofreció inmaculado a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras muertas, para dar culto al Dios vivo.
El mandato más dulce. ¿Qué puede haber más dulce que aquello en que Dios nos muestra toda su dulzura? Les enviaste desde el cielo un pan ya preparado, que podía brindar todas las delicias y satisfacer todos los gustos. El sustento que les dabas revelaba tu dulzura con tus hijos, pues, adaptándose al deseo del que lo tomaba, se transformaba en lo que cada uno quería.
El mandato más saludable. Este sacramento es el fruto del árbol de la vida, y el que lo come con la devoción de una fe sincera no gustará jamás la muerte. Es árbol de vida para los que la abrazan, son dichosos los que la poseen. Quien me come vivirá por mí.
El mandato más amable. Este sacramento, en efecto, es causa de amor y de unión. La máxima prueba de amor es darse uno mismo como alimento. Decían las gentes de mi campamento: ¿Quién nos saciará de su carne?; que es como si dijera: Tanto los amo yo a ellos y ellos a mí, que yo deseo estar en sus entrañas y ellos desean comerme, para, incorporados a mí, convertirse en miembros de mi cuerpo. Era imposible un modo de unión más íntimo y verdadero entre ellos y yo.
El mandato más parecido a la vida eterna. La vida eterna viene a ser una continuación de este sacramento, en cuanto que Dios penetra con su dulzura en los que gozan de la vida bienaventurada[21].
---------- Notas ----------
[1] Lc 22, 19
[2] Cf. 1 Co 11, 23-26
[3] Cf. Hb 5, 1
[4] Ibíd.
[5] Cf. Hb 5, 4
[6] Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est (Dios es amor), del 25 de diciembre de 2005, nº 13, www.vatican.va/.../hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est_sp.html. (En adelante Dios es amor).
[7] San Agustín, Sobre el evangelio de San Juan, Tratado 84, 1-2: CCL 36, 536-538. Cit. en la Liturgia de las horas, t. II, Miércoles Santo, 2ª lectura.
[8] Cf. Jn 15, 12
[9] Dios es Amor nº 14
[10] Cf. Jn 15, 13
[11] 1 Jn 3, 14
[12] Cf. Concilio Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones. Legislación posconciliar.Gaudium Spes, 24, BAC Madrid 19674, 293.
[13] Lc 1, 38
[14] San Agustín, Sobre el evangelio de San Juan, Tratado 84, 1-2: CCL 36, 536-538. Cit. en la Liturgia de las horas, t. II, Miércoles Santo, 2ª lectura.
[15] Cf. Lv 16, 1-10
[16] Cf. Jn 1, 29
[17] 1 Co 11, 1
[18] Cf. Chevrier, El Sacerdote según el evangelio, Descleé de Brouwer Pamplona 1961, 245. 250-3
[19] Buela, Sacerdotes para siempre, Del Verbo Encarnado San Rafael 2000, 430
[20] Buela, Sacerdotes para siempre…, 426
[21] Cf. San Alberto Magno, Comentario al Evangelio de San Lucas 22, 19, Opera Omnia, Paris 1890-1899, 23, 672-674. Cit. Liturgia de las horas, t. 4, 15 de Noviembre, Segunda Lectura, p. 1516-1517. Regina España 19909.
