PRIMERA LECTURA
Desbordo de alegría en el Señor
Lectura del libro de Isaías 61, 1-2a. 10-11
El espíritu del Señor está sobre mí,
porque el Señor me ha ungido.
Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres,
a vendar los corazones heridos,
a proclamar la liberación a los cautivos
y la libertad a los prisioneros,
a proclamar un año de gracia del Señor.
Yo desbordo de alegría en el Señor,
mi alma se regocija en mi Dios.
Porque Él me vistió con las vestiduras de la salvación
y me envolvió con el manto de la justicia,
como un esposo que se ajusta la diadema
y como una esposa que se adorna con sus joyas.
Porque así como la tierra da sus brotes
y un jardín hace germinar lo sembrado,
así el Señor hará germinar la justicia
y la alabanza ante todas las naciones.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL Lc 1, 46-50. 53-54
R. Mi alma se regocija en mi Dios.
Mi alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador,
porque El miró con bondad la pequeñez de su servidora.
En adelante todas las generaciones me llamarán feliz. R.
Porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas:
¡su Nombre es santo!
Su misericordia se extiende de generación en generación
sobre aquellos que lo temen. R.
Colmó de bienes a los hambrientos
y despidió a los ricos con las manos vacías.
Socorrió a Israel, su servidor,
acordándose de su misericordia. R.
SEGUNDA LECTURA
Consérvense irreprochables en todo su ser hasta la Venida del Señor
Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Tesalónica 5, 16-2
Hermanos:
Estén siempre alegres. Oren sin cesar. Den gracias a Dios en toda ocasión: esto es lo que Dios quiere de todos ustedes, en Cristo Jesús. No extingan la acción del Espíritu; no desprecien profecías; examínenlo todo y quédense con lo bueno. Cuídense del mal en todas sus formas.
Que el Dios de la paz los santifique plenamente, para que ustedes se conserven irreprochables en todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo. El que los llama es fiel, y así lo hará.
Palabra de Dios
ALELUIA Is 61, 1
Aleluia.
El Espíritu del Señor está sobre mí;
Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres.
Aleluia.
EVANGELIO
En medio de ustedes hay alguien a quien no conocen
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 1, 6-8. 19-28
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.
Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz.
Éste es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle:
«¿Quién eres tú?»
Él confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: «Yo no soy el Mesías».
«¿Quién eres, entonces?», le preguntaron: « ¿Eres Elías?» Juan dijo: «No».
«¿Eres el Profeta?»
«Tampoco», respondió.
Ellos insistieron:
«¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?»
Y él les dijo:
«Yo soy una voz que grita en el desierto:
Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías».
Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: «¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan respondió:
«Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: El viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia»
Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba.
Palabra del Señor
Severiano del Páramo, S. J.
Testimonio de Juan. Acción de la luz en los creyentes
En este segundo círculo se relaciona la misión de Juan con la del Logos-Luz de vida. La misión de Juan fue dar testimonio del Logos-Luz (6-8). La misión del Logos, en cambio, fue la de dar la vida a todos los que lo han recibido (9-13).
6. La persona de Juan y su misión dan un color más histórico a este párrafo. Los tres versos que tratan de Juan entran plenamente en el sentido del prólogo porque se relacionan histórica y lógicamente con la aparición del Logos. La parte central de esta estrofa (6-13) se centra en el Logos identificado con la luz (9-13). La misión de Juan es sólo introducción. En el v.6 la Vulgata distingue sólo dos proposiciones. Nosotros distinguimos tres con las ediciones críticas del griego. Así lo exige el sentido, que resalta más la importancia de la misión, y el paralelismo gramatical. El v.7 es también trimembre, como el v.1.
Hubo. Tanto el aoristo como el verbo egéneto corresponden a los actos temporales y limitados de las criaturas. Un hombre, subraya el carácter puramente humano del personaje, en contraposición con el carácter trascendente del Logos (1,1). La historia del Bautista fue temporal, momentánea, como la de todos los hombres. Su misión divina le pone por encima de los demás. La misión de parte de Dios tenía gran importancia en Oriente y más en el pueblo hebreo, que mezcla su historia con la de sus profetas. Juan equivale 1,1 hebreo Johana = Yavé es benigno, misericordioso. Nombre escogido por Dios (Lc 1,13; 2,60-64) para anunciar la era de la misericordia y de la gracia, Zacarías alude a la etimología del nombre dos veces (Lc 1,72.78). Hasta diecinueve veces se menciona Juan en el cuarto evangelio, equivalente al «Bautista» de los sinópticos. En cambio, nunca se menciona Juan el Evangelista, Obsérvese el sentido ascendente de las tres proposiciones. Cada una da su nota propia determinativa de la persona. La última cierra la descripción personal.
7. La importancia de la misión de Juan aparece en este verso de tres proposiciones finales y ascendentes, La 1ª general: dar testimonio; la 2ª concreta el objeto del testimonio: testimoniar sobre la luz; la 3ª especifica el fin del testimonio: para que todos creyesen por su medio; diá autoû difícilmente se puede referir a la luz con sentido final: para que todos creyesen en la luz. La preposición tiene sentido causal en 1,3. A veces se omite la persona en quien cree, porque se entiende claramente, como aquí. Testimonio, tesmoniar expresan conceptos fundamentales en el cuarto evangelio. Dar testimonio fue la misión propia y esencial de Juan. Los que le precedieron anunciaron al Mesías futuro. Él lo señaló con el dedo. El testimonio lo da el que ve para los que no ven. Juan vio al Espíritu descender sobre Jesús (1,32s). El testimonio se relaciona con la fe, a la que precede y funda. La fe de los primeros discípulos empezó apoyándose en el testimonio de Juan (1,35ss) pisteuvein sale 98 veces en Jn y 9 en sus cartas, por un total de 241 en el NT a) Con dativo, creer a Dios o a Cristo, que hablan. b) Con acusativo y hoti o eis cuando Dios o Cristo se consideran como objeto de la fe. Cuando no se expresa el objeto de la fe, se entiende que es Cristo y su evangelio. La fe de los primeros discípulos empezó apoyándose en su testimonio (1,35ss).
8 Por la forma bimembre y porque resume el v.7, este verso se parece al v.2. La énfasis recae en el hemistiquio negativo: él no era la luz. Cristo lo llamó lámpara (5,35). Es probable la intención apologética contra los que supervaloraron la misión de Juan (1,20; 3,26; Mt 9,14s). En Éfeso encontró Pablo algunos que sólo habían recibido el bautismo de Juan (Act 19,1-6). Algunos lo tuvieron por Mesías.
El testimonio de Juan
Aquí empieza la narración histórica de la vida pública. Los Sinópticos han hecho un resumen de la predicación de Juan, sin distinguir tiempos ni escenas y lo han puesto antes del bautismo (Mt 3,7-12; Mc 1,7-8; Lc 3,7-18). El cuarto evangelio precisa más, como siempre. El primer testimonio es general y se dirige a los enviados del sanedrín (19-28). El segundo (29-34) se dirige al grupo de los discípulos. El tercero (35-36) se concreta a dos discípulos. El tiempo es posterior al bautismo y al ayuno. En 1, 30.34 se alude a la escena del bautismo como cosa pasada. Estos testimonios se unen temporalmente con las bodas de Caná, con la ida a Cafarnaúm y con la primera Pascua. Si esta Pascua es la del año 27, el 14 de nisán fue el 10 de abril. Estas escenas del Jordán pudieron suceder a principios de marzo, cuando allí está en su plenitud la primavera. El mundo renace a la vida natural y a la sobrenatural, que trae Cristo. El lugar es delicioso: el valle del Jordán, cerca de su desembocadura en el mar Muerto. Aunque el bautismo tuvo lugar en la ribera occidental, que es la región del desierto de que hablan los Sinópticos, confirmada hoy por los manuscritos de Qumrán, estos testimonios hay que situarlos en la ribera oriental (1,28). El Bautista se fue desplazando en su ministerio. La ocasión del primer testimonio la dieron los enviados del sanedrín (1,19). El contenido del testimonio es doble: negativo, Juan no es ni el Mesías, ni Elías, ni el profeta, y positivo, Juan es el heraldo del Señor. Es admirable la fidelidad de Juan a su misión y a la verdad.
19. Los judíos son aquí los dirigentes del pueblo. Sacerdotes eran los descendientes de la familia de Aarón y levitas todos los que pertenecían a las restantes familias de la tribu de Levi. Sus funciones en el templo eran más materiales y más secundarias.
¿Quién eres? Pregunta con sentido de acusación. ¿Por qué obras independientemente del sanedrín?
