PRIMERA LECTURA
Lo vieron elevarse
Lectura de los Hechos de los apóstoles 1, 1-11
En mi primer Libro, querido Teófilo, me referí a todo lo que hizo y enseñó Jesús, desde el comienzo, hasta el día en que subió al cielo, después de haber dado, por medio del Espíritu Santo, sus últimas instrucciones a los Apóstoles que había elegido.
Después de su Pasión, Jesús se manifestó a ellos dándoles numerosas pruebas de que vivía, y durante cuarenta días se le apareció y les habló del Reino de Dios.
En una ocasión, mientras estaba comiendo con ellos, les recomendó que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre: «La promesa, les dijo, que yo les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días.»
Los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?»
El les respondió: «No les corresponde a ustedes conocer el tiempo y el momento que el Padre ha establecido con su propia autoridad. Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra.»
Dicho esto, los Apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos. Como permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir.»
Palabra de Dios.
SALMO Sal 46, 2-3. 6-9
R. El Señor asciende entre aclamaciones.
O bien:
Aleluia.
Aplaudan, todos los pueblos,
aclamen al Señor con gritos de alegría;
porque el Señor, el Altísimo, es temible,
es el soberano de toda la tierra. R.
El Señor asciende entre aclamaciones,
asciende al sonido de trompetas.
Canten, canten a nuestro Dios,
canten, canten a nuestro Rey. R.
El Señor es el Rey de toda la tierra,
cántenle un hermoso himno.
El Señor reina sobre las naciones
el Señor se sienta en su trono sagrado. R.
SEGUNDA LECTURA
Lo hizo sentar a su derecha en el cielo
Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los cristianos de Efeso 1, 17-23
Hermanos:
Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que les permita conocerlo verdaderamente. Que él ilumine sus corazones, para que ustedes puedan valorar la esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos, y la extraordinaria grandeza del poder con que él obra en nosotros, los creyentes, por la eficacia de su fuerza.
Este es el mismo poder que Dios manifestó en Cristo, cuando lo resucitó de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el cielo, elevándolo por encima de todo Principado, Potestad, Poder y Dominación, y de cualquier otra dignidad que pueda mencionarse tanto en este mundo como en el futuro.
El puso todas las cosas bajo sus pies y lo constituyó, por encima de todo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo y la Plenitud de aquel que llena completamente todas las cosas.
Palabra de Dios.
ALELUIA Mt 28, 19a. 20b
Aleluia.
Dice el Señor:
Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos.
Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo.
Aleluia.
EVANGELIO
Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo 28, 16-20
En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de Él; sin embargo, algunos todavía dudaron.
Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo.»
Palabra del Señor.
José María Solé – Roma, C.F.M.
Ascensión del Señor
HECHOS 1. 1-11:
San Lucas nos ha dejado dos relatos de la Ascensión del Señor. Tanto en su Evangelio como en los Hechos, la Ascensión es la culminación, la meta en la carrera del Mesías-Salvador. El intermedio de cuarenta días que corren entre la Resurrección y la Ascensión gloriosa es sumamente provechoso para la Iglesia:
— a) El Resucitado, con reiteradas apariciones, deja a los discípulos convencidos de que ha vencido a la muerte (3a). b) A la vez completa con sus instrucciones e instituciones el «Reino» = la Iglesia (3b). e) Les promete el inmediato Bautismo de Espíritu Santo para el que deben disponerse.
— Todavía los Apóstoles sueñan en su «Reino Mesiánico» terreno y político (6). Jesús insiste en orientarlos hacia el Espíritu Santo. Van a recibir el «Bautismo» del Espíritu Santo; y con él: Luz para comprender el sentido espiritual del «Reino»; humildad para ser instrumentos dóciles al Padre (7); vigor y audacia para ser los Testigos del Resucitado en Palestina y hasta en los confines del orbe (8).
— La «Nube» (9) es el signo tradicional en la Escritura que vela y revela la presencia divina (Ex 33, 20; Núm 9, 15). En adelante le veremos velado: en fe y en signos sacramentales. Esta partida no deja tristes a los Apóstoles. Saben que el Resucitado-Glorificado queda con ellos con una presencia invisible pero íntima, personal, espiritual. La Ascensión más bien los inunda de gozo: «Se volvieron a Jerusalén con grande gozo» (Lc 24, 52). Con gozo y con esperanza de su retorno: «Volverá» (11). San Pablo traduce la fe eclesial de esta esperanza, que será el retorno glorioso del Señor y nuestra «Ascensión» gloriosa a una con Él: «El Señor descenderá del cielo… Y resucitarán los muertos en el Señor… Y seremos arrebatados sobre las nubes hacia el encuentro del Señor. Y ya por siempre estaremos con el Señor» (I Tes 4, 17). Pero entre tanto nos toca ser Testigos del Resucitado y constructores de su «Reino» (11), en una duración y en unas vicisitudes que son un secreto del Padre. Fiemos del que ha subido al. Padre: Non ut a nostrahumilitatediscederet, sed ut illucconfideremus, suamembra, nos subsequi, quo ipso, caputnostrumprincipiumque, praecessit. (Praef.)
EFESIOS 1, 17-23:
Sobre la base del hecho histórico de la Ascensión nos da San Pablo una rica teología del mismo:
— Para entender la Gloria con la que el Padre de la Gloria ha glorificado a Cristo y de la que vamos a ser partícipes (1813), es necesario tener los ojos del corazón iluminados por la luz del Espíritu Santo (18 a). Luz que nos hace conocer al Padre (17) y nos orienta a la Patria (18).
— A esta luz sabemos que Cristo Resucitado está a la diestra del Padre; es decir, comparte con el Padre honor y gloria, poder y dominio universal (20-23). Es la plenitud cósmica; premio que el Padre otorga al Hijo que se encarnó y se humilló hasta la muerte a gloria del Padre (Fip 2, 11).
— Y sobre todo, a esta luz sabemos de otra plenitud y soberanía que ejerce Cristo a la diestra del Padre: es la Capitalidad de Cristo, su acción salvadora y santificadora que ejerce sobre todos los redimidos. Cristo, que es la «Plenitud de Dios» (Col 1. 19), hinche de su vida divina la Iglesia. Y con ello, ésta, colmada de vida y de gracia por Cristo, que es su Cabeza, puede ser a su vez digno Cuerpo y Plenitud de Cristo. Cristo, en quien reside la gracia salvífica y divinizadora (Plenitud de Dios), la diluvia sobre su Iglesia (su Cuerpo-su Esposa). Y mediante la Iglesia (Sacramento de Cristo), la gracia de Cristo llega a todas las almas. Con esto la Iglesia se convierte en Plenitud y Complemento (Pleroma) de Cristo. Cristo es, pues, Plenitud de la Iglesia es su Cabeza y Jefe; es su Piedra fundamental, su clave de arco; es su Esposo y Salvador. Y la Iglesia es Plenitud de Cristo es su Cuerpo y su Pueblo; su Edificio y su Templo; es la Esposa que Él se elige y hermosea para que sea su gozo y su gloria. La Eucaristía es el abrazo cada día más íntimo, más vital, más unificante y santificante del Esposo a la Esposa.