San Juan Crisóstomo
La venerada y tremenda mesa
Pero para que veamos la diferencia que hay entre el traidor y los demás discípulos, oigamos el Evangelio: que todo nos lo cuenta minuciosamente el Evangelista. Cuando esto sucedía, dice, cuando siguió adelante la traición, cuando Judas se perdió a sí mismo, cuando hizo aquellos tratos inicuos y buscaba oportunidad para entregarle, entonces se acercaron a Jesús los discípulos, diciendo: ¿Dónde quieres que te dispongamos sitio para comer la Pascua? (Mt 26, 17) ¿Ves qué discípulos y qué discípulo? Este se afanaba por la traición, aquellos por el servicio; este hacía pactos y trataba de recibir el precio de la sangre del Señor, aquellos se preparaban a obsequiarle. Los mismos milagros, las mismas enseñanzas tuvieron ellos y él, ¿dónde, pues, la diferencia? De la voluntad. Esta es la causa de los males y de los bienes. Era una misma la tarde en que decían esto los discípulos. ¿Qué significa dónde quieres que te dispongamos sitio para comer la Pascua? De aquí sacamos que no tenía Cristo habitación propia. Oigan los que edifican casas espléndidas y extensos pórticos, cómo el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza; por eso le dicen los discípulos: ¿Dónde quieres que te dispongamos sitio para comer la Pascua? ¿Qué Pascua? La de los judíos, la que tuvo origen desde Egipto, porque allí la celebraron al principio. ¿Y por qué razón la celebra Cristo? Como cumplió todos los otros preceptos legales, quiso también cumplir éste. Por eso decía a San Juan: Así conviene que cumplamos toda justicia. (Mt 3, 15). Por consiguiente, no nuestra Pascua, sino la de los judíos era la que querían preparar los discípu-los. Y ellos la prepararon, en efecto, mientras que la nuestra la preparó el mismo Cristo, o mejor, él se convirtió en nuestra Pascua por su santa pasión. ¿Y por qué va a la pasión? Para redimirnos de la maldición de la ley. Por lo cual San Pablo clamaba: Envió Dios a su Hijo nacido de mujer, sujeto a la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley (Ga 4, 4-5). Pues para que nadie dijera que la abrogó porque no la pudo cumplir, como cargosa, molesta y difícil, no la abrogó hasta haberla cumplido en toda su extensión. Por esto celebró también la Pascua: porque era para ellos precepto de la ley la fiesta de la Pascua. Eran los judíos ingratos a su bienhechor, y en seguida se olvidaban de él. Para que lo veas claro, considera: salieron de Egipto, atravesaron el mar Rojo, vieron dividirse las aguas y juntarse de nuevo; y, sin embargo, al poco tiempo dicen a Aarón: Haznos dioses, que vayan delante de nosotros (Ex 32, 1). ¿Qué dices, oh ingrato judío? ¿Tantas maravillas como has visto, y ya te has olvidado de Dios que te alimenta, y ni siquiera haces mención de tu bienhechor? Ya, pues, que se olvidaban de sus beneficios, ligó Dios el recuerdo de sus dones al título de las festividades, para que de grado o por fuerza tuvieran continua memoria de ellos. Tal era la obligación que tenían: ¿por qué? Para que cuando te preguntare tu hijo: ¿qué es esto?, le respondas: Con la sangre de este cordero ungieron los umbrales de las puertas, y escaparon de la muerte que el exterminador dio a todos los egipcios, y por esta sangre no pudo acometerlos y herirlos. Ellos fueron sacrificados por fuerza; más aquí Cristo se inmola voluntariamente. ¿Por qué? Porque aquella Pascua era figura de la espiritual. Y para que lo veas, mira cuanta es su mutua correspondencia. Allí había un cordero, y un cordero hay aquí; aquel era irracional, y este es racional; una oveja allí y aquí otra oveja; aquella era la sombra, y esta es la realidad; más apareció el sol de justicia, y la sombra cesó; que cuando el sol brilla, se oculta la sombra. Por eso hay también un cordero en la mesa mística para que nos santifiquemos con su sangre. Por eso, llegado ya el sol, no brilla ya la lámpara; que lo pasado no fue sino figura de lo venidero.
V
Esto se lo digo a los judíos, no sea que engañándose a sí mismos, se imaginen que celebran la Pascua; porque con desvergonzado propósito se adelantan a recibir los ácimos y nos ponen delante su fiesta, ellos, los incircuncisos de corazón, y siempre duros y rebeldes para oír.
Respóndeme, judío: ¿cómo celebras la Pascua? El templo está arruinado, deshecho el altar, pisoteado el Sancta Sanctorum, todo sacrificio abrogado, ¿cómo, pues, te atreves a prevaricar? Fuiste en otro tiempo a Babilonia, oíste a los que os cautivaron, que os decían: Cantandnos el cántico del Señor (Sal 136, 3), y no lo pudiste sufrir. Pues, ¿cómo ahora celebras la Pascua fuera de Jerusalén, tú que dijistes: Cómo cantaremos el cántico del Señor en tierra ajena (Ib., v. 3)? Esto nos declaraba el Santo David, cuando decía: Sobre el río de Babilonia, allí nos sentamos y lloramos; sobre los sauces de enmedio de él suspendimos nuestros instrumentos músicos (Sal 136, 1-2), es decir, el salterio, la citara y la lira, que eran los instrumentos de que usaban los antiguos, y a cuyo son cantaban los salmos. Allí, dice, los que nos hicieron cautivos nos preguntaron la letra de nuestras canciones (Ib., v. 3). Y dijimos: ¿Cómo cantaremos el cántico del Señor en tierra ajena? ¿Qué dices?, responde. ¿Conque no cantas el canto del Señor en tierra ajena, y celebras la Pascua en tierra ajena? ¿Ves la insensatez de los judíos? Cuando los obligaban los enemigos, ni un salmo querían cantar en tierra ajena; y ahora, ellos de suyo, sin obligarlos nadie, declaran guerra a Dios. Por esta razón, les decía San Esteban: Siempre vosotros resistís al Espíritu Santo (Hch 7, 51). ¿Ves que impuros son los ácimos, y cuán ilegal es la fiesta de los judíos? Existía ante la Pascua judaica, pero ya desapareció.
