PRIMERA LECTURA
Perdona el agravio a tu prójimo
y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados
Lectura del libro del Eclesiástico 27, 30-28, 7
El rencor y la ira son abominables, y ambas cosas son patrimonio del pecador.
El hombre vengativo sufrirá la venganza del Señor, que llevará cuenta exacta de todos sus pecados.
Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados.
Si un hombre mantiene su enojo contra otro, ¿cómo pretende que el Señor lo sane?
No tiene piedad de un hombre semejante a él ¡y se atreve a implorar por sus pecados!
El, un simple mortal, guarda rencor: ¿quién le perdonará sus pecados?
Acuérdate del fin, y deja de odiar; piensa en la corrupción y en la muerte, y sé fiel a los mandamientos; acuérdate de los mandamientos, y no guardes rencor a tu prójimo;
piensa en la Alianza del Altísimo, y pasa por alto la ofensa.
Palabra de Dios.
SALMO Sal 102, 1-4. 9-12 (R.: 8)
R. El Señor es bondadoso y compasivo.
Bendice al Señor, alma mía,
que todo mi ser bendiga a su santo Nombre;
bendice al Señor, alma mía,
y nunca olvides sus beneficios. R.
Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus dolencias;
rescata tu vida del sepulcro,
te corona de amor y de ternura. R.
No acusa de manera inapelable
ni guarda rencor eternamente;
no nos trata según nuestros pecados
ni nos paga conforme a nuestras culpas. R.
Cuanto se alza el cielo sobre la tierra,
así de inmenso es su amor por los que lo temen;
cuanto dista el oriente del occidente,
así aparta de nosotros nuestros pecados. R.
SEGUNDA LECTURA
Tanto en la vida como en la muerte, pertenecemos al Señor
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma 14, 7-9
Hermanos:
Ninguno de nosotros vive para sí, ni tampoco muere para sí. Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor: tanto en la vida como en la muerte, pertenecemos al Señor. Porque Cristo murió y volvió a la vida para ser Señor de los vivos y de los muertos.
Palabra de Dios.
ALELUIA Jn 13, 34
Aleluia.
«Les doy un mandamiento nuevo:
ámense los unos a los otros, como Yo los he amado»,
dice el Señor.
Aleluia.
EVANGELIO
No perdones sólo siete veces,
sino setenta veces siete
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 18, 21-35
Se adelantó Pedro y dijo a Jesús: «Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?»
Jesús le respondió: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: “Dame un plazo y te pagaré todo”. El rey se compadeció, lo dejó ir y, además, le perdonó la deuda.
Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: “Págame lo que me debes”. El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: “Dame un plazo y te pagaré la deuda”. Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía.
Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Este lo mandó llamar y le dijo: “¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecía de ti?” E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía.
Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos».
Palabra del Señor.
W. Trilling
El perdón de las ofensas
(Mt 18,21-35)
a) Regla del perdón (Mt_18:22).
21 Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano, si peca contra mí? ¿Hasta siete veces? 22 Respóndele Jesús: No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Al principio del capítulo los discípulos preguntan juntos (Mt_18:1), al fin sólo pregunta Pedro. Él es el apóstol que ha sido tratado con distinción sobre todos mediante la transmisión del poder de las llaves para el reino de los cielos y del poder de atar y desatar (Mt_16:18 s). En otros pasajes del Evangelio de san Mateo, Pedro habla y obra en nombre de los discípulos (Mat_14:28; Mat_15:15; Mat_17:4.24; Mat_19:27). Además es el apóstol que cayó y fue perdonado por el Señor (Mat_26:69 ss). De una forma significativa Pedro dirige la palabra a Jesús llamándole Señor. El que está ante él no sólo es el instructor y Maestro, sino también el Señor dotado de poder y lleno de la gloria de Dios, el Señor que ordena. Este pasaje está enlazado can el precedente (Mat_18:15-20) por el hecho del pecado. Pero aquí se dice claramente que se trata de un delito contra el propio hermano, lo cual hasta entonces no se había dicho. No se indica la clase y gravedad del delito, pero parece natural pensar en la amplia zona de las infracciones del mandamiento del amor. La pregunta se dirige a la medida del perdón. ¿Se puede esperar de un discípulo que se ejercite siempre en perdonar sin ninguna compensación? ¿Hay una norma con que se pueda medir la obligación de reconciliarse? El número siete que nombra Pedro, se dice de una forma tan típica como el siguiente número setenta veces siete. Siete es un número sagrado y ya alude a algo perfecto y total. Hasta siete veces significaría que estoy dispuesto a seguir también perdonando más allá de la única vez que ciertamente exige la obligación del amor. Aunque se repita regularmente la falta, estoy dispuesto a perdonar. Siete veces ya se dice como tope máximo. La respuesta de Jesús aún es más asombrosa que la medida por la que ya se ha preguntado. Pedro no sólo debe perdonar hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Este es un número, que alude a una ilimitada disposición para perdonar. Aquí no se da la medida que Pedro deseaba conocer. La parábola siguiente explica el porqué del trastorno de los principios de una conducta «razonable». Aunque el hermano no mejore en modo alguno y siempre recaiga en el pecado, el otro nunca debe desistir de ejercitarse en el perdón. Ni siquiera se dice, como en san Lucas, que el hermano se convierta, que lo diga expresamente y con ello solicite el perdón (Luc_17:4).
Aunque no se llegue al acto externo de reconciliarse, a la declaración oral de arrepentimiento, en el interior nunca deben tolerarse los sentimientos de enemistad y endurecimiento. El ofendido en principio con respecto al ofensor está en una situación semejante a la del deudor con respecto a su acreedor. Esto es tan sorprendente y pasmoso que se requiere necesariamente la parábola como explicación. En el libro del Génesis se transmite un antiguo canto, que Lamec, uno de los descendientes de Caín, cantó antiguamente ante sus mujeres: Ada y Sela, oíd mi voz; mujeres de Lamec dad oídos a mis palabras: Por una herida mataré a un hombre, y a un joven, por un cardenal. Caín será vengado siete veces, pero Lamec lo será setenta veces siete (Gen_4:23 s).
Aquí están los dos números. Caín disfrutó de la especial protección de Yahveh, obtuvo una señal para que no pudiera matarle nadie que le encontrase (/Gn/04/15). Pero si sucediera que alguien lo matara, entonces Caín sería vengado siete veces, es decir con un castigo muchísimo más grave. En su arrogante canto triunfal Lamec intenta sobrepujar a Caín. Si a Caín le corresponde una represalia séptuple, entonces a él, a Lamec, hay que vengarle de un modo feroz y desmedido. Dios se había reservado la venganza de Caín, pero ahora el mismo Lamec la reclama. Este texto está al principio del gran desorden en la creación. Poco después que la primera pareja humana fue expulsada del paraíso, Caín mató a su hermano Abel. Unas líneas más abajo, leemos aquella perversión que lo inunda todo, consistente en la desmesura en la venganza y en la sangre. El mal se reproduce de mil formas y un pecado siempre origina otros. Jesús da su orden contra esta temible destrucción del mundo de Dios. Fundándose en este texto de Lamec se da la primera explicación del ilimitado deber de reconciliarse. Puesto que el pecado en el mundo presenta mil maneras diferentes, sólo puede ser detenido, si se le contrapone una medida igualmente grande en el bien. Puesto que el perdón siempre debe seguir siendo la última palabra, que nunca debe pronunciar el ofensor, en todos los casos el bien alcanza la victoria. Solamente así parece posible detener la marea ascendente del pecado y superarla mediante el amor libremente dispensado. San Pablo dirá: «No te dejes vencer por el mal, sino vence al mal con el bien» (Rom_12:21).
b) Parábola del siervo despiadado (Rom_18:23-35).
