PRIMERA LECTURA
No era posible que la muerte
tuviera dominio sobre Él
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2, 14. 22-33
El día de Pentecostés, Pedro poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo:
«Hombres de Judea y todos los que habitan en Jerusalén, presten atención, porque voy a explicarles lo que ha sucedido. Israelitas, escuchen:
A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos conocen, a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio de los infieles. Pero Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre Él.
En efecto, refiriéndose a él, dijo David: Veía sin cesar al Señor delante de mí, porque él está a mi derecha para que yo no vacile. Por eso se alegra mi corazón y mi lengua canta llena de gozo. También mi cuerpo descansará en la esperanza, porque tú no entregarás mi alma al Abismo, ni dejarás que tu servidor sufra la corrupción. Tú me has hecho conocer los caminos de la vida y me llenarás de gozo en tu presencia.
Hermanos, permítanme decirles con toda franqueza que el patriarca David murió y fue sepultado, y su tumba se conserva entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como él era profeta, sabía que Dios le había jurado que un descendiente suyo se sentaría en su trono. Por eso previó y anunció la resurrección del Mesías, cuando dijo que no fue entregado al Abismo ni su cuerpo sufrió la corrupción. A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos. Exaltado por el poder de Dios, él recibió del Padre el Espíritu Santo prometido, y lo ha comunicado como ustedes ven y oyen.»
Palabra de Dios.
SALMO Sal 15, 1-2a. 5. 7-11
R. Señor, me harás conocer el camino de la vida.
O bien:
Aleluia.
Protégeme, Dios mío, porque me refugio en ti.
Yo digo al Señor: «Señor, tú eres mi bien.»
El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz,
¡tú decides mi suerte! R.
Bendeciré al Señor que me aconseja,
¡hasta de noche me instruye mi conciencia!
Tengo siempre presente al Señor:
él está a mi lado, nunca vacilaré. R.
Por eso mi corazón se alegra, se regocijan mis entrañas
y todo mi ser descansa seguro:
porque no me entregarás a la muerte
ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro. R.
Me harás conocer el camino de la vida,
saciándome de gozo en tu presencia,
de felicidad eterna
a tu derecha. R.
SEGUNDA LECTURA
Ustedes fueron rescatados con la sangre preciosa de Cristo,
el Cordero sin mancha
Lectura de la primera carta del apóstol san Pedro 1, 17-21
Queridos hermanos:
Ya que ustedes llaman Padre a Aquél que, sin hacer acepción de personas, juzga a cada uno según sus obras, vivan en el temor mientras están de paso en este mundo.
Ustedes saben que «fueron rescatados» de la vana conducta heredada de sus padres, no con bienes corruptibles, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, el Cordero sin mancha y sin defecto, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos para bien de ustedes.
Por él, ustedes creen en Dios, que lo ha resucitado y lo ha glorificado, de manera que la fe y la esperanza de ustedes estén puestas en Dios.
Palabra de Dios.
ALELUIA Cf. Lc 24, 32
Aleluia.
Señor Jesús, explícanos las Escrituras.
Haz que arda nuestro corazón mientras nos hablas.
Aleluia.
EVANGELIO
Lo reconocieron al partir el pan
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 24, 13-35
El primer día de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido.
Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?»
Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!»
«¿Qué cosa?», les preguntó.
Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron.»
Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él.
Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba.»
El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista.
Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»
En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!»
Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Palabra del Señor.
José María Solé – Roma, C.F.M.
HECHOS 2, 14. 22-28:
En este primer Discurso público de Pedro, del cual Lucas nos conserva este esquema, se insiste en demostrar cómo la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo estaban preanunciadas en las Escrituras. El Mesías Glorificado nos envía el Espíritu Santo y así consuma su Obra Salvífica:
— Ante todo, Pedro les recuerda las profecías de Joel que anunciaban una nueva era; era de Espíritu, era de paz, gracia y vida divina; era de Salvación para todos. Esta era la ha traído Jesús y de modo sensible y maravilloso se está iniciando aquella mañana de Pentecostés (14-22).
— Esta era de gracia y de Espíritu Santo sólo podemos gozarla tras la liberación y redención de la esclavitud del pecado que arrastramos todos los hijos de Adán. De ahí la necesidad de un Redentor y de una Redención. El Redentor ha sido Jesús, y la Redención, su Cruz. Más que la malicia de los judíos, ha sido un plan del Amor Salvífico de Dios (23) el que ha puesto a Jesús en la Cruz. La Cruz es la expiación que exigían nuestros pecados. El Mesías-Redentor, al precio de su sangre y de su vida, nos ha redimido a todos: judíos y gentiles.
— Pero las cadenas de la muerte no podían señorear al Redentor. Si le hubieran señoreado se vería claro que era un vencido como nosotros y no nuestro Redentor. Mas la Resurrección gloriosa a Vida inmortal a la diestra del Padre muestra claramente que Jesús-Mesías ha vencido al pecado y a la muerte. Y también esta victoria estaba profetizada. Pedro cita el Salmo 16, 8-11. El salmista David dice tales cosas que en modo alguno pueden aplicarse a su persona: «No abandonarás mi alma en el Ades; no consentirás que tu Santo vea la, corrupción; me darás a conocer las sendas de la vida.» David murió y su alma descendió al Ades y su sepulcro testifica su corrupción; David no conoce las sendas de la vida. Estas ricas Promesas las decía con visión profética del Mesías de quien sabía debía ser hijo suyo. El Mesías-Jesús, sí, es el «Santo» de Dios; el Mesías-Jesús, sí, salió incorrupto del Sepulcro. El Mesías-Jesús, sí, conoce los caminos de la vida; el Mesías-Jesús, sí, ve el rostro del Padre (25-28). Ahora, en la victoria de Cristo vencemos también nosotros a la muerte. Abierto por Él el camino de la Vida, vamos también nosotros a la Vida siguiendo sus pasos. Como Él y por Él seremos resucitados. La Redención no es un mero recuerdo. La Eucaristía es a la vez «Memorial» y «Acción Salvífica».
