PRIMERA LECTURA
Ungieron a David como rey de Israel
Lectura del segundo libro de Samuel 5, 1-3
Todas las tribus de Israel se presentaron a David en Hebrón y le dijeron: « ¡Nosotros somos de tu misma sangre! Hace ya mucho tiempo, cuando aún teníamos como rey a Saúl, eras tú el que conducía a Israel. Y el Señor te ha dicho: “Tú apacentarás a mi pueblo Israel y tú serás el jefe de Israel”».
Todos los ancianos de Israel se presentaron ante el rey en Hebrón. El rey estableció con ellos un pacto en Hebrón, delante del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel.
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 121, 1-2.4-5
R. ¡Vamos con alegría a la Casa del Señor!
¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la Casa del Señor»!
Nuestros pies ya están pisando
tus umbrales, Jerusalén. R.
Allí suben las tribus, las tribus del Señor,
según es norma en Israel,
para celebrar el Nombre del Señor.
Porque allí está el trono de la justicia,
el trono de la casa de David. R.
SEGUNDA LECTURA
Nos hizo entrar en el Reino de su Hijo muy querido
Lectura de la carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Colosas 1, 12-20
Hermanos:
Demos gracias al Padre, que nos ha hecho dignos de participar de la herencia luminosa de los santos. Porque Él nos libró del poder de las tinieblas y nos hizo entrar en el Reino de su Hijo muy querido, en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados.
Él es la Imagen del Dios invisible,
el Primogénito de toda la creación,
porque en Él fueron creadas todas las cosas,
tanto en el cielo como en la tierra,
los seres visibles y los invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades:
todo fue creado por medio de Él y para Él.
Él existe antes que todas las cosas
y todo subsiste en Él.
Él es también la Cabeza del Cuerpo,
es decir, de la Iglesia.
Él es el Principio,
el Primero que resucitó de entre los muertos,
a fin de que Él tuviera la primacía en todo,
porque Dios quiso que en Él residiera toda la Plenitud.
Por Él quiso reconciliar consigo
todo lo que existe en la tierra y en el cielo,
restableciendo la paz por la sangre de su cruz.
Palabra de Dios.
Aleluia Mc 11, 9.10
Aleluia.
¡Bendito el que viene en Nombre del Señor!
¡Bendito el Reino que ya viene,
el Reino de nuestro padre David!
Aleluia.
EVANGELIO
Señor; acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 23, 35-43
Después que Jesús fue crucificado, el pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!»
También los soldados se burlaban de Él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!»
Sobre su cabeza había una inscripción: «Éste es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres Tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que Él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero Él no ha hecho nada malo».
Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino».
Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Palabra del Señor.
Alois Stöger
Jesús escarnecido
(Lc.23,35-38)
b) Escarnecido (Lc/23/35-38)
35 El pueblo estaba allí mirando. Y también los jefes arrugaban la nariz, diciendo: Ha salvado a otros; pues que se salve a sí mismo, si él es el ungido de Dios, el elegido.
Se hace distinción entre el pueblo (pueblo de Dios) y sus jefes. El pueblo se ha quedado allí y está mirando. El pueblo lo había escuchado en el templo, nunca aparece activo en el proceso; ahora está otra vez presente. También el pueblo arrugaba la nariz, como los jefes. Lo que ve y experimenta bajo la cruz es superior a él. La muerte en cruz de Jesús es la gran prueba de la fe, que constantemente se debe intentar superar. ¿Puede este crucificado ser el salvador, el Mesías, si él mismo no se puede salvar? El pueblo no dice nada ni participa activamente en las burlas de Jesús, pero interiormente no acaba de vencer el escándalo que le ocasiona la muerte en cruz del Mesías. ¿No intervendrá Dios cuando se ve aniquilado su ungido, su elegido, cuando perece el mártir miserablemente? Los jefes del pueblo «arrugan la nariz», tuercen los labios, desprecian a Jesús y se creen legitimados para ello. Las mofas compendian lo que está contenido en los títulos de Jesús: salvador, ungido de Dios y Mesías (9,35), elegido, siervo de Dios (9,35; Isa_42:1) e Hijo de Dios. Si Jesús es todo eso que dicen estos títulos y tiene el poder que en ellos se expresa, ahora es cuando tiene que demostrar este poder y salvarse… Con semejante tentación comenzó su obra (Lc_4:3), la misma se le ofrece en Nazaret, su ciudad paterna (Isa_4:23); la misma concluye también su camino por la tierra y se le plantea como objeto de decisión antes de ser glorificado. Que la impotencia haya de demostrar el poder de Jesús, es cosa que no se puede comprender. Este hecho paradójico sólo se comprende por la Escritura, y resuena en las palabras de la Escritura: «arrugan la nariz». «Pero yo soy un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres y el desprecio del pueblo. Búrlanse de mí cuantos me ven, tuercen los labios y mueven la cabeza» (Sal 22 [21],8)
36 También se burlaban de él los soldados, que se acercaban para ofrecerle vinagre 37 y le decían: Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. 38 Había también sobre él una inscripción: éste es el rey de los judíos.
También los soldados romanos -hasta aquí no ha hablado nunca de ellos el evangelista- se burlan de Jesús. Ofrecen vinagre al sediento. Aquí resuena en lontananza el Salmo: «En mi sed me abrevaron con vinagre» (Sal 69 [68], 22). Jesús se ve atormentado en su angustia.
El título de rey de los judíos ocupaba el centro del proceso. Este título es la culpa de Jesús. ¿Qué clase de rey es éste? Impotente y colgado de la cruz, un auténtico rey de los judíos, sometidos a los romanos. El rey de los judíos no puede salvarse: menos podrá salvar a su pueblo. El Mesías rey crucificado es escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1Co_1:23).
Cuando los delincuentes se dirigen al lugar del suplicio, llevan colgada al cuello una tabla b]anca o se lleva ésta delante de ellos. En la tabla va escrita la culpa con grandes letras negras o rojas. También la inscripción en la tabla que se clavará sobre la cruz servirá para ridiculizar la realeza de Jesús. Ahí está éste, el crucificado… el rey de los judíos… Pilato y los soldados se burlan de Jesús como el sanedrín se burla de los judíos. Judíos y gentiles se confabulan para ridiculizar la realeza de Jesús. Las mofas contra Jesús alcanzan también a su Iglesia, a su pueblo, a sus testigos y mártires.
El ladrón arrepentido
(Lc.23,39-43)
39 Uno de los malhechores crucificados lo insultaba ¿No eres tú el ungido? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros. 40 Pero, respondiendo el otro, lo reprendía y le decía: ¿Ni siquiera tú temes a Dios, tú que estás en el mismo suplicio? 41 Para nosotros, al fin y al cabo, esto es de justicia; pues estamos recibiendo lo merecido por nuestras fechorías. Pero éste nada malo ha hecho. 42 y añadía: ¡Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino! 43 él le contestó: Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.
«En aquella noche (de la venida del Señor), dos estarán a la misma mesa: el uno será tomado, y el otro dejado» (Lc_17:34). Junto a la cruz de Jesús se diseña ya esta hora final. Los dos ladrones, que estaban crucificados con Jesús penden de la cruz como él -junto con Jesús-, y sin embargo es muy diferente el desenlace de su vida. Ambos están con él, pero uno sólo exteriormente, el otro también interiormente, con la fe. Ni siquiera el estar con él aprovecha, si falta la decisión personal en su favor (13,26s).
El uno toma parte en las burlas. Si Jesús fuese el Cristo, el ungido de Dios, el Mesías, se salvaría y salvaría a sus dos compañeros de suplicio. Exige que Jesús aporte la prueba de su mesianidad mediante la salvación. Sus palabras son una blasfemia, puesto que hacen befa de los planes salvíficos de Dios, que se realizan en Jesús. El otro malhechor sigue el camino de la fe, que comienza con el temor y veneración de Dios, se somete al designio y a la sabiduría de Dios, en la que cree, y reconoce también al Crucificado como al Mesías. El que se convierte, reconoce su culpa y la justicia del castigo con que Dios lo visita. El ladrón arrepentido considera su crucifixión como castigo que ha merecido con sus fechorías. Llega a reconocer su culpa gracias a la mirada de Jesús, del que está convencido de que pende de la cruz injustamente. A él se le perdonan los pecados, porque da gloria a Dios, renuncia a justificarse, muriendo reconoce por justo el juicio de Dios, y acepta la muerte con obediencia a la voluntad de Dios y como compañero de Jesús.
