PRIMERA LECTURA
El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido
no imponernos ninguna carga más que las indispensables
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 15, 1-2. 22-29
Algunas personas venidas de Judea a Antioquía enseñaban a los hermanos que si no se hacían circuncidar según el rito establecido por Moisés, no podían salvarse. A raíz de esto, se produjo una agitación: Pablo y Bernabé discutieron vivamente con ellos, y por fin, se decidió que ambos, junto con algunos otros, subieran a Jerusalén para tratar esta cuestión con los Apóstoles y los presbíteros.
Entonces los Apóstoles, los presbíteros y la Iglesia entera, decidieron elegir a algunos de ellos y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas, llamado Barsabás, y a Silas, hombres eminentes entre los hermanos, y les encomendaron llevar la siguiente carta:
«Los Apóstoles y los presbíteros saludamos fraternalmente a los hermanos de origen pagano, que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia. Habiéndonos enterado de que algunos de los nuestros, sin mandato de nuestra parte, han sembrado entre ustedes la inquietud y provocado el desconcierto, hemos decidido de común acuerdo elegir a unos delegados y enviárselos junto con nuestros queridos Bernabé y Pablo, los cuales han consagrado su vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo. Por eso les enviamos a Judas y a Silas, quienes les transmitirán de viva voz este mismo mensaje.
El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más que las indispensables, a saber: que se abstengan de la carne inmolada a los ídolos, de la sangre, de la carne de animales muertos sin desangrar y de las uniones ilegales. Harán bien en cumplir todo esto. Adiós.»
Palabra de Dios.
SALMO Sal 66, 2-3. 5-6. 8
R. A Dios den gracias los pueblos,
alaben los pueblos a Dios.
O bien:
Aleluia.
El Señor tenga piedad y nos bendiga,
haga brillar su rostro sobre nosotros,
para que en la tierra se reconozca su dominio,
y su victoria entre las naciones. R.
Que canten de alegría las naciones,
porque gobiernas a los pueblos con justicia
y guías a las naciones de la tierra. R.
¡Que los pueblos te den gracias, Señor,
que todos los pueblos te den gracias!
Que Dios nos bendiga,
y lo teman todos los confines de la tierra. R.
SEGUNDA LECTURA
Me mostró la ciudad santa,
que descendía del cielo
Lectura del libro del Apocalipsis 21, 10-14. 22-23
El ángel me llevó en espíritu a una montaña de enorme altura, y me mostró la Ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios. La gloria de Dios estaba en ella y resplandecía como la más preciosa de las perlas, como una piedra de jaspe cristalino.
Estaba rodeada por una muralla de gran altura que tenía doce puertas: sobre ellas había doce ángeles y estaban escritos los nombres de las doce tribus de Israel. Tres puertas miraban al este, otras tres al norte, tres al sur, y tres al oeste. La muralla de la Ciudad se asentaba sobre doce cimientos, y cada uno de ellos tenía el nombre de uno de los doce Apóstoles del Cordero.
No vi ningún templo en la Ciudad, porque su Templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. Y la Ciudad no necesita la luz del sol ni de la luna, ya que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero.
Palabra de Dios.
ALELUIA Jn 14, 23
Aleluia.
Dice el Señor: El que me ama será fiel a mi palabra,
y mi Padre lo amará e iremos a él.
Aleluia.
EVANGELIO
El Espíritu Santo les recordará
lo que les he dicho
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió.
Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.
Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman! Me han oído decir: “Me voy y volveré a ustedes”. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo.
Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.»
Palabra del Señor.
P. Joseph M. Lagrange, O. P.
JESÚS PROMETE A SUS DISCÍPULOS SU PRESENCIA, LA DEL PADRE Y LA DEL ESPÍRITU SANTO
(Jn 14, 1-31)
Era costumbre, como hemos dicho, entre los judíos continuar charlando de sobremesa una vez terminada la cena pascual. Los griegos y los romanos, terminados sus banquetes, continuaban bebiendo, y entonces entraban los tañedores y tañedoras de flauta, y eran aquellos momentos muchas veces de extremada licencia, y aun para los que eran tenidos por buenos, de conversaciones escabrosas. Los doctores judíos, para evitar aquellos desórdenes, habían prohibido beber entre la tercera copa y la última, la que precedía al Hallel, pues no comiendo no había pretexto para seguir bebiendo. Las conversaciones, sin embargo, no tenían carácter religioso, como no fuese la lección que daba el padre de familia sobre la Pascua en los momentos en que era presentado en la mesa el cordero pascual. Probablemente también se cantaba.
En la última cena, fue Jesús quien tomó la palabra, como para comentar la institución de la nueva alianza, revelando altísimos misterios. San Juan nos ha conservado esa expansión, el secreto más elevado y más profundo de su corazón. Y si trajo a colación algunas instrucciones dadas en otros tiempos, como que las impregnó de la melancolía y de la tristeza de los adioses, de suerte que aparecerán siempre en aquel tono de luz mitigada por las sombras de la última noche.
El primer discurso o plática forma un todo completo: les habla Jesús de su partida y de la esperanza de volver a verlo. La separación era necesaria para que los discípulos empezasen su obra; pero en cierto modo era sólo aparente, gracias a la presencia espiritual del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el corazón de los que en Él creen y le aman. Por tanto, no hay por qué turbarse, sino por qué alegrarse.
El discípulo amado había penetrado más íntimamente que ningún otro en el pensamiento de su Maestro, y vio cómo se cumplían sus promesas. Sería asombroso que este cumplimiento no diese algún nuevo colorido a la expresión de la predicción misma. Sin embargo, no se sintió impresionado, porque los hechos, no sólo habían sido anunciados, sino que habían sido puestos en su luz sobrenatural por Aquel que era el único que estaba autorizado para prometer el don del Espíritu Santo.
El primer pensamiento es que se volverían a encontrar cerca del Padre, gracias a Jesús que es uno con Él (Jn 14, 1-11). Se aparecerá a sus discípulos después de su resurrección, pero por pocos días. A lo que atiende ahora es a la situación en que se encontrarán sus apóstoles al verse privados de su presencia sensible, que debe ser reemplazada por la fe. Creían ya en el Padre, creador de todo, y debían creer en su Maestro: esta fe sería la base de toda su vida.