1 PEDRO 1, 17-21:
Los exegetas consideran esta exhortación un recuerdo de la Liturgia Bautismal. A los que iba a recibir el Bautismo se les hacían estas llamadas urgentes a una vida santa:
— El cristiano es un peregrino camino de la Patria (7). Este destino trascendente de la vida orienta los pasos del caminante y le da acierto en la valorización de personas, cosas y acontecimientos. Sabemos asimismo que al término de la peregrinación Dios-Juez dará a cada uno según sus obras (17).
— El cristiano es un redimido. Y un redimido no a precio de oro o plata. Es Cristo, Cordero que ha cargado sobre Sí todos los pecados del mundo, quien, al precio de su propia sangre inmaculada y de su vida inocente, nos ha rescatado a todos (18). Nuestra configuración con Cristo no sería perfecta si nos faltara el sufrimiento. Debemos compartir su pasión y su gloria, su cruz y su reino, su muerte y su Vida. Y debemos con nuestro dolor completar en nosotros la Pasión de Cristo a favor de su Iglesia. «El cristiano que sufre no es un miembro inerte o un peso negativo; es un miembro activo. Es uno que, como Cristo, padece por nosotros; es un bienhechor de los hermanos; es uno que ayuda a la salvación» (Paulo VI: 30-VIII-1967).
Participar en la Eucaristía es incorporarnos al Crucificado. Y según esta medida somos ahora santificados y seremos luego glorificados.
— El cristiano es un predestinado a la gloria. Cristo-Redentor goza ya la gloria del Padre. La que el Padre abaeterno preparó para el Hijo Encarnado Redentor. En la misma predestinación gloriosa entramos nosotros en Cristo y por Cristo. Vivamos, pues, cual nos exige nuestra fe y nuestra esperanza: Fe y esperanza en Aquel: Qui pro nobisofferre non desinit, nosqueapud Te perenniadvocationedefendit: Quiimmolatusjam non moritur, sed sempervivitoccisus. (Praef.)
LUCAS 24, 13-15:
Es riquísima y emocionante esta aparición del Resucitado a los dos Discípulos de Emaús:
— Emaús dista unos 160 estadios (= 29 Km) de Jerusalén. Jesús se hace encontradizo con aquellos peregrinos. Va Jesús con ellos y ellos le ignoran. Es una lección para cuantos vivimos la etapa de peregrinos de la fe. Aunque no lo veamos, nunca debemos olvidar que no andamos solos. Desde que Jesús está glorificado no queda ya sujeto a las leyes físicas del espacio y del tiempo. Las trasciende con su virtud divina. Al estar en el cielo no deja de estar con nosotros.
— En Lucas como en Juan, Jesús Resucitado que se aparece, no es conocido sino por sus palabras o signos. Es que el Cuerpo glorificado, bien que idéntico al que bajó al Sepulcro, tiene otro estado que modifica su forma externa y le libra de las leyes de los cuerpos mortales. Y sólo unos ojos glorificados pueden ver en su estado a un Cuerpo glorificado. De ahí que la humanidad gloriosa de Cristo no es conocida de pronto. Los de Emaús no advierten que tienen ante sí al Maestro hasta que Este ejecuta un «signo» peculiar para revelarse: « ¡La Fracción del Pan!»
— Jesús en la larga conversación del viaje ha explicado a los desorientados discípulos el mesianismo de las Escrituras. El viaje ha sido, pues, una conquista. El Maestro sigue Ley, Profetas y Salmos (= Escritura) y les explica y expone cómo cuanto Él ha sufrido y cuanto en Él se ha realizado es plan previsto y preanunciado por los Profetas. Ellos van comprendiendo a medida que del plano de un Mesianismo terreno-político se eleven al de un Mesianismo espiritual y Redentor. Tras la Pasión el Mesías está ya en su Gloria (26). Y con esto, el Resucitado desaparece. Y ellos le ven ya a la luz de la fe.
— Retengamos como lecciones de este pasaje evangélico:
- a) Cristo glorioso nos acompaña a los que aún peregrinamos camino de la Patria.
- b) Debemos purificar nuestro «Mesianismo» de adherencias terrenales. Cristo nos redime del pecado con su cruz.
- c) En el Sacramento de la «Fracción del Pan» se iluminan nuestros ojos y se vigoriza nuestro corazón. Es el Sacramento «viático» de los peregrinos.
SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 113-116
San Juan Pablo II
Mane nobiscum, Domine
1. «Quédate con nosotros, Señor, porque atardece y el día va de caída» (cf.Lc24,29). Ésta fue la invitación apremiante que, la tarde misma del día de la resurrección, los dos discípulos que se dirigían hacia Emaús hicieron al Caminante que a lo largo del trayecto se había unido a ellos. Abrumados por tristes pensamientos, no se imaginaban que aquel desconocido fuera precisamente su Maestro, ya resucitado. No obstante, habían experimentado cómo «ardía» su corazón (cf. ibíd. 32) mientras él les hablaba «explicando» las Escrituras. La luz de la Palabra ablandaba la dureza de su corazón y «se les abrieron los ojos» (cf. ibíd. 31). Entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel Caminante era un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz. «Quédate con nosotros», suplicaron, y Él aceptó. Poco después el rostro de Jesús desaparecería, pero el Maestro se había quedado veladamente en el «pan partido», ante el cual se habían abierto sus ojos.
2. El icono de los discípulos de Emaús viene bien para orientar un Año en que la Iglesia estará dedicada especialmente a vivir el misterio de la Santísima Eucaristía. En el camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios. Cuando el encuentro llega a su plenitud, a la luz de la Palabra se añade la que brota del «Pan de vida», con el cual Cristo cumple a la perfección su promesa de «estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28,20).
3. La «fracción del pan» —como al principio se llamaba a la Eucaristía— ha estado siempre en el centro de la vida de la Iglesia. Por ella, Cristo hace presente a lo largo de los siglos el misterio de su muerte y resurrección. En ella se le recibe a Él en persona, como «pan vivo que ha bajado del cielo» (Jn 6,51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna, merced a la cual se pregusta el banquete eterno en la Jerusalén celeste. (…).
(…)
«Les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura»(Lc24,27)
11. El relato de la aparición de Jesús resucitado a los dos discípulos de Emaús nos ayuda a enfocar un primer aspecto del misterio eucarístico que nunca debe faltar en la devoción del Pueblo de Dios: ¡La Eucaristía misterio de luz! ¿En qué sentido puede decirse esto y qué implica para la espiritualidad y la vida cristiana?