23 A propósito de esto: el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. 24 Cuando comenzó a ajustarlas, le presentaron a uno que le debía diez mil talentos. 25 Pero, como éste no tenía con qué pagar, mandó el señor que lo vendieran, con su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que así se liquidara la deuda. 26 El siervo se echó entonces a sus pies y, postrado ante él, le suplicaba ¡Ten paciencia conmigo, que te lo pagaré todo! 27 Movido a compasión el señor de aquel siervo, lo dejó en libertad, y además le perdonó la deuda. 28 Al salir, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien denarios; y, agarrándolo por el cuello, casi lo ahogaba mientras le decía: ¡Paga lo que debes! 29 El compañero se echó a sus pies y le suplicaba: ¡Ten paciencia conmigo, que te pagaré! 30 Pero él no consintió, sino que fue y lo metió en la cárcel, hasta que pagara lo que debía. 31 Al ver, pues, sus compañeros lo que había sucedido, se disgustaron mucho y fueron a contárselo todo a su señor. 32 El señor, entonces, lo mandó llamar a su presencia y le dijo: ¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné, porque me lo suplicaste. 33. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti? 34 Y el señor, enfurecido, lo entregó a los torturadores, hasta que pagara todo lo que le debía. 35. Así también mi Padre celestial hará con vosotros, si no perdonáIs de corazón cada uno a vuestro hermano.
Toda la historia parece muy inverosímil. Aunque no se cuente entre los siervos a ningún sirviente bajo, sino a altos funcionarios, resulta difícil de concebir que uno de ellos pudiera haber acumulado una deuda tan enorme (10000 talentos = unos 10 millones de dólares). Aunque se hubiese vendido al funcionario derrochador con su mujer y sus hijos, difícilmente se podría esperar que esta venta hubiese aportado tan ingente suma. El siervo, movido por la angustia, pide su libertad, y promete la devolución de la deuda. El rey por esta mera súplica se deja inducir a condonarle simplemente toda la deuda. Ni siquiera le exige una insignificante señal de buena voluntad. Además, cuando el siervo se enfrenta sin piedad con su compañero, hace que lo encierren inmediatamente en la cárcel hasta que haya reunido su exigua deuda (100 denarios = 17,5 dólares). Y finalmente el rey enojado entrega al siervo a los torturadores «hasta que pague todo lo que le debe», lo cual también excede todo lo que nos podamos imaginar. La historia ya contiene en su diseño la declaración de su sentido interno. Toda la parábola es transparente y hace que se trasluzca la majestad y misericordia de Dios.
Todo lo que se cuenta, sólo puede decirse razonablemente de Dios. No se puede decir que a todos los pormenores de la narración resulte posible atribuirles en seguida un significado religioso, pero sí puede afirmarse que, a lo largo de toda la historia, la mirada está dirigida a Dios y a su modo de proceder. En la Sagrada Escritura se tiende a representar la relación entre Dios y el hombre con la metáfora del Señor y del siervo. Sólo Dios puede perdonar una deuda tan colosal, sólo él puede pronunciar una sentencia tan terrible. El siervo que es entregado a los torturadores, tiene que pagar toda su deuda. Puesto que la deuda era inmensa y había alcanzado cifras enormes, el siervo tendrá que expiar para siempre. El pánico de la eterna reprobación relampaguea tras las palabras que nos indican el castigo. La primera enseñanza de la parábola es la advertencia contra la dureza de corazón. Si los hermanos no se perdonan mutuamente, está en peligro su eterno destino.
El Padre que está en los cielos procederá como el rey de la parábola, si alguien no perdona de todo corazón (18,35). El cuarto tema de nuestro capítulo y todo el discurso concluyen con estas palabras amenazadoras. En ellas recae la definitiva decisión sobre la vida humana. Sólo tiene perspectiva de que sea condonada su deuda el que antes hizo lo mismo con sus hermanos (cf. 6,15). Tan grande como la medida del castigo es la medida del perdón de Dios. él es el rey que perdona la enorme deuda sólo por la simple súplica. Su clemencia es sin medida, el perdón de la culpa sobrepasa todo limite humano. Dios demuestra su omnipotencia y majestad en la grandeza de la misericordia. Pero no es esto sólo. Cada uno de los hermanos sabe que él también está obligado a tenerla si quiere subsistir ante Dios. Cada uno va acumulando pecados y se parece de algún modo al primer siervo. Si Dios le condona la deuda, está de nuevo ante Dios como siervo que vive enteramente de la munificencia y de la misericordia de su Señor. Solamente así resulta inteligible que la obligación con el hermano haya de tener validez sin limitaciones. El que recibe la misericordia con exceso, no puede encerrarla y endurecer su corazón. Para quien desempeña el papel de deudor, no hay nadie más que también pueda ser deudor con respecto a él.
La medida con que Dios nos mide es la misma con que nosotros debemos medir. La relación con los demás hermanos se regula con nuestra relación con Dios. De aquí nace la orden de estar dispuestos sin restricciones a reconciliarnos. Solamente así se mantiene la perspectiva de ser salvado al rendir cuentas en el juicio. De este modo se ha elevado a un nuevo plano la relación de los hermanos entre sí. Todos ellos están relacionados como personas que viven de la misericordia del mismo Señor. Lo que se les ha encargado es obsequiarse también entre sí con esta misericordia, que se les ha concedido con exceso. En la historia se revela la conducta de Dios con el hombre con la misma profundidad que la conducta de los hombres entre sí. El que no busca su propia gloria, sino que constantemente se da poca importancia y perdona desinteresadamente, éste es el mayor en el reino de los cielos.
(Trilling, W., El Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)
P. Leonardo Castellani
Parábola del Deudor Desaforado
(Mt 18, 21-35)
Esta parábola del Deudor Desaforado es una ilustración colorida y un poco humorística de la quinta petición del Padrenuestro: “Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”; que el finado don Lautaro Durañona y Vedia colgaba en la caja de Tribuna –el diario de Buenos Aires, no éste de San Juan– cuando ella estaba vacía, no pocas veces. La parábola trata del perdón de las deudas, y de las ofensas.
Viene luego de la pregunta de San Pedro a Cristo: “¿Cuántas veces he de perdonar a mi hermano si me ofende? ¿Siete veces?”. San Pedro estaba de broma y creía alargarse mucho: más allá de tres veces nunca él había ido. Cristo le respondió más alegremente todavía: “Setenta y siete veces siete”, con lo cual San Andrés se restregó las manos muy aliviado y miró con sorna a su hermano.
El perdón de las ofensas es una cosa que tiene varios bemoles y sostenidos; hay que haberla pasado para saber bien lo que es eso. Por eso, esta parábola, que parece enteramente plana y paladina, necesita explicación y hasta filosofía. Bastante trabajo le dio al finado Juan de Maldonado.