20. Este verso tiene dos ideas: una general, expuesta en la forma del paralelismo antitético: Juan fue fiel a la verdad. La otra expone parte del contenido de la confesión de Juan: que no era el Mesías esperado. Cristo es término griego, que significa «ungido» y equivale al hebreo de mesías. Algunos pensaron que Juan era el Mesías. Por esto ha conservado el evangelista este término del mismo Juan.
21. Elías debía volver a la tierra, según la tradición judía, para preparar el establecimiento del reino de Dios. Jesús explicó que Juan había desempeñado el papel de Elías (Mt 17,11.12; Mc 9,12. 13). Juan niega, porque responde en el sentido en que le hacen la pregunta. No es Elías en persona. En Lc 9,8 distinguen entre Juan, del que dicen que ha resucitado, y Elías, del cual dicen que se ha aparecido. El profeta se contradistingue del Mesías y de Elías v.20.25). En 6,14 se aplica al Mesías y en 7,40. En Dt 18,15.18 promete Dios un profeta como Moisés. De este texto los rabinos hablan con oscuridad. Unos lo referían al Mesías, otros a un profeta grande y excepcional, bien lo identificasen con alguno de los antiguos, como Jeremías, bien con otro nuevo, pero excepcional. Así se explica el artículo en nuestro texto. En los primeros días de la Iglesia Dt 18,15.18 se aplica al Mesías (Act 3,22; 7,37). En Mac 14,41 se alude a la esperanza que abrigaba el pueblo judío de un futuro profeta. El sentido de la pregunta era: si no eres el Mesías, serás Elías o el profeta fiel que esperamos para preparar la venida del Mesías. Juan era de hecho este profeta, pero en su modestia no acepta el título de profeta y se reduce a su función de siervo.
23 La persona de Juan desaparece ante la misión que desempeña. Todo predicador es como él, la voz que prepara la venida de Dios. Juan afirma la proximidad del Mesías, pues se describe así como su precursor, el que anunciara Is 40,3. El lenguaje de Isaías se inspira en los usos reales de la época. Cuando el emperador disponía una expedición lejana, un ejército de esclavos preparaba los caminos. Los mismos pueblos del tránsito tenían que operar. Un heraldo real activaba los trabajos. El poeta bíblico para el regreso de su pueblo a una de estas expediciones. Yavé marcha al frente de su pueblo, como su rey. Todos los católicos ven en la redención de Israel una imagen real de la redención universal obrada por Cristo. Basta la aplicación del Bautista y la de los evangelios para admitir, por lo menos, el sentido típico. Enderezad tiene un sentido amplio de preparar.
24 Algunos enviados, sin artículo con los mejores códices gr. SBCA… Esto prueba que volvemos a la misma legación anterior. Aunque hubiera artículo, la pregunta que le hacen en el v.25 prueba lo mismo. Entre los enviados, sacerdotes y levitas, había algunos que eran del partido de los fariseos, y éstos son los que atacan abiertamente.
26 Con agua: solamente con agua, con un bautismo material, que sólo sirve para excitar el arrepentimiento. Responde indirectamente a la pregunta: yo no me excedo en mi misión. Soy mero precursor del que viene detrás de mí y que es superior a mí.
27 Desatar la correa. Los judíos, como los romanos, cubrían la planta del pie con una suela que sujetaban por encima del tobillo con correas. Sujetar esta correa era oficio de siervos. Como tal se considera Juan con respecto al Mesías.
28 En Betania. Algunos pocos códices leen Betabara y las versiones sy-sin., sy-cur.arm.gg. y, sobre todo, Oríg., el cual reconoce que la generalidad de los manuscritos lee Betania. Entre los modernos, Boismard defiende también Betabara. Además de la autoridad y número de los códices, confirma el nombre de Betania la observación geográfica de que estaba al otro lado del Jordán. Así se distingue de la Betania de Lázaro, que está del lado de acá. Debía de ser un pueblo pequeño. La Betania de Lázaro se llama por los talmudistas Beth-hene = casa de los dátiles. Y esta de Juan puede, según algunos, significar «casa de la nave» (Bah-Aniyall), El Bautista recorrió toda la región del Jordán entre el lago de Galilea y el mar Muerto. El lugar preciso de esta Betania no es fácil determinarlo. No debía de distar mucho de la desembocadura del Jordán ni del actual puente Allenby. Buzy y Dalman la sitúan a ocho kilómetros norte del mar Muerto.
(DEL PÁRAMO S., La Sagrada Escritura, Evangelios, BAC Madrid 1964, I, p. 793-4.808-10)
P. Leonardo Castellani
El testimonio del Bautista
(Jn.1,19,28)
El evangelio del tercer Domingo de Adviento (Jn 1, 19), trae el segundo testimonio de Juan Bautista acerca de Jesucristo, el que dio a las autoridades religiosas oficiales.
Está puesto al principio del Evangelio del otro Juan después del solemne prefacio en que el Evangelista declara que “el Verbo era Dios”. Juan el Águila conecta su propio testimonio de que Cristo era Dios (objeto del cuarto Evangelio) con el testimonio de Juan el Lobo de que Cristo era el Mesías; completándolo.
Este testimonio del Bautista a los fariseos acerca de Cristo y de sí mismo, tuvo lugar más o menos en la mitad de su corta carrera, que fue más corta aun que la de Cristo. Juan sobrevino repentinamente como un meteoro, iluminó lo que tenía que iluminar, y se apagó bruscamente.
San Lucas tarja cuidadosamente el principio y el fin de su corta tarea, como si esos dos topes tuviesen notable importancia. Al principio de su misión predicó simplemente, aunque con fuerza extraordinaria “penitencia urgente porque el Tiempo llegó”. Sus oyentes sabían perfectamente qué cosa significaba “el Tiempo”, que era entonces objeto de las más ardientes discusiones: las Setenta Semanas de Daniel ya cumplidas, la esperanza de Israel y las Naciones a punto de realizarse, la plenitud de los tiempos.
A los que daban muestras de arrepentimiento de sus faltas –hasta confesarlas públicamente algunos– Juan los bautizaba por inmersión, advirtiéndoles que era bautismo “provisorio”, y les imponía una regla de conducta sencilla, tomada de la moral natural; porque para reconocer al Mesías había que disponerse, quitando las lagañas de los ojos interiores. Con esto, su trabajo estaba listo.
Sus imprecaciones contra el fariseísmo no empezaron sino después de la investigación oficial que narra el evangelio de hoy. Juan sabía perfectamente quiénes eran los fariseos –era de familia sacerdotal– sobre todo si fue essenio, como creemos; pero era como una onza de plata en rectitud y humildad; y lo mismo que Cristo, no iba a empezar su misión religiosa con un levante a las autoridades religiosas, que no es la manera de empezar de los santos; aunque a veces es la manera de acabar; y de que lo acaben a uno. Véase por ejemplo el acabamiento del filósofo Soren Kirkegor.
Cuando se presenta en el remanso solitario de Besch-Zedá una delegación de “sacerdotes y levitas” comisionados de Jerusalén, Juan los acoge con sencillez y sin descortesía; probablemente con reverencia incluso. Su nombre corría ya de boca en boca como de un varón extraordinario; las mujeres y algunos entusiastas se dejaban decir que era nada menos que “el Mesías”. ¿No se habían cumplido ya los Quinientos Años de Daniel? El Cotarro de Jerusalén –que en hebreo se llama Sam-Hedrim y en griego Synhedrio– aunque era propenso a despreciar, no podía pasarlo por alto; y así mandó tomarle declaración:
“–Tú ¿quién demonio eres?” –el diálogo entre el Bautizador y los delegados es altamente típico–. “Juan confesó y no negó, y confesó diciendo”… marca el Evangelista, indicando que se trataba de una “confesión” o declaración de conciencia, incluso quizá peligrosa. –Yo no soy el Mesías, dijo San Juan, leyéndoles las intenciones. –Entonces, declara quién eres ¿eres por si acaso Elías? –No soy Elías. –¿Eres Profeta? –No… La última réplica le salió seca.
Sin embargo Cristo, que no miente, dirá después que Juan era en cierto modo Elías, y que era el más grande de los Profetas. ¿Por qué negó Juan que era profeta? “Por fastidio hacia esa gente soberbia”, dirá Teofilacto. “Por humildad”, dirá el Crisóstomo. Pero la humildad nunca está reñida con la veracidad, “la humildad es la verdad”, dice Santa Teresa. Juan no negó que era profeta, Juan negó que era “el Profeta”… que estaba en la mente de los interlocutores. Llenos de bambolla y de ideas “nacionalistas”, ellos se figuraban un Mesías guerrero; y un Precursor Caudillo, por el estilo.
Ese profeta que ellos imaginaban, un Elías o un David, no era Juan. Era sin embargo más que David en su humilde estación y en su aspecto áspero y salvaje. Era el dedo que apuntaba a Cristo; y en ese sentido, metafóricamente, era también Elías.
