PRIMERA LECTURA
El Señor te puso hoy en mis manos,
pero yo no quise atentar contra ti
Lectura del primer libro de Samuel 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23
En aquellos días, Saúl emprendió la bajada hacia el páramo de Zif, con tres mil soldados
israelitas, para dar una batida en busca de David.
David y Abisay fueron de noche al campamento; Saúl estaba echado, durmiendo en medio del cercado de carros, la lanza hincada en tierra a la cabecera. Abner y la tropa estaban echados alrededor. Entonces Abisay dijo a David:
«Dios te pone el enemigo en la mano. Voy a clavarlo en tierra de una lanzada; no hará falta repetir el golpe.»
Pero David replicó:
«¡No lo mates!, que no se puede atentar impunemente contra el ungido del Señor.»
David tomó la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y se marcharon. Nadie los vio, ni se enteró, ni se despertó: estaban todos dormidos, porque el Señor les había enviado un sueño profundo.
David cruzó a la otra parte, se plantó en la cima del monte, lejos, dejando mucho espacio en medio, y gritó:
«Aquí está la lanza del rey. Que venga uno de los mozos a recogerla. El Señor pagará a cada uno su justicia y su lealtad. Porque él te puso hoy en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor. »
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial Sal 102, 1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13.
R. El Señor es compasivo y misericordioso.
El Señor es compasivo y misericordioso.
Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios. R.
Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura. R.
El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia;
no nos trata como merecen nuestros pecados
ni nos paga según nuestras culpas. R.
Como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos;
como un padre siente ternura por sus hijos,
siente el Señor ternura por sus fieles. R.
SEGUNDA LECTURA
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 15, 12. 16-20
Hermanos:
Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno de vosotros que los muertos no resucitan?
Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.
¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.
Palabra de Dios.
Aleluya Jn 13, 34
“Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”
EVANGELIO
Os doy un mandamiento nuevo -dice el Señor-:
que os améis unos a otros, como yo os he amado.
Lectura del santo evangelio según san Lucas 6, 27-38
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
– «A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen.
Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo.
¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante.
La medida que uséis, la usarán con vosotros.»
Palabra del Señor.
José Ma. Solé Roma (O.M.F.)
1 Samuel 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23.
Este emocionante hecho de la vida de David nos ofrece un ejemplo de amor y perdón de los enemigos que supera el código moral del Antiguo Testamente. Conocemos de David fragilidades humanas que le humillan y le ponen a nuestro nivel; pero también tiene rasgos de virtud que dignifican a aquel Rey escogido por Dios para ocupar un lugar clave en la Historia de la Salvación. El que recordamos en la lectura Bíblica de hoy es brillantísimo:
– Tiene la oportunidad de deshacerse del enemigo más poderoso y más rencoroso. Los que le rodean le empujan a hacerlo. La ruda mentalidad religiosa del A. T. incluso podía insinuar a David que la Providencia de dios le constituía, con los más claros signos, justo vengador del malvado.
– David, empero, muestra tener sentimientos caballerosos y magnánimos. Matar a un hombre indefenso y dormido le parece una villanía.
– Y sobre todo un vivo sentimiento religioso le hace mirar siempre en Saúl al “Ungido” del Señor: “No le mate ¿Quién pondrá su mano en el Ungido del Señor y quedará inocente?” (9). Este rasgo de magnanimidad de David no puede menos de vencer a Saúl: “He pecado. Vuelve, hijo mío, que no te he de hacer mal, por cuanto tuviste por preciosa a tus ojos mi vida este día. Loco soy. Me equivoqué” (21). David nos acaba de enseñar una hermosa lección; la que el Maestro nos impondrá a todos como Programa cristiano: Amar a los enemigos; devolver bien por mal.
1 Corintios 15, 45-49:
San Pablo entrama su doctrina sobre la “Resurrección” de los redimidos en la recia dialéctica teológica del dualismo: Adán-Cristo; Adán primero y Nuevo definitivo Adán:
– La doctrina de San Pablo nos queda en fórmulas riquísimas de sentido: Solidarios con Adán e el pecado lo somos asimismo en el dolor y en la muerte. La comunión con el primer Adán nos da la vida natural; la comunión con Cristo nos da Espíritu Santo o Vida Divina.