“¡Perdonemos, querido amigo, como buenos cristianos…!”. Muy bien, yo no deseo otra cosa. Pero “como buenos cristianos”, ojo. No como mahometanos o como budistas. ¿Qué entiende usted por perdonar? ¿No vengarse? ¿Condonar la ofensa? ¿Devolver la estimación y el cariño al injusto? Son tres cosas diversas.
El hombre de suyo no perdona la injusticia. Y no se puede decir que ese impulso sea del todo malo, porque implica en sí el sentido de la justicia; y a veces hasta el deber de conservar el orden. La justicia es la madre del orden. La corrupción de la justicia legal, por ejemplo, es el mal más grande que puede caer sobre una nación. De modo que cuando Cristo vino y dijo simplemente que había que perdonarlo todo, hubo un temblor en el mundo: los fieles romanos de los primeros tiempos, por ejemplo, no querían saber nada con el “perdón de la adúltera” que San Juan narra en el capítulo VIII1. Hay que examinar bien cómo lo dijo Cristo.
La parábola consta de tres cuadritos, diseñados con unos pocos rasgos bien atrevidos. Primero hay un Hombre-Rey que toma rendición de cuentas a sus siervos. Se presenta uno que le debe ¡diez mil talentos! –cerca de un millón de pesos actuales– y no puede pagar. El Rey lo manda vender como esclavo a él, a su mujer y a sus hijos. El Siervo cae de rodillas y clama: “–¡Téngame espero un poco, que le pagaré todo!”. “–¿De adónde?”. El Rey muda bruscamente de actitud, y no solamente le promete espero, sino que le condona ahí mismo toda la deuda. Este Rey era un desaforado: hombre de impulsos repentinos y extremos. No sabe mandar quien no ha sido mandado. Sin embargo, creo que hizo bien, porque de no, el otro era capaz de suicidarse. ¡Diez mil talentos! ¿De dónde los había de sacar?
El Siervo sale muy contento y en la misma aula regia se encuentra con un Consiervo que le debe cien denarios: unos tres mil pesos actuales. Lleno de alegría lo agarra del pescuezo hasta sofocarlo, gritando: “¡Compañero, a pagar!”; y como el otro no hacía más que decir: “Tenéme un poco de espero, que te pagaré todo”, lo manda a la famosa cárcel por deudas, que había en la antigüedad; y una buena cárcel era, por cierto. Fin del segundo cuadro. Este Siervo era un coimero: es imposible que haya podido deber diez mil talentos al Rey, si no hubiera robado como un… en fin, como un cáncer –estábamos por decir una comparación vedada–. Ora en juego, ora en saña, siempre el gato araña.
Tercer cuadro: los otros Consiervos muy escandalizados, van y le cuentan al Rey el hecho del Siervo Coimero. El Rey se asombró y se encolerizó; y haciéndolo buscar, lo entregó a los Verdugos para que lo torturaran hasta que pagase el último diezcentavos, o sea óbolo. Un talento tenía muchos miles de óbolos; ayúdenme a pensar el purgatorio del tipo; todavía a estas horas debe de estar en el calabozo. “Siervo perverso, ¿no te perdoné yo toda la deuda porque me rogaste? ¿No convenía que te apiadases de tu compañero, como me apiadé yo de ti?”. “Así hará vuestro Padre celeste, si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos.”
Esta parábola es más clara que el agua; pero ahora comienzan las dificultades químicas. Es agua pesada.
Esto de que hay que perdonar siempre todo y a todos ¿no descompagina el orden moral? ¿No tiene límites ni excepciones? A veces no se puede perdonar aunque se quiera. A veces uno ve claramente que perdonar sería hacer mal. Juan Lanas lo perdona todo; también Martín Blandengue; pero ninguno de los dos sirve para juez ni para gobernante; ni quizás para buen padre de familia.
El hombre que lo perdonara todo ¿no sería una cosa fofa? ¿Tendría carácter? ¿Tendría ética? ¿No sería agarrado a patadas por todos impunemente, como una cosa inerme inmune? ¿No se le volvería un infierno la vida? ¿Cómo podría vivir en una casa de departamentos? ¿Por qué no suprimir entonces todos los Tribunales y todas las Cárceles? ¿Y en dónde hay que tirar la línea? San Pedro la tiraba a las siete veces, y no es poco. “A la tercera vencida”, decimos nosotros. Cristo llegó hasta el Calvario; pero de allí no pasó. Y no cayó más que tres veces; después se levantó.
Perdonarlo todo parece que es suprimir la diferencia entre el bien y el mal, y aniquilar el sentido moral. Y no resistir a la injusticia, lo mismo. Y amar a los enemigos, peor.
Bien. Cristo dijo que había que amar a los enemigos, pero no dijo que no había enemigos: eso lo dijo Buda Sidhyarta Gautama. No dijo que había que amarlos más que a los amigos, ni igual que a los amigos; ni mucho menos que había que ponerse en las manos de ellos. No.
Vamos a ver: supongamos que el Reino de Andorra me hubiese hecho a mí una ofensa de muerte, ¿qué tendría que hacer? ¿Tendría que amar el reino injusto y homicida? Es imposible.
No. Lo que tendría que hacer es odiar al reino de Andorra y amar a todos los andorranos. Y como los andorranos son los que realmente existen, resulta que odiaría a una abstracción, y amaría las realidades. Es lo que decimos: que hay que odiar el pecado y amar al pecador2.
No se puede amar la ofensa en cuanto ofensa porque es un mal, y el mal no se puede amar; y el ofensor mientras no se arrepienta está como identificado con la ofensa; y por tanto, tampoco se lo puede amar como antes. Se le puede –y debe– perdonar en el primer y segundo sentido de la palabra: no en el tercero.
Por eso es de notar que Cristo le dijo a San Pedro: “Setenta y siete veces siete, si otras tantas se arrepintiera”; y el Rey dijo: “¿No te perdoné yo toda la deuda porque me lo rogaste?”. Ni Dios mismo perdona –en el tercer sentido– al que no se arrepiente. Si yo devuelvo el aprecio a un injusto como si no fuese injusto, hago yo mismo una injusticia. ¿Contra quién? Contra mí mismo, y lo que es peor, contra la convivencia.
Con nadie hay que ser injusto.
Ni siquiera con si mismo,
dijo el hijo de Martín Fierro.
Vamos a ver: un ladrón me quita la cartera y empieza a darme palmadas en la espalda y decirme: “Aquí no ha pasado nada. Seamos amigos. Usted es cristiano. ¡Pacificación!”. ¡Muy bien! ¡Venga mi cartera! Aquí ha pasado algo (mi cartera ha pasado de mi bolsillo al suyo); y si yo procedo como si no hubiera pasado nada, miento. “El derecho de asilo no alcanza a los delincuentes” –ha dicho muy bien el que fue presidente de la Nación, general Lonardi–.
Una injusticia mientras no es reparada destruye la convivencia. Si yo exijo reparación, no es porque no haya perdonado en un sentido, o porque no esté dispuesto a perdonar en todos sentidos: es porque no puedo, sin hacer agravio a la conciencia, al orden, al bien común. No es que yo no perdone, sino que el otro no recibe el perdón. El otro es el que mantiene un estado de desorden; con el cual, moralmente, no puedo consentir.
