EVANGELIO
José María Solé – Roma, C. F. M.
ISAÍAS 52, 13-53, 1-12:
En el poema del «Siervo de Yahvé» el pasaje que leemos hoy forma el Canto cuarto:
— Nos presenta al «Siervo» en su hora más trascendental: Pasión y Muerte. Dado que se trata de un «Justo» del todo inocente, su pasión y muerte nos es presentada como «Expiación» por los pecados de la muchedumbre. Pasión, por otra parte, que supera en sufrimientos físicos y morales toda medida (52, 13; 53, 1-3). Esta yuxtaposición de un sufrimiento sumo y de una suma inocencia, nos entra en el carácter «expiatorio» y «vicario» que tiene la Pasión del «Siervo». Él sufre por nuestros pecados. En nombre nuestro y a favor nuestro (4-6). Y su sacrificio es acepto a Dios, el cual retorna a vida al «Siervo» (11). En virtud del Sacrificio del Siervo, la muchedumbre pecadora queda justificada y el plan divino plenamente realizado (10-12).
— A la verdad, el Profeta alcanza en este poema la cima más alta de toda la revelación del A. T. La «Redención» será un «Sacrificio». Sacrificio no ritual, sino personal: El Mesías mismo será la Víctima. Siempre Jesús entendió así su misión y su función. Siempre el Mesianismo que Él vivió queda orientado hacia el Sacrificio Redentor: «El Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a 'servir' (=Siervo de Yahvé); y a dar su vida en redención de la muchedumbre» (Mc 10, 45). Jesús con su ciencia y conciencia Mesiánica penetra como nadie este sentido de las Escrituras. El misterio de su Pasión gana más nuestro amor. Es una Pasión prevista, aceptada, amada. Pasión sin evasión posible en el «Siervo» obediente. Pasión sin ningún alivio.
— Por tanto, «Jesús es aquel 'Varón de dolores' (Is 53, 3) que conoce el dolor en toda su amplitud, en toda su intensidad, en toda su crueldad. Y esto es suficiente para hacerle hermano de todo hombre que llora y sufre; hermano mayor. Él conserva un primado que atrae hacia Sí la simpatía, la solidaridad, la comunión de todo hombre que sufre. Su dolor consciente, inocente, sufrido por amor, nos redime y salva» (Paulo VI: 27-IV-1970).
HEBREOS 4, 14-16; 5, 7-9:
Este pasaje de la Carta a los Hebreos ilumina la profecía del «Siervo de Yahvé» y la presenta realizada plenamente en Jesús.
— Jesús Sacerdote y Redentor: Hijo de Dios, el dolor no podía alcanzarle; pero Sacerdote-Redentor, acepta ser en todo igual a nosotros (15). Este rasgo de nuestro Redentor le torna inmensamente más amable a nuestros ojos y acrece sin medida nuestra confianza.
— Jesús Sacerdote y Víctima: Toda la vida de Jesús en la tierra fue pasión e inmolación. La Encarnación iba ordenada a la Pasión. En quien tenía de ello conciencia clara y cierta quedaba todo impregnado de dolor; dolor que hace de su vida una Pasión Hijo de Dios Encarnado para una vida de obediencia (= Siervo), aprende en su absoluta sumisión al plan Redentor de Dios, cuánto dolor y cuántas lágrimas, y cuánta sangre exige la redención de los hombres (5, 8). «Cristo necesita darse voluntariamente, gratuitamente, incluso dolorosamente, por nuestro bien, por la redención de la humanidad» (Paulo VI: ib.). El mismo amor que le impulsó a hacerse nuestro Sacerdote, sacerdote en todo semejante a los hombres (4, 15), le impulsó a hacerse Víctima por nosotros. Nos redimirá al precio de su propia vida.
— Jesús Sacerdote y Salvador: Ni cabía Sacerdote más excelso ni Víctima más valiosa. Es el Hijo de Dios quien para Redención nuestra se ofrece a ser Sacerdote y Víctima a favor nuestro. De ahí la confianza máxima que alienta a todos los redimidos: «Lleguémonos, pues, con segura confianza al Trono de la Gracia» (4, 16). El «Trono de la Gracia» es el Trono de Dios, desde que en él se sienta Sacerdote-Glorificado nuestro Hermano Jesús. «Y Glorificado, ha venido a ser para cuantos en Él creen autor de eterna salvación» (5, 9). En la Liturgia del Viernes Santo todos los ojos de todos los redimidos se elevan a este Trono de Gracia. Todos tenemos en Cristo la Redención y la Salvación: Per Filium tuum Jesum Cristum, Spiritus Sancti operante virtute vivificas et sanctificas universa, et populum tuum tibi congregare non desinis ut ab ortu solis usque ad occasum oblatio manda offeratur nomini tua (Prez Euc III).
JUAN 18-19, 42:
Juan narra la historia de la Pasión de Jesús a la luz de las profecías y de Pentecostés:
— Acentúa y subraya la voluntariedad, generosidad y serenidad con que Jesús se ofrece en sacrificio por amor nuestro. En todo guarda Él la iniciativa. Su muerte no es un asesinato. Es un Sacrificio. Sacrificio al que voluntariamente se ofrece la Víctima. Podrá decir la Liturgia: Amor Sacerdos immolat: A esta Víctima la inmola el Amor. De Getsemaní a la Cruz todo es llamarada de amor.
— Subraya cómo va cumpliendo todas las profecías, singularmente las del «Siervo de Yahvé», que nos hablan de un Justo condenado injustamente y que carga con la iniquidad de todos los pecadores para expiar por todos. La última palabra del Crucificado es: « ¡Todo cumplido!» (30). El «Siervo»-Hijo muere de Amor; pero muere en un supremo holocausto de Obediencia.
— No podemos, ser insensibles a tan inmenso Amor que se inmola para redimirnos. No podemos seguir en la línea del Adán rebelde. La fe y el amor nos injertan y nos integran en el Hijo hecho «Siervo» para aprender y paladear el sabor de la más dolorosa obediencia: «Leamos atentamente la Pasión del Señor. ¡Qué rica ganancia nos resultará de ello! Tu corazón de piedra se volverá blando cual cera... ¡Oh, mi Jesús; más que de los muertos que resucitaste me enorgullezco de los sufrimientos, injurias y burlas que por mí sufriste!» (Crisost. in Mt 85, 1; 87, 1).
SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 101-104
Benedicto XVI
«Tengo sed»
Al inicio de la crucifixión, como era costumbre, se ofreció a Jesús una bebida calmante para atenuar los dolores insoportables. Jesús la rechazó. Quiso soportar totalmente consciente su sufrimiento (cf. Mc 15,23). Al término de la Pasión, bajo el sol abrasador del mediodía, colgado en la cruz, Jesús gritó: «Tengo sed» Un 19,28). Como solía hacerse, se le ofreció un vino agriado, muy común entre los pobres, que también se podía considerar vinagre; se la tenía como una bebida para calmar la sed.
Aquí encontramos de nuevo esa compenetración entre palabra bíblica y acontecimiento sobre la que hemos reflexionado a comienzos de este capítulo. Por un lado, la escena es del todo realista: la sed del Crucificado y la bebida agria que los soldados solían dar en aquellos casos. Por otro, oímos enseguida en el trasfondo el Salmo 69, aplicable a la Pasión, en el que el sufriente exclama: «En la sed me dieron vinagre» (v. 22). Jesús es el justo que sufre. En Él se cumple la Pasión del justo descrita por la Escritura en las grandes experiencias de los orantes afligidos.