Al modo que un amigo, encargado de buscar alojamiento después de una jornada para otros amigos, se adelanta, así Jesús vuelve a la casa de su Padre, donde tantas moradas hay; bien lo sabe Él, pues va a prepararles el lugar. Después volverá y los llevará para estar en su compañía. Es necesario, sin embargo, que aprendan el camino. Tomás duda: interpreta todo esto como si se tratara de un viaje ordinario. ¿A dónde, pues, va Jesús? Y si lo ignora, ¿cómo dar con el camino? El camino, acababa de decirlo, era la fe en Él, que es Camino, pues por Él se conoce al Padre. Es, además, camino para la inteligencia y se anda por él, aprendiendo la verdad: Él es la Verdad. Y esta verdad es vida del alma, siempre en Él, pues Él es la Vida. Sus discípulos le han visto, y viéndole a Él, ven al Padre.
Le han visto, pero en la oscuridad de la fe que les dice que el Hijo es el mismo que el Padre. Felipe desearía saber más: «Señor, muéstranos al Padre, y nos basta». La visión perfecta está reservada a la eternidad. Felipe debía contentarse con creer en lo que en la última enseñanza de la Dedicación había ya revelado Jesús a los judíos (Jn 10, 30) y que ahora les anuncia de un modo más claro. « ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?» Esta extraña sentencia, considerada como blasfemia por los judíos, es también la afirmación del Padre, viviendo en Jesús. Porque si la mejor razón de creer en su palabra, al menos no podrán recusar el testimonio de las obras, de los milagros, que son en Él la obra del Padre.
Esta fe no debía permanecer inactiva en los discípulos; los fieles no deben turbarse, muy al contrario, deben obrar, y su Maestro les dará los recursos necesarios. Ésta es la segunda exhortación.
El mejor recurso será la oración, siempre favorablemente despachada, porque los discípulos rogarán al Padre en nombre de Jesús, y es tal la unión entre el Padre y el Hijo, que el Hijo hará lo que le piden, y el orden será en adelante que el Padre sea glorificado en el Hijo. Y el hombre de fe, armado con esta oración, hará las mismas obras, y aún mayores que Jesús. En efecto, Él no salió de Israel, y a ellos los enviará a convertir a los gentiles.
Para esta obra es necesario el amor de Dios, el amor que guarda sus mandamientos. La fe sola no basta para obtener el don que la oración de Jesús conseguirá del Padre, el don del Paráclito, defensor, protector, grande amigo, que no es otro que el Espíritu de la verdad. Éste asistirá a los discípulos en sus caminos como luz, que disipa las tinieblas de muerte, y les anima a seguir su marcha y a obrar. Pero esta luz es interior. El mundo no puede gozar de este beneficio, porque la busca fuera y allí no se deja sentir: los discípulos gozarán de ella, porque la hallarán dentro de sí mismos.
El mismo Jesús vendrá a ellos. El mundo no lo verá, porque su vida es espiritual: lo verán los discípulos que viven la vida de Él y conocerán el secreto de esta unión que los une al Padre. Jesús está en ellos, ellos en Jesús y Jesús en el Padre. Y esta unión no sólo la realizará actualmente la fe. Si el fiel ama de verdad al Hijo y le ama y guarda sus mandamientos —precioso consuelo para las almas timoratas—, será amado del Padre y del Hijo, y el Hijo se le manifestará. Así indicaba Jesús aquella visión casi intuitiva, por el contacto íntimo de la inteligencia con la verdad infinita, conocimiento claro y más fecundo que el conseguido por la razón, aunque no logre disipar todas las oscuridades de esta vida.
Los discípulos todavía tenían la cabeza llena de grandiosos proyectos suscitados en su fantasía de judíos. La palabra manifestación evoca la presencia radiante del Mesías, que pondría fin a todas sus dudas y arrojaría el mundo a sus pies. Judas, no el Iscariote, esperaba ese golpe teatral, que era parte del programa: «Señor, ¿qué ha ocurrido para que te hayas de manifestar a nosotros y no al mundo?»
Jesús le da a entender que esta íntima manifestación exige amor y amor grande: consistirá en la venida del Padre y del Hijo al corazón del que ama, que convertirán en morada suya. Otra vez el Maestro les testifica que no hace más que transmitirles las enseñanzas del Padre. Así debía ser: Él instruiría a sus discípulos mientras estuviera con ellos —san Juan testifica la realidad de la afirmación del Salvador—. Pero Él sabía que sólo sería comprendido por la acción del Espíritu Santo, enviado por el Padre, para traerles a la mente cuanto les había dicho, con una luz más clara, y con las declaraciones y acentos necesarios para que la doctrina quedase grabada en el corazón de quienes serían depositarios heraldos de esa doctrina.
Jesús terminó como había comenzado: «No se turbe vuestro corazón». Les deja la paz, no al modo cómo lo hacían sus compatriotas, siguiendo la costumbre de saludar a la llegada y a la despedida: ¡Paz!, sino como un legado valiosísimo de su amistad. Si en verdad eran sus amigos, su amor les llevaría hasta alegrarse con Él, porque va al Padre, que es mayor que Él. El que se va no es el Hijo Eterno, que jamás abandonó el reino de su Padre, sino este Hijo en el estado de hombre, unido a Dios, pero también inferior a Él por aquella naturaleza humana que tomó y que va a llevar a la gloria. Su partida no tardará, porque el príncipe de este mundo, Satanás, que reina en él por el pecado, ya está en el mundo; y aunque ningún poder tenga sobre él, Jesús acepta soportar sus maquinaciones porque ama a su Padre y le obedece en todo amorosamente.
Después, como si ya nada le quedase por decir: «Levantaos, vamos de aquí». Continuará, no obstante, conversando con sus discípulos. Hay aquí una grave dificultad. Pudiera haber tenido la conversación que sigue a lo largo de las sendas que van a Galilea, en la soledad o sentados bajo algún terebinto; pero era muy difícil por las calles de la ciudad, o yendo por sus arrabales. La oración solemne por la unidad sólo pudo ser hecha a puerta cerrada. A decir verdad, nada tiene esto de difícil. Muy bien se concibe que Jesús se hubiera levantado y hubiera bebido con los otros la cuarta copa; después del Hallel, o para reemplazarle, habría pronunciado esta oración de pie antes de salir. Pero las alocuciones que precedieron a la oración ocupan no menos de dos capítulos. ¿Habrían sido pronunciadas así antes de dar la señal de la partida?
Nos inclinamos, pues, a creer que esta interrupción anunciaba el último acto de los convidados, una acción de gracias —distinta entre los judíos de la que seguía a la cena— y llamada Hallel, es decir, las alabanzas dadas a Dios por la fiesta y por la liberación en el pasado y en el porvenir.
Juan, después de haber compuesto así su libro, quiso en seguida añadir aun el contenido de los capítulos 15 y 16 y los intercaló o los hizo intercalar donde nosotros los leemos, sin cambiar nada: tal vez fue una ingeniosa manera de indicar su carácter suplementario.
