PRIMERA LECTURA
El sacrificio de Abraham, nuestro padre en la fe
Lectura del libro del Génesis 22,1-2.9-13.15-18
Dios puso a prueba a Abraham.
«¡Abraham!», le dijo.
Él respondió: «Aquí estoy».
Entonces Dios le siguió diciendo: «Toma a tu hijo único, el que tanto amas, a Isaac; ve a la región de Moria, y ofrécelo en holocausto sobre la montaña que Yo te indicaré».
Cuando llegaron al lugar que Dios le había indicado, Abraham erigió un altar, dispuso la leña, ató a su hijo Isaac, y lo puso sobre el altar encima de la leña. Luego extendió su mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo. Pero el Ángel del Señor lo llamó desde el cielo: «¡Abraham, Abraham!»
«Aquí estoy», respondió él.
Y el Ángel le dijo: «No pongas tu mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ahora sé que temes a Dios, porque no me has negado ni siquiera a tu hijo único».
Al levantar la vista, Abraham vio un carnero que tenía los cuernos enredados en una zarza. Entonces fue a tomar el carnero, y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo.
Luego el Ángel del Señor llamó por segunda vez a Abraham desde el cielo, y le dijo: «Juro por mí mismo —oráculo del Señor—: porque has obrado de esa manera y no me has negado a tu hijo único, Yo te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar. Tus descendientes conquistarán las ciudades de sus enemigos, y por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, ya que has obedecido mi voz».
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL 115, 10. 15-19
R Caminaré en presencia del Señor.
Tenía confianza, incluso cuando dije:
«¡Qué grande es mi desgracia!»
¡Qué penosa es para el Señor
la muerte de sus amigos! R.
Yo, Señor, soy tu servidor, lo mismo que mi madre:
por eso rompiste mis cadenas.
Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
e invocaré el nombre del Señor. R.
Cumpliré mis votos al Señor,
en presencia de todo su pueblo,
en los atrios de la Casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén. R.
SEGUNDA LECTURA
Dios no perdonó a su propio Hijo
Lectura de la carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Roma 8, 3 lb-34
Hermanos:
Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con Él toda clase de favores?
¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? «Dios es el que justifica. ¿Quién se atreverá a condenarlos?» ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?
Palabra de Dios.
Aclamación Mt 17, 5
Desde la nube resplandeciente se oyó la voz del Padre:
«Éste es mi Hijo amado; escúchenlo».
Evangelio
Éste es mi Hijo muy querido
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 9, 2-10
Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor.
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Éste es mi Hijo muy querido, escúchenlo».
De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.
Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre los muertos».
Palabra del Señor.
P. José María Solé Roma, C. M. F.
Sobre la Primera Lectura (Génesis 22, 1-2. 9. 15-18)
En este pasaje del Génesis que hoy nos ofrece la Liturgia, alcanza su clímax la historia de Abraham. Nunca en las relaciones de un hombre con Dios dieron la fe y la obediencia una respuesta tan espléndida:
– Dios, que había pedido al Patriarca la renuncia total a su pasado (Gén 12, 1: ‘Sal de tu tierra y de tu país natal y de la casa de tu padre…’), ahora le exige la renuncia total de su futuro: ‘Toma a tu hijo unigénito que tanto amas, Isaac, y ve a la tierra de Moria; y ofrécelo en holocausto’ (v. 2). No se le pide el sacrificio de Ismael, sino el de Isaac: el hijo amado, unigénito de Sara, nacido milagrosamente, vehículo de las divinas Promesas. La fe de Abraham ante los mil interrogantes que le asaltan, nada pregunta ni nada objeta: Cree y obedece. Este acto heroico de fe le convertirá en tipo, modelo y Patriarca de todos los creyentes (Rom 4, 11).
– A la vez que la fe heroica de Abraham, es hermosa y heroica la docilidad y generosidad de Isaac. Este, no a la fuerza ni pasivamente, sino consciente y voluntariamente, se plega a la voluntad misteriosa de Dios; con esto es tipo y figura del ‘Siervo de Yahvé’, el Hijo obediente: ‘Tanto se humilló que se sometió a la muerte, a la muerte de cruz’ (Flp 2, 8).
– El sacrificio ofrecido cruentamente será un carnero (v. 13). Con ello la enseñanza moral y litúrgica de esta perícopa queda completa. Dios no quiere sacrificios humanos. Eran frecuentes en los cultos cananeos. Israel nunca caerá en esta aberración cultual. Otra enseñanza, la principal, es que lo que Dios aprecia en todo acto de culto es la disposición interior, el amor, la entrega, la disponibilidad de quien lo realiza.
– Dios, en premio al acto heroico de fe de Abraham y al de obediencia de Isaac, reitera las promesas: las que se realizarán en ‘Cristo’, ‘Descendencia’ de Abraham (Gál 3, 16). San Pablo nos resume la tipología de esta página de la Escritura: ‘Por la fe, Abraham, puesto a prueba, ofreció a Isaac, su hijo unigénito, de quien le fue anunciado: Por Isaac tendrás la posteridad que llevará tu nombre. Pensó que poderoso es Dios aun para resucitarle de entre los muertos. Y por esto lo recobró; suceso que es también figurativo’ (Heb 11, 18-20). Sí; todos estos sucesos ‘prefiguraban’: En la Nueva Alianza se nos da la Promesa por la fe en la Resurrección de Jesucristo (Rom 4, 24): ‘Al recibir tan glorioso Sacramento, te agradecemos, Señor, que viviendo aún en la tierra nos dejas ya ser partícipes de los bienes celestes’ (Postc.).
Sobre la Segunda Lectura (Rom 8, 31-34)
San Pablo nos quiere hacer vivir la seguridad y optimismo de nuestra Salvación. Salvación que mirada de parte de Dios no puede fallar:
a) El Padre nos da o nos envía para que nos salve a su propio Hijo Unigénito. ¿Cabe de su parte una voluntad más clara y más eficaz de salvarnos? (v. 32).
b) Satanás podía encausarnos, acusarnos y condenarnos en razón de nuestros pecados. Pero, ahora redimidos por Cristo, estamos ya justificados. ‘Ha sido expulsado el acusador de nuestros hermanos, el que día y noche los acusaba ante nuestro Dios. Mas ellos le vencieron en virtud de la sangre del Cordero’ (Ap 12, 11). Lavados en su Sangre, somos ‘justos’ (v. 33).
c) Cristo Redentor, ahora a la diestra del Padre, es nuestro omnipotente Abogado (v. 34). Recordemos un comentario de San Juan de Ávila: ‘Yo soy vuestro Abogado que tomé vuestra causa por mía. Yo vuestro fiador que salí a pagar vuestras deudas. Yo vuestro Señor que con mi sangre os compré. Yo vuestro Padre por ser Dios. Yo vuestro Hermano por ser hombre. Yo vuestra paga y rescate. ¿Que teméis deudas? Yo vuestra reconciliación. ¿Que teméis ira? Yo el lazo de vuestra amistad. ¿Que teméis enojo de Dios? Yo vuestro defensor. ¿Que teméis enemigos? Yo vuestro amigo’… ‘Tú, Jesús, eres descanso entrañal, confianza que nunca falla’ (O.C. BAC 1, p 385).
Sobre el Evangelio (Mc 9, 1-9)
La escena de la ‘Transfiguración’ tiene un sentido, un valor y unas enseñanzas de gran interés:
– La tradición señala el Tabor, monte de 400 m. en la llanura de Esdrelón, como escenario de esta Cristofanía. Otros creen que tuvo lugar en alguna de las cimas del Hermón. Jesús quiere revelarse ante unos testigos privilegiados en su calidad de Mesías Trascendente: El Mesías Hijo del hombre, prenunciado por Daniel: El Mesías prenunciado por la Ley y los Profetas. Por eso Moisés y Elías están presentes en el Tabor para rendir homenaje a Jesús-Mesías. El Mesías según Daniel hará su Parusía o advenimiento en ‘nube celeste’ (Dn 7, 13): El Mesías, Profeta y Doctor, Siervo, Hijo obediente… Todas las profecías Mesiánicas se iluminan a la luz del Tabor.
– A la vez, la Transfiguración es un anticipo de la entronización gloriosa de Cristo. San Lucas nos dice: ‘Al desvelarse (los Apóstoles) vieron su Gloria’ (Lc 9, 31). Y a esta escena se refiere el Evangelista cuando dice: ‘Contemplamos su Gloria, Gloria del Unigénito del Padre’ (Jn 1, 14).
– Asimismo la Transfiguración de Cristo es preludio, modelo y promesa de la nuestra: ‘Cristo transfigurará nuestro cuerpo deleznable, conformándolo al cuerpo suyo glorioso’ (Flp 3, 21).
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo B, Herder, Barcelona, 1979)
Manuel de Tuya, O.P.
La transfiguración de Jesús
Los tres evangelistas sinópticos vinculan, literariamente, a continuación de la enseñanza de la necesidad de «negarse» a sí mismo, este pasaje de la transfiguración. Y lo sitúan, cronológicamente, «seis días después», (Mt-Mc) de la confesión de Pedro en Cesarea; lo que Lc dirá sólo en forma aproximada, «como unos ocho días después de estas palabras». Acaso suponga también el que parte de los discursos anteriores hubiesen sido pronunciados, cronológicamente, después de la escena de Cesarea. El hecho de señalarse esta fecha de la transfiguración con relación a la confesión de Pedro en Cesarea, en un estilo en el que frecuentemente la indicación cronológica es muy vaga, hace ver que las dos escenas debieron de haber impresionado fuertemente a los apóstoles, estando aún muy viva esta impresión a la hora de la catequesis y de la composición de los evangelios.