Pero, con esto, ¿cómo no pensar también en el canto de la viña del capítulo 5 del profeta Isaías, ese canto sobre el que hemos reflexionado en el contexto de la parábola de la viña? (cf. primera parte, pp. 302-306). En ella, Dios presentó su queja a Israel. Dios había plantado una viña en una fértil colina, y la cuidó con mimo. «Esperaba que diera uvas, pero produjo agraces» (Is 5,2). La viña de Israel no lleva a Dios el fruto noble de la justicia, que se funda en el amor. Da los granos agrios del hombre que se preocupa solamente de sí mismo. Produce vinagre en vez de vino. El lamento de Dios, que oímos en el canto profético, se concreta en esta hora en que al Redentor sediento se le ofrece vinagre.
Así como el canto de Isaías manifiesta el sufrimiento de Dios por su pueblo, más allá de su momento histórico, así también la escena de la cruz sobrepasa la hora de la muerte de Jesús. No sólo Israel, sino también la Iglesia, nosotros, respondemos una y otra vez al amor solícito de Dios con vinagre, con un corazón agrio que no quiere hacer caso del amor de Dios. «Tengo sed»: este grito de Jesús se dirige a cada uno de nosotros.
Las mujeres junto a la cruz– la Madre de Jesús
Los cuatro evangelistas nos hablan —cada uno a su modo— de mujeres junto a la cruz. Marcos nos dice: «Había también unas mujeres que miraban desde lejos; entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé, que, cuando estaba en Galilea, lo seguían para atenderlo; y otras muchas que habían subido con éla Jerusalén» (15,40s). Aunque los evangelistas no dicen nada directamente, en el simple hecho de que se mencione su presencia se puede percibir el desconcierto y la aflicción de estas mujeres ante lo ocurrido.
Juan cita al final de su relato de la crucifixión unas palabras del profeta Zacarías: «Mirarán al que traspasaron» (19,37; cf. Za 2,10). Al principio del Apocalipsis, estas palabras que aquí esclarecen la escena ante la cruz se aplicarán de manera profética al tiempo final: al momento del retorno del Señor, cuando todos mirarán al que viene con las nubes —el Traspasado— y se darán golpes de pecho (cf. Ap 1,7).
Las mujeres miran al Traspasado. Podemos pensar también en las otras palabras del profeta Zacarías: «Harán llanto como el llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito» (12,10). Mientras que hasta la muerte de Jesús sólo había habido escarnio y crueldad en torno al Señor, los Evangelios presentan ahora un epílogo reparador que lleva a su puesta en el sepulcro y a la resurrección. Las mujeres que le habían sido fieles están presentes. Su compasión y su amor son para el Redentor muerto.
Podemos, pues, añadir también tranquilamente la conclusión del texto de Zacarías: «Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza» (13,1). El mirar al Traspasado y el compadecerse se convierten ya de por sí en fuente de purificación. Da comienzo la fuerza transformadora de la Pasión de Jesús.
Juan no sólo nos dice que las mujeres estaban junto a la cruz —«su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás y María la Magdalena» (19,25)—, sino que prosigue: «Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dijo al discípulo: "Ahí tienes a tu madre"». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (19,26s). Ésta es la última disposición, casi un acto de adopción. Él es el único hijo de su madre, la cual, tras su muerte, quedaría sola en el mundo. Ahora pone a su lado al discípulo amado, lo pone, por decirlo así, en lugar suyo, como su propio hijo, y desde aquel momento él se hace cargo de ella, la acoge consigo. La traducción literal es aún más fuerte; se podría expresar más o menos así: la acogió entre sus propias cosas, la acogió en su más íntimo contexto de vida. Así pues, esto es ante todo un gesto totalmente humano del Redentor que está a punto de morir. No deja sola a su madre, la confía a los cuidados del discípulo que le había sido tan cercano. De este modo se da también al discípulo un nuevo hogar: la madre que cuida de él y de la que él se hace cargo.
Cuando Juan habla de hechos humanos como éste, quiere recordar ciertamente acontecimientos ocurridos. Sin embargo, lo que le interesa es siempre algo más que los hechos concretos del pasado. El acontecimiento se proyecta más allá de sí mismo hacia lo que permanece. Así pues, ¿qué quiere decirnos con esto?
Un primer aspecto nos lo ofrece con la forma de llamar «mujer» a su madre. Es el mismo término que Jesús había usado en la boda de Caná (cf.Jn 2,4). Las dos escenas quedan así relacionadas una con otra. Caná había sido una anticipación de la boda definitiva, del vino nuevo que el Señor quería ofrecer. Sólo ahora se hace realidad lo que entonces era únicamente un signo precursor de lo que estaba por venir.
El término «mujer» recuerda al mismo tiempo el relato de la creación, en el cual el Creador presenta la mujer a Adán. Adán reacciona ante esta nueva criatura diciendo: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Mujer» (Gn 2,23). San Pablo ha presentado a Jesús en sus cartas como el nuevo Adán, con el cual la humanidad recomienza de un modo nuevo. Juan nos dice que al nuevo Adán le corresponde nuevamente «la mujer», que él nos presenta en la figura de María. En el Evangelio eso queda como una alusión callada de lo que se desarrollará después poco a poco en la fe de la Iglesia.
El Apocalipsis habla de la señal grandiosa de la mujer que aparece en el cielo, abrazando allí a todo Israel, o mejor, a la Iglesia entera. La Iglesia debe dar a luz a Cristo continuamente con dolor (cf. 12,1-6). Otro paso en la maduración de la misma idea lo encontramos en la Carta a los Efesios, que aplica a Cristo y a la Iglesia la imagen del hombre que deja a su padre y a su madre y se hace una sola carne con la mujer (cf. 5,31s). La Iglesia antigua, basándose en el modelo de la «personalidad corporativa» —según el modo de pensar de la Biblia—, no ha tenido dificultad alguna para reconocer en la mujer, por un lado, a María en sentido del todo personal y, por otro, para ver en ella, abarcando todos los tiempos, a la Iglesia esposa y Madre, en la cual el misterio de María se prolonga en la historia.
Como María, la mujer, también el discípulo predilecto es a la vez una figura concreta y un modelo del discipulado que siempre habrá y siempre debe haber. Al discípulo, que es verdaderamente discípulo en la comunión de amor con el Señor, se le confía la mujer: María – la Iglesia.
La palabra de Jesús en la cruz permanece abierta a muchas realizaciones concretas. Una y otra vez se dirige tanto a la madre como al discípulo, y a cada uno se le confía la tarea de ponerla en práctica en la propia vida, tal como está previsto en el plan de Dios. Al discípulo se le pide siempre que acoja en su propia existencia personal a María como persona y como Iglesia, cumpliendo así la última voluntad de Jesús.
Jesús muere en la cruz
Según la narración de los evangelistas, Jesús murió orando en la hora nona, es decir, a las tres de la tarde. En Lucas, su última plegaria está tomada del Salmo 31: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46; cf. Sal 31,6). Para Juan, la última palabra de Jesús fue: «Está cumplido» (19,30). En el texto griego, esta palabra (tetélestai) remite hacia atrás, al principio de la Pasión, a la hora del lavatorio de los pies, cuyo relato introduce el evangelista subrayando que Jesús amó a los suyos «hasta el extremo (télos)» (13,1). Este «fin», este extremo cumplimiento del amor, se alcanza ahora, en el momento de la muerte. Él ha ido realmente hasta el final, hasta el límite y más allá del límite. Él ha realizado la totalidad del amor, se ha dado a sí mismo.
