PRIMERA LECTURA
Ofreció pan y vino
Lectura del libro del Génesis 14, 18-20
En aquellos días:
Melquisedec, rey de Salém, que era sacerdote de Dios, el Altísimo, hizo traer pan y vino, y bendijo a Abrám, diciendo:
«¡Bendito sea Abrám de parte de Dios, el Altísimo, creador del cielo y de la tierra! ¡Bendito sea Dios, el Altísimo, que entregó a tus enemigos en tus manos!»
Y Abrám le dio el diezmo de todo.
Palabra de Dios.
Salmo 109, 1-4
R. Tú eres sacerdote para siempre,
a la manera de Melquisedec.
Dijo el Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
mientras yo pongo a tus enemigos
como estrado de tus pies.» R.
El Señor extenderá el poder de tu cetro:
«¡Domina desde Sión,
en medio de tus enemigos!» R.
«Tú eres príncipe desde tu nacimiento,
con esplendor de santidad;
yo mismo te engendré como rocío,
desde el seno de la aurora.» R.
El Señor lo ha jurado y no se retractará:
«Tú eres sacerdote para siempre,
a la manera de Melquisedec.» R.
SEGUNDA LECTURA
Siempre que lo coman y beban
proclamarán la muerte del Señor
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 11, 23-26
Hermanos:
Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía.»
De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía.»
Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva.
Palabra de Dios.
SECUENCIA
Esta secuencia es optativa y puede decirse íntegra o desde * Este es el pan de los ángeles.
Glorifica, Sión, a tu Salvador,
aclama con himnos y cantos
a tu Jefe y tu Pastor.
Glorifícalo cuanto puedas,
porque él está sobre todo elogio
y nunca lo glorificarás bastante.
El motivo de alabanza
que hoy se nos propone
es el pan que da la vida.
El mismo pan que en la Cena
Cristo entregó a los Doce,
congregados como hermanos.
Alabemos ese pan con entusiasmo,
alabémoslo con alegría,
que resuene nuestro júbilo ferviente.
Porque hoy celebramos el día
en que se renueva la institución
de este sagrado banquete.
En esta mesa del nuevo Rey,
la Pascua de la nueva alianza
pone fin a la Pascua antigua.
El nuevo rito sustituye al viejo,
las sombras se disipan ante la verdad,
la luz ahuyenta las tinieblas.
Lo que Cristo hizo en la Cena,
mandó que se repitiera
en memoria de su amor.
Instruidos con su enseñanza,
consagramos el pan y el vino
para el sacrificio de la salvación.
Es verdad de fe para los cristianos
que el pan se convierte en la carne,
y el vino, en la sangre de Cristo.
Lo que no comprendes y no ves
es atestiguado por la fe,
por encima del orden natural.
Bajo la forma del pan y del vino,
que son signos solamente,
se ocultan preciosas realidades.
Su carne es comida, y su sangre, bebida,
pero bajo cada uno de estos signos,
está Cristo todo entero.
Se lo recibe íntegramente,
sin que nadie pueda dividirlo
ni quebrarlo ni partirlo.
Lo recibe uno, lo reciben mil,
tanto éstos como aquél,
sin que nadie pueda consumirlo.
Es vida para unos y muerte para otros.
Buenos y malos, todos lo reciben,
pero con diverso resultado.
Es muerte para los pecadores y vida para los justos;
mira como un mismo alimento
tiene efectos tan contrarios.
Cuando se parte la hostia, no vaciles:
recuerda que en cada fragmento
está Cristo todo entero.
La realidad permanece intacta,
sólo se parten los signos,
y Cristo no queda disminuido,
ni en su ser ni en su medida.
* Este es el pan de los ángeles,
convertido en alimento de los hombres peregrinos:
es el verdadero pan de los hijos,
que no debe tirarse a los perros.
Varios signos lo anunciaron:
el sacrificio de Isaac,
la inmolación del Cordero pascual
y el maná que comieron nuestros padres.
Jesús, buen Pastor, pan verdadero,
ten piedad de nosotros:
apaciéntanos y cuídanos;
permítenos contemplar los bienes eternos
en la tierra de los vivientes.
Tú, que lo sabes y lo puedes todo,
tú, que nos alimentas en este mundo,
conviértenos en tus comensales del cielo,
en tus coherederos y amigos,
junto con todos los santos.
ALELUIA Jn 6, 51
Aleluia.
«Yo soy el pan vivo bajado del cielo.
El que coma de este pan vivirá eternamente», dice el Señor.
Aleluia.
EVANGELIO
Todos comieron hasta saciarse
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 9, 11b-17
Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser curados.
Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: «Despide a la multitud, para que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores en busca de albergue y alimento, porque estamos en un lugar desierto.»
El les respondió: «Denles de comer ustedes mismos.» Pero ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente.»
Porque eran alrededor de cinco mil hombres.
Entonces Jesús les dijo a sus discípulos: «Háganlos sentar en grupos de cincuenta.» Y ellos hicieron sentar a todos.
Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirviera a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas.
Palabra del Señor.
Alois Stöger
Regreso de los apóstoles y primera multiplicación de los panes
(Lc.9,10-17)
10 Regresaron los apóstoles y contaron a Jesús todo lo que habían hecho. él los tomó consigo y se retiró a solas hacia una ciudad llamada Betsaida.
:¿Cómo terminó la actividad de Jesús incrementada por los apóstoles? Salió a la luz la pregunta acerca de Jesús. Produjo inquietud hasta en la corte. Los apóstoles regresan y refieren lo que han hecho. ¿Qué habían logrado? ¿Cómo terminó la actividad en Galilea? Jesús se retiró a solas con los apóstoles. Herodes representaba un peligro. Había mandado decapitar a Juan. La exposición de Lucas apunta hacia adelante, al proceso de Jesús. El pueblo no alcanzó el verdadero conocimiento de Jesús. La más intensa actividad no logró el resultado que se habría podido esperar. El fin fue el retiro a la soledad, al borde más extremo de la tierra de Israel, hacia Betania, ciudad al nordeste del lago de Genesaret. Jesús tomó consigo sólo a los apóstoles: estos representaban lo único que podía considerarse como un éxito.
11 Pero al darse cuenta de ello la gente, lo siguieron. él los acogió y les hablaba del reino de Dios, al mismo tiempo que devolvía la salud a los que tenían necesidad de curación.
Hasta entonces había buscado Jesús al pueblo, personalmente o por medio de los apóstoles; ahora le busca el pueblo a él. Antes se decía que el pueblo le acogía, ahora acoge él al pueblo. Jesús no interrumpe su actividad. De nuevo habla del reino de Dios y de nuevo realiza curaciones. Sin embargo, se observa cierta reserva: curaba a los que tenían necesidad de curación. Pero todo sigue envuelto en la atmósfera luminosa de la infatigable bondad del Señor. Acogía amablemente al pueblo. Habla y cura sin cesar, infatigablemente, hasta el caer de la tarde, hasta que va declinando el día. Lo que hacía Jesús era también la primera instrucción sobre el modo como deben comportarse los apóstoles con el pueblo al que él busca.
12 Comenzaba ya a declinar el día, cuando se le acercaron los doce y le dijeron: Despide ya al pueblo, para que vayan a las aldeas y caseríos del contorno, a fin de que encuentren alojamiento y comida. pues aquí estamos en un lugar despoblado. 13 él les respondió: Dadles vosotros de comer. Pero ellos replicaron. No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar alimentos para todo el pueblo. 14 Pues había unos cinco mil hombres. Dijo entonces a sus discípulos: Haced que se sienten por grupos de unos cincuenta cada uno. 15 Lo hicieron así y se sentaron todos.
Se trataba de proporcionar al pueblo en el desierto albergue y alimentos. Como solución de esta dificultad proponen los apóstoles: Despídelos. Se sienten responsables del pueblo. ¿Pero era la verdadera solución la que ellos proponían de alejarlos de Jesús? La verdadera solución sólo puede consistir en que el pueblo vaya a Jesús.
