PRIMERA LECTURA
Los ninivitas se convirtieron de su mala conducta
Lectura de la profecía de Jonás 3, 1-5. 10
La palabra del Señor fue dirigida por segunda vez a Jonás, en estos términos: «Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y anúnciale el mensaje que Yo te indicaré».
Jonás partió para Nínive, conforme a la palabra del Señor. Nínive era una ciudad enormemente grande: se necesitaban tres días para recorrerla. Jonás comenzó a internarse en la ciudad y caminó durante todo un día, proclamando: «Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida».
Los ninivitas creyeron en Dios, decretaron un ayuno y se vistieron con ropa de penitencia, desde el más grande hasta el más pequeño.
Al ver todo lo que los ninivitas hacían para convertirse de su mala conducta, Dios se arrepintió de las amenazas que les había hecho y no las cumplió.
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 24, 4-5b. 6. 7b-9
R. Muéstrame, Señor, tus caminos.
Muéstrame, Señor, tus caminos,
enséñame tus senderos.
Guíame por el camino de tu fidelidad;
enséñame, porque Tú eres mi Dios y mi salvador. R.
Acuérdate, Señor, de tu compasión y de tu amor,
porque son eternos.
Por tu bondad, Señor,
acuérdate de mí según tu fidelidad. R.
El Señor es bondadoso y recto:
por eso muestra el camino a los extraviados;
El guía a los humildes para que obren rectamente
y enseña su camino a los pobres. R.
SEGUNDA LECTURA
La apariencia de este mundo es pasajera
Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 7, 29-31
Lo que quiero decir, hermanos, es esto: queda poco tiempo. Mientras tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran nada; los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran. Porque la apariencia de este mundo es pasajera.
Palabra de Dios.
Aleluia Mc 1, 15
Aleluia.
El Reino de Dios está cerca.
Conviértanse y crean en el Evangelio.
Aleluia.
EVANGELIO
Conviértanse y crean en la Buena Noticia
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 1, 14-20
Después que Juan Bautista fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: «El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia».
Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: «Síganme, y Yo los haré pescadores de hombres». Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron.
Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron.
Palabra del Señor.
DEL PÁRAMO S.
Resumen de la predicación de Jesús
(Mc 1,14-15 = Mt 4,12-17; Lc 4,14-15)
- Después de haber sido entregado…: Se entiende a la prisión. El Evangelio de Dios: Dios, más probablemente, es un genitivo subjetivo. La buena nueva procedente de Dios.
- Se ha cumplido el tiempo es una frase escatológica. Ante esta frase que proclama el tiempo ya como cumplido, los hechos precedentes deben considerarse como el cumplimiento, cuyo efecto dura.
El tiempo es determinado en los consejos de Dios. Cuando Jesús anunciaba el reino de Dios, esta expresión despertaba, sin duda, en las mentes judías, hechas a la lectura de los libros sagrados y de la literatura extrabíblica, una realidad bien concreta. El reino de Dios tenía ya un sentido precisado por la Escritura.
Que Yahvé era el Rey de Israel fue una idea muy antigua en el pueblo escogido (Num 23,21; Jue 8,23; 1 Sam 8,12, etc.).
Pero la expresión reino de Yahvé (Dan 2,44; Sal 145,11-12), o las expresiones equivalentes Yahvé reina (Is 52,7; Sal 93,1; 96,10; 97,1; 99,1) o Yahvé rey (Sal 98,6), a través de la historia y a consecuencia de múltiples acontecimientos, vino a concretarse en un significado muy particular; vino a tener un significado netamente escatológico, designando los tiempos venideros, en que, por una intervención maravillosa de Dios, se habían de cumplir todas las profecías y el pueblo escogido había de entrar a participar de los bienes prometidos. Esta esperanza palpita en toda la literatura de la última época.
Dos aspectos comprendía la noción del reino de Yahvé. Ese reino iría precedido de un juicio divino que abatiría a todos los malvados, todas las potencias hostiles, el reino del mal en una palabra. Y entonces comenzaría la era dichosa del reino de Dios, reino de justicia y de paz.
Jesús habló del reino como futuro (14,25; Lc 11,2, etc.), pero también como presente en sí mismo y su ministerio (Lc 7,18-23; 10,23s; 11,20.31s).
“hgguken”: Se discute si significa ha llegado o se ha acercado. En sentido de ha llegado lo entiende Dodd, autor de la teoría de la escatología realizada. Pero parece más probable se ha acercado (cf. bibliografía). Jesús proclama la nueva situación, que consiste en llevar adelante la lucha contra Satán en el poder del Espíritu.
Mientras Juan en su profecía anuncia un futuro, Jesús anuncia ya lo que ha sucedido: Se ha cumplido o se ha acercado. El tiempo perfecto para anunciar el acercamiento de una consumación escatológica futura. El reino se ha movido de una vaga distancia a una posición cercana. Ese parece ser el significado propio del perfecto.
Se confirma este significado si tenemos también en cuenta el uso que hacen del verbo “eggizw “ los LXX precisamente en la sección del Deutero-Isaías que está en el transfondo de esta primera parte del evangelio de Marcos (cf. Is 50,8; 51,5; 56,1).
Allí la proximidad de la salvación que anuncia el Deutero-Isaías se refiere a la vuelta del destierro. La vuelta todavía no ha tenido lugar, pero ya se encuentra actuante en las victorias preliminares de Ciro (Is 41,25, etc.), que son signos de la restauración inminente.