En el capítulo 6, al hablar de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos, hemos conocido también otro significado de la misma palabra (teleioün), basándonos en Hebreos 5,9: en la Torá significa «iniciación», consagración en orden a la dignidad sacerdotal, es decir, el traspaso total a la propiedad de Dios. Pienso que, haciendo referencia a la oración sacerdotal de Jesús, también aquí podemos sobrentender este sentido. Jesús ha cumplido hasta el final el acto de consagración, la entrega sacerdotal de sí mismo y del mundo a Dios (cf. Jn 17,19). Así resplandece en esta palabra el gran misterio de la cruz. Se ha cumplido la nueva liturgia cósmica. En lugar de todos los otros actos cultuales se presenta ahora la cruz de Jesús corno la única verdadera glorificación de Dios, en la que Dios se glorifica a sí mismo mediante Aquel en el que nos entrega su amor, y así nos eleva hacia Él.
Los Evangelios sinópticos describen explícitamente la muerte en la cruz como acontecimiento cósmico y litúrgico: el sol se oscurece, el velo del templo se rasga en dos, la tierra tiembla, muchos muertos resucitan.
Pero hay un proceso de fe más importante aún que los signos cósmicos: el centurión — comandante del pelotón de ejecución—, conmovido por todo lo que ve, reconoce a Jesús corno Hijo de Dios: «Realmente éste era el Hijo de Dios» (Mc15,39). Bajo la cruz da comienzo la Iglesia de los paganos. Desde la cruz, el Señor reúne a los hombres para la nueva comunidad de la Iglesia universal. Mediante el Hijo que sufre reconocen al Dios verdadero.
Mientras los romanos, como intimidación, dejaban intencionadamente que los crucificados colgaran del instrumento de tortura después de morir, segúnel derecho judío debían ser enterrados el mismo día (cf. Dt 21,22s). Por eso el pelotón de ejecución tenía el cometido de acelerar la muerte rompiéndoles las piernas. También se hace así en el caso de los crucificados en el Gólgota. A los dos «bandidos» se les quiebran las piernas. Luego, los soldados ven que Jesús está ya muerto, por lo que renuncian a hacer lo mismo con él. En lugar de eso, uno de ellos traspasa el costado —el corazón— de Jesús, «y al punto salió sangre y agua» Jn 19,34). Es la hora en que se sacrificaban los corderos pascuales. Estaba prescrito que no se les debía partir ningún hueso (cf. Ex 12,46). Jesús aparece aquí como el verdadero Cordero pascual que es puro y perfecto.
Podemos por tanto vislumbrar también en estas palabras una tácita referencia al comienzo de la obra deJesús, a aquella hora en que el Bautista había dicho: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Lo que entonces debió ser incomprensible —era solamente una alusión misteriosa a algo futuro— ahora se hace realidad. Jesús es el Cordero elegido por Dios mismo. En la cruz, Él carga con el pecado del mundo y nos libera de él.
Pero resuena al mismo tiempo también el Salmo 34, donde se lee: «Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará» (v. 20s). El Señor, el Justo, ha sufrido mucho, ha sufrido todo y, sin embargo, Dios lo ha guardado: no le han roto ni un solo hueso.
Del corazón traspasado de Jesús brotó sangre y agua. La Iglesia, teniendo en cuenta las palabras de Zacarías, ha mirado en el transcurso de los siglos a este corazón traspasado, reconociendo en él la fuente de bendición indicada anticipadamente en la sangre y el agua. Las palabras de Zacarías impulsan además a buscar una comprensión más honda de lo que allí ha ocurrido.
Un primer grado de este proceso de comprensión lo encontramos en la Primera Carta de Juan, que retoma con vigor la reflexión sobre el agua y la sangre que salen del costado de Jesús: «Este es el que vino con agua y con sangre, Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre. Y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Tres son los testigos en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo» (5,6ss).
¿Qué quiere decir el autor con la afirmación insistente de que Jesús ha venido no sólo con el agua, sino también con la sangre? Se puede suponer que haga probablemente alusión a una corriente de pensamiento que daba valor únicamente al Bautismo, pero relegaba la cruz. Y eso significa quizás también que sólo se consideraba importante la palabra, la doctrina, el mensaje, pero no «la carne», el cuerpo vivo de Cristo, desangrado en la cruz; significa que se trató de crear un cristianismo del pensamiento y de las ideas del que se quería apartar la realidad de la carne: el sacrificio y el sacramento.
Los Padres han visto en este doble flujo de sangre y agua una imagen de los dos sacramentos fundamentales —la Eucaristía y el Bautismo—, que manan del costado traspasado del Señor, de su corazón. Ellos son el nuevo caudal que crea la Iglesia y renueva a los hombres. Pero los Padres, ante el costado abierto del Señor exánime en la cruz, en el sueño de la muerte, se han referido también a la creación de Eva del costado de Adán dormido, viendo así en el caudal de los sacramentos también el origen de la Iglesia: han visto la creación de la nueva mujer del costado del nuevo Adán.
La sepultura de Jesús
Los cuatro evangelistas nos relatan que un miembro acomodado del Sanedrín, José de Arimatea, pidió a Pilato el cuerpo de Jesús. Marcos (15,43) y Lucas (23,51) añaden que José era uno «que aguardaba el Reino de Dios», mientras que Juan (cf. 19,38) lo considera un discípulo secreto de Jesús, un discípulo que hasta aquel momento no se había manifestado abiertamente como tal por temor a los círculos judíos dominantes. Juan menciona además la participación de Nicodemo (cf. 19,39), de cuyo coloquio nocturno con Jesús sobre el nacer y el volver a nacer de nuevo había hablado en el tercer capítulo (cf. vv. 1-8). Después del drama del proceso, en el cual todo parecía una conjura contra Jesús y ninguna voz parecía levantarse en su favor, venimos ahora a saber del otro Israel: personas que están a la espera. Personas que confían en las promesas de Dios y van en busca de su cumplimiento. Personas que en la palabra y en la obra de Jesús reconocen la irrupción del Reino de Dios, el inicio del cumplimiento de las promesas.
Habíamos encontrado en los Evangelios personas como éstas, sobre todo entre la gente sencilla: María y José, Isabel y Zacarías, Simeón y Ana, además de los discípulos; pero ninguno de ellos pertenecía a los círculos influyentes, aunque provenían de distintos niveles culturales y diferentes corrientes de Israel. Ahora —tras la muerte de Jesús— salen a nuestro encuentro dos personajes destacados de la clase culta de Israel que, aun sin haber osado declarar su condición de discípulos, tenían sin embargo ese corazón sencillo que hace al hombre capaz de la verdad (cf. Mt 10,25s).
Mientras que los romanos abandonaban los cuerpos de los ejecutados en la cruz a los buitres, los judíos se preocupaban de que fueran enterrados; había lugares asignados por la autoridad judicial precisamente para eso. En este sentido, la petición de José entra dentro de lo habitual en el derecho judío. Marcos dice que Pilato se asombró de que Jesús hubiera muerto ya, y que primero se cercioró por el centurión de la verdad de esta noticia. Una vez confirmada la muerte de Jesús, concedió su cuerpo al miembro del consejo (cf. 15,44s).