Una injusticia no reparada es una cosa inmortal. Es como una úlcera social que crece y crece. Es el peor mal social; peor que la guerra. Por eso hay guerras justas.
Calvino dijo: “Una cosa es condonar la ofensa y otra cosa es devolver la estimación y cariño al ofensor si no se arrepiente.” Maldonado se enoja mucho de esta distinción, dice que es “contra todo el espíritu del Evangelio”, que es “una novedad”, y que su autor es un “caput hereticorum” (“un hereje jefe”). Pero es el caso que Calvino aquí –dejando toda la antipatía que le tengo– tiene razón. Y el que hizo primero la distinción fue Tomás de Aquino, que no es un “caput hereticorum”
Por lo tanto, vamos con delicadeza: la convivencia social, elemento constitutivo de la naturaleza humana, pide tribunales, cárceles, milicos armados de tremendas pistolas y hasta pena de muerte, si me apuran. Si yo rechazo las palmaditas en la espalda de algunas personas, no es precisamente por ser mal cristiano –aunque puede ser que lo sea– sino por no carecer del todo de sentido moral. Y Cristo no aceptó palmaditas en la espalda de parte de Herodes que se las quiso dar, y bien las necesitaba entonces; y lo llamó “raposa vieja”. No lo quiso ni ver mientras pudo; y no le respondió palabra cuando lo vio. Herodes podía quizá haberle salvado la vida y El lo despreció; no le perdonó la muerte de San Juan Bautista; porque simplemente no se había arrepentido. “¿No te perdoné yo toda la deuda, porque me rogaste?”.
Maldonado hace dos errores serios en la explicación de esta parábola: uno, rechazar la distinción de Santo Tomás porque la trae Calvino, al cual tiene un odio inextinguible; y otro, al decir que en esta parábola hay dos “juegos ornamentales”; conforme a una teoría de los “rasgos ornamentales de las parábolas” que él inventó y a la cual tiene un amor inextinguible; y que es un error. La inventó para ir en contra de la interpretación meticulosa y fragmentaria de los detalles propia de los Santos Padres antiguos, la cual es a osadas otro error; que explicaremos otro día, cuando veamos la parábola del Grano de Mostaza. Ahora no hay lugar.
“Rasgo ornamental” es para Maldonado “las cosas superfluas”, que según él habría en las parábolas. No hay cosas superfluas en las parábolas. Ese rasgo de los “¡diez mil talentos!”, una suma considerable –por ejemplo–, ¿es una exageración inútil e inverosímil?… Veámoslo un poco: es difícil, si no imposible, fijar el valor de las monedas antiguas: porque, primero, había talentos de oro y de plata; y, después, nuestras monedas actuales están en constante muda; pero de todos modos, un talento de oro era una cosa que un hebreo veía pocas veces, o nunca; y diez mil talentos es inconcebible. En realidad, talento era medida de peso más que moneda: unos 59 kilos de oro puro.
No es una exageración inútil. El “Hombre-Rey” es Dios, es Cristo mismo, juez de vivos y muertos; y el autor de la parábola quiere marcar la diferencia inconmensurable que va del hombre a Dios y de las “deudas” que tenemos entre nosotros, y las que tenemos con Dios. Al oír “10.000 talentos” los ojos de los oyentes se perdieron en el infinito con un temblor; porque efectivamente esa suma les era inimaginable. Éste es el motivo permanente de las “exageraciones” de Cristo, ya lo hemos dicho; y de su especie de “humorismo trascendental”.
Por mucho que exagerara, nunca iba a medir bien Lo Inconmensurable, nunca iba a nombrar del todo a Lo Inefable. Cristo era un excelente artista, mucho más artista que el erudito Juan de Maldonado; el cual de artista no tiene un jerónimo.
Ojo con la justicia de Dios, pues, que es desmesurada y extremosa; así como perdona en un instante, así también castiga en un instante con un rigor implacable. Dice Jorge Luis Borges: “¿Qué proporción hay entre un pecado que se comete en un instante, y el infierno, que dura para siempre?”3. Yo lo único que digo, sin discusiones, es esto: ojo con la justicia de Dios.
Por tanto, la moral cristiana por sublime que sea, no es imprudente ni utópica: guarda un sensibilísimo equilibrio entre el impulso de vindicta mahometana y la indiferencia y apatía de Buda, Schopenhauer y Tolstoi. No es, como éstas, insensible, estólida y fofa, imposible en definitiva. Si la moral de la No Resistencia al mal de Tolstoi, Ghandi y Romain Rolland fuese “la verdadera doctrina del Evangelio”, como dice aquí mi amigo Bernardo Ezequiel Koremblit, entonces los cristianos no hubiesen derrotado a Atila en los Campos Cataláunicos, ni Simón de Montfort a Pedro de Aragón en Muret, ni Juan de Austria a los turcos en Lepanto; y la Europa actual no existiría… Y nosotros tampoco. Seríamos todos chinos; y yo sería un asiático… y estaría en Siberia probablemente, en un campo de concentración.
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 361-367)
1El adulterio era castigado gravemente por la ley romana; en dos períodos del derecho romano, con la pena capital, lo mismo que en la ley de Moisés.
2Yo no sé dónde está el Reino de Andorra. Que cada uno quite Andorra y ponga lo que quiera. Yo sé bien en quién pienso cuando digo “Andorra”.
3Discusión, p. 129.
P. José A. Marcone, IVE
Parábola del deudor malvado
(Mt 18,21-35)
Introducción
Suele decirse con razón: una imagen vale más que mil palabras. Esa es la lógica que rige las parábolas de Jesús. Jesús, con sus parábolas, lo que hace es pintar un cuadro para que, visto el cuadro, aprehendamos una verdad, la amemos y hagamos el propósito de integrarla a nuestra vida.
El evangelio de hoy es un cuadro donde hay tres personajes principales: el rey, magnánimo y generoso. Un deudor malo que debía al rey una suma exorbitante. Un deudor de condición muy baja que debía al primer deudor una suma irrisoria. Se ven, en el fondo del cuadro, cortesanos con rostros de alegría cuando el rey perdona, con rostros de indignación cuando el primer deudor no perdona al segundo y con rostros de severidad cuando el rey manda a la cárcel al deudor malo.
La verdad que Jesús quiere que aprendamos, amemos y practiquemos al contemplar este cuadro es una frase que repetimos todos los días, posiblemente sin prestar mayor atención: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12).
1. Una deuda exorbitante
No cabe duda que el rey de la parábola es Dios. En efecto, dice Santo Tomás: “Este rey es Dios, ya se entienda del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo”1. La deuda exorbitante que el primer deudor tiene con el rey significa el pecado, es decir, la ofensa hecha a Dios2.
Jesús elige a propósito esta suma exorbitante para que comprendamos lo que es el pecado: una ofensa infinita a Dios, una ofensa a la bondad y a la santidad mismas. La suma excesiva quiere representar la trascendencia de Dios y la gravedad del pecado. Cada vez que pecamos contraemos una deuda tan grande con Dios que no podemos pagarla por nosotros mismos. Solamente podemos pagarla si Él nos la condona.