Es la misma situación que refleja Marcos 1,15 respecto del reino: el reino no ha venido todavía, pero es tal su proximidad, que ya se siente actuante en la persona de Jesús. El acto decisivo llegará cuando Jesús cumpla, con su muerte redentora, la misión del Siervo isaiano, para la cual fue solemnemente investido por la voz celeste en la escena del bautismo.
El llamamiento de los primeros discípulos
(1,16-20 = Mt 4,18-22; Lc 5,1-11)
Toda esta subsección hasta 3,20 se podría llamar «vocación de los discípulos y curaciones» (v.16-18). Se refiere aquí la vocación de cuatro discípulos: Simón y Andrés, Santiago y Juan. El escenario es junto allago Tiberíades o mar de Galilea (21 kms. de largo por 11 de ancho, rodeado de montañas). Marcos da solamente el hecho desnudo y omite muchas cosas. Jesús ya no era, sin duda, un desconocido para los discípulos a quienes llama. Los pasos psicológicos de la vocación están omitidos. En el AT véase 3 Re 19,19-21.
La frase pescadores de hombres, teniendo en cuenta el sentido de la metáfora en algunos textos del AT (Am 4,2; Hab 1,14-15; Jer 16,16) y del mismo NT (Mt 13,47-49), se puede entender con sentido escatológico. Los discípulos son llamados a congregar a los hombres para el juicio inminente. Este sentido estará de acuerdo con la idea de la inminencia del reino y del juicio que se encuentra en la predicación del Bautista y de Jesús.
La metáfora más tarde tomó un sentido misionero.
19-20. La perfección de la respuesta, por lo que se refiere a la vocación de los hijos del Zebedeo, se expresa diciendo que dejaron a su padre en la barca con los jornaleros y se fueron detrás de él. Se emplea la expresión que en el rabinismo designa al discípulo.
Marcos parece tener en la mente una respuesta para toda la vida.
(DEL PÁRAMO S., La Sagrada Escritura, Evangelios, BAC Madrid 1964, I, pp. 344-346)
San Juan Pablo II
La penitencia – metánoia
- Hablar de RECONCILIACIÓN y PENITENCIA es, para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, una invitación a volver a encontrar —traducidas al propio lenguaje— las mismas palabras con las que Nuestro Salvador y Maestro Jesucristo quiso inaugurar su predicación: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc.1, 15) esto es, acoged la Buena Nueva del amor, de la adopción como hijos de Dios y, en consecuencia, de la fraternidad.
¿Por qué la Iglesia propone de nuevo este tema, y esta invitación?
El ansia por conocer y comprender mejor al hombre de hoy y al mundo contemporáneo, por descifrar su enigma y por desvelar su misterio; el deseo de poder discernir los fermentos de bien o de mal que se agitan ya desde hace bastante tiempo; todo esto, lleva a muchos a dirigir a este hombre y a este mundo una mirada interrogante. Es la mirada del historiador y del sociólogo, del filósofo y del teólogo, del psicólogo y del humanista, del poeta y del místico; es sobre todo la mirada preocupada —y a pesar de todo cargada de esperanza— del pastor.
Dicha mirada se refleja de una manera ejemplar en cada página de la importante Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo y, de modo particular, en su amplia y penetrante introducción. Se refleja igualmente en algunos Documentos emanados de la sabiduría y de la caridad pastoral de mis venerados Predecesores, cuyos luminosos pontificados estuvieron marcados por el acontecimiento histórico y profético de tal Concilio Ecuménico.
Al igual que las otras miradas, también la del pastor vislumbra, por desgracia, entre otras características del mundo y de la humanidad de nuestro tiempo, la existencia de numerosas, profundas y dolorosas divisiones.
Un mundo en pedazos
- Estas divisiones se manifiestan en las relaciones entre las personas y los grupos, pero también a nivel de colectividades más amplias: Naciones contra Naciones y bloques de Países enfrentados en una afanosa búsqueda de hegemonía. En la raíz de las rupturas no es difícil individuar conflictos que en lugar de resolverse a través del diálogo, se agudizan en la confrontación y el contraste.
Indagando sobre los elementos generadores de división, observadores atentos detectan los más variados: desde la creciente desigualdad entre grupos, clases sociales y Países, a los antagonismos ideológicos todavía no apagados; desde la contraposición de intereses económicos, a las polarizaciones políticas; desde las divergencias tribales a las discriminaciones por motivos socio religiosos.
Por lo demás, algunas realidades que están ante los ojos de todos, vienen a ser como el rostro lamentable de la división de la que son fruto, a la vez que ponen de manifiesto su gravedad con irrefutable concreción. Entre tantos otros dolorosos fenómenos sociales de nuestro tiempo podemos traer a la memoria:
- la conculcación de los derechos fundamentales de la persona humana; en primer lugar el derecho a la vida y a una calidad de vida digna; esto es tanto más escandaloso en cuanto coexiste con una retórica hasta ahora desconocida sobre los mismos derechos;
- las asechanzas y presiones contra la libertad de los individuos y las colectividades, sin excluir la tantas veces ofendida y amenazada libertad de abrazar, profesar y practicar la propia fe;
- las varias formas de discriminación: racial, cultural, religiosa, etc.;
- la violencia y el terrorismo;
- el uso de la tortura y de formas injustas e ilegítimas de represión; — la acumulación de armas convencionales o atómicas; la carrera de armamentos, que implica gastos bélicos que podrían servir para aliviar la pobreza inmerecida de pueblos social y económicamente deprimidos;
- la distribución inicua de las riquezas del mundo y de los bienes de la civilización que llega a su punto culminante en un tipo de organización social en la que la distancia en las condiciones humanas entre ricos y pobres aumenta cada vez más. La potencia arrolladora de esta división hace del mundo en que vivimos un mundo desgarrado hasta en sus mismos cimientos.