Sobre el entierro mismo, los evangelistas nos transmiten varias informaciones importantes. Ante todo, se subraya que José hace colocar el cuerpo del Señor en un sepulcro nuevo de su propiedad, en el que todavía no se había enterrado a nadie (cf. Mt 27,60; Lc 23,53; Jn 19,41). Esto manifiesta un respeto profundo por este difunto. Al igual que el «Domingo de Ramos» se había servido de un borrico sobre el que nadie había montado antes (cf. Mc 11,2), así también ahora es colocado en un sepulcro nuevo.
Es importante además la noticia según la cual José compró una sábana en la que envolvió al difunto. Mientras los Sinópticos hablan simplemente de una sábana, en singular, Juan habla de «vendas» de lino (cf. 19,40), en plural, como solían hacer los judíos en la sepultura. El relato de la resurrección vuelve sobre esto con más detalle. Aquí no entramos en la cuestión sobre la concordancia con el sudario de Turín; en todo caso, el aspecto de dicha reliquia es fundamentalmente conciliable con ambas versiones.
Finalmente, Juan nos dice que Nicodemo llevó una mixtura de mirra y áloe, «unas cien libras». Y prosigue: «Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos» (19,39s).Pero la cantidad de aromas es extraordinaria y supera con mucho la medida habitual: es una sepultura regia. Si en el echar a suertes sus vestiduras hemos vislumbrado a Jesús como Sumo Sacerdote, ahora el tipo de sepultura lo muestra como Rey: en el instante en que todo parece acabado, emerge sin embargo de modo misterioso su gloria.
Los Evangelios sinópticos nos narran que algunas mujeres observaban el sepelio (cf. Mt 27,61; Mc 15,47), y Lucas puntualiza que eran las mujeres «que lo habían acompañado desde Galilea» (23,55). Y añade: «A la vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme a lo prescrito» (23,56). Tras el descanso sabático, el primer día de la semana por la mañana, vendrán para ungir el cuerpo de Jesús y así dejar lista la sepultura de manera definitiva. La unción es un intento de detener la muerte, de evitar la descomposición del cadáver. Pero es un esfuerzo inútil: la unción puede conservar al difunto como difunto, no puede restituirle la vida.
La mañana del primer día las mujeres verán que su solicitud por el difunto y su conservación ha sido una preocupación demasiado humana. Verán que Jesús no tiene que ser conservado en la muerte, sino que Él —y ahora de modo real— está de nuevo vivo. Verán que Dios, de un modo definitivo y que sólo Él puede hacer, lo ha rescatado de la corrupción y, con ello, del poder de la muerte. Con todo, en la premura y en el amor de las mujeres se anuncia ya la mañana de la Resurrección.
(Ratzinger, J. – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Segunda Parte, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 254 – 267)
Alfredo Sáenz, S.J.
La locura de la cruz
El misterio del amor de Dios
Dice San Luis María Grignon de Monfort: "Éste es, a mi modo de ver, el mayor secreto del Rey, el misterio más sublime de la sabiduría eterna: la Cruz".
En ella, en efecto, llega a su extremo el misterio del Amor Redentor de Dios. Frente a la miseria humana del pecado, Dios ve la ocasión de multiplicar las muestras de su amor, hasta vaciarse de Sí mismo, como escribe con fuerza San Pablo, tomando figura de esclavo, haciéndose pecado, y cargando nuestra maldición sobre sus hombros. En su cuerpo triturado, Cristo recapitula los pecados de toda la humanidad, desde Adán hasta el último hombre que pisará la tierra. Cristo en su Pasión es el Hombre, tal como quedó en razón de la rebeldía del pecado: "Ecce Homo". A pesar de su inocencia absoluta, quiso que pesara sobre su conciencia el remordimiento de todos los rebeldes. Ante la majestad del Padre, Él se veía "como un gusano, no un hombre", pues fue "traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades", según leemos en los salmos.
El misterio de la Cruz es la clave de la obra de Nuestro Señor. Dicho misterio se hace presente ya desde el momento de su concepción en el seno de María Santísima. De ahí lo que se dice en la epístola a los Hebreos: "Por eso, [Cristo] al entrar al mundo, dice: No quisiste oblación ni sacrificio, pero me has formado un cuerpo... Entonces dije: he aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad... Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo".
Toda la vida de Cristo puede considerarse como una ascensión hacia el Calvario. Para eso había venido al mundo, como lo declaró antes de su Pasión: "¿Qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si para eso he llegado a esta hora. ¡Padre, glorifica tu nombre!". ¡Qué misterio: Dios hace consistir su gloria en la humillación de la Cruz!
Esto permanecería como un enigma insoluble si Él mismo no nos hubiese explicado la razón: su Amor. Por medio del profeta, Dios había dicho "los atraeré con lazos de hombre". Con el misterio de su Encarnación y mediante su Pasión, Cristo se constituye en el lazo que restituye el vínculo roto por el pecado. Sobre el abismo de la rebeldía, se tiende el puente del Cuerpo de Cristo: Él acepta que nuestros pies manchados lo pisen, dejando en Él las huellas inmundas de nuestra inmundicia. Tal es el precio que acepta pagar en rescate de los cautivos. Y si el Padre acepta el holocausto de su Hijo es porque su amor desea adquirir mediante ese sacrificio infinitos hijos, que son los redimidos por la Sangre del Cordero sin mancha.
Verdaderamente que a los ojos de nuestra sola razón todo esto aparece como una locura, un verdadero delirio. Desproporcionada es la rebeldía del hombre ante los beneficios de que Dios lo hace objeto, pero más desproporcionada es la perseverancia de este amor, que no se detiene ante ningún obstáculo, buscando vencer las resistencias del corazón humano. Dios se hace mendigo de nuestra correspondencia.
En este día lo vemos puesto en Cruz, muerto, y con su Corazón abierto, víctima de su propio amor. Nuestra mente queda anonadada, pero en lo más íntimo de nuestra alma deben hoy resonar las palabras del Crucificado: "Tengo sed". Cristo tiene sed de mi amor. ¿Cómo negárselo ante la enormidad del suyo? Aquí no se trata de entender sino de aceptar: tengo en mis manos la posibilidad de calmar la sed de un Dios sediento.
La Cruz: encuentro de la muerte y la vida
En el Cuerpo Crucificado del Redentor se libra el combate entre la muerte, consecuencia del pecado, y la vida, don del Padre. Mas por la Cruz, "la muerte es engullida en la victoria". Y mediante, esta victoria de Cristo, la muerte deja de ser sólo el castigo del pecado para constituirse en el momento del reencuentro con Dios.
Esta confluencia de vida y muerte se expresa en dos cualidades inseparables de la Cruz: la negación y la fecundidad.
El seguimiento de Cristo está signado por la cruz, que es negación del amor propio: "Si alguno quiere ser mi discípulo —nos dice el Señor—, niéguese a sí mismo, cargue su cruz, y siga tras de Mí". La identificación con Cristo Crucificado es, ante todo, interior. Consiste en la aceptación de la voluntad del Padre, tal como en el huerto de Getsemaní lo hizo Jesús, el cual, "aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer". La mortificación exterior no es sino la fiel expresión de esa adhesión consciente y libre a los designios divinos.
La contrapartida de esta renuncia es la fecundidad de la Cruz: "Si el grano de trigo arrojado en tierra no muere, queda solo; pero si muere produce fruto abundante". Cristo es el grano fecundo que será sembrado en el sepulcro, cuyo fruto es la Salvación de todo el género humano. Eso mismo obra en nosotros la experiencia de la cruz. Al vaciamos totalmente de nosotros mismos, nos hace fecundos por el poder de Dios, que ya no encuentra obstáculos para la expansión de su gracia.