Jesús encarga a los apóstoles que se cuiden del pueblo. Dadles vosotros de comer. ¿Pero cómo? Cinco panes y dos peces para cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños… Había otra posibilidad: la de comprar la comida para aquella muchedumbre. ¿Pero cómo reunir los medios para ello? Los discípulos se reconocen incapaces de remediar la necesidad. No pueden hacer nada si no interviene el Señor. Sólo pueden reconocer su apuro. Pero esto era necesario, pues sólo a los pobres y a los débiles se da el reino de Dios.
Los discípulos tienen que contribuir a la comida milagrosa. Se les ordena que hagan que la gente se siente en grupos de a cincuenta. Jesús quiere preparar un banquete. A la sazón de la salida de Egipto estaba dividido el campamento israelita por miles, por centenas, por cincuentenas y decenas. «Moisés eligió entre todo el pueblo a hombres capaces, que puso sobre el pueblo como jefes de millar, de cincuentena y de decena» (Exo_18:25). La Regla de guerra, del mar Muerto, contiene la misma organización de los destacamentos militares en la guerra santa de los hijos de la luz. El banquete pascual que se acercaba exigía agrupaciones de comensales. Se despiertan reminiscencias del gran pasado del pueblo y también esperanzas para el futuro. La gran muchedumbre que se había puesto en movimiento, debido también a la predicación de los apóstoles, se reúne ahora y se organiza como comunidad del reino de Dios. Vuelven a repetirse los grandes tiempos del éxodo; estamos ante los acontecimientos salvíficos de los últimos tiempos.
16 Tomó, pues, los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y los iba dando a los discípulos para que los sirviesen al pueblo. 17 Comieron todos hasta quedar saciados, y se recogieron, de lo que les sobró, doce canastos de pedazos.
Jesús actúa como padre de familia en medio de la gran comunidad que está sentada a la mesa. Como tal, tomó en sus manos los panes y los peces, los bendijo, y partió el pan. Con esta comida reúne como comunidad de comensales de los últimos tiempos a la comunidad aunada según el antiguo orden del campamento. él mismo designó como banquete la comunidad en el reino de Dios (22,30). El evangelista pone de relieve los cuatro actos puestos por Jesús al comienzo de la comida, porque en la comida milagrosa se insinuaba ya la celebración eucarística de la antigua Iglesia con su ritual. Con la comida en el desierto se representa anticipadamente el tiempo de la salvación. Viene a ser realidad en el banquete que celebra el Señor con sus apóstoles y que tiene su consumación en el reino que se espera.
Jesús bendijo los panes. Según Lucas no pronunció la acción de gracias sobre el pan, como era costumbre entre los judíos, sino que lo bendijo. Así se atribuye a la bendición de Jesús la alimentación de los muchos con aquellos pocos panes. Los discípulos repartieron la comida. Otorgó a los discípulos el que presidieran. Jesús es el dador, los discípulos los distribuidores. Todo procede de Jesús; los apóstoles son los mediadores enviados por él. Proclaman la buena nueva, curan enfermos y sacian al pueblo…
Todos quedaron saciados. Los pedazos de pan restantes se recogieron en canastos como los que llevaban consigo los soldados romanos como ración alimenticia del día. Cada uno de los doce apóstoles recogió todavía un canasto lleno. La comida no es un alimento que escasamente sacia, sino un banquete abundantísimo. Se inicia la exuberancia del tiempo mesiánico. Jesús dio de comer a su pueblo como segundo Moisés -como un Moisés más grande- en el desierto. Con poder y amor preparó una comida y los apóstoles colaboraron con sus servicios.
Con esto alcanza su punto culminante la revelación en Galilea. Jesús es el portador de la salud de los últimos tiempos. ¿Pero fue reconocido como tal?
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
San Pedro Julián Eymard
El testamento de Jesucristo
Hic calix novum testamentum
est in meo sanguine.
“Este cáliz de mi sangre
es mi testamento”.
(1 Co 11, 25)
El jueves santo, es decir, la víspera de su muerte, cuando instituyó el sacramento adorable de la Eucaristía, es el día más hermoso de la vida de nuestro Señor, el día por excelencia de su amor y cariño.
¡Jesucristo va a quedar perpetuamente en medio de nosotros!
¡Grande es el amor que nos demuestra en la cruz; el día de su muerte nos manifiesta, sin duda, mucho amor; pero sus dolores acabarán y el viernes santo no dura más que un día, en tanto que el jueves santo se prolongará hasta el fin del mundo!
Jesús se ha hecho sacramento de sí mismo para siempre.
I
Nuestro Señor, próximo a morir, se acuerda que es padre y quiere hacer testamento.
¡Qué acto más solemne en una familia! ¡Es, por decirlo así, el último de la vida y se prolonga más allá del sepulcro!
El padre de familia, llegado este momento, reparte lo que tiene. Todo lo da menos su propia persona, de la que no puede disponer. A cada uno de sus hijos, sin excluir los amigos, les hace un legado, les entrega lo que tiene en más estima.
Nuestro Señor se dará a sí mismo. El carece de fincas, posesiones o riquezas; ni siquiera tiene dónde reclinar la cabeza. Los que esperen de El algún bien temporal se llevarán un chasco, pues todo su caudal se reduce a una cruz, tres clavos y una corona de espinas…
¡Ah, si Jesús distribuyese bienes materiales, cuántos se harían buenos cristianos! ¡Todos querrían entonces ser discípulos suyos! Pero Jesús no tiene nada que dar aquí en la tierra, ni siquiera gloria mundana, porque harto humillado va a quedar en su pasión.
Y, sin embargo, nuestro Señor quiere hacer testamento. ¿De qué? ¡Ah, sí, de sí mismo! Es Dios y hombre; como Dios, tiene la posesión de su sacratísima humanidad, y ésta es la que nos entregará, y junto con la humanidad, todo lo que es.
Esta entrega es puro don y no un préstamo. Se inmoviliza, se hace como una cosa, para que podamos poseerle.
Toma las apariencias de pan que se convierte en su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y de esta suerte, aunque no se le ve, se le posee.
Esta es toda nuestra herencia: Nuestro señor Jesucristo. El cual quiere darse a todos, aunque no todos quieren recibirle. Algunos, sí, querrían aceptar este precioso don, pero no las condiciones de pureza y santidad que El mismo les pone, y el poder de su malicia es tan grande que anula el legado divino.
II
Admiremos las divinas invenciones del amor de nuestro señor Jesucristo. Sólo Él ha podido excogitar esta obra de amor.
¿Quién hubiera podido preverla, ni aun concebirla siquiera?… Ni los mismos ángeles. Sólo nuestro Señor pudo idearla.
¿Que tenéis necesidad de pan? Yo seré vuestro pan.
Jesús muere contento dejándonos este pan, ¡y qué pan!, como un padre de familia que pasa la vida trabajando sin otro fin que dejar a sus hijos al morir un pedazo de pan. ¿Podía darnos algo más, por ventura?
En su testamento de amor lo ha incluido todo: todas sus gracias, su misma gloria.
Así que podemos decir al Padre celestial: “Dadme, Señor, las gracias que necesito, cuyo precio satisfaré enteramente. Sí, Señor, os pagaré con Jesús sacramentado, pertenencia mía, propiedad mía, que se ha entregado a mí para que pueda negociar con Vos todo lo que necesito. Todas vuestras gracias, vuestra misma gloria son inferiores, ¡oh Padre eterno!, al precio que por ellas doy”.
Cuando pecamos tenemos una víctima que ofrecer por nuestras culpas, pues nos pertenece, es nuestra, y nos autoriza para hablar al Padre celestial en esta forma: “¡Oh Padre!, yo os la ofrezco y espero me perdonaréis por Jesús. Porque ¿no ha sufrido por mí con exceso y satisfecho superabundantemente por mis pecados?”