Los evangelistas no dicen el lugar de esta escena. Sólo dicen que Jesús «salió para un monte alto» (Mt-Mc). Algunos autores, pensando que la escena se desenvuelve en la región de Cesarea de Filipo, localizaron este hecho, incluso modernamente, en el Hermón (2.793 m.). La tradición cristiana lo vino a localizar en Galilea, en el monte Tabor, el actual Djebel et-Tor (562 m. sobre el Mediterráneo y 320 sobre la llanura en que se eleva). Los seis días de separación entre estas dos escenas, les daba tiempo sobrado para venir de Cesarea al Tabor, pues son 80 kilómetros.
Jesús subió allí para «hacer oración» (Lc). El Tabor, en la época de este episodio, no estaba del todo despoblado, pues hay de aquella época elementos de una fortificación. Algunos autores lo sitúan en el Hermón, por el sentido y preponderancia escénica que en los «apocalípticos» tiene este monte.
Elige para subir con él a este monte a «solos» (Mt-Mc) tres discípulos, que aparecen varias veces como los más íntimos testigos de los misterios del Señor: Pedro, Juan y Santiago el Mayor.
Y, ya arriba, ellos se quedaron algún tanto separados de él, descansando y medio dormidos (Lc v.32). Y «mientras oraba» (Lc) tiene lugar la transfiguración «delante de ellos» (Mt-Mc).
La descripción que dan los evangelistas de esta transfiguración de Jesús es hecha con rasgos sorprendentes.
Su «rostro tomó otro aspecto», dice Lc. Según Mt, su rostro «brilló como el sol». Así describen el rostro de los justos los libros apocalípticos (Apoc 1,16; 4 Esd 8,97): resplandecen con brillo de sol, luna, estrellas, relámpago.
Y un brillo excepcional dejó sus vestidos «blancos como la luz» (Mt). Mc dará una nota tan colorista como ingenua: sus vestidos quedaron tan blancos como no lo puede blanquear ningún batanero.
Y luego, o simultáneamente, «se les apareció» a ellos «Moisés y Elías», que aparecían igualmente «resplandecientes» [en dóxe] (Lc).
Eran el símbolo de la Ley y los Profetas, que lo entronizaban y aprobaban por Mesías (Jn 5,47). Los apóstoles aparecen como conocedores de que aquellos personajes son Moisés y Elías (v.4). Elías, en la conciencia popular, es el que debía volver para consagrar al Mesías y presentarlo a Israel.
Pero se aparecen «hablando con él». Lc recogerá el tema de aquellas palabras: hablan de «su muerte, que había de tener lugar en Jerusalén».
Era el «legislador» del pueblo, Moisés, y el «precursor» del Mesías en la conciencia judía, los que aparecían reconociendo a Jesús como el que viene a «cumplir» su obra (Mt 5,17), y lo reconocen así como el Mesías, y que su mesianismo no era el nacional, político y temporal esperado, sino el mesianismo espiritual y de muerte. Así lo acreditan contra los fariseos y doctores judíos.
Pero, antes de esta aparición, los tres discípulos estaban dormidos (Lc v.32), y, como despertasen, vieron a Jesús y «su gloria». Esta «gloria» de Jesús debe de ser el aspecto que tenía de luz y de brillo, que antes describieron los evangelios. En San Juan, esta «gloria» es su divinidad, que se irradia, a través de su humanidad, en milagros y grandezas «como Unigénito del Padre» (Jn 1,14). Pero evocando en Juan y aquí también la antigua «gloria de Yahvé», símbolo de la presencia de Dios en el tabernáculo y en el templo. Por el uso de esta dóxa, de tipo tan yoanneo, se quieren ver influjos de Juan en la redacción de la escena de la transfiguración. Y con él «vieron» a Moisés y Elías.
Esto causó estupor a los tres discípulos, que durante algún tiempo lo contemplaron «asustados» (Mc v.6), tiempo en el que oyeron la conversación de Jesús con Moisés y Elías. Pero, pasado este primer momento de estupor, Pedro interviene.
Pedro «respondió» en el sentido aramaico de la expresión que significa también «tomar la palabra». Siempre, a través de los evangelios, aparece Pedro con una misma línea psicológica: de ímpetu y de prioridad.
Mientras la descripción un poco desdibujada de Mt-Mc hacía suponer que la intervención de Pedro se desarrolla durante esta aparición, es Lc el que precisa al momento: «Y como ellos (Moisés y Elías) se separaron de él, Pedro dijo…» (v.33).
Mc es el que relata así la propuesta de Pedro. Se dirige a Jesús llamándole «Rabí bueno». Y, reconociendo que sería cosa buena el «quedar allí», le propone hacer tres «tabernáculos>, o tiendas de campaña, una para Jesús y otras para Moisés y Elías.
Todo esto era extraño. Pero Lc y, sobre todo, Mc, reflejo de la catequesis de Pedro, dan la explicación de todo esto: «No sabía lo que decía, porque estaban asustados». Acaso Pedro pensaba que había llegado la hora de la inauguración del reino mesiánico, como pensarán lo mismo un día en la hora de la ascensión (Act 1,6), ante la figura transfigurada del Señor. A esto lleva la presencia de Elías, el «precursor» del Mesías.
Acaso, en esta hipótesis, estos «tabernáculos» evoquen los días del pueblo judío en el desierto, y cuyas experiencias habían de realizarse de alguna manera por el Mesías y su generación contemporánea. Algunos piensan que era por celebrarse entonces la fiesta de los «tabernáculos». Pero Cristo solía subir a Jerusalén a las fiestas de «peregrinación», como era ésta.
Pero los acontecimientos se suceden. La glorificación de Jesús va a tener un nuevo acto de significado trascendente.
«Cuando aún estaba hablando» Pedro, apareció una «nube luminosa» (Mt) que «los cubrió» (epeskiásen). Y salió una voz «de la nube» que dijo: «Este es mi Hijo el Amado [ho agapetós] (Mc-Mt): escuchadle». Lc pone como calificativo a Hijo la palabra «el Elegido», que es el nombre que se da al Mesías en el libro de Henoc.
Todo este pasaje está saturado de elementos bíblicos del A.T. profundamente evocadores. Concretamente su situación tiene paralelo con la teofanía del Sinaí (Ex 24,15-18; Dt 5,22-27).
La «nube luminosa» era el símbolo sensible de la presencia de Dios en el tabernáculo (Ex 14,24; 16,10; 19,9; 33,9; 34,5; 40,34; Núm 9,18-22; Lev 16,2.12.13), lo mismo que en la dedicación del templo (2 Crón 5,13.14; 7,1-3). La manifestación de esta «nube luminosa» es una teofanía: es el símbolo de la presencia de Dios allí.
Por eso, su complemento es la voz que «sale de la nube»: es la voz de Dios, del Padre.
Esto mismo es lo que acusa bien lo que dice Lc, que, cuando la nube los cubrió, «tuvieron miedo de entrar en la nube». Era el temor sagrado de encontrarse en presencia de Dios. Se leía en los libros sagrados: «No puede el hombre ver (mi faz) y vivir» (Ex 33, 19; Lev 16,13,31; Jue 13,22, etc.). Era toda esta concepción volcada en su psicología.
Y el Padre, desde la nube, proclama que Jesús es su Hijo, «el Amado» (Mt-Mc), «el Elegido» (Lc). Los LXX vierten frecuentemente el nombre de «amado» por el de yahid, «único» (Gén 22, 2.12.16; Jer 6,26; Am 8,10 Zac 12,10, Prov 4,3). Por eso, «el Amado» por excelencia viene a responder al Único o Unigénito (Sal 2,7; Is 42,1). Pero, sobre todo, encuentra su sentido de Unigénito en el mismo contexto de Mt (11,27). Era la proclamación y aprobación divinas de que Jesús, su Hijo, era el Mesías.
Además, con estas palabras se evoca sobre él el pasaje de Isaías sobre el «Siervo de Yahvé» (Is 42,1-9). Es él sobre quien el Padre se «complace». La traducción de «hijo» pudiera venir de la palabra pais, que lo mismo puede significar «hijo» que «siervo». Si así fuese, se vería aún más la dependencia de Isaías. Pero, en la perspectiva de Mt, la palabra hijo ha de prevalecer. Es el Mesías doliente de Isaías—poco antes ya les anunció su pasión—, pero al mismo tiempo es su «Hijo». El verdadero mesianismo divino, doliente.
Por otra parte, poner en boca del Padre la proclamación de que Jesús es su Hijo, es proclamar su filiación divina. Al menos en la perspectiva literaria de Mt, que la pone después de dos pasajes en que habló de la divinidad de Cristo (Mt 11,25-27; 16,16), aunque Lc pone la escena aludida (Mt 11,25-27) después de la transfiguración, en la que Cristo alabó al Padre, confesándose su Hijo verdadero, esta voz proclama la filiación divina de Jesús, máxime a la hora redaccional de los evangelios y la fe de la Iglesia primitiva.
Y como a Legislador y Mesías viene del Padre la orden de obedecerle: «Escuchadle». Orden que probablemente se refiere no sólo a su enseñanza, sino también a lo que se les enseña allí y se les va a decir luego sobre la necesidad de su pasión y muerte (Mt 16, 23; par.).
Los discípulos, aunque llenos de «miedo» por estar cubiertos por la nube luminosa (Lc v.34), están atentos a este testimonio. Pero, al acabar de oír esta voz de Dios, «cayeron sobre su rostro, llenos de un gran temor» (Mt).
Y aún «oyéndose la voz» (Lc), Jesús se acercó a los discípulos y, dándoles un ligero golpe con su mano, para llamarles la atención, les mandó levantarse. Y cuando al alzarse volvieron sus ojos a Jesús, no vieron a nadie más que a Él, como siempre.
Para Bultmann, la escena de la transfiguración es una transposición de una escena del ciclo de la resurrección de Cristo. Entre otras razones, porque las palabras «Tú eres mi Hijo» (Sal 2,7) sólo se aplicaban a Cristo después de la resurrección.