Jesús se presentó a sí mismo como la «luz del mundo» (Jn 8,12), y esta característica resulta evidente en aquellos momentos de su vida, como la Transfiguración y la Resurrección, en los que resplandece claramente su gloria divina. En la Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El Sacramento eucarístico es un «mysteriumfidei» por excelencia. Pero, precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las profundidades de la vida divina. En una feliz intuición, el célebre icono de la Trinidad de Rublëv pone la Eucaristía de manera significativa en el centro de la vida trinitaria.
12. La Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos «mesas», la de la Palabra y la del Pan. Esta continuidad aparece en el discurso eucarístico del Evangelio de Juan, donde el anuncio de Jesús pasa de la presentación fundamental de su misterio a la declaración de la dimensión propiamente eucarística: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55). Sabemos que esto fue lo que puso en crisis a gran parte de los oyentes, llevando a Pedro a hacerse portavoz de la fe de los otros Apóstoles y de la Iglesia de todos los tiempos: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn6,68). En la narración de los discípulos de Emaús Cristo mismo interviene para enseñar, «comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas», cómo «toda la Escritura» lleva al misterio de su persona (cf.Lc24,27). Sus palabras hacen «arder» los corazones de los discípulos, los sacan de la oscuridad de la tristeza y desesperación y suscitan en ellos el deseo de permanecer con Él: «Quédate con nosotros, Señor» (cf. Lc24,29).
13. Los Padres del Concilio Vaticano II, en la ConstituciónSacrosanctumConcilium, establecieron que la «mesa de la Palabra» abriera más ampliamente los tesoros de la Escritura a los fieles.[9] Por eso permitieron que la Celebración litúrgica, especialmente las lecturas bíblicas, se hiciera en una lengua conocida por todos. Es Cristo mismo quien habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura.[10] Al mismo tiempo, recomendaron encarecidamente la homilía como parte de la Liturgia misma, destinada a ilustrar la Palabra de Dios y actualizarla para la vida cristiana.[11] Cuarenta años después del Concilio, el Año de la Eucaristía puede ser una buena ocasión para que las comunidades cristianas hagan una revisión sobre este punto. En efecto, no basta que los fragmentos bíblicos se proclamen en una lengua conocida si la proclamación no se hace con el cuidado, preparación previa, escucha devota y silencio meditativo, tan necesarios para que la Palabra de Dios toque la vida y la ilumine.
«Lo reconocieron al partir el pan»(Lc24,35)
14. Es significativo que los dos discípulos de Emaús, oportunamente preparados por las palabras del Señor, lo reconocieran mientras estaban a la mesa en el gesto sencillo de la «fracción del pan». Una vez que las mentes están iluminadas y los corazones enfervorizados, los signos «hablan». La Eucaristía se desarrolla por entero en el contexto dinámico de signos que llevan consigo un mensaje denso y luminoso. A través de los signos, el misterio se abre de alguna manera a los ojos del creyente.
Como he subrayado en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, es importante que no se olvide ningún aspecto de este Sacramento. En efecto, el hombre está siempre tentado a reducir a su propia medida la Eucaristía, mientras que en realidad es él quien debe abrirse a las dimensiones del Misterio. «La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones».[12]
15. No hay duda de que el aspecto más evidente de la Eucaristía es el de banquete. La Eucaristía nació la noche del Jueves Santo en el contexto de la cena pascual. Por tanto, conlleva en su estructura el sentido del convite: «Tomad, comed… Tomó luego una copa y… se la dio diciendo: Bebed de ella todos…» (Mt 26,26.27). Este aspecto expresa muy bien la relación de comunión que Dios quiere establecer con nosotros y que nosotros mismos debemos desarrollar recíprocamente.
Sin embargo, no se puede olvidar que el banquete eucarístico tiene también un sentido profunda y primordialmente sacrificial.[13] En él Cristo nos presenta el sacrificio ofrecido una vez por todas en el Gólgota. Aun estando presente en su condición de resucitado, Él muestra las señales de su pasión, de la cual cada Santa Misa es su «memorial», como nos recuerda la Liturgia con la aclamación después de la consagración: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección…». Al mismo tiempo, mientras actualiza el pasado, la Eucaristía nos proyecta hacia el futuro de la última venida de Cristo, al final de la historia. Este aspecto «escatológico» da al Sacramento eucarístico un dinamismo que abre al camino cristiano el paso a la esperanza.
«Yo estoy con vosotros todos los días»(Mt 28,20)
16. Todos estos aspectos de la Eucaristía confluyen en lo que más pone a prueba nuestra fe: el misterio de la presencia «real». Junto con toda la tradición de la Iglesia, nosotros creemos que bajo las especies eucarísticas está realmente presente Jesús. Una presencia —como explicó muy claramente el Papa Pablo VI— que se llama «real» no por exclusión, como si las otras formas de presencia no fueran reales, sino por antonomasia, porque por medio de ella Cristo se hace sustancialmente presente en la realidad de su cuerpo y de su sangre.[14] Por esto la fe nos pide que, ante la Eucaristía, seamos conscientes de que estamos ante Cristo mismo. Precisamente su presencia da a los diversos aspectos —banquete, memorial de la Pascua, anticipación escatológica— un alcance que va mucho más allá del puro simbolismo. La Eucaristía es misterio de presencia, a través del que se realiza de modo supremo la promesa de Jesús de estar con nosotros hasta el final del mundo.
Celebrar, adorar, contemplar
17. ¡Gran misterio la Eucaristía! Misterio que ante todo debe ser celebrado bien. Es necesario que la Santa Misa sea el centro de la vida cristiana y que en cada comunidad se haga lo posible por celebrarla decorosamente, según las normas establecidas, con la participación del pueblo, la colaboración de los diversos ministros en el ejercicio de las funciones previstas para ellos, y cuidando también el aspecto sacro que debe caracterizar la música litúrgica. Un objetivo concreto de este Año de la Eucaristía podría ser estudiar a fondo en cada comunidad parroquial la Ordenación General del Misal Romano. El modo más adecuado para profundizar en el misterio de la salvación realizada a través de los «signos» es seguir con fidelidad el proceso del año litúrgico. Los Pastores deben dedicarse a la catequesis «mistagógica», tan valorada por los Padres de la Iglesia, la cual ayuda a descubrir el sentido de los gestos y palabras de la Liturgia, orientando a los fieles a pasar de los signos al misterio y a centrar en él toda su vida.