– Por lo tanto, la clave para la inteligencia de este misterio es nuestro entronque con Adán y con Cristo: Adán, sólo “alma viviente”, nos da la vida natural o fisiológica: caduca, limitada, corruptible. Jesús, Redentor, Adán Nuevo, y por su Resurrección “Espíritu Vivificante” (R 1, 4), nos da la vida “Espiritual”: celeste, inmortal (48-49). La da al hombre íntegro. Y el hombre íntegro no es sólo alma. Por tanto, así como del viejo Adán heredamos la caducidad en el alma (pecado) y en el cuerpo (dolor y muerte), del Nuevo Adán heredamos la Gracia y la Gloria. La Redención no quedará cumplida hasta que sea vencido el último enemigo: La Muerte.
-La teología de la Redención y la ascética cristiana tienen mucho que profundizar y mucho que deducir de la antítesis “Adán-viejo”, el “que viene de la tierra, hecho de arcilla” (47), y “Adán- Nuevo”, “el que viene del cielo”. San Pablo nos entra en una zona luminosísima cuando nos dice: “Así como nos hemos vestido la condición del de arcilla, así nos vestiremos la condición del celeste” (49). Ahora ya tenemos en nuestro interior la vida de la gracia. Es la que nos da el Adán Nuevo: la Filiación divina. Y depende de nuestra conformidad con Cristo sea cada momento más hermosa y mejor lograda. En la Resurrección, el Adán celeste “transfigurará nuestro cuerpo de barro y lo parará conforme al suyo glorioso”. (Flp 3. 21). Es evidente que esta conformidad de los resucitados a Cristo Glorioso guardará proporción con la belleza que en nuestras almas hay adquirido Cristo por la gracia en nuestra vida de peregrinos. Nuestra labor de ahora consiste en despojarnos de cuanto hemos heredado del Adán pecador y vestirnos de Cristo y conformarnos más y más a El. La celebración litúrgica nos lo recuerda y predica, nos los exige y nos lo da: Mysterium fidei laetanter celebravi, ut in veritate hoc sim, quod in sacrificio mystice tractavi (Miss Rom Ad Div 7-C).
Lucas 6, 27-38:
San Lucas nos resume un ramillete de enseñanzas que en el Mensaje del Evangelio tienen importancia capital. Se refieren a las normas nuevas que Jesús señala al amor entre los hombres:
– Según la nueva doctrina del Nuevo Maestro el amor a los hombres no tiene ya ningún límite ni discriminación. De ahí su exigencia sorprendente: “Amad a Vuestros enemigos. Haced bien a los que os aborrecen” (27). Y hay que amar sin tacañerías, sin regateos, sin medida. Esto indican las fórmulas tan ponderativas de los vv 29-30: Holocausto de todo egoísmo; disponibilidad a todo servicio y sacrificio.
– El amor cristiano, por ser tal, supera al que podríamos llamar sólo “humanismo” o filantropía. El amor cristiana ni mira la recompensa ni examina si el otro merece o no ser amado. El amor cristiano, que es prolongación del de Cristo, sólo mira al Padre: “Seréis hijos del Altísimo, el cual es misericordioso con los ingratos y con los pecadores. Sed, pues, misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso.” El cristiano debe realizarse como “hijo” e “imagen” de su Padre (35.-36).
– Y al renunciar todo galardón, y al dar y darnos con la máxima generosidad no sólo nada perdemos, sino que logramos el más rico premio: “Dad y se os dará: Medida llena, estrujada, remecida, desbordante” (38).
– Pero como este premio no es para acá, deja el amor que tenemos al prójimo puro de todo egoísmo. Es premio que sólo merecen y gana la fe, la esperanza y la caridad teologales.
Santo Tomás de Aquino
La Magnanimidad
Es magnánimo el que apetece lo grande: la magnanimidad importa en su nombre cierta tendencia del ánimo hacia lo magno… y, puesto que el hábito de la virtud se determina principalmente por el acto, se dice uno magnánimo principalmente porque tiene ánimo para algún acto grande.
Lo grande absolutamente: puede decirse grande, según la proporción, incluso un acto que consiste en el uso de una cosa pequeña o mediana; v.gr., si uno usa de esta cosa de un modo perfecto; pero simplemente y en absoluto es grande el acto que consiste en el mejor uso de la cosa grande.