Por otra parte, puesto que la Iglesia —aun sin identificarse con el mundo ni ser del mundo— está inserta en el mundo y se encuentra en diálogo con él, no ha de causar extrañeza si se detectan en el mismo conjunto eclesial repercusiones y signos de esa división que afecta a la sociedad humana. Además de las escisiones ya existentes entre las Comunidades cristianas que la afligen desde hace siglos, en algunos lugares la Iglesia de nuestro tiempo experimenta en su propio seno divisiones entre sus mismos componentes, causadas por la diversidad de puntos de vista y de opciones en campo doctrinal y pastoral. También estas divisiones pueden a veces parecer incurables.
Sin embargo, por muy impresionantes que a primera vista puedan aparecer tales laceraciones, sólo observando en profundidad se logra individuar su raíz: ésta se halla en una herida en lo más íntimo del hombre. Nosotros, a la luz de la fe, la llamamos pecado; comenzando por el pecado original que cada uno lleva desde su nacimiento como una herencia recibida de sus progenitores, hasta el pecado que cada uno comete, abusando de su propia libertad.
Nostalgia de reconciliación
- Sin embargo, la misma mirada inquisitiva, si es suficientemente aguda, capta en lo más vivo de la división un inconfundible deseo, por parte de los hombres de buena voluntad y de los verdaderos cristianos, de recomponer las fracturas, de cicatrizar las heridas, de instaurar a todos los niveles una unidad esencial. Tal deseo comporta en muchos una verdadera nostalgia de reconciliación, aun cuando no usen esta palabra.
Para algunos se trata casi de una utopía que podría convertirse en la palanca ideal para un verdadero cambio de la sociedad; para otros, por el contrario, es objeto de una ardua conquista y, por tanto, la meta a conseguir a través de un serio esfuerzo de reflexión y de acción. En cualquier caso, la aspiración a una reconciliación sincera y durable es, sin duda alguna, un móvil fundamental de nuestra sociedad como reflejo de una incoercible voluntad de paz; y —por paradójico que pueda parecer— lo es tan fuerte cuanto son peligrosos los factores mismos de división.
Mas la reconciliación no puede ser menos profunda de cuanto es la división. La nostalgia de la reconciliación y la reconciliación misma serán plenas y eficaces en la medida en que lleguen —para así sanarla— a aquella laceración primigenia que es la raíz de todas las otras, la cual consiste en el pecado.
La mirada del Sínodo
- Por lo tanto, toda institución u organización dedicada a servir al hombre e interesada en salvarlo en sus dimensiones fundamentales, debe dirigir una mirada penetrante a la reconciliación, para así profundizar su significado y alcance pleno, sacando las consecuencias necesarias en orden a la acción.
A esta mirada no podía renunciar la Iglesia de Jesucristo. Con dedicación de Madre e inteligencia de Maestra, ella se aplica solícita y atentamente, a recoger de la sociedad, junto con los signos de la división, también aquellos no menos elocuentes y significativos de la búsqueda de una reconciliación.
Ella, en efecto, sabe que le ha sido dada, de modo especial, la posibilidad y le ha sido asignada la misión de hacer conocer el verdadero sentido —profundamente religioso— y las dimensiones integrales de la reconciliación, contribuyendo así, aunque sólo fuera con esto, a aclarar los términos esenciales de la cuestión de la unidad y de la paz.
(…)
El término y el concepto mismo de penitencia son muy complejos. Si la relacionamos con metánoia, al que se refieren los sinópticos, entonces penitencia significa el cambio profundo de corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino (Mt.4, 17; Mc.1, 15). Pero penitencia quiere también decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia (cf. Lc.3, 8); toda la existencia se hace penitencia orientándose a un continuo caminar hacia lo mejor. Sin embargo, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, es decir, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla (Cf. Mt 16, 24-26; Mc 8, 34-36; Lc 9, 23-25); para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo (cf. Ef 4,23); para superar en sí mismo lo que es carnal, a fin de que prevalezca lo que es espiritual (cf. 1Cor 3,1-20); para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo.(14) La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano.
En cada uno de estos significados penitencia está estrechamente unida a reconciliación, puesto que reconciliarse con Dios, consigo mismo y con los demás presupone superar la ruptura radical que es el pecado, lo cual se realiza solamente a través de la transformación interior o conversión que fructifica en la vida mediante los actos de penitencia.
(…)
La mirada del Sínodo no ignora los actos de reconciliación (algunos de los cuales pasan casi inobservados a fuer de cotidianos) que en diversas medidas sirven para resolver tantas tensiones, superar tantos conflictos y vencer pequeñas y grandes divisiones reconstruyendo la unidad. Mas la preocupación principal del Sínodo era la de encontrar en lo profundo de estos actos aislados su raíz escondida, o sea, una reconciliación, por así decir fontal, que obra en el corazón y en la conciencia del hombre.
El carisma y, al mismo tiempo, la originalidad de la Iglesia en lo que a la reconciliación se refiere, en cualquier nivel haya de actuarse, residen en el hecho de que ella apela siempre a aquella reconciliación fontal. En efecto, en virtud de su misión esencial, la Iglesia siente el deber de llegar hasta las raíces de la laceración primigenia del pecado, para lograr su curación y restablecer, por así decirlo, una reconciliación también primigenia que sea principio eficaz de toda verdadera reconciliación. Esto es lo que la Iglesia ha tenido ante los ojos y ha propuesto mediante el Sínodo.