VI
Entonces, dice (el Evangelio [Mt 26, 26]), Jesús mientras ellos comían y bebían, tomando un pan en sus santas e inmaculadas manos, dio gracias, y lo partió y dijo a sus discípulos: Tomad y comed, este es mi cuerpo, que por vosotros y por muchos se divide para remisión de los pecados. Y tomando a su vez el cáliz, se lo dio a ellos, diciendo: Esta es mi sangre, que por vosotros se derrama para remisión de los pecados (Ibíd., v. 27, 28). Y cuando esto decía el Señor, estaba presente Judas. Esta es ¡oh Judas! la sangre que vendiste en treinta monedas; esta es la sangre por la cual hace poco hacías tratos desvergonzados con los ingratos fariseos. ¡Oh grande benignidad de Cristo! ¡Oh ingratitud de Judas! ¡El Señor le alimentaba, y el siervo le vendía! Él le vendió, si, recibiendo en precio treinta monedas, y Cristo derrama en precio de nuestro rescate su propia sangre, y se la entregó al mismo, que la vendió, si él lo hubiera querido. Estuvo, sí, presente Judas antes de la traición, y participó de la sagrada mesa, y gozó de la cena mística. Porque, como estuvo cuando el Señor lavó los pies, así también participó de la sagrada mesa Judas, para que no tuviera excusa alguna, sino que recibiera su propia condenación. Porque perseveró en su malvado propósito, y salido de allí, por medio de un beso llevo a cabo la traición, olvidado de sus beneficios, y después de la traición arrojó las treinta monedas, diciendo: Pequé entregando sangre inocente. ¡Oh ceguedad! ¿Participaste de la cena, y vendes al bienhechor? Y el Señor, por su parte, cumplía de grado lo que de él estaba escrito: Pero ¡ay de aquel por quien vino el escándalo (Mt. 18, 7)!
* * *
Mas ya es tiempo de acercarnos a la venerada y tremenda mesa. Acerquémonos, pues, todos con pura conciencia; no haya aquí ningún Judas que arme fraudes a su prójimo, ningún malvado, ninguno que tenga veneno oculto en su corazón. También ahora está presente Cristo, que da realce a esta mesa, pues no es el hombre quien convierte la ofrenda en el cuerpo y sangre de Cristo. Sólo para llenar la representación está el sacerdote y ofrece la súplica; únicamente la gracia y virtud de Dios es la que todo lo obra. Este es mi cuerpo, dice (Mt 26, 26). Estas palabras transforman la ofrenda. Y así como aquella voz que decía: Creced y multiplicaos y llenad la tierra (Gn 1, 28) era palabra y se convirtió en obra, y dio a la naturaleza humana el poder de criar hijos; así también estas palabras aumentan siempre la gracia de cuantos dignamente participan de ellas. No haya, pues, ningún fraudulento, ningún malvado, ninguno dado a la rapiña, ningún calumniador, ninguno que odie a sus hermanos, ningún avaro, ningún ebrio, ningún ambicioso, ningún sodomita, ningún envidioso, ninguno entregado a la lujuria, ningún ladrón, ningún insidioso, porque no reciba su propia condenación. Que también entonces Judas participó indignamente de la cena mística, y salido de allí entregó al Señor; para que aprendas que el demonio acomete principalmente a aquellos que participan indignamente de los sacramentos, y que ellos mismos se acarrean más grave suplicio. Digo esto, no tan sólo por atemorizaros, sino para afianzaros más. Porque así como el alimento corporal, si entra en un estómago lleno de malos humores, aumenta la enfermedad, así el alimento espiritual, cuando se le recibe indignamente, acarrea mayor condenación. Nadie, por consiguiente, os lo suplico, tenga dentro pensamientos malos; antes purifiquemos todos el corazón: que si somos puros, somos templos de Dios. Hagamos pura nuestra alma, que es posible hacerlo siquiera por un día. ¿De qué manera? Si tienes algo contra tu enemigo, arroja de ti la ira, desvanece la enemistad, para que recibas en la sagrada mesa la medicina del perdón. Te acercas a un sacrificio tremendo y santo; en él está inmolado Cristo. Pero piensa por causa de quién fue inmolado. ¡Oh, de qué misterio te privaste, Judas! Cristo padeció voluntariamente, para deshacer la pared intermedia del cercado (Ef 2, 14), y unir lo de abajo con lo de arriba, y hacerte partícipe de los ángeles a ti, su enemigo y adversario. ¿Conque Cristo dio su propia alma por ti, y tú guardas odio a tu consiervo? ¿Y cómo podrás acercarte a la mesa de la