Por muchos y excelentes que sean los dones que Dios nos concede, siempre le podemos considerar como deudor nuestro, puesto que podemos retribuirle con Jesús, que es de valor infinitamente superior a todos los beneficios divinos, incluso el mismo cielo.
Cuando los sarracenos tenían preso a san Luis de Francia, esta nación les era deudora. Nosotros, poseyendo a Jesucristo, podemos decir que poseemos el cielo.
Aprovechémonos de este pensamiento; hagamos fructificar a Jesucristo.
La mayor parte de los cristianos lo sepultan en su interior o lo dejan envuelto en su sudario, sin valerse de él para conseguir el cielo y conquistar reinos a nuestro Señor. ¡Y cuántos hay que obran de este modo! Valgámonos de Jesús sacramentado para orar y reparar; paguemos las deudas contraídas, por medio de Jesús, cuyo precio es subido en extremo.
III
Pero ¿cómo es posible que después de dieciocho siglos llegue íntegra hasta nosotros esta herencia?
Jesucristo la confió a los que constituyó tutores, los cuales la han conservado y administrado para entregárnosla al tiempo de nuestra mayor edad: dichos tutores son los apóstoles, y entre ellos su jefe indefectible; los apóstoles la transmitieron a los sacerdotes, y éstos nos ponen en posesión de ella. Abren el testamento a nuestro favor, y nos entregan nuestra Hostia, consagrada ya en el pensamiento de Jesús la noche misma de la cena, porque como para Jesucristo no hay pasado, presente ni futuro, nos conocía entonces muy bien a todos como buen Padre y consagró en potencia y en deseo todas nuestras hostias. Veinte siglos antes de nacer fuimos amados personalmente por Jesús.
Más aún: Jesucristo, al tenernos presentes en aquella hora, consagró para nosotros no una, sino cien, mil, todas las hostias que necesitáramos mientras viviésemos en la tierra. ¿Hemos parado mientes en esta idea? Nos quiso amar con exceso: todas nuestras hostias están preparadas. ¡Ah, no desperdiciemos ni una sola!
Nuestro Señor no viene a nosotros sino para producir frutos, ¿y le condenaremos a la esterilidad? ¡No, jamás! Hacedle fructificar por sí mismo: Negotiamini. ¡No dejéis Hostias infecundas!
¡Cuán bueno es el Salvador!
La cena duró, próximamente, tres horas: fue la pasión de su amor. ¡Ah, qué caro costó este pan!
Se dice a veces que el pan es caro… pero, ¿qué comparación puede establecerse con el Pan celestial, con el pan de vida?
Comamos este pan, pues es nuestro. Nuestro Señor lo compró para nosotros y ya lo tiene pagado. Nos lo da…, ¡no hay más que tomarlo!
¡Qué honor!… ¡Qué amor!
San Pedro Julian Eymard, Obras Eucarísticas, Eucaristía, Madrid, 19634, 26-29
P. Alfredo Sáenz, S. J.
CORPUS CHRISTI ¡MISTERIO DE LA FE!
Unas semanas atrás, la Iglesia celebró litúrgicamente la Última Cena del Señor con sus Apóstoles. Fue el Jueves Santo, con sus misterios del Cenáculo: la humildad de Jesús, el lavatorio de los pies, la institución del sacerdocio católico, el testamento del Señor, la traición de Judas… Pero el misterio central, el Misterio de la Fe, es el invento supremo del amor de Cristo: la Eucaristía.
Cuando todas las fuerzas diabólicas y humanas buscaban la manera de erradicar de este mundo la presencia de Cristo, el Amor decidió hacerse presente, permanecer entre nosotros en el silencio de la Hostia.
1. “Hombre de poca fe…” (Mt. 8, 26).
En su sermón sobre “la Comunión”, San Juan María Vianney destaca el anonadamiento del Verbo en el sacramento de la Eucaristía: “Dice San Pablo, que el Salvador, al vestirse de nuestra carne, ocultó su divinidad, y llevó su humillación hasta anonadarse. Pero al instituir el sacramento de la Eucaristía, ha velado hasta su humanidad, dejando sólo de manifiesto las entrañas de misericordia”.
Ya Santo Tomás, al comienzo de su tratado sobre el Santísimo Sacramento, nos había enseñado que este sacramento permanece ininteligible si no nos acercamos a él en actitud de fe. Resultaría inútil tratar de entender con nuestra razón la presencia de un Dios que se esconde en la hostia.
Ante la Eucaristía, la razón debe hacer un humilde silencio, para dar paso a la fe. Es la fe que tuvieron los pastores cuando, guiados por los ángeles, se dirigieron al pesebre y allí encontraron a un niño en un establo. ¡Pero a ese Niño lo adoraron! ¡Era el Emmanuel, Dios con nosotros!
Es la fe que tuvieron los Magos. En la oscuridad de la noche se dejaron conducir por la luz tenue de una estrella. Y cuando llegaron al pesebre, ¿qué encontraron? Sólo a un humilde niño a quien adoraron y le hicieron regalos correspondientes a un Dios, a un Hombre y a un Rey. Al volver, ya no serían guiados por ninguna estrella. A partir de entonces recibirían la iluminación del “Sol que nace de lo alto”.
Es la fe que tuvo la mujer que sufría de hemorragias desde hacía doce años. Ya había agotado la totalidad de su dinero en médicos humanos. Había llegado el momento de ir al médico divino, que no pide dinero sino fe. Con sólo tocar el manto de Jesús, esa mujer quedó sana del cuerpo y del alma: “Tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad”.
Es la fe de Bartimeo, el mendigo ciego, que clamó cuando Jesús pasaba. Ningún respeto humano lo retuvo, ni le importó el qué dirán. Él quería curarse. Con súplica humilde invocó a Cristo: “iHijo de David, ten piedad de mí!”. La humildad atrae a Dios. Es la llave que abre el Corazón del Señor. No deja de llamar la atención la respuesta: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Bartimeo sólo le pide la visión física: “Maestro, ¡que yo pueda ver!”. La visión de la fe no la pide, porque ya la tenía…
Es la fe del centurión en el Calvario. Jesús ya no es un niño en un pesebre, ni el Señor que impera sobre las aguas, o el que domina la muerte dando la vida a los muertos. Ante el centurión se encuentra “el crucificado”, “sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas… como alguien ante quien se aparta el rostro”, según lo vio Jesús proféticamente. Pero el romano, con su fe, logró ir más allá de lo que observaban sus ojos: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”.
Basten estos ejemplos para que nos sintamos impelidos a pedir en este día de la solemnidad del Cuerpo de Cristo, que el mismo Señor nos aumente nuestra fe, humilde pero firme, en su presencia real, escondida tras las apariencias del pan y del vino.
Lamentablemente no son pocos los que, si no niegan, al menos ponen en duda esta presencia divina. También a ellos el Señor les podría dirigir aquellas palabras que dijera en el evangelio: “Hombres de poca fe”. El mismo Cristo profetizó que al fin de los tiempos habría una baja de la fe: “Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”.
Cuando Jesús hacía milagros y multiplicaba los panes, la multitud quería hacerlo rey. San Juan nos relata este episodio en su Evangelio. Allí podemos encontrar anticipadamente los misterios de la Semana Santa. Cuando dio de comer a la muchedumbre, la reacción fue positivia, inmediata y general: “Este es el profeta que debe venir al mundo”. Y querían apoderarse de Él para hacerlo rey. Así lo recibirían el domingo de Ramos: ¡Viva el Rey de los judíos! En esta ocasión, Jesús no se opuso, ni ocultó su dignidad: verdaderamente Él era rey. Pero al final del discurso del Pan de Vida, los más cercanos (no sus enemigos) dijeron: “i Es duro este lenguaje! ¿Quién podrá escucharlo…? Y desde ese momento muchos de sus discípulos se alejaron de él”. El abandono de tantos, que poco antes lo habían querido proclamar rey, nos lleva a pensar en el Jueves y Viernes Santo: en la Ultima Cena, Cristo entregó generosamente, de manera anticipada, su Cuerpo y su Sangre; luego, en las horas de la Pasión, sería cobardemente abandonado por sus “amigos”.