De esta reconciliación habla la Sagrada Escritura, invitándonos a hacer por ella toda clase de esfuerzos (2Cor 5, 20); pero al mismo tiempo nos dice que es ante todo un don misericordioso de Dios al hombre (Rom 5, 11; cf. Col 1, 20). La historia de la salvación —tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época— es la historia admirable de la reconciliación: aquella por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados.
La reconciliación se hace necesaria porque ha habido una ruptura —la del pecado— de la cual se han derivado todas las otras formas de rupturas en lo más íntimo del hombre y en su entorno.
Por tanto la reconciliación, para que sea plena, exige necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a unir conversión y reconciliación; es imposible disociar las dos realidades o hablar de una silenciando la otra.
El Sínodo ha hablado, al mismo tiempo, de la reconciliación de toda la familia humana y de la conversión del corazón de cada persona, de su retorno a Dios, queriendo con ello reconocer y proclamar que la unión de los hombres no puede darse sin un cambio interno de cada uno. La conversión personal es la vía necesaria para la concordia entre las personas(17) Cuando la Iglesia proclama la Buena Nueva de la reconciliación, o propone llevarla a cabo a través de los Sacramentos, realiza una verdadera función profética, denunciando los males del hombre en la misma fuente contaminada, señalando la raíz de las divisiones e infundiendo la esperanza de poder superar las tensiones y los conflictos para llegar a la fraternidad, a la concordia y a la paz a todos los niveles y en todos los sectores de la sociedad humana. Ella cambia una condición histórica de odio y de violencia en una civilización del amor; está ofreciendo a todos el principio evangélico y sacramental de aquella reconciliación fontal, de la que brotan todos los demás gestos y actos de reconciliación, incluso a nivel social.
De tal reconciliación, fruto de la conversión, deseo tratar en esta Exhortación. (…)
En la primera parte me propongo tratar de la Iglesia en el cumplimiento de su misión reconciliadora, en la obra de conversión de los corazones en orden a un renovado abrazo entre el hombre y Dios, entre el hombre y su hermano, entre el hombre y todo lo creado. En la segunda parte se indicará la causa radical de toda laceración o división entre los hombres y, ante todo, con respecto a Dios: el pecado. Por último señalaré aquellos medios que permiten a la Iglesia promover y suscitar la reconciliación plena de los hombres con Dios y, por consiguiente, de los hombres entre sí.
(San Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia, 1984, nº 1-4)
Catecismo de la Iglesia Católica
La conversión de los bautizados
1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que “recibe en su propio seno a los pecadores” y que siendo “santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante,busca sin cesar la penitencia y la renovación” (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del “corazón contrito” (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).
1429 De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: “¡Arrepiéntete!” (Ap 2,5.16). S. Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la Iglesia, “existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia” (Ep. 41,12).
La penitencia interior
1430 Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores “el saco y la ceniza”, los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia (cf Jl 2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).
1431 La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron “animi cruciatus” (aflicción del espíritu), “compunctio cordis” (arrepentimiento del corazón) (cf Cc. de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catech. R. 2, 5, 4).
1432 El corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a él nuestros corazones: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos” (Lc 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).
Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento (S. Clem. Rom. Cor 7,4).
1433 Después de Pascua, el Espíritu Santo “convence al mundo en lo referente al pecado” (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, DeV 27-48).
Diversas formas de penitencia en la vida cristiana
1434 La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna (cf. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cf St 5,20), la intercesión de los santos y la práctica de la caridad “que cubre multitud de pecados” (1 P 4,8).
1435 La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).
1436 Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; “es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales” (Cc. de Trento: DS 1638).
1437 La lectura de la Sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.
1438 Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia (cf SC 109-110; CIC can. 1249-1253; CCEO 880-883). Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras).
1439 El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro es “el Padre misericordioso” (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.
Los efectos de este sacramento de la Reconciliación
1468 “Toda la virtud de la penitencia reside en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con él con profunda amistad” (Catech. R. 2, 5, 18). El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, “tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual” (Cc. de Trento: DS 1674). En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera “resurrección espiritual”, una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).
1469 Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (cf 1 Co 12,26). Restablecido o afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos del Cuerpo de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que se hallen ya en la patria celestial (cf LG 48-50):
Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación (RP 31).
1470 En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que el pecado grave nos aparta (cf 1 Co 5,11; Ga 5,19-21; Ap 22,15). Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida “y no incurre en juicio” (Jn 5,24)
La conversion y la sociedad
1886 La sociedad es indispensable para la realización de la vocación humana. Para alcanzar este objetivo es preciso que sea respetada la justa jerarquía de los valores que subordina las dimensiones “materiales e instintivas” del ser del hombre “a las interiores y espirituales” (CA 36):
“La sociedad humana…tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo” (PT 36).
1887 La inversión de los medios y de los fines (cf CA 41), que lleva a dar valor de fin último a lo que sólo es medio para alcanzarlo, o a considerar las personas como puros medios para un fin, engendra estructuras injustas que “hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana, conforme a los mandamientos del Legislador Divino” (Pío XII, discurso 1 Junio 1941).
1888 Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquellas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él (cf LG 36).
1889 Sin la ayuda de la gracia, los hombres no sabrían “acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava” (CA 25). Es el camino de la caridad, es decir, del amor de Dios y del prójimo. La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo: “Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará” (Lc 17,33)
(CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nn. 1427-1439; 1468-1470; 1886-1889)
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
“La conversión”
“El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva”.