Y versa sobre los honores: las cosas que caen bajo el uso del hombre son las cosas exteriores, entre las que la absolutamente principal es el honor, ya porque es lo más próximo a la virtud, puesto que es en cierto modo el testimonio de la virtud de alguien; ya porque también se da a Dios y a los mejores; ya, además, porque los hombres posponen todo lo demás en orden a adquirir el honor y a evitar el vituperio. Y así se dice uno magnánimo por las cosas que son grandes simple y absolutamente, como se dice que uno es fuerte por las que son difíciles simplemente. Por tanto, se concluye que la magnanimidad se refiere a los honores.
Humildad y Magnanimidad
- Son distintas
“Aunque la magnanimidad y la humildad convenga en la materia, difieren, sin embargo, en el modo, en razón del cual la magnanimidad es considerada como parte de la fortaleza, y la humildad como parte de la templanza” (2-2 q.161 a.4 ad 3).
- La magnanimidad exige humildad
“Aspirar a cosas mayores confiados en nuestras propias fuerzas es contrario a la humildad; mas no lo es que tendamos a ellas teniendo confianza en el auxilio divino, sobre todo porque el hombre se exalta tanto más ante Dios cuanto más se somete a El por la humildad. Por lo cual, dice San Agustín (cf. Serm. 351,1: PL 39,1536): “Una cosa es levantarse ante Dios, y otra levantarse contra Dios: Quien ante él se postra es levantado por El; quien se levanta contra Dios, por El es derribado” (Ibíd., a.2 ad2).
En todo hombre encontramos algo grande, que posee por don divino, y algún defecto, que le compete por la debilidad de la naturaleza. La magnanimidad hace que el hombre se haga digno de lo grande según la consideración de los dones que posee de Dios. Como, si tiene una gran fuerza de ánimo, la magnanimidad hace que tienda a las obras perfectas de la virtud; y de la misma manera diremos sobre el uso de cualquiera otro bien, por ejemplo, de la ciencia o de la fortuna exterior. La humildad, empero, hace que el hombre se estime en poco en consideración a su propia imperfección.
San Bernardo
La Magnanimidad
Creo que el divino Esposo se parece en figura de un gran Padre de familias, o de un Rey de majestad, a los que poseen un gran corazón noble y gran libertad de espíritu; a los que habiendo adquirido, por la pureza de sus conciencias, una grandeza de alma excepcional, se han avezado ya a magnas empresas: debido a su incesante e incansable actividad y al ardor de sus deseos y aspiraciones, esas almas logran penetrar los más íntimos secretos acerca de las cosas espirituales, se remontan hasta las cumbres más altas del espíritu, nunca satisfechas de los progresos realizados, aspirando siempre a mayor santidad y perfección por la práctica constante de las virtudes sólidas y perfectas La grandeza y viveza de su fe hácelas signas de ser colmadas con la plenitud de todos lo bienes, y nada hay tan raro en todos los tesoros de la sabiduría, de que el Señor y Dios de las ciencias crea debe excluir a esas almas heroicas, que viven abrazadas al amor a la verdad y que están exentas de toda vanidad. Tal era Moisés, que osaba decir a Dios: Si he hallado gracia delante de ti, muéstrame tu gloria. Tal San Felipe, que pedía con instancia a Jesucristo que le hiciese ver a su Padre, a él y a los otros apóstoles. Tal era también Tomás, el que rehusaba creer si no tocaba con sus manos las llagas y el costado herido de su Maestro. Cierto que esto último procedía de falta de fe, pero suponía una grandeza de alma maravillosa. Tal era asimismo David, quien decía a Dios: Contigo habla mi corazón: en busca de ti andan mis ojos. Señor, busco tu rostro. Estos osaban aspirar a grandes cosas, porque poseían un corazón grande; y alcanzaron lo que osaban pedir, según la promesa que se les había hecho: todo lugar que pisare vuestro pie, vuestro será; pues la fe magnánima merece grandes premios, y se poseen los bienes del Señor según la confianza de obtenerlos.
San Bernardo, Sermones sobre los Cantares 32, 8.
San Juan Pablo II
La Magnanimidad
El Evangelio no lleva al empobrecimiento o desaparición de todo lo que cada hombre, pueblo y nación, y cada cultura en la historia, reconocen y realizan como bien, verdad y belleza. Es más, el Evangelio induce a asimilar y desarrollar todos estos valores, a vivirlos con magnanimidad y alegría y a completarlos con la misteriosa y sublime luz de la Revelación. (Slavorum Apostoli 5, 18).