Como decía el obispo español Manuel González, la Eucaristía no es en el Evangelio una casualidad, un accidente, una de tantas cosas bellas, un milagro más. Es el don supremo de Cristo, su amor llevado hasta el extremo. Sin embargo, cuando vemos tanto olvido de los sagrarios, tanta indiferencia frente a la Hostia divina, tan poco tiempo para adorar a Jesús, cuando observamos todas estas cosas nos preguntamos si realmente estamos convencidos de que Jesús se encuentra realmente presente en la Hostia.
2. “Si conocierais el Don de Dios…” (Jn. 4, 10).
Cuando el Doctor Angélico se pregunta acerca de las causas por las cuales Nuestro Señor ha querido quedarse en la Sagrada Eucaristía, recurre curiosamente a un texto de Aristóteles sobre la amistad. Según el gran filósofo, es natural que los amigos que se quieren busquen estar juntos. Así Cristo decidió quedarse entre nosotros en la Eucaristía.
La Eucaristía es el Don de Dios. Es el amor hecho entrega, presencia, alimento, fortaleza, alivio, consuelo. Es Cristo que quiere unirse con nosotros en bodas espirituales, hacerse con cada uno de nosotros “una sola carne”. Aquel que dijo “Yo soy la Vida”, ofrendó su vida para darnos la Vida. Amándonos, nos amó hasta el fin, según El mismo nos lo dejara dicho: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”.
Hoy es un día solemne en el cual se suele llevar a cabo una procesión por las calles con el Santísimo Sacramento. Que la adoración sea la mejor expresión de nuestra fe, hoy manifestada públicamente. Muchos de los que nos verán pasar por las calles, tal vez todavía creen en la presencia real de Jesús en la Hostia, pero frecuentemente se trata de una fe no fecundada por el amor. Pensemos en todos los que han dejado la práctica de la misa dominical, o el precepto de comulgar al menos una vez al año; pensemos en tantos desprecios, sacrilegios, comuniones mal hechas; o en la manera de participar en la Santa Misa, la conducta en las iglesias, las faltas de respeto según las modas… Es hora de reflexionar también sobre nuestra propia actitud. Todo nos lleva a preguntamos qué ha pasado con nuestra fe. ¿Dónde quedó la fe que teníamos el día de la Primera Comunión? Ahora somos grandes y “maduros”. Entendemos todo, nos sentimos satisfechos y hasta poderosos. Ya no conocemos el “Don de Dios”…
Dentro de unos instantes vamos a recibir la Sagrada Comunión. Cristo, el “Amor de los Amores, estará aquí”. Pidámosle entonces que aumente nuestra fe y nuestro amor a la Sagrada Eucaristía.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 184-188)
SS. Francisco
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio que hemos escuchado hay una expresión de Jesús que me impresiona siempre: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9, 13). Partiendo de esta frase, me dejo guiar por tres palabras: seguimiento, comunión, compartir.
Ante todo: ¿a quiénes hay que dar de comer? La respuesta la encontramos al inicio del pasaje evangélico: es la muchedumbre, la multitud. Jesús está en medio de la gente, la acoge, le habla, la atiende, le muestra la misericordia de Dios; en medio de ella elige a los Doce Apóstoles para estar con Él y sumergirse como Él en las situaciones concretas del mundo. Y la gente le sigue, le escucha, porque Jesús habla y actúa de un modo nuevo, con la autoridad de quien es auténtico y coherente, de quien habla y actúa con verdad, de quien dona la esperanza que viene de Dios, de quien es revelación del Rostro de un Dios que es amor. Y la gente, con alegría, bendice a Dios.
Esta tarde nosotros somos la multitud del Evangelio, también nosotros buscamos seguir a Jesús para escucharle, para entrar en comunión con Él en la Eucaristía, para acompañarle y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo yo a Jesús? Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que seguirle quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don a Él y a los demás.
Demos un paso adelante: ¿de dónde nace la invitación que Jesús hace a los discípulos para que sacien ellos mismos a la multitud? Nace de dos elementos: ante todo de la multitud, que, siguiendo a Jesús, está a la intemperie, lejos de lugares habitados, mientras se hace tarde; y después de la preocupación de los discípulos, que piden a Jesús que despida a la muchedumbre para que se dirija a los lugares vecinos a hallar alimento y cobijo (cf. Lc 9, 12). Ante la necesidad de la multitud, he aquí la solución de los discípulos: que cada uno se ocupe de sí mismo; ¡despedir a la muchedumbre! ¡Cuántas veces nosotros cristianos hemos tenido esta tentación! No nos hacemos cargo de las necesidades de los demás, despidiéndoles con un piadoso: «Que Dios te ayude», o con un no tan piadoso: «Buena suerte», y si no te veo más… Pero la solución de Jesús va en otra dirección, una dirección que sorprende a los discípulos: «Dadles vosotros de comer». Pero ¿cómo es posible que seamos nosotros quienes demos de comer a una multitud? «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para toda esta gente» (Lc 9, 13). Pero Jesús no se desanima: pide a los discípulos que hagan sentarse a la gente en comunidades de cincuenta personas, eleva los ojos al cielo, reza la bendición, parte los panes y los da a los discípulos para que los distribuyan (cf. Lc 9, 16). Es un momento de profunda comunión: la multitud saciada por la palabra del Señor se nutre ahora por su pan de vida. Y todos se saciaron, apunta el Evangelista (cf. Lc 9, 17).
Esta tarde, también nosotros estamos alrededor de la mesa del Señor, de la mesa del Sacrificio eucarístico, en la que Él nos dona de nuevo su Cuerpo, hace presente el único sacrificio de la Cruz. Es en la escucha de su Palabra, alimentándonos de su Cuerpo y de su Sangre, como Él hace que pasemos de ser multitud a ser comunidad, del anonimato a la comunión. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él. Entonces todos deberíamos preguntarnos ante el Señor: ¿cómo vivo yo la Eucaristía? ¿La vivo de modo anónimo o como momento de verdadera comunión con el Señor, pero también con todos los hermanos y las hermanas que comparten esta misma mesa? ¿Cómo son nuestras celebraciones eucarísticas?
Un último elemento: ¿de dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta está en la invitación de Jesús a los discípulos: «Dadles vosotros…», «dar», compartir. ¿Qué comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son precisamente esos panes y esos peces los que en las manos del Señor sacian a toda la multitud. Y son justamente los discípulos, perplejos ante la incapacidad de sus medios y la pobreza de lo que pueden poner a disposición, quienes acomodan a la gente y distribuyen —confiando en la palabra de Jesús— los panes y los peces que sacian a la multitud. Y esto nos dice que en la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra clave de la que no debemos tener miedo es «solidaridad», o sea, saber poner a disposición de Dios lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque sólo compartiendo, sólo en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto. Solidaridad: ¡una palabra malmirada por el espíritu mundano!
Esta tarde, de nuevo, el Señor distribuye para nosotros el pan que es su Cuerpo, Él se hace don. Y también nosotros experimentamos la «solidaridad de Dios» con el hombre, una solidaridad que jamás se agota, una solidaridad que no acaba de sorprendernos: Dios se hace cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se abaja entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el mal, el egoísmo y la muerte. Jesús también esta tarde se da a nosotros en la Eucaristía, comparte nuestro mismo camino, es más, se hace alimento, el verdadero alimento que sostiene nuestra vida también en los momentos en los que el camino se hace duro, los obstáculos ralentizan nuestros pasos. Y en la Eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el de compartir, el del don, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte, se convierte en riqueza, porque el poder de Dios, que es el del amor, desciende sobre nuestra pobreza para transformarla.