paz? Tu Señor no rehusó sufrirlo todo por ti, y tú ¿ni aún siquiera consientes en remitir la ira? ¿Por qué razón?, dime. La caridad es raíz, fuente y madre de todos los bienes. —Es que me causó, dirás, gravísimas molestias, me hizo innumerables injusticias, me puso ya en próximo peligro de muerte—. Y eso, ¿qué es? Aún no te crucificó, como al Señor los judíos. Si no perdonares al prójimo la injuria, tampoco tu Padre celestial te perdonará los pecados. ¿Y con qué conciencia dirás, Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombres, y lo que sigue? Cristo, aún la sangre que ellos derramaron, la ofreció del mismo modo para salvación de los que la derramaban. ¿Qué puedes hacer tú comparable con esto? Si no perdonas al enemigo, a ti mismo te haces injusticia, no a él; porque a él muchas veces le dañas para la vida presente, a ti mismo te acarreas suplicio sin remisión para el tiempo venidero. Pues a nadie en tanto grado aborrece y rechaza Dios, como al hombre que se acuerda de las injurias, y al corazón entumecido, y al alma que conserva la inflamación de la ira. Oye, efectivamente, lo que dice el Señor: Si presentas tu ofrenda sobre el altar, y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces llégate y ofrece tu don (Mt 5, 23-24). ¿Qué dices? ¿He de dejar allí el don o el sacrificio? Sí, responde; porque precisamente por la paz con tu hermano se ofrece el mismo sacrificio. Sí, pues, el sacrificio se ofrece por la paz con tu prójimo y tú no guardas la paz, inútil es para ti esta participación de él sin el bien de la paz. Guarda, pues, primero aquello por lo cual se ofrece el sacrificio, que es la paz, y entonces gozarás de él como es debido. Que a esto vino al mundo el Hijo de Dios, a reconciliar con el Padre nuestra naturaleza, como lo dice San Pablo: Ahora todo lo reconcilió consigo (Col 1, 22) matando por medio de la cruz en sí mismo la enemistad (Ef 1, 22). Por eso no se contentó con venir él solo a hacer la paz, sino que también a nosotros nos llama bienaventurados, si esto hacemos, y nos hace participantes de su propio nombre: Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9).
Pues bien, lo que hizo Cristo, el Hijo de Dios, hazlo también tú, según tus fuerzas humanas, haciéndote conciliador de paces entre ti y tu prójimo; por eso llama Hijo de Dios al pacífico; por eso al tiempo del sacrificio no hizo mención de ninguna otra manera de justicia, sino de la reconciliación con el hermano, manifestando así que la caridad es la mayor de las virtudes.
Bien quería yo, amados hijos, extender más el discurso, pero aún lo dicho basta para los que reciben con atención e inteligencia la semilla de la piedad y para los que quieren atender a lo que se dice. Recordemos, pues, siempre, os lo pido, estas palabras, y el abrazo digno de reverencial temor que mutuamente nos damos. Porque este abrazo enlaza nuestras almas, y hace que todos nos hagamos un mismo cuerpo y miembros de Cristo, porque de un mismo cuerpo participamos todos. Hagámonos, pues, verdaderamente un cuerpo, no con unión material, sino estrechando las almas mutuamente con el vínculo de la caridad. Que si esto hacemos, confiadamente podremos gozar de la mesa que tenemos preparada, y hacernos mansión donde habite la paz que Jesucristo alcanzó en su victoria. Puesto que aun cuando tengamos innumerables virtudes, si conserváremos memoria de las injurias, todo lo habremos hecho en vano y sin fruto, y nada nos valdrá para la salvación. Porque estando el Salvador para volver al Padre, en vez de gloria temporal y grandes riquezas, dejó esta herencia a sus discípulos, diciéndoles: Mi paz os doy, mi paz os dejo. (Jn 14, 27). ¿Qué riqueza, en efecto, qué abundancia de bienes puede ser más preciosa que la paz de Cristo, que supera a todo elogio y entendimiento? Bien sabía el profeta Malaquías cuán grave y atroz delito es lo contrario, y por eso decía, como por boca de Dios: Pueblo mío, hablad verdad cada uno con su prójimo, y nadie recuerde en su corazón maldad contra su prójimo, y no améis el juramento mentiroso, y no moriréis no, casa de Israel, dice el Señor (Za 8, 16-17). De modo que si habéis de ser mentirosos, aborrecedores, perjuros, olvidándose de mis preceptos, ciertamente moriréis.