18. Hace falta, en concreto, fomentar, tanto en la celebración de la Misa como en el culto eucarístico fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo de comportarse. A este respecto, las normas recuerdan —y yo mismo lo he recordado recientemente[15]— el relieve que se debe dar a los momentos de silencio, tanto en la celebración como en la adoración eucarística. En una palabra, es necesario que la manera de tratar la Eucaristía por parte de los ministros y de los fieles exprese el máximo respeto.[16] La presencia de Jesús en el tabernáculo ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón. «¡Gustad y ved qué bueno es el Señor¡» (Sal 33 [34],9).
La adoración eucarística fuera de la Misadebe ser durante este año un objetivo especial para las comunidades religiosas y parroquiales. Postrémonos largo rato ante Jesús presente en la Eucaristía, reparando con nuestra fe y nuestro amor los descuidos, los olvidos e incluso los ultrajes que nuestro Salvador padece en tantas partes del mundo. Profundicemos nuestra contemplación personal y comunitaria en la adoración, con la ayuda de reflexiones y plegarias centradas siempre en la Palabra de Dios y en la experiencia de tantos místicos antiguos y recientes. El Rosario mismo, considerado en su sentido profundo, bíblico y cristocéntrico, que he recomendado en la Carta apostólica RosariumVirginisMariae, puede ser una ayuda adecuada para la contemplación eucarística, hecha según la escuela de María y en su compañía.[17]
Que este año se viva con particular fervor la solemnidad del Corpus Christi con la tradicional procesión. Que la fe en Dios que, encarnándose, se hizo nuestro compañero de viaje, se proclame por doquier y particularmente por nuestras calles y en nuestras casas, como expresión de nuestro amor agradecido y fuente de inagotable bendición.
(San Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane Nobiscum Domine, nº 1-3. 11-18)
Benedicto XVI
Las apariciones de Jesús en los Evangelios
Las apariciones de las que nos hablan los evangelistas son ostensiblemente de un género diferente. Por un lado, el Señor aparece como un hombre, como los otros hombres: caminacon los discípulos de Emaús; deja que Tomás toque sus heridas; según Lucas, acepta incluso untrozo de pez asado para comer, para demostrar su verdadera corporeidad. Y, sin embargo, también según estos relatos, no es un hombre que simplemente ha vuelto a ser como era antes de la muerte.
Llama la atención ante todo que los discípulos no lo reconozcan en un primer momento. Estono sucede solamente con los dos de Emaús, sino también con María Magdalena y luego denuevo junto al lago de Tiberíades: «Estaba ya amaneciendo cuando Jesús se presentó en laorilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús» (Jn 21,4). Solamente después de que elSeñor les hubo mandado salir de nuevo a pescar, el discípulo tan amado lo reconoció: «Y aqueldiscípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: “Es el Señor”» (21,7).Es, por decirlo así, unreconocer desde dentro que, sin embargo, queda siempre envuelto en el misterio. En efecto,después de la pesca, cuando Jesús los invita a comer, seguía habiendo una cierta sensación dealgo extraño. «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bienque era el Señor» (21,12). Lo sabían desde dentro, pero no por el aspecto de lo que veían y presenciaban.
El modo de aparecer corresponde a esta dialéctica del reconocer y no reconocer. Jesús llega através de las puertas cerradas, y de improviso se presenta en medio de ellos. Y, del mismomodo, desaparece de repente, como al final del encuentro en Emaús. Él es plenamentecorpóreo. Y, sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio ydel tiempo. En esta sorprendente dialéctica entre identidad y alteridad, entre verdaderacorporeidad y libertad de las ataduras del cuerpo, se manifiesta la esencia peculiar, misteriosa,de la nueva existencia del Resucitado. En efecto, ambas cosas son verdad: Él es el mismo —unhombre de carne y hueso— y es también el Nuevo, el que ha entrado en un género deexistencia distinto.
La dialéctica que forma parte de la esencia del Resucitado es presentada en los relatosrealmente con poca habilidad, y precisamente por eso dejan ver que son verídicos. Si sehubiera tenido que inventar la resurrección, se hubiera concentrado toda la insistencia en laplena corporeidad, en la posibilidad de reconocerlo inmediatamente y, además, se habríaideado tal vez un poder particular como signo distintivo del Resucitado. Pero en el aspectocontradictorio de lo experimentado, que caracteriza todos los textos, en el misterioso conjuntode alteridad e identidad, se refleja un nuevo modo del encuentro, que apologéticamenteparece bastante desconcertante, pero que justo por eso se revela también mayormente comodescripción auténtica de la experiencia que se ha tenido.
(…)
Son importantes (…) dos acotaciones. Por una parte, Jesús no ha retornado a la existenciaempírica, sometida a la ley de la muerte, sino que vive de modo nuevo en la comunión conDios, sustraído para siempre a la muerte. Por otra parte —y también esto es importante— losencuentros con el Resucitado son diferentes de los acontecimientos interiores o deexperiencias místicas: son encuentros reales con el Viviente que, en un modo nuevo, posee uncuerpo y permanece corpóreo. Lucas lo subraya con mucho énfasis: Jesús no es, comotemieron en un primer momento los discípulos, un «fantasma», un «espíritu», sino que tiene«carne y huesos» (cf. Lc 24,36-43).
La diferencia con un fantasma, lo que es la aparición de un «espíritu» respecto a la aparicióndel Resucitado, se ve muy claramente en el relato bíblico sobre la nigromante de Endor que,por la insistencia de Saúl, evoca el espíritu de Samuel y lo hace subir del mundo de losmuertos(cf. 1 S 28,7ss). El «espíritu» evocado es un muerto que, como una existencia-sombra,mora en los avernos; puede ser temporalmente llamado fuera, pero debe volver luego almundo de los muertos.