MATEO 28, lb-20:
San Mateo centra la atención en las apariciones del Resucitado en Galilea. Tienen un valor trascendental por las riquezas eclesiales que entrañan y que Mateo acentúa:
— A la vez que la escena que narra Mateo es testamento y despedida del Maestro, es también el acto y certificación de la institución del Nuevo Reino de Dios. Cesa la vieja Alianza; y el Rey Mesiánico, cuya Resurrección acaba de probar la plenitud de sus poderes divinos (18), instituye la Alianza Nueva, la Iglesia, y otorga a sus Apóstoles misión y poderes para llevar la salvación a todos los confines de la tierra (19).
— Bien que la llamamos «Nueva» Alianza no rompe la continuidad con la Antigua. A lo largo de todo el Evangelio Mateo ha subrayado cómo en Cristo se cumplían y llegaban a plenitud todas las profecías, promesas y esperanzas de Israel. Todas las figuras, sombras y prenuncios adquirirían en Jesús-Mesías realidad, verdad, plenitud. Hay continuidad en el plan salvífico de Dios. En virtud de esta continuidad nace la Iglesia. Como toda la Antigua Alianza se orienta a Cristo y en Él converge, toda la Nueva Alianza de Él trae su origen y su vigor. No se puede estudiar la Eclesiología sino en la Cristología.
— Por esto en el desarrollo y contingencias de la Iglesia Cristo no es ajeno ni ausente. «Estoy con vosotros hasta el final de los tiempos» (20). Presencia personal de Cristo en la Iglesia y presencia personal en cada cristiano. Presencia mística y oculta, pero real, gozosa, dinámica. Cristo es Señor: De cielo y tierra; de los hombres y de la historia.
— La Iglesia, continuadora de la Obra de Jesús, recibe de Él, los poderes y el mandato, el derecho y el deber de proclamar el Evangelio al mundo entero; de «hacer discípulos» y bautizar a todos los hombres que acepten el Evangelio (vv 19.20).
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 129-132)
Gran Enciclopedia Rialp
La Ascensión
- El hecho. La Iglesia católica confiesa como dogma de fe que Jesucristo subió a los cielos con el alma y la carne y está sentado a la diestra del Padre con su carne según el modo natural de existir (cfr. Denz.Sch. 12 ss.; 44; 72; 125; 150; 167; 189; 502; 681; 791; 801; 852; 1338 y 1636). Esta confesión de la Iglesia se basa en la S. E., según la cual Jesús, 40 días después de Pascua, y tras haberse aparecido a los discípulos en diversas ocasiones y comido con ellos, “los llevó hasta cerca de Betania y levantando sus manos les bendijo, y mientras los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo” (Lc 24, 50-51) “y una nube le sustrajo a sus ojos. Mientras estaban mirando al cielo, fija la vista en Él, que se iba, dos varones con hábitos blancos se les pusieron delante y les dijeron: Hombres de Galilea, ¿qué estáis mirando ‘al cielo? Ese Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros a las alturas, vendrá como le habéis visto ir al cielo” (Act 1, 9-11).
- Los testimonios del Nuevo Testamento. Pueden clasificarse en tres grupos: a) Textos que describen el hecho visible e histórico: En este grupo se incluyen los tres textos clásicos de Mc 16, 19; Lc 24, 50-52, y Act 1, 1-14, de los que nos ocuparemos más adelante; b) Textos que contienen un enunciado genérico sobre la A.: Afirman explícitamente que Jesús ha ascendido al cielo pero sin precisar el hecho visible ni las circunstancias. Entre ellos pueden incluirse Eph 4, 10; 1 Tim 3, 16; Heb 8; Act 2, 33; 5, 30; 1 Pet 3, 22; c) Textos que no mencionan explícitamente la A., pero se refieren a ella implícitamente: He aquí una lista lo más completa posible. De S. Pablo: 1 Thes 1, 10; 4, 16; 2 Thes 1, 7; 1 Cor 4, 5; 2 Cor 4, 14; 5, 110; Rom 8, 34; Philp 2, 911; 3, 2021Col 1, 1820; 2, 1015; 3, 14; Eph 1, 3.10.20; 2, 6; 6, 9; 1 Tim 1, 4; 2 Tim 2, 812; 4, 1.8.18; Tit 2, 13. De las epístolas católicas: 1 Pet 1, 3; 1, 21; 4, 13; 5, 1.4; Iac 5, 7; 1 lo 2, 1.28; 3, 2. De los Hechos de los Apóstoles: Act 7, 55; 3, 20; 9, 3.17. De S. Juan: lo 3, 13; 6, 63; 7, 39; 12, 23; 12, 3233; 13, 1; 16, 14; 17, 5.
- Dos aspectos del misterio. Según el relato de S. Lucas, Cristo subió a los cielos 40 días después de Pascua, mientras que de los textos de S. Juan y S. Pablo parecería desprenderse que subió junto al Padre el mismo día de la Resurrección (v.). En realidad no hay contradicción, pues, como dice P. Benoit (v. bibl.), “estos dos hechos conciernen ciertamente al mismo y único misterio de la exaltación gloriosa del Señor, pero considerándolo desde dos puntos de vista diferentes y complementarios”. Es decir, en el misterio de la exaltación de Cristo podemos distinguir dos aspectos: el hecho histórico, ocurrido en el tiempo y en el espacio (la A. visible a los cielos 40 días después de Pascua), que es expresión de otro acontecimiento que tuvo lugar desde el momento de la Resurrección. Pablo y Juan insisten en esta realidad básica, mientras que Lucas nos habla del hecho histórico en que culmina. En suma cabe “distinguir dos momentos y dos modos en el misterio de la A.: a) una exaltación celeste, invisible pero real, por la que Cristo resucitado subió junto a su Padre, desde el día de la Resurrección; b) una manifestación visible que Él se dignó dar de tal exaltación y que acompañó a su última partida en el monte de los Olivos” (Benoit).