El dolor redentor
En los sufrimientos de Cristo se recapitula no sólo el pecado sino también el dolor de toda la humanidad. Pero así como con su muerte Él transforma la muerte en vida, con su propio dolor convierte al dolor humano en remedio espiritual.
La Redención no consiste sólo en la reparación de la ofensa hecha a Dios, sino también en la liberación del hombre, rompiendo las cadenas demoníacas del pecado y miserias consiguientes. Es obra de la Justicia de Dios, pero es sobre todo obra de su Misericordia. En la Cruz de Cristo se manifiesta que la sola justicia no basta para vencer la iniquidad. Queda el saldo del dolor, el cual sólo se paga mediante su aceptación voluntaria. Cristo acepta ocupar nuestro lugar en el patíbulo sin pedir nada a cambio, ni siquiera el castigo de sus verdugos: "Padre, perdónalos: pues no saben lo que hacen".
En Cristo crucificado, Dios no se muestra como un demandante implacable, que exige el resarcimiento de sus derechos conculcados, sea como fuere, sino como un Padre, que en el exceso de su amor hacia los descarriados, no vacila en exponer a su propio Hijo a los ultrajes del demonio, "homicida desde el principio", a fin de rescatar, mediante su dolor, a sus hijos cautivos. Y este amor desbordante del Padre es también amor del Hijo, el cual, como dice San Pablo, "me amó y se entregó por mi'.
De esta manera, el Cristo doliente no sólo nos da ejemplo de sumisión al Padre, sino que nos brinda la posibilidad de participar activamente en su obra salvífica, siendo corredentores juntamente con Él, mediante la aceptación de nuestro propio sufrimiento.
Nuestro Salvador, al referirse a los sufrimientos que habría de pasar para redimirnos, habló de "beber el cáliz de su Pasión". Acatando la Voluntad del Padre, bebió la copa embriagadora que en la cima del Calvario descubrió la locura de un Dios ebrio de amor. Cada vez que recibimos la Eucaristía en la Santa Misa, también nosotros bebemos del Cáliz de Cristo. En este día no se celebra el Santo Sacrificio, pero la inmolación del Señor está presente de una manera especial. En la presente celebración podemos recibir también el Cuerpo de Cristo. Que al hacerlo hoy, y cada vez que lo repitamos, nuestro corazón de tal manera se abra a la acción de la Gracia, que la locura divina nos invada y nos lleve a esa entrega total de nuestro ser, que es el complemento necesario para aquella donación absoluta de Sí que hizo el Hijo de Dios en el Calvario. A nuestra Madre Santísima, que estuvo junto a la Cruz como cooferente de la inmolación de su Hijo, le pediremos que nos consiga esta gracia.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 128-133)
Juan Pablo II
La cruz es una señal visible del rechazo de Dios por parte del hombre. El Dios vivo ha venido en medio de su pueblo mediante Jesucristo, su Hijo Eterno que se ha hecho hombre: hijo de María de Nazaret.
Pero “los suyos no le recibieron” (Jn 1,11).
Han creído que debía morir como seductor del pueblo. Ante el pretorio de Pilato han lanzado el grito injurioso: “Crucifícale, crucifícale” (Jn 19,6).
La cruz se ha convertido en la señal del rechazo del Hijo de Dios por parte de su pueblo elegido; la señal del rechazo de Dios por parte del mundo. Pero a la vez la misma cruz se ha convertido en la señal de la aceptación de Dios por parte del hombre, por parte de todo el Pueblo de Dios, por parte del mundo.
Quien acoge a Dios en Cristo, lo acoge mediante la cruz. Quien ha acogido a Dios en Cristo, lo expresa mediante esta señal: en efecto se persigna con la señal de la cruz en la frente, en la boca y en el pecho, para manifestar y profesar que en la cruz se encuentra de nuevo a sí mismo todo entero: alma y cuerpo, y que en esta señal abraza y estrecha a Cristo y su reino.
Cuando en el centro del pretorio romano Cristo se ha presentado a los ojos de la muchedumbre, Pilato lo ha mostrado diciendo: “Ahí tenéis al hombre” (Jn 19,5). Y la multitud responde: “Crucifícale”.
La cruz se ha convertido en la señal del rechazo del hombre en Cristo. De modo admirable caminan juntos el rechazo de Dios y el del hombre. Gritando “crucifícale”, la multitud de Jerusalén ha pronunciado la sentencia de muerte contra toda esa verdad sobre el hombre que nos ha sido revelada por Cristo, Hijo de Dios.
Ha sido así rechazada la verdad sobre el origen del hombre y sobre la finalidad de su peregrinación sobre la tierra. Ha sido rechazada la verdad acerca de su dignidad y su vocación más alta. Ha sido rechazada la verdad sobre el amor, que tanto ennoblece y une a los hombres, y sobre la misericordia, que levanta incluso de las mayores caídas.
Y he aquí que este lugar, donde -según una tradición- a causa de Cristo los hombres eran ultrajados y condenados a muerte -en el Coliseo-, ha sido puesta la cruz, desde hace mucho tiempo, como signo de la dignidad del hombre, salvada por la cruz; como signo de la verdad sobre el origen divino y sobre el fin de su peregrinar; como signo del amor y de la misericordia que levanta de la caída y que, cada vez, en cierto sentido, renueva el mundo.
He aquí la cruz: He aquí el leño de la cruz (“ecce lignum crucis”). Es ella el signo del rechazo de Dios y el signo de su aceptación. Es ella el signo del vilipendio del hombre y el signo de su elevación. El signo de la victoria.
Cristo dijo: “Y yo, si fuere levantado de la tierra (sobre la cruz), atraeré todos a mí” (Jn 12,32).
Nuestros pensamientos se detienen junto a la cruz, cuyo misterio permanece y cuya realidad se repite en circunstancias siempre nuevas.
Este rechazo de Dios por parte del hombre, por parte de los sistemas, que despojan al hombre de la dignidad que posee por Dios en Cristo, del amor que solamente el Espíritu de Dios puede difundir en los corazones, este rechazo -repito-, ¿quedará equilibrado por la aceptación, íntima y ferviente, de Dios que nos ha hablado en la cruz de Cristo?
¿Quedará equilibrado este rechazo por la aceptación del hombre de esta su dignidad y de este amor, cuyo comienzo está en la cruz?
Pero el Vía Crucis de Cristo y su cruz no son solamente un interrogante: son una aspiración, una aspiración perseverante e inflexible y un grito:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27,46).
“Padre, en tus manos entrego mí espíritu” (Lc 23,46).
Gritemos y oremos, como haciendo eco a las palabras de Cristo: Padre, acoge a todos en la cruz de Cristo; acoge a la Iglesia y a la humanidad, a la Iglesia y al mundo.
Acoge a aquellos que aceptan la cruz; a aquellos que no la entienden y a aquellos que la evitan; a aquellos que no la aceptan y a aquellos que la combaten con la intención de borrar y desenraizar este signo de la tierra de los vivientes.
Padre, ¡acógenos a todos en la cruz de tu Hijo! Acoge a cada uno de nosotros en la cruz de Cristo.
Sin fijar la mirada en todo lo que pasa dentro del corazón del hombre; sin mirar a los frutos de sus obras y de los acontecimientos del mundo contemporáneo: ¡Acepta al hombre!