Jesús, en cambio, no viene del mundo de los muertos —ese mundo que Él ha dejado yadefinitivamente atrás—, sino al revés, viene precisamente del mundo de la pura vida, vienerealmente de Dios, Él mismo como el Viviente que es, fuente de vida. Lucas destaca de maneradrástica el contraste con un «espíritu», al decir que Jesús pidió algo de comer a los discípulostodavía perplejos y, luego, delante de sus ojos, comió un trozo de pez asado.
La mayoría de los exegetas opinan que Lucas, en su celo apologético, ha exagerado aquí; conuna afirmación como ésta, habría vuelto a poner a Jesús en una corporeidad empírica, que hasido superada con la resurrección. De este modo, entraría en contradicción con su propiorelato, según el cual Jesús se presenta de improviso en medio de los discípulos en unacorporeidad que no está sometida a las leyes del espacio y el tiempo.
Pienso que es útil examinar aquí los otros tres pasajes en que se habla de la participación delResucitado en una comida.
El texto antes comentado está precedido por la narración de Emaús. Ésta concluye diciendoque Jesús se sentó a la mesa con los discípulos, tomó el pan, recitó la bendición, lo partió y selo dio a los dos. En aquel momento se les abrieron los ojos «y lo reconocieron. Pero Éldesapareció» (Lc 24,31). El Señor está a la mesa con los suyos igual que antes, con la plegariade bendición y la fracción del pan. Después desaparece de su vista externa y, justo en estedesaparecer se les abre la vista interior: lo reconocen. Es una verdadera comunión de mesa y,sin embargo, es nueva. En el partir el pan Él se manifiesta, pero sólo al desaparecer se hacerealmente reconocible.
Según la estructura interior, estos dos relatos de comidas son muy parecidos al queencontramos en Juan 21,1-14: los discípulos han faenado toda la noche sin éxito; sus redes nohan capturado ningún pez. Por la mañana, Jesús está en la orilla, pero no lo reconocen. Él lespregunta: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ante su respuesta negativa, les manda salir denuevo a pescar, y esta vez vuelven con una pesca superabundante. Ahora, en cambio, Jesús,que ya ha puesto pescado sobre las brasas, los invita: «Vamos, almorzad». Y entonces ellos«supieron» que era Jesús.
El último pasaje particularmente importante y útil para comprender el modo en que elResucitado participa en las comidas se encuentra en los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo,la singularidad de lo que se dice en este texto no se pone claramente de manifiesto en lastraducciones corrientes. En la traducción alemana se dice: «… se les apareció durante cuarentadías y les habló del Reino de Dios. Mientras comía con ellos, les mandó que no se fueran deJerusalén…» (Hch 1,3s). A causa del punto después de la palabra «Reino de Dios» —unaexigencia redaccional para construir la frase—, queda en penumbra una conexión interior.Lucas habla de tres elementos que caracterizan cómo está el Resucitado con los suyos: Él se«apareció», «habló» y «comió con ellos». Aparecer-hablar-comer juntos: éstas son las tresauto- manifestaciones del Resucitado, estrechamente relacionadas entre sí, con las cuales Él serevela como el Viviente.
Para comprender correctamente el tercer elemento que, como los dos primeros, se extiendetodo a lo largo de los «cuarenta días», es de capital importancia la palabra usada por Lucas:synalizómenos. Traducida literalmente, significa «comiendo con ellos sal». Indudablemente,Lucas ha elegido a propósito esta palabra. ¿Cuál es su significado?En el Antiguo Testamento el comer en común pan y sal, o también sólo sal, sirve para sellarsólidas alianzas (cf. Nm 18,19; 2 Cro 13,5; HauckThWNT, I, p. 229). La sal es considerada comogarantía de durabilidad. Es remedio contra la putrefacción, contra la corrupción que formaparte de la naturaleza de la muerte. Cada vez que se toma alimento se combate contra lamuerte; es un modo de conservar la vida. El «comer sal» de Jesús después de la resurrección,que de este modo se nos muestra como signo de la vida nueva y permanente, hace referenciaal banquete nuevo del Resucitado con los suyos. Es un acontecimiento de alianza y, por ello,está en íntima conexión con la Última Cena, en la cual el Señor había instituido la NuevaAlianza. Así, la clave misteriosa del «comer sal» expresa un vínculo interior entre la comidaanterior a la Pasión de Jesús y la nueva comunión de mesa del Resucitado: El se da a los suyoscomo alimento y así los hace partícipes de su vida, de la Vida misma.
Finalmente, conviene recordar aquí todavía algunas palabras de Jesús que encontramos en elEvangelio de Marcos: «Todos serán salados a fuego. Buena es la sal; pero si la sal se vuelvesosa, ¿con qué la sazonaréis? Repartíos la sal y vivid en paz unos con otros» (9,49s). Algunosmanuscritos, retomando Levítico 2,13, añaden además: «En todas tus ofrendas ofrecerás sal».El salar las ofrendas tenía también el sentido de dar sabor al don y de protegerlo de laputrefacción. Así se unen muchos sentidos: la renovación de la alianza, el don de la vida, lapurificación del propio ser en función de la entrega de sí a Dios.
Cuando, al principio de los Hechos de los Apóstoles, Lucas resume los acontecimientos postpascualesy describe la comunión de mesa del Resucitado con los suyos usando el término«synalizómenos, comiendo con ellos la sal» (Hch 1,4), no se disipa el misterio de esta nuevacomunión entre los comensales, pero, por otro lado, semanifiesta al mismo tiempo su esencia:el Señor atrae de nuevo a sí a los discípulos en la comunión de la alianza consigo y con el Diosvivo. Los hace partícipes de la vida verdadera, los convierte en vivientes y sazona su vida con laparticipación en su pasión, en la fuerza purificadora de su sufrimiento.
No nos podemos imaginar cómo era concretamente la comunión de mesa con los suyos. Peropodemos reconocer su naturaleza interior y ver que en la comunión litúrgica, en la celebraciónde la Eucaristía, este estar a la mesa con el Resucitado continúa, aunque de modo diferente.