Por mala comparación, es como si en la Argentina, pobre país que tantea en lo oscuro sin saber de dónde le vendrán el orden y la salud, surgiese un Manosanta capaz de ordenar, sanar y sacar adelante el país; y otro hombre capaz de abrirle camino en esta empresa milagrosa; porque las cosas grandes las hacen dos. Y entonces fueran los rosistas y los antirrosistas y le preguntaran al Precursor:
–¿Tú eres el Libertador?
–Yo no soy el Libertador.
–¿Eres el segundo Don Juan Manuel? –o Don Bernardino, ad libitum–
–No soy el segundo Don Juan Manuel.
–¿Eres caudillo, por lo menos?
–No soy el Caudillo.
–Entonces, ¿qué diablo eres?
–Yo soy un pobre argentino que hace lo que puede, nada más y nada menos que lo que Dios quiere de él; y eso más mal que bien…
Entonces lo despreciarían todos los politiqueros, no menos que la Curia Eclesiástica, y los grandes diarios. En otro plano, así respondió el Bautista.
“–Entonces ¿tú quién diablo eres, y a ver qué nos dices de ti mismo, para que llevemos Respuesta a los que nos envían…”. Era la conminación de la autoridad. Juan no se sustrae a ella:
“–Yo soy La-Voz-que-grita-en-el-Desierto” (una sola palabra en arameo, como si dijéramos Wuesterlictruiendestimme en alemán, “ése es mi nombre”…). El mundo en aquel tiempo, religiosamente hablando, era un desierto. Juan era una simple voz; pobre y potente voz, una voz casi sin cuerpo, un cuerpo humano hecho pura voz1.
“–¿Y qué grita esa voz?
–Grita: Preparad los caminos al Señor, como dijo Isaías Profeta. Nada más. “
Los fariseos lo despreciaron: era uno de tantos gritones más. Era un fanático de la revolución mesiánica. A la vista estaba que éste no iba a vencer a Pilato, ni a derribar a Herodes y a los herodianos. Políticamente, cero.
“–Entonces ¿cómo diablos bautizas, si no eres ni el Cristo, ni Elías ni el Profeta?”.
Gran idea tenían los judíos del bautismo; la misma que tenemos nosotros. Perdonar los pecados puede solamente Dios o aquel que lo representa; y ese lavacro con agua significa para ellos y nosotros la limpieza de las lacras morales.
Juan ya había bautizado a Cristo y había tenido la gran revelación del Espíritu acerca de él. “Aquel sobre el cual vieres descender en forma visible el Espíritu, Ese es.” Así que lanzó directa y decididamente su Testimonio, lo que tenía que anunciar, aquello para lo cual era nacido, a unos oídos taponados y no dignos de recibirlo:
“–Yo bautizo con agua; en medio Vuestro está Otro, que vosotros desconocéis, que bautizará con fuego. Ese es el que ha de venir después de mí, que fue hecho antes de mí. Ése es más grande que yo, y en tal medida, que yo no soy digno ni de atarle los cordones del calzado.”
Zás, aquí sí que la arreglamos –pensaron los fariseos–; éste es loco. Despreciaron a Juan y no aceptaron su bautismo precursorio, para mal de ellos, dice el Evangelio. Más tarde Cristo los pondrá en gran aprieto, refiriéndose justamente al bautismo de Juan.
Veamos el otro episodio paralelo a éste. En el Templo, en una de sus últimas contiendas con estos hipócritas engreídos, exigiéndole ellos, lo mismo que a Juan, declinase “con qué autoridad haces esas cosas”, respondió discretamente el Cristo:
“–Decidme vosotros antes, por favor: el bautismo de Juan ¿era de Dios o era [invención] de los hombres?”.
Se cortaron; porque vieron que si respondían era de Dios, reconocían que Cristo tenía veramente autoridad; y si decían era cosa de hombres fanáticos, temían la ira del pueblo. “No sabemos”, dijeron.
“–¡Entonces tampoco puedo deciros qué autoridad tengo yo!”.
Parece un truco hábil de los usados por los “contrapuntistas” palestinos; y una “respuesta de gallego”, que dicen los catalanes responden preguntando; y lo es en efecto. Pero es más que eso: es responder implícitamente a la pregunta: “Si Juan el Bautista tenía autoridad de Dios, yo tengo autoridad de Dios.” Era responder y no responder, que es lo que cumple con los malintencionados.
Con esta autoridad, el Precursor de Cristo comenzó desde entonces a denunciar a los fariseos, y a imprecarlos con la voz gorda; que es la única que quedaba para salvarlos, aunque tampoco los salvó por cierto. “Hijos de víboras, raza de serpientes, generación bastarda y adúltera ¿qué os habéis pensado? ¿Pensáis que habéis de poder huir de la ira de Dios que se aproxima?”. Juan denunció a los fariseos como los peores corruptores de la religiosidad; denuncia que había de retomar más tarde Jesucristo en pleno y en gran estilo.
Es la sífilis de la religión, y el peor mal que existe en el mundo. Es el pecado contra el Espíritu Santo”. Tanto que algún Santo Padre ha predicado que los únicos que van al infierno (es decir, que de hecho se condenan) son los fariseos; y que eso significaría el dicho de Cristo: ese pecado no tiene perdón en esta vida ni en la otra”, proposición que yo no suscribiría, porque realmente no sé en absoluto quiénes están de hecho en el Infierno, como pretendió saber Dante Alighieri. Ni nadie lo sabe. Recuerdo cuando yo estaba por hacerme cura, el párroco de mi pueblo, un piamontés nombrado Olessio, me dijo: “Apruebo tu determinación; pero te prevengo que el infierno está lleno de curas…” Ni él tampoco sabía nada, por cierto.
Tampoco sé si Juan el Bautista fue el santo más grande que ha existido, mayor que San Francisco, San Pablo y San José. Esa discusión no interesa.
Los jesuitas creen que el santo mayor es San Ignacio; los dominicos que fue Santo Domingo, los españoles que fue Santa Teresa; los franceses Juana de Arco, y en un pueblo andaluz que se llama Recovo de la Reina, cuyo patrono es San Pantaleón, creen que el santo mayor de la corte celestial es el
Glorioso San Pantaleón
Santazo de cuerpo entero
Y no como otros santitos
Que ni se ven en el suelo…
El Pae Polinar creía de buena fe, como narra Pereda, que los santos más grandes del mundo, después de Nuestra Señora, eran los Santos Mártires de Santander, Emerencio y Torcuato. Lo que interesa no es saber cual fue el santo más grande –todos son los más grandes cada uno en su línea, como todas las obras maestras–, sino llegar a contarse entre ellos, aunque sea como el más pequeño.
Juan el Bautista fue el santo más grande del Antiguo Testamento, pero el santo más chico del Nuevo Testamento es mayor que él, dijo Cristo, si quieren saberlo. Y con eso basta.
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 413-418)
Fulton Sheen
La única persona preanunciada
La historia está llena de hombres que pretendieron venir de Dios, o que eran dioses, o portadores de mensajes de parte de Dios, tales como Buda, Mahoma, Confucio, Cristo, Lao-tse millares de otros, y cada uno de ellos tiene derecho a que se le escuche y considere. Pero de la misma manera que se necesita una medida para las cosas que ha de medirse eternamente, es preciso también que haya algunas pruebas permanentes que puedan aplicarse a todos los hombres, a todas las civilizaciones y a todas las épocas, por medio de las cuales sea posible decidir si alguno de esos hombres que se presentaron con semejantes pretensiones, o acaso todos ellos, están justificados en lo que pretenden. Estas pruebas son de dos clases: la razón y la historia. La razón, porque es algo que todo el mundo posee, incluso los que carecen de fe; la historia, porque todo, el mundo la vive y precisa saber algo de ella.
La razón nos dice que si alguno de esos hombres vino realmente de Dios, lo mínimo que Dios hubiese podido hacer para apoyar su pretensión habría sido preanunciar su venida. Los fabricantes de automóviles dicen a sus clientes cuándo pueden esperar un nuevo modelo. Si Dios envió a alguien de parte de sí mismo, o si Él mismo vino con un mensaje de importancia vital para todos los hombres, parece razonable que primero hiciera saber a los hombres cuándo vendría su mensajero, cuándo nacería, dónde viviría, la doctrina que enseñaría, los enemigos que suscitaría, el programa que adoptaría para el futuro y la clase de muerte que le estaba destinada. Según la medida en que el mensajero se acomodara a estos anuncios, se podría juzgar la validez de sus pretensiones.