(LAGRANGE, Vida de Jesucristo según el evangelio, Edibesa Madrid 1999, pág. 455-59)
P. Antonio Royo Marín, O. P.
LA INHABITACIÓN DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD EN EL ALMA DEL JUSTO
Vamos a examinar las siguientes cuestiones fundamentales: existencia, naturaleza, finalidad y modo de vivir el sublime misterio de la inhabitación divina en nuestras almas.
1. Existencia.—La inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del justo es una de las verdades más claramente manifestadas en el Nuevo Testamento 1. Con insistencia que muestra bien a las claras la importancia soberana de este misterio, vuelve una y otra vez el sagrado texto a inculcarnos esta sublime verdad. Recordemos algunos de los testimonios más insignes:
Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos nuestra morada» (Io 14,23).
«Dios es caridad, y el que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él» (i Io 4,26).
« ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1 Cor 3,16-17).
« ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?>> (I Cor 6,19).
«Pues vosotros sois templo de Dios vivo» (2 Cor 6,16).
«Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo, que mora en nosotros» (2 Tim 1,14).
Como se ve, la Sagrada Escritura emplea diversas fórmulas para expresar la misma verdad: Dios habita dentro del alma en gracia. Con preferencia se atribuye esa inhabitación al Espíritu Santo, no porque quepa una presencia especial del Espíritu Santo que no sea común al Padre y al Hijo, sino por una muy conveniente apropiación, ya que es ésta la gran obra del amor de Dios al hombre y es el Espíritu Santo Amor esencial en el seno de la Trinidad Santísima.
Los Santos Padres, sobre todo San Agustín, tienen página bellísimas comentando el hecho inefable de la divina inhabitación en el alma del justo.
2. Naturaleza. —Mucho han escrito y discutido los teólogos acerca de la naturaleza de la inhabitación de las divinas personas en el alma del justo. Nosotros vamos a recoger aquí las principales opiniones sustentadas por los teólogos, sin pretender dirimir una cuestión que sólo secundariamente afecta al objeto y finalidad de nuestra obra. He aquí esas opiniones:
- La inhabitación consiste formalmente en una unión física y amistosa entre Dios y el hombre realizada por la gracia, en virtud de la cual
Dios, uno y trino, se da al alma y está personal y substancialmente presente en ella, haciéndola participante de su vida divina.
He aquí cómo explica esta doctrina el P. Galtier, que es uno de sus devotos partidarios. La gracia es corno un sello en materia fluida. Y así como es indispensable para la permanencia de la sigilación en la materia fluida la permanente aplicación del sello, ya que de lo contrario desaparecería la sigilación, de manera semejante para que permanezca la gracia en el alma —que es como la sigilación asimilativa del alma a la divina naturaleza—es menester que permanezca siempre esta divina naturaleza físicamente presente.
Esta interpretación es rechazada por muchos teólogos por cuanto no parece trascender el modo común de existir que Dios tiene por esencia en todas las cosas creadas.
- Otros teólogos, desde el siglo xiv en adelante, interpretaron el pensamiento del Angélico Doctor como si hubiera puesto la causa formal de la inhabitación en el solo conocimiento y amor sobrenaturales, independientemente de la presencia de inmensidad, esto es, en la sola presencia intencional. Suárez quiso completar esta doctrina con la de la amistad sobrenatural, que establece la caridad entre Dios y el alma, y que reclama y exige, según él, la presencia real—no sólo intencional—de Dios en el alma; de tal manera—dice—, que por la fuerza de esa amistad Dios vendría realmente al alma aunque no estuviera ya en ella por ningún otro título (verbigracia, por la presencia de inmensidad) .
Pero esta explicación suareciana no ha satisfecho a la mayor parte de los teólogos; porque la amistad, como quiera que pertenezca al orden afectivo, no se comprende cómo pueda hacer formalmente presentes a las personas divinas. El amor en cuanto tal no puede hacer físicamente presente al amado, ya que es de orden puramente intencional.
- Un sector de la escuela tomista, a partir de Juan de Santo Tomás, interpreta al Angélico Doctor en el sentido de que, presupuesta ante todo la presencia de inmensidad, la gracia santificante, por razón de las operaciones . de conocimiento y amor procedentes de la fe y la caridad, es la causa formal de la inhabitación de las divinas personas en el alma del justo. Según esta sentencia, el conocimiento y el amor no constituyen la presencia de Dios en nosotros, sino que, presupuesta esta presencia por la general de inmensidad, la presencia especial de las personas divinas consiste en su conocimiento y amor sobrenaturales, o sea en las operaciones provenientes de la gracia.
Esta teoría, mucho más aceptable que la anterior, parece tener en contra, sin embargo, una dificultad insuperable. Si las operaciones de conocimiento y amor provenientes de la gracia santificante fueran la causa formal de la inhabitación trinitaria, habría que negar el hecho de la inhabitación en los niños bautizados antes del uso déla razón, en los justos dormidos o simplemente distraídos y en toda alma santa que dejara de pensar y de amar, en un momento dado, en las divinas personas. A esta dificultad replican los partidarios de esta teoría que aun en esos casos se daría cierta presencia permanente de la Trinidad por la posesión de los hábitos sobrenaturales de la fe y la caridad, capaces de producir esa presencia. Pero esta respuesta no satisface a muchos teólogos, por cuanto la posesión de esos hábitos sobrenaturales nos daría únicamente la facultad o poder de producir la inhabitación al reducirlos al acto, pero siempre sería verdad que mientras tanto no tendríamos inhabitación propiamente dicha.
- Otros teólogos, finalmente, propugnan la unión de`la primera y tercera de estas teorías para explicar adecuadamente el hecho de la divina inhabitación. Según ellos, las personas divinas se hacen presentes de algún modo por la eficiencia y conservación de la gracia santificante, ya que esta gracia nos da verdaderamente una participación física y formal de la naturaleza divina en cuanto tal—cosa que no ocurre en la eficiencia y conservación de las cosas puramente naturales—y, por lo mismo, nos da una participación en el misterio de la vida íntima de Dios, aun conservando intacto el principio teológico certísimo de que en las operaciones ad extra obra Dios como uno y no como trino. Presente ya de algún modo la Trinidad en el alma por la gracia, el justo entra en contacto con ella por las operaciones de conocimiento y amor que brotan de la misma gracia. Por la producción de la gracia, Dios se une al alma como principio; y por las operaciones de conocimiento y amor, el alma se une a las divinas personas como término de esas mismas operaciones. De donde la inhabitación trinitaria es un hecho ontológico y psicológico; en primer lugar ontológico (por la producción y conservación de la gracia) y en segundo lugar psicológico (por el conocimiento y amor sobrenaturales).