Para otros sería una transposición de la fiesta de la entronización teocrática de Yahvé, en la que Cristo era ahora el rey entronizado.
Otras varias teorías no católicas dan diversas interpretaciones. El sentido doctrinal es claro: una teofanía en que se declara el mesianismo auténtico de dolor y cruz, proclamado por Moisés y Elías y el Padre. Es el mesianismo doliente del «Siervo de Yahvé».
Pero, al mismo tiempo, es la proclamación de la divinidad de Cristo, Hijo de Dios, revestido de su dóxa, o gloria divina. Es la fe de la primera Iglesia en esta escena (2 Pe 1,17; Act 7,55). Y tiene también un sentido preventivo-apologético, como en otros pasajes (Jn 13,19), para que el anuncio de su mesianismo divino y de cruz les evite el escándalo a la hora del cumplimiento de la «hora» del Padre.
La teoría de Bultmann es gratuita. No pertenece la escena al ciclo de la resurrección, cuando toda ella está revelando el mesianismo doloroso del «Siervo de Yahvé», aunque completado con la proclamación de la divinidad (Mc 1,1). Y con relación a la transposición de la fiesta yahvística, no aparece el elemento real de entronización teocrática, sino la proclamación de la divinidad de Cristo Mesías, pero presentándolo como el «Siervo de Yahvé». Cristo, en diversos momentos de su vida, acusó la grandeza de su divinidad en formas diversas (Lc 4,29-30; Jn 18,4-6; 2,15-18; par.). Pudiera decirse de estos casos que eran pequeñas «transfiguraciones». Esta debió de revestir una intensidad y una forma especialmente profundas.
(Manuel de Tuya, Biblia Comentada, Profesores de Salamanca, B.A.C., Madrid, 1964, pág. 390-394)
Santo Tomás de Aquino
De la transfiguración de Cristo
Debemos ahora tratar de la transfiguración de Cristo. Sobre la cual proponemos cuatro puntos:
Primero: si fué conveniente que se transfigurase.
Segundo: si la claridad de la transfiguración fué la claridad y gloria.
Tercero: de los testigos de la transfiguración.
Cuarto: del testimonio de la voz del Padre.
ARTÍCULO 1
Si fué conveniente que Cristo se transfigurase
Dificultades. Parece que no fué conveniente la transfiguración de Cristo (cf. Mt 17,1-13; Mc 9,1-13; Lc 9,28-36).
- No es propio de los seres reales, sino de los fantásticos, el tomar diversas formas. Pero el cuerpo de Cristo no era fantástico, sino real, como se probó atrás (S.Th. 3,5,1); luego no debió transfigurarse.
- La figura es la especie cuarta de la cualidad; la claridad la tercera, por ser cualidad sensible; luego el haber tomado Cristo la claridad no debe llamarse transfiguración.
- Cuatro son las dotes de los cuerpos gloriosos, según se declarará más adelante (S.Th. 3,82; S.Th.3,85), a saber, impasibilidad, agilidad, sutileza y claridad; y no hubo razón para transfigurarse tomando la claridad más que las otras dotes.
Por otra parte, dice San Mateo: “Jesús se transfiguró” (Mt 17,2) en presencia de los tres discípulos.
Respuesta. Después de anunciar su pasión, el Señor indujo a sus discípulos a seguirle en la pasión. Ahora bien, para que uno camine directamente y sin rodeos, debe conocer el fin, como el sagitario no arrojará bien la flecha si no mira primero el blanco al que debe dar. Por esto dijo Tomás: “Señor, no sabemos adónde vas, pues ¿cómo podemos saber el camino?” (Jn 14,5). Y esto es más necesario cuando la marcha es difícil y áspera y el camino trabajoso, pero el fin alegre. Pues bien, Cristo llegó con su pasión a conseguir la gloria, no sólo del alma, que la tuvo desde el principio de su concepción, sino también del cuerpo, según lo que leemos en San Lucas: “Era preciso que Cristo padeciese todo esto para entrar en su gloria” (Lc 24,26). A ésta conduce también a cuantos siguen los pasos de su pasión, según lo que se lee en les Actos: “Por muchas tribulaciones nos es preciso entrar en el reino de los cielos” (Act 14,21). Pues por esto fué conveniente que se transfigurase mostrando a los discípulos la gloria de su claridad, a la que configurará los suyos, según dice el Apóstol: “Reformará el cuerpo de nuestra vileza, conformándolo a su cuerpo glorioso” (Flp 3,21). Que por esto dice San Beda, comentando a San Marcos: “Piadosamente proveyó que, mediante la breve contemplación del gozo eterno, se animasen a tolerar las adversidades”.
Soluciones. 1. Dice San Jerónimo: “Nadie piense de Cristo que, por haberse transfigurado, perdió su forma y su fisonomía primera, o dejó la realidad de su cuerpo para tomar un cuerpo espiritual o aéreo. Cómo se transfiguró, nos lo declara el evangelista, diciendo: ‘Resplandeció su rostro como el sol y sus vestidos quedaron blancos como la nieve’ (Mt 17,2). Y muestra aquí el resplandor del rostro y la blancura de los vestidos: no se suprime la substancia, pero cambia la gloria”.
- Afecta la figura al exterior del cuerpo, pues “la figura está comprendida dentro del término o términos” del cuerpo. Por esto, todas aquellas cosas que afectan al exterior del cuerpo, se consideran como pertenecientes a la figura. Como el color, así también la claridad de un cuerpo no transparente se percibe en la superficie del cuerpo. Por esto el tomar esa claridad se llama transfiguración.
- Entre las citadas cuatro dotes, únicamente la claridad es cualidad de la misma persona en sí misma; las demás dotes sólo se perciben en algún acto, movimiento o pasión. Mostró, pues, Cristo en sí mismo algunos indicios de las otras dotes; v. gr., la agilidad, caminando sobre las olas del mar (Mt 14,25); la sutileza, saliendo del seno de la Virgen; la impasibilidad, en salir ileso de manos de los judíos, que querían precipitarle o apedrearle. Ni por eso se dice que se transfigurase, sino sólo por la claridad, que toca al aspecto de la persona.
ARTÍCULO 2
Si aquella claridad fué la claridad gloriosa
Dificultades. Parece que no fué aquella claridad la de la gloria.
- Dice cierta glosa, tomada de San Beda: “Se transfiguró delante de ellos (Mt 17,2). Mostró en el cuerpo mortal, no la inmortalidad, sino la claridad semejante a la inmortalidad futura”. Pero la claridad de la gloria no es la claridad de la inmortalidad; luego la claridad aquella que mostró a los discípulos no fué la claridad de la gloria.
- Sobre las palabras de San Lucas: “No experimentarán la muerte antes de ver el reino de Dios” (Lc 9,27), dice una glosa de San Beda “El reino de Dios es la glorificación del cuerpo en la representación imaginaria de la bienaventuranza futura”. Pero la imagen de una cosa no es la cosa misma; luego la claridad aquella no fué la claridad de la bienaventuranza.
- La claridad de la gloria no se halla sino en el cuerpo humano; pero la claridad aquella apareció no sólo en el cuerpo de Cristo, sino también en sus vestidos y en la nube luminosa que envolvió a los discípulos; luego parece que aquella claridad no fué la claridad de la gloria.
Por otra parte, sobre las palabras: “Se transfiguró ante ellos” (Mt 17,2), dice San Jerónimo: “Se apareció a los apóstoles tal como se mostrará en el día del juicio”. Y sobre aquellas otras: “Hasta que vea al Hijo del hombre venir en su reino” (Mt 16,28), dice: “Queriendo manifestarnos qué tal será aquella gloria en que ha de venir, se lo reveló en la presente vida, como a ellos era posible aprenderlo, a fin de que ni en la muerte del Señor se dejen abatir por el dolor”.
Respuesta. La claridad aquella que Cristo tomó en su transfiguración, fué la claridad de la gloria cuanto a su esencia, pero no cuanto al modo de ser. Pues la claridad del cuerpo glorioso emana de la claridad del alma, según dice San Agustín en la epístola a Dióscoro. Igualmente, la claridad del cuerpo de Cristo en su transfiguración emana de su divinidad y de la gloria de su alma, según dice el Damasceno. Que la gloria del alma no redundase en el cuerpo ya desde el principio de la concepción de Cristo, tenía su razón en la economía divina, para que su cuerpo pasible realizase los misterios de la redención, según atrás queda dicho (S.Th. 3,14,1ad2). Pero con esto no se quitó a Cristo el poder de derramar la gloria en su cuerpo. Y esto fué lo que hizo cuanto a la claridad en su transfiguración, aunque de otro modo que en el cuerpo glorificado. Por eso en el cuerpo glorificado redunda la claridad como una cualidad permanente que afecta al cuerpo. De donde se sigue que el resplandor corporal no es milagroso en el cuerpo glorificado. Pero en la transfiguración redundó la claridad en el cuerpo de Cristo de su divinidad y de su alma, no como una cualidad inmanente y que afecta al mismo cuerpo, sino como una pasión transeúnte, a la manera que el aire es iluminado por el sol. Así que el resplandor que apareció en el cuerpo de Cristo fué milagroso, como el caminar sobre las olas del mar (cf. Mt 14,25). Por esto dice Dionisio en su epístola a Cayo: “Sobre el poder humano obra Cristo lo que es propio del hombre, y esto lo demuestra la Virgen concibiendo sobrenaturalmente y el agua inestable sosteniendo la gravedad de los pies materiales y terrenos”.
De manera que no se ha de decir, como Hugo de San Víctor, que tomó Cristo las dotes gloriosas: la de claridad, en su transfiguración; la de agilidad, caminando sobre el mar; la de sutileza, saliendo del seno virginal; porque la dote significa una cualidad inmanente en el cuerpo glorioso. Antes se ha de decir que milagrosamente poseyó entonces lo que es propio de las dotes gloriosas. Una cosa semejante ocurrió en el alma de San Pablo en la visión en que vió a Dios, según se dijo en la Segunda Parte (S.Th. 2-2,175,3ad2).