La cruz de tu Hijo permanezca como signo de la aceptación del hijo pródigo por parte del Padre. Permanezca como signo de Alianza, de la Alianza nueva y eterna.
(Alocución en el Vía Crucis, 4 de abril de 1980)
Gustavo Pascual, I.V.E.
Viernes Santo
Hoy, Viernes Santo, celebramos la pasión de Nuestro Señor Jesucristo y hacemos adoración de la cruz, por lo cual, quiero tomar un texto de San Juan que se refiere propiamente a la exaltación de la cruz y que se lee justamente en la fiesta de la exaltación de la cruz:
El evangelio que vamos a comentar es parte del diálogo entre Jesús y Nicodemo que se encuentra en el capítulo tres del evangelio de San Juan[1].
Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo.
“Nadie”, porque antes que bajase el Verbo que estaba en el cielo junto al Padre y al Espíritu Santo, aunque en verdad está en todas partes, ningún hombre podía subir al cielo porque sus puertas estaban cerradas. El pecado de Adán infestó a todos los hombres y ninguno podía penetrar en el cielo porque su entrada estaba clausurada. El que estaba en el cielo: el Verbo bajó hasta nosotros, bajó a la tierra, se hizo tierra, tomó nuestra naturaleza y la sanó con su muerte y resurrección y “ha subido al cielo” abriendo sus puertas para que nosotros también podamos subir allí. Hoy ya no se puede decir “nadie” ha subido al cielo. Innumerables hombres están en el cielo, han subido allí siguiendo a Jesús el primero que ascendió a lo más alto del cielo según su naturaleza humana, son los santos. El Verbo ha bajado del cielo por la Encarnación para que nosotros subamos al cielo por la redención del Verbo Encarnado. Siendo Dios ha bajado tomando la naturaleza humana para que nuestra naturaleza humana se eleve a la naturaleza divina y pueda ver a Dios tal cual es[2]. Estábamos condenados a la muerte y El bajó para salvarnos, para que subamos al cielo y tengamos vida eterna.
Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna.
¿Y cómo Moisés levantó la serpiente en el desierto? Jesús hace referencia a un hecho histórico que es figura de lo que le va a revelar a Nicodemo y de lo que vivirá en su pascua redentora, por eso dice “Y cómo”. El hecho histórico es narrado en el libro de los Números[3].
“El pueblo de Israel extenuado del camino”, significan las pruebas por las que tenía que pasar antes de llegar a la tierra prometida. Tuvieron sed y Dios les dio agua, tuvieron hambre y Dios les dio el maná. Pero siempre ante las pruebas, como en este caso, se quejaron de Dios, hablaron mal de Él y de su representante Moisés. Y su queja brota de la añoranza de Egipto donde comían y bebían sin penurias. Donde comían y bebían siendo esclavos. Se quejan de las pruebas que Dios les envía siendo libres y añoran una vida carnal a pesar de la dureza de los trabajos del demonio que los esclavizaba. ¡Qué necios somos los hombres! ¡Cuántas veces nos quejamos de Dios teniendo la libertad en su filiación añorando los placeres del mundo que nos esclavizan a Satanás, señor del mundo!
El castigo de Dios no es para condenar a los hombres. Los castigos que nos manda Dios son saludables. Dios quiere sanarnos y por eso nos castiga como todo buen padre. Además, el castigo de las serpientes venenosas se orientaba por la figura de la serpiente de bronce a la realidad del Salvador crucificado. Los mordidos por las serpientes venenosas son los que ceden a la seducción del diablo y caen en pecado y el pecado es muerte. La serpiente venenosa es el Diablo que quiere nuestra muerte e inocula su veneno mortal por el pecado.
Dios mira a los hombres con misericordia porque ellos están angustiados por su miseria, la miseria de haber juzgado a Dios y la miseria de la enfermedad y la muerte. Manda a Moisés construir sobre un estandarte una serpiente de bronce para que los mordidos la miren y sanen.
Nicodemo conocía esta historia por las Escrituras. Jesús se la aplica a sí mismo y le revela que tiene que ser elevado como la serpiente de bronce y así elevado curará a los que lo miren. Mirar a Jesús elevado es mirar a Jesús crucificado pero con el desenlace final de su crucifixión: la resurrección, ascensión y exaltación a la diestra del Padre. Mirar a Jesús “levantado” es creer en su divinidad, “cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy”[4] porque murió según su naturaleza humana pero nos curó por su naturaleza divina. Murió como hombre por los hombres y nos vivificó por su divinidad pagando el rescate que nosotros no podíamos pagar. Creer en Jesús para tener vida eterna pero no sólo en el hombre Jesús sino en el hombre-Dios Jesús. Y el que no cree en su divinidad permanece en el pecado y en la muerte “si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados”[5].
Y Jesús revela a Nicodemo el amor del Padre a los hombres:
Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Y le vuelve a revelar la necesidad de la fe en su divinidad, en el Hijo único del Padre, para alcanzar la vida eterna. “Así como” en el desierto los mordidos por las serpientes venenosas miraban la serpiente de bronce elevada en un estandarte así los que miren a Jesús crucificado creyendo en Él, en que es el Hijo único hecho hombre, se salvarán porque en su crucifixión y resurrección se encierra el misterio de nuestra redención. Dios que se hace hombre para morir en cruz y rescatarnos de nuestros pecados, curarnos de la mordedura de la Serpiente infernal y darnos vida para siempre.
Jesús se anonadó tomando nuestra carne, sin dejar de ser Dios, bajó del cielo sin dejar de estar en el cielo, “se despojó de su rango y tomo la condición de esclavo” para morir en una cruz y por su anonadamiento “Dios lo levantó sobre todo” y lo puso a su derecha en el trono del cielo haciéndolo Señor de todas las cosas por derecho de conquista. Fue glorificado según su naturaleza humana[6].
“Y como” Dios no quiso en el desierto la muerte de los israelitas sino que les mando la salvación por la serpiente de bronce, así
Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Por eso el enviado se llama Jesús que significa Salvador. Viene a salvar y no a castigar ni a condenar. Ha sido elevado para salvarnos y nuestra medicina está en creer en Él crucificado “escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; más para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios”[7], es decir, salvación.
Ya Nicodemo tú estás en el cielo con Jesús por haber creído en Él viéndolo “levantado”. Ya no sólo está en el cielo “el que bajó del cielo” sino todos nosotros estamos en el cielo con Él por su elevación ya que Él es nuestra cabeza. ¿Todos con Él en cielo? Todos los que creemos en Él, porque aunque fue “levantado” por todos, sólo alcanzan la salvación y la vida eterna los que se aplican la salud por medio de la fe.
------------- Notas -------------
[1] Jn 3, 13-17
[2] 1 Jn 3, 2; cf. 1 Co 13, 12
[3] 21, 4b-9
[4] Jn 8, 28
[5] Jn 8, 24
[6] Cf. Flp 2, 6-11
[7] 1 Co 1, 23-24
San Juan Crisóstomo
El buen ladrón
¿Quieres ver otra obra magnífica, que sobreexcede a todo humano pensamiento? Hoy nos abrió el paraíso cerrado, porque hoy introdujo en él al ladrón. Dos obras magníficas: abrió el paraíso, e introdujo en él al ladrón; le devolvió su antigua patria, le restituyó a la ciudad paterna.