Una penitencia y conversión constructiva suponen la confianza y seguridad de que Dios está dispuesto a perdonar. El ladrón arrepentido cifra su esperanza en Jesús. En el ve al salvador. Cree que el Padre da el reino a Jesús, porque sigue este camino de la cruz (22,29s). Jesús da el reino a los que hacen suyo su camino (22,29). El ladrón pone su destino futuro en manos de Jesús. En el Antiguo Testamento, quien se halla en grave aprieto y tentación invoca a Dios para que se acuerde de su acción salvífica, de su alianza que él otorga, de los patriarcas, a los que había hecho sus promesas (Gen_9:15; Exo_2:24; Sal_104:8; Sal_110:5, etc.). El ladrón ora a Jesús pidiéndole que se acuerde de él. La súplica del ladrón es acogida por Jesús. El hoy con la promesa de salvación empieza en aquel mismo instante. Jesús, después de su muerte, penetra en el paraíso; el Padre le otorga el reino, el poder y la gloria (el banquete de 22,30). El ladrón arrepentido está con él. Dios otorga el paraíso a Jesús, y él lo da a los suyos. La promesa hecha al ladrón creyente y convertido sienta las bases de la participación en el paraíso de Jesús. Estar con él es el paraíso mismo. Esteban exclamará: «Señor Jesús, acoge mi espíritu» (Hec_5:59), y Pablo: «Aspiro a irme y estar con Cristo» (Flp_1:23; cf. 1Te_4:17).
Jesús es hasta la muerte el libertador y salvador de los pecadores. Como en casa del fariseo salió en defensa de la pecadora, ahora, cuando se promete al ladrón la salvación en la última hora, halla remate y coronamiento lo que Jesús contó en las parábolas (oveja perdida, hijo pródigo, dracma perdida), así como la bondadosa acogida que dispensó al jefe de los publicanos, Zaqueo. Lo más hondo de la misericordia divina se revela en la cruz de Cristo, que da la vida en forma vicaria por los muchos. En los relatos de martirios del judaísmo tardío se repite con frecuencia la observación de que un pagano convertido que participa en la suerte del mártir, recibe también participación en la recompensa del mártir. Jesús es Siervo de Dios y mártir.
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
P. Leonardo Castellani
“Mi Reino no es de este mundo”
« Ergo Rex es tu? Tu dixisti…
Sed Regnum meum non est de hoc mundo » (Ioan.18 : 33-36)
El año 1925, accediendo a una solicitud firmada por más de ochocientos obispos, el Papa Pío XI instituyó para toda la Iglesia la festividad de Cristo Rey, fijada en el último domingo del mes de octubre.
Esta nueva invocación de Cristo, nueva y sin embargo tan antigua como la Iglesia, tuvo muy pronto sus mártires, en la persecución que la masonería y el judaísmo desataron en Méjico, con la ayuda de un imperialismo extranjero: sacerdotes, soldados, jóvenes de Acción Católica y aun mujeres que murieron al grito de “¡Viva Cristo Rey!”
Esta proclamación del poder de Cristo sobre las naciones se hacía contra el llamado liberalismo. El liberalismo es una peligrosa herejía moderna que proclama la libertad y toma su nombre de ella.
La libertad es un gran bien que, como todos los grandes bienes, sólo Dios puede dar; y el liberalismo lo busca fuera de Dios; y de ese modo sólo llega a falsificaciones de la libertad.
Liberales fueron los que en el pasado siglo rompieron con la Iglesia, maltrataron al Papa y quisieron edificar naciones sin contar con Cristo. Son hombres que desconocen la perversidad profunda del corazón humano, la necesidad de una redención, y en el fondo, el dominio universal de Dios sobre todas las cosas, como Principio y como Fin de todas ellas, incluso las sociedades humanas.
Ellos son los que dicen: “Hay que dejar libres a todos”, sin ver que el que deja libre a un malhechor es cómplice del malhechor; “Hay que respetar todas las opiniones”, sin ver que el que respeta las opiniones falsas es un falsario; “La religión es un asunto privado”, sin ver que, siendo el hombre naturalmente social, si la religión no tiene nada que ver con lo social, entonces no sirve para nada, ni siquiera para lo privado.
Contra este pernicioso error, la Iglesia arbola hoy la siguiente verdad de fe: Cristo es Rey, por tres títulos, cada uno de ellos de sobra suficiente para conferirle un verdadero poder sobre los hombres.
Es Rey por título de nacimiento, por ser el Hijo Verdadero de Dios Omnipotente, Creador de todas las cosas; es Rey por titulo de mérito, por ser el Hombre más excelente que ha existido ni existirá, y es Rey por titulo de conquista, por haber salvado con su doctrina y su sangre a la Humanidad de la esclavitud del pecado y del infierno.
Me diréis vosotros: eso está muy bien, pero es un ideal y no una realidad. Eso será en la otra vida o en un tiempo muy remoto de los nuestros; pero hoy día… Los que mandan hoy día no son los mansos, como Cristo, sino los violentos; no son los pobres, sino los que tienen plata; no son los católicos, sino los masones. Nadie hace caso al Papa, ese anciano vestido de blanco que no hace más que mandarse proclamas llenas de sabiduría, pero que nadie obedece. Y el mar de sangre en que se está revolviendo Europa, ¿concuerda acaso con ningún reinado de Cristo?
La respuesta a esta duda está en la respuesta de Cristo a Pilatos, cuando le preguntó dos veces si realmente se tenía por Rey. “Mi Reino no procede de este mundo”. No es como los reinos temporales, que se ganan y sustentan con la mentira y la violencia; y en todo caso, aun cuando sean legítimos y rectos, tienen fines temporales y están mechados y limitados por la inevitable imperfección humana.
Rey de verdad, de paz y de amor, su Reino procedente de la Gracia reina invisiblemente en los corazones, y eso tiene más duración que los imperios. Su Reino no surge de aquí abajo, sino que baja de ahí arriba; pero eso no quiere decir que sea una mera alegoría, o un reino invisible de espíritus.
Dice que no es de aquí, pero no dice que no está aquí. Dice que no es carnal, pero no dice que no es real. Dice que es reino de almas, pero no quiere decir reino de fantasmas, sine reino de hombres. No es indiferente aceptarlo o no, y es supremamente peligroso rebelarse contra El.
Porque Europa se rebeló contra El en estos últimos tiempos, Europa y con ella el mundo todo se halla hoy día en un desorden que parece no tener compostura, y que sin El no tiene compostura…
Mis hermanos: porque Europa rechazó la reyecía de Jesucristo, actualmente no puede parar en ella ni Rey ni Roque. Cuando Napoleón I, que fue uno de los varones —y el más grande de todos— que quisieron arreglar a Europa sin contar con Jesucristo, se ciñó en Milán la corona de hierro de Carlomagno, cuentan que dijo estas palabras: “Dios me la dio, nadie me la quitará”.
Palabras que a nadie se aplican más que a Cristo. La corona de Cristo es más fuerte, es una corona de espinas. La púrpura real de Cristo no se destiñe, está bañada en sangre viva. Y la caña que le pusieron por burla en las manos, se convierte de tiempo en tiempo, cuando el mundo cree que puede volver a burlarse de Cristo, en un barrote de hierro. “Et reges eos in virga férrea” (Los regirá con vara de hierro).
Veamos la demostración de esta verdad de fe, que la Santa Madre Iglesia nos propone a creer y venerar en la fiesta del último domingo del mes de la primavera, llamando en nuestro auxilio a la Sagrada Escritura, a la Teología y a la Filosofía, y ante todo a la Santísima Virgen Nuestra Señora con un avemaría.