¡Y Él, efectivamente, nos la condona! Sin la más mínima sombra de duda Él nos perdona si nosotros pedimos perdón. Dios no nos pide más que reconocer nuestro pecado y que nos confesemos pecadores delante de aquel que es su ministro, el sacerdote católico. Y nos perdona la deuda totalmente, hasta el último escudo.
2. La condición para ser perdonados
Sin embargo, el perdón que Dios quiere darnos tiene una condición. La dice explícitamente Nuestro Señor Jesucristo como conclusión del Padre Nuestro: “Si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6,14-15).
La suma que el segundo deudor debe al primer deudor es irrisoria al lado de la primera deuda3. Y quiere representar lo siguiente: teológicamente hablando (y también metafísicamente hablando) las ofensas y las deudas que nos hacen a nosotros no tienen consistencia al lado de las ofensas hechas a Dios. Las dos cifras, confrontadas, quieren expresar la distancia que hay entre el infinito (Dios) y lo finito (nosotros).
La única razón por la cual nosotros atribuimos a las ofensas hechas a nosotros una importancia tan grande es porque se trata de nosotros mismos. Teológica y metafísicamente hablando no hay comparación entre la ofensa a Dios y la ofensa a un hombre, aun cuando ese hombre seamos nosotros. Nuestra falta de fe y de percepción de lo sagrado nos lleva, muchas veces, a considerar las cosas al revés: las injurias hechas contra Dios, aun cuando sean gravísimas, nos encuentran dulces y llenos de clemencia. Pero cuando se trata de ofensas, aún mínimas, hechas contra nosotros, exigimos la reparación con una severidad inexorable.
3. El castigo para el que no quiso perdonar
Santo Tomás considera que la pena que el rey pone sobre el siervo malvado (en griego, ponerós) corresponde al infierno. En efecto, dice el Santo: “Aquí se trata de aquella pena que consiste en la separación de Dios. (…) Esta reprensión proviene de la ira de Dios. Además, lo pone debajo de los demonios, que eso es lo que significa que ‘lo entregó en manos de los verdugos’. Además, se habla aquí de la perpetuidad de la pena, cuando se dice ‘hasta que pague todo lo que debe’; y esto será ‘in infinito’”4.
La argumentación de Santo Tomás continúa de la siguiente manera. El siervo malvado debe estar en la cárcel y bajo los verdugos hasta que satisfaga la culpa. Ahora bien, la culpa es infinita. Por lo tanto, nunca podrá satisfacer y deberá estar en la cárcel del infierno bajo los verdugos diabólicos ‘in infinito’. Por lo tanto, la frase ‘hasta que pague todo lo que debe’ expresa la eternidad del castigo. La razón de esto está en el hecho de que el que pierde la caridad como la perdió el siervo malvado, perdió también la gracia santificante. Y el que perdió la gracia santificante y se obstina en su pecado y muere sin la gracia santificante, no puede satisfacer nunca5.
Estas palabras de Santo Tomás corroboran la interpretación de las dos distintas deudas. La deuda contra el rey es una deuda infinita. La ofensa a Dios es una deuda trascendente. Y por eso el castigo debe ser in infinito6.
Así se comprende también que Dante Alighieri, en su “Divina Comedia”, llame al infierno “la obra del Primer Amor”. En efecto, el gran Dante pone sobre el dintel de la puerta del infierno esta inscripción: “A mí me hizo la Divina Potestad, la Suma Sabiduría y el Primer Amor”7. El infierno es obra del Primer Amor en cuanto que el infierno pone una limitación a un sufrimiento que debiera haber sido in infinito. Es imposible que el hombre, ser finito, sufra in infinito. Y por eso, el infierno es una de las manifestaciones de la misericordia de Dios que accede a que el hombre que no quiso vivir con Dios, pague su deuda de un modo finito cuando en realidad debiera haberlo pagado de acuerdo a la característica de la ofensa, es decir, de un modo infinito.
Y notemos que ese gran teólogo que fue Dante lo llama obra del Primer Amor. Primer Amor, en primer lugar, es un nombre de Dios. Pero también es una característica del amor de Dios. El infierno es obra del Primer Amor en cuanto es obra del amor más exquisito de Dios, del amor que es cabeza de amores, si se nos permitiera expresarnos así. No se trata de un amor cualquiera de Dios (si pudiera haber un amor cualquier en Dios) sino del Primer Amor.
Conclusión
La primera conclusión de esta parábola no se dirige a la actitud moral, sino a la comprensión teológica del pecado. San Ignacio, en sus Ejercicios Espirituales, pone como una de las piedras basales de nuestra conversión, el comprender profundamente “la fealdad y la malicia que cada pecado mortal cometido tiene en sí, aun cuando no esté prohibido”8. Esta es una indicación preciosísima. Quitémosle momentánea e hipotéticamente su carácter de prohibición que tiene el pecado, para que resalte la fealdad y malicia que en sí tiene, dado que se trata de la ofensa al ser trascendente, la bondad suma. En este sentido, la oración que conocemos como “Pésame” es correcta, teológicamente hablando: “Pésame por el infierno que merecí y por el cielo que perdí, pero mucho más me pesa porque pecando ofendí a un Dios tan bueno y tan grande como vos”.
Por esta razón, dice San Ignacio, para tener una noción exacta del pecado, es necesario “considerar quién es Dios, contra quien he pecado, según sus atributos (…): su sabiduría (…); su omnipotencia (…); su justicia (…); su bondad (…)”9.
Si damos correctamente este primer paso en la comprensión de la parábola nos resultará mucho más fácil dar el segundo, es decir, comprender que hay una distancia infinita entre la ofensa que yo hice a Dios y la ofensa que me hicieron a mí. Y entonces vendrá sola la segunda conclusión, la cual sí es de carácter moral: debo emprender el camino del perdón hacia quien me ha ofendido, luchando con ahínco para desterrar de mí hasta los últimos residuos del indomable resentimiento. Soy un ser finito y la ofensa hecha a mí poco vale.
1 “Iste rex est Deus, sive intelligatur de patre, sive de filio, sive de spiritu sancto” (Sancti Tomae de Aquino, Super Evangelium S. Matthaei lectura, caput 18, lectio 3; traducción nuestra).
2 Un talento es una medida de peso. Corresponde a 59 kg de oro. Actualmente, septiembre de 2017, el gramo de oro vale 47 dólares. Por lo tanto, 1 kg de oro vale 47.000 dólares. Por lo tanto, 59 kg son 2.773.000 dólares (dos millones setecientos setenta y tres mil dólares). Diez mil talentos, por lo tanto, son: 27.730.000.000 (veintisiete mil setecientos treinta millones) de dólares.
3 El denario era una moneda acuñada por el Imperio Romano de uso en Palestina al tiempo de Jesús. Era de plata y pesaba 4,54 gr. Pero su valor era mayor que su peso en plata. Valía 1,6 veces más que su peso en plata. Hoy, septiembre de 2017, el gramo de plata vale 0,536 dólares. Un denario, valía entonces, unos 4 dólares. Por lo tanto, cien denarios serían, a precio de hoy, unos 400 dólares. Si nos atreviéramos a calcular qué porcentaje representan 400 dólares con respecto a 27.730.000.000 veríamos que la cifra está más cerca del cero que del uno.