Hoy, dice, estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23, 43). ¿Qué es lo que dices? ¿Estás puesto en la cruz y sujeto en ella con clavos y prometes el paraíso? Y ¿cómo puedes dar cosas tan grandes? Porque, en efecto, San Pablo, dice: Fue crucificado por debilidad. Más oye lo que añade: Pero vive por virtud de Dios (2 Co 13, 14). Y de nuevo, en otra parte: Mi virtud se perfecciona en la debilidad (2 Co 12, 19). Por esta razón, dice, hago en la cruz esta promesa, para que entiendas mi poder. Porque siendo, como es, la cruz cosa muy desagradable, para que no quedes abatido y cabizbajo mirando a lo que es de suyo, sino que, atendiendo al poder del crucificado, seas animoso y resuelto, te muestra en ella su virtud.
Porque, en efecto, logró atraer a si el ánimo perverso del ladrón, no resucitando a un muerto, no imperando al mar, no increpando a los demonios, sino crucificado, enclavado, injuriado, escupido, afrentado, burlado, hecho el escarnio de todos. Mira cómo resplandece su poder por dos títulos. Hizo se estremeciera la creación, rompió las peñas, y el alma del ladrón, más dura que una peña, la convirtió en más blanda que la cera. Hoy estarás conmigo en el paraíso. ¿Qué es lo que dices? Conque los querubines con espada de fuego guardan el paraíso ¿y tú prometes la entrada en él al ladrón? Sí, dice. Porque yo soy Señor de los querubines y tengo potestad sobre el fuego y el infierno, sobre la vida y la muerte. Por eso dice: Hoy estarás conmigo en el paraíso. Si aquellas potestades ven al Señor, al punto ceden y se retiran.
Ahora bien; ¿qué rey consentiría jamás en llevar a la ciudad, sentado junto a sí, a un ladrón, o a ningún otro de sus siervos? y sin embargo, esto hizo nuestro benigno Señor. Pues al entrar en la sagrada patria, introduce consigo al ladrón, y no deshonra, ni mucho menos, el paraíso con los pies del ladrón, sino que, al contrario, lo honra más. Porque honra es del paraíso el tener semejante Señor, tan poderoso y tan benigno, que puede aún al ladrón hacerle digno del gozo del paraíso. Que tampoco cuando llamaba a su reino los publicanos y las pecadoras lo deshonraba, antes lo honraba mucho más, y demostraba que es de tal condición el Señor del reino de los cielos, que aun a las pecadoras y publicanos hace honrados y dignos de gozar de su gloria y galardón. Así, pues, como admiramos a un médico, cuando vemos que a hombres sujetos a incurables enfermedades los libra de ellas y les restablece completamente la salud, admírate del mismo modo de Cristo, amado (oyente), y llénate de estupor al ver que a hombres sujetos a incurables enfermedades del alma los puede librar de su maldad, y hacer dignos del reino de los cielos a los que habían llegado al colmo de la malicia.
Hoy estarás conmigo en el paraíso. Grande honor, inmensa grandeza de benignidad, indecible exceso de bondad, porque mayor honra que la de entrar en el paraíso, es el entrar con el mismo Señor. ¿Qué es esto, decidme? ¿Qué título ha manifestado el ladrón para que re-pentinamente sea tenido por digno del paraíso desde la cruz? ¿Quieres que te diga brevemente y te haga ver la probidad y reconocimiento del ladrón? Cuando abajo negaba Pedro, príncipe de los discípulos, arriba, en la cruz, él le confesó.
Y no he dicho esto por reprender a Pedro, ¡lejos de mí! sino por demostrar la magnanimidad del ladrón y su virtud extraordinaria. Aquel no resistió a la amenaza de una despreciable doncella; más este, viendo a todo el pueblo ante sí, de pie, dando voces, y lanzando mil afrentas al crucificado, no atendió a la injuria del crucificado, sino que, pasando por alto todo esto con los ojos de la fe, y dejando abajo todo lo despreciable que le podía estorbar, reconoció al Señor de los cielos, diciendo aquellas breves palabras que le hicieron parecer dignos del paraíso: Acuérdate de mí en tu reino (Lc 23, 42). No pasemos de ligero esta sentencia, ni nos avergoncemos de tomar por maestro al ladrón, a quien el Señor nuestro no se avergonzó de introducir el primero en el paraíso, no nos avergoncemos de tomar por maestro a un hombre, que antes de todo el humano linaje, apareció digno de la vida del paraíso. Examinemos, pues, cada una de las palabras, para que también por aquí entendamos el poder de la cruz. Porque no le dijo el Señor como a Pedro y Andrés: Venid y os haré pescadores de hombres (Mt 4, 19), ni le dijo, como a los doce discípulos: Os sentaréis sobre doce tronos, juzgando las doce tribus de Israel (Mt 19, 28); antes, ni una sola palabra se dignó dirigirle. No vio tampoco milagros, ni muerto alguno resucitado, ni a los demonios lanzados, ni el mar obedeciendo a su imperio, ni habló con él sobre el reino; y ¿de dónde había de saber aún el nombre del reino? Y con todo, veamos, cuánta fue su inteligencia.
Insultaba a Cristo, dice el texto, el otro ladrón; porque había otro ladrón crucificado también con ellos, para que se cumpliese la sentencia del profeta: Y fue contado entre los malhechores (Is 53, 12). Porque deseaban los judíos ingratos deshacer aun su honra, y por todas partes le insultaban con cuantas cosas hacían con él; pero, precisamente por ellas mismas, crecía más y más la verdad, y por los mismos obstáculos se hacía cada vez más resplandeciente.
Le insultaba, pues, el otro ladrón, y uno de los Evangelistas dice (Mc 15, 32) que ambos insultaban a Jesús; (y ello es así, y esto es precisamente lo que más esfuerza la probidad del buen ladrón: porque es natural que le insultara al principio) pero de súbito dio muestras de haberse convertido: Le insultaba, pues dice, el otro ladrón. ¿Ves la diferencia de un ladrón y del otro ladrón? Ambos en la cruz, ambos por su maldad, ambos por su vida de robos, más no están ambos en la misma disposición; antes, el uno se hace heredero del reino; el otro es lanzado al infierno. Así sucedió ayer entre el discípulo y los discípulos el uno se disponía para la traición, los otros se preparaban para el sagrado ministerio; aquel decía a los fariseos: ¿Qué me queréis dar y yo os le entregaré (Mt 26, 15-16)? Más estos se adelantaron a Jesús, diciéndole: ¿Dónde quieres que te preparemos lugar para comer la Pascua (Mt. 26, 17)?
Tal es la diferencia que hay aquí entre ladrón y ladrón: uno le insulta, otro hace callar al injuriador; uno blasfema, otro reprende al blasfemo; y esto, viendo al Señor crucificado, condenado y debajo al pueblo insultándole, dando grandes voces; pero nada de esto bastó para arredrarle ni hacerle dejar de justo modo de sentir; antes increpa terriblemente al otro ladrón, y le dice: ¿Tampoco temes a Dios tú?