Soluciones. 1. No se sigue de aquellas palabras que la claridad de Cristo no fué la claridad de la gloria, sino que no fué la claridad del cuerpo glorioso, porque el cuerpo de Cristo no gozaba aún de la inmortalidad. Y como, por dispensación divina, sucedía que no redundase en el cuerpo la gloria del alma, así también podía suceder que redundase la dote de la claridad y no la dote de la impasibilidad.
- Se llama imaginaria aquella claridad, no porque no fuese verdadera claridad de la gloria, sino porque era cierta imagen que representaba aquella perfección de la gloria en virtud de la cual el cuerpo resulta glorioso.
- Como la claridad del cuerpo de Cristo representaba la futura claridad de su cuerpo, así la claridad de los vestidos representaba la claridad de los santos, que será superada por la claridad de Cristo, como la blancura de la nieve es superada por la del sol. Por esto dice San Gregorio que los vestidos de Cristo se volvieron resplandecientes, “porque, en el supremo grado de la claridad celeste, todos los santos se le juntarán refulgentes con la luz de la justicia”. Los vestidos simbolizan los justos que allegará a sí, según aquello de Isaías: “Te vestirás de todos éstos como de un vestido” (Is 49,18).
La nube luminosa significa la gloria del Espíritu Santo, “el poder del Padre”, como dice Orígenes, que protegerá a los santos en la gloria futura. Aunque también pudiera significar la claridad del mundo renovado, que será el tabernáculo de los santos. Por esto, cuando Pedro se disponía a construir los tabernáculos, la nube luminosa los envolvió.
ARTÍCULO 3
Si estuvieron bien escogidos los testigos de la transfiguración
Dificultades. Parece que no fueron bien escogidos los testigos de la transfiguración.
- Cada uno debe dar testimonio principalmente de las cosas que le son conocidas; pero cuál será la gloria futura a ninguno era conocida en los días de la transfiguración de Cristo, fuera de los ángeles; luego parece que éstos, y no los hombres, debieran ser elegidos para testigos de la transfiguración.
- Los testigos de la verdad no deben ser fingidos, sino verdaderos; pero Moisés y Elías no se hallaron allí en realidad, sino imaginariamente, pues una glosa sobre aquello de San Lucas: “Eran Moisés y Elías, etc.” (Lc 9,30), dice: “Es de saber que no el cuerpo o el alma de Moisés o Ellas aparecieron allí, sino que sus cuerpos fueron formados de otra materia creada. Podemos aún creer que por ministerio angélico se realizó esto y que los ángeles tomasen la representación de sus personas”. Luego no parece que fueron los más convenientes tales testigos.
- Se dice que “todos los profetas dan testimonio de Cristo” (Act 10,43); luego no sólo Moisés y Elías debieron asistir como testigos, sino también los profetas todos.
- Se promete la gloria de Cristo a todos los fieles; a los que quiso encender en el deseo de la gloria por medio de su transfiguración; luego no debió tomar como testigos de transfiguración a solos Pedro, Santiago y Juan, sino a todos los discípulos.
Por otra parte, está la autoridad de la Sagrada Escritura (cf. Mt 17,1; Mc 9,1; Lc 9,28).
Respuesta. El motivo por que Cristo quiso transfigurarse fué para mostrar a los hombres la gloria y encender sus ánimos en el deseo de ella, como atrás queda dicho. Ahora bien, a la gloria de la bienaventuranza eterna son conducidos por Cristo los hombres, no sólo los que fueran después de Él, sino también los que le precedieron; por donde, caminando Él a la pasión, “las turbas, así los que le seguían como los que le precedían, clamaban Hosanna” (Mt 21,9), como si le pidieran la salud. Por eso fué conveniente que se hallaran presentes como testigos, de los que le precedieran, Moisés y Elías, y de los que le siguieron, Pedro, Santiago y Juan, para que “con la palabra de dos o tres testigos fuese atestiguado el hecho” (Dt 19,15).
Soluciones. 1. Por su transfiguración manifestó Cristo a los discípulos la gloria de su cuerpo, que a solos los hombres toca. Por esto fué conveniente que no los ángeles, sino los hombres solos fueran tomados por testigos.
- Esa glosa se dice estar tomada de un libro llamado “De las maravillas de la Sagrada Escritura”, libro que no es auténtico y que falsamente es atribuido a San Agustín. Por esto, no hay que hacer caso de tal glosa. En cambio, dice San Jerónimo: “Consideremos que no accedió a dar a los escribas y fariseos la señal del cielo que le pedían, y aquí, para aumentar la fe de los apóstoles, les da una señal del cielo, bajando Elías de donde había subido y levantándose Moisés de la morada de los muertos”. Esto no se ha de entender como si Moisés hubiera tomado su cuerpo, sino que su alma se apareció mediante algún cuerpo que tomó, como suelen aparecer los ángeles. Elías apareció en su propio cuerpo, no que haya venido del cielo empíreo, sino de algún lugar eminente adonde haya sido arrebatado en el carro de fuego (cf. 2Re 2,11).
- Dice San Crisóstomo: “Por muchas razones fueron traídos a la escena Moisés y Elías”. La primera es ésta: “Como las muchedumbres decían que Jesús era Elías o Jeremías o alguno de los profetas, trajo aquí a los príncipes de los profetas, para que, a lo menos, apareciese la diferencia entre los siervos y el Señor”,
Segunda razón: “Porque Moisés había dado la ley y Elías había gran sido gran celador de la gloria del Señor”. Y así, apareciendo, junto con Cristo, queda excluida la calumnia de los judíos, “que acusaban a Cristo de traspasar la ley y de blasfemar contra Dios usurpando su gloria”.
Tercera razón es “mostrar que tenía poder sobre la muerte y la vida, que era juez de los muertos y de los vivos, pues que había traído consigo a Moisés ya muerto y a Elías todavía vivo”.
Cuarta razón es que, según San Lucas, “‘hablaban con Él del fin que había de tener en Jerusalén’ (Lc 9,31), es decir; de su pasión y de su muerte. Y así para fortalecer el ánimo de los discípulos” trae a la escena aquellos que por Dios se habían expuesto a la muerte, pues Moisés se presentó ante Faraón con peligro de la vida; y Elías al rey Acab (cf. Ex 5; 1Re 18).
Quinta razón “es que quería que sus discípulos, emulasen la mansedumbre de Moisés y el celo de Elías”.
Sexta razón, que añade San Hilario, para mostrar que había sido anunciado por la ley, dada por Moisés y por los profetas, entre los cuales ocupa Elías principal lugar.
- Los grandes misterios no han de ser expuestos inmediatamente a todos, sino que por los mayores han de llegar; a su tiempo, a los otros. Y por eso dice San Crisóstomo que “tomó tres como principales”. Pues Pedro se distinguió por el amor que tuvo a Cristo, y, además, por los poderes que le fueron conferidos; Juan, por el privilegio del amor con que fué de Cristo amado por su virginidad, y luego, por la prerrogativa de la doctrina evangélica; Santiago, por, la prerrogativa del martirio (cf. Act 12,2). Y, sin embargo, no quiso que éstos anunciasen a los demás lo que habían visto hasta después de la resurrección. El motivo es, dice San Jerónimo, “para que no pareciera cosa increíble por la grandeza del suceso y, después de tanta gloria, no resultase un escándalo la cruz que se había de seguir; o también para que no fuese totalmente impedida por el pueblo. Cuando estuvieren llenos de la gracia del Espíritu Santo, entonces debían presentarse como testigos de sucesos tan espirituales”.
ARTÍCULO 4
Si con razón se añadió el testimonio de la voz del Padre: “Este es mi Hijo muy amado”
Dificultades. Parece que no hubo razón para que se añadiese el testimonio del Padre, diciendo: “Este es mi Hijo muy amado” (Mt 17,5).
- Se dice en del libro de, Job: “Una vez habla Dios y, hablando segunda vez, no repite lo mismo” (Job 33,14). Pero en el bautismo ya la voz del Padre había protestado lo mismo; luego parece no haber sido conveniente que declarase lo mismo (cf. Mt 3,17) en la transfiguración.
- En el bautismo, junto con la voz del Padre, se halló presente el Espíritu, Santo en forma de paloma (Mt 3,16), lo que no sucedió en la transfiguración luego parece que no fué conveniente la protestación del Padre.
- Cristo comenzó a enseñar después del bautismo (cf. Mt 4,17), y, sin embargo, la voz del Padre no indujo a los hombres a escucharle; luego tampoco en la transfiguración los debió inducir.
- No se debe comunicar a uno lo que no puede entender, según lo que se lee en San Juan: “Aun tengo mucho que deciros, pero no lo podéis comprender por ahora” (Jn 16,12). Pero los discípulos no pudieron soportar la voz del Padre, pues dice San Mateo que “los discípulos, al oírla, cayeron rostro a tierra y se llenaron de temor” (Mt 17,6); luego no debió dirigirse a ellos la voz del Padre.
Por otra parte, está la autoridad de la Sagrada Escritura (cf. Mt 17,5; Mc 9,6; Lc 9,34).
Respuesta. La adopción, de hijos de Dios se realiza mediante la conformidad de la imagen con el Hijo natural de Dios. Esto se verifica de dos maneras: la primera, por la gracia de la vida, presente, que es una conformidad imperfecta; la segunda, por la gloria, que es la conformidad perfecta, según lo que leemos en San Juan: “Ahora somos hijos de Dios, y no apareció aún lo que seremos, pues sabemos que, cuando apareciere, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn3,2). Pues, como conseguimos la gracia por el bautismo y en la transfiguración se nos muestra anticipadamente la claridad de la gloria, por esto, tanto en el bautismo como en la transfiguración, fué conveniente que se manifestara la filiación natural de Cristo por el testimonio del Padre, pues sólo el Padre, junto con el Hijo y el Espíritu Santo, es plenamente consciente de aquella perfecta generación.