Como se ve, las opiniones son muchas, y acaso ninguna de ellas nos dé una explicación enteramente satisfactoria del modo misterioso como se realiza la presencia real de las divinas personas en el alma del justo. En todo caso, para la vida de piedad y adelantamiento en la perfección, más que el modo como se realiza, interesa el hecho de la inhabitación, en el cual están absolutamente de acuerdo todos los teólogos católicos.
Prescindiendo, pues, de las diversas teorías formuladas para explicar el modo de la divina inhabitación, vamos a señalar en qué se distingue la presencia de inhabitación de las otras presencias de Dios que señala la teología.
Pueden distinguirse, en efecto, hasta cinco presencias de Dios completamente distintas:
- PRESENCIA PERSONAL E HIPOSTÁTICA. Es la propia y exclusiva de Jesucristo-hombre. En él la persona divina del Verbo no reside como en un templo, sino que constituye su propia personalidad, aun en cuanto hombre. En virtud de la unión hipostática Cristo-hombre es una persona divina, de ningún modo una persona humana.
- PRESENCIA EUCARÍSTICA. En la Eucaristía está presente Dios de una manera especial que solamente se da en ella. Es el ubi eucarístico, que, aunque de una manera directa e inmediata afecta únicamente al cuerpo de Cristo, afecta también indirectamente a las tres divinas Personas de la Santísima Trinidad: al Verbo por su unión personal con la humanidad de Cristo, y al Padre y al Espíritu Santo por la circuminsesión o presencia mutua de las tres divinas Personas entre sí, que las hace absolutamente inseparables.
- PRESENCIA DE VISIÓN. Dios está presente en todas partes—como veremos en seguida—, pero no en todas se deja ver. La visión beatífica en el cielo puede considerarse como una presencia’ especial de Dios distinta de las demás. En el cielo está Dios dejándose ver.
- PRESENCIA DE INMENSIDAD. Uno de los atributos de Dios es su inmensidad, en virtud de la cual Dios está realmente presente en todas partes, sin que pueda existir criatura o lugar alguno donde no se encuentre Dios. Y esto por tres capítulos:
POR ESENCIA, en cuanto que Dios está dando el ser a todo cuanto existe sin descansar un instante, de manera parecida a como la fábrica de
electricidad está enviando sin cesar el fluido eléctrico que mantiene encendida la bombilla. Si Dios suspendiera un solo instante su acción conservadora sobre cualquier ser, desaparecería ipso facto ese ser en la nada, como la lámpara eléctrica se apaga instantáneamente cuando le cortamos la corriente. En este sentido Dios está presente incluso en un alma en pecado
mortal y en el mismísimo demonio, que no podrían existir sin esa presencia divina.
POR PRESENCIA, en cuanto que Dios tiene continuamente ante sus
ojos todos los seres creados, sin que ninguno de ellos pueda substraerse un solo instante a su mirada divina.
POR POTENCIA, en cuanto que Dios tiene sometidas a su poder todas las criaturas. Con una sola palabra las creó y con una sola podría aniquilarlas.
- PRESENCIA DE INHABITACIÓN. Es la presencia especial que establece Dios, uno y trino, en el alma justificada por la gracia.
¿En qué se distingue esta presencia de inhabitación de la presencia general de inmensidad?
Ante todo hay que decir que la presencia especial de inhabitación supone y preexige la presencia general de inmensidad, sin la cual no sería posible. Pero añade a esta presencia general dos cosas fundamentales, a saber: la paternidad y la amistad divinas, la primera fundada en la gracia santificante y la segunda en la caridad.
Vamos a explicar un poco estas realidades inefables.
LA PATERNIDAD. Propiamente hablando, no puede decirse que Dios sea Padre de las criaturas en el orden puramente natural. Es verdad que todas han salido de sus manos creadoras, pero este hecho constituye a Dios Autor o Creador de todas ellas, pero de ningún modo le hace Padre de las mismas. El artista que esculpe una estatua en un trozo de madera o de mármol es el autor de la estatua, pero de ningún modo su padre. Para ser padre es preciso transmitir la propia vida, esto es, la propia naturaleza específica, a otro ser viviente de la misma especie.
Por eso, si Dios quería ser nuestro Padre, además de nuestro Creador, era preciso que nos transmitiese su propia naturaleza divina en toda su plenitud—y éste es el caso de Jesucristo, Hijo de Dios por naturaleza’~-o, al menos, una participación real y verdadera de la misma: y éste es el caso del alma justificada. En virtud de la gracia santificante, que nos da una participación misteriosa, pero muy real y verdadera de la misma naturaleza divina 7, el alma justificada se hace verdaderamente hija de Dios, por una adopción intrínseca muy superior a las adopciones humanas puramente jurídicas y extrínsecas. Y desde ese momento, Dios, que ya residía en el alma por su presencia general de inmensidad, comienza a estar en ella como Padre y a mirarla como verdadera hija suya. Este es el primer aspecto de la presencia de inhabitación, incomparablemente superior, como se ve, a la simple presencia de inmensidad. La presencia de inmensidad es común a todo cuanto existe (incluso a las piedras y a los mismos demonios). La de inhabitación, en cambio, es propia y exclusiva de los hijos de Dios. Supone siempre la gracia santificante y, por lo mismo, no podría darse sin ella.
LA AMISTAD. Pero la gracia santificante no va nunca sola. Lleva consigo el maravilloso cortejo de las virtudes infusas, entre las que destaca, como la más importante y principal, la caridad sobrenatural. Como explicaremos en su lugar, la caridad establece una verdadera y mutua amistad entre Dios y los hombres: es su esencia misma 8. Por eso al infundirse en el alma, juntamente con la gracia santificante, la caridad sobrenatural, Dios comienza a estar en ella de una manera enteramente nueva: ya no está simplemente como autor, sino también como verdadero amigo. He ahí el segundo entrañable aspecto de la divina inhabitación.
Presencia íntima de Dios, uno y trino, como Padre y como Amigo. Este es el hecho colosal, que constituye la esencia misma de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma justificada por la gracia y la caridad.
3. Finalidad.—La inhabitación trinitaria en nuestras almas tiene una finalidad altísima, como no podía menos de ser así. Es el gran don de Dios, el primero y el mayor de todos los dones posibles, puesto que nos da la posesión real y verdadera del mismo Ser infinito de Dios. La misma gracia santificante, con ser un don de valor inapreciable, vale infinitamente menos que la divina inhabitación. Esta última recibe en teología el nombre de gracia increada, a diferencia de la gracia habitual o santificante, que se designa con el de gracia creada. Hay un abismo entre una criatura—por muy perf€ cta que sea—y el mismo Creador.