La conversión, cambio de mente, designa renuncia al pecado, una penitencia. Este pesar que mira al pasado, va acompañado normalmente de una conversión por la que el hombre se vuelve hacia Dios e inicia una nueva vida. Penitencia y conversión son la condición necesaria para recibir la salvación que trae el Reino de Dios1.
Si bien en nosotros ha habido una conversión cuando nos dimos cuenta de la necesidad de abrazar la religión, siempre es necesaria la conversión a Dios para mejorar en lo mal hecho y acercarnos más a Jesús.
Hay que tender a la segunda conversión que implica entregarnos totalmente a la religión.
Jesús es modelo de hombre religioso y estamos llamados a imitarlo. Jesús es el hombre totalmente entregado a las cosas de Dios, a la religión. Los santos lo han imitado. Cuando uno conoce a Jesús, la misericordia del Padre hecha carne, vive en permanente conversión2.
Todo tiempo es propicio para la conversión. Es necesario entrar en sí mismo y ver qué hay que cambiar, ver cómo es mi relación con Jesús. Si soy perfecto no necesito conversión, pero no soy perfecto, entonces, qué tengo que cambiar.
“En la oración se verifica la conversión del alma hacia Dios y la purificación del ojo interior”3. Como la conversión del hijo pródigo que se inicia cuando el joven reflexionó4.
La conversión implica muerte a nosotros mismos, a nuestro modo de pensar para dejar lugar al querer de Dios. Por eso la primera señal de la conversión es humillarse, es decir, colocar antes que nosotros mismos, la soberanía de Dios5.
Muchas veces se pide que las homilías sean algo concreto y está bien pero no se debe caer tampoco en venir a buscar una receta al problema particular. En el caso presente el Evangelio nos manda la conversión. En qué… cada uno tiene que volverse en sí, reflexionar, enfrentarse a la realidad de su alma frágil y pecadora ver concretamente que hay que cambiar en vistas al encuentro con Jesús.
El Señor enseña a los que escuchan su palabra lo siguiente: Él ha venido para usar misericordia con todos y a llamar a la conversión a todos. Sólo no reciben la salud los que no necesitan de salud, los sanos. En los sanos el Médico no actúa. Pero ¿quién no necesita conversión? ¿Quién es justo de tal manera que no necesite al Justo?
Para que Jesús nos llame a la conversión es necesario que nos reconozcamos pecadores, por los pecados actuales y los pasados. Siempre es necesaria la conversión. La conversión es algo que nunca acaba: “cada día estoy a la muerte” decía San Pablo6 y para que nos visite Jesús tenemos que reconocer que estamos enfermos. Nuestra vida debe ser un morir cada día al hombre viejo y un nacer al hombre nuevo.
Dice el salmista: “Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí”7. Reconocer siempre presente nuestro pecado, la conversión permanente, es el espíritu de compunción.
La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron “animi cruciatus” (aflicción del espíritu), “compunctio cordis” (arrepentimiento del corazón)8.
Compunción es lo mismo que arrepentimiento, contrición, penitencia. Sin embargo, el espíritu de compunción, no es un acto pasajero de arrepentimiento, sino una disposición del alma, mediante la que el hombre se mantiene habitualmente en estado de contrición. Se trata de un hábito. Odio habitual, renuncia habitual al pecado, “así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús”9. El espíritu de compunción es un acto de arrepentimiento continuado. Un sentimiento de contrición que domina constantemente el alma. Nos hace vivir habitualmente muertos al pecado.
De la compunción se siguen otros frutos: da una sana tristeza que no entorpece el espíritu, antes lo vuelve más activo, pronto y diligente para las cosas de Dios; una sana tristeza que no deprime el corazón, sino que lo levanta por la oración y confianza y estimula en el fervor; que en sus mayores amarguras produce siempre la dulzura de un consuelo incomparable10.
¿Cómo adquirir la compunción? Por la oración, pidiendo lágrimas por nuestros pecados, como el salmista “estoy extenuado de gemir, baño mi lecho cada noche, inundo de lágrimas mi cama”11, “son mis lágrimas mi pan, de día y de noche”12 y como lo recomiendan los santos13 y además meditar frecuentemente la Pasión del Señor, donde se aviva nuestro dolor por tantos sufrimientos que paso el Señor por mis pecados.
La compunción de espíritu atrae permanentemente a Jesús el médico divino que ha venido por los que se reconocen enfermos. Muertos al pecados pero vivos para Dios en Cristo. Vivir para Dios en Cristo Jesús, es el ideal que debe movemos a purificarnos por la penitencia, que debe llevarnos a la conversión.
Si no hay compunción desaparece la religión, porque es la conciencia de pecado lo que nos hace volvernos a Dios, único capaz de perdonar nuestros pecados. El hombre moderno y también, lamentablemente, muchos católicos no necesitan de religión porque han perdido la conciencia de pecado y por eso ya no valoran los sacramentos, en especial, el de la penitencia.
El espíritu de compunción produce en nosotros una humillación permanente y una verdadera opresión por nuestros pecados, pero al mismo tiempo se resuelve en un permanente acto de religión, porque acudimos a Dios que puede librarnos por su misericordia de ese estado de angustia.
Si bien la compunción comienza con un acto de autoconciencia, termina en un retorno a Dios, a un olvido de sí mismo y al encuentro con la Divina Misericordia.
La oración, la reflexión, nos ayudan a la conversión14. En la oración conocemos a Dios y nos conocemos a nosotros mismos.
El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una corriente e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo “ven”así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven, pues, in status conversiones; es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris15.