(Joseph Ratzinger- Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 2ª Parte, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 308 – 316)
San Juan Pablo II
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II DURANTE LA VISITA AL SANTUARIO DE LA DIVINA MISERICORDIA
Cracovia, sábado 7 de junio de 1997
1. «Misericordias Domini in aeternum cantabo» (Sal 88, 2). Vengo a este santuario como peregrino para unirme al canto ininterrumpido en honor de la divina Misericordia. Lo había entonado el Salmista del Señor, expresando lo que todas las generaciones conservan y conservarán como fruto preciosísimo de la fe. Nada necesita el hombre como la divina Misericordia: ese amor que quiere bien, que compadece, que eleva al hombre, por encima de su debilidad, hacia las infinitas alturas de la santidad de Dios.
En este lugar lo percibimos de modo particular. En efecto, aquí surgió el mensaje de la divina Misericordia que Cristo mismo quiso transmitir a nuestra generación por medio de la beata Faustina. Y se trata de un mensaje claro e inteligible para todos. Cada uno puede venir acá, contemplar este cuadro de Jesús misericordioso, su Corazón que irradia gracias, y escuchar en lo más íntimo de su alma lo que oyó la beata. «No tengas miedo de nada. Yo estoy siempre contigo» (Diario, cap. II). Y, si responde con sinceridad de corazón: «¡Jesús, confío en ti!», encontrará consuelo en todas sus angustias y en todos sus temores. En este diálogo de abandono se establece entre el hombre y Cristo un vínculo particular, que genera amor. Y «en el amor no hay temor —escribe san Juan—; sino que el amor perfecto expulsa el temor» (1Jn 4, 18).
La Iglesia recoge el mensaje de la Misericordia para llevar con más eficacia a la generación de este fin de milenio y a las futuras la luz de la esperanza. Pide incesantemente a Dios misericordia para todos los hombres. «En ningún momento y en ningún período histórico —especialmente en una época tan crítica como la nuestra— la Iglesia puede olvidar la oración, que es un grito a la misericordia de Dios ante las múltiples formas de mal que pesan sobre la humanidad y la amenazan. (…) La conciencia humana cuanto más pierde el sentido del significado mismo de la palabra “misericordia”, sucumbiendo a la secularización; cuanto más se distancia del misterio de la misericordia, alejándose de Dios, tanto más la Iglesia tiene el derecho y el deber de recurrir al Dios de la misericordia “con poderosos clamores”» (Dives in misericordia, 15).
Precisamente por esto, en el itinerario de mi peregrinación he incluido también este santuario. Vengo acá para encomendar todas las preocupaciones de la Iglesia y de la humanidad a Cristo misericordioso. En el umbral del tercer milenio, vengo para encomendarle una vez más mi ministerio petrino: «¡Jesús, confío en ti!».
Siempre he apreciado y sentido cercano el mensaje de la divina Misericordia. Es como si la historia lo hubiera inscrito en la trágica experiencia de la segunda guerra mundial. En esos años difíciles fue un apoyo particular y una fuente inagotable de esperanza, no sólo para los habitantes de Cracovia, sino también para la nación entera. Ésta ha sido también mi experiencia personal, que he llevado conmigo a la Sede de Pedro y que, en cierto sentido, forma la imagen de este pontificado. Doy gracias a la divina Providencia porque me ha concedido contribuir personalmente al cumplimiento de la voluntad de Cristo, mediante la institución de la fiesta de la divina Misericordia. Aquí, ante las reliquias de la beata Faustina Kowalska, doy gracias también por el don de su beatificación. Pido incesantemente a Dios que tenga «misericordia de nosotros y del mundo entero».
2. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia » (Mt 5, 7).
Queridas religiosas, tenéis una vocación extraordinaria. Al elegir de entre vosotras a la beata Faustina, Cristo confió a vuestra congregación la custodia de este lugar y, al mismo tiempo, os ha llamado a un apostolado particular: el de su Misericordia. Os pido: cumplid ese encargo. El hombre de hoy tiene necesidad de vuestro anuncio de la misericordia; tiene necesidad de vuestras obras de misericordia y tiene necesidad de vuestra oración para alcanzar misericordia. No descuidéis ninguna de estas dimensiones del apostolado.
Hacedlo en unión con el arzobispo de Cracovia, quien tanto valora la devoción a la divina Misericordia, y con toda la comunidad de la Iglesia, que él preside. Que esta obra común dé frutos. Que la divina Misericordia transforme el corazón de los hombres. Que este santuario, conocido ya en muchas partes del mundo, se convierta en centro de un culto de la divina Misericordia que se irradie por toda la Iglesia.
Una vez más, os pido que oréis por las intenciones de la Iglesia y que me sostengáis en mi ministerio petrino. Sé que oráis continuamente por esa intención. Os lo agradezco de todo corazón. Todos lo necesitamos mucho: tertio millennio adveniente.
De corazón os bendigo a los presentes y a todos los devotos de la divina Misericordia.
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este domingo —el tercero de Pascua— es el célebre relato llamado de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). En él se nos habla de dos seguidores de Cristo que, el día siguiente al sábado, es decir, el tercero desde su muerte, tristes y abatidos dejaron Jerusalén para dirigirse a una aldea poco distante, llamada precisamente Emaús. A lo largo del camino, se les unió Jesús resucitado, pero ellos no lo reconocieron. Sintiéndolos desconsolados, les explicó, basándose en las Escrituras, que el Mesías debía padecer y morir para entrar en su gloria. Después, entró con ellos en casa, se sentó a la mesa, bendijo el pan y lo partió. En ese momento lo reconocieron, pero él desapareció de su vista, dejándolos asombrados ante aquel pan partido, nuevo signo de su presencia. Los dos volvieron inmediatamente a Jerusalén y contaron a los demás discípulos lo que había sucedido.
La localidad de Emaús no ha sido identificada con certeza. Hay diversas hipótesis, y esto es sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre. En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna.
En la conversación de los discípulos con el peregrino desconocido impresiona la expresión que el evangelista san Lucas pone en los labios de uno de ellos: «Nosotros esperábamos…» (Lc 24, 21). Este verbo en pasado lo dice todo: Hemos creído, hemos seguido, hemos esperado…, pero ahora todo ha terminado. También Jesús de Nazaret, que se había manifestado como un profeta poderoso en obras y palabras, ha fracasado, y nosotros estamos decepcionados.
Este drama de los discípulos de Emaús es como un espejo de la situación de muchos cristianos de nuestro tiempo. Al parecer, la esperanza de la fe ha fracasado. La fe misma entra en crisis a causa de experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. Pero este camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino de una purificación y maduración de nuestra fe en Dios.