- La Ascensión como hecho visible. A lo largo de los siglos no han faltado, sin embargo, autores que han pretendido negar el hecho de la A. como hecho visible realmente ocurrido, bien negándolo en absoluto, bien interpretándolo como mera expresión simbólica de una realidad exclusivamente espiritual (es decir, se habría dado una exaltación de Cristo, pero los Apóstoles no habrían presenciado ninguna A. sino que habrían compuesto esos relatos para expresar o simbolizar la exaltación espiritual, única según estos autores realmente ocurrida). Como decíamos, la fe católica afirma ambas realidades, que están íntimamente ligadas. Cristo podría, ciertamente, no habernos dado el testimonio visible de su A., pero de hecho quiso hacerlo, de forma que nos constara más claramente la historicidad de su Resurrección y exaltación. Vamos a continuación a trazar una breve historia de las negaciones de la A., para responder luego a sus argumentos, mostrando como los textos de la S. E. afirman el hecho histórico de la A. visible de una manera que no deja lugar a dudas.
a.) Historia de las negaciones críticas. De la negación por parte de los judíos deja constancia S. Justino en el Diálogo con Trifón, 108 (PG 6, 725728). De las objeciones de los. paganos se encuentran ecos en las obras de S. Justino (la Apología, 21: PG 6, 360361), Tertuliano (Apologeticum, 21: PL 1, 460), Orígenes (Contra Celso, 3, 22 ss.: PG 11, 943 ss.) y S. Agustín (Sermo 242: PL 38, 1140).
La negación moderna de la A., unida a la de la Resurrección, tuvo su origen a fines del s. xviii en Francia y Alemania. Voltaire (v.) en 1762 publicó el Testamento de J. Meslier, y G. E. Lessing (v.) en 1778 terminó de publicar los Fragmentos de H. S. Reimarus (v.). Con estas obras se lanzó la teoría del fraude intencionado de los discípulos, influidos dicen por los relatos de ascensiones de otras literaturas, tanto paganas como veterotestamentarias. La teoría del fraude prosperó algo y en ella tienen su raíz casi todas las teorías posteriores que atacan la autenticidad histórica de la A. Del fraude intencionado se pasó a la llamada explicación natural del misterio, de H. E. G. Paulus, que, con ligeras variantes, sostuvo también F. Schleiermacher (v.). Para estos autores, la A. se redujo a una simple separación de Jesús y sus discípulos, que éstos interpretaron como a. espiritual al cielo y las generaciones sucesivas como a. corporal. El paso siguiente consiste en explicar la A. como un mito creado por la piedad de la primitiva comunidad (v. MITO II; DESMITOLOGIZACIóN); C. Hase, en 1829, fue el creador de esta teoría, que D. F. Strauss desarrolló ampliamente y que ha tenido influencia hasta nuestros días. La han sostenido, entre otros, la Escuela protestante de Tubinga (v.), E. Renan (v.), M. Goguel y R. Bultmann (v.). “Ante todo, los apóstoles sólo habrían percibido de modo estrictamente espiritual el triunfo de Jesús. Lo que resucitaba era su fe, dice Goguel, y sus experiencias místicas les hicieron concluir que el espíritu del Maestro muerto había alcanzado el mundo divino… Éste sería, a grandes rasgos, el origen de la fe en la A. según numerosos críticos, de Strauss a Bultmann” (A. Brunot, o. c. en bibl., 828).
(…)
- c) Historicidad de los relatos. La autenticidad de los textos no ofrece dudas: los argumentos incluso estrictamente científicos son tales, que la opinión contraria no puede ser sostenida en modo alguno. Ahora bien, aun siendo auténticos es decir, perteneciendo a los libros sagrados tal y como fueron compuestos en la época apostólica, ¿lo que nos narran corresponde a lo realmente ocurrido? Llegamos así al segundo tipo de objeciones, que es, como veíamos, el que domina en la crítica reciente de tipo racionalista. Esos autores hablan de una evolución de la tradición (paulina, sinóptica y libro de los Hechos) en virtud de la cual se habría pasado de la afirmación de una mera exaltación espiritual a su expresión en un hecho visible. Argumentan sobre todo diciendo que en Act se habla de 40 días, que, en cambio, no se mencionan en Lc.
Pero todo ello no sólo se opone a la fe sino que carece de toda base exegética. Larrañaga (o. c., II, 19283), después de un detenido estudio, concluye lo siguiente: 1) La primera tradición apostólica, y en especial la catequesis de Pedro y Pablo, alude con frecuencia al misterio. 2) De los cuatro evangelistas, dos, y probablemente tres, hablan del misterio (cfr. Le 24, 4453; Act 1, 114; lo 6, 62; 20, 17; Me 16, 1420). 3) El estudio comparativo del doble relato de S. Lucas, a través de paralelismos y variantes de idea y expresión, hace ver que el segundo relato no es más que una simple variación más desarrollada del primero. 4) Con respecto a la localización, la fórmula de Le 24, 50: eos pros Bezanían (hacia Betania) no pone el término del camino precisamente en Betania, sino en aquel punto del monte de los Olivos donde se toma el camino para ir a ella, y se armoniza fácilmente con la indicación de Act 1, 12, que pone la A. sobre el Olivete. 5) El periodo mismo de los 40 días. está contenido implícitamente en Act 10, 41; 13, 31; 1 Cor 15, 59; y en los relatos de la Resurrección de Mt, Me y lo; por otra parte, las fórmulas empleadas en Le 24, 44, permiten entrever la yuxtaposición de hechos separados entre sí por el espacio de 40 días. 6) Por fin, el sentido del número 40 está lejos de ser meramente simbólico en la S. E.; en el A. T., es perfectamente histórico, aunque alguna vez redondo o aproximado; en el N. T. se emplea sólo dos veces tratándose de días (el ayuno de Jesús en el desierto y la A.); el sentido histórico del número 40 parece, en este caso, preciso y matemático, dado el método de las indicaciones cronológicas en S. Lucas.
El valor histórico de los relatos evangélicos sobre la A. es, en resumen, algo que no sólo nos lo garantiza la fe, sino que lo confirma la investigación exegético-crítica. Cristo resucitado tiene un cuerpo real, ciertamente glorificado y transformado por el Espíritu, pero verdadero y en su sustancia última el mismo que nació de la Virgen María, fue clavado en la Cruz y depositado en el sepulcro. Y es ese cuerpo el que, ante los ojos de los Apóstoles, se elevó hacia los cielos.
- La exaltación y glorificación de Cristo. La elevación contemplada por los Apóstoles es el signo de una exaltación y glorificación más profundas. Los símbolos de fe al referirse al misterio de la A. suelen usar la fórmula “subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre”. “Estar sentado -advierte el Catecismo romano- no significa aquí una situación o figura del cuerpo sino que expresa la posesión firme y estable de la regia y suprema potestad y gloria que (Cristo) recibió del Padre” (p. I, c. 7, n. 3). En otras palabras, con una metáfora tomada de los usos de las cortes antiguas y que en parte continúa en nuestros días se indica “la incorporación definitiva de la naturaleza humana de Cristo a la gloria oculta de la vida divina” (Schmaus). La A., en ese sentido, significa no sólo la conclusión del tiempo durante el cual Cristo se manifestaba de manera visible a sus discípulos, retirándose de nuestra vista hasta el día en que volverá con todo su poder y majestad (v. PARUSÍA), sino, especialmente, la plena glorificación de Cristo.