La inhabitación equivale en el cristiano a la unión hipostática en la persona de Cristo, aunque no sea ella, sino la gracia habitual, la que nos constituye formalmente hijos adoptivos de Dios. La gracia santificante penetra y empapa formalmente nuestra alma divinizándola. Pero la divina inhabitación es como la encarnación o inserción en nuestras almas de lo absolutamente divino: del mismo ser de Dios, tal como es en sí mismo, uno en esencia y trino en personas.
Dos son las principales finalidades de la divina inhabitación en nuestras almas. Vamos a exponerlas en otras tantas conclusiones.
Conclusión 1ª: La Santísima Trinidad inhabita en nuestras almas para hacernos participantes de su vida íntima divina y transformarnos en Dios.
La vida íntima de Dios consiste, como ya dijimos, en la procesión de las divinas personas—el Verbo, del Padre por vía de generación intelectual; y el Espíritu Santo, del Padre y del Hijo por vía de procedencia afectiva—y en la infinita complacencia que en ello experimentan las divinas personas entre sí.
Ahora bien: por increíble que parezca esta afirmación, la inhabitación trinitaria en nuestras almas tiende, como meta suprema, a hacernos participantes del misterio de la vida íntima divina asociándonos a él y transformándonos en Dios, en la medida en que es posible a una simple criatura, Escuchemos a San Juan de la Cruz—doctor de la Iglesia universal—explicando esta increíble maravilla 9:
«Este aspirar del aire es una habilidad que el alma dice que le dará allí en la comunicación del Espíritu Santo; el cual, a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo. Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado.
Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí, le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal, ni el entendimiento humano en cuanto tal puede alcanzar algo de ello…
Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿que increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y\ amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma; porque esto es estar transformada en las tres personas en potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza…
¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!,‛ ¿qué hacéis? ¿En qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que en tanto que buscáis grandezas y gloria os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos! r
Hasta aquí, San Juan de la Cruz. Realmente el apóstrofe final del sublime místico fontivereño está plenamente justificado. Ante la perspectiva soberana de nuestra total transformación en Dios, el cristiano debería despreciar radicalmente todas las miserias de la tierra y dedicarse con ardor incontenible a intensificar cada vez más su vida trinitaria hasta remontarse poco a poco a las más altas cumbres de la unión mística con Dios. Es lo que sor Isabel de la Trinidad pedía sin cesar a sus divinos huéspedes:
«Que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de Vos, ¡oh mi Inmutable!, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de vuestro misterio>.
No se vaya a pensar, sin embargo, que esa total transformación en Dios de que hablan los místicos experimentales como coronamiento supremo de la inhabitación trinitaria tiene un sentido panteísta de absorción de la propia personalidad en el torrente de la vida divina. Nada más lejos de esto. La unión panteísta no es propiamente unión, sino negación absoluta de la unión, puesto que uno de los dos términos—la criatura—desaparece al ser absorbido por Dios. La unión mística no es esto. El alma transformada en Dios no pierde jamás su propia personalidad creada. Santo Tomás pone el ejemplo, extraordinariamente gráfico y expresivo, del hierro candente que, sin perder su propia naturaleza de hierro, adquiere las propiedades del fuego y se hace fuego por participación.
Comentando esta divina transformación a base de la imagen del hierro candente escribe con acierto el P. Ramiére:
Es verdad que en el hierro abrasado está la semejanza del fuego, mas no es tal que el más hábil pintor pueda reproducirla sirviéndose de los más vivos colores; ella no puede resultar sino de la presencia y acción del mismo fuego. La presencia del fuego y la combustión del hierro son dos cosas distintas; pues ésta es una manera de ser del hierro, y aquélla una relación del mismo con una substancia extraña. Pero las dos cosas, por distintas que sean, son inseparables una de otra; el fuego no puede estar unido al hierro sin abrasarle, y la combustión del hierro no puede resultar sino de su unión con el fuego.
Así el alma justa posee en sí misma una santidad distinta del Espíritu Santo; mas ella es inseparable de la presencia del Espíritu Santo en esa alma, y, por tanto, es infinitamente superior a la más elevada santidad que pudiera alcanzar un alma en la que no morase el Espíritu Santo. Esta última alma no podría ser divinizada sino moralmente, por la semejanza de sus disposiciones con las de Dios; elocristiano, por el contrario, es divinizado físicamente, y, en cierto sentido, substancialmente, puesto que sin convertirse en una misma substancia y en una misma persona con Dios, posee en sí la substancia de Dios y recibe la comunicación de su vida>.’
Conclusión 2ª: La Santísima Trinidad inhabita en nuestras almas para darnos la plena posesión de Dios y el goce fruitivo de las divinas personas.
Dos cosas se contienen en esta conclusión, que vamos a examinar por separado:
a) PARA DARNOS LA PLENA POSESIÓN DE DIOS. Decíamos al hablar de la presencia divina de inmensidad que, en virtud de la misma, Dios estaba íntimamente presente en todas las cosas—incluso en los mismos demonios del infierno—por esencia, presencia y potencia. Y, sin embargo, un ser que no tenga con Dios otro contacto que el que proviene únicamente de esta presencia de inmensidad, propiamente hablando no posee a Dios, puesto que este tesoro infinito no le pertenece en modo alguno. Escuchemos de nuevo al P. Ramiére 12:
«Podemos imaginarnos a un hombre pobrísimo junto a un inmenso tesoro, sin que por estar próximo a él se haga rico, pues lo que hace la riqueza no es la proximidad, sino la posesión del oro. Tal es la diferencia entre el alma justa y el alma del pecador. El pecador, el condenado mismo, tienen a su lado y en sí mismos el bien infinito, y, sin embargo, permanecen en su indigencia, porque este tesoro no les pertenece; al paso que el cristiano en estado de gracia tiene en sí el Espíritu Santo, y con El la plenitud de las gracias celestiales como un tesoro que le pertenece en propiedad y del cual puede usar cuando y como le pareciere
¡Qué grande es la felicidad del cristiano! ¡Qué verdad, bien entendida por nuestro entendimiento, para ensanchar nuestro corazón! ¡Qué influjo en nuestra vida entera si la tuviéramos constantemente ante los ojos! La persuasión que tenemos de la presencia real del cuerpo de Jesucristo en el copón nos inspira el más profundo horror a la profanación de ese vaso de metal. ¡Qué horror tendríamos también a la menor profanación de nuestro cuerpo, si no perdiéramos de vista este dogma de fe, tan cierto como el primero, a saber, la presencia real en nosotros del Espíritu de Jesucristo! ¿Es por ventura el divino Espíritu menos santo que la carne sagrada del Hombre-Dios? ¿O pensamos que da El a la santidad de esos vasos de oro y templos materiales más importancia que a la de sus templos vivos y tabernáculos espirituales?»