Así que preguntémonos esta tarde, al adorar a Cristo presente realmente en la Eucaristía: ¿me dejo transformar por Él? ¿Dejo que el Señor, que se da a mí, me guíe para salir cada vez más de mi pequeño recinto, para salir y no tener miedo de dar, de compartir, de amarle a Él y a los demás?
Hermanos y hermanas: seguimiento, comunión, compartir. Oremos para que la participación en la Eucaristía nos provoque siempre: a seguir al Señor cada día, a ser instrumentos de comunión, a compartir con Él y con nuestro prójimo lo que somos. Entonces nuestra existencia será verdaderamente fecunda. Amén.
(Plaza de San Pedro Domingo 19 de mayo de 2013)
San Juan Pablo II
La institución de la Eucaristía fue siempre considerada como el sacramento más santo: el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. El sacramento de la Pascua divina. El sacramento de la muerte y de la resurrección. El sacramento del Amor, que es más poderoso que la muerte. El sacramento del sacrificio y del banquete de la redención. El sacramento de la comunión de las almas con Cristo en el Espíritu Santo. El sacramento de la fe de la Iglesia peregrinante y de la esperanza de la unión eterna. El alimento de las almas. El sacramento del pan y del vino, de las especies más pobres, que se convierten en nuestro tesoro y en nuestra riqueza más grande. “He aquí el pan de los ángeles, convertido en pan de los caminantes” (secuencia), “…no como el pan que comieron los padres y murieron; el que come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,58).
¿Por qué ha sido escogido un jueves para la solemnidad del Corpus Domini? La respuesta es fácil. Esta solemnidad se refiere al misterio ligado históricamente a ese día, al Jueves Santo. Y tal día es, en el sentido más estricto de la palabra, la fiesta eucarística de la Iglesia. El Jueves Santo se cumplieron las palabras que Jesús había pronunciado una vez en la sinagoga de Cafarnaúm; al oírle, “muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían”, mientras los Apóstoles respondieron por boca de Pedro: “¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6,66- 68). La Eucaristía encierra en sí el cumplimiento de esas palabras. En ella la vida eterna tiene su anticipo y su comienzo.
“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn. 6,54). Eso vale ya para el mismo Cristo, que inicia el triduo pascual el Jueves Santo, con la Ultima Cena, es condenado a muerte y crucificado el Viernes Santo, y resucitará al tercer día. La Eucaristía es el sacramento de esa muerte y de esa resurrección.
En ella, el Cuerpo de Cristo se transforma verdaderamente en comida y la Sangre en bebida para la vida eterna, para la resurrección. En efecto, el que come ese Cuerpo eucarístico del Señor y bebe en la Eucaristía la Sangre derramada por Él para la redención del mundo, llega a esa comunión con Cristo, de la que el Señor mismo dice: “Permanece en mí y yo en él” (Jn 15,4). Y el hombre, permaneciendo en Cristo, en el Hijo que vive del Padre, vive también, mediante Él, de esa vida que constituye la unión del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo: vive la vida divina.
Celebramos, por tanto, la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo el jueves después de la Santísima Trinidad, para poner de relieve precisamente esa Vida que nos da la Eucaristía. Mediante el Cuerpo y la Sangre de Cristo permanece en ella un reflejo más completo de la Santísima Trinidad, de modo que la Vida divina, es participada, en este sacramento, por nuestras almas. Este es el misterio más profundo, más íntimo que asumimos con todo nuestro corazón, con todo nuestro “yo” interior. Y lo vivimos en la intimidad, en el recogimiento más profundo, sin encontrar ni las palabras justas, ni los gestos adecuados para corresponder a él. Las palabras más exactas quizá sean éstas: “Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo…” (Mt 8,8), unidas a una actitud de adoración profunda.
Sin embargo, existe un único día -y un determinado tiempo- en el que nosotros queremos dar, a una realidad tan íntima, una especial expresión exterior y pública. Esto sucede precisamente hoy. Es una expresión de amor y de veneración.
Cristo pensando en su muerte, de la que dejó su propio memorial en la Eucaristía, ¿no dijo acaso una vez “Padre, glorifícame cerca de Ti mismo, con la gloria que tuve cerca de Ti antes que el mundo existiese”? (Jn 17,5).
Cristo permanece en esa gloria después de la resurrección. El sacramento de su expoliación y de su muerte es al mismo tiempo el sacramento de esa gloria en la que permanece. Y aunque a la glorificación, de que goza en Dios, no corresponde ninguna expresión adecuada de adoración humana, es justo sin embargo, que con la Eucaristía del Jueves Santo se enlace también esa liturgia especial de adoración, que lleva consigo la fiesta de hoy. Este es el día en que no solamente recibimos la Hostia de la vida eterna, sino que también caminamos con la mirada fija en la Hostia eucarística, juntos todos en procesión, que es un símbolo de nuestra peregrinación con Cristo en la vida terrena.
Caminamos por las plazas y calles de nuestras ciudades, por esos caminos nuestros en los que se desarrolla normalmente nuestra peregrinación. Allí donde viviendo, trabajando, andando con prisas, lo llevamos en lo íntimo de nuestros corazones, allí queremos llevarlo en procesión y mostrárselo a todos, para que sepan que, gracias al Cuerpo del Señor, todos tienen o pueden tener en sí la vida (cfr. Jn 6,53). Y para que respeten esa nueva vida que hay en el hombre.
¡Iglesia santa, alaba a tu Señor! Amén.
(Solemnidad del Corpus Christi, domingo 8 de junio de 1980)
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
CORPUS CHRISTI
El hombre moderno como el hombre de todos los tiempos busca la felicidad pero la senda que ha tomado el hombre moderno para encontrarla es el placer por el placer. Dice Chesterton que el hombre moderno “al buscar el placer, perdió su placer principal, pues el placer principal es la sorpresa” o el asombro.
Ustedes habrán notado que cuando nos gusta una cosa buscamos tenerla pero una vez alcanzada al poco tiempo nos cansa y buscamos algo nuevo en ella o buscamos simplemente otra cosa. En definitiva lo que buscamos es algo que nos asombre, que dé felicidad al espíritu.
Pero el hombre moderno y también nosotros cristianos insertados en este mundo moderno vamos perdiendo la capacidad de asombro. Cuando el hombre busca sólo los placeres terrenales se embota su mente para las sorpresas del espíritu y por tanto la fe entra en crisis porque es la fe la que nos hace alcanzar lo sorprendente de la religión y de Dios que son los misterios.
San Juan Pablo II ha querido suscitar este asombro respecto al sacramento de la Eucaristía en su encíclica Ecclesia de Eucharistia siguiendo a toda la tradición de la Iglesia, la cual, “no ha tenido miedo de derrochar, dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía”.
Intentaremos también suscitar este asombro recordando algunas verdades de este Sacramento:
Conociendo nuestra debilidad quiso Jesús instituir un Sacramento, a modo de alimento espiritual, que nos diese fuerza y vigor; rebozando su corazón de amor, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”, quiso quedarse Él mismo presente en este Sacramento para estar con nosotros “hasta el fin del mundo”; más aún, quiso dejárnoslo como Sacrificio perpetuo ofrecido a Dios para reparar por nuestros pecados.
La Iglesia en la liturgia de la Palabra nos habla de pan y vino que son los alimentos más comunes entre los hombres y que serán la materia del Sacramento de la Eucaristía.
Melquisedec presentó pan y vino, San Pablo dice que Jesús en la Última Cena tomó pan y vino, el Evangelio nos relata la multiplicación de los panes y dice que Jesús tomó los panes y los multiplicó.