La exaltación de Cristo en la A. hay, pues, que verla a la luz de la unidad del misterio pascual. La A. hace definitiva la victoria de Cristo sobre la muerte conseguida en la Resurrección (v.), es la plenitud de la Resurrección. Pero tiene su comienzo en la misma Cruz. La glorificación de Cristo comienza con la muerte de cruz (lo 3, 14 ss.; 12, 2333; Mt 6, 62), ya que en ella, en la Cruz, se realiza el sacrificio supremo y definitivo y tiene lugar el triunfo absoluto sobre el pecado y la muerte. La Resurrección, la A., el envío del Espíritu Santo son fruto de la Cruz. A este respecto es particularmente revelador el himno de la epístola de S. Pablo a los Filipenses en el que se muestra la glorificación de Cristo enraizada en su humillación: “se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los infiernos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Philp 2, 711).
Conviene precisar, finalmente, que cuando hablamos de los cielos o del cielo (v.) no nos referimos tanto a un lugar cuanto a un estado: a ese estado de plenitud de glorificación al que venimos refiriéndonos. Ciertamente Cristo tiene cuerpo real, pero glorificado y, por tanto, con unas cualidades diversas de los cuerpos sometidos a nuestra experiencia. Plantear por eso la cuestión de dónde está el cuerpo de Cristo es plantear una pregunta a la que no estamos en condiciones de dar una respuesta acabada. Los escolásticos intentaron poner en relación la verdad de la A. con sus conocimientos cosmológicos; sus reflexiones tienen a veces un cierto interés, pero se debe subrayar que este dogma, tal y como es enseñado en la S. E. y la Tradición, es totalmente independiente de cualquier concepción física del mundo.
Digamos, finalmente, que si bien la A. indica que Cristo ha retirado su presencia visible, no por ello se ha alejado de nosotros. Más aún la A. implica que Cristo posee la plenitud del poder santificador. Cristo es el nuevo Adán (cfr. Rom 5, 18) y todo suceso de su vida modifica la condición de nuestra propia vida desde lo más profundo de nuestro ser. La Humanidad de Cristo es causa ejemplar de nuestra salvación (cfr. Eph 2, 46) y, por tanto, la exaltación de la Humanidad de Cristo ha de reflejarse de alguna manera en la salvación de los hombres. “Os conviene que yo me vaya” (lo 16, 7), dijo el Señor a sus discípulos refiriéndose al primer fruto salvífico de la A.: la misión del Espíritu Santo (v.). Pero además de la recepción del Espíritu, la A. de Jesús nos proporciona otros frutos de orden escatológico: Cristo es el precursor que nos arrastra al cielo (cfr. Col 3, 34); es más, en Cristo ya estamos en el cielo (cfr. Eph 2, 6). S. Tomás de Aquino (v.) explica que la A. es causa de nuestra salvación de dos modos: por parte nuestra, en cuanto que el hecho sensible, del que concedió a los discípulos ser testigos, nos despierta la fe, la esperanza y el amor; y por parte de Cristo, en cuanto que nos prepara el camino del cielo, intercede por nosotros con su sacerdocio eterno y, sentado a la diestra de Dios, nos envía sus dones y especialmente el Espíritu Santo (Sum. Th., 3 q57 a6).
- Conclusión. La unidad entre los dos aspectos estudiados, histórico y celeste, queda reflejada de un modo singular en una página del primitivo cristianismo, que transcribimos a modo de resumen, y que constituye un valioso testimonio de lo que ha sido siempre el sentir de la Iglesia con respecto al misterio de la A.: “Durante el tiempo que transcurre entre la Resurrección y la subida a los cielos cuidó la Providencia divina de los suyos, énseñándoles y revelándose a su mirada y a su corazón: tenían que saber que nuestro Señor Jesucristo, hecho verdaderamente hombre, el que padeció y murió, también había resucitado realmente de entre los muertos. Los bienaventurados Apóstoles y los discípulos, que estaban consternados por la muerte de Cristo y que dudaban de su Resurrección, quedaron firmemente fortalecidos al ver la verdad y se alegraron, en vez de apenarse, cuando Cristo subió a los cielos Y de hecho los discípulos tenían numerosos motivos para regocijarse al ver que la naturaleza humana del Señor tomaba posesión de su sitio sobre todas las criaturas del cielo… su morada estaba junto al Padre eterno y participaba de la gloria del trono de aquel con cuya esencia estaba unida la naturaleza humana por medio del Hijo. La A. de Cristo significa a la vez nuestro encumbramiento; nuestro cuerpo puede esperar ser llamado allí donde la `gloria de la Cabeza’ le ha precedido… No sólo se nos ha asegurado en este día la posesión del Paraíso, sino que ya hemos subido con Cristo a las alturas del Cielo. De mucho más valor es lo que se nos ha concedido por la inefable gracia del Señor que lo que perdimos por envidia del diablo. Aquella naturaleza que el enemigo expulsó de la felicidad de su mirada primera ha sido incorporada por el Hijo de Dios a sí y puesta a la diestra del Padre, con quien vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, Dios por toda la eternidad” (S. León Magno, v., Sermo 73, 4: PL 54, 396). Y el Catecismo romano de S. Pío V dice: “Todos los demás misterios (o verdades de la fe cristiana) se refieren a la Ascensión como a su fin; y en ésta se contienen la perfección y el cumplimiento de todas las cosas; porque así como todos los misterios de nuestra religión tienen su origen en la encarnación del Señor, así en la Ascensión se concluye el tiempo de su vida terrena” (p. 1, c. 7, n. 4).
(Revuelta Somalo, J., Ascensión, en Gran Enciclopedia Rialp,Ediciones Rialp, Madrid 1991)
P. Dr. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E.
SUBIÓ A LOS CIELOS
Relata San Ignacio de Loyola que en su peregrinación por los Lugares Santos veneró entre tantas otras “reliquias” del Señor, la piedra sobre la que dejó sus huellas sagradas en el momento de ascender a los cielos, desde el Monte de los Olivos. Hablaba de ellas Eusebio de Cesarea y se sabe que San Jerónimo y Santa Paula las besaron. Muchos otros se hacen eco de esta tradición, como San Paulino de Nola, San Agustín y Sulpicio Severo a inicios del siglo V. De las palabras que los ángeles dirigen a los discípulos tomó título la más alta de las tres cumbrecitas que coronan el Monte de los Olivos: se la conoce como “Viri Galilei” desde el siglo XIV. Hombres de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido arrebatado al cielo, vendrá como le habéis visto ir al cielo (Act 1,11). Según refiere Eusebio en su “Vita Constantini”, Santa Elena edificó una iglesia en ese lugar; “a cielo descubierto, dice San Jerónimo refiriéndose probablemente a ésta, como para que todos pudiesen ver el cielo adonde había subido el Señor”. La peregrina Eteria, a inicios del siglo V, la menciona con el nombre de Imbomon, es decir, “Altura”. Destruida por los persas en el 614 fue nuevamente reedificada por el obispo Modesto, dándole forma de rotonda. Antes que el sultán Hakim la volviese a destruir a principios del siglo XI, brillaban en ella, la noche de la fiesta de la Ascensión, infinidad de luces, de suerte que parecía arder el monte en llamas. El P. Castillo, predicador del siglo XVII, relata lo que él vio en una de las capillitas edificadas en el monte, diciendo: “En medio está la piedra sobre la cual estaba Cristo Señor nuestro cuando subió al cielo, y dejó sus divinas plantas estampadas en ella. Hoy día no se ve más que una, y es la del pie izquierdo, porque la del derecho se la llevaron los turcos al templo de Salomón, habiendo para esto cortado la piedra…”1.