En nuestro tiempo, en la renovada efusión del Espíritu de Pentecostés que tuvo lugar con el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha madurado una conciencia más viva de su naturaleza misionera y ha escuchado de nuevo la voz de su Señor que la envía al mundo como “sacramento universal de salvación”.
Id también vosotros. La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo. Lo recuerda San Gregorio Magno quien, predicando al pueblo, comenta de este modo la parábola de los obreros de la viña: Fijaos en vuestro modo de vivir, queridísimos hermanos, y comprobad si ya sois obreros del Señor. Examine cada uno lo que hace y considere si trabaja en la viña del Señor”.
De modo particular, el Concilio, con su riquísimo patrimonio doctrinal, espiritual y pastoral, ha reservado páginas verdaderamente espléndidas sobre la naturaleza, dignidad, espiritualidad, misión y responsabilidad de los fieles laicos.
Y los Padres conciliares, haciendo eco al llamamiento de Cristo, han convocado a todos los fieles laicos, hombre y mujeres, a trabajar en la viña: “Este Sacrosanto Concilio ruega en el Señor a todos los laicos que respondan con ánimo generoso y prontitud de corazón a la voz de Cristo, que en esta hora invita a todos con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo.
Sientan los jóvenes que esta llamada va dirigida a ellos de manera especialísima; recíbanla con entusiasmo y magnanimidad. El mismo Señor, en efecto, invita de nuevo a todos los laicos, por medio de este santo Concilio, a que se le unan cada día más íntimamente y a que, haciendo propio todo lo suyo (cf. Flp. 2,5), se asocien a su misión salvadora; de nuevo los envía a todas las ciudades y lugares adonde El está por venir (cf. Lc 10, 1″. (Christi Fideles Laici, Intro., 2)
Oh Virgen santísima Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, con alegría y admiración nos unimos a tu Magníficat, a tu canto de amor agradecido.
Contigo damos gracias a Dios, “cuya misericordia se extiende de generación en generación”, por la espléndida vocación y por la multiforme misión confiada a los fieles laicos por su nombre llamados por Dios a vivir en comunión de amor y de santidad con El y a estar fraternalmente unidos en la gran familia de los hijos de Dios, enviados a irradiar la luz de Cristo y a comunicar el fuego del Espíritu por medio de su vida evangélica en todo el mundo.
Virgen del Magníficat, llena sus corazones de reconocimiento y entusiasmo por esta vocación y por esta misión. Tú que han sido con humildad y magnanimidad, “la esclava del Señor”, danos tu misma disponibilidad para el servicio de Dios y para la salvación del mundo.
Abre nuestros corazones a las inmensas perspectivas del Reino de Dios y del anuncio del Evangelio a toda criatura.
En tu corazón de madre están siempre presentes los muchos peligros y los muchos males que aplastan a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Pero también están presentes tantas iniciativas de bien, las grandes aspiraciones a los valores, los progresos realizados en el producir frutos abundantes de salvación.
Virgen valiente, inspira en nosotros fortaleza de ánimo y confianza en Dios, para que sepamos superar todos los obstáculos que encontremos en el cumplimiento de nuestra misión.
Enséñanos a tratar las realidades del mundo con un vivo sentido de responsabilidad cristiana y en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Dios, de los nuevos cielos y de la nueva tierra.
Tú que junto a los Apóstoles has estado en oración en el Cenáculo esperando la venida del Espíritu de Pentecostés, invoca su renovada efusión sobre todo los fieles laicos, hombres y mujeres, para que correspondan plenamente a su vocación y misión,
como sarmientos de la verdadera vid, llamados a dar mucho fruto para la vida del mundo. Virgen Madre, guíanos y sostennos para que vivamos siempre como auténticos hijos e hijas de la Iglesia de tu Hijo y podamos contribuir a establecer sobre la tierra la civilización de la verdad y del amor, según el deseo de Dios y para su gloria. Amén.
(Christi Fideles Laici, Intro., 2)
Francisco Carvajal
La Magnanimidad
La disposición de acometer grandes cosas por Dios y por los hombres acompaña siempre a una vida santa.
La magnanimidad se muestra en muchos aspectos: capacidad para perdonar con prontitud los agravios, olvidar rencores, en la generosidad.