Además, la razón nos asegura que, si Dios no hizo tal cosa, nada podría evitar que algún impostor apareciese en la historia y dijera: “Vengo de Dios”, o “se me ha aparecido un ángel en el desierto y me dado este mensaje”. En tales casos no existiría ningún medio objetivo, histórico, de probar al mensajero. Sólo podríamos atenernos a su palabra, y, por supuesto, podría ser que se tratase de un impostor.
Si un visitante llegase de un país extranjero a Washington y dijera que es un diplomático, el gobierno le pediría su pasaporte y otros documentos que diera fe de que efectivamente representa a cierto gobierno. Sería preciso que sus papeles estuvieran fechados con anterioridad a su llegada. Si tales pruebas de identidad se piden a los delegados de otros países, la misma razón obliga a ciertamente a que así se haga con mensajeros que pretenden haber llegado de parte de Dios. A cada uno de ellos la razón le dice: “¿Qué registro existe, anterior a tu nacimiento, que nos hable de tu venida?”
Con esta prueba podemos tener una idea de la veracidad de todos estos hombres. Y en esta fase preliminar Cristo acredita su nacimiento. Buda no tuvo a nadie que preanunciase y su mensaje, o dijera el día en había de sentarse debajo del árbol. Confucio no tuvo registrado por escrito ningún sitio el nombre de su madre y el lugar donde había de nacer, ni tampoco ninguno de estos nombres fue dado a los hombres siglos antes de que él viniera al mundo, de suerte que, al llegar, la gente conociera que procedía de Dios. Pero en el caso de Cristo fue diferente. Debido a las profecías contenidas en el Antiguo Testamento, su venida no resultó un suceso inesperado. No hubo predicciones acerca de Buda, Confucio, Lao-tse, Mahoma o cualquier otro; pero sí acerca de Cristo. Otros vinieron simplemente y dijeron “Aquí estoy, creed en mí” Éstos, por tanto, eran solamente hombres en medio de hombres, y no lo divino en lo humano. Cristo fue el único que destacó de esta línea diciendo: “Investigad los escritos del pueblo Judío y la historia escrita de los babilonios, persas, griegos y romanos.” De momento, podemos considerar los escritos paganos, e incluso el Antiguo Testamento, sólo como documentos históricos, no como libros inspirados. […]
Juan el Bautista
Aquel misterioso silencio de treinta años fue interrumpido solamente por la breve escena del templo. Se estaba aproximando el momento en que tendría que pasar de la vida privada a la vida pública, pues este suceso estaba llamado a sacudir el mundo hasta sus cimientos, Lucas relaciona la aparición del heraldo de nuestro Señor, Juan el Bautista, con el reinado del tirano Tiberio, el emperador de Roma. Plinio, que más adelante, en calidad de historiador romano, habría de escribir acerca de Cristo, era a la sazón un niño de cuatro años. Vespasiano, que luego conquistaría Jerusalén junto con su hijo Tito, contaba diecinueve años. Una de las bodas más importantes de Roma fue, por aquel entonces, la de la hija de Germánico, que nueve años después daría a luz al gran perseguidor de los seguidores de Cristo: Nerón. En medio de la relativa romana,
Fue hecha revelación de Dios a Juan,
Hijo de Zacarías, en el desierto.
Lc. 3,2
Juan vivía en la soledad del desierto, vestido con piel de camello y un ceñidor de curo alrededor de la cintura. Su alimento consistía en langostas y miel silvestre. Esta vestidura era probablemente para que se pareciera a la de Elías, en cuyo espíritu Juan había de caminar delante de Cristo. Predicaba la mortificación y la practicaba.
Habiendo de preparar el camino a Cristo, era preciso también que evocara una conciencia penitente del pecado. Juan era un riguroso asceta, movido por la profunda convicción del pecado que existe en el mundo. La substancia del mensaje que daba a los soldados, a los funcionarios públicos y a quienquiera que le escuchara, era: “Arrepentíos.” La primera advertencia que se hace en el Nuevo Testamento dice a los hombres que es preciso que cambien de vida. Los saduceos tienen que dejar su mundanidad, los fariseos su hipocresía y la pretensión de ser justos; todo el que llega ante Cristo ha de arrepentirse.
Teniendo a su país bajo el yugo romano, para Juan habría resultado un medio más seguro de hacerse popular si hubiera prometido que aquel cuya venida anunciaba sería un libertador político. Éste habría sido un método propio de los hombres; pero, en vez de convocar a las armas, Juan hacía un llamamiento de reparación por los pecados. Y aquellos que pretenden descender de Abraham no deben jactarse de ello, ya que, si Dios quisiera, podría suscitar hijos de Abraham incluso de las mismas piedras:
¡Linaje de víboras!, ¿Quién os sugirió
Sustraeros de la cólera venidera?
Dad, pues, frutos dignos del arrepentimiento;
Y no digáis a vosotros mismos: “tenemos por padre a Abraham”
Porque yo os digo que Dios puede de estas piedras
Hacer surgir hijos de Abraham.
Lc. 3, 7-9
Muchos siglos antes, Isaías había predicho que el Mesías vendría precedido por un mensajero.
He aquí, yo envío mi mensajero delante de tu faz,
Para preparar tu camino.
Una voz clama en el desierto:
Preparad el camino del Señor,
Alisad sus senderos.
Mc. 1, 2-4
Unos tres siglos después de Isaías, Malaquías profetizó que el heraldo prometido por Isaías aparecería en el espíritu de Elías.
He aquí que os voy a enviar a Elías profeta
Mal, 4,5
Ahora, transcurridos varios siglos, apareció en el desierto este gran hombre, que llevaba el mismo género de vida que Elías.
En todos los países, cuando un jefe de un gobierno desea visitar otro gobierno, envía mensajeros “delante de su faz” Así, Juan el Bautista fue enviado a preparar el camino de Cristo, a anunciar las condiciones de su reino y de su gobierno. A pesar de las profecías que se hicieron acerca de él, Juan negó que fuese el Mesías, y dijo que solamente era:
Una voz que clama en el desierto.
Jn 1, 23
Incluso antes de que encontrara al Mesías, que era su propio primo, anunció la superioridad de Cristo:
He aquí que viene detrás de mí el que es más poderoso que yo,
Y yo no soy digno de inclinarme a sus pies
Para desatar la correa de sus zapatos.
Mc. 1,7
Juan se consideraba indigno de desatar las correas de los zapatos de nuestro Señor, pero nuestro Señor le habría de superar en humildad, ya le lavaría los pies a los apóstoles. La grandeza de Juan consistía en el hecho de que le había sido dado el privilegio de correr delante del Rey e ir anunciando: “Cristo ha venido”.
Juan usaba símbolos al mismo tiempo que palabras. El símbolo principal de quitar lavando el pecado era el de lavar mediante el agua. Juan había estado bautizando en el Jordán como prenda de arrepentimiento, pero sabía que su bautismo y el que más adelante habría de conferir el mismo Cristo eran diferentes. Hablando de esto último, decía:
Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.
Mt, 3,11
(Mons. Fulton Sheen. Vida de Cristo. Ed. Herder, Barcelona, 1996, p. 13-14.54ss)
1Algunas Biblias modernas puntúan diferentemente la frase del Bautista, en esta forma: “Yo soy la voz que grita: “En el desierto preparad los caminos”., etcétera” (Nota del Pbro. Villaamil).
P. Lic. Ervens Mengelle, I.V.E.
La voz que testimonia
Decíamos el domingo pasado que el evangelio que leeremos este año, el escrito por san Marcos, nos empuja a considerar el misterio de Cristo (cf. Mc 1,1: evangelio de Jesús Cristo, Hijo de Dios). Y también recordábamos que no es un encuentro al que se llega por simple mediación humana: es una revelación.
1 – El más grande de los Profetas
De allí que se hace indispensable para acceder a este misterio, acudir a quienes han recibido una gracia particular en este orden, acudir a los testigos de Dios, a aquellos hombres que, por gracia y misión especial concedida por Dios, tuvieron a cargo el ir disponiendo las cosas para hacer posible la realización del misterio al llegar la plenitud de los tiempos: “La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos… anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel…” (522).
Entre los profetas, quien merece una mención especial y un puesto particular es Isaías, ya que él, con sus profecías, preparó de manera única al pueblo elegido para la llegada del Mesías. Tantas y de tal importancia son las profecías de Isaías, que san Jerónimo lo llama “el quinto evangelista”. Es por estas razones que Isaías es, por decirlo así, la lectura preferida de la Iglesia durante este tiempo de preparación para la Navidad que se llama Adviento. Básicamente todas las primeras lecturas, domingos o días feriales, son tomadas del libro del profeta Isaías.