La multiplicación de los panes fue uno de los escalones por los cuales Jesús fue preparando a sus Apóstoles para instituir la Eucaristía. Comenzó con los milagros de la conversión del agua en vino y de la multiplicación de los panes como para que entendiesen que también tenía poder para convertir el vino en su Sangre y hacer presente su Cuerpo bajo la apariencia de pan en los miles y miles de lugares del mundo donde se celebra la Santa Misa; los preparó también por medio de su palabra, especialmente, en el Sermón del Pan de Vida. Luego de esta larga preparación, instituyó solemnemente la Eucaristía en la Última Cena, la consumó en el sacrificio en la cruz y mandó que se perpetuase sobre nuestros altares “hasta que Él vuelva”.
Antes de la Consagración vemos sobre el altar pan y vino, pan de trigo y vino de uva. Después de la consagración vemos sobre el altar pan y vino, sin embargo, ¿son en realidad pan y vino? No. Allí está el Cuerpo, la Sangre, el alma y la divinidad de Jesús. Sólo permanecen las apariencias de pan y vino.
Los que estuvieron en la multiplicación de los panes y comieron pan hasta saciarse buscan a Jesús para hacerlo rey y Jesús ha hecho el milagro para significar algo más profundo: Él es el verdadero pan que da vida al hombre, pero no vida temporal, sino vida eterna.
Se equivoca la vista y los demás sentidos sobre lo que hay en el altar después de la consagración pero no se equivoca el oído porque ha escuchado lo que ha dicho Jesús: “Esto es mi Cuerpo”, “Esta es mi Sangre” y el defecto de los sentidos es suplido por el oído que es el medio por el cual se suscita en nosotros la fe. Por eso a la Eucaristía la llamamos Sacramento de la fe o Misterio de la fe, palabras que dice el Sacerdote después de hacer la Eucaristía.
Sólo la fe alcanza el misterio y se produce el asombro. Si el misterio lo queremos alcanzar por la sola inteligencia sin la fe se produce el rechazo y el escándalo como sucedió cuando el Señor les habló de este misterio a sus discípulos. Ellos tomaron al pie de la letra sus palabras, pensaron en un banquete de antropófagos cuando Jesús les dijo que debían comer su carne, y se fueron murmurando “duras son estas palabras”. En cambio, los doce tomaron otra actitud. Doblegaron la inteligencia ante las palabras de Jesús, creyeron en Él y dijeron: “¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. La fe crucifica nuestra inteligencia y si el hombre acepta esta crucifixión resucita una inteligencia mayor enaltecida por la fe. El misterio es alcanzado y el misterio produce asombro y da felicidad.
El cielo será un asombro infinito y permanente por la contemplación de Dios.
En la Eucaristía hay una Presencia Real de Cristo. “Porque esto es mi cuerpo”, “porque esta es mi sangre”. Él mismo, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, está presente en este Sacramento que no sólo nos da la gracia sino también al autor de la gracia: “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna”
San Pablo recuerda la institución de la Eucaristía y su significado: la memoria de la muerte de Jesús. Cada vez que participamos de la Santa Misa y escuchamos las palabras de la Consagración se hace presente el momento de la muerte de Jesús y con ello nuestra Redención, por la cual, entramos nuevamente en comunión con Dios por medio de Jesús. Por eso la Eucaristía es Sacrificio. En la Consagración se habla de Cuerpo entregado y Sangre derramada. Es el momento en que Cristo se inmola para expiar nuestros pecados y así aplacar la justa ira de Dios, volviéndolo propicio y clemente, satisfaciendo –inclusive– por las almas del purgatorio. “El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo”. La Eucaristía es la renovación del Sacrificio de la Cruz y tiene por fin, como la cruz misma, la glorificación de Dios y santificación de los hombres.
Pero esa comunión con Jesús que se da ya en el momento de la Consagración por la fe en el Sacramento se da físicamente cuando recibimos a Jesús sacramentado: “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”.
La Eucaristía es Sacramento. “Tomad y comed”, “Tomad y bebed”. La Eucaristía es alimento espiritual, renovación de la última cena, banquete celestial para nuestra santificación: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”.
¿Y Jesús que se sacrifica en la Misa nos da su carne inmolada? Jesús se nos da vivo tal cual está en el cielo y por eso nos da vida eterna. Jesús está vivo en el cielo y es la Vida en plenitud y por eso nos trasmite la vida en el Sacramento de la Eucaristía.
Los tres elementos que he señalado: que la Eucaristía es Sacramento, Presencia Real y Sacrificio están contenidos en la fórmula de la Consagración. El Sacramento de la Eucaristía se hace en el Sacrificio de la Misa.
Pero después de haber hablado de la Eucaristía quiero que piensen en esto: la Eucaristía es el sacramento del amor: Dios nos ama tanto que se hizo hombre por nosotros, es el Verbo Encarnado, Jesús. Jesús para demostrar el amor de Dios hacia nosotros quiso morir en una cruz y darnos su Cuerpo y su Sangre como alimento. Se quiso dar como alimento nuestro para poderse unir con nosotros, no sólo por la fe sino también físicamente. Dios se escondió bajo nuestra carne y escondió su carne bajo el pan y todo por amor. Este es el “asombro eucarístico” que quiere suscitar la Iglesia en nosotros porque fue Dios el que lo quiso suscitar. Este “asombro” nos enciende en amor y nos llena de felicidad, es el cielo comenzado.
SS. Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
El sacerdocio del Nuevo Testamento está íntimamente unido a la Eucaristía. Por esto, hoy, en la solemnidad del Corpus Christi y casi al final del Año sacerdotal, se nos invita a meditar en la relación entre la Eucaristía y el sacerdocio de Cristo. En esta dirección nos orientan también la primera lectura y el salmo responsorial, que presentan la figura de Melquisedec. El breve pasaje delLibro del Génesis (cf. 14, 18-20) afirma que Melquisedec, rey de Salem, era «sacerdote del Dios altísimo» y por eso «ofreció pan y vino» y «bendijo a Abram», que volvía de una victoria en batalla. Abraham mismo le dio el diezmo de todo. El salmo, a su vez, contiene en la última estrofa una expresión solemne, un juramento de Dios mismo, que declara al Rey Mesías: «Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec» (Sal 110, 4). Así, el Mesías no sólo es proclamado Rey sino también Sacerdote. En este pasaje se inspira el autor de la Carta a los Hebreos para su amplia y articulada exposición. Y nosotros lo hemos repetido en el estribillo: «Tú eres sacerdote eterno, Cristo Señor»: casi una profesión de fe, que adquiere un significado especial en la fiesta de hoy. Es la alegría de la comunidad, la alegría de toda la Iglesia que, contemplando y adorando el Santísimo Sacramento, reconoce en él la presencia real y permanente de Jesús, sumo y eterno Sacerdote.
La segunda lectura y el Evangelio, en cambio, centran la atención en el misterio eucarístico. De la Primera Carta a los Corintios (cf. 11, 23-26) está tomado el pasaje fundamental, en el que san Pablo recuerda a la comunidad el significado y el valor de la «Cena del Señor», que el Apóstol había transmitido y enseñado, pero que corrían el riesgo de perderse. El Evangelio, en cambio, es el relato del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, en la redacción de san Lucas: un signo atestiguado por todos los Evangelistas y que anuncia el don que Cristo hará de sí mismo, para dar a la humanidad la vida eterna. Ambos textos ponen de relieve la oración de Cristo, en el acto de partir el pan. Naturalmente, hay una neta diferencia entre los dos momentos: cuando parte los panes y los peces para las multitudes, Jesús da gracias al Padre celestial por su providencia, confiando en que no dejará que falte el alimento a toda esa gente. En la última Cena, en cambio, Jesús convierte el pan y el vino en su propio Cuerpo y Sangre, para que los discípulos puedan alimentarse de él y vivir en comunión íntima y real con él.