Los cuatro Evangelistas ponen la pregunta de Pilatos y la respuesta afirmativa de Cristo:
“— ¿Tú eres el Rey de los judíos?”
“— Yo lo soy”.
¿Qué clase de rey será éste, sin ejércitos, sin palacios, atadas las manos, impotente y humillado?, debe de haber pensado Pilatos.
San Juan, en su capítulo XVIII, pone el diálogo completo con Pilatos, que responde a esta pregunta:
Entró en el Pretorio, llamó a Jesús y le dijo: “¿Tu eres el Rey de los Judíos?”
Respondió Jesús: “¿Eso lo preguntas de por ti mismo, o te lo dijeron otros?”
Respondió Pilatos “¿Acaso yo soy judío? Tu gente y los pontífices te han entregado. ¿Qué has hecho?”.
Respondió Jesús, ya satisfecho acerca del sentido de la pregunta del gobernador romano, al cual maliciosamente los judíos le habían hecho temer que Jesús era uno de tantos intrigantes, ambiciosos de poder político: “Mi reino no es de este mundo. Si de este mundo fuera mi reino, Yo tendría ejércitos, mi gente lucharía por Mí para que no cayera en manos de mis enemigos. Pero es que mi Reino no es de aquí”.
Es decir, su Reino tiene su principio en el cielo, es un Reino espiritual que no viene a derrocar al César, como Pilatos teme, ni a pelear por fuerza de armas contra los reinos vecinos, como desean los judíos.
El no dice que este Reino suyo, que han predicho los profetas, no esté en este mundo; no dice que sea un puro reino invisible de espíritus, es un reino de hombres; El dice que no proviene de este mundo, que su principio y su fin está más arriba y más abajo de las cosas inventadas por el hombre.
El profeta Daniel, resumiendo los dichos de toda una serie de profetas, dijo que después de los cuatro grandes reinos que aparecerían en el Mediterráneo, el reino de la Leona, del Oso, del Leopardo y de la Bestia Poderosa, aparecería el Reino de los Santos, que duraría para siempre. Ese es su Reino…
Esa clase de reinos espirituales no los entendía Pilatos, ni le daban cuidado. Sin embargo, preguntó de nuevo, quizá irónicamente: “—Entonces, ¿te afirmas en que eres Rey?”.
Respondió Jesús tranquilamente: “—Sí, lo soy —y añadió después mirándolo cara a cara—; yo para eso nací y para eso vine al mundo, para dar testimonio de la Verdad. Todo el que es de la Verdad oye mi voz”.
Dijo Pilatos: “— ¿Qué es la Verdad?”
Y sin esperar respuesta, salió a los judíos y les dijo: “—Yo no le veo culpa”.
Pero ellos gritaron: “—Todo el que se hace Rey, es enemigo del César. Si lo sueltas a éste, vas en contra del César”.
He aquí solemnemente afirmada por Cristo su realeza, al fin de su carrera, delante de un tribunal, a riesgo y costa de su vida; y a esto le llama El dar testimonio de la Verdad, y afirma que su Vida no tiene otro objeto que éste.
Y le costó la vida, salieron con la suya los que dijeron: “No queremos a éste por Rey, no tenemos más Rey que el César”; pero en lo alto de la Cruz donde murió este Rey rechazado, había un letrero en tres lenguas, hebrea, griega y latina, que decía: “Jesús Nazareno Rey de los Judíos”; y hoy día, en todas las iglesias del mundo y en todas las lenguas conocidas, a 2.000 años de distancia de aquella afirmación formidable: “Yo soy Rey”, miles y miles de seres humanos proclaman junto con nosotros su fe en e1 Reino de Cristo y la obediencia de sus corazones a su Corazón Divino.
Por encima del clamor de la batalla en que se destrozan los humanos, en medio de la confusión y de las nubes de mentiras y engaños en que vivimos, oprimidos los corazones por las tribulaciones del mundo y las tribulaciones propias, la Iglesia Católica, imperecedero Reino de Cristo, está de pie para dar como su Divino Maestro testimonio de Verdad y para defender esa Verdad por encima de todo.
Por encima del tumulto y de la polvareda, con los ojos fijos en la Cruz, firme en su experiencia de veinte siglos, segura de su porvenir profetizado, lista para soportar la prueba y la lucha en la esperanza cierta del triunfo, la Iglesia, con su sola presencia y con su silencio mismo, está diciendo a todos los Caifás, Herodes y Pilatos del mundo que aquella palabra de su divino Fundador no ha sido vana.
En el primer libro de las Visiones de Daniel, cuenta el profeta que vio cuatro Bestias disformes y misteriosas que, saliendo del mar, se sucedían y destruían una a la otra; y después de eso vio a manera de un Hijo del Hombre que viniendo de sobre las nubes del cielo se llegaba al trono de Dios; y le presentaron a Dios, y Dios le dio el Poderío, el Honor y el Reinado, y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán, y su poder será poder eterno que no se quitará, y su reino no se acabará.
Entonces me llegué lleno de espanto —dice Daniel— a uno de los presentes, y le pregunté la verdad de todo eso. Y me dijo la interpretación de la figura: “Estas cuatro bestias magnas son cuatro Grandes Imperios que se levantarán en la tierra [a saber, Babilonia, Persia, Grecia y Roma, según estiman los intérpretes], y después recibirán el Reino los santos del Dios altísimo y obtendrán el reino por siglos y por siglos de siglos”.
Esta palabra misteriosa, pronunciada 500 años antes de Cristo, no fue olvidada por los judíos. Cuando Juan Bautista empieza a predicar en las riberas del Jordán: “Haced penitencia, que está cerca el Reino de Dios”, todo ese pequeño pueblo comprendido entre el Mediterráneo, el Líbano, el Tiberíades y el Sinaí resonaba con las palabras de Gran Rey, Hijo de David, Reino de Dios. Las setenta semanas de años que Daniel había predicho entre el cautiverio de Babilonia y la llegada del Salvador del Mundo, se estaban acabando; y los profetas habían precisado de antemano, en una serie de recitados enigmáticos, una gran cantidad de rasgos de su vida y su persona, desde su nacimiento en Belén hasta su ignominiosa muerte en Jerusalén.
Entonces aparece en medio de ellos ese joven doctor impetuoso, que cura enfermos y resucita muertos, a quien el Bautista reconoce y los fariseos desconocen, el cual se pone a explicar metódicamente en qué consiste el Reino de Dios, a desengañar ilusos, a reprender poderosos, a juntar discípulos, a instituir entre ellos una autoridad, a formar una pequeña e insignificante sociedad, más pequeña que un grano de mostaza, y a prometer a esa Sociedad, por medio de hermosísimas parábolas y de profecías deslumbradoras, los más inesperados privilegios: durará por todos los siglos — se difundirá por todas las naciones — abarcará todas las razas — el que entre en ella, estará salvado — el que la rechace, estará perdido — el que la combata, se estrellará contra ella — lo que ella ate en la tierra será atado en el cielo, y lo que ella desate en la tierra será desatado en el cielo.
Y un día, en las puertas de Cafarnaúm, aquel Varón extraordinario, el más modesto y el más pretencioso de cuantos han vivido en este mundo, después de obtener de sus rudos discípulos el reconocimiento de que él era el “Ungido”, el “Rey”, y más aún, el mismo “Hijo Verdadero de Dios vivo”, se dirigió al discípulo que había hablado en nombre de todos y solemnemente le dijo: “Y Yo a ti te digo que tú eres Kefá, que significa piedra, y sobre esta piedra Yo levantaré mi Iglesia, y los poderes infernales no prevalecerán contra ella y te daré las llaves del Reino de los Cielos. Y Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”.