Pero, acercándose el tiempo de la venida de Cristo en persona, Dios puso un hombre semejante a los profetas que no sólo anunció esa venida, sino que señaló directamente al Mesías. El catecismo recoge las referencias de los evangelios respecto de Juan Bautista en un par de números: “Vino un hombre enviado por Dios y su nombre era Juan… San Juan Bautista es el precursor inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino… En Juan el Precursor, el Espíritu Santo culmina la obra de preparar al Señor un pueblo bien dispuesto… Juan es más que un profeta. Profeta del Altísimo, sobrepasa a todos los profetas, de los que es el último, e inaugura el Evangelio… En él, el Espíritu Santo termina el hablar por los profetas. Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías… el Espíritu colma así las indagaciones de los profetas y el ansia de los ángeles… con Juan Bautista, el Espíritu Santo, inaugura, prefigurándolo, lo que realizará con y en Cristo…” (cf. 523.717-720).
2 – Tú ¿quién eres?
Los judíos estaban a la espera del Mesías, sabían que de un momento a otro debía llegar. De allí que, cuando apareció este extraño sujeto, Juan Bautista, enviaran a preguntarle quién era, como lo hemos oído del mismo evangelio de san Juan. Es digna de atención la respuesta que él, en persona, da, o sea lo que él piensa de sí mismo.
Preguntado quién era él, podría haber dicho tantas cosas. Él es el nacido sin pecado puesto que fue santificado en el seno de su madre, Santa Isabel, cuando la Virgen, ya embarazada, la visitó. Él es el penitente vestido de piel de camello que se alimenta de langostas y miel silvestre, llevando una vida de penitencia y oración en preparación para la alta misión que debía llevar a cabo. Él es el que arrastra a las muchedumbres, que acudían a donde él estaba bautizando, en multitudes prácticamente incontables. Él es el que es más que profeta, como el mismo Jesucristo se dignó cualificarlo, añadiendo a continuación que es el mayor entre los nacidos de mujer.
Todo esto es verdad, pero nada de esto considera Juan. Lo único que él señala, lo que a él personalmente le interesa, lo que él pone de relieve, en una palabra lo que a él lo define es su relación con Jesucristo: Yo soy la voz del que clama en el desierto… ¿Qué cosa hay más efímera y pasajera que una voz? Un momento y desapareció…
Juan fue un penitente extraordinario, pero no vino para ser modelo de penitente. Juan vivió en oración, apartado, pero no vino para ser modelo de contemplativo. Su oficio era gritar al Verbo. Dice san Agustín: “Juan era la voz; pero el Señor era la palabra que existía al comienzo de las cosas. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio. Suprime la palabra y ¿qué es la voz? Donde falta la idea no hay más que un sonido. La voz sin la palabra entra en el oído, pero no llega al corazón” (Serm 293,3, PL 38,1328).
3 – Juan, el Testigo
Su oficio, que él señaló como ser voz, es señalado en el evangelio también con otro término. Juan, como acabamos de escuchar en el evangelio, fue enviado por Dios y con una misión específica: vino como testigo, para dar testimonio.
San Juan Evangelista, que fue discípulo de san Juan Bautista (cf. Jn 1,35-39), subraya esto fuertemente: no era él la luz sino quien debía dar testimonio de la Luz… vino para dar testimonio de la Luz, para que todos creyeran por él (cf. Evangelio)
Su testimonio reviste un carácter solemne, según se puede apreciar por la manera en que está armado el texto griego original. Dice así: confesó y no (re)negó y confesó. Como vemos, es una fórmula triple, lo cual quiere decir que estamos en presencia de una declaración solemne. ¿Declaración solemne de qué? Los verbos griegos son claros: homologéo significa hacer una confesión de fe; arnéomai significa negar algo, lo cual en este contexto (donde se habla de testimonio y de confesión de fe) debe entenderse como renegar de la fe, apostatar. O sea, lo que Juan Bautista brinda es una declaración solemne de fe. Fórmula triple, o sea, inmutable.
Este testimonio tiene además un carácter particular porque no fue dado ante un grupo cualquiera de personas, sino ante un grupo cualificado. Incluso más, fue dado ante una embajada oficial, ya que los que le preguntan a Juan son sacerdotes y levitas enviados desde Jerusalén, es decir, personas oficialmente enviadas por quien era en ese momento la máxima autoridad religiosa del mundo judío, o sea la máxima autoridad en el ámbito de la Revelación, la que estaba en el Templo de Jerusalén.
En síntesis, el testimonio de Juan no tiene un simple valor jurídico, proclamado ante los enviados oficiales de las autoridades de Jerusalén, sino que tiene un valor todavía mayor, un valor teológico. Él no está intentando simplemente defenderse, sino que su testimonio tiene origen en una visión de fe y tiende a suscitar la fe en los hombres.
Este es el testimonio, afirmación solemne y con carácter oficial, tanto por el origen que tiene (o sea, Dios que lo envió), como por las personas ante quien lo brinda (a saber, los enviados oficiales de las autoridades judías). Su testimonio será posteriormente reafirmado y ampliado: Yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: “Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu santo. Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios (Jn 1,33-34)
4 – Conclusión
Testigo de Cristo, porque, al decir de San Agustín: “Omnis homo annuntiator Verbi, vox Verbi est” (Todo hombre que anuncia al Verbo, es voz del Verbo, Serm 288,4), san Juan es un modelo de lo que debe ser nuestra propia actitud. Este testimonio de Cristo o esta enseñanza o muestra de Cristo es el centro mismo de la actividad evangelizadora de la Iglesia y, en consecuencia, de todo cristiano: “en la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a Él; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca… La constante preocupación de todo catequista debe ser la de hacer pasar, a través de la propia enseñanza y el propio comportamiento, la doctrina y la vida de Jesús” (Catechesi Tradendae 6; cf. 427).
Para poder llegar a vivir esto como lo vivió san Juan de manera especial, es necesario que exista en nosotros un ardiente deseo, una auténtica ambición por lograr obtener ese tesoro que es Cristo. Es lo que da a entender el catecismo cuando dice: “El que está llamado a enseñar a Cristo debe por tanto, ante todo, buscar esta ganancia sublime que es el conocimiento de Cristo” (428)
Pidamos a María Santísima que ella nos enseñe a mantener siempre vivo y ardiente el deseo de llegar a poseer ese tesoro y de dar testimonio de Él, de que cada uno de nosotros llegue a ser también “annuntiator Verbi”
San Alberto Hurtado
La humildad
I. La humildad
El fundamento de la humildad es la verdad… Es sierva de la verdad, y la Verdad es Cristo. El Principio y fundamento: ¿Quién es Dios y quién soy yo? Dios es la fuente de todo ser y de toda perfección. ¿Y yo?… De mí, cero.
Humildad en mis relaciones con Dios. Como consecuencia, debo estar totalmente entregado en cualquier oficio, a cualquier hora, sin excusas ni murmuraciones, ni disgustos, ni rebeliones interiores contra los planes de la Providencia sobre mi salud o el fracaso en una obra. El Señor quiere sellar el mundo con la Cruz.
Servir de la manera más natural, como algo que cae de su peso, sin que nunca le parezca que ya es tiempo de descanso… a toda hora, a cualquiera, aún a los antipáticos… No he venido a ser servido sino a servir (cf. Mt 20,28). Póngale no más… Lo único que puede excusarme es el mejor cumplimiento de otro servicio.
¡Qué gran santidad! Siempre con una sonrisa… De la mañana a la noche en actitud de decir sí; y si es a media noche, también, sin quejarme, sin pensar que me han tomado para el tandeo… porque os tomarán, porque son pocos los comodines.
Humildad con mis superiores: Que me manden lo que quieran, cuando y como quieran. No se me pasará por la cabeza el criticarlos por criticarlos. Si a veces es necesario exponer una conducta para consultar, para desahogarme, para formarme criterio, que sea con una persona prudente, en reserva, y jamás en recreo o delante de personas imprudentes o como un desahogo de pasión.
Humildad con mis hermanos: Bueno, cariñoso, ayudador, alegrador, sirviéndolos porque Cristo está en ellos. Cuanto hicisteis a unos de estos, a mí me lo hicisteis (cf. Mt 25,40). Lo del vaso de agua. Si abusan, tanto mejor, es Cristo quien aparentemente abusa. Tanto mejor, mientras yo pueda. No sacar a relucir las faltas. Respeto a todos; si tengo una opinión expóngala humildemente, respetando otras maneras de ver. Nada más cargante que los dogmatismos.
Humildad conmigo: Es la verdad. ¿Qué tengo, Señor, que tú no me lo hayas dado? ¿qué sé…?, ¿qué valgo…? A la hora que el Señor me abandone, viene el derrumbe. Reconocer mis bienes: son gracia.