Nada, en efecto, debería llenar de tanto horror al cristiano como la posibilidad de perder este tesoro divino por el pecado mortal. Las mayores calamidades y desgracias que podamos imaginar en el plano puramente humano y temporal—enfermedades, calumnias, pérdida de todos los bienes materiales, muerte de los seres queridos, etc., etc.—son cosa de juguete y de risa comparadas con la terrible catástrofe que representa para el alma un solo pecado mortal. Aquí la pérdida es absoluta y rigurosamente infinita.
b) PARA DARNOS EL GOCE FRUITIVO DE LAS DIVINAS PERSONAS. Por más que asombre leerlo, es ésta una de las finali1 dades más entrañables de la divina inhabitación en nuestras i almas.
El príncipe de la teología católica, Santo Tomás de Aquino, escribió en su Suma Teológica estas sorprendentes palabras:
«No se dice que poseamos sino aquello de que libremente podemos usar y disfrutar. Ahora bien, sólo por la gracia santificante tenemos la potestad 1 de disfrutar de la persona divina («potestatem fruendi divina persona»).)
Por el don de la gracia santificante es perfeccionada la criatura racio- C. nal, no sólo para usar libremente de aquel don creado, sino para gozar de t< la misma persona divina («ut ipsa persona divina fruatur»)».
Los místicos experimentales han comprobado en la práctica la profunda realidad de estas palabras. Santa Catalina de Siena, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, sor Isabel de la Trinidad y otros muchos hablan de experiencias trinitarias inefables. Sus descripciones desconciertan, a veces, a los teólogos especulativos, demasiado aficionados, quizá, a medir las grandezas de Dios con la cortedad de la pobre razón humana, aun iluminada por la fe.
Escuchemos algunos testimonios explícitos de los místicos experimentales:
SANTA TERESA. «Quiere ya nuestro buen Dios quitarle las escamas de los ojos y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña; y metida en aquella morada por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres personas una substancia y un poder y un saber y un solo Dios. De manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendrían El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos.
¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su alma; en lo muy muy interior, en una cosa muy honda—que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras—siente en sí esta divina compañía».
SAN JUAN DE LA CRUZ. Ya hemos citado en la conclusión anterior un texto extraordinariamente expresivo. Oigámosle ponderar el deleite inefable que el alma experimenta en su sublime experiencia trinitaria:
«De donde la delicadez del deleite que en este toque se siente, es imposible decirse; ni yo querría hablar de ello, porque no se entienda que aquello no es más de lo que se dice, que no hay vocablos para declarar cosas tan subidas de Dios como en estas almas pasan, de las cuales el propio lenguaje es entenderlo para sí y sentirlo para sí, y callarlo y gozarlo el que lo tiene… y así sólo se puede decir, y con verdad, que a vida eterna sabe; que aunque en esta vida no se goza perfectamente como en la gloria, con todo eso, este toque, por ser toque de Dios, a vida eterna sabe» 16.
SOR ISABEL DE LA TRINIDAD. «He aquí cómo yo entiendo ser la «casa de Dios»: viviendo en el seno de la tranquila Trinidad, en mi abismo interior, en esta fortaleza inexpugnable del santo recogimiento, de que habla San Juan de la Cruz.
David cantaba: «Anhela mi alma y desfallece en los atrios del Señor» (Ps 83,3). Me parece que ésta debe ser la actitud de toda alma que se recoge en sus atrios interiores para contemplar allí a su Dios y ponerse en contacto estrechísimo con El. Se siente desfallecer en un divino desvanecimiento ante la presencia de este Amor todopoderoso, de esta majestad infinita que mora en ella. No es la vida quien la abandona, es ella quien desprecia esta vida natural y quien se retira, porque siente que no es digna de su esencia tan rica, y que se va a morir y a desaparecer en su Dios».
Esta es, en toda su sublime grandeza, una de la finalidades más entrañables de la inhabitación de la Santísima Trinidad en nuestras almas: darnos una experiencia inefable del gran misterio trinitario, a manera de pregusto y anticipo de la bienaventuranza eterna. Las personas divinas se entregan al alma para que gocemos de ellas, según la asombrosa terminología del Doctor Angélico, plenamente comprobada en la práctica por los místicos experimentales. Y aunque esta inefable experiencia constituye, sin duda alguna, el grado más elevado y sublime de la unión mística con Dios, no representa, sin embargo, un favor de tipo «extraordinario» a la manera de las gracias «gratis dadas»; entra, por el contrario, en el desarrollo normal de la gracia santificante, y todos los cristianos están llamados a estas alturas y a ellas llegarían, efectivamente, si fueran perfectamente fieles a la gracia y no paralizaran con sus continuas resistencias la acción santificadora progresiva del Espíritu Santo. Escuchemos a Santa Teresa proclamando abiertamente esta doctrina;
«Mirad que convida el Señor a todos; pues es la misma verdad, no hay que dudar. Si no fuera general este convite, no nos llamara el Señor a todos, y aunque nos llamara, no dijera: «Yo os daré de beber» (Io 7,37). Pudiera decir: venid todos, que, en fin, no perderéis nada; y a los que a mí me pareciere, yo los daré de beber. Mas como dijo, sin esta condición, a todos, tengo por cierto que a todos los que no se quedaren en el camino, no les faltará este agua viva».
Vale la pena, pues, hacer de nuestra parte todo cuanto podamos para disponernos con la gracia de Dios a gozar, aun en este mundo, de esta inefable experiencia trinitaria. Vamos a recordar los principales medios para ello.
- Modo de vivir el misterio de la divina inhabitación
Exponiendo la espiritualidad eminentemente trinitaria de sor Isabel de la Trinidad, señala con mucho acierto el P. Philipon la manera con que vivía este misterio la célebre carmelita de Dijon. Sus rasgos esenciales pueden reducirse a estos cuatro: fe viva, caridad ardiente, recogimiento profundo y actos fervientes de adoración. Vamos a examinarlos brevemente uno por uno.
a) Fe viva
Escuchemos al P. Philipon en el lugar citado:
«Para avanzar con seguridad en «esta ruta magnífica de la Presencia de Dios», la fe es el acto esencial, el único que nos da acceso al Dios vivo pero oculto. «Para acercarse a Dios es preciso creer» (Hebr I1,6); es San Pablo quien habla así. Y añade todavía: «La fe es la firme seguridad de lo que esperamos, la convicción de lo que no vemos» (Hebr II,I). Es decir, que la fe nos hace de tal manera ciertos y presentes los bienes futuros, que por ella cobran realidad en nuestra alma y subsisten en ella antes de que los gocemos. San Juan de la Cruz dice que ella <nos sirve de pie para ir a Dios» y que es «la posesión en estado oscuro». Unicamente ella puede darnos luces verdaderas sobre Aquel a quien amamos, y nuestra alma debe escogerla como medio para llegar a la unión bienaventurada. Ella es la que vierte a raudales en nuestro interior todos los bienes espirituales».