Y desde entonces, viose algo único en el mundo: esa pequeña Sociedad fue creciendo y durando, y nada ha podido vencerla, nada ha podido hundirla, nadie ha podido matarla. Mataron a su Fundador, mataron a todos sus primeros jefes, mataron a miles de sus miembros durante las diez grandes persecuciones que la esperaban al salir mismo de su cuna; y muchísimas veces dijeron que la habían matado a ella, cantaron victoria sus enemigos, las fuerzas del mal, las Puertas del Infierno, la debilidad, la pasión, la malicia humana, los poderes tiránicos, las plebes idiotizadas y tumultuantes, los entendimientos corrompidos, todo lo que en el mundo tira hacia abajo, se arrastra y se revuelca (la corrupción de la carne y la soberbia del espíritu aguijoneados por los invisibles espíritus de las tinieblas); todo ese peso de la mortalidad y la corrupción humana que obedece al Angel Caído, cantó victoria muchas veces y dijo: “Se acabó la Iglesia”.
El siglo pasado, no más, los hombres de Europa más brillantes, cuyos nombres andaban en boca de todos, decían: “Se acabó la Iglesia, murió el Catolicismo”. ¿Dónde están ellos ahora?
Y la Iglesia, durante veinte siglos, con grandes altibajos y sacudones, por cierto, como la barquilla del Pescador Pedro, pero infalible irrefragablemente, ha ido creciendo en número y extendiéndose en el mundo; y todo cuanto hay de hermoso y de grande en el mundo actual se le debe a ella; y todas las personas más decentes, útiles y preclaras que ha conocido la tierra han sido sus hijos; y cuando perdía un pueblo, conquistaba una Nación; y cuando perdía una Nación, Dios le daba un Imperio; y cuando se desgajaba de ella media Europa, Dios descubría para ella un Mundo Nuevo; y cuando sus hijos ingratos, creyéndose ricos y seguros, la repudiaban y abandonaban y la hacían llorar en su soledad y clamar inútilmente en su paciencia…; cuando decían: “Ya somos ricos y poderosos y sanos y fuertes y adultos, y no necesitamos nodriza”, entonces se oía en los aires la voz de una trompeta, y tres jinetes siniestros se abatían sobre la tierra: uno en un caballo rojo, cuyo nombre es La Guerra; otro en un caballo negro, cuyo nombre es El Hambre; otro en un caballo bayo, cuyo nombre es La Persecución Final; y los tres no pueden ser vencidos sino por Aquel que va sobre el caballo blanco, al cual le ha sido dada la espada para que venza, y que tiene escrito en el pecho y en la orla de su vestido: “Rey de Reyes y Señor de Dominantes”.
El Mundo Moderno, que renegó la reyecía de su Rey Eterno y Señor Universal, como consecuencia directa y demostrable de ello se ve ahora empantanado en un atolladero y castigado por los tres últimos caballos del Apocalipsis; y entonces le echa la culpa a Cristo.
Acabo de oír por Radio Excelsior una poesía de un tal Alejandro Flores, aunque mediocre, bastante vistosa, llamada Oración de este Siglo a Cristo, en que expresa justamente esto: se queja de la guerra, se espanta de la crisis (racionamiento de nafta), dice que Cristo es impotente, que su “sueño de paz y de amor” ha fracasado, y le pide que vuelva de nuevo al mundo, pero no a ser crucificado.
El pobre miope no ve que Cristo está volviendo en estos momentos al mundo, pero está volviendo como Rey — ¿o qué se ha pensado él que es un Rey?—; está volviendo de Ezrah, donde pisó el lagar El solo con los vestidos salpicados de rojo, como lo pintaron los profetas, y tiene en la mano el bieldo y la segur para limpiar su heredad y para podar su viña. ¿O se ha pensado él que Jesucristo es una reina de juegos florales?
Y ésta es la respuesta a los que hoy día se escandalizan de la impotencia del Cristianismo y de la gran desolación espiritual y material que reina en la tierra. Creen que la guerra actual es una gran desobediencia a Cristo, y en consecuencia dudan de que Cristo sea realmente Rey, como dudó Pilatos, viéndole atado e impotente. Pero la guerra actual no es una gran desobediencia a Cristo: es la consecuencia de una gran desobediencia, es el castigo de una gran desobediencia y — consolémonos— es la preparación de una gran obediencia y de una gran restauración del Reino de Cristo. “Porque se me subleven una parte de mis súbditos, Yo no dejo de ser Rey mientras conserve el poder de castigarlos”, dice Cristo.
En la última parábola que San Lucas cuenta, antes de la Pasión, está prenunciado eso: “Semejante es el Reino de los cielos a un Rey que fue a hacerse cargo de un Reino que le tocaba por herencia. Y algunos de sus vasallos le mandaron embajada, diciendo: No queremos que este reine sobre nosotros. Y cuando se hizo cargo del Reino, mandó que le trajeran aquellos sublevados y les dieran muerte en su presencia”.
Eso contó Nuestro Señor Jesucristo hablando de si mismo; y cuando lo contó, no se parecía mucho a esos cristos melosos, de melena rubia, de sonrisita triste y de ojos acaramelados que algunos pintan. Es un Rey de paz, es un Rey de amor, de verdad, de mansedumbre, de dulzura para los que le quieren; pero es Rey verdadero para todos, aunque no le quieran, ¡y tanto peor para el que no le quiera!
Los hombres y los pueblos podrán rechazar la llamada amorosa del Corazón de Cristo y escupir contra el cielo; pero no pueden cambiar la naturaleza de las cosas. El hombre es un ser dependiente, y si no depende de quien debe, dependerá de quien no debe; si no quiere por dueño a Cristo, tendrá el demonio por dueño. “No podéis servir a Dios y a las riquezas”, dijo Cristo, y el mundo moderno es el ejemplo lamentable: no quiso reconocer a Dios como dueño, y cayó bajo el dominio de Plutón, el demonio de las riquezas.
En su encíclica Quadragesimo Anno, el Papa Pío XI describe de este modo la condición del mundo de hoy, desde que el Protestantismo y el Liberalismo lo alejaron del regazo materno de la Iglesia, y decidme vosotros si el retrato es exagerado: “La libre concurrencia se destruyó a sí misma; al libre cambio ha sucedido una dictadura económica. El hambre y sed de lucro ha suscitado una desenfrenada ambición de dominar. Toda la vida económica se ha vuelto horriblemente dura, implacable, cruel. Injusticia y miseria. De una parte, una inmensa cantidad de proletarios; de otra, un pequeño número de ricos provistos de inmensos recursos, lo cual prueba con evidencia que las riquezas creadas en tanta copia por el industrialismo moderno no se hallan bien repartidas”.
El mismo Carlos Marx, patriarca del socialismo moderno, pone el principio del moderno capitalismo en el Renacimiento, es decir, cuando comienza el gran movimiento de desobediencia a la Iglesia; y añora el judío ateo los tiempos de la Edad Media, en que el artesano era dueño de sus medios de producción, en que los gremios amparaban al obrero, en que el comercio tenía por objeto el cambio y la distribución de los productos y no el lucro y el dividendo, y en que no estaba aún esclavizado al dinero para darle una fecundidad monstruosa. Añora aquel tiempo, que si no fue un Paraíso Terrenal, por lo menos no fue una Babel como ahora, porque los hombres no habían recusado la Reyecía de Jesucristo.
Los males que hoy sufrimos, tienen, pues, raíz vieja; pero consolémonos, porque ya está cerca el jardinero con el hacha. Estamos al fin de un proceso morboso que ha durado cuatro siglos.
Vosotros sabéis que en el llamado Renacimiento había un veneno de paganismo, sensualismo y descreimiento que se desparramó por toda Europa, próspera entonces y cargada de bienestar como un cuerpo pletórico. Ese veneno fue el fermento del Protestantismo; “rebelión de los ricos contra los pobres”, como lo llamó Belloc, que rompió la unidad de la Iglesia, negó el Reino Visible de Cristo, dijo que Cristo fue un predicador y un moralista, y no un Rey; sometió la religión a los poderes civiles y arrebató a la obediencia del Sumo Pontífice casi la mitad de Europa. Las naciones católicas se replegaron sobre sí mismas en el movimiento que se llamó Contrarreforma, y se ocuparon en evangelizar el Nuevo Mundo, mientras los poderes protestantes inventaban el Puritanismo, el Capitalismo y el Imperialismo.