Jesucristo fue arrebatado de la mirada de los apóstoles desde la misma cima en que había empezado la aflicción de su Pasión llorando sobre Jerusalén. Con este misterio culmina el ciclo de la pasión y exaltación de Cristo. “La misma ascensión de Cristo al cielo, que nos privó de su presencia corporal, nos fue más útil que lo hubiera sido su presencia corporal”, explica el Angélico Doctor. Y da las razones: “Primero, por el aumento de la fe, que tiene por objeto lo que no se ve; por eso dice el Señor a sus discípulos (Jn 16,8) que el Espíritu Santo, cuando Él viniere, argüirá al mundo de la justicia, a saber, de los que creen… Por lo cual añade (v.10): puesto que me voy a mi Padre y no me veréis ya. Bienaventurados los que no ven y creen. Luego, será vuestra justicia de la que el mundo será argüido porque habréis creído en mí sin verme. Segundo, para excitar nuestra esperanza: por lo que dice Él mismo: Cuando yo me vaya y os haya preparado el lugar, vendré otra vez y os tomaré conmigo, para que en donde yo estoy, estéis también vosotros (Jn 14,3). Pues por lo mismo que Cristo colocó en el cielo la naturaleza humana que tomó, nos dio la esperanza de llegar a Él. Porque donde quiera que estuviese el cuerpo, allí se congregarán las águilas, como se dice en Mateo (24,28). Por esta razón se dice en Miqueas: Subirá delante de ellos el que les abrirá el camino (Miq 2,13). Tercero, para excitar el amor de la caridad a las cosas del cielo. De donde dice el Apóstol: Buscad las cosas que son de arriba en donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra (Col 3,1). Pues como se dice en el Evangelio: en donde está tu tesoro, allí está también tu corazón (Mt 6,21). Y puesto que el Espíritu Santo es el amor que nos arrastra a las cosas celestiales (amor nos in caelestiarapiens), por eso el Señor dice a sus discípulos: os conviene que yo me vaya, porque si no me fuese no vendrá a vosotros el Consolador, pero si me voy os lo enviaré (Jn 16,7). Y explicándolo dice San Agustín: ‘no podéis recibir el Espíritu Santo en tanto que persistís en conocer a Cristo según la carne. Pero al apartarse Cristo corporalmente, no solamente el Espíritu Santo sino también el Padre y el Hijo se hicieron presentes en ellos espiritualmente”2.
Más adelante volverá el mismo Santo Tomás a preguntarse si este misterio de la Ascensión es causa de nuestra salvación, añadiendo algunas razones que no carecen de encanto y piedad. Al ascender se hizo causa de nuestra salvación “primero, porque nos preparó el camino para subir al cielo, según lo que Él mismo dice: voy a prepararos el lugar (Jn 14,2); y sube delante de ellos el que les abrirá el camino (Miq 2,13). Porque puesto que Él mismo es nuestra cabeza, es preciso que sus miembros sigan allí donde va la cabeza. Por lo cual se dice en San Juan: para que donde yo estoy, estéis también vosotros (14,3). Y en prueba de ello, Él llevó al cielo las almas de los santos que había sacado del infierno [del limbo], según lo del Salmo 67 citado por San Pablo: subiendo Cristo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, esto es, porque los que habían sido retenidos cautivos por el diablo los llevó consigo al cielo, como a un lugar extraño a la naturaleza humana, habiéndolos conquistado de la manera más gloriosa por la victoria que reportó sobre el enemigo (Ef 4,8). Segundo, puesto que así como el Pontífice del Antiguo Testamento entraba en el santuario para pedir a Dios por el pueblo, así también Cristo entró en el cielo para interceder por nosotros, como se dice (Hb 7,23). Pues la misma representación de sí por la naturaleza humana, que llevó al cielo, es cierta intercesión por nosotros; puesto que por lo mismo que Dios exaltó de este modo la naturaleza humana de Cristo, se compadece también de aquellos por quienes su Hijo asumió esta naturaleza. Tercero, a fin de que constituído como Dios y Señor sobre su trono celestial, derramase desde allí sobre los hombres los dones divinos, según aquello: subió sobre todos los cielos para llenar todas las cosas (Ef 4,10), esto es, de sus dones, según la Glosa”3.
Sus discípulos lo vieron partir, llenos de consuelo y alegría, pero también con la desazón de la soledad en el alma. Cristo, sin embargo, antes de ascender a los cielos, les prometió solemnemente su misteriosa presencia entre ellos y sus sucesores: Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20). Esta promesa es el fundamento de nuestro consuelo en la tierra, de nuestra esperanza del cielo, de nuestra fuerza en los combates de la Iglesia. ¿Por qué se queda Cristo?Se queda para consolarnos en la ausencia. No nos deja desamparados: No os dejaré huérfanos. Todavía un poco, y el mundo ya no me ve más; pero vosotros me veréis… (Jn 14,18-19). Se queda para darnos fortaleza en la empresa que nos encarga: conquistar todo el mundo para la fe, sufriendo persecuciones, cruces y muerte. Se queda para que obremos teniendo conciencia de la mirada vigilante del Señor.
Yo estoy con vosotros. Se queda Él mismo. No dice como a Moisés: Yo enviaré a mi ángel que vaya delante de ti y te guarde (Ex 23,20). Aquí dice “Yo mismo”. ¿Quién es ese “Yo”? El Dios que todo lo avasalla, en cuyas manos está todo el universo, a quien nadie puede poner resistencia, el hacedor de Cielo y tierra, el que todo lo conoce (cf. Ester 13,9-10). Aquél a quien ha sido dada toda potestad en la tierra y en el cielo (Mt 28,18).
Con vosotros. Con todos los modos de presencia y de estar con los hombres: con el modo común con que está con todas las criaturas, dándoles el ser, la vida y el movimiento; con el modo como está en los justos, por gracia, dándoles la vida sobrenatural y las virtudes; con el modo particular con que está en sus elegidos, guiándolos con su providencia, poniendo todas las cosas a su servicio (todo sucede para el bien de los que Dios ama: Rom 8,28), obrando en ellos maravillas.