La primera conversión es fruto, a mi modo de ver de un alma joven, sea la edad que se tenga; las conversiones sucesivas se darán si el alma permanece joven16. Es decir para darse totalmente a Dios nuestra conversión deber ser diaria, repetida, constante, mantenida17.
Pero en general, en la vida podríamos hablar de dos verdaderas conversiones: la primera en la que el fiel toma conciencia de su religión personal y la segunda en la cual se entrega a ella por entero. Entre ambas hay infinidad de pequeñas conversiones18.
La conversión implica un desapego de las criaturas y de nosotros mismos o también podríamos decir que es un interiorizarse.
La corriente contrita del mundo contemporáneo, profetizado por Baudelaire y Kierkegaard rehúsa la consideración histórico-mundial; rechaza la adoración del progreso técnico, deja la política a los charlatanes y la propaganda a los venales y desciende al interior del hombre; de donde ha de venir el remedio, si hay remedio19.
1 Jsalén a Mt 3, 2
2 Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Dives in misericordia nº 13, Paulinas Buenos Aires 1980, 54-7
3 S. Tomás, Catena…, San Agustín a Mt 6, 7-8
4 Cf. Lc 15, 17
5 Cf. Lagrange, Vida de Jesucristo…, 63
6 1 Co 15, 31
7 Sal 50, 6
8 Cat. Igl. Cat. Nº 1431…, 330
9 Rm 6, 10-11
10 Cf. San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, XI, 15, http://www.inmaculada.com.es/4.TRATADO.pdf
9 Sal 6, 7
9Sal 41, 4
9 Cf. E.E. nº 55. 203
9 Cf. Lc 15, 17
9 Cf. Juan Pablo II, Dives in misericordia nº 13…, 57
9 S. José María Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa nº 57
9Cf. Juan Pablo II, Hom. 13/1/1980 en la Santa Misa al Colegio Pontificio Irlandés.
9 Cf. Castellani, La catarsis católica en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, Epheta Buenos Aires 1991, 27
9 Castellani, Psicología Humana…, 350-1
San Juan Crisóstomo
Homilía 14
“Mas como oyera Jesús que Juan había sido entregado, se retiró a Galilea…”
(Mt 4, 12ss)
Por qué se retira Jesús al ser encarcelado Juan
- Por qué se retira el Señor otra vez? Para enseñarnos a no arrojarnos nosotros temerariamente a las tentaciones, sino saber ceder y retirarnos. Porque no se nos puede culpar de que no nos precipitemos voluntariamente al peligro, sino de que, venidos a él, no nos mantengamos firmes valerosamente. Para darnos, pues, esta lección y juntamente para mitigar la envidia de los judíos, se retira el Señor a Cafarnaúm. Por otra parte, no sólo iba a cumplir la profecía de Isaías de que nos habla el evangelista, sino que tenía interés en pescar a los que habían de ser maestros de toda la tierra, pues en Cafarnaúm vivían de su profesión de pescadores. Mas considerad, os ruego, cómo en toda ocasión en que tiene el Señor que marchar a los gentiles, son los judíos quienes le dan motivo para ello. Aquí, en efecto, por haber tendido sus asechanzas contra el Precursor y haberlo metido en la cárcel, empujan al Señor a que pase a la Galilea de las naciones. Porque el profeta no habla aquí de una parte del pueblo judaico, ni alude, tampoco, a todas las tribus; mirad más bien cómo define y determinaaquel lugar—la Galilea de las naciones—, diciendo así: Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, el camino del mar en la Transjordania, Galilea de las naciones: El pueblo sentado en las tinieblas vio una luz grande1.Tinieblas llama aquí el profeta no a las tinieblas sensibles, sino al error y laimpiedad. De aquí que añade: A los sentados en la región y sombras de la muerte, una luz les ha salido. Porque os dierais cuenta de que ni la luz ni las tinieblas son aquí las tinieblas y luz sensible, hablando de laluz, no la llamó así simplemente, sino luz grande, la misma que en otra parte llama la Escritura luz verdadera2; y, explicando las tinieblas, les dio nombre de sombras de la muerte. Luego, para hacer ver que no fueron ellos quienes, por haberle buscado, encontraron a Dios, sino éste quien del cielo se les apareció: Una luz—dice—salió para ellos, es decir, la luz misma salió y brilló para ellos, no que ellos corrieran primero hacia la luz. A la verdad, antes de la venida de Cristo, la situación del género humano era extrema. Porque no solamente caminaban los hombres entre tinieblas, sino que estaban sentados en ellas, que es señal de no tener ni esperanza de salir de ellas. Como si no supieran por dónde tenían que andar, envueltos por las tinieblas, se habían sentado en ellas, pues ya no tenían fuerza ni para mantenerse en pie.
Empieza la predicación de Jesús
“Desde aquel momento empezó Jesús a predicar y decir: Arrepentíos, porque está cerca el reino de los cielos”.