Entonces empezó a invadir las naciones católicas una a modo de niebla ponzoñosa proveniente de los protestantes, que al fin cuajó en lo que llamamos Liberalismo, el cual a su vez engendró por un lado el Modernismo y por otro el Comunismo.
Entonces fue cuando sonó en el cielo la trompeta de la cólera divina, que nadie dejó de oír; y el Hombre Moderno, que había caído en cinco idolatrías y cinco desobediencias, está siendo probado y purificado ahora por Cinco castigos y cinco penitencias:
Idolatría de la Ciencia, con la cual quiso hacer otra torre de Babel que llegase hasta el cielo; y la ciencia está en estos momentos toda ocupada en construir aviones, bombas y cañones para voltear casas y ciudades y fábricas;
Idolatría de la Libertad, con la cual quiso hacer de cada hombre un pequeño y caprichoso caudillejo; y éste es el momento en que el mundo está lleno de despotismo y los pueblos mismos piden puños fuertes para salir de la confusión que creó esa libertad demente;
Idolatría del Progreso, con el cual creyeron que harían en poco tiempo otro Paraíso Terrenal; y he aquí que el Progreso es el Becerro de Oro que sume a los hombres en la miseria, en la esclavitud, en el odio, en la mentira, en la muerte;
Idolatría de la Carne, a la cual se le pidió el cielo y las delicias del Edén; y la carne del hombre desvestida, exhibida, mimada y adorada, está siendo destrozada, desgarrada y amontonada como estiércol en los campos de batalla;
Idolatría del Placer, con el cual se quiere hacer del mundo un perpetuo Carnaval y convertir a los hombres en chiquilines agitados e irresponsables; y el placer ha creado un mundo de enfermedades, dolencias y torturas que hacen desesperar a todas las facultadas de medicina.
Esto decía no hace mucho tiempo un gran obispo de Italia, el arzobispo de Cremona, a sus fieles.
¿Y nuestro país? ¿Está libre de contagio? ¿Está puro de mancha? ¿Está limpio de pecado? Hay muchos que parecen creerlo así, y viven de una manera enteramente inconsciente, pagana, incristiana, multiplicando los errores, los escándalos, las iniquidades, las injusticias. Es un país tan ancho, tan rico, tan generoso, que aquí no puede pasar nada; queremos estar en paz con todos, vender nuestras cosechas y ganar plata; tenemos gobernantes tan sabios, tan rectos y tan responsables; somos tan democráticos, subimos al gobierno solamente a aquel que lo merece; tenemos escuelas tan lindas; tenemos leyes tan liberales; hay libertad para todo; no hay pena de muerte; si un hombre agarra una criaturita en la calle, la viola, la mata y después la quema, ¡qué se va a hacer, paciencia!; tenemos la prensa más grande del mundo: por diez centavos nos dan doce sábanas de papel llenas de informaciones y de noticias; tenemos la educación artística del pueblo hecha por medio del cine y de la radiotelefonía; ¡qué pueblo más bien educado va a ir saliendo, un pueblo artístico! ¡Qué país, mi amigo, qué país más macanudo!
— ¿Y reina Cristo en este país? — ¿Y cómo no va a reinar? Somos buenos todos. Y si no reina, ¿qué quiere que le hagamos?
Tengo miedo de los grandes castigos colectivos que amenazan nuestros crímenes colectivos. Este país está dormido, y no veo quién lo despierte. Este país está engañado, y no veo quién lo desengañe. Este país está postrado, y no se ve quién va a levantarlo.
Pero este país todavía no ha renegado de Cristo; y sabemos por tanto que hay alguien capaz de levantarlo.
Preparémonos a su Venida y apresuremos su Venida. Podemos ser soldados de un gran Rey; nuestras pobres efímeras vidas pueden unirse a algo grande, algo triunfal, algo absoluto.
Arranquemos de ellas el egoísmo, la molicie, la mezquindad de nuestros pequeños caprichos, ambiciones y fines particulares.
El que pueda hacer caridad, que se sacrifique por su prójimo, o solo, o en su parroquia, o en las Sociedades Vicentinas…
El que pueda hacer apostolado, que ayude a Nuestro Cristo Rey en la Acción Católica o en las Congregaciones…
El que pueda enseñar, que enseñe…
Y el que pueda quebrantar la iniquidad, que la golpee y que la persiga, aunque sea con riesgo de la vida.
Y para eso, purifiquemos cada uno de faltas y de errores nuestra vida. Acudamos a la Inmaculada Madre de Dios, Reina de los Ángeles y de los hombres, para que se digne elegirnos para militar con Cristo, no solamente ofreciendo todas nuestras personas al trabajo, como decía el capitán Ignacio de Loyola, sino también para distinguirnos y señalarnos en esa misma campaña del Reino de Dios contra las fuerzas del Mal, campaña que es el eje de la historia del mundo, sabiendo que nuestro Rey es invencible, que su Reino no tendrá fin, que su triunfo y Venida no está lejos y que su recompensa supera todas las vanidades de este mundo, y más todavía, todo cuanto el ojo vio, el oído oyó y la mente humana pudo soñar de hermoso y de glorioso.
Leonardo Castellani, “Cristo, ¿vuelve o no vuelve?”.
P. Alfredo Sáenz, S. J.
Cristo Rey
Al culminar el año litúrgico, la Iglesia ofrece a nuestro culto y adoración, el misterio de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Cuando el Papa Pío XI estableció la presente fiesta la ubicó en este sitio para reflejar mejor el sentido final y triunfante que tendrá la segunda Venida del Señor: “Así sucederá que los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el curso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey”. Aquel a quien hemos adorado en la humildad y pobreza del pesebre en su primera venida al mundo, vendrá radiante de gloria al fin de los tiempos, a tomar posesión visible y definitiva de su reino.
La reafirmación vigorosa de esta verdad, ya necesaria en 1925, que fue cuando se hizo pública la encíclica Quas Primas, lo es mucho más en estos años del comienzo del tercer milenio. Si entonces Pío XI decía que “cuanto más se pasa en vergonzoso silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, así en las reuniones internacionales como en los parlamentos, tanto más es necesario aclamarlo públicamente, anunciando por todas partes los derechos de su real dignidad y potestad”, ¡qué expresiones no se ahorraría si tuviera que escribir ahora su encíclica! Acrecentados y extendidos universalmente, aquellos males exigen hoy una nueva y más vigorosa proclamación de este misterio.
En la fiesta de hoy queremos afirmar, sin asomo de duda, que la Majestad absoluta e indiscutible de Dios se revela palmariamente en el Verbo: “Porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra…, todo fue creado por medio de él y para él”, escuchamos en la segunda lectura. Si todo fue creado “para Él”, el mundo de los hombres adquiere su sentido último en la espera gozosa de quien es el Rey de la historia, que con su Palabra ha dado un significado a la vida humana que se encamina hacia la plenitud del Reino.
Pero si es necesario ratificar hoy el señorío de Cristo Rey contra los embates del pluralismo insensato, que quiere conceder al error los mismos derechos que a la verdad, no lo es menos que hay que insistir también vigorosamente sobre el carácter temporal e histórico de este dominio.
Muchas veces se pretende vaciar de contenido este dogma del Reinado del Señor, relegándolo exclusivamente al interior del hombre. Sin duda que comienza allí, en lo más recóndito del corazón, donde reina por la fe, merced a la cual el hombre acepta la persona y la doctrina de Cristo, y también en virtud de la caridad, por la que la voluntad del hombre se adhiere a la del Señor. Pero esto no es suficiente, no es más que el principio, porque el Reinado de Cristo debe asimismo proyectarse exteriormente y abarcar todo el ámbito de la vida del hombre, incluso el orden social y político.