Para siempre. Todos los días hasta el fin del mundo. No algunas veces, ni en circunstancias especiales, sino siempre y en todo momento; pero está presente especialmente cuando el dolor nos azota y la tentación nos acrisola. Santa Catalina, tras las duras pruebas con las que Dios le hizo saborear la amargura de la soledad y del abandono, ante la primera aparición de Nuestro Señor le preguntó con audacia: “¿Dónde estabas Señor, cuando más te necesitaba?” A lo que Él respondió: “Estaba más cerca de ti de cuanto lo estoy ahora”. “Una noche tuve un sueño, relata Teresa de Calcuta. Soñé que caminaba en la playa con el Señor. Y a través del cielo, pasaban escenas de mi vida. Por cada escena que pasaba percibí que quedaban dos pares de pisadas en la arena, una era la mía, la otra del Señor. Cuando la última escena de mi vida pasó delante nuestro, miré hacia atrás, hacia las pisadas en la arena, y noté que muchas veces en el camino de mi vida había sólo un par de pisadas en la arena. Noté también que eso sucedió en los momentos más difíciles y angustiosos de mi vivir. Eso realmente me perturbó y pregunté entonces al Señor: ‘Señor, cuando decidí seguirte, tú me dijiste que andarías siempre conmigo todo el camino, pero noté que durante los peores momentos de mi vivir había, en los caminos de mi vida, sólo un par de pisadas. No comprendo por qué tú me dejaste en las horas que más te necesitaba’. El Señor me respondió: ‘Mi querido hijo. Yo te amo y jamás te dejaría en los momentos de tu sufrimiento. Cuando viste en la arena sólo un par de huellas, fue justamente ahí donde yo te cargué en mis brazos”.
Está siempre con los suyos; y acabado el mundo estará junto a ellos más íntimamente aún; tanto que no puede imaginarlo la mente humana. A pesar de todo, el alma que ve alejarse a Cristo entre las nubes de cielo, no puede menos que gemir, diciendo como fray Luis de León:
¿Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, obscuro,
con soledad y llanto;
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro?
Los antes bienhadados
y los ahora tristes y afligidos,
a tus pechos criados,
de ti desposeídos,
¿adó convertirán ya sus sentidos?
¿Qué mirarán los ojos
que vieron de tu rostro la hermosura,
que no les sea enojos?
Quien oyó tu dulzura,
¿qué no tendrá por sordo y desventura?
A aqueste mar turbado,
¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto
al viento fiero, airado,
estando tú encubierto?
¿Qué norte guiará la nave al puerto?
Dulce Señor y amigo,
dulce padre y hermano, dulce esposo,
en pos de ti yo sigo:
o puesto en tenebroso
o puesto en lugar claro y glorioso.
“¡Oh galileos, oh viajeros! –exclama Santo Tomás de Villanueva–. Delante de vosotros está libre el camino de los cielos, la puerta del paraíso está ya abierta… ¿por qué os quedáis quietos? Magnífica es la gloria que os espera, ¿y no camináis? Abundante es la recompensa que se os ofrece, ¿y aún dudáis? Brillante es la corona que se os promete, ¿y combatís con pereza? ¿Qué os diré, cobardes, perezosos e insensatos? Por un trabajo fácil, una alegría inmensa; por un combate rápido, una corona eterna; por una marcha corta, un descanso sin fin. ¡Oh viajeros!, ¿a qué viene esa inmovilidad? Siglos eternos dependen de estos momentos de vuestra vida, y aún no andáis… Y todavía hay algo más triste: estáis quietos, mirando al cielo… Miráis al cielo y permanecéis indiferentes, le veis y os dejáis por la indolencia… ¡oh galileos, oh cristianos!, ¿seguís inmóviles?”4.
(Fuentes, M., I.N.R.I., Ediciones del Verbo Encarnado, Dushambé – San Rafael (Mendoza), 1999, p. 155 – 160)a
1Castillo, El devoto peregrino, Madrid, Imprenta Real 1656, p. 195ss.
2Santo Tomás, Suma Teológica, III,57,1 ad 3.
3Ibid., III, 57,6.
4Santo Tomás de Villanueva, Sermón 1º sobre la Ascensión.
Mons. Fulton Sheen
La Ascensión del Señor
Durante aquellos cuarenta días después de su resurrección, Nuestro Salvador estuvo preparando a sus apóstoles a sobrellevar la ausencia de Él mediante el Consolador que había de enviarles.
Por espacio de cuarenta días fue visto por ellos y les habló de las cosas concernientes al reino de Dios (Hechos 1, 3).
No fue éste un período en el que Jesús dispensara dones, sino más bien durante el cual les dio leyes y preparó la estructura de su cuerpo místico, la Iglesia. Moisés había ayunado unos días antes de promulgar la ley; Elías ayunó cuarenta días antes de la restauración de la ley; y ahora, al cabo de cuarenta días de haber resucitado, el Señor dejó asentados los pilares de su Iglesia y estableció la nueva ley del evangelio. Pero los cuarenta días tocaban a su fin, y Jesús les invita a que esperaran el día cincuenta o Pentecostés, el día del jubileo.
Cristo los condujo hasta Betania, que era donde había de desarrollarse la escena de la despedida; no en Galilea, sino en Jerusalén, donde había sufrido, tendría efecto su ascensión a la morada del Padre celestial. Terminado su sacrificio, en el momento en que se disponía a subir a su trono celestial, levantó las manos, que ostentaban la marca de los clavos. Aquel ademán sería uno de los últimos recuerdos que del Maestro conservarían los apóstoles. Las manos se elevaron primero hacia el cielo y bajaron luego hacia la tierra como si quisiera hacer descender bendiciones sobre los hombres. Las manos horadadas distribuyen mejor las bendiciones. En el libro Levítico, después de la lectura de la profética promesa del Mesías, venía la bendición del sumo sacerdote; así también, tras mostrar que todas las profecías habíanse cumplido en Él, Jesús se dispuso a entrar en el santuario celestial. Las manos que sostenían el cetro de autoridad en el cielo y sobre la tierra dieron ahora la bendición final:
Mientras los bendecía, separóse de ellos, y fue llevado arriba al cielo… (Lc 24, 51).
Y se sentó a la diestra de Dios (Mc 16, 9).
Y ellos, habiéndole adorado, volviéronse a Jerusalén con gran gozo; y estaban de continuo en el templo, alabando y bendiciendo a Dios (Lc 24, 52-53).
Si Cristo hubiera permanecido en la tierra, la vista habría sustituido a la fe. En el cielo ya no habrá fe, porque sus seguidores verán; no habrá esperanza, porque poseerán; pero habrá caridad o amor, porque el amor dura eternamente. Su despedida de este mundo combinó la cruz y la corona, como sucedía en cada detalle, por pequeño que fuera, de su vida. La ascensión se realizó en el monte Olivos, a cuyo pie se encuentra Betania. Llevó a sus apóstoles a través de Betania, lo que quiere decir que tuvieron que pasar por Getsemaní y por el mismo sitio en que Jesús había llorado sobre Jerusalén. No desde un trono, sino desde un monte situado por encima del huerto de retorcidos olivos teñidos con su sangre, Jesucristo realizó la última manifestación de su divino poder. Su corazón no estaba amargado por la cruz, puesto que la ascensión era el fruto de aquella crucifixión. Como Él mismo había declarado, era necesario que padeciera para poder entrar en su gloria.