—Desde aquel momento… ¿Cuándo? —Desde que Juan fue encarcelado. ¿Y por qué no predicó Jesús desde el principio? ¿Qué necesidad tenía en absoluto de Juan, cuando sus propias obras daban de Éltan alto testimonio? —Para que también por esta circunstancia os deis cuenta de la dignidad del Señor, pues también Él, como el Padre, tiene sus profetas. Es lo que había dicho Zacarías: Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo3. Por otra parte, no quería dejar pretexto alguno a los desvergonzados judíos. Razón que puso Él mismo cuando dijo: Vino Juan, que no comía ni bebía, y dijeron: Está endemoniado. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: He ahí a un hombre comilón y bebedor y amigo de publicanos y pecadores. Y fue justificada la sabiduría por sus propios hijos4. Por otra parte, era necesario que fuera otro y no Él mismo quien hablara primero de sí mismo. Aun después de tantos y tan altos testimonios y demostraciones, le solían objetar: Tú das testimonio sobre ti mismo. Tu testimonio no es verdadero5.¿Qué no hubieran dicho si Juan, presentándose entre ellos, no hubiera primero atestiguado al Señor? La razón, en fin, por que Jesús no predicó ni hizo milagros antes de que Juan fuera metido en la cárcel, fue para no dar de ese modo lugar a una escisión entre la muchedumbre. Por la misma razón tampoco Juan obró milagro alguno, pues así quería entregarle a Él la muchedumbre. Sus milagros la arrastrarían hacia Él. En fin, si aun con tantas precauciones antes y después del encarcelamiento, todavía sentían celos de Jesús los discípulos de Juan y las turbas sospechaban que Juan y no Jesús era el Mesías, ¿qué hubiera sucedido sin todo eso? Por todas estas razones indica Mateo que desde entonces empezó Jesús a predicar. Es más, al principio Jesús repite la misma predicación de Juan. Y todavía no habla de sí mismo, sino que se contenta con predicar lo que aquél había ya predicado. Realmente, bastante era que por entonces aceptaran aquella predicación, puesto que todavía no tenían sobre el Señor la opinión debida.
Los primeros discípulos de Jesús
- Por la misma razón, en sus comienzos, el Señor no pronuncia palabra dura ni molesta, como cuando Juan habla del hacha y del árbol cortado. Jesús no se acuerda ya ni del bieldo, ni de la era, ni del fuego inextinguible. Sus preludios son todos de bondad, y el primer mensaje que dirige a sus oyentes versa sobre los cielos y el reino de los cielos. Y, caminando orillas del mar de Galilea, vio a dos hermanos: Simón—que se llama Pedro—y Andrés, su hermano, que estaban echando sus redes al mar, pues eran pescadores. Y les dijo: Venid en pos de mí y yo os haré pescadores de hombres. Y ellos, dejando sus redes, le siguieron. Realmente, Juan cuenta de otro modo la vocación de estos discípulos. Lo cual prueba que se trata aquí de un segundo llamamiento, lo que puede comprobarse por muchas circunstancias. Juan, en efecto, dice que se acercaron a Jesús antes de que el Precursor fuera encarcelado; aquí, empero, se nos cuenta que su llamamiento tuvo lugar después de encarcelado aquél. Allí Andrés llama a Pedro; aquí los llama Jesús a los dos. Juan cuenta que, viendo Jesús venir a Pedro, le dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás. Tú te llamarás Cefás, que se interpreta Pedro6,es decir, “roca”. Mateo, empero, dice que Simón llevaba ya ese nombre: Porque, viendo —dice—aSimón, el que se llama Pedro. Que se trate aquí de segundo llamamiento, puede también verse por el lugar de donde son llamados y, entre otras muchas circunstancias, por la facilidad con que obedecen al Señor y todo lo abandonan para seguirle. Es que estaban ya de antemano bien instruidos. En Juan se ve que Andrés entra con Jesús en una casa y allí le escucha largamente; aquí, apenas oyeron la primera palabra, le siguieron inmediatamente. Y es que, probablemente, le habían seguido al principio y luego le dejaron; y, entrando Juan en la cárcel, también ellos se retirarían y volverían a su ordinaria ocupación de la pesca. Por lo menos así se explica bien que el Señor los encuentre ahora pescando: É1 por su parte, ni cuando quisieron al principio marcharse se lo prohibió, ni, ya que se hubieron marchado, los abandonó definitivamente, No, cedió cuando se fueron; pero vuelve otra vez a recuperarlos. Lo cual es el mejor modo de pescar.
La fe y la obediencia con que los discípulos siguen al Señor
Mas considerad la fe y obediencia de estos discípulos. Hallándose en medio de su trabajo—y bien sabéis cuán gustosa es la pesca—, apenas oyen su mandato, no vacilan ni aplazan un momento su seguimiento. No le dijeron: Vamos a volver a casa ydecir adiós a los parientes. No, lo dejan todo y se ponen en su seguimiento, como hizo Eliseo con Elías. Ésa es la obediencia que Cristo nos pide: ni un momento de dilación, por muy necesario que sea lo que pudiera retardar nuestro seguimiento. Al otro que se le acercó y le pidió permiso para ir a enterrar a su padre, no se lo consintió. Con lo que nos da a entender que su seguimiento ha de ponerse por encima de todo lo demás. Y no me digáis que fue muy grande la promesa que se les hacía, pues por eso los admiro yo particularmente. No habían visto milagro alguno del Señor, y, sin embargo, creyeron en la gran promesa que les hacía y todo lo pospusieron a su seguimiento. Ellos creyeron, en efecto, que por las mismas palabras con que ellos habían sido pescados lograrían también ellos pescar a otros. A Andrés y Pedro eso les prometió el Señor, mas en el llamamiento de Santiago y Juan no se nos habla de promesa alguna. Seguramente la obediencia de los que les precedían les había ya preparado el camino. Por otra parte, también ellos habían antes oído hablar mucho de Jesús. Pero mirad por otra parte cuán puntualmente nos da a entender el evangelista la pobreza de estos últimos discípulos. Los halló, efectivamente, el Señor cosiendo sus redes. Tan extrema era su pobreza, que tenían que reparar sus redes rotas por no poder comprar otras nuevas. Y no es pequeña la prueba de su virtud que ya en eso nos presenta el evangelio: soportan generosamente la pobreza, se ganan la vida con justos trabajos, están entre sí unidos por la fuerza de la caridad y tienen consigo y cuidan a su padre.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Obras de San Juan Crisóstomo, Homilía 14, 1-2, BAC Madrid 1955 (I), pp. 255-260)