4 “Et primo agit de poena, per quam fit separatio a Deo. (…) Obiurgatio est ex ira Dei. Secundo quia subiicitur Daemonibus; unde tradidit eum tortoribus. Item tangitur poenae perpetuitas, quoadusque redderet universum debitum; et hoc erit in infinitum” (Sancti Tomae de Aquino, Ibidem; traducción nuestra). Es muy difícil traducir al castellano la expresión in infinitum. Creo que lo que más se acerca sería: “Por todo un infinito”. Por eso la hemos dejado en latín.
5 Dice textualmente Santo Tomás: “Pues, si la pena no debe cesar hasta que se haga la satisfacción debida, y, al mismo tiempo, nadie puede satisfacer sin la gracia, la cual se acaba cuando se pierde la caridad, por lo tanto, no puede satisfacer”. “Si enim poena cessare non debet, donec fiat satisfacio debiti, et nullus sine gratia potest satisfacere, qui decedit sine caritate, non poterit satisfacere” (Sancti Tomae de Aquino, Ibidem; traducción nuestra).
6 Por eso podemos afirmar con toda seguridad junto con Santo Tomás y otros comentadores modernos: la condena del siervo despiadado a una prisión perpetua en la cual se hace imposible cualquier pago contiene la doctrina de la realidad de la condenación eterna.
7 La inscripción completa reza así: “Por mí se va la ciudad doliente, / Por mí se va al eterno dolor, / Por mí se va tras la perdida gente. / La justicia movió a mi alto Autor: / Me hizo la Divina Potestad, / La Suma Sabiduría y el Primer Amor” (“Per me si va ne la città dolente, / Per me si va ne l’eterno dolore, / Per me si va tra la perduta gente. / Giustizia mosse il mio alto Fattore: / Fecemi la Divina Potestate, la Somma Sapienza e ‘l Primo Amore” (Alighieri, D., La Divina Commedia, Cantica Prima: Inferno, Canto III, v. 1-6; traducción nuestra).
8 San Ignacio de Loyola, Libro de los Ejercicios Espirituales, nº 57.
9 San Ignacio de Loyola, Ídem, nº 59.
P. Gustavo Pascual, IVE
Perdonar al prójimo
Mt 18, 21-35
Este evangelio nos enseña que tenemos que perdonar al prójimo. Comienza con la pregunta que hace Pedro a Jesús sobre cuántas veces tenía que perdonar. Pedro exagera una cifra y le dice si hasta siete veces y Jesús le dice “hasta setenta veces siete”, es decir, siempre. Jesús a propósito pone esta cifra buscando en sus oyentes que estén siempre dispuestos a perdonar y a perdonar siempre. ¿Siempre? Siempre que el otro nos lo pida.
Para ilustrar su enseñanza pone la parábola del siervo sin entrañas, según la Biblia de Jerusalén, y la llama acertadamente así porque lo que le va a faltar al siervo que no perdonó fue entrañas de misericordia, le faltó compasión que el hebreo llama con una palabra que implica el seno materno, las entrañas. El hombre compasivo siente en sus entrañas el dolor que sufre aquel del cual se compadece.
El rey perdona al siervo un monto exorbitante: diez mil talentos y Jesús pone esta cifra a propósito. Un monto que nadie poseía y aún que nadie había visto jamás.
En qué negocios habrá andado el siervo para deber tal suma. Es que esa suma representa el monto de nuestros pecados contra Dios. El pecado tiene una gravedad casi infinita. Infinita por sí misma en cuanto ofensa a Dios, finita por parte de quien lo comete, el hombre. Y el rey que representa a Dios cuando el siervo le pidió que tuviera compasión la tuvo. Dios tiene compasión de nosotros y con su misericordia nos perdona nuestros pecados pero la deuda que contraemos ante Dios por nuestros pecados es exorbitante.
El siervo se fue feliz porque había sido perdonado y se presentó ante él un siervo que le debía muy poco, cien denarios, una suma risible comparada con lo que él debía. Y al reclamarla el otro le dijo que tuviera compasión de él y no la tuvo sino que cerró sus entrañas a la súplica de su consiervo. Recién le habían perdonado la deuda y estaba feliz. ¿Por qué no perdonó? No hay excusas para el siervo. Si nosotros somos conscientes y él lo era de que había recibido un gran perdón debería haber prontamente perdonado a su hermano. No lo hizo y esto desagrado a los que sabían lo ocurrido con los dos y fueron a contarlo al rey. El rey le hizo pagar toda la deuda. Ahora mismo estará pagando la deuda en el infierno.
Tenemos que perdonar siempre a nuestros hermanos las pequeñas faltas que nos hacen, porque son pequeñas comparadas con nuestras faltas a Dios. Perdonar sobre todo cuando nos piden que los perdonemos porque si no lo piden no los podemos perdonar. Incluso conviene que los dejemos que nos pidan perdón porque será un bien para ellos. Hacer lo posible para facilitarles la súplica de perdón y perdonarlos con prontitud y siempre. ¿Por qué? Por todo lo que nos ha perdonado Dios.
Dios es un modelo de misericordia al que tenemos que imitar porque se nos manda “sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso”. Y no guardar rencor como Dios nos ha enseñado. La frase de San Pablo “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” es ilustrativa al respecto. Dios nos restablece al primer orden como si no hubiésemos pecado cuando no a un orden mejor como en la parábola del hijo pródigo: sandalias, anillo, cordero cebado, fiesta. Nosotros también tenemos que obrar así con el prójimo: olvidarnos de sus ofensas y tratarlos como si nunca nos hubiese ofendido. ¿Y esto cuándo? Siempre, como hace Dios con nosotros.
Dios únicamente no nos podrá perdonar cuando no le pidamos perdón. Fuera de ese caso siempre nos perdonará.
El perdón de Dios, su misericordia, nos tiene que dar mucha confianza en la vida espiritual. Por más que hayamos sido grandes pecadores podemos ser grandes santos. Dios está dispuesto a perdonarnos y a llenarnos de su gracia.