Lo primero que conviene recordar siempre es que Jesús no era un sacerdote según la tradición judía. Su familia no era sacerdotal. No pertenecía a la descendencia de Aarón, sino a la de Judá y, por tanto, legalmente el camino del sacerdocio le estaba vedado. La persona y la actividad de Jesús de Nazaret no se sitúan en la línea de los antiguos sacerdotes, sino más bien en la de los profetas. Y en esta línea Jesús se alejó de una concepción ritual de la religión, criticando el planteamiento que daba valor a los preceptos humanos vinculados a la pureza ritual más que a la observancia de los mandamientos de Dios, es decir, al amor a Dios y al prójimo, que, como dice el Señor, «vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12, 33). También en el interior del templo de Jerusalén, lugar sagrado por excelencia, Jesús realiza un gesto típicamente profético, cuando expulsa a los cambistas y a los vendedores de animales, actividades que servían para la ofrenda de los sacrificios tradicionales. Así pues, a Jesús no se le reconoce como un Mesías sacerdotal, sino profético y real. Incluso su muerte, que los cristianos con razón llamamos «sacrificio», no tenía nada de los sacrificios antiguos, más aún, era todo lo contrario: la ejecución de una condena a muerte, por crucifixión, la más infamante, llevada a cabo fuera de las murallas de Jerusalén.
Entonces, ¿en qué sentido Jesús es sacerdote? Nos lo dice precisamente la Eucaristía. Podemos tomar como punto de partida las palabras sencillas que describen a Melquisedec: «Ofreció pan y vino» (Gn 14, 18). Es lo que hizo Jesús en la última Cena: ofreció pan y vino, y en ese gesto se resumió totalmente a sí mismo y resumió toda su misión. En ese acto, en la oración que lo precede y en las palabras que lo acompañan radica todo el sentido del misterio de Cristo, como lo expresa la Carta a los Hebreos en un pasaje decisivo, que es necesario citar: «En los días de su vida mortal —escribe el autor refiriéndose a Jesús— ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas a Dios que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su pleno abandono a él. Aun siendo Hijo, con lo que padeció aprendió la obediencia; y, hecho perfecto, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios sumo sacerdote según el rito de Melquisedec» (5, 7-10). En este texto, que alude claramente a la agonía espiritual de Getsemaní, la pasión de Cristo se presenta como una oración y como una ofrenda. Jesús afronta su «hora», que lo lleva a la muerte de cruz, inmerso en una profunda oración, que consiste en la unión de su voluntad con la del Padre. Esta doble y única voluntad es una voluntad de amor. La trágica prueba que Jesús afronta, vivida en esta oración, se transforma en ofrenda, en sacrificio vivo.
Dice la Carta a los Hebreos que Jesús «fue escuchado». ¿En qué sentido? En el sentido de que Dios Padre lo liberó de la muerte y lo resucitó. Fue escuchado precisamente por su pleno abandono a la voluntad del Padre: el designio de amor de Dios pudo realizarse perfectamente en Jesús que, habiendo obedecido hasta el extremo de la muerte en cruz, se convirtió en «causa de salvación» para todos los que le obedecen. Es decir, se convirtió en sumo sacerdote porque él mismo tomó sobre sí todo el pecado del mundo, como «Cordero de Dios». Es el Padre quien le confiere este sacerdocio en el momento mismo en que Jesús cruza el paso de su muerte y resurrección. No es un sacerdocio según el ordenamiento de la ley de Moisés (cf. Lv 8-9), sino «según el rito de Melquisedec», según un orden profético, que sólo depende de su singular relación con Dios.
Volvamos a la expresión de la Carta a los Hebreos que dice: «Aun siendo Hijo, con lo que padeció aprendió la obediencia». El sacerdocio de Cristo conlleva el sufrimiento. Jesús sufrió verdaderamente, y lo hizo por nosotros. Era el Hijo y no necesitaba aprender la obediencia, pero nosotros sí teníamos y tenemos siempre necesidad de aprenderla. Por eso, el Hijo asumió nuestra humanidad y por nosotros se dejó «educar» en el crisol del sufrimiento, se dejó transformar por él, como el grano de trigo que, para dar fruto, debe morir en la tierra. A través de este proceso Jesús fue «hecho perfecto», en griego teleiotheis. Debemos detenernos en este término, porque es muy significativo. Indica la culminación de un camino, es decir, precisamente el camino de educación y transformación del Hijo de Dios mediante el sufrimiento, mediante la pasión dolorosa. Gracias a esta transformación Jesucristo llega a ser «sumo sacerdote» y puede salvar a todos los que le obedecen. El término teleiotheis, acertadamente traducido con «hecho perfecto», pertenece a una raíz verbal que, en la versión griega del Pentateuco —es decir, los primeros cinco libros de la Biblia— siempre se usa para indicar la consagración de los antiguos sacerdotes. Este descubrimiento es muy valioso, porque nos aclara que la pasión fue para Jesús como una consagración sacerdotal. Él no era sacerdote según la Ley, pero llegó a serlo de modo existencial en su Pascua de pasión, muerte y resurrección: se ofreció a sí mismo en expiación y el Padre, exaltándolo por encima de toda criatura, lo constituyó Mediador universal de salvación.
Volvamos a nuestra meditación, a la Eucaristía, que dentro de poco ocupará el centro de nuestra asamblea litúrgica. En ella Jesús anticipó su sacrificio, un sacrificio no ritual, sino personal. En la última Cena actúa movido por el «Espíritu eterno» con el que se ofrecerá en la cruz (cf. Hb 9, 14). Dando gracias y bendiciendo, Jesús transforma el pan y el vino. El amor divino es lo que transforma: el amor con que Jesús acepta con anticipación entregarse totalmente por nosotros. Este amor no es sino el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, que consagra el pan y el vino y cambia su sustancia en el Cuerpo y la Sangre del Señor, haciendo presente en el Sacramento el mismo sacrificio que se realiza luego de modo cruento en la cruz. Así pues, podemos concluir que Cristo es sacerdote verdadero y eficaz porque estaba lleno de la fuerza del Espíritu Santo, estaba colmado de toda la plenitud del amor de Dios, y esto precisamente «en la noche en que fue entregado», precisamente en la «hora de las tinieblas» (cf. Lc 22, 53). Esta fuerza divina, la misma que realizó la encarnación del Verbo, es la que transforma la violencia extrema y la injusticia extrema en un acto supremo de amor y de justicia. Esta es la obra del sacerdocio de Cristo, que la Iglesia ha heredado y prolonga en la historia, en la doble forma del sacerdocio común de los bautizados y el ordenado de los ministros, para transformar el mundo con el amor de Dios. Todos, sacerdotes y fieles, nos alimentamos de la misma Eucaristía; todos nos postramos para adorarla, porque en ella está presente nuestro Maestro y Señor, está presente el verdadero Cuerpo de Jesús, Víctima y Sacerdote, salvación del mundo. Venid, exultemos con cantos de alegría. Venid, adoremos. Amén.