1 Is 4, 1-2
2 Jn 1, 9
3 Lc 1, 76
4 Mt 11, 18-19
5 Jn 8, 13
6 Jn 1, 37 ss.
Guion III Domingo de Tiempo Ordinario – Ciclo B
(21 de enero de 2024)
Entrada:
Este domingo la Iglesia nos presenta la predicación inicial de Jesús y la llamada de los primeros discípulos. Tanto el carácter urgente de la llamada de Jesús como lo inmediato e incondicional del seguimiento por parte de los discípulos manifiesta la grandiosidad y el atractivo de la persona de Jesús.
Primera Lectura:
El mensaje de misericordia ha sido acogido por el pueblo de Nínive. Sus habitantes hicieron penitencia y Dios los perdonó.
Segunda Lectura:
Debemos aprovechar este tiempo de gracia y salvación haciendo caso omiso de lo que este mundo nos presenta porque todo es pasajero.
Evangelio:
A todos nos es necesario la conversión al Evangelio de Jesucristo, creer en su Persona y seguir su doctrina.
Preces:
Hermanos: acudamos con gran confianza al Señor que se inclina hacia nosotros y escucha nuestras súplicas.
A cada intención respondemos:…
- Por el Santo Padre Francisco, para que siga proclamando el Evangelio a todo el mundo y que la Iglesia reciba con fe y gratitud los dones que el Espíritu le distribuye a cada uno y los emplee en la edificación de su pueblo. Oremos.
- Por los Pastores de la Iglesia, encargados por el mismo Cristo de apacentar el rebaño, para que con abnegada solicitud cuiden de propagar la fe y de hacer crecer la unión entre los miembros de Cuerpo Místico. Oremos.
- Por una estable paz entre las naciones, por todos los que sufren hoy día el flagelo de la guerra y son víctimas de la violencia; y por nuestra Patria, para que todo su pueblo sepa discernir lo que es bueno y tenga el valor y la constancia de llevarlo a la práctica. Oremos.
- Por las familias cristianas, para que vivan unidas por medio de un amor sincero y abiertas a las necesidades espirituales y materiales de los demás. Oremos.
- Por los enfermos, los que están desorientados, los tristes y abandonados, para que encuentren en su camino quien los ayude a abrir sus corazones a la esperanza cristiana. Oremos.
Señor, fuente de todo bien, atiende favorablemente nuestros ruegos y alegra nuestros corazones con la abundancia de tu misericordia. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Procesión de ofrendas:
El deseo de seguir a Cristo en la radicalidad de su mensaje evangélico de conversión, va acompañado de nuestros dones:
Ofrecemos:
- Incienso simbolizando nuestras oraciones y sacrificios con el fin de extender el Reino de Dios por todo el mundo.
- Pan y vino para ser transformados en Cristo salvación de todos los hombres.
Comunión:
La Buena Nueva consiste en el infinito Amor de Dios por el hombre: se entregó por nosotros y nos amó hasta el fin.
Salida:
De la mano de María Santísima seamos solícitos mensajeros del Reino de Dios para que todos los hombres puedan experimentar qué bueno es el Señor.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM), San Rafael, Argentina)
Celo por las almas
Una niña de 11 años había visto llorar con frecuencia a su madre, y ella misma enrojecía de vergüenza al ver regresar a casa casi todas las noches a su padre completamente borracho.
Algunos días después de la primera Comunión, la niña resolvió trabajar por la conversión de su padre. Al mediodía, única comida que hacían en la familia, comió la sopa y un poco de pan, rehusando los otros platos.
- ¡Tú estás enferma!– le dijo la madre asombrada.
- No, mamá.
- ¡Come, pues! –insistió el padre.
Se atribuyó esto a un capricho de la niña y trataron de castigarla. Por la noche, estando ya acostada la niña, pero aún despierta, llegó el padre borracho y comenzó a blasfemar. La niña al oír las blasfemias, se deshacía en lágrimas.
Al día siguiente se negó a tomar otra cosa que pan y agua. La madre se inquietaba, y el padre, enfadado y colérico, le dijo:
- ¡Te mando que comas!
- No -respondió la niña con entereza- mientras tú te emborraches, hagas lloras a mamá y blasfemes, he prometido a Dios mortificarme para que no te castigue.
El padre bajó la cabeza avergonzado. Por la noche regresó a casa tranquilo y la niña se mostró radiante de alegría y con buen apetito. Poco tiempo después, cuando el padre reincidió en su habitual vicio, la hija reanudó sus ayunos y abstinencias. Nada se atrevió a decir entonces el pecador; pero gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. La madre lloraba también. Solamente la niña permanecía tranquila.
Él se puso en pie, y tomando a su hija en los brazos:
- ¡Pobre mártir! –le dijo-; ¡en adelante no te afligirás de esta manera!
- ¡Si, papá; yo continuaré así hasta la muerte, o hasta el día que te conviertas!
- ¡Hija mía, desde hoy no os haré llorar ni a ti ni a tu madre!
Y cumplió su palabra.
¡A ver!…, los que soñáis con un apostolado fecundo, ¿os habéis convencido de que no hay apostolado eficaz sin sacrificio propio y sin penitencia?
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, página 88. Editorial Sal Terrae, Santander, 1959)