Soluciones. 1. Esas palabras se han de referir a la locución eterna de Dios, por la que el Padre profiere a su único Verbo coeterno. Sin embargo, se puede decir que el mismo Dios lo profirió dos veces con voz corporal, aunque no por el misma motivo, sino para demostrar el modo diverso con que los hombres pueden participar la semejanza de la filiación eterna.
- Como en el bautismo, en que se declaró el misterio de la primera generación, se manifestó la operación de toda la Trinidad, pues que allí estaba presente el Hijo encarnado, apareció el Espíritu Santo en forma de paloma, y el Padre se manifestó allí en la voz, así también en la transfiguración, que es el sacramento de la segunda generación, apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre y el Espíritu Santo en la nube clara; porque así como en el bautismo confiere la inocencia, designada por la simplicidad de la paloma, así en la resurrección dará a sus elegidos la claridad de la gloria y el refrigerio de todo mal, designados por la nube luminosa.
- Cristo vino a darnos actualmente la gracia y a prometernos de palabra la gloria. Por esto, convenientemente se introducen aquí los hombres para que escuchen, pero no en el bautismo.
- Muy bien estuvo que los discípulos se sintiesen aterrados por la voz del Padre y se postrasen en tierra, para manifestar que la excelencia de aquella gloria que entonces se mostraba excede a todo sentido y facultad de los mortales, según lo que se lee en el Éxodo: “No me verá el hombre y vivirá” (Ex 33,20). Y lo mismo dice San Jerónimo, que “la fragilidad humana no puede soportar la mirada de la gloria demasiado grande”. De esta fragilidad son curados los hombres por Cristo, conduciéndolos a la gloria. Lo cual se halla significado en lo que les dijo al fin: “Levantaos, no temáis” (Mt 17,7).
(SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica IIIª, q. 45)
Fray Luis de Granada
LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
Entre los principales pasos de la vida de nuestro Salvador, es muy señalado y muy devoto el de su gloriosa Transfiguración, cuando, tomando en su compañía tres discípulos suyos de los más amados y familiares, subió a un monte y, puesto allí en oración, como dice San Lucas, se transfiguró delante de ellos de tal manera, que su rostro resplandeció como el sol y sus vestiduras se pararon blancas como la nieve.
Considera, pues, aquí primeramente el artificio maravilloso de que el Señor usó para traernos a Sí. Vio Él que los hombres se movían más por los gustos de los bienes presentes que por las promesas de los advenideros, conforme a aquella sentencia del Sabio que dice: «Más vale ver lo que deseas, que desear lo que no sabes.»
Pues por esto después de haberles predicado muchas veces que su galardón sería grande en el Reino de los Cielos, y que estarían asentados sobre doce sillas, etc., ahora les dio a gustar una pequeña parte de este galardón, para que, mostrando al luchador el palio de la victoria, le hiciese cobrar nuevo aliento para el trabajo de la pelea.
Mas no mostró aquí la mejor parte de esta promesa, que es la gloria esencial de los bienaventurados, porque ésta sobrepuja todo sentido, sino sola una parte de la accidental, que es la claridad y hermosura de los cuerpos gloriosos; y esto con mucha razón, porque esta carne es la que nos impide este camino; ésta es la que nos aparta de la imitación de Cristo, y ésta la que nos estorba el llevar su Cruz; y por esto convenía que para despertarla y avivarla, le mostrasen la grandeza de esta gloria, para que así se esforzase más al trabajo de la carrera.
Por lo cual si desmayas oyendo que te mandan crucificar y mortificar tu carne, esfuérzate oyendo lo que dice el Apóstol: «Esperando estamos en Jesucristo nuestro Salvador, el cual reformará el cuerpo de nuestra humanidad, haciéndolo semejante al cuerpo de su gloriosa claridad».
Considera también cómo celebró el Señor esta tan gloriosa fiesta en un monte solitario y apartado, la cual pudiera Él muy bien, si quisiera, celebrar en cualquier valle o lugar público; para que entiendas que no suelen conseguir los hombres este beneficio de la transfiguración en lo público de los negocios del mundo, sino en la soledad del recogimiento; ni en el valle lodoso de los apetitos bestiales, sino en el monte de la mortificación, que es la victoria de las pasiones sensuales.
Pues en este monte solitario se ve Cristo transfigurado; en éste se ve la hermosura de Dios; en éste se reciben las arras del Espíritu Santo; en éste se da a probar una gota de aquel río que alegra la ciudad de Dios, y en éste, finalmente, se da la cata de aquel vino precioso que embriaga los moradores del Cielo. Precioso ¡Oh!, si una vez llegases a la cumbre de este monte, cuán de verdad dirías con el Apóstol San Pedro: «¡Bueno es, Señor, que estemos aquí!» Como si dijera: Troquemos, Señor, todo lo demás por este monte; troquemos todos los otros bienes y regalos del mundo por los bienes de este destierro.
Mas dice el Evangelista que no sabía Pedro lo que decía; para que entiendas cuánta es la grandeza de este deleite y cuánta la fuerza de este vino celestial, pues de tal manera roba los corazones de los hombres, que del todo los enajena y hace salir de sí, pues tan alienado estaba San Pedro, que no sabía lo que se decía, ni se acordaba de cosa humana, por la grandeza de la suavidad y gusto que aquí sentía. Ni quisiera él jamás apartarse de aquel suavísimo licor, por lo cual decía: «Señor, bueno es que nos estemos aquí. Si os parece, hagamos aquí tres moradas: una para Vos, y otra para Moisés, y otra para Elías.»
Pues si esto decía Pedro, no habiendo gustado más que una sola gota de aquel vino celestial, viviendo aún en este destierro y en cuerpo mortal, ¿qué hiciera si a boca llena bebiera de aquel impetuoso río de deleites que alegra la ciudad de Dios?
Si una sola migajuela de aquella masa celestial así lo hartó y enriqueció, que no deseaba más que la continuación y perseverancia de este bien, ¿qué hiciera si gozara de aquella abundantísima mesa de los que ven a Dios y gozan de Dios, cuyo pasto es el mismo Dios?
Pues por esta maravillosa obra entenderás que no es todo cruz y tormento la vida de los justos en este desierto, porque aquel piadoso Señor y Padre que tiene cargo de ellos, sabe a sus tiempos consolarlos, visitarlos y darles algunas veces en esta vida a probar las primicias de la otra, para que no caigan con la carga ni desmayen en la carrera.
Mira también cómo estando el Señor en oración fue de esta manera transfigurado; para que entiendas que en el ejercicio de la oración suelen muchas veces transfigurarse espiritualmente las almas devotas, recibiendo allí nuevo espíritu, nueva luz, nuevo aliento y nueva pureza de vida, y, finalmente, un corazón tan esforzado y tan otro que no parece que es el mismo que antes era, por haberlo Dios de esta manera mudado y transfigurado.
Y mira también lo que se trata en medio de estos tan grandes favores: que es de los trabajos que se han de padecer en Jerusalén; para que por aquí entiendas el fin para que hace nuestro Señor estas mercedes, y cuáles hayan de ser los propósitos y pensamientos que ha de concebir el siervo de Dios en este tiempo, los cuales han de ser determinaciones y deseos de padecer y poner la vida por aquel que tan dulce se le ha mostrado y tan digno es de que todo esto y mucho más se haga por Él. De manera que, cuando Dios estuviere comunicando al hombre sus dulzores, entonces ha de estar él pensando en los dolores que ha de padecer por Él, pues tales dádivas como éstas tal recompensa nos demandan.
(Fray Luis de Granada, Vida de Jesucristo, Ed. Rialp, Madrid, 1956, pp. 125-131)
P. Alfonso Torres, S.J.
La Transfiguración
Los evangelistas nos dicen cuándo tuvo lugar la transfiguración. Nos encontramos, en el tercer año de la vida pública del Señor a vagar fuera de Palestina, y, cuando en las fuentes del Jordán, al pie del Hermón, oyó la magnífica confesión de San Pedro. Seis después, según nos refiere el Evangelista San Mateo, o casi ocho días después, como dice el evangelista San Lucas, contando, además, el día en que el Señor comenzó su conversación con los discípulos y el día en que tuvo lugar la transfiguración o el día al cual pertenecía la parte de la noche en que tuvo lugar la transfiguración, seis días después tuvo lugar la escena que ahora comentamos nosotros. El tiempo, pues, de la transfiguración nos es puntualmente conocido.
¿Dónde estaba el Señor en esos días? Los que han atendido únicamente a la confesión de San Pedro, como ésta tuvo lugar al pie del Hermón, piensan que allí se realizó también la transfiguración; pero, atendiendo a lo que sigue en los santos evangelios, después de haber contado el misterio de la transfiguración, se ve claramente que esta escena tuvo lugar en Galilea. Inmediatamente después de la transfiguración parecen en torno a Jesucristo no sólo las muchedumbres, sino también los escribas, hombres doctos, notables de Palestina, cosas que no podían explicarse si no es habiendo lugar la transfiguración en Galilea.
Hay una tradición según la cual el monte de la transfiguración fue el que nosotros llamamos el monte Tabor. Es un monte situado al oriente de Nazaret, a no larga distancia de esta ciudad, que se levanta aislado en los confines de la llanura de Esderelón, desde cuya cima se puede divisar media Palestina: al norte, los montes de Galilea, el lago, y todo esto teniendo por fondo la cordillera del Antelíbano; al este, todos los montes y parte de la llanura que hacia el Jordán y aun las montañas del otro lado del Jordán; al occidente está el mar Mediterráneo, y al sur toda la llanura del Esdrelón y, por último, los montes de Samaría.