II. Las humillaciones
Aceptar las humillaciones, no buscarlas (a menos inspiración y bajo obediencia). Benditas humillaciones: uno de los remedios más eficaces. Son instructivas: nos ponen en la verdad sobre nosotros.
La humillación ensancha: nos hace más capaces de Dios. Nuestra pequeñez y egoísmo achica el vaso. Cuando nos va bien, nos olvidamos; viene el fracaso y siente uno que necesita a Dios.
La humillación pacifica: La mayor parte de nuestras preocupaciones son temores de ser mal tratados, poco estimados. La humillación nos hace ver que Dios nos trata demasiado bien.
La humillación nos configura a Cristo: la gran lección de la Encarnación: Se vació a sí mismo, se anonadó; poneos a mi escuela que soy manso y humilde. Nadie siente tanto la pasión de Cristo como aquél a quien acontece algo semejante.
Pero condiciones: La humillación ha de ser cordialmente aceptada, apaciguarse cuando llega, ponerse en presencia de Dios. Olvidar los hombres por quienes nos llega y la forma cómo llega… eso hace trabajar la sensibilidad y no penetrará la lección divina. Aceptar las humillaciones merecidas, que nos muestren nuestras lagunas, faltas y fracasos. Aceptar las confusiones inmerecidas, ellas no lo son nunca del todo. Tenemos cuenta abierta con Dios, somos siempre los deudores. Por una vez que somos humillados sin razón, 20 en que no lo fuimos y talvez fuimos alabados. Lo mejor es callarse y alegrarse cuando no hay una razón apostólica de hablar. El ansia de crecer en santidad: ojo porque es peligrosa si es con ansia. Que Él crezca, que Él sea Grande.
La falsa humildad que es pusilanimidad y miedo al fracaso: salir de nosotros. Hablar, actuar como si tuviéramos seguridad. Pensar menos en nosotros y más en Él. Hacernos un alma grande, magnánima. Pedirlo al Señor.
(San Alberto Hurtado, Un disparo a la eternidad, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago, 2002, pp. 187-189)
San Juan Crisóstomo
La malicia de los fariseos y la humildad de Juan Bautista
(Homilía XVI)
Este es el testimonio de Juan, cuando los judíos le enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas para preguntarle:¿Quién eres tú? (Juan 1, 19).
GRAVE COSA ES la envidia, carísimos; grave cosa es, pero no para los envidiados, sino para los que envidian. A éstos, antes que a nadie, es a quienes daña; a éstos destroza antes que a nadie, pues llena su ánimo de un como mortífero veneno. Si daña en algo a los envidiados, el daño es pequeño y de nonada, puesto que les acarrea una ganancia mayor que el daño. Y no sólo en la envidia, sino también en los demás vicios, quien recibe el daño no es el que sufre el mal, sino el que lo causa. Si esto no fuera así, no habría Pablo ordenado a los discípulos sufrir las injurias antes que perpetrarlas, cuando dice: ¿Por qué no más bien toleráis el atropello? ¿Por qué no más bien sufrís el despojo?1 Sabía perfectamente que en todo caso la ruina sería no para el que sufre el mal, sino para el que lo causa.
Todo esto lo he dicho a causa de la envidia de los judíos. Los que de las ciudades habían concurrido y arrepentidos confesaban sus pecados y se bautizaban, movidos a penitencia, envían a algunos que le pregunten: ¿Tú quién eres? Verdadera estirpe de víboras; serpientes y más que serpientes si hay algo más. Generación mala, adúltera y perversa. Tras de haber recibido el bautismo, ahora ¿preguntas e inquieres con vana curiosidad quién sea el Bautista? ¿Habrá necedad más necia que ésta? ¿Habrá estulticia más estulta? Entonces ¿por qué salisteis a verlo? ¿Por qué confesasteis vuestros pecados? ¿Por qué corristeis a que os bautizara? ¿Para qué le preguntasteis lo que debíais hacer? Precipitadamente procedisteis, pues no entendíais ni el origen ni de qué se trataba.
Pero el bienaventurado Juan nada de eso les echó en cara, sino que les respondió con toda mansedumbre. Vale la pena examinar por qué procedió así. Fue para que ante todos quedara patente la perversidad de ellos. Con frecuencia Juan dio ante ellos testimonio de Cristo; y al tiempo en que los bautizaba muchas veces les hacía mención de Cristo y les decía: Yo os bautizo en agua. Mas el que viene en pos de mí es más poderoso que yo. Él os bautizará en el Espíritu Santo y fuego.2 Pensaban ellos acerca de Juan algo meramente humano. Procurando la gloria mundana, y no mirando sino a lo que tenían ante los ojos, pensaban ser cosa indigna de Juan el ser inferior a Cristo.
Ciertamente muchas cosas recomendaban a Juan. Desde luego el brillo de su linaje, pues era hijo de un príncipe de los sacerdotes. En segundo lugar, la aspereza en su modo de vivir. Luego, el desprecio de todas las cosas humanas, pues teniendo en poco los vestidos, la mesa, la casa, los alimentos mismos, anteriormente había vivido en el desierto, Cristo en cambio era de linaje venido a menos, como los judíos con frecuencia se lo echaban en cara diciendo: ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama María su madre, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?3 Y la que parecía ser su patria de tal manera era despreciable que aun Natanael vino a decir: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? Añadíase el género de vida vulgar y el vestido ordinario. No andaba ceñido con cinturón de cuero ni tenía túnica de pelo de camello, ni se alimentaba de miel silvestre y de langostas, sino que su comida era de manjares ordinarios, y se presentaba incluso en los convites de publicanos y hombres pecadores para atraerlos.
No entendiendo esto los judíos, se lo reprochaban, como Él mismo lo advirtió: Vino el Hijo del hombre que come y bebe y dicen: Ved ahí a un hombre glotón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores4. Pues como Juan con frecuencia remitiera a quienes se le acercaban de los judíos a Cristo, el cual a ellos les parecía inferior a Juan; y éstos avergonzados y llevándolo a mal, prefirieran tener como maestro a Juan, no atreviéndose a decirlo abiertamente, lo que hacen es enviarle algunos de ellos, esperando que por medio de la adulación lo obligarían a declarar ser él el Cristo.
Y no le envían gente de la ínfima clase social, como a Cristo, cuando querían cogerlo en palabras —pues en esa ocasión le enviaron unos siervos y luego unos herodianos, gente de esa misma clase—, sino que le envían sacerdotes y levitas; y no sacerdotes cualesquiera, sino de Jerusalén, o sea, de los más honorables —pues no sin motivo lo subrayó el evangelista—. Y los envían para preguntarle: ¿Tú quién eres? El nacimiento de Juan había sido tan solemne que todos decían: Pues ¿qué va a ser este niño?5 Y se divulgó por toda la región montañosa. Y cuando se presentó en el Jordán, de todas las ciudades volaron a él; y de Jerusalén y de toda Judea iban a él para ser bautizados. De modo que los enviados preguntan ahora no porque ignoren quién es —¿cómo lo podían ignorar, pues de tantos modos se había dado a conocer?—, sino para inducirlo a confesar lo que ya anteriormente indiqué.
Oye, pues, cómo este bienaventurado responde, no a la pregunta directamente, sino conforme a lo que ellos pensaban. Le preguntaban: ¿Tú quién eres? y él no respondió al punto lo que convenía responder: Soy la voz que clama en el desierto6, sino ¿qué? Rechaza lo que ellos sospechaban. Pues preguntado: ¿Tú quién eres?, dice el evangelista: Lo proclamó y no negó la verdad y declaró: Yo no soy el Cristo. Observa la prudencia del evangelista. Tres veces repite la afirmación, para subrayar tanto la virtud del Bautista como la perversidad de los judíos.
Por su parte Lucas dice que como las turbas sospecharan si él sería el Cristo, Juan reprimió semejante sospecha. Deber es éste de un siervo fiel: no sólo no apropiarse la gloria de su Señor, sino aun rechazarla si la multitud se la ofrece. Las turbas llegaron a semejantes sospechas por su ignorancia y sencillez; pero los judíos, como ya dije, le preguntaban con maligna intención, esperando obtener de sus adulaciones la respuesta que anhelaban. Si no hubieran intentado eso, no habrían pasado tan inmediatamente a la siguiente pregunta; sino que, indignados porque él no respondía según el propósito que traían, le habrían dicho: ¿Acaso nosotros hemos sospechado eso? ¿Venimos por ventura a preguntarte eso que dices? Pero cogidos en su misma trampa, pasan a otra pregunta.