En efecto, si bien su Soberanía “no es de este mundo”, como Él mismo lo dijo, en diálogo con Pilatos, posee cierta presencia terrena, bien real, aunque misteriosa y no siempre visible. Como lo enseña la encíclica Quas Primas, en virtud de la Encarnación, el Verbo tiene poder “sobre todas las cosas temporales, puesto que Él ha recibido del Padre un derecho absoluto sobre todas las cosas creadas”. Más todavía, ningún acto de la vida del hombre puede escapar a esta presencia del Reino, ni eludir el supremo poder de Cristo Rey. Este reinado es, pues, cósmico, busca la totalidad, quiere englobar al mundo entero y toda la vida de los hombres.
Al mismo tiempo que recordamos esta universalidad no podernos dejar de aludir al carácter agónico militante de este Señorío. Desde el momento aciago del primer pecado, de la primera batalla ganada por Satanás, el enemigo del hombre trata de hacer estéril la obra del amor de Dios, disputándole la posesión de las almas y de las sociedades, como un rico tesoro mueve la codicia del ladrón. Es la lucha permanente entre el pecado y la gracia, lucha que nadie puede soslayar.
Dios no es neutral. Dios aprueba o desaprueba, porque es absolutamente fiel a sí mismo, a su Verdad y a su Justicia. El demonio, instigado por el odio y la envidia, no puede tampoco ser prescindente, quiere siempre extender más y más su malévolo dominio.
Los hombres, que dependen absolutamente de Dios, en su ser y en su obrar, tampoco pueden ser neutrales. Sus actos deben ser definiciones a favor de Dios o contra Dios. San Agustín con las Dos Ciudades, San Ignacio con las Dos Banderas, perfilan en textos de valor permanente la sentencia categórica de Jesucristo: “Nadie puede servir a dos señores”.
La historia se va desarrollando, entonces, siguiendo esta ley inexorable del antagonismo entre el bien y el mal, entre la ciudad de Dios y la ciudad del mundo, entre el reino de Cristo y el reino de Satanás. Explica San Agustín que el primero se funda en el amor de Dios hasta el olvido de sí, y el segundo en el amor desordenado de sí hasta el desprecio de Dios. Esta tensión entre la ciudad de Dios y la ciudad del mundo se desarrollará hasta el último instante del tiempo y concluirá cuando Jesucristo, el Supremo Rey de la historia, separe a los buenos y a los malos, como lo ha enseñado en la parábola del trigo y la cizaña. Mientras llega ese momento, de gloria y de triunfo para el Señor y para los que perseveren hasta el final, la historia se carga de sentido trágico y misterioso a medida que va creciendo el sufrimiento y la persecución de aquellos que, al decir del mismo Cristo, “no son del mundo”. El mundo odia lo que no es “suyo”, y extiende a los seguidores fieles de Jesucristo la persecución que llevaron contra Él, porque “el servidor no es más grande que su Señor”.
“Es necesario que Él reine hasta poner a todos los enemigos bajo sus pies”, afirmó San Pablo taxativamente. Esto que es válido, reiteremos, para las personas individuales, es también aplicable, como ya lo hemos señalado, a las asociaciones humanas y sobre todo al orden político. Así como el hombre depende metafísicamente de Dios, la sociedad, en cualquiera de sus formas y bajo cualquier contexto, tiene hacia Dios la misma relación y la misma dependencia que el individuo. La virtualidad del Reinado de Cristo no está limitada, entonces, a la esfera personal sino que, rebasándola, invade con su fuerza y sus exigencias el entero orden temporal y tiende a suscitar un orden social cristiano, una sociedad cristiana. El sentido de Cristo debe invadir, impregnar, vivificar la sociedad humana para gloria del Padre. “Al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos”, exhortó el Apóstol. Esto es lo que llamamos el Reinado social de Jesucristo.
¿Qué se espera de nosotros? ¿Qué respuesta quiere la Iglesia de sus hijos al celebrar esta fiesta? Lo que aguarda es, por supuesto, que tanto las personas como las sociedades retomen a Cristo, que la general apostasía vaya cediendo su lugar al total reconocimiento de Aquel en quien deben ser restauradas todas las cosas.
Para ello es necesario que los seguidores de Cristo tengamos el coraje de sacudir nuestra apatía y pusilanimidad al tiempo que dejemos de obviar sistemáticamente el combate cristiano o de resistir flojamente. Será preciso luchar, y luchar con el coraje de quien está cierto del triunfo definitivo. La actitud cobarde y contemporizadora no hace más que suscitar en el enemigo una mayor temeridad y audacia.
No olvidemos que pertenecemos a una Iglesia militante, aunque últimamente muchos prefieran olvidar este término. Recordemos que Jesucristo nos ha llamado a ser “luz del mundo”, y está esperando que la antorcha de nuestra vida brille ante las naciones señalando cuál es la auténtica felicidad del hombre y dónde se encuentra el camino que a ella conduce. Bien dice la encíclica de Pío XI: “Cuando los fieles todos comprendan que deben militar con valor y siempre bajo la bandera de Cristo Rey, se dedicarán con ardor apostólico a llevar a Dios de nuevo a los rebeldes e ignorantes y se esforzarán en mantener incólumes los derechos de Dios mismo”.
¡Cuántos y cuán variados son los campos donde se ha de librar esta batalla! Así como el enemigo ha trabajado y trabaja para que Cristo sea un extraño en la universidad, en la escuela, en la familia, en la administración de justicia, en las legislaturas, en la economía y en las organizaciones internacionales, el católico militante deberá esforzarse por lograr que Cristo reine en todos estos sitios. La educación habrá de tener en cuenta que el fin del hombre es la unión con Dios, y orientada por este principio supremo tendrá que desarrollar su labor formativa de niños y jóvenes. La familia será protegida contra tantos ataques atentatorios de la indisolubilidad matrimonial así como del amor humano, tal como lo concibió Dios, quien quiso asociar a los esposos a la sublime misión creadora. Los hombres del derecho y los legisladores siempre habrán de tener presente que por sobre las leyes humanas está Aquel que es la Verdad, cuyo trono se fundamenta precisamente sobre la Justicia y el Derecho, como dice uno de los salmos. Los que orientan la economía no habrán de soslayar la ley divina según la cual esta actividad debe estar al servicio del hombre, y no el hombre al servicio de ella, para que así, asegurado el honesto sustento, la familia pueda servir a Dios como corresponde. Las organizaciones internacionales, por su parte, habrán de convencerse, después de años de reiterados fracasos, que no hay otra vía para lograr una paz verdaderamente seria y duradera que la paz de Cristo en el Reino de Cristo, y abandonar totalmente la política actual de dar las espaldas al Evangelio y a la ley natural.
Empresa verdaderamente ciclópea, que no resiste el menor cálculo de proporción entre las pobres fuerzas humanas y la magnitud del resultado intentado. Sin embargo, esta comparación no es más que una visión reduccionista, ya que olvida que del lado del reino de Cristo combate el mismo Dios, con toda su fuerza y su poder. Nuestro aliado es el que con un gesto abrió el Mar Rojo y sepultó a los egipcios, el que detuvo el sol y derrumbó las murallas de Jericó para dar la victoria a Josué, el que con su poder aquietó inmediatamente la tempestad del mar de Galilea, que amenazaba hundir la embarcación de los Apóstoles.
Hoy tendremos en medio nuestro al Señor del cielo y de la tierra, que en el momento de la consagración descenderá de su solio real al altar. Dirijámonos confiados a su poder invencible, que desde el trono augusto de la Eucaristía gobierna todo lo que existe, y exclamemos con la seguridad confiada de saber que el triunfo final es nuestro: ¡Ven Señor Jesús!
ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed.Gladius, 1994, pp. 310-316.
San Juan Pablo II
Jesucristo Rey del Universo
¡Regnavit a ligno Deus!