¿Ves la libertad del ladrón? ¿Ves cómo tampoco en la cruz se olvida de su propio oficio, sino que por esta confesión roba el reino de los cielos? ¿Tampoco temes a Dios tú? dice. ¿Ves su libertad en la cruz? ¿Ves su sabiduría, ves su piedad? ¿No es justo que admiremos su generosa constancia porque estuvo en sí y no perdió el conocimiento, traspasado como estaba con los clavos, y sufriendo los intolerables dolores que le causaban? Yo, por mi parte, no sólo le juzgo justamente digno de que le admiremos, sino aún de que le llamamos dichoso. Porque no sólo no atendía a los tormentos, sino que prescindiendo de sí mismo, se cuidaba del mal del prójimo y trataba de sacarle del error, y de hacerse su maestro en la cruz. ¿Y no temes a Dios, dice, tampoco tú? Que era casi como decirle: No atiendas sólo al tribunal de aquí abajo, no des la sentencia por lo que ves, no mires sólo a lo que aquí sucede; hay otro juez invisible, incorruptible es aquel tribunal, y no puede ser engañado. No atiendas, por consiguiente, a que ha sido condenado aquí abajo; que allí arriba no es lo mismo. Porque en el tribunal de aquí abajo muchas veces son condenados los inocentes, y son absueltos los reos, son condenados los justos, y huyen libres los culpados. Porque los más de los hombres, unos voluntaria, otros involuntariamente, corrompen los tribunales, porque o por ignorar la justicia, o por ser engañados, o a ciencia y conciencia sobornados con dinero, hacen traición a la verdad, y dan sentencia contra el inocente. Más allá arriba saldrá como luz; no tiene sombras, no tiene escondrijos, no sufre torcimiento. Por eso, para que no le contestara el mal ladrón: "Ya ha sido condenado en el tribunal de aquí abajo; ¿por qué le defiendes?", le citó al juicio de arriba, a aquel terrible tribunal, a aquel juzgado incorruptible, a aquel juez infalible, y le hizo recordar aquel temeroso proceso. Mira allá, le dice, y no darás sentencia condenatoria, ni estarás de parte de los hombres de aquí abajo, sino que admirarás y aprobarás el juicio de arriba. ¿Tampoco tú, dice, temes a Dios? ¿Ves la filosofía del ladrón, ves su entendimiento, ves su ciencia? Súbitamente desde la cruz se remonta hasta el cielo.
Y mira cómo ya desde ahora guarda la ley apostólica, y no cuida sólo de si, sino que nada deja de hacer y discurrir para librar al otro del error y reducirle a la verdad. Porque después de decirle, ¿Tampoco tú temes a Dios?, añadió porque estamos en la misma condena (Lc 23, 40). Mira aquí una confesión perfecta: ¿Qué significa en la misma condena? En el mismo suplicio, dice, porque también nosotros estamos en la cruz. Luego cuando le afrentas a él, más que a él te lanzas injurias a ti mismo; puesto que así como cuando uno está en pecado y condena a otro, antes se condena a si mismo que al otro; así también cuando uno está en una desgracia y se la echa en cara a otro, a sí mismo se la echa en cara más bien que al otro. Estamos, dice, en la misma condena. Le trae a la memoria la ley apostólica que contiene estas palabras evangélicas: No juzguéis, para que no seáis juzgados (Mt 7, 1). Porque estamos en la misma condena. ¿Qué haces, oh ladrón? ¿Haces a Jesucristo participante de vuestra culpa, diciendo: Nosotros, dice, ciertamente sufrimos con justicia, porque recibimos el pago de nuestro hecho (Lc 23, 41). Porque a fin de que después de oír Estamos en la misma condena, no creyeras que le hacía partícipe de la culpa, añadió la corrección, diciendo: Nosotros, cierto sufrimos con justicia, porque recibimos el pago de nuestros hechos. ¿Ves su perfecta confesión en la cruz? ¿Ves cómo lava sus pecados con sus palabras? ¿Ves cómo cumple aquella exhortación del profeta, Di tú el primero tus culpas, para que seas justificado (Is 43, 26)? Nadie le obligó, nadie le acusó, nadie se lo intimó; él mismo se hizo su propio acusador; por eso no tuvo ya otro acusador en adelante. Porque él se adelantó a arrebatar para sí el papel de acusador y se expuso a la ignominia pública, diciendo: Nosotros sufrimos con justicia, porque recibimos el justo pago de nuestros hechos; más este no hizo mal alguno. ¿Ves a cuánto se extiende su piedad? Y después que se acusó a sí mismo, después que descubrió sus culpas propias después que defendió al Señor diciendo: Nosotros sufrimos con justicia, más este no hizo mal alguno; entonces se animó también a proponerle una súplica, diciendo: Acuérdate de mí, Señor, cuando hubieres llegado a tu reino. No se atrevió a decir, Acuérdate de mí, hasta que por medio de la confesión se purificó de la mancha de los pecados, hasta que, condenándose a sí mismo por reo, se hizo inocente, hasta que por medio de la acusación depuso sus pecados.
¿Ves cuánto puede la confesión aun en la misma cruz? Oyendo esto, amado (oyente), no desesperes jamás; antes considerando la inefable grandeza de la benignidad de Dios, apresúrate a la corrección de tus pecados. Porque si al ladrón que estaba en la cruz se dignó hacerle tan grande honra, mucho más se dignará usar con nosotros de su natural benignidad, si quisiéremos hacer confesión de nuestros pecados. Para que gocemos, pues, también nosotros de su benignidad, no nos avergoncemos de confesar nuestros delitos; porque grande es la eficacia de la confesión, y mucho su poder. He aquí que confesó el ladrón, y halló el paraíso abierto; y confesó y el que vivía en latrocinios cobró confianza para pedir el reino. Hasta aquel punto no pidió el reino de los cielos. ¿De dónde, oh ladrón, te ha venido el acordarte del reino? ¿Qué señal de él has visto ahora? Clavos y cruz es lo que ves, y acusaciones, escarnios y dicterios. Sí, responde: veo señales; porque la misma cruz me parece un símbolo del reino. Precisamente le llamo rey, porque lo veo crucificado; porque propio es de un rey morir por sus súbditos. Él dijo: El buen pastor da la vida por las ovejas (Jn 10, 11); luego también el buen rey da la vida por los súbditos. Ya, pues, que ha dado su vida, por esto le llamo rey. Acuérdate de mí, Señor, cuando hubieres llegado a tu reino.
San Juan Crisóstomo, Homilías Selectas, Segunda homilía sobre la cruz y el buen ladrón, III, Tomo II, Apostolado Mariano España 1991, 29-34
Guión Celebración de la Pasión
15 de abril 2022
Ciclo C
Entrada: La Cruz, por medio de la cual Jesucristo “deja” este mundo, es al mismo tiempo una nueva manifestación de la eterna paternidad de Dios, que se acerca en El a todo hombre, dándole el Espíritu de verdad.
Liturgia de la Palabra: La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva del hombre, y el sacrificio de la Nueva Alianza que nos devuelve a la comunión con Dios.
1° Lectura: Isaías 52, 13-53, 12
Salmo: 30
2° Lectura: Hebreos 414-16; 5,7-9
Evangelio: Juan 18,1-19, 42
Oración Universal: La Pasión y Muerte del Señor abarca todo tiempo, persona y lugar. En la Oración universal, la Iglesia es invitada a elevar sus súplicas por los hombres de todo el mundo y por sus necesidades.
El guionista sigue la Oración universal e invita a los fieles: “De rodillas” y “De pie” según corresponda.
Adoración de la Cruz: La Cruz es el único sacrificio de Cristo. Él nos ha amado a todos en la ofrenda de su vida. Al adorar la santa Cruz afirmamos que queremos ser asociados a este misterio pascual.
Sagrada Comunión: Al comulgar del Memorial de Su sacrificio somos unidos más estrechamente con Aquel que nos amó hasta el extremo.
Terminada la oración final, el celebrante sale. Todo en silencio.
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