¿Entonces qué? ¿Eres tú Elías? Y él les respondió: No soy. Porque ellos esperaban la venida de Elías, como lo indicó Cristo. Pues cuando los discípulos le preguntaron: ¿Cómo es que los escribas dicen que antes debe venir Elías? Él les respondió: Elías, cierto, ha de venir y lo restaurará todo7. Luego los judíos preguntan a Juan: ¿Eres tú el profeta? Y respondió: ¡No! Y sin embargo era profeta. Entonces ¿por qué lo niega? Es que de nuevo atiende al pensamiento de los que preguntan. Esperaban éstos que había de venir un gran profeta, pues Moisés había dicho: Os suscitará un profeta el Señor Dios de entre vuestros hermanos, como yo, al cual escucharéis8. Se refería a Cristo. Por eso no le preguntan: ¿Eres un profeta? es decir, uno del número de los profetas, sino que ponen el artículo, como si dijeran: ¿Eres tú aquel profeta? Es decir el anunciado por Moisés. Y por esto Juan negó ser aquel profeta, pero no negó ser profeta.
Insistiéronle: ¿quién eres, pues? Dínoslo, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo? Observa cómo se empeñan e instan y no desisten; y cómo Juan, una vez descartadas las falsas opiniones, establece la verdad. Pues dice: Yo soy la voz del que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como lo dijo el profeta Isaías. Pues había proclamado algo grande y excelente acerca de Cristo, atemperándose a la opinión de ellos se refugia en el profeta Isaías y por aquí hace creíbles sus palabras. Y dice el evangelista: Los que se le habían enviado eran algunos de los fariseos. Y le preguntaron y dijeron: ¿Cómo, pues, bautizas, si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el Profeta?
¿Ves por aquí cómo no procedí yo a la ligera cuando afirmé que ellos querían inducirlo a la dicha confesión? Al principio hablaron así para no ser entendidos de todos. Pero después, como Juan afirmó: No soy el Cristo, enseguida, para encubrir lo que en su interior maquinaban, recurrieron a Elías y al Profeta. Y cuando Juan les dijo que no era ni el uno ni el otro, dudosos, pero ya abiertamente, manifiestan su dolo y le dicen: Entonces ¿cómo es que bautizas si no eres el Cristo? Pero de nuevo encubriendo su pensamiento recurren a Elías y al Profeta. Pues no pudieron vencer al Bautista por la adulación, creyeron que lo lograrían mediante la acusación, para que confesara lo que ellos anhelaban, y que no era verdad.
¡Oh locura, oh arrogancia y curiosidad extemporánea! Se os ha enviado para saber de Juan de dónde sea y de quién es. Y ahora vosotros ¿le pondréis leyes? Porque tales palabras eran propias de quienes lo quieren obligar a que confiese ser Cristo. Y sin embargo, tampoco ahora muestra indignación; ni, como parecía convenir, exclamó algo parecido a esto: ¿Me ponéis mandato y me fijáis leyes? Sino que de nuevo manifiesta suma moderación. Pues les dice. Yo bautizo con agua; pero en medio de vosotros está ya el que vosotros no conocéis, Ese es el que ha de venir en pos de mí, el que existía antes que yo y del cual no soy digno de desatar la correa de sus sandalias.
¿Qué pueden oponer a esto los judíos? La acusación contra ellos por aquí se torna irrefutable; su condenación no tiene perdón que la pueda apartar; contra sí mismos han pronunciado la sentencia. ¿Cómo y en qué forma? Tenían a Juan como digno de fe y tan veraz, que se le debía creer no solamente cuando diera testimonio de otros, sino también cuando lo diera acerca de sí mismo. Si no hubieran pensado así de él, nunca le habrían enviado quienes le preguntaran acerca de sí mismo. Sabéis bien vosotros que nadie da crédito a quienes hablan de sí mismos, sino cuando se les tiene por sumamente veraces. Y no es esto sólo lo que les cierra la boca, sino además el ánimo con que lo acometieron.
Se acercaron a Juan con sumo anhelo, aunque luego cambiaron: Ambas cosas significó Cristo cuando dijo: Juan era una antorcha que brillaba y ardía; y a vosotros os plugo regocijaros momentáneamente con su llama9. La respuesta de Juan le procuraba todavía una mayor credibilidad. Pues dice Cristo: El que no busca su gloria es veraz y en él no hay injusticia10. Juan no la buscó, sino que los remitió a Cristo. Y los que le fueron enviados eran de los más dignos de fe y principales entre ellos, de modo que no les quedara excusa o perdón por no haber creído en Cristo.
¿Por qué no creéis a lo que Juan afirmaba de Cristo? Enviasteis a vuestros principales. Por boca de ellos vosotros interrogasteis. Oísteis lo que respondió el Bautista. Los enviados desplegaron todo su empeño, toda su diligencia, y todo lo escrutaron, y trajeron al medio a todos los varones de quienes tenían sospecha que fuera Juan. Y sin embargo éste con toda libertad les respondió y confesó no ser el Cristo, ni Elías, ni el famoso Profeta. Y no contento con esto, declaró quién era él y habló de la naturaleza de su bautismo, afirmando ser humilde y poca cosa y que, fuera del agua, ninguna virtud tenía, y proclamó la excelencia del bautismo instituido por Cristo. Trajo además el testimonio del profeta Isaías, proferido mucho antes y en el que al otro lo llamaba Señor y a Juan siervo y ministro.
¿Qué más habían de esperar? ¿Qué faltaba? ¿Acaso no únicamente que creyeran a aquel de quien Juan daba testimonio, y lo adoraran y lo confesaran como Dios? Y que semejante testimonio no procediera de adulación, sino de la verdad, lo comprobaban las costumbres y la prudencia y demás virtudes del testificante. Lo cual era manifiesto, pues nadie hay que prefiera al vecino a sí mismo, ni que ceda a otro el honor que puede él apropiarse, sobre todo tratándose de tan gran honor. De modo que Juan, si Cristo no fuera verdaderamente Dios, jamás habría proferido tal testimonio. Si rechazó aquel honor porque inmensamente superaba a lo que él era, ciertamente nunca habría atribuido tal honor a otro que le fuera inferior.
En medio de vosotros está ya el que vosotros no conocéis. Habló así Juan porque Cristo, como era conveniente, se mezclaba con el pueblo y andaba como uno de los plebeyos, porque en todas partes daba lecciones de despreciar el fausto y las pompas y vanidades. Al hablar aquí Juan de conocimiento, se refiere a un conocimiento perfecto acerca de quién era Cristo y de dónde venía. Lo otro que dice Juan y lo repite con frecuencia: Vendrá después de mí, es como si dijera: No penséis que con mi bautismo ya está todo perfecto. Si lo estuviera, nadie vendría después de mí a traer otro bautismo nuevo. Este mío no es sino cierto modo de preparación. Lo mío es sombra, es imagen. Se necesita que venga otro que opere la realidad. De modo que la expresión: Vendrá en pos de mí declara la dignidad del bautismo de Cristo. Pues si el de Juan fuera perfecto, no se buscaría otro además.
Es más poderoso que yo. Es decir más honorable, más esclarecido. Y luego, para que no pensaran que esa superioridad en la excelencia la decía refiriéndose a sí mismo, quiso declarar que no había comparación posible y añadió: Yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias. De modo que no solamente ha sido constituido superior a mí, sino que las cosas son tales que no merezco que se me cuente entre los últimos de sus esclavos; puesto que desatar la correa del calzado es el más bajo de los servicios. Pues si Juan no es digno de desatar la correa, Juan, mayor que el cual no ha nacido nadie de mujer ¿en qué lugar nos pondremos nosotros? Si Juan, que era superior a todo el mundo (pues dice Pablo: De los que el mundo no era digno11), no se siente digno de ser contado entre los últimos servidores de Cristo, ¿qué diremos nosotros, cargados de tantas culpas y que tan lejos estamos de Juan en las virtudes cuanto la tierra dista del cielo?
Juan se declara indigno de desatar la correa de su calzado. Pero los enemigos de la verdad se lanzan a tan grande locura que afirman conocer a Cristo como Él se conoce. ¿Qué habrá peor que semejante desvarío? ¿Qué más loco que semejante arrogancia? Bien dijo cierto sabio: El principio de la soberbia es no conocer a Dios12. No habría sido destronado el demonio, ni convertido en demonio aquel que antes no lo era, si no hubiera enfermado con esta enfermedad. Esto fue lo que lo derribó de su antigua amistad con Dios; esto lo arrojó a la gehenna; fue para él cabeza y raíz de todos los males. Este vicio echa a perder todas las virtudes: la limosna, la oración, el ayuno y todas las demás. Dice el sabio: El soberbio entre los hombres, es impuro delante de Dios.