En la ascensión el Salvador no abandonó el ropaje de carne con que había sido revestido; porque su naturaleza humana sería el patrón de la gloria futura de las otras naturalezas humanas que le serían incorporadas por medio de la participación de su vida. Era intrínseca y profunda la relación existente entre su encarnación y su ascensión. La encarnación o el asumir una naturaleza humana hizo posible que Él sufriera y redimiera. La ascensión ensalzó hasta la gloria a aquella misma naturaleza humana que había sido humillada hasta la muerte.
Si hubiera sido coronado sobre la tierra en vez de ascender a los cielos, los pensamientos que los hombres habrían concebido sobre Él habrían quedado confinados a la tierra. Pero la ascensión haría que las mentes y los corazones de los hombres se elevaran por encima de lo terreno. Con relación a Él mismo, era justo que la naturaleza humana que Él había usado como instrumento para enseñar y gobernar y santificar participara de la gloria, de la misma manera que había participado de su oprobio. Resultaba muy difícil de creer que Él, el Varón de dolores, familiarizado con la angustia, fuese el amado Hijo en quien el Padre se complacía. Era difícil de creer que Él, que no había bajado de una cruz, pudiera subir ahora al cielo, o que la gloria momentánea que irradió su cuerpo en el monte de la Transfiguración fuera ahora una peculiaridad suya permanente.
La ascensión disipaba ahora todas estas dudas al introducir su naturaleza humana en una comunión íntima y eterna con Dios.
Habíanse mofado de aquella naturaleza humana que había asumido al nacer, cuando los soldados le vendaron los ojos y le pedían que adivinara quién le golpeaba. Burláronse de Él en cuanto profeta. Mofáronse de Él como rey al ponerle un vestido real y por cetro una caña. Finalmente se burlaron de Él como sacerdote al desafiarle, a Él, que se estaba ofreciendo como víctima, a que bajase de la cruz. Con la ascensión se vindicaba su triple ministerio de Maestro, rey y sacerdote. Pero la vindicación sería completa cuando viniera en su justicia, como juez de los hombres, en la misma naturaleza humana que de los hombres había tomado. Ninguno de los que serían juzgados podría quejarse de que Dios ignora las pruebas a que están sometidos los humanos. Su misma aparición como el Hijo del hombre demostraría que Él había librado las mismas batallas que los hombres y sufrido las mismas tentaciones que los que comparecían ante el tribunal de la justicia divina. La sentencia que dictara Jesús hallaría inmediatamente eco en los corazones.
Otro motivo de la ascensión era que Jesús pudiera abogar en el cielo ante su Padre con una naturaleza humana común al resto de los hombres. Ahora podía, por así decirlo, mostrar las llagas de su gloria no sólo como trofeos de victoria, sino también como insignias de intercesión. La noche en que fue al huerto de los Olivos oró como si ya estuviera en la mansión celestial, a la diestra de su Padre; la plegaria que dirigió al cielo era menos la de un moribundo que la de un Redentor ya ensalzado a la gloria.
Para que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo en ellos (Jn 17,26).
En el cielo sería no solamente un abogado de los hombres delante del Padre, sino que también enviaría al Espíritu Santo como abogado del hombre delante de Él. Cristo, a la diestra del Padre, representaría a la humanidad ante el trono del Padre; el Espíritu Santo, habitando con los fieles, representaría en ellos al Cristo que fue al Padre. En la ascensión Cristo elevó al Padre nuestras necesidades; merced al Espíritu, Cristo el Redentor sería llevado a los corazones de todos aquellos que quisieran poner fe en Él.
La ascensión daría a Cristo el derecho de interceder poderosamente por los mortales:
Teniendo, pues, un gran sumo sacerdote, que ha pasado a través de los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que sea incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que ha sido tentado en todo según nuestra semejanza, más sin pecado (Hebr. 4,14 ss).
Mons. Fulton Sheen,Vida de Cristo, Editorial Herder pp. 491-494 – Cap 61. La Ascensión
San Juan Pablo II
Ascensión del Señor
Amadísimos hermanos y hermanas:
- En muchos países, como en Italia, la solemnidad de la Ascensión de Cristo se ha trasladado a hoy. Con esta fiesta recordamos que Jesús, después de su resurrección, se apareció a los discípulos durante cuarenta días (cf. Hch 1, 3), al cabo de los cuales, habiéndolos conducido al monte de los Olivos, “lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista” (Hch 1, 9). El Redentor, resucitado y elevado al cielo, constituye para los creyentes el ancla de salvación y de consuelo en el compromiso diario al servicio de la verdad y de la paz, de la justicia y de la libertad. Al subir al cielo, nos vuelve a abrir el camino hacia la patria celestial, pero no para evadirnos de la historia, sino para infundir esperanza en nuestro camino.
- En efecto, debemos afrontar cada día las realidades de este mundo. Nos lo recuerda también la Jornada mundial de las comunicaciones sociales, que celebramos hoy. Los progresos más recientes en las comunicaciones y en las informaciones han ofrecido a la Iglesia nuevas posibilidades de evangelización. Por eso, he pensado proponer este año un tema de gran actualidad: “Internet: un nuevo foro para la proclamación del Evangelio”. Debemos entrar con realismo y confianza en esta moderna y cada vez más densa red de comunicación, convencidos de que, si se utiliza con competencia y consciente responsabilidad, puede brindar oportunidades valiosas para la difusión del mensaje evangélico. Por tanto, no hay que tener miedo de “remar mar adentro” en el vasto océano informático. También a través de él la buena nueva puede llegar al corazón de los hombres y de las mujeres del nuevo milenio.
- Sin embargo, no conviene olvidar jamás que el secreto de toda acción apostólica es, ante todo, la oración. Precisamente en intensa oración, después de la Ascensión, los discípulos vivieron en el cenáculo, esperando al Espíritu Santo prometido por Cristo. En medio de ellos estaba también María, la Madre de Jesús (Hch 1, 14).
Mientras nos preparamos para celebrar, el domingo próximo, la solemne fiesta de Pentecostés, invoquemos con María al Espíritu Santo, para que infunda en los cristianos un nuevo impulso misionero y guíe los pasos de la humanidad por la vía de la solidaridad y la paz.
Regina Coeli de San Juan Pablo II – Domingo 12 de mayo de 2002
San Agustín
La ascensión del Señor.