Pero Dios también pone otra condición, además, de que le pidamos perdón y es que sepamos perdonar a nuestros hermanos. Con la medida que midamos se nos medirá. Esta verdad la rezamos diariamente al rezar el Padrenuestro: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Tenemos que ser muy generosos en el perdón, en los juicios, en las consideraciones que hacemos a nuestros hermanos para que el Señor también nos perdone a nosotros. Es un pequeño monto por un monto increíble pero la condición esta puesta… como nosotros perdonamos…
San Juan Crisóstomo
El perdón no tiene límites
1. Sin duda creía Pedro que decía algo grande; de ahí que, con cierto tono de suficiencia, añadió: ¿Hasta siete? Eso que nos has mandado hacer, ¿cuántas veces lo tengo que hacer? Si mi hermano sigue pecando y, corregido, sigue arrepintiéndose, ¿cuántas veces nos mandas aguantar eso? Porque para el que no se arrepiente ni se condena a sí mismo, ya has puesto límite al decir: Sea para ti como gentil y publicano. No así a este que se arrepiente, sino que nos mandaste soportarlo. ¿Cuántas veces, pues, debo sufrirlo, si, reprendido, se arrepiente? ¿Bastará con siete? ¿Qué responde, pues, Cristo, el benigno y bondadoso Señor? No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete. Con lo que no intenta fijar un número, sino dar a entender que hay que perdonar ilimitadamente, continuamente y siempre. Al modo que al decir nosotros mil veces, queremos decir muchas veces, así aquí. Como, por ejemplo, cuando dice la Escritura: La estéril dio a luz siete hijos1, quiere decir muchos. De modo que no encerró el Señor el perdón en un número determinado, sino que dio a entender que hay que perdonar continuamente y siempre. Eso por lo menos declaró por la parábola puesta seguidamente. No quería pensara nadie que era algo extraordinario y pesado lo que Él mandaba de perdonar hasta setenta veces siete. De ahí añadir esta parábola, con la que intenta justamente llevarnos al cumplimiento de su mandato, reprimir un poco el orgullo de Pedro y demostrar que el perdón no es cosa difícil, sino extraordinariamente fácil. En ella nos puso delante su propia benignidad a fin de que nos demos cuenta, por contraste, de que, aun cuando perdonemos setenta veces siete veces, aun cuando perdonemos continuamente todos los pecados absolutamente de nuestro prójimo, nuestra misericordia, al lado de la suya, es como una gota de agua junto al océano infinito. O, por mejor decir, mucho más atrás se queda nuestra misericordia junto a la bondad infinita de Dios, de la que, por otra parte, nos hallamos necesitados, puesto que tenemos que ser juzgados y rendirle cuentas.
PARÁBOLA DE LOS DOS DEUDORES
De ahí que prosiguiera el Señor diciendo: Semejante es el reino de los cielos a un rey que quiso tomar residencia a sus servidores. Empezado que hubo a tomarla, se le presentó uno que le debía diez mil talentos. No teniendo con qué pagar, mandó el rey que fuera vendido él, su mujer, sus hijos y todo cuanto tenía. Luego, como éste alcanzara del rey misericordia, salió afuera y por poco ahogó a un compañero suyo que le debía cien denarios. Irritado por ello el rey, mandó que fuera nuevamente arrojado a la cárcel hasta que pagara toda la deuda. ¡Mirad la diferencia que va de los pecados contra los hombres y los pecados contra Dios! La misma diferencia, y aún mucho mayor, que entre diez mil talentos y cien denarios. Lo cual procede no solamente de la diferencia de las personas, sino también de la frecuencia de los pecados. Porque a la vista de un hombre, nos retraemos y vacilamos en pecar; estándonos, empero, mirando Dios todos los días, no tenemos rubor ninguno, sino que hacemos y decimos tranquilamente cuanto se nos antoja. Más no es ése solo el motivo que agrava nuestros pecados: otros son los beneficios de Dios y el honor que nos ha concedido. Y si queréis saber de qué modo nuestros pecados contra Dios son diez mil talentos, y más, yo intentaré demostrároslo brevemente. Algo me temo dar con mis palabras más seguridad para pecar a quienes de suyo se inclinan a la maldad y gustan de pecar continuamente, o llevar a la desesperación a los más tímidos, que pudieran decir lo de los discípulos: ¿Quién puede salvarse?2 Sin embargo, aun así quiero hablar, a fin de que quienes me presten atención se hagan más cautos y más moderados. Porque los que sufren de enfermedad incurable y están ya totalmente insensibles, aun sin estos discursos seguirán en su maldad y negligencia; y si de mis palabras toman ocasión para mayor descuido, no será por culpa de ellas, sino de su insensibilidad. Porque lo que os diga, bien podrá de suyo reprimir y compungir a quienes me presten atención. Y los mejor dispuestos, al ver, por una parte, la gravedad de los pecados y, por otra, la fuerza de la penitencia, se abrazarán más y más con ésta. Por eso hay indudablemente que hablar. Voy, pues, a poneros delante los pecados que cometemos tanto contra Dios como contra los hombres; pero no los personales, sino los comunes; los personales cada uno ha de conocerlos luego por su conciencia. Más antes quiero enumeraros los beneficios de Dios […]
SE PROSIGUE LA PARÁBOLA
Considerando, pues, todas estas cosas y reflexionando sobre aquellos diez mil talentos, siquiera por eso, movámonos a perdonar a nuestro prójimo esos viles denarios que acaso nos deba. A la verdad, también a nosotros se nos pedirá cuenta de los mandamientos que se nos han dado, y, por más que hagamos, no tendremos con qué pagar. Por eso Dios nos ha dado un camino llano y fácil para pagar, un medio sencillo con que saldar toda nuestra deuda: no guardar rencor contra nuestro prójimo. Porque mejor nos demos cuenta de ello, escuchemos, camino andando, la parábola entera. Porque se le presentó uno—dice—que le debía diez mil talentos. Mas no teniendo con qué pagar, mandó el rey que fuera vendido él, su mujer y sus hijos… — ¿Por qué, dime, manda vender a la mujer? —No ciertamente por crueldad ni inhumanidad—pues el daño hubiera sido para él, como quiera que la mujer era esclava suya—, sino por una inefable solicitud. Lo que el rey pretende con esa amenaza es impresionar al deudor para llevarle a que le suplique, no que haya de ser vendido. Porque, si hubiera realmente intentado venderlo, no hubiera accedido a su súplica ni le hubiera concedido gracia. ¿Por qué, pues, no lo hizo antes de pedirle cuentas y le perdono toda la deuda? —Es que quería enseñarle las enormes culpas de que le libraba, porque siquiera así fuera más blando con su compañero. Porque si aun después de sabida la gravedad de su culpa y la grandeza del perdón otorgado, se empeñaba en ahogar a su compañero, ¿qué crueldad no hubiera cometido de no recibir aquella enseñanza previa de su amo? ¿Qué hace, pues, el siervo? —Ten paciencia conmigo—dice—y todo te lo pagaré. Y el Señor, compadecido, le dio libertad y le perdonó todo el préstamo. Mirad nuevamente el exceso de benignidad. El siervo no había pedido más que un plazo y dilación de pago, y el rey le concedió más de lo que pidió: el perdón y saldo de la deuda entera. Sin duda desde el principio quería hacer esa gracia; pero quería que no fuera sólo don suyo, sino también de la súplica del siervo, a fin de que éste no se fuera sin corona. Porque en realidad era todo gracia suya, bien lo pone de manifiesto la causa del perdón: Compadecido—dice el evangelista—, se lo perdonó todo. Y, sin embargo, aun quiso que el otro pusiera, aparentemente al menos, algo de su parte, a fin de que no se fuera del todo avergonzado, y, enseñado en sus propias desgracias, estuviera también dispuesto a perdonar a su compañero.