En los días de nuestro Señor, ese monte estaba desierto, al menos en la cima.
Tenemos, pues, las circunstancias de tiempo y lugar indicadas con toda precisión por los evangelistas y por la tradición cristiana. Miremos ahora paso a paso lo que los evangelistas nos han contado.
Comienzan diciendo que el Señor quiso retirarse a orar, de una frase que uno de ellos contiene se deduce con toda seguridad que el Señor se retiró a orar por la noche, como, según los mismos evangelios, solía retirarse con frecuencia, pasando las noches en oración. Llevó consigo a los tres discípulos predilectos: a San Pedro, a San Juan y Santiago el Mayor. Tres discípulos predilectos que vemos acompañar al Señor en el milagro de la hija de Jairo y, sobre todo, en la agonía del huerto de las Olivas, y están como separados de los demás como más íntimos de Jesús. Puesto en oración nuestro Señor, aquellos tres discípulos se entregaron al sueño. Cuando despertaron vieron a Jesús transfigurado. Los evangelistas acentúan mucho que la nota predominante de la transfiguración era un resplandor vivísimo, una luz purísima que irradiaba el Señor. Resplandecía su faz – dicen los evangelistas – como el sol y sus vestiduras aparecían blancas; según uno de ellos, con la blancura de la nieve, y, según otro evangelista, con la misma blancura inmaculada de una luz refulgente.
Con el Señor estaban dos personajes del Antiguo Testamento; Moisés y Elías. Conversaban con El, y conocemos, por la narración de San Lucas, la materia de esta narración. Dice San Lucas que estaban hablando acerca de la partida de Jesús, que había de realizarse en Jerusalén, o sea, acerca de la muerte del Señor, de su partida de este mundo, del misterio de la crucifixión. Atónitos los discípulos ante aquella visión, en la cual reconocieron a Moisés y Elías, sin que nosotros podamos decir si los reconocieron sólo por una interna inspiración o si los reconocieron por algún atributo exterior, como, por ejemplo, los rayos de luz que en otro tiempo habían aparecido sobre la frente de Moisés y el carro de fuego que en otro tiempo había arrebatado a Elías, quedaron mudos de espanto; menos San Pedro, que con su audacia de siempre, con su vehemencia, con su fervor, dirigiéndose familiarmente a nuestro Señor sin atender a la conversación que traía con aquellos santos personajes, le preguntó si quería que construyeran allí tres tabernáculos: uno para el Señor, otro para Elías y otro para Moisés.
Del fondo de aquella nube que envolvía la visión salieron unas palabras. El Padre celestial, dirigiéndose a los tres apóstoles testigos de la transfiguración, decía estas palabras; Este es mi Hijo, el amado, en quien me ha agradado: a Él oíd. Les exhortaba a escuchar sus palabras. Al oír la voz, los discípulos se aterraron, se postraron en tierra, y allí estuvieron, con aquel terror sagrado que solía invadir aun a los mismos profetas en las antiguas apariciones de Yahvé, hasta que el Señor, mansamente tocándoles, les dijo: levantaos y no temáis. Al levantar la cabeza vieron aquellos hombres que Jesús estaba sólo.
Mandóles el Señor que a nadie dijeran lo que habían visto por la misma razón que tantas veces explicaba, por la cual deseaba el Señor que enmudecieran los que eran testigos de sus milagros. No estaba el pueblo dispuesto aún para semejantes testimonios; quería el Señor conservar los fueros de su santa humildad.
Los mismos discípulos que presencian ahora la transfiguración han de presenciar después la agonía de Jesús en el huerto. No sin misterio escogió nuestro Señor los mismos testigos para la mayor glorificación que tuvo en los años de su vida pública y para la profunda humillación a que quiso Él voluntariamente someterse en el huerto de las Olivas.
Hay una relación íntima entre ambas cosas; y esa es la relación íntima parece que nos quiere poner ante los ojos el santo evangelio al conservarnos, lo mismo cuando narra la transfiguración que cuando narra la oración del huerto, los nombres de estos tres apóstoles.
En la vida de Cristo hay el conocidísimo contraste, que tantas veces hemos comentado nosotros, entre su gloria y su humillación, y ese contraste es como el tipo y el modelo de otro contraste que nosotros podemos experimentar en nuestra alma y que quizá veamos continuamente en las almas de nuestros hermanos. Nuestras almas, a veces, están en la luz y, a veces, están en la tinieblas; a veces gustan las dulzuras de las divinas consolaciones, a veces saborean las hieles amargas de la desolación; a veces se coronan con la corona del triunfo y a veces van cargadas con el peso de la cruz.
Lo primero de todo, parece que quieren certificarnos que nuestro corazón no puede estar siempre en un ser. No somos inmutables, y es mutabilidad nuestra se extiende hasta nuestro propio corazón, siempre vacilante, siempre cambiante, formando con sus cambios y vacilaciones la trama entera de nuestra vida. El que piense que, cuando entra a servir a Dios, va a quedar fijado inmutablemente en las consolaciones que un día experimente o en las desolaciones que invaden su espíritu, ignora una de las cosas más claras y triviales de la vida espiritual, de la vida cristiana, del santo evangelio y de la vida de Jesucristo. Ambas cosas son providenciales, y no sin fruto permite el Señor que el corazón oscile así entre luz y tinieblas, consolación y desolación, glorias y cruces; permite esto para provecho del hombre.
El misterio centra de nuestra vida espiritual, como el misterio central de Jesucristo Redentor, es el misterio de la cruz. Y hasta cuando vemos nosotros en el Tabor a Moisés y Elías que hablan con Jesucristo acerca de su partida de este mundo tal y como había de cumplirse en Jerusalén, parece que entendemos que en la ley y los profetas era como misterio central de la redención ese mismo misterio sacrosanto de la cruz, que es el centro de la obra redentora de Jesucristo y es el centro de nuestra vida espiritual, es un misterio difícil de entender, es un misterio a que se resiste tenazmente nuestra propia naturaleza humana, ora a ese misterio signifique dolor, ora ese misterio signifique humillación. Y la providencia del Señor permite esos contrastes de luz y tinieblas, de gloria y de cruz, de consolación y desolación, para que las almas sean capaces de aceptar, y de entender, y de imitar el misterio sacrosanto de la cruz de Cristo.
La gloria de la transfiguración ilumina ese misterio. Lo ilumina porque nos da a entender cómo la vida santa no es simplemente padecer, sino que donde abundan las cruces, abunda la gloria, y donde abunda la desolación, abunda la consolación. Así, con la esperanza de esas consolaciones y de esa gloria, a la luz de esas verdades, el hombre entiende mejor el misterio de la cruz. Nos da a entender el misterio de la transfiguración, lo que esperamos a través de nuestras cruces, a través de nuestra desolación y de nuestras luchas. Aparece magnífica la gloria de Jesucristo nuestro Señor, que en esta ocasión no era más que una como redundancia de la gloria que había en la parte superior de su alma, con la cual veía a Dios, gozaba de Dios como gozan los bienaventurados en el cielo. Esa gloria que había en alma de Cristo estaba como represada para permitir humillaciones y sacrificios; y hay un momento en que esa gloria se escapa, inunda el cuerpo el Señor, y entonces aparece con resplandor parecido al que esperamos conseguir el día de nuestra resurrección. A través de esos resplandores de la transfiguración de Cristo, atisbamos nosotros los bienes del cielo, y, cuando hemos atisbado esos bienes del cielo, en cuanto es posible atisbarlos a través de la oscuridad sagrada de la fe, entonces el corazón se esfuerza tanto, que todos somos capaces de repetir la sentencia de San Pablo. “Porque entiendo que los padecimientos del tiempo presente no guara proporción con la gloria que se nos ha de manifestar”. ( Rm 8,18)
Por otra parte entendemos por qué caminos quiere Dios que el mundo sea redimido; quiere que sea redimido por esos caminos de cruz, no solamente en la conversación que tiene con Moisés y Elías, sino en la misma palabra que el Padre celestial pronunció cuando dijo: ipsum audit: oídle a Él. Que parece que viene a decir a los discípulos que le han de oír no solamente cuando les predica parábolas consoladoras y cuando infunde confianza en los corazones de los hombres, sino que le han de oír hasta cuando habla de la cruz, cuando revela el misterio de su pasión dolorosísima y de su muerte. Entonces le han de oír.
Y estas palabras del Padre son como el sello que el mismo Padre celestial pone a la cruz de Cristo. De modo que en realidad podemos decir que, si Él sufrió el misterio de la cruz y el misterio de la Transfiguración, fue para hacernos a nosotros entender y amar, para que tengamos ánimos y aceptemos el gran misterio de la cruz. No aceptar este misterio es, de alguna manera, oscurecer la gloria de Jesucristo; no aceptar ese misterio es, de alguna manera oscurecer nuestra gloria y es negarnos el camino de la propia santificación. Es oscurecer la gloria de Jesucristo por esta razón: porque, cuando el hombre no entiende el misterio de la cruz, como la gloria de Cristo está cifrada en este misterio, no entienden tampoco la gloria de Cristo, y, al no entenderla quien debe glorificarla, la oscurece.
(Alfonso Torres, SJ, Lecciones Sacras. Lección I. La Transfiguración. Ed. BAC Madrid, 1978. Pag. 489-497)
San Jerónimo
La Transfiguración
Y sigue el evangelista: Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Lo que equivale a decir que los apóstoles vieron a Cristo tal como tenía que reinar. Viéndole transfigurado en el monte, lo vieron transfigurado en su propia gloria, tal como tenía que reinar.
Así pues, a esto se refieren las palabras «no gustarán la muerte, hasta que vean el reino de Dios»: a lo que ocurrió seis días después.