Esta fe viva nos ha de empujar incesantemente a recordar el gran misterio permanente en nuestras almas. El ejercicio de la presencia de Dios—cuya gran eficacia santificadora nos parece ocioso ponderar—cobra aquí toda su fuerza y su razón de ser. Es preciso recordar, con la mayor frecuencia que la debilidad humana nos permita, que «somos templos de Dios» y que «el Espíritu de Dios habita dentro de nosotros mismos». En realidad, éste debería ser el pensamiento único, la idea fija y obsesionante de toda alma que aspire de verdad a santificarse. Este es el punto de vista verdaderamente básico y esencial. Todo lo que nos distraiga o aparte de este ejercicio fundamental representa para nosotros la disipación y el extravío de la ruta directa que conduce a Dios.
No es preciso, para ello, sentir a Dios. La fe es enteramente suprasensible e incluso suprarracional. En el mejor de los casos, nos deja entrever a Dios en un misterioso claroscuro y, con frecuencia, no es otra cosa que un cara a cara en las tinieblas. El alma que quiera santificarse de veras ha de prescindir en absoluto de sus sensibilidades y caminar hacia Dios, valiente y esforzada, en medio de todas las soledades y tinieblas. Así lo practicaba la carmelita de Dijon.
<Soy la pequeña reclusa de Dios, y cuando entro en mi querida celda para continuar con El el coloquio comenzado, una alegría divina se apodera de mí. ¡Amo tanto la soledad con sólo El! Llevo una pequeña vida de ermitaña verdaderamente deliciosa. Estoy muy lejos de sentirme exenta de impotencias; también yo tengo necesidad de buscar a mi Maestro que se oculta muy bien. Pero entonces despierto mi fe y estoy muy contenta de no gozar de su presencia, para hacerle gozar a El de mi amor».
Este espíritu de fe viva es el mejor procedimiento y el camino más rápido y seguro para llevarnos a una vida de ardiente amor a Dios, que vale todavía mucho más.
b) Caridad ardiente
La caridad, en efecto, es mejor y vale más que la fe. En absoluto es posible tener fe sin caridad, aunque se trataría de una fe informe, sin valor santificarte alguno. La caridad, en cambio, es la reina de todas las virtudes y va unida siempre, inseparablemente, a la divina gracia y a la presencia inhabitante de Dios.
La caridad nos une más íntimamente a Dios que ninguna otra virtud. Es ella la única que tiene por objeto directo e inmediato al mismo Dios como fin último sobrenatural. Y como Dios es la santidad por esencia y no hay ni puede haber otra santidad posible que la que de El recibamos, síguese que el alma será tanto más santa cuanto más de cerca se allegue a Dios por el impulso de su caridad. La fórmula tan conocida: la santidad es amor, expresa una auténtica y profunda realidad. Por eso el primero y el más grande de los preceptos de Dios tenía que ser forzosamente éste: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Deut 6,4; Mc 12,3o).
La Sagrada Escritura y la tradición cristiana universal a través de los Padres de la Iglesia, los doctores y los santos están de acuerdo unánimemente en conceder a la caridad la primacía sobre todas las virtudes. Ella es «la plenitud de la ley» en frase lapidaria de San Pablo (Rom 13,10). San Agustín pudo escribir, sin que nadie le desmintiera, aquella frase simplificadora: «Ama y haz lo que quieras». San Bernardo decía que «la medida del amor a Dios es amarle sin medida». Y el gran teólogo de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, escribió rotundamente: «El amor es formalmente la vida del alma, como el alma es la vida del cuerpo» 21.
San Juan de la Cruz expresó en un pensamiento sublime la primacía del amor: «A la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar a Dios como Dios quiere ser amado y deja tu condición» 22.
He aquí una breve exégesis del espléndido pensamiento:
A LA TARDE, esto es, al declinar el día de nuestra vida mortal.
TE EXAMINARÁN EN EL AMOR: la caridad constituirá la asignatura única—o, al menos, la más importante—de la que habremos de responder ante el supremo examinador (cf. Mt 25,34-40).
APRENDE A AMAR A DIOS COMO DIOS QUIERE SER AMADO, esto es, “con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Deut 6,4).
Y DEJA TU CONDICIÓN: Deja ya tu condición humana, tus miras egoístas, tu manera de conducirte puramente natural. Deja ya tu vida de hijo de los hombres, para empezar a vivir de veras tu vida de hijo de Dios.
Lo cual no quiere decir que para santificarse deba el cristiano ingresar en una orden religiosa de vida contemplativa para vivir lejos de las cosas de la tierra. Sería un gran error. La santidad es para todos, y en todos los estados y modos de vida se puede de hecho alcanzar. La clave del secreto está en hacer todas las cosas por amor—»ora comáis, ora bebáis…», decía San Pablo
(I Cor 10,3 I )—, aunque se trate de un vivir sin brillo y sin apariencia humana alguna. Este fue el último pensamiento que sor Isabel de la Trinidad ofreció a sus hermanas que recitaban junto a ella las oraciones de los agonizantes: «A la tarde de la vida todo pasa; sólo permanece el amor. Es preciso hacerlo todo por amor». Y Santa Teresita de Lisieux, la víspera de su muerte, dijo a su hermana Celina que le pedía una palabra de adiós: Ya lo he dicho todo: lo único que vale es el amor.