Ya, pues, que sabemos todo esto, amados hijos, deshagamos toda ira, guardemos la paz mutua, y arrancando la raíz del mal y purificando nuestra conciencia, acerquémonos con mansedumbre, con modestia, con mucha piedad a la participación de estos venerados y tremen-dos misterios, no empujándonos e hiriéndonos, ni haciendo estrépito y dando clamores, sino con mucho temor y temblor, con compunción y lágrimas, para que también el benigno Señor, mirando desde arriba nuestro estado de paz mutua, y nuestro amor no fingido, y nuestra unión fraternal, se digne concedernos a todos, tanto estos bienes como los demás prometidos, por gracia y benignidad de Nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea al Padre juntamente con el Espíritu Santo gloria, imperio y honor, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías Selectas, Segunda Homilía sobre la traición de Judas y la Última Cena, IV-VI, Tomo II, Apostolado Mariano España 1991, 11-17
Guión Misa de la Cena del Señor
Jueves Santo
Ciclo C
Entrada
El amor de nuestro Señor llega al extremo cuando en la Última Cena instituye la Eucaristía, el sacerdocio católico, y nos deja el mandamiento nuevo de la caridad.
LITURGIA DE LA PALABRA
1ª Lectura Ex 12, 1-8. 11-14
La celebración de la Pascua en el Antiguo Testamento prefigura la que Cristo, verdadero Cordero, inaugura en el Cenáculo.
2ª Lectura 1 Cor 11, 23-26
Participar del Cuerpo y la Sangre del Señor es proclamar su misterio pascual como redención de los hombres.
Evangelio Jn 13, 1-15
Jesús sirve a sus discípulos, y en ellos también a nosotros y nos enseña que el amor consumado se expresa en este servicio.
Preces
Elevemos nuestras súplicas a Dios nuestro Padre, que en su Hijo Jesucristo ha querido mostrarnos la abundancia de un amor sin límites, un amor que llega hasta la Eucaristía.
A cada intención respondemos...
+ Por el Santo Padre, que con fortaleza sostenga la fe de la Iglesia con el anuncio de Cristo, Sumo Sacerdote y Víctima de amor. Oremos.
+ Por los sacerdotes, que entren en el Corazón de Cristo y den luego a los hombres lo que allí contemplan. Oremos.
+ Por los seminaristas y diáconos que serán ordenados este año, que ofrezcan a Cristo toda su persona para que Él obre a través de ellos. Oremos.
+ Por la unidad de nuestra familia religiosa, que tiene sus raíces y fuente de fecundidad evangélica en la Eucaristía celebrada y participada diariamente. Oremos.
+ Por los cristianos que en tantas partes del mundo, no tienen libre acceso a los sacramentos, por los que viven la persecución religiosa, para que el Espíritu Santo obre en ellos, los santifique y los conforte. Oremos.
Oremos.
Dios, Padre nuestro, que en la Cena pascual has recibido la súplica ardiente del corazón de tu Hijo por todos los hombres, acoge bondadoso lo que por Él te pedimos, y haznos partícipes de los frutos de su Sacrificio pascual. Por Jesucristo, nuestro Señor.
LITURGIA DE LA EUCARISTÍA
Ofertorio
Nos unimos a la procesión de ofrendas con todas nuestras intenciones y ofrecemos:
- Alimentos, y en ellos nuestra caridad que abarca a los pobres de cuerpo y alma.
- Pan y vino, los dones que el Señor escogió para que sean su Cuerpo y su Sangre.
Comunión Señor, que tu Misericordia nos acompañe siempre y tu presencia nos anime en los tiempos de tribulación.
No hay de salida – sigue la procesión al Monumento
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
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