El texto evangélico de San Lucas, que se acaba de proclamar, nos lleva con el pensamiento a la escena altamente dramática que se desarrolla en el “lugar llamado Calvario” (Lc 23,33) y nos presenta, en torno a Jesús crucificado, tres grupos de personas que discuten diversamente sobre su “figura” y sobre su “fin”. ¿Quién es en realidad el que está allí crucificado? Mientras la gente común y anónima permanece más bien incierta y se limita a mirar, los príncipes, en cambio, se burlaban diciendo: “A otros salvó, sálvese a sí mismo, si es el Mesías de Dios el Elegido”. Como se ve, su arma es la ironía negativa y demoledora. Pero también los soldados -el segundo grupo- lo escarnecían y, como en tono de provocación y desafío, le decían: “Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”, partiendo, quizá, de las palabras mismas de la inscripción, que veían puesta sobre su cabeza. Estaban, además, los dos malhechores, en contraste entre sí, al juzgar al compañero de pena: mientras uno blasfemaba de él, recogiendo y repitiendo las expresiones despectivas de los soldados y de los jefes, el otro declaraba abiertamente que Jesús “nada malo había hecho” y, dirigiéndose a Él, le imploraba así: “Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu reino”.
He aquí cómo, en el momento culminante de la crucifixión, precisamente cuando la vida del Profeta de Nazaret está para ser suprimida, podemos recoger, incluso en lo vivo de las discusiones y contradicciones, estas alusiones arcanas al rey y al reino.
Esta escena os es bien conocida y no necesita comentarios. Pero es muy oportuno y significativo y, diría, es muy justo y necesario que esta fiesta de Cristo-Rey se enmarque precisamente en el Calvario. Podemos decir, sin duda, que la realeza de Cristo, como la celebramos y meditamos también hoy, debe referirse siempre al acontecimiento que se desarrolla en ese monte, y debe ser comprendida en el misterio salvífico que allí realiza Cristo: me refiero al acontecimiento y al misterio de la redención del hombre. Cristo Jesús -debemos ponerlo de relieve- se afirma rey precisamente en el momento que, entre los dolores y los escarnios de la cruz, entre las incomprensiones y las blasfemias de los circunstantes, agoniza y muere. En verdad, es una realeza singular la suya, tal que sólo pueden reconocerla los ojos de la fe: ¡Regnavit a ligno Deus!
La realeza de Cristo, que brota de la muerte en el Calvario y culmina con el acontecimiento de la resurrección, inseparable de ella, nos llama a esa centralidad, que le compete en virtud de lo que es y de lo que ha hecho. Verbo de Dios e Hijo de Dios, ante todo y sobre todo, “por quien todo fue hecho”, como repetiremos dentro de poco en el Credo, tiene un intrínseco, esencial e inalienable primado en el orden de la creación, respecto a la cual es la causa suprema y ejemplar. Y después que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14), también como hombre e Hijo del hombre, consigue un segundo título en el orden de la redención, mediante la obediencia al designio del Padre, mediante el sufrimiento de la muerte y el consiguiente triunfo de la resurrección.
Al converger en Él este doble primado, tenemos, pues, no sólo el derecho y el deber, sino también la satisfacción y el honor de confesar su excelso señorío sobre las cosas y sobre los hombres que, con término ciertamente ni impropio ni metafórico, puede ser llamado realeza. “Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre”(Fil 2,8-11).
Este es el nombre del que nos habla el Apóstol: es el nombre del Señor y vale la pena designar la incomparable dignidad, que compete a Él solo y le sitúa a Él solo en el centro, más aún, en el vértice del cosmos y de la historia.
Pero queriendo considerar, además de los títulos y de las razones, también la naturaleza y el ámbito de la realeza de Cristo nuestro Señor, no podemos prescindir de remontarnos a esa potestad que Él mismo, cuando iba a dejar esta tierra, definió total y universal, poniéndola en la base de la misión confiada a los Apóstoles: “Jesús se acercó a ellos y les habló así: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”(Mt 28,18-20).
En estas palabras no hay sólo -como es evidente- la reivindicación explícita de una autoridad soberana, sino que se indica además, en el acto mismo en que es participada por los Apóstoles, una ramificación suya en distintas, aun cuando coordinadas, funciones espirituales. Efectivamente, si Cristo resucitado dice a los suyos que vayan y recuerda lo que ya ha mandado, si les da la misión tanto de enseñar como de bautizar, esto se explica porque Él mismo, precisamente en virtud de la potestad suma que le pertenece, posee en plenitud estos derechos y está habilitado para ejercitar estas funciones, como Rey, Maestro y Sacerdote.
Ciertamente no se trata de preguntarnos cuál sea el primero de estos tres títulos, porque, en el contexto general de la misión salvífica que Cristo ha recibido del Padre, corresponden a cada uno de ellos funciones igualmente necesarias e importantes. Sin embargo, incluso para mantenernos en sintonía con el contenido de la liturgia de hoy, es oportuno insistir en la función real y concentrar nuestra mirada, iluminada por la fe, en la figura de Cristo como Rey y Señor.
A este respecto aparece obvia la exclusión de cualquier referencia de naturaleza política o temporal. A la pregunta formal que le hizo Pilato: “¿Eres Tú el rey de los judíos?” (Jn 18,33), Jesús responde explícitamente que su reino no es de este mundo y, ante la insistencia del procurador romano, afirma: “Tú dices que soy rey”, añadiendo inmediatamente después: “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). De este modo declara cuál es la dimensión exacta de su realeza y la esfera en que se ejercita: es la dimensión espiritual que comprende, en primer lugar, la verdad que hay que anunciar y servir. Su reino, aun cuando comienza aquí abajo en la tierra, nada tiene, sin embargo, de terreno y transciende toda limitación humana, puesto que tiende hacia la consumación más allá del tiempo, en la infinitud de la eternidad.
A este reino nos ha llamado Cristo Señor, otorgándonos una vocación que es participación en esos poderes suyos que ya he recordado. Todos nosotros estamos al servicio del Reino y, al mismo tiempo, en virtud de la consagración bautismal, hemos sido investidos de una dignidad y de un oficio real, sacerdotal y profético, a fin de poder colaborar eficazmente en su crecimiento y en su difusión.
Homilía de San Juan Pablo II en la Misa de Cristo Rey el domingo 23 de noviembre de 1980
San Agustín
El buen ladrón
El Señor Jesús fue colgado en la cruz, los judíos blasfemaban, los príncipes de los sacerdotes se burlaban, y cuando la sangre de la víctima caída bajo los golpes, todavía no se había secado, el ladrón le rindió homenaje, mientras otros movían la cabeza diciendo: ¡Si tú eres el Hijo de Dios, sálvate a ti mismo! (Mateo 27, 10).
Jesús no respondía y justo manteniéndose en silencio, Él castiga a los malvados. Pero para vergüenza de los judíos, el Salvador habla a un hombre que iba a salir en defensa de Su causa, un hombre que no es más que un ladrón, crucificado como Él, pues dos ladrones fueron crucificados con Él, uno a la derecha el otro a su izquierda. Entre ellos se encontraba el Salvador. Era como una balanza perfectamente equilibrada, en la que un platillo elevaba al ladrón creyente, el otro platillo ponía en lo bajo al ladrón incrédulo, que lo insultaba a su izquierda. El de la derecha se humilla profundamente: se tiene por culpable ante el tribunal de su propia conciencia, se vuelve, en la cruz, su propio juez, y su confesión le hace ser su propio médico. Éstas son sus primeras palabras dirigiéndose al otro ladrón: “¿Ni siquiera temes tú?” (Lucas 23, 40).
¿Qué te pasa ladrón? Hasta hace poco eras un ladrón, ¡ahora reconoces a Dios! Hace poco eras un asesino, ¡ahora crees en Cristo!
¡Dinos ladrón, el mal que has hecho, dinos el bien que has visto hacer al Salvador!
Nosotros, hemos dado muerte a vivos pero Él ha dado vida a muertos, nosotros hemos robado los bienes de otros, pero Él entregó sus tesoros al mundo. Él se hizo pobre para hacerme rico.