«Aquí comienza—escribe a este propósito el P. Philipon 23—la diferencia entre los santos y nosotros. En sus acciones los santos buscan la gloria de su Dios, <ya sea que coman, ya que beban>, mientras que muchas almas cristianas no saben encontrar a Dios ni siquiera en la oración, porque se imaginan que la vida espiritual es cierta cosa inaccesible, reservada a un pequeño número de almas privilegiadas, llamadas «místicas», y lo complican todo. La verdadera mística es la del bautismo, en vistas a la Trinidad y bajo el sello del Crucificado, esto es, en la trivialidad de todos los renunciamientos cotidianos>.
c) Recogimiento profundo
Es preciso, sin embargo, evitar la disipación del alma y el derramarse al exterior inútilmente. En cualquier género de vida en que la divina Providencia haya querido colocarnos, se impone siempre la necesidad de recogerse al interior de nuestra alma para entrar en contacto y conversación íntima con nuestros divinos huéspedes. Es inútil tratar de santificarse en medio del bullicio del mundo, sin renunciar a la mayor parte de sus placeres y diversiones, por muy honestos e inocentes que sean. Ni la espiritualidad monástica, ni la llamada «espiritualidad seglar», podrán conducir jamás a nadie a la cima de la perfección cristiana si el alma no renuncia, al precio que sea, a todo lo que pueda disiparla o derramarla al exterior. Sin recogimiento, sin vida de oración, sin trato íntimo con la Santísima Trinidad presente en el fondo de nuestras almas, nadie se santificará jamás, ni en el claustro ni en el mundo. Deberían tener presente este principio indiscutible los que propugnan con tanto entusiasmo una espiritualidad perfectamente compatible con todas las disipaciones de la vida mundana, so pretexto de que «hay que santificarlo todo» y de que el seglar «no puede santificarse a la manera de los monjes» y de que «no puede ni debe renunciar a nada de lo que lleva consigo la vida ordinaria en el mundo», a excepción, naturalmente, del pecado. Los que así piensan pueden tener la seguridad de que no llegarán jamás a la cumbre de la perfección cristiana. Cristo se dirigió a todos los cristianos, y no solamente a los monjes, cuando pronunció aquellas palabras que no perderán jamás su actualidad: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame» (Le 9,23).
d) Actos fervientes de adoración
El recogimiento hacia el interior de nuestra alma ha de impulsarnos a practicar con frecuencia fervientes actos de adoración a nuestros divinos huéspedes. Como es sabido, el mérito sobrenatural no consiste en la mera posesión de los hábitos infusos, sino en su ejercicio o actualización 24. Y cada nuevo aumento de gracia santificante lleva consigo una nueva presencia de la Santísima Trinidad, o sea, una radicación más profunda en lo más hondo de nuestras almas.
Para ello, practiquemos con ferviente espíritu, llenándolas de sentido, nuestras devociones trinitarias:
a) EL «GLORIA PATRI ET FILIO»…, que tantas veces recitamos distraídos, es un excelente acto de adoración y de alabanza de gloria de la Trinidad Beatísima. Dom Columba Marmión tenía adquirida la costumbre de asociar a cada Gloria Patri del final de los salmos la petición de sentirse y vivir cada vez más intensamente su filiación adoptiva. Es una excelente práctica, altamente santificadora.
b) EL «GLORIA IN EXCELSIS DEO» de la misa es una magnífica plegaria trinitaria, impregnada de alabanza y de amor. Muchas almas interiores hacen consistir su oración mental en irlo recorriendo lentamente, empapando su alma de los sublimes pensamientos que encierra, y dejando arder suavemente su corazón en el fuego del amor.
c) EL «SANCTUS, SANCTUS, SANCTUS», que oyeron cantar en el cielo a los bienaventurados el profeta Isaías (Is 6,3) y el vidente del Apocalipsis (Apoc 4, 8), debería constituir para el cristiano, ya desde esta vida, su himno predilecto de alabanza y de gloria de la Trinidad Beatísima.
El símbolo «Quicumque» es otro motivo bellísimo de santa y fecunda meditación del misterio trinitario.
LA MISA VOTIVA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD era celebrada con frecuencia por San Juan de la Cruz, «porque estoy firmemente persuadido—decía con gracia—que la Santísima Trinidad es el santo más grande del cielo».
En fin: hay otros muchos medios de fomentar en nosotros los actos de adoración a la Trinidad Beatísima. A muchas almas les va muy bien la meditación sosegada y afectiva de la sublime «elevación» de sor Isabel de la Trinidad: «¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro!…» Otras se preocupan de multiplicar los actos de adoración, reparación, petición y acción de gracias que son los propios y específicos del sacrificio como supremo acto de culto y veneración a Dios. Otras siguen otros procedimientos y emplean otros métodos que el Espíritu Santo les sugiere. Lo importante es intensificar, como quiera que sea, nuestro contacto íntimo con las divinas personas que están inhabitando con entrañas de amor en lo más hondo de nuestras almas.
(Royo Marín, A., Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid, 200812, p. 55 – 70)
P. Alfredo Sáenz, S.J.
LA PROMESA DEL ESPÍRITU SANTO Y LA INHABITACIÓN TRINITARIA
En este sexto domingo de Pascua la Iglesia nos propone para nuestra reflexión este riquísimo pasaje tornado del largo sermón de despedida de Nuestro Señor a los Apóstoles durante la Última Cena, y que sólo narra San Juan Evangelista.
Ubiquémonos primero en el contexto. Cristo, de cara a su inminente Pasión, y ante la consternación y aturdimiento de sus discípulos, que perciben claramente el final próximo y trágico, abre a éstos los tesoros ocultos de su corazón y les transmite los secretos más profundos de la sabiduría que el Padre le ordenó manifestar a los hombres.
Ante todo, Cristo nos exhorta al amor, a la caridad, la más grande de las virtudes teologales, y el vínculo de la perfección. Pero Nuestro Señor es realista. Sabe que es muy fácil al ser humano, que depende en gran medida de la sensibilidad y de su imaginación, ilusionarse y creer efectivamente que ama con amor de caridad, sin que esto pase en muchos casos de un mero estado afectivo y sensible.
Dios no se mueve en el plano ilusorio sino en la realidad, pues Él es el que es; por consiguiente, lo que Él pide no es tanto un amor afectivo, que en algunas ocasiones puede faltar, sino sobre todo efectiva “El que me ama será fiel a mi palabra”, nos dice en este evangelio; y en otra oportunidad: “El que me ama cumplirá mis mandamientos”. El tema de la caridad efectiva es muy caro a San Juan Evangelista, el Apóstol del amor, quien sabía bien en qué consiste la caridad, y que ha gustado repetir hasta el cansancio esta verdad fundamental: “Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad”.
Todas estas cosas parecen muy evidentes y sabidas, pero es necesario repetirlas siempre, tal como lo hace la Sagrada Escritura, por la fragilidad del hombre caído, inherente al estado en que se encuentra la humanidad, y también por las características especiales de la época que nos toca vivir, en la cual, so capa de un sedicente amor cristiano, se cometen las más grandes aberraciones en medio de una descarada hipocresía. Esta es tal vez la nota más característica del mundo moderno, la hipocresía de aquellos que a pesar de las categóricas enseñanzas de Cristo, tratan de tergiversar de todas maneras el mensaje del Señor. No por nada este mundo se ve poblado de eufemismos. Así, por ejemplo, no se duda en llamar “planificación familiar” al crimen horrendo del aborto, o “adultez” y “madurez” al desenfreno de las