También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su palabra. También hoy, él parte el pan para nosotros y se entrega a sí mismo como nuestro pan. Así, el encuentro con Cristo resucitado, que es posible también hoy, nos da una fe más profunda y auténtica, templada, por decirlo así, por el fuego del acontecimiento pascual; una fe sólida, porque no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía.
Este estupendo texto evangélico contiene ya la estructura de la santa misa: en la primera parte, la escucha de la Palabra a través de las sagradas Escrituras; en la segunda, la liturgia eucarística y la comunión con Cristo presente en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La Iglesia, alimentándose en esta doble mesa, se edifica incesantemente y se renueva día tras día en la fe, en la esperanza y en la caridad. Por intercesión de María santísima, oremos para que todo cristiano y toda comunidad, reviviendo la experiencia de los discípulos de Emaús, redescubra la gracia del encuentro transformador con el Señor resucitado.
Regina Coeli del Papa Benedicto XVI el domingo 6 de abril de 2008
San Agustín
Los discípulos de Emaús
(Lc 24,13-35).
1. Durante estos días se lee la resurrección del Señor según los cuatro evangelistas. Es necesaria la lectura de todos, porque no todos lo contaron todo, sino que uno narró lo que el otro pasó por alto, y, en cierto modo, unos dejaron espacio a los otros para ser todos necesarios. El evangelista Marcos, cuyo evangelio se leyó ayer, indicó brevemente lo que Lucas relató, con mayor abundancia de datos, sobre dos discípulos que ciertamente no pertenecían al grupo de los Doce, pero que eran, no obstante, discípulos. Cuando iban de camino, se les apareció el Señor y se puso a caminar con ellos. Marcos dijo solamente que se apareció a dos que iban de viaje; Lucas, en cambio, qué les preguntó, qué les replicó, hasta dónde caminó a su lado y cómo lo conocieron en la fracción del pan. De todo esto hizo mención, como acabamos de escuchar.
2. ¿Por qué nos detenemos en esto, hermanos? Aquí se construye el edificio de nuestra fe en la resurrección de Jesucristo. Creíamos ya cuando escuchamos el evangelio; creyendo ya, hemos entrado hoy en esta iglesia, y, sin embargo, no sé cómo, se escucha con gozo lo que refresca la memoria. ¡Cómo queréis que se alegre nuestro corazón cuando advertimos que somos mejores que aquellos que iban de viaje y a los que seles apareció el Señor! Creemos lo que ellos aún no creían.
Habían perdido la esperanza, mientras que nosotros no dudamos de lo que ellos sí. Una vez crucificado el Señor, habían perdido la esperanza; así resulta de sus palabras cuando él les dijo: ¿Cuál es el tema de conversación que os ocupa? ¿Por qué estáis tristes? Ellos contestaron: ¿Sólo tú eres peregrino en Jerusalén, y no sabes lo que allí ha acontecido? Y él: ¿Qué? Aun sabiendo todo lo referente a sí mismo, preguntaba, porque quería estar en ellos. ¿Qué?, preguntó. Y ellos: Lo de
Jesús de Nazaret, que fue un varón profeta, poderoso en palabras y obras. Cómo lo crucificaron los jefes de los sacerdotes, y he aquí que han pasado ya tres días desde que todo esto sucedió. Nosotros esperábamos. Esperabais; ¿ya no esperáis? ¿A eso se reduce todo vuestro discipulado? Un ladrón en la cruz os ha superado: vosotros os habéis olvidado de quien os instruía; él reconoció a aquel con quien estaba colgado. Nosotros esperábamos. ¿Qué esperabais? Que él redimiría a Israel. La esperanza que teníais y que perdisteis cuando él fue crucificado, la conoció el ladrón en la cruz. Dice al Señor: Señor, ¡acuérdate de mí cuando llegues a tu reino1. Ved que era él quien había de redimir a Israel. Aquella cruz era una escuela; en ella enseñó el Maestro al ladrón. El madero de un crucificado se convirtió en cátedra de un maestro. Quien se os entregó de nuevo, les devuelva la esperanza. Así se hizo. Recordad, amadísimos, cómo Jesús el Señor quiso que lo reconocieran en la fracción del pan aquellos que tenían los ojos enturbiados, que les impedían reconocerlo. Los fieles saben lo que estoy diciendo; conocen a Cristo en la fracción del pan. No cualquier pan se convierte en el cuerpo de Cristo, sino el que recibe la bendición de Cristo. Allí lo reconocieron ellos, se llenaron de gozo, y marcharon al encuentro de los otros; los encontraron conociendo ya la noticia; les narraron lo que habían visto, y entró a formar parte del evangelio. Lo que dijeron, lo que hicieron, todo se escribió y llegó hasta nosotros.
3. Creamos en Cristo crucificado, pero resucitado al tercer día. Esta fe, la fe por la que creemos que Cristo resucitó de entre los muertos, es la que nos distingue de los paganos y de los judíos. Dice el Apóstol a Timoteo: Acuérdate que Jesucristo, de la estirpe de David, resucitó de entre los muertos, según mi evangelio. Y el mismo Apóstol dice en otro lugar: Pues, si crees en tu corazón que Jesús es el Señor y confiesas con tu boca que Dios lo resucitó de entre los muertos, sanarás. De esta salud hablé ayer. Quien crea y se bautice sanará. Sé que vosotros creéis; seréis sanados. Creed en vuestro corazón y profesad con la boca que Cristo resucitó de entre los muertos.