CONDUCTA INDIGNA DEL DEUDOR PERDONADO
4. Hasta aquí el hombre se mostró bueno y decente: confesó su deuda y prometió pagarla, se postró a los pies del rey y le rogó, condenó su propio pecado y reconoció la grandeza de su deuda. Más luego su conducta no correspondió a la anterior. Porque, apenas salido—no mucho tiempo después, sino apenas salido de la presencia del rey, cuando el beneficio era aún reciente—, el mal siervo abusó de la gracia y de la libertad que le había sido otorgada por su amo. Porque, hallando a uno de sus compañeros que le debía a él cien denarios, le ahogaba diciendo: Págame lo que me debes. Ya visteis la benignidad del amo; mirad ahí la crueldad del esclavo. Oído los que hacéis eso mismo por amor al dinero. Porque, si no es lícito hacerlo contra el que peca, mucho menos por razón del dinero. ¿Qué responde, pues, el compañero? Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. Mas el otro no respetó ni siquiera aquellos motivos que le habían salvado a él, pues eso mismo dijo él y se vio libre de la deuda de los diez mil talentos. No reconoció el puerto donde él escapó del naufragio; la figura del suplicante no le trajo a la memoria la benignidad de su amo para con él mismo. No. Todo lo echó de sí por su avaricia, por su crueldad y su rencor, y más salvaje que una fiera, trataba de ahogar a su compañero. ¿Qué estás haciendo, hombre? ¿No te das cuenta que te engañas a ti mismo, que a ti mismo te clavas la espada, revocando la sentencia y la gracia del rey? Más nada de esto consideró, ni pensó en su propio caso, ni cedió un punto en su rabia. Y, sin embargo, no era igual la súplica de uno y otro. Porque él había pedido plazo por diez mil talentos y su compañero se lo pedía por cien denarios. Éste rogaba a otro siervo; él había rogado a su señor. El uno había obtenido perdón completo de la deuda; el otro sólo le pedía un plazo. Más él no le concedió ni siquiera plazo, pues le hizo meter en la cárcel.
PERDONAR PARA SER PERDONADOS
Viendo eso los consiervos suyos, le acusaron ante el rey, es decir, informaron de todo al amo. El caso no había sido del agrado ni aun de los hombres, cuanto menos del de Dios. Se irritaron, pues, aun los que no debían. ¿Qué dice, pues, entonces el amo? Siervo malo, yo te perdoné toda aquella enorme deuda, porque me lo suplicaste. ¿No era, pues, bien que tú también hubieras tenido lástima de tu compañero, como yo la tuve de ti? Mirad aun aquí la mansedumbre del amo. Está como excusándose y defendiéndose ante su esclavo, cuando tiene que revocar la gracia que le hizo. Aunque a la verdad, no fue el amo quien la revocó, sino el mismo que la recibiera. Por eso dice: Yo te perdoné toda aquella deuda porque tú me lo suplicaste. ¿No era, pues, bien que tú también hubieras tenido lástima de tu compañero? Aun cuando la cosa te hubiera parecido dura, tenías que haber mirado a la ganancia que ya habías obtenido y a la que luego había de seguirse. Aun cuando el mandato sea molesto, hay que mirar a la recompensa. No consideres que te ofendió tu prójimo, sino que tú irritaste a Dios, con quien te reconciliaste por una simple súplica. Más, si aun así se te hace pesado ser amigo de quien te ofendió, mucho más pesado es caer en el infierno. Si comparas esto con aquello, sin duda reconocerás que más ligero es perdonar. Y notemos que, cuando el siervo le debía diez mil talentos, no le llamó su amo: Siervo malo, ni le increpó, sino que le tuvo lástima; más cuando se mostró duro con su compañero, entonces fue cuando le dijo: Siervo malo…
Escuchadlo, avaros, pues a vosotros va esa palabra. Escuchadlo los inmisericordes y crueles, pues no sois crueles con los otros, sino con vosotros mismos. Cuando, pues, os sintáis tentados de rencor, considerad, considerad que sois rencorosos con vosotros mismos, no con los otros; que atáis fuertemente vuestros propios pecados, no los de los otros. Porque tú, hagas con él lo que hicieres, siempre se lo harás como hombre y sólo en la presente vida. No así Dios, que te castigará más duramente, con castigo eterno y de la otra vida. Porque le entregó—dice el evangelista—a los atormentadores hasta que pagara, todo lo que debía. Es decir, para siempre, pues jamás había de pagar. Ya que no te hiciste mejor con el beneficio, el castigo se encargará de corregirte. Cierto que los beneficios y dones de Dios son sin arrepentimiento3; pero tuvo entonces tanta fuerza la maldad, que se infringió esta ley. ¿Qué puede, pues, haber peor que el resentimiento, cuando se ve que revoca tal y tan grande dádiva divina? Y no le entregó simplemente a los atormentadores, sino que lo hizo irritado. Cuando dio orden de que fuera vendido, no se percibe tono de ira en sus palabras. La prueba es que no lo hizo y todo fue pretexto para la mayor benignidad. Mas ahora la sentencia del rey respira indignación, castigó y suplicio.
¿Cuál es, pues, el sentido final de la parábola? Así hará también con vosotros mi Padre -dice—si no perdonáis cada uno de corazón las ofensas de los otros. No dice: “Vuestro Padre”, sino: Mi Padre. Porque no merece llamar a Dios Padre suyo un hombre tan malvado y sin entrañas.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (II), homilía 61, 1.3.4, BAC Madrid 1956, 268-271.276-281)
1 1 R 2, 5
2 Mt 19, 25; Mc 10, 26
3 Rm 11, 19
Guión Domingo XXIV
17 de septiembre – Ciclo A
Entrada: En cada Eucaristía, se nos da al mismo Autor de la gracia, para que tomemos de Él aquel Espíritu de caridad que nos haga vivir su misma Vida.
Liturgia de la Palabra
1° Lectura: Eclesiástico 27, 30- 28, 7
Cuando perdonamos la ofensa de nuestro prójimo, son absueltos también nuestros pecados.
Salmo Responsorial: 102
2° Lectura: Romanos 14, 7- 9
Vivimos para el Señor y morimos para el Señor por que le pertenecemos.
Evangelio: Mateo 18, 21- 35
Debemos perdonar a ejemplo de Cristo que dio la vida para reconciliarnos con Dios.
Preces
Pidamos a Dios por todos los cristianos, para que vivamos con su ayuda el Evangelio de Jesucristo nuestro Señor.
A cada intención respondemos…
* Por el Papa, los obispos y los sacerdotes, ministros del perdón; para que sirvan con su ministerio fiel a la reconciliación de todos los cristianos con Dios y entre sí. Oremos.
*Por la conversión de todos los gobernantes para que no se dejen seducir por los criterios mundanos y no apoyen las leyes en contra de la vida y dignidad de los hombres que están bajo su autoridad. Oremos.
* Por las familias, para que Dios las preserve de los males de este mundo que busca corromper la fe, las sanas costumbres y la relación entre los miembros de un mismo hogar. Oremos.
* Por la Comunidad aquí presente, para que vivamos más auténticamente nuestra fe y testimonio de vida imitando la del Santisimo Redentor. Oremos…
Señor Misericordioso, enséñanos a perdonar para poder ser perdonados y danos tu Espíritu para vivir con fidelidad tu Evangelio. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Liturgia Eucarística
Ofertorio
Ofrecemos:
* Pan y vino, que ofrecidos al Padre en el Espíritu Santo, serán Sacramento de vida eterna.
Comunión: Cristo obra nuestra reconciliación através de su Sacrificio. Cuando comulgamos somos uno con Él y con nuestros hermanos.
Salida: La Madre del Redentor nos guíe hacia la unidad plena y haga que el amor de Dios reine en los corazones de todos los hombres.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)