(Basílica de San Juan de Letrán, jueves 3 de junio de 2010)
San Agustín
Discurso sobre el pan de vida
(Jn 6,54-66)
1. Acabamos de oír al Maestro de la verdad, Redentor divino y Salvador humano, encarecernos nuestro precio: su sangre. Nos habló, en efecto, de su cuerpo y de su sangre: al cuerpo le llamó comida; a la sangre, bebida. Los fieles saben que se trata del sacramento de los fieles; para los demás oyentes, estas palabras tienen un sentido vulgar. Cuando, por ende, para realzar a nuestros ojos una tal vianda y una tal bebida, decía: Si no coméis mi carne y bebéis mi sangre, no tendréis vida en vosotros y ¿quién sino la Vida pudiera decir esto de la Vida misma? Este lenguaje, pues, será muerte, no vida, para quien juzgare mendaz a la Vida, escandalizáronse los discípulos; no todos, a la verdad, sino muchos, diciendo entre sí: ¡Qué duras son estas palabras! ¿Quién puede sufrirlas? Y, habiendo el Señor conocido esto dentro de sí mismo, y habiendo percibido el runrún de los pensamientos, respondió a los que tal pensaban, bien que nada decían con la boca, para que supieran que los había oído y desistiesen de seguir pensando lo que pensaban… ¿Qué les respondió, pues? ¿Os escandaliza esto? Pues ¿qué será el ver al Hijo del hombre subir a donde primero estaba? ¿Qué significa: Os escandaliza esto? ¿Pensáis que del cuerpo este mío, que vosotros veis, he de hacer partes y seccionarme los miembros para dároslos a vosotros? Pues ¿qué será el ver al Hijo del hombre subir a donde primero estaba? Claro es; si pudo subir íntegro, no pudo ser consumido. Así, pues, nos dio en su cuerpo y sangre un saludable alimento, y, a la vez, en dos palabras resolvió la cuestión de su integridad. Coman, por ende, quienes lo comen y beban los que lo beben; tengan hambre y sed; coman la vida, beban la vida. Comer esto es rehacerse; pero en tal modo te rehaces, que no se deshace aquello con que te rehaces. Y beber aquello, ¿qué cosa es sino vivir? Cómete la vida, bébete la vida; tú tendrás vida sin mengua de la Vida. Entonces será esto, es decir, el cuerpo y la sangre de Cristo será vida para cada uno, cuando lo que en este sacramento se toma visiblemente, el pan y el vino, que son signos, se coma espiritualmente, y espiritualmente se beba lo que significa. Porque se lo hemos oído al Señor decir: El espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha de nada. Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. Pero hay entre vosotros, dice, algunos que no creen. Eran los que decían: ¡Cuan duras palabras son éstas!; ¿quién las puede aguantar? Duras, sí, más para los duros; es decir, son increíbles, más lo son para los incrédulos.
2. Y para enseñarnos que aun el mismo creer es dádiva y no merecimiento, dice: Os dije que nadie puede venir a mí si no le ha sido dado por mi Padre. Haciendo memoria de lo que antecede, hallaremos el lugar del Evangelio donde había dicho: Nadie viene a mí si mi Padre no le trae. No dijo «si no le guía», sino trae. Violencia es esta que se le hace al corazón, no a la carne. ¿De qué te admiras? Cree, y vienes; ama, y eres traído. No juzguéis que se trata de una violencia gruñona y despreciable; es dulce, suave; es la misma suavidad lo que te trae. Cuando la oveja tiene hambre, ¿no se la trae mostrándole hierba? Y paréceme que no se la empuja; se la sujeta con el deseo. Ven tú a Cristo así; no te fatigue la idea de un interminable camino. Creer es llegar. En efecto, a quien está en todas partes, no se va navegando, sino amando. No obstante lo cual, también en este viaje del amor hay frecuentes remolinos y borrascas de tentaciones múltiples; cree en el Crucificado para que tu fe pueda subirse al leño. No te sumergirás; el leño te llevará al puerto. Así, así navegaba por entre las olas de este siglo quien decía: A mí jamás me acaezca gloriarme en otra cosa sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
3. Es para maravillar que, predicando a Cristo crucificado, oyen dos, y uno se encoge de hombros, otro sube al leño. Quien le menosprecia, impúteselo a sí; quien sube, no se lo arrogue a sí; ya le oyó decir al Maestro de la verdad: Nadie viene a mí si no le es dado por mi Padre. Gócese porque le fue dado; dé gracias al Dador con humilde, no con arrogante corazón; no pierda por soberbio lo que mereció por humilde. Sí los que van por la senda de la justicia a sí mismos lo atribuyen y a sus esfuerzos, apártanse de ella. Por eso, la Sagrada Escritura, queriendo enseñarnos la humildad, nos dice por medio del Apóstol: Con temor y temblor obrad vuestra propia salud. Y para que no se arrogasen algo en esto, por aquello que dice obrad, añadió a continuación: Porque Dios es el que obra en vosotros así el querer como el obrar, en virtud de su beneplácito. Porque Dios es quien obra en vosotros… Por tanto, con temor y con temblor haceos valle, recibid la lluvia; porque las depresiones son llenadas, las alturas son secadas, la gracia es una lluvia. ¿Por qué te admiras de que resista Dios a los soberbios y dé su gracia a los humildes? Así, con temor y temblor, es decir, con humildad. No te subas a mayores; al contrario, teme. Teme, para que te veas lleno; no te subas a las cumbres, para que no te seques.
SAN AGUSTÍN, Sermones (3º) (t. XXIII), Sermón 131, 1-3, BAC Madrid 1983,155-58
Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
CICLO C
Entrada
Celebramos hoy la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. La Eucaristía es, al mismo tiempo, la presencia real y sustancial de Cristo, su sacrificio por el que redimió el mundo y el alimento sacramental de nuestras almas. Hoy debemos participar de una manera particular de este Santo Sacrificio de la Misa, ofreciendo a Cristo todos nuestros trabajos y sufrimientos y uniendo nuestro sacrificio al suyo.
Primera Lectura Gen. 14, 18-20
Melquisedec, sacerdote, ofreció a Dios un verdadero sacrificio de pan y vino, prefigurando a Cristo en su sacrificio eucarístico.
Segunda Lectura 1Cor. 11, 23-26
San Pablo trasmite a los cristianos las palabras de la consagración proferidas por Jesús en la Última Cena.
Secuencia
EvangelioLc. 9, 11b-17
Cristo eucaristía es el único que puede colmar el ansia del hombre hambriento de felicidad y de vida verdadera.
Preces
Elevemos nuestras súplicas a Nuestro Señor Jesucristo que ha querido quedarse con nosotros para ser nuestra ayuda y asistirnos. Digámosle con confianza:
A cada intención respondemos cantando…
* Por el Papa, para que el Señor le dé fuerzas y lo reconforte en su misión de pastorear todo el pueblo de Dios.
* Por los obispos, presbíteros y diáconos, para que sirvan generosamente al pueblo que les ha sido confiado y para que nunca pierdan de vista que han sido llamados por Dios para ser hombres de la Eucaristía y para la Eucaristía. Oremos…
* Por la paz del mundo, para que, en consonancia con el Sacramento del Amor, haya muchos hombres de buena voluntad que tengan iniciativas efectivas para la promoción de la paz. Oremos…
* Por los enfermos para que puedan recibir la Sagrada Comunión, y experimentar cómo su propia vida queda plenamente integrada en la vida y misión de la Iglesia mediante la ofrenda del propio sufrimiento en unión al Sacrificio de la Cruz. Oremos…
* Por los católicos del mundo entero, para que aprovechemos las gracias que Dios quiere derramar a través del Sacramento del Amor y para que irradiemos ese Amor comunicándolo a todos los hombres. Oremos…
(Para los miembros de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado:
* Por todos los miembros de nuestra Familia religiosa, para que la Eucaristía que celebramos cada día, sea causa de encuentro sincero con la Persona de Cristo y nos haga crecer en el amor fraterno hasta la entrega de unos por otros. Oremos…)
Señor nuestro, Tú que has hecho alianza con nosotros de manera tan admirable, escucha con benignidad las súplicas que te dirigimos y haz que te agrademos siempre viviendo en una perpetua acción de gracias. Te lo pedimos a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Ofertorio Las ofrendas que vamos a presentar son el signo de nuestras propias personas, que ponemos sobre la patena para que seamos transformados en Cristo. Presentamos:
*Incienso y en él nuestros actos de adoración al Padre.
*Estos alimentos para los más necesitados, como un signo providente del Dios Bueno.
*Pan y vino que se transustanciarán en el Cuerpo y la Sangre de Cristo ofrecidos al Padre por el género humano.
Comunión Buen Pastor, Pan Verdadero, ten piedad de tus hijos que, adorándote, se acercan a Ti, para que sacies sus deseos con tu Amor eterno.
Salida María tu que llevaste en tu seno al que hoy se deja adorar en los sagrarios del mundo entero, enséñanos a dar testimonio del Amor que no se consume, sino que se dona hasta el extremo de hacerse nuestro alimento.
(Si la procesión de Corpus se realiza después de la Misa, se omite el guión de salida y se introduce a la procesión)
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)