El ladrón amonesta al otro ladrón así: Hasta ahora hemos caminado juntos para cometer crímenes. Ofrece tu cruz, se te indicará el camino que debes seguir si quieres vivir conmigo. Fuiste mi compañero en el camino del crimen, acompáñame ahora hasta las mansiones de la vida; porque esta cruz es el árbol de la vida. David dijo en uno de sus salmos: “Dios conoce el camino de los justos, pero el camino de los malvados lleva a la muerte” (Salmo 1, 6).
Después de su confesión, se dirige a Jesús: “Señor, le dijo, ¡acuérdate de mí cuando vengas en tu reino!” (Salmo 23, 42).
Yo tendría que decirle al ladrón: ¿que de bueno has hecho tú para que Cristo se acuerde de tí? ¿En qué buenas obras has empleado tu tiempo? Has hecho el mal a los demás, has derramado la sangre de tu prójimo, ¿Cómo se te ocurre decir: “Acuérdate de mí? ’
Ladrón, tú que te has convertido en el compañero de tu Señor, respóndeme: He reconocido a mi Señor en la ignominia de mi castigo, por eso tengo derecho a esperar de Él. Que Él esté clavado en una cruz poco me importa. No puedo menos que creer en su morada, el trono de Su justicia que está en los cielos.
“Señor, le dijo: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”
Cristo no había abierto la boca en presencia de Pilato, o ante los príncipes de los sacerdotes. De Sus labios tan puros no había salido una respuesta a las preguntas de sus enemigos, porque sus preguntas no eran dictadas por la rectitud.
Pero Él habla al ladrón sin hacerse esperar, porque se lo ruega con simplicidad : “De cierto, de cierto te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso” ( Lucas 23, 43 ).
¿Qué es esto ladrón? Pediste un favor para el tiempo futuro, y ¡lo has obtenido en el mismo día! Tú dijiste: “Cuando vengas en tu reino“, y ¡hoy obtienes un sitio en el cielo!
Pero, ¿cómo explicar esto? ¿Cristo promete la vida al ladrón y el ladrón aún no ha recibido la gracia? El Señor dice en Su santo Evangelio: “El que no nace de nuevo del agua y el Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de los cielos” (Juan 3, 5). Y no hay tiempo para que el ladrón sea bautizado.
En su misericordia, el Redentor imagina un remedio.
Se acerca un soldado, de una lanzada abre el costado de Cristo, y de esta herida “brota sangre y agua” (Juan 19, 31), la cual cae sobre el cuerpo del ladrón.
El apóstol Pablo dijo: “Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a una sangre rociada que clama mejor que la de Abel” (He 12, 22-24). ¿Por qué la Sangre de Cristo habla mejor que la de Abel? La sangre de Abel testimonia un parricidio, la del inocente Cristo testimonia un homicidio y otorga, por los siglos de los siglos, el perdón a los que se arrepienten.
http://moimunanblog.wordpress.com/2013/03/24/san-agustin-sobre-la-sangre-de-cristo/
Guión Solemnidad de Cristo Rey
Ciclo C
Entrada:
La misión de la Iglesia es anunciar el reino de Cristo y establecerlo en medio de todas las gentes. Celebramos hoy el reinado universal de Nuestro Señor, y lo hacemos por medio de Su sacrificio Redentor sobre el altar.
Liturgia de la Palabra
1º Lectura: 2 Samuel 5, 1-3
David, figura de Cristo, es ungido por su propio pueblo como rey de Israel.
Salmo Responsorial: 121, 1-2.4-5
2º Lectura: Colosenses 1, 12- 20
Jesús es principio y fin del universo, por quien Dios lo ha creado todo.
Evangelio: Lucas 23, 35- 43
Bajo los velos de su humanidad quebrantada, Cristo, vencido y deshonrado, es reconocido como Rey por la fe del buen ladrón.
Preces
En Cristo se revela al hombre la grandeza de su vocación y su destino trascendente. Confiados en su gran misericordia, presentémosle nuestras súplicas.
* Por el Santo Padre, y por todos los pastores de la Iglesia, para que bajo su guía alcancemos la gloria de la Patria celeste, donde podremos unirnos al cántico nuevo de todos los santos. Oremos.
* Por la fidelidad de todos los cristianos, para que sin miedo a las dificultades del mundo y del empeño por la santidad se manifiesten ante sus coetáneos con la real soberanía que nos da la gracia de Dios. Oremos.
*Por los abundantes frutos de esta festividad en todo el mundo, especialmente en el alma de los gobernantes y líderes políticos, para que comprendan que la única soberanía viene de Dios y a Él solo pertenece. Oremos.
*Para que el corazón de Jesús reine en los hogares y los padres junto a sus hijos crezcan y maduren su vocación familiar enseñados por el amor de Dios. Oremos
Señor Jesús, que nos haces desear lo que quieres concedernos, escucha con bondad la oración que tu Iglesia te dirige con fe. Que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
Nos ofrecemos con Cristo que desde el ara de la Cruz atrae a todos los hombres hacia sí para hacer de ellos nuevas creaturas, y presentamos:
* Incienso, y con él la oración constante de los que son perseguidos a causa de la fe.
* Pan y vino, y nuestra disposición de participar del misterio de Cristo, hecho Cordero por nosotros.
Comunión:
Al participar del banquete eucarístico el Señor nos dice: “El reino de Dios está dentro de vosotros”. Recibámosle con amor y filial reverencia.
Salida:
La Reina y Señora de nuestros corazones, la excelsa Virgen María, sea para los hombres de nuestro tiempo, la guía materna hacia la gloria del Cielo.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
Una Conversión en el Quirófano
A una niña de diez a doce años había que operarla de un quiste en el pecho. Todos estaban dispuestos para la operación: el cirujano, el anestesista, ayudantes, enfermeras y la monjita. La niña, extendida en la mesa de operaciones, esperaba el momento en que empezaran la operación.
Se acercó a ella el anestesista con la inyección en la mano con el fin de dormirla. El anestesista se conmovió ante aquella niña tan pura e inocente y le dijo: “A ver, cierra los ojos, que vas a dormir.” Ella, con mucha serenidad, le dijo: “Yo nunca duermo de día”. “No importa, ahora tienes que dormir para curarte.” Insistió ella que de día no podría dormir. Pero el médico insistió en que cerrara los ojos para dormir. Entonces la niña, con gran sencillez, dijo: “Yo siempre, antes de dormir, rezo las tres Avemarías a la Virgen. ¿Me deja ahora rezar las tres Avemarías antes de dormirme?
El anestesista le contestó: “Puedes rezar tus tres Avemarías.” La niña puso las manos cruzadas sobre el pecho y rezó como siempre lo había hecho. Todos los presentes sintieron una profunda impresión de ternura y emoción ante aquel rezo de las tres Avemarías.
Acabado el rezo, cerró la niña los ojos para dormirse. El médico, entonces, le puso la anestesia. La operación transcurrió con toda normalidad. De pronto, el médico anestesista dijo a sus compañeros: “Todo va bien, yo no les hago falta.” Y abandonó la sala de operaciones.
Bajó a su despacho, cerró con llave, se quitó la bata y rompiendo a llorar, cayó al suelo de rodillas. La causa era, que aquella niña, con su rezo, había despertado en él el recuerdo de que él también había rezado hacía muchos años las tres Avemarías, y comulgaba y estaba en gracia de Dios. Diecisiete años llevaba alejado totalmente de Dios. “¿Cómo vivo yo ahora?” Repetía el doctor. Y las palabras de la niña parecían que le gritaban muy adentro de su corazón. “Yo rezo siempre las tres Avemarías antes de dormir.”
No podía sufrir más aquella angustia. Se secó las lágrimas, abrió la puerta y salió a la calle. Buscó una iglesia y entró en ella para confesarse y volver a la amistad con Dios. Aquí tenemos la maravillosa vida de una niña que por rezar con fervor tres Avemarías convirtió a un pecador que vivía alejado de Dios.
Esta niña fue verdadero apóstol en su ambiente.