En el Evangelio según San Mateo se dice «Y sucedió el día octavo». Parece, por tanto, que hay una diferencia desde el punto de vista literal: Mateo dice ocho días y Marcos seis. Pero hemos de tener en cuenta que Mateo incluye el primero y el último de los ocho días, mientras que Marcos cuenta sólo los seis que median entre uno y otro.
Esto es lo que dice literalmente el Evangelio: que subió al monte, que se transfiguró, que aparecieron Moisés y Elías coloquiando con él, que Pedro, encantado por aquella visión tan hermosa, le dijo: Señor, ¿quieres que hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías? Y dice en seguida el evangelista: pues no sabían qué decir, ya que estaban atemorizados. Y a continuación dice que se formó una nube, y que esta misma nube, que era blanca, les cubría con su sombra, y que vino una voz del cielo, que decía: «Este es mi hijo amado, escuchadle». Y de pronto, mirando en derredor, no vieron a nadie más que a Jesús. Éste es el contenido histórico del relato. En él se fijan los que aman la historia, los que aceptan solamente la opinión judaica, los que siguen la letra que mata, y no el espíritu que vivifica.
Nosotros no negamos la historia, sino que preferimos el sentido espiritual del texto. Por lo demás, esta interpretación no es propiamente nuestra: seguimos la interpretación de los apóstoles, sobre todo la del «vaso de elección», que a aquellas palabras, a las que los judíos daban un sentido que conduce a la muerte, supo él dar otro sentido que conduce a la vida, es decir, el apóstol que enseña que Sara y Agar simbolizan las dos alianzas, la del monte Sinaí y la del monte Sión. En efecto, como referencia a las dos alianzas interpreta esto el apóstol: «Estas mujeres son las dos alianzas». ¿Acaso no existió Agar? ¿Acaso no existió Sara? ¿Acaso no existe el monte Sinaí? ¿Acaso no existe el monte Sión? El apóstol no niega la historia, sino que descubre los misterios, y no dice simplemente que «las dos mujeres representan las dos alianzas», sino que «ellas son las dos alianzas».
«Y seis días después toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan». «Seis días después». Pedid al Señor que estas cosas sean explicadas según el mismo Espíritu, por quien han sido dictadas. «Y sucedió seis días después». ¿Por qué no nueve, o diez, o veinte, o cuatro, o cinco días después? ¿Por qué no se toma ningún número anterior o posterior, sino que se elige precisamente el seis? «Y sucedió, dice el Evangelio, seis días después». Éstos que están con Jesús —al menos se dice de algunos de los que están allí—: éstos no verán el reino de Dios, hasta después de seis días. Es decir, que hasta que no haya pasado este mundo representado en los seis días, no aparecerá el reino verdadero. Cuando hayan pasado los seis días, quien fuere Pedro, es decir, quien, como Pedro de la piedra, haya recibido de Cristo el nombre, merecerá ver el reino. Pues así como de Cristo nos llamamos cristianos, de la piedra es llamado Pedro, o sea, petrinos. Y si alguien de entre nosotros fuera un petrinos tal, esto es, tuviera una fe tan grande que sobre él se edificase la Iglesia de Cristo; si alguien fuera como Santiago y Juan, hermanos no tanto por la sangre cuanto por el espíritu; si alguien fuera Santiago, esto es, el que derriba, y Juan, esto es, gracia del Señor (pues cuando hayamos derribado a nuestros enemigos, entonces mereceremos la gracia de Cristo); si alguien estuviera en posesión de las verdades más sublimes y del conocimiento más excelente, y mereciera ser llamado hijo del trueno, aún entonces es necesario que sea llevado por Jesús al monte.
Observad al mismo tiempo que Jesús no se transfigura mientras está abajo: sube y entonces se transfigura. Y los lleva a ellos solos, aparte a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes y blanquísimos. Incluso hoy en día Jesús está abajo para algunos, y arriba para otros. Los que están abajo tienen también abajo a Jesús y son las turbas que no pueden subir al monte —al monte suben tan sólo los discípulos, las turbas se quedan abajo—; si alguien, por tanto, está abajo y es de la turba, no puede ver a Jesús en vestidos blancos, sino en vestidos sucios. Si alguien sigue la letra y está totalmente abajo y mira la tierra a la manera de los brutos animales, éste no puede ver a Jesús en su vestidura blanca. Sin embargo, quien sigue la palabra de Dios y sube al monte, es decir, a lo excelso, para éste Jesús se transfigura al instante y sus vestidos se hacen blanquísimos.
Si esto, que hemos leído, lo interpretamos literalmente, ¿Qué tiene en sí de radiante, de espléndido, de sublime? Más, si lo interpretamos espiritualmente, las Sagradas Escrituras, esto es, los vestidos de la Palabra, se transfiguran al instante y se hacen blancos como la nieve, tanto que ningún batanero en la tierra seria capaz de hacer. Toma cualquier texto de los profetas, o cualquier parábola evangélica: si lo interpretas literalmente, no tiene en sí nada de espléndido, nada de radiante. Más, si sigues a los apóstoles y lo interpretas espiritualmente, al instante se transforman los vestidos de la parábola y se hacen blancos: y Jesús se transfigura totalmente en el monte y sus vestidos se hacen muy blancos, como la nieve, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Quien está en la tierra, quien está abajo, no puede blanquear los vestidos, pero quien sube al monte con Jesús y, por así decir, deja la tierra abajo y se dispone a ascender a regiones altas y celestes, éste puede blanquear los vestidos como ningún batanero en la tierra sería capaz de hacerlo.
Alguien podría decirme o, aunque no lo diga, podría pensar para sus adentros: has explicado qué es el monte y has dicho qué es la palabra de Dios. Has dicho también que los vestidos son las Sagradas Escrituras, dime quiénes son esos bataneros que no son capaces de dejar unos vestidos tan blancos como los de Jesús. El trabajo de los bataneros consiste en blanquear lo que está sucio, cosa que no pueden llevar a cabo sin esfuerzo, pues es necesario estrujar la ropa, lavarla, y tenderla al sol. Si no es con mucho trabajo no llegan a adquirir el color blanco los vestidos sucios. Platón, Aristóteles, Zenón, el principal de los estoicos, y Epicuro, defensor del placer, quisieron blanquear sus sórdidas teorías, por así decir, con blancas palabras, pero no pudieron conseguir unos vestidos tan blancos como los que posee Jesús en el monte. Porque estaban en la tierra y discutían solamente de cosas terrenas. Por ello, pues, ningún batanero, esto es, ningún maestro de la literatura mundana pudo blanquear tanto los vestidos como los tenía Jesús en el monte.
Y se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Si no hubiesen visto a Jesús transfigurado, si no hubiesen visto sus vestidos blancos, no hubieran podido ver a Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Mientras pensemos como los judíos y sigamos con la letra que mata, Moisés y Elías no hablan con Jesús y desconocen el Evangelio. Ahora bien, si ellos hubieran seguido a Jesús, hubieran merecido ver al Señor transfigurado y ver sus vestidos blancos, y entender espiritualmente todas las Escrituras, y entonces hubieran venido inmediatamente Moisés y Elías, esto es, la ley y los profetas, y hubieran conversado con el Evangelio.
«Y se les aparecieron Elías y Moisés y conversaban con Jesús.» En el Evangelio según San Lucas se añade esto: «Y le anunciaban de qué modo iba a padecer en Jerusalén.» Esto es lo que dicen Moisés y Elías, y se lo dicen a Jesús, es decir, al Evangelio. «Y le anunciaban de qué modo iba a padecer en Jerusalén.» Por tanto, la ley y los profetas anuncian la pasión de Cristo ¿Veis cómo es provechoso para nuestro alma la interpretación espiritual? Los mismos Moisés y Elías son vistos con vestiduras blancas, vestiduras blancas, que no poseen, mientras no están con Jesús. Si lees la ley, esto es, a Moisés, y si lees a los profetas, esto es, a Elías, y no los entiendes en Cristo, tampoco entenderás cómo Moisés habla con Jesús y cómo Elías habla con Jesús. Mas, si interpretas a Moisés sin Jesús y a Elías sin Jesús, tampoco le anuncian ellos consiguientemente la pasión, ni suben al monte con él, ni tienen sus vestiduras blancas, sino totalmente sucias. Ahora bien, si sigues la letra, como hacen los judíos, ¿de qué te aprovecha leer que Judá se acostó con su nuera Tamar, que Noé se emborrachó y se desnudó o que Onán, hijo de Judá, hizo una cosa tan torpe que me avergüenzo de decir? ¿De qué, repito, te aprovecha esto? Más si, por el contrario, lo interpretas espiritualmente, verás cómo los vestidos de Moisés se hacen blancos.
Así, pues, Pedro, Santiago y Juan, que habían visto a Moisés y Elías sin Jesús, precisamente porque vieron que conversaban con Jesús y que tenían los vestidos blancos, se dan cuenta de que están en el monte. Realmente estamos en el monte, cuando entendemos las Escrituras espiritualmente. Si leo el Génesis, o el Éxodo, o el Levítico, o los Números, o el Deuteronomio, mientras leo carnalmente, me veo abajo, mas, si entiendo espiritualmente, subo al monte. Te darás cuenta cómo Pedro, Santiago y Juan, viendo que estaban en el monte, esto es, en la comprensión espiritual, desprecian las cosas bajas y humanas y desean las cosas excelsas y divinas: no quieren descender a la tierra, sino detenerse enteramente en las cosas espirituales.
Y tomando la palabra, dice Pedro a Jesús: «Rabbí, bueno es estarnos aquí.» También yo mismo, cuando leo las Escrituras y entiendo espiritualmente algo más excelso, no quiero descender de allí, no quiero descender a cosa más bajas: quiero hacer en mi pecho una tienda para Cristo, para la ley y para los profetas. Por lo demás, Jesús, que ha venido a salvar lo que estaba perdido, que no ha venido a salvar a los que son santos sino a los que se encuentran mal, él sabe que si el género humano estuviera en el monte, no se salvaría, a no ser que descendiera a tierra.