Es fruto de la vida interior. Y cuando se descuida el trato personal con Jesucristo, el ánimo se apoca y se empequeñece ante cualquier empresa sobrenatural.
I. La Primera lectura de la Misa nos muestra a David huyendo del rey Saúl por las tierras desérticas e Zif. Una noche en la que el rey descansa en medio de sus hombres, David se acercó al campamento con su más fiel amigo, Abisaí. Vieron a Saúl durmiendo, echado en medio del círculo de carros, la lanza hincada en tierra junto a la cabecera. Abner y la tropa dormían echados alrededor. Abisaí dijo a David: Dios te pone al enemigo en la mano. Voy a clavarlo en la tierra de un solo golpe; no hará falta repetirlo. La muerte del rey era sin duda el camino corto para librarse de una vez de todos los peligros y para llegar al trono; pero David escogió por segunda vez, la senda más larga, y prefirió perdonar la vida a Saúl. David se nos muestra, en ésta y en otras muchas ocasiones, como un hombre de alma grande, y con este espíritu supo ganarse primero al admiración y luego la amistad de su más encarnizado enemigo, y del pueblo, Sobre todo, se ganó la amistad de Dios.
El Evangelio de la Misa también nos invita a ser magnánimos, a tener un corazón grande, como el de Cristo. Nos manda bendecir a quienes nos maldigan, orar por quienes nos injurian…, realizar el bien sin esperar nada a cambio, ser compasivos como Dios es compasivo, perdonar a todos, ser generosos son cálculo ni medida. Acaba el Señor diciéndonos: dad y se os dará; os verterán una buena medida, apretada, colmada, rebosante. Y nos advierte: con la misma medida que midáis seréis medidos.
La virtud de la magnanimidad, muy relacionada con la fortaleza, consiste en la disposición del ánimo hacia las cosas grandes, y la llama Santo Tomás “ornato de todas las virtudes”. Esta disposición de acometer grandes cosas por Dios y por los demás acompaña siempre a una vida santa. El empeño serio de luchar por la santidad es ya una primera manifestación de magnanimidad. El magnánimo se plantea ideales altos y no se amilana ante los obstáculos, ni las críticas, ni los desprecios, cuando hay que sobrellevarlos por una causa elevada. De ninguna forma se deja intimidar por los respetos humanos ni por un ambiente adverso y tiene en muy poco las murmuraciones. Le importa mucho más la verdad que las opiniones, con frecuencia falsas y parciales.
Los santos han sido siempre personas con alma grande (magna anima) al proyectar y realizar las empresas de apostolado que han llevado a cabo, y al juzgar y tratar a los demás, a quienes han visto como a hijos de Dios, capaces de grandes ideales. No podemos ser pusilánimes (pusillus animus), almas cortas y estrechas, con ánimo encogido. “Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios”. Ninguna manifestación mayor que ésta: la entrega a Cristo, sin medida, sin condiciones.
II. La grandeza de alma se muestra también en al disposición para perdonar lo mucho y lo poco, de las perdonas cercanas a nuestra vida y de las lejanas. No es propio del cristiano ir por el mundo con una lista de agravios en su corazón, con rencores y recuerdos que empequeñecen el ánimo y lo incapacitan para los ideales humanos y divinos a los que el Señor nos llama. De la misma manera que Dios está siempre dispuesto a perdonarlo todo de todos, nuestra capacidad para perdonar no puede tener límites; ni en el número de veces, ni por la magnitud de la ofensa, ni por las personas de quienes proviene al supuesta injuria: “nada nos asemeja tanto a Dios que había enseñado: Padre, perdónales, ruega. Y enseguida la disculpa: porque no saben lo que hacen. Son palabras que muestran grandeza de alma de su Humanidad Santísima. Y en el Evangelio de la Misa de hoy leemos: Amad a vuestros enemigos… orad por los que os calumnian. Esta grandeza de alma la pidió siempre Jesús a los suyos. El primer mártir, San Esteban, morirá pidiendo perdón para quienes le matan. ¿No vamos a saber nosotros perdonar las pequeñeces de cada día? Y si alguna vez llega la difamación, la calumnia, ¿No vamos a saber aprovechar al ocasión de ofrecer algo de más valor? Mejor todavía si ni siquiera llegamos a tener que perdonar porque, imitando a los santos, no nos sentimos ofendidos.