Pero sea vuestra fe la de los cristianos, no la de los demonios. Ved que os hago esta distinción; en cuanto está en mi poder, os la hago; os hago esta distinción en conformidad con la gracia que Dios me ha dado. Una vez que haya hecho la división, elegid y amad lo elegido. Yo dije: «Esta fe por la que creemos que Jesucristo resucitó de entre los muertos, es la que nos distingue de los paganos.» Pregunta a un pagano si fue crucificado Cristo. Te responde: «Ciertamente.» Pregúntale si resucitó, y te lo negará. Pregunta a un judío si fue crucificado Cristo, y te confesará el crimen de sus antepasados; confesará el crimen en el que él tiene su parte. En efecto, bebió lo que sus padres le dieron a beber: Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos. Pregúntale, sin embargo, si resucitó de entre los muertos; lo negará, se reirá y te acusará. Somos diferentes. Creemos, pues, que Cristo, nacido de la estirpe de David según la carne, resucitó de entre los muertos. ¿Desconocieron, acaso, los demonios esto o no creyeron lo que incluso vieron? Aun antes de la resurrección gritaban y decían: Sabemos quién eres, él Hijo de Dios. Creyendo en la resurrección de Cristo, nos distinguimos de los paganos; distingámonos, si algo podemos, de los demonios. ¿Qué dijeron, os suplico, qué dijeron los demonios? Sabemos quién eres: el Hijo de Dios. Y escucharon: Callad. ¿No es lo mismo que dijo Pedro? Cuando les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy?, después que escuchó lo que opinaban las gentes de fuera, volvió a interrogarles, diciendo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondió Pedro: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo. Lo que dijeron los demonios, lo dijo Pedro; lo mismo dijeron los espíritus malignos que dijo el Apóstol. Pero los demonios escucharon: Callad; Pedro, en cambio: Dichoso eres. Distínganos a nosotros lo que los distinguía a ellos. ¿Qué movía a los demonios? El temor. ¿Y a Pedro? El amor. Elegid y amad. Es la fe también la que distingue a los cristianos de los demonios; pero no una fe cualquiera. Dice, en efecto, el apóstol Santiago: Tú crees… Lo que voy a decir se halla en la carta del apóstol Santiago:
Tú crees que hay un solo Dios, y haces bien. También los demonios creen y tiemblan. Quien esto escribió había dicho en la misma carta: Si uno tiene fe, pero no tiene obras, ¿puede, acaso, salvarle la fe? Y el apóstol Pablo, marcando las diferencias, dice: Ni la circuncisión ni el prepucio valen algo; sólo la fe que obra por la caridad. Hemos establecido la separación y la distinción; mejor, hemos encontrado, leído y aprendido cuál es la distinción. Si nos distinguimos en la fe, distingámonos, de igual manera, en las costumbres y en las obras inflamándonos de la caridad, de que estaban privados los demonios. Ese es el fuego que hacía arder a aquellos dos por el camino.
Después de conocer a Cristo y, habiendo desaparecido él de su presencia, se decían el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón en el camino mientras nos explicaba las Escrituras? Arded, pero no con el fuego que ha de quemar a los demonios. Arded en el fuego de la caridad para distinguiros de los demonios. Este ardor os empuja, os lleva hacia arriba, os levanta al cielo. Por muchas molestias que hayáis sufrido en la tierra, por mucho que el enemigo oprima y hunda el corazón cristiano, el ardor de la caridad se dirige a las alturas. Pongamos una comparación. Si tienes una antorcha encendida, ponla derecha: la llamase dirige hacia el cielo; inclínala hacia abajo: la llama sube en dirección al cielo; inviértela totalmente: ¿acaso se queda la llama en la tierra? Sea cual sea la dirección que tome la antorcha, la llama no conoce más que una: tiende hacia el cielo. Que el fuego de la caridad inflame vuestro espíritu y lo llene de ardor; hervid en alabanzas a Dios y en inmejorables costumbres. Uno es ardiente, otro frío: que el ardiente encienda al frío y el que arde poco que desee arder más y suplique ayuda. El Señor está dispuesto a concederla; nosotros, con el corazón dilatado, deseemos recibirla.
SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 234, 1-3, BAC Madrid 1983, 413-18
Guion del Domingo III de Pascua- Ciclo A
23 de abril de 2023
Entrada:
Celebramos hoy el domingo tercero de Pascua. Hoy Jesucristo interpreta las Escrituras y parte el pan para nosotros. La Santa Eucaristía, que nos disponemos a celebrar ahora, es el lugar privilegiado donde reconocemos a Cristo resucitado.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura: Hechos 2, 14. 22- 33
Cristo, no sufrió la corrupción, sino que después de morir resucitó y fue exaltado por el poder de Dios. Esta es nuestra fe.
Salmo Responsorial: 15
Segunda Lectura: 1 Pedro 1, 17- 21
Fuimos rescatados a precio muy alto: con la Sangre preciosa de Cristo, el Cordero sin mancha.
Evangelio: Lucas 24, 13- 35
Los discípulos de Emaús experimentan en la compañía de Cristo resucitado el consuelo divino que se nos da en la Escritura y en la Eucaristía.
Preces:
A Dios nuestro Padre que resucitó a Jesús de entre los muertos, presentémosle nuestra oración confiada.
A cada intención respondemos cantando.
* Por el Santo Padre y todos los obispos, para que por su predicación y su acción pastoral la Iglesia se renueve en la alegría que brota del misterio pascual. Oremos.
* Para que la paz de Cristo Resucitado se extienda a todas las naciones, especialmente las que desde hace décadas sufren dolorosos conflictos entre hermanos de una misma nación. Oremos.
* Por todos los cristianos que han vuelto al seno de la Santa Iglesia católica, para que la caridad de Cristo resucitado fortalezca los lazos de comunión especialmente con el sucesor de Pedro. Oremos…
* Por nuestra Patria, los que la gobiernan y por sus ciudadanos, para que fieles a las exigencias del Evangelio sepamos conducirnos según los valores cristianos. Oremos.
Atiende Padre bueno nuestra oración y ayúdanos a cumplir tu voluntad, para que el amor que nos mostraste en Jesucristo llegue a su plenitud. Por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
En la Eucaristía el Sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo.
Ofrecemos:
* Alimentos, y con ellos nuestro compromiso con toda obra de caridad y de misericordia para con los más necesitados.
* Incienso, y nuestras alabanzas a Cristo Nuestro Señor Resucitado.
* Las especies de pan y vino, para que en la consagración Cristo se ofrezca al Padre por la salvación de todos los hombres.
Comunión:
“Quédate con nosotros, Señor, porque atardece y el día declina”. Quédate y aumenta en nosotros el deseo de permanecer junto a Ti.
Salida:
Con María vivamos el gozo de la Resurrección, haciendo propias las palabras del Magnificat que cantan el don inagotable de la misericordia divina.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)