Rabbí, bueno es estarnos aquí. Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. ¿Había acaso árboles en aquel monte? Y aún en el caso de que hubiese habido árboles y telas, ¿podemos pensar que es esto lo que Pedro quería hacer, es decir, hacerles unas tiendas, para que habitasen allí, y que es esto todo lo que Pedro pretendía? Quiere hacer tres tiendas, una para Jesús, otra para Moisés, y otra para Elías, es decir, quiere separar la ley, los profetas, y el Evangelio, cosas que no pueden separarse. De todos modos, esto es lo que dice: «Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías.» ¡Oh Pedro, aunque hayas subido al monte, aunque estés viendo a Jesús transfigurado, aunque veas sus vestidos blancos, sin embargo, porque Cristo aún no ha muerto por ti, todavía no puedes conocer la verdad! Que alguien diga: «Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías», esto es como decirle al Señor: «Voy a hacer una tienda para ti, y otras semejantes para tus siervos. » Cuando se tributa el mismo honor a personas de distinto rango, se hace injuria a la de rango superior. «Hagamos tres tiendas.» Tres eran los apóstoles que había en el monte. Estaba Pedro, estaba Santiago y estaba Juan, y lo que Pedro pretende es que cada uno de los tres personajes (Jesús, Moisés y Elías) tomen consigo a uno de los tres apóstoles. No sabía, pues, lo que decía, al tributar el mismo honor al Señor y a los siervos. En realidad hay una sola tienda para el Evangelio, para la ley, y para los profetas. Si no habitan juntamente, no puede haber concordia entre ellos.
Y se formó una nube, que les cubrí con su sombra. La nube, según Mateo, era luminosa. A mí me parece que esta nube era la gracia del Espíritu Santo. Una tienda ciertamente cubre y protege con su sombra a los que están dentro de ella. Pues bien, esto, que ordinariamente hacen las tiendas, lo hizo la nube. ¡Oh Pedro, que quieres hacer tres tiendas, mira la tienda del Espíritu Santo, que a todos nosotros igualmente nos protege! Si tú hubieses hecho estas tiendas, las hubieras hecho ciertamente humanas, esto es, las hubieses hecho de modo que dejaran fuera la luz y acogieran dentro la sombra. Esta nube, sin embargo, es lúcida y cubre al mismo tiempo; esta es la única tienda, que no excluye, sino que incluye el sol de justicia. Y además el Padre te dirá: «¿Por qué haces tres tiendas? Aquí tienes la verdadera tienda.» Mira también el misterio de la Trinidad, al menos según mi manera de entenderlo, pues yo todo lo que soy capaz de entender, no lo quiero entender sin Cristo, el Espíritu Santo, y el Padre. Nada de ello puede serme agradable, si no lo entiendo en la Trinidad, que me ha de salvar.
Se formó una nube lúcida, y vino una voz desde la nube, que decía: «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle.» Lo que viene a decir el Evangelio es esto: ¡oh Pedro, qué dices: «Os haré tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías», no quiero que hagas tres tiendas! He aquí que yo os he dado la tienda, que os protege. No hagas tiendas igualmente para el Señor y para los siervos. «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle.» Éste es mi Hijo: no Moisés, no Elías. Ellos son siervos, éste es Hijo. Éste es mi Hijo, es decir, de mi naturaleza, de mi sustancia, Hijo, que permanece en mí y es totalmente lo que yo soy. «Éste es mi Hijo amadísimo». También aquellos son ciertamente amados, pero éste es amadísimo: a éste, por tanto, escuchadle. Aquellos lo anuncian, mas vosotros a éste tenéis que escuchar: Él es el Señor, aquéllos son siervos como vosotros. Moisés y Elías hablan de Cristo, son siervos como vosotros. Él es el Señor, escuchadle. No honréis a los siervos del mismo modo que al Señor: escuchad sólo al Hijo de Dios.
Mientras habla el Padre de este modo y dice: «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle», no aparece el que habla. Habla una nube y se oía la voz, que decía: «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle.» Hubiera podido suceder que Pedro dijese: está hablando de Moisés o de Elías. Pues bien, para que no les cupiera ninguna duda, mientras habla el Padre, a aquellos dos (Moisés y Elías) se les hace desaparecer, y permanece Cristo solo. «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle.» Se pregunta Pedro en su corazón: ¿quién es su Hijo? Yo veo a tres, ¿de quién está hablando? Y mientras trata de averiguar quién es, ve a uno solo. Y de pronto, mirando en derredor, buscando a los tres, encuentra solamente a uno. Es más, perdiendo a los tres, encuentra a uno. O mejor aun: en uno descubren a los tres. Pues mejor se descubre a Moisés y Elías, si se les inserta en Cristo.
Y de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie. Yo, cuando leo el Evangelio y descubro allí el testimonio de la ley y los profetas, pongo mi atención solamente en Cristo: veo a Moisés y veo a los profetas, de manera que los comprendo, en tanto en cuanto hablan de Cristo. Al final, cuando llegue al esplendor de Cristo y lo vea como luz brillantísima de claro sol, entonces no podré ver la luz de una lámpara. ¿Acaso una lámpara puede iluminar, si se enciende de día? Si luce el sol, la luz de la lámpara no se percibe: de este mismo modo, estando Cristo presente, no se perciben a su lado en absoluto la ley y los profetas. No pretendo minusvalorar la ley y los profetas, al contrario, hago de ellos una alabanza, porque anuncian a Cristo, pero yo leo la ley y los profetas, no para quedarme en ellos, sino para, a través de ellos, llegar a Cristo.
SAN JERÓNIMO, Comentario al Evangelio de San Marcos.
Guión Domingo II de Cuaresma
25 de febrero 2024 – CICLO B
Entrada:
En pleno camino cuaresmal de esfuerzo y sacrificio, se dirige la voz del Padre a nosotros con un mandato único y preciso: Escuchar a Jesús, confiar en Él aunque nos introduzca por caminos de cruz. Pidamos la gracia de sabernos aprovechar de estos días penitenciales para crecer en el amor a la cruz.
Primera Lectura
Abraham, en la prueba, obedece la voz de Dios, y por su fidelidad es bendecido él y sus descendientes para siempre.
Segunda Lectura
El Apóstol se llena de confianza cuando habla de la salvación obrada en Cristo para todos los elegidos.
Evangelio
Dios Padre habla a través de Jesucristo a todos los hombres de todos los tiempos. “Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle a Él”
Preces:
En este domingo en que Cristo nos muestra su cercanía al Padre pidámosle confiadamente:
A cada intención respondemos:…
* Por las intenciones del Papa, por la perseverancia de cuantos son discriminados, perseguidos y asesinados por el nombre de Cristo, especialmente en Asia. Oremos…
* Por los lugares del mundo en conflicto. Para que se encuentren caminos razonables y justos para el bien de todos, sobre todo ante los terribles desafíos de la pobreza de gran parte de la humanidad y la indiferencia de muchos. Oremos…
* Por los jóvenes para que descubran más profundamente cómo el Espíritu Santo es Espíritu de amor, y sepan ser dóciles al mismo; docilidad que se traduzca en gestos concretos de caridad ante las necesidades materiales y espirituales de los hermanos. Oremos…
* Por el avance del diálogo ecuménico entre católicos y ortodoxos, que ambas partes sepan afrontar los desafíos que amenazan la fe, reafirmar los valores cristianos, promover la paz y el encuentro, incluso en las condiciones más difíciles. Oremos…
* Por nuestra comunidad, para que en este tiempo de cuaresma crezcamos en la contemplación del Rostro del Señor a través de una auténtica oración y que al descubrir el destino glorioso que Jesús quiere compartir con nosotros crezcamos en la esperanza. Oremos…
Recibe, Señor, con benevolencia, la oración de tus hijos y ayúdanos a crecer en el amor. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Ofrendas:
Queremos apropiarnos del Sacrificio redentor de Cristo y hacer nuestro sus méritos para salud de nuestras almas.
Presentamos:
* Cirios y el deseo de que la Luz de Cristo se expanda por todos los confines de la tierra.
* Pan y vino junto a nuestras prácticas cuaresmales que unimos a la Pasión de Cristo en el Sacrificio eucarístico.
Comunión
En la Comunión eucarística estamos invitados a permanecer en el Amor del Padre que se nos ha manifestado en Cristo nuestra Vida.
Salida
María es la Estrella que nos guía en el camino hacia la Cruz. Ella nos fortalece y hace valer todos nuestros propósitos en el seguimiento de Cristo.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
Ejemplo de penitencia
Una noche de otoño de 1804 un peregrino humildemente vestido llamaba a las puertas del convento benedictino de Ossiach. Se fingió mudo, y por señas pidió que le admitieran como criado. Al fin fue recibido por el santo Abad Tencho, y estuvo ocho años sin hablar, desempeñando los más humildes menesteres, y haciendo mucha penitencia.
A la hora de la muerte se dio a conocer a los monjes diciendo:
- Soy Boleslao II, Rey de Polonia, que entre otros grandes pecados cometí el de dar muerte al santo Obispo de Cracovia, Estanislao, a quién yo mismo acuchillé junto al altar, por haber censurado mis crueles hazañas. El Papa Gregorio VII me excomulgó. Después arrepentido de mis culpas, fui a Roma en busca del perdón. Allí me confesé y fui absuelto, y para mejor expiar mis crímenes, he llevado estos años de penitencia.
En prueba de esta verdad les mostró su anillo con el sello real.
Aún se conserva la sepultura en la iglesia de aquel convento con esta inscripción: “Aquí yace Boleslao, Rey de Bolonia, el que mató a Estanislao, Obispo de Cracovia”
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 144)