Ante lo que vale la pena (ideales nobles, tareas apostólicas y, sobre todo, Dios) el alma grande aporta de lo propio sin reservas: dinero, esfuerzo, tiempo. Sabe y entiende bien las palabras del Señor: por mucho que dé, más recibirá; el Señor echará en su regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida que midáis seréis medidos. Debemos preguntarnos si damos de lo propio con generosidad; más aún, si nos damos, es decir, si seguimos con paso pronto y fuerte el camino, la vocación concreta que el Señor nos pide a cada uno.
Por otra parte, el proponerse cosas grandes para el bien de los hombres, o para remediar las necesidades de muchas personas, o para dar gloria a Dios, puede llevar en ocasiones al gasto de grandes sumas de dinero y a poner los bienes materiales al servicio de esas obras grandes. Y la persona magnánima sabe hacerlo sin asustarse; valorando con la virtud de la prudencia todas las circunstancias, pero sin tener el ánimo encogido. Las grandes catedrales son un ejemplo de tiempo, la Iglesia procuró con especial interés que “los objetos sagrados sirvieran al esplendor del culto con dignidad y belleza”. Y los buenos cristianos se han desprendido muchas veces de aquello que consideraban de mayor valor, para honrar a la Virgen o para el culto…, han sido generosos en sus aportaciones y limosnas para las cosas de Dios y para aliviar a sus hermanos más necesitados, promoviendo obras de enseñanza, de cultura, de asistencia material y sanitaria.
Y en una sociedad que no frena sus gastos superfluos e innecesarios, con frecuencia vemos cómo muchas obras de apostolado y quienes a ellos han dedicado su vida entera, no raramente se ven sujetos a privaciones y a continuos replanteamientos de esas labores por falta de medios. La grandeza de alma que el Señor pide a los suyos nos llevará, no sólo a ser muy generosos con nuestro tiempo y con nuestros medios económicos, sino también a que otros –según sus disponibilidades- se sientan movidos a cooperar en bien de sus hermanos los hombres. La generosidad siempre acerca a Dios; por eso, en incontables ocasiones, será éste el mejor bien que podemos hacer a nuestros amigos: fomentar su generosidad. Esta virtud ensancha el corazón y lo hace más joven, con más capacidad de amar.
III. Santa Teresa insistía en que conviene mucho no apocar los deseos, pues “Su Majestad es amigo de lamas animosas” que se plantean metas grandes, como han hecho los santos, los cuales no habrían llegado a tan alto estado si no hubieran tomado al firme determinación de dirigirse hacia allí –contando siempre con la ayuda de dios-. Y se lamentaba de esas almas buenas que, incluso con una vida de oración, en vez de volar hacia Dios se quedan a veces pegadas a tierra “como sapos”, o se contentan” con cazar lagartijas”.
“No dejéis que se os encoja el alma y el ánimo, que se podrán perder muchos bienes… No dejéis arrinconar vuestra alma, que en lugar de procurar santidad, sacará otras muchas más imperfecciones”. La pusilanimidad, que impide el progreso en el trato con Dios, “consiste en la incapacidad voluntaria para concebir o desear cosas grandes, queda plasmada en el espíritu raquítico y ramplón”. También se manifiesta en una visión pobre de los demás y de lo que pueden llegar a ser con el auxilio divino, aunque hayan sido grandes pecadores. El pusilánime es hombre de horizontes estrechos, resignado a la comodidad de ir tirando: no tiene ambiciones nobles. Y mientras no supere ese defecto, nunca se atreverá a comprometerse con Dios en un plan de vida, o en sacar adelante unas tareas apostólicas, o en una entrega: todo le resulta demasiado grande, porque él está encogido.
La magnanimidad es un fruto del trato con Jesucristo. A una vida interior rica y exigente, llena de amor, acompaña siempre una disposición de acometer grandes empresas, en el propio ámbito, por dios. Esta virtud se apoya en la humildad y lleva consigo “una fuerte e inquebrantable esperanza, una confianza casi provocativa y la calma perfecta de un corazón sin miedo” que “no se esclaviza ante nadie…: únicamente es siervo de Dios”. El magnánimo se atreve a lo grande porque sabe que el don de la gracia eleva al hombre para empresas que están por encima de su naturaleza, y sus acciones cobran entonces una eficacia divina: se apoya en Dios, que es poderoso para hacer que nazcan de las mismas piedras hijos de Abraham. Es audaz en el apostolado porque es consciente de que el Espíritu Santo se sirve de la palabra del hombre como de un instrumento, pero Él es quien perfecciona la obra. Tiene la seguridad de que toda la eficacia reside en Dios, que da el incremento, y en esto pone su confianza.