- La glorificación del Señor llegó a su término con su resurrección y ascensión. Su resurrección la celebramos el domingo de Pascua; su ascensión, hoy. Uno y otro son días de fiesta para nosotros, pues resucitó para dejarnos una prueba de la resurrección, y ascendió para protegernos desde lo alto. Tenemos, pues, como Señor y Salvador nuestro a Jesucristo, que primero pendió del madero y ahora está sentado en el cielo. Cuando pendía del madero, entregó el precio por nosotros; sentado en el cielo, reúne lo que compró. Una vez que los haya reunido a todos, lo cual acontece en el tiempo, vendrá al final de los tiempos, según está escrito: Dios vendrá manifiestamente; no encubierto, como vino la primera vez, sino manifiesta mente, según acaba de decirse. En efecto, convenía que viniese encubierto para ser juzgado; pero vendrá manifiestamente para juzgar. Si hubiese venido manifiestamente la primera vez, ¿quién hubiese osado juzgarle mostrando a las claras quién era, si ya el mismo apóstol Pablo dice: Pues, si lo hubiesen conocido, nunca hubiesen crucificado al rey de la gloria? Y si a él no lo hubiesen entregado a la muerte, no hubiese muerto la muerte. El diablo fue vencido en lo que era su trofeo. Saltó de gozo el diablo cuando por seducción suya arrojó al primer hombre a la muerte. Seduciéndolo, dio muerte al primer hombre; dando muerte al último, libró al primero de sus propios lazos.
- Por tanto, la victoria de nuestro Señor Jesucristo se convirtió en plena con su resurrección y ascensión al cielo. Entonces se cumplió lo que habéis oído en la lectura del Apocalipsis: Venció el león de la tribu de Judá. A él mismo se le llama, a la vez, león y cordero 1: león por su fortaleza, y cordero por su inocencia; león en cuanto invicto, y cordero en cuanto manso. Y este cordero degollado venció con su muerte al león que busca a quien devorar. También al diablo se le llama león por su ferocidad, no por su valor. Dice, en efecto, el apóstol Pedro que conviene que estemos alerta contra las tentaciones, porque vuestro adversario el diablo ronda buscando a quién devorar. E indicó también cómo hace la ronda: Cual león rugiente, ronda buscando a quién devorar. ¿Quién no iría a parar a los dientes de este león si no hubiera vencido el león de la tribu de Judá? Un león frente a otro león y un cordero frente al lobo. Saltó de gozo el diablo cuando murió Cristo, y en la misma muerte de Cristo fue vencido el diablo; como en una ratonera, se comió el cebo. Gozaba con la muerte cual si fuera el jefe de la muerte; se le tendió como trampa lo que constituía su gozo. La trampa del diablo fue la muerte del Señor; el cebo para capturarle, la muerte del Señor. Ved que resucitó nuestro Señor Jesucristo. ¿Dónde queda la muerte que pendió del madero? ¿Dónde quedan los insultos de los judíos? ¿Dónde la hinchazón y la soberbia de los que ante la cruz agitaban su cabeza y decían: Si es el Hijo de Dios, que descienda de la cruz? Ved que hizo más de lo que le exigían ellos en chanza; en efecto, más es resucitar del sepulcro que descender del madero.
- Y ahora, ¡qué gloria la suya, la de haber ascendido al cielo, la de estar sentado a la derecha del Padre! Pero esto no lo vemos, como tampoco lo vimos colgar del madero, ni fuimos testigos de su resurrección del sepulcro. Todo esto lo creemos, lo vemos con los ojos del corazón. Hemos sido alabados por haber creído sin haber visto. A Cristo lo vieron también los judíos. Nada tiene de grande ver a Cristo con los ojos de la carne; lo grandioso es creer en Cristo con los ojos del corazón. Si se nos presentase ahora Cristo, se parase ante nosotros, callado, ¿cómo sabríamos quién era? Y además, permaneciendo callado, ¿de qué nos aprovecharía? ¿No es mejor que, ausente, hable en el evangelio antes que, presente, esté callado? Y, sin embargo, no está ausente si se les aferra con el corazón. Cree en él y lo verás; no está presente a tus ojos y posee tu corazón. En efecto, si estuviese ausente de nosotros, sería mentira lo que acabamos de oír: He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin de los siglos.
SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 263, 1-3, BAC Madrid 1983, 656-59
Solemnidad de la Ascensión del Señor – Ciclo A – 28 de mayo de 2023
Jornada mundial de las comunicaciones sociales
Entrada:
Celebramos hoy la Solemnidad de la Ascensión del Señor a los cielos, desde donde ha asumido el poder de Rey y Juez. Este misterio de la vida de Cristo colma de esperanza y alegría nuestro peregrinar, pues el mismo Cristo ha ido a prepararnos una morada junto a Sí. Participemos activamente de esta Santa Misa.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura: Hechos 1, 1- 11
Cristo, después de dar las últimas instrucciones a los Apóstoles se eleva a los cielos por su propia virtud.
Salmo Responsorial: 46
Segunda Lectura: Efesios 1, 17- 23
Dios Padre elevó a su Hijo constituyéndolo Cabeza de la Iglesia.
Evangelio: Mateo 28, 16- 20
Antes de ascender a los cielos, Nuestro Señor se aparece a los Apóstoles en Galilea y les da la misión de bautizar y hacer discípulos para el Reino.
Preces:
Mientras permanecemos en esta tierra, pidamos a Dios Padre por las necesidades de la Iglesia y de todos los hombres.
A cada intención respondamos cantando:
* Para que el Espíritu Santo anime a todo el pueblo cristiano a orar continuamente por el sucesor de San Pedro y así el Papa experimente consuelo y fortaleza en su ministerio. Oremos
* En este día en que la Iglesia reza por las comunicaciones sociales, pedimos a Dios que nos haga valorar el sentido de nuestras relaciones fraternas con los principios del Evangelio. Oremos.
*Por todos los miembros de la Iglesia que han seguido al Señor en la vocación monástica, para que sean testigos de lo trascendente y del primado de los valores espirituales por el ejemplo de sus vidas. Oremos.
* Por todos los moribundos para que los últimos días de sus vidas en este mundo, los anime a peregrinar hasta el fin con la confianza de los hijos que van al encuentro definitivo del Padre. Oremos
Padre del Cielo que manifestaste tu poder en Jesucristo y lo hiciste sentar a tu derecha, ayúdanos siempre en nuestro caminar. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
Presentamos nuestras ofrendas y nos unimos al Sacrificio redentor para la salvación de los hombres.
Llevamos al Altar:
Incienso, símbolo de la adoración que tributa a Dios toda la Iglesia.
Pan y vino, para que por manos del Sacerdote sean transubstanciados en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Comunión:
Pidamos a Jesús en esta Santa comunión alimente con su gozo divino la esperanza que tenemos de poseerlo eternamente en el Cielo.
Salida:
María, Madre de la Esperanza, nos conceda un vehemente deseo del cielo, y la firme certeza de que el triunfo de Jesús es nuestro triunfo.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)