No mancha tanto al hombre ni la fornicación ni el adulterio, cuanto lo mancha la soberbia. ¿Por qué? Porque la fornicación, aun cuando sea indigna de perdón, sin embargo puede alguno poner como pretexto la furia de la pasión. Pero la arrogancia no tiene motivo alguno ni pretexto por el cual merezca ni sombra de perdón. Porque no es otra cosa que una subversión de la mente: enfermedad gravísima nacida de la necedad. Pues nada hay más necio que un hombre arrogante, aun cuando sea opulentísimo; aun cuando esté dotado de suma sabiduría humana; aunque sea sumamente poderoso; aunque haya logrado todas cuantas cosas parecen deseables a los hombres.
Si el infeliz y miserable que se ensoberbece de los bienes verdaderos pierde la recompensa de todos ellos, el que se enorgullece de los bienes aparentes y que nada son; el que se hincha con la sombra y la flor del heno, o sea con la gloria vana ¿cómo no será el más ridículo de los hombres? Porque no hace otra cosa que el pobre y el mendigo que pasa la vida consumido de hambre, pero se gloría de haber tenido un ensueño placentero. Oh infeliz y mísero que mientras tu alma se corrompe con gravísima enfermedad, sufriendo de pobreza suma, tú andas ensoberbecido porque posees tantos más cuantos talentos de oro y tantas más cuántas turbas de esclavos. Pero ¡si esas cosas no son tuyas! Y si a mí no me crees, apréndelo por la experiencia de otros ricos. Si a tanto llega tu embriaguez que con esos ejemplos no quedes enseñado, espera un poco y lo sabrás por propia experiencia. Todo eso de nada te servirá cuando entregues el alma; y sin que puedas ser dueño de una hora ni de un minuto, todo lo abandonarás contra tu voluntad a los que se hallan presentes; y con frecuencia serán aquellos a quienes tú menos querrías abandonarlo.
A muchísimos ni siquiera se les ha concedido disponer de sus bienes, sino que se murieron repentinamente, al tiempo preciso en que anhelaban disfrutarlos. No se les concedió, sino que arrastrados y violentamente arrancados de la vida, los dejaron a quienes en absoluto no querían dejarlos. Para que esto no nos acontezca, ahora mismo, mientras la salud lo permita, enviémoslos desde aquí a nuestra patria y ciudad. Solamente allá podremos disfrutar de ellos y no en otra parte alguna: así los pondremos en sitio segurísimo. Porque nada ¡no! nada puede arrebatarlos de ahí: ni la muerte, ni el testamento, ni la sucesión hereditaria, ni los defraudadores, ni las asechanzas: quien de aquí allá vaya llevando grande cantidad de bienes, disfrutará de ellos perpetuamente.
¿Quién será, pues, tan mísero que no anhele gozar delicias con sus dineros eternamente? ¡Transportemos nuestras riquezas, coloquémoslas allá! No necesitaremos de asnos ni de camellos ni de carros ni de naves para ese transporte: Dios nos libró de semejante dificultad. Solamente necesitamos de los pobres, de los cojos, de los ciegos, de los enfermos. A ellos se les ha encomendado semejante transporte. Ellos son los que transfieren las riquezas al cielo. Ellos son los que conducen a quienes tales riquezas poseen a la herencia de los bienes eternos. Herencia que ojalá nos acontezca a todos conseguir, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual sea al Padre la gloria, juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos.—Amén.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan, Homilía XVI (XV), Tradición Mexico 1981, p. 128-36)
1 1 Co 6, 7
2 Mt 3, 11
3 Mt 13, 55
4 Mt 11, 19
5 Lc 1, 66
6 Jn 1, 23
7 Mt 17, 10
8 Dt 18, 15
9 Jn 5, 35
10 Jn 7, 18
11 He 11, 38
12 Sir 10, 14
III Domingo de Adviento – CICLO B
17 de diciembre de 2023 (Gaudete)
Entrada:
Hoy es el tercer domingo de Adviento, llamado tradicionalmente domingo “Gaudete”, Que esta alegría, anuncio de la alegría de la Navidad ya próxima, impregne el corazón de cada uno de nosotros y todos los ámbitos de nuestra existencia.
Primera Lectura:
El espíritu del Señor envía al profeta Isaías como evangelizador de los pobres y consolador de los afligidos.
Segunda Lectura:
El apóstol san Pablo nos exhorta a conservarnos irreprochables en todo nuestro ser, hasta la venida del Señor.
Evangelio:
La misión de Juan el Bautista consiste en allanar el camino del Señor.
Preces:
Hermanos, oremos por nuestras necesidades al Padre, que en Jesucristo cumplió las amorosas y fieles promesas hechas a David.
A cada intención respondemos…:
– Por las intenciones del Santo Padre, especialmente para que frente a la creciente expansión de la cultura de la muerte, la Iglesia por medio de sus actividades apostólicas y misioneras, promueva la cultura de la vida. Oremos.
– Por los frutos de este tiempo de Adviento, para que la búsqueda de Dios y la sed de verdad lleven a todos los hombres al encuentro con el Señor. Oremos.
– Por los países azotados por la guerra, y para que los responsables comprendan que la libertad religiosa es fundamental para la convivencia pacífica y el respeto entre diferentes culturas. Oremos.
– Por los que asisten a los que sufren, para que trabajen cada vez más a favor de la integración de las personas discapacitadas en la sociedad, respetando su dignidad. Oremos.
– Por los frutos de las misiones que se están predicando, y para que las familias visitadas por los misioneros sepan descubrir tu presencia entre ellos. Oremos.
Padre, muéstranos tu misericordia y danos lo que con fe te pedimos. Por Jesucristo nuestro Señor.
Ofertorio:
Presentamos al Señor en las ofrendas, nuestras vidas y las de todos los que se encomiendan a nuestras oraciones.
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En estos alimentos, acoge Señor nuestra intención de que los pobres de Cristo sean socorridos y evangelizados.
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Te presentamos pan y vino, dones que recibimos de tu generosidad para que se transformen en la Víctima divina, Jesucristo nuestro Señor.
Comunión:
Cristo es el Emmanuel que condesciende con nuestra debilidad y se anticipa a su venida definitiva.
Salida:
Caminemos junto a María y permanezcamos en la espera, una espera vigilante y alegre, porque el Señor no tardará: viene a librar a su pueblo del pecado.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
La humildad de San Juan Bautista
Cuenta el evangelista que los sacerdotes y levitas preguntaron a Juan el Bautista:
— ¿Tú quién eres?
Y el evangelista dice que el Bautista confesó, y no negó, y volvió a confesar que él no era el Cristo.
En toda la Escritura hay esta manera de hablar. Repite el Evangelista tres veces la misma afirmación, ponderando que fue gran cosa que el Bautista negara que él fuese el Mesías.
Y a primera vista no parece esta afirmación tan grande como la ponderan. El Bautista ni podía pensar en razón ni afirmar en conciencia que él era el Mesías. No podía pensarlo en razón porque sabía que él era de la tribu de Leví y el Mesías había de ser de la tribu de Judá. Ni podía decirlo: en conciencia, porque sería pecar en la materia más grave que hubo jamás en el mundo. ¿Qué mérito tenía, pues, el negarlo?
Pero si a primera vista no parece ésta una afirmación de mérito, lo es y muy grande considerando el modo de ser de los hombres. Es tan natural a los hombres pensar más de lo que son, y decir de sí más de lo que piensan, que no negar el Bautista la razón ni atropellar la conciencia, en este caso se tiene por la mayor hazaña del mundo.
Que le pregunten a un hombre: — ¿Tú quién eres?— que estuviese en su mano el decir que él era el Mesías y que no lo hiciese, tiene que decirlo tres veces el Evangelista para que lo acabemos de creer.
La humildad del cuco
Nuestra humildad es muchas veces la humildad del cuco1. Al cuco le preguntaba una vez un pájaro y le decía:
— ¿Es verdad lo que dice todo el pueblo, que eres un aprovechado, y pones tus huevos para no trabajar en nidos que no son tuyos?
— ¡Qué barbaridad! —Respondía el cuco—; ¿qué va a ser verdad? ¿Es posible que hagas caso de habladurías de pueblo?
—Pues también dice todo el pueblo que eres un profeta y anuncias con tu canto los años que va a vivir cada uno. ¿Es verdad?
—Claro que lo es —respondía el cuco—. ¿Es posible que lo dudes? Cuando todo el pueblo lo dice será cierto.
Humildad de cuco la nuestra, mis hermanos; si nos alaban, es verdad; cuando la gente lo dice… Pero sí nos sacan los defectos, nada es verdad. ¡Quién hace caso de habladurías de pueblo!
(ROMERO, Recursos oratorios, Sal Terrae Santander 1959, pág. 459-60)
1 Pájaro de pequeño tamaño de color gris, azulado por encima, cola negra con pintas blancas y alas marrones.