La Virgen María nos dará esta grandeza de alma que tuvo Ella en sus relaciones con Dios y con sus hijos los hombres. Dad y se os dará…; no nos quedemos cortos o encogidos. Jesús presencia nuestra vida.
(Francisco Carvajal, Hablar con Dios, p. 174-177)
Selección de textos
Quien tiene grandeza de alma, vea lo que viere, y ocurra lo que ocurra, no se aparta de la fe (SAN BEDA, en Catena Aurea, val. Vl, p. 265).
Padecer necesidad es algo que puede sucederle a cualquiera; saber padecerla es propio de las almas grandes. E igualmente, ¿quién no puede andar en la abundancia? Pero saber abundar es propio de los que no se corrompen en la abundancia (SAN AGUSTÍN, Sobre el bien del matrimonio, 21).
Existe un «orgullo» laudable que consiste en que el alma se haga magnánima, elevándose en la virtud. Tal elevación consiste en dominar las tristezas y en soportar las tribulaciones con noble fortaleza; también en el menosprecio de las cosas terrenas y en el aprecio de las del cielo. Esta grandeza de alma se diferencia de la arrogancia que nace del orgullo, como se diferencia la fortaleza de un cuerpo sano de la obesidad del que está hidrópico (SAN BASILIO, en Catena Aurea, vol. VI, p. 303).
Tened unos para con otros un corazón grande, con mansedumbre, como lo tiene Dios para con vosotros (SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Carta a S. Policarpo de Esmirna, 5).
Lo que necesita el cristiano, cuando es odiado por el mundo, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma (SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Carta a los Romanos, 3)
Señor, ¿cuántas veces deberé perdonar a mi hermano? (Mt 18, 21). No encerró el Señor el perdón en un número determinado, sino que dio a entender que hay que perdonar con prontitud y siempre (SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. sobre S. Mateo, 6).
Que no se os haga pequeño el corazón con la impaciencia. (CASIANO, Colaciones, 16).
Guión VII Domingo Tiempo Ordinario
23 de febrero de 2025 – Ciclo C
Entrada: Creer en Jesucristo significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal”. “Creer en ese amor significa creer en la misericordia”.
Primera Lectura: Sam 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23
La justicia de David es un camino abierto a la misericordia.
Salmo Responsorial: 1
Segunda Lectura: 1 Co 15, 45-49
Cristo nos ha revestido de su misma vida divina. Vivamos, pues, según la imagen del hombre
celestial.
Evangelio: Lc 6, 27-38
Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, nos enseña al mismo tiempo que nos dejemos
guiar en nuestras vidas por el amor y la misericordia.
Preces:
A Dios Padre de Misericordia, pidamos que sane nuestras heridas, sostenga muestras debilidades, y nos mantenga en su presencia.
A cada intención respondemos cantando:
- Por la Iglesia para que con su evangelización proclame la grandeza de la dignidad humana, especialmente por la trasmisión y defensa de la vida, la identidad de la familia y el respeto al matrimonio. Te suplicamos…
- Señor, te pedimos que atraigas a los cristianos a la fuente de la misericordia mediante el sacramento de la Penitencia. Te suplicamos…
- Por los que sufren, para que en su dolor sean fortalecidos por la fe que es encuentro personal con Dios. Te suplicamos…
- Señor nuestro, te suplicamos tu protección para los Obispos, Sacerdotes, y por todos los consagrados, por sus apostolados y por su perseverancia….
- Para que aprendamos de tu Hijo Jesucristo a amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos odian y orar por los que nos persiguen, para ser testigos creíbles de su Evangelio. Te suplicamos…
Esta es nuestra oración que te presentamos al celebrar el Misterio de Jesucristo, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos.
Ofertorio: Todo en la Eucaristía, expresa el gran amor de Dios para con el pecador, nos entregamos sin reserva con todo lo que somos y tenemos:
- Junto con estos cirios queremos expresar nuestro anhelo por llevar la luz viva de la fe a cuantos carecen de ella.
- En las apariencias de este pan y de este vino se ocultará Cristo quien vendrá para hacer morada en nosotros.
Comunión: ¡El Señor es bondadoso y compasivo! Pidamos a Jesús Eucaristía tener sus mismas entrañas de misericordia y de amor.
Salida: Que la Madre de la Misericordia, que con todos tuvo tan grande caridad, nos obtenga la gracia de poder imitarla en el amor a Dios y al prójimo.
El diamante
Nació en Italia, pero se fue a los Estados Unidos de joven. Aprendió malabarismo y se hizo famoso en el mundo entero. Finalmente, decidió retirarse. Anhelaba regresar a su país, comprar una casa en el campo y establecerse allí. Tomó todas sus posesiones, sacó un billete en un barco hacia Italia e invirtió todo el resto de su dinero en un solo diamante, y lo escondió en su camarote.
Una vez en la travesía, le estaba enseñando a un niño cómo él podía hacer malabarismo con muchas manzanas. Pronto se había reunido una multitud a su alrededor. El orgullo del momento se le subió a la cabeza. Corrió a su camarote y tomó el diamante, que entonces era su única posesión. Le explicó a la multitud que ese diamante representaba todos los ahorros de su vida, para así generar mayor dramatismo. Enseguida comenzó a hacer malabarismos con el diamante en la cubierta del barco. Estaba arriesgando más y más. En cierto momento lanzó el diamante muy alto en el aire y la muchedumbre se quedó sin aliento. Sabiendo lo que el diamante significaba, todos le rogaron que no lo hiciera otra vez. Impulsado por la excitación del momento, lanzó el diamante mucho más alto. La multitud de nuevo perdió el aliento y después respiró con alivio cuando recuperó el diamante. Teniendo una total confianza en sí mismo y en su habilidad, dijo a la multitud que lo lanzaría en el aire una vez más. Que esta vez subiría tanto que se perdería de vista por un momento. De nuevo le rogaron que no lo hiciera. Pero con la confianza de todos sus años de experiencia, lanzó el diamante tan alto que de hecho desapareció por un momento de la vista de todos. Entonces el diamante volvió a brillar al sol. En ese momento, el barco cabeceó y el diamante cayó al mar y se perdió para siempre.
Nuestra alma es más valiosa que todas las posesiones del mundo. Igual que el hombre del cuento, algunos de nosotros hicimos o seguimos haciendo malabarismos con nuestras almas. Confiamos en nosotros mismos y en nuestra capacidad, y en el hecho de que nos hemos salido con la nuestra todas la veces anteriores. Con frecuencia hay personas alrededor que nos ruegan que dejemos de correr riesgos, porque reconocen el valor de nuestra alma. Pero seguimos jugando con ella una vez más… sin saber cuando el barco cabeceará y perderemos nuestra oportunidad para siempre.
José María Pemán
Proclamación de la humildad
I
Señor: para cantarte,
desnudo de mí mismo, quiero el arte
tener de un jilguerillo.
Todo humano decir, Señor, me pesa.
Quiero encontrar un verso tan sencillo
como la prosa de Santa Teresa.
Sé la ribera Tú para mi río.
Hazte Tú tu canción: y será mío
sólo el fervor y la humildad del ruego.
Tú el sol y yo la fuente.
Y en medio, mi canción: la luz riente
que en oro vuelva su prestado fuego.
No dejes que yo tome
mi luz en otra esfera.
No dejes que me asome
yo, con mis vanidades, donde entera
debe estar, solamente, tu armonía.
Ábrele a mi Poesía,
Señor, la última puerta
de tu favor: y sea mi balada
para cantarte, toda un alma alerta,
toda una sinfonía renunciada
y toda una humildad, en flor, abierta.
II
Un verso nuevo voy diciendo, alado,
más allá del favor y del desvío
¡ay, verso desnudado,
tan levemente mío!.
Sin una flor sobre el acento,
sin una nube ante sus claridades,
canto para mi aplauso y mi contento
por la ribera de mis soledades.
Soy un embebecido
que voy, fuera de mí, conmigo, quedo,
por el rastrojo pálido y dormido
cantando apenas por burlar el miedo.
Más allá de mi risa y de mi llanto,
todo rubor en su preciso acento,
desnudo ya de mí, dice mi canto
lo que queda de mí, sin mí, en el viento.
***************
(Del libro “Obras de José María Pemán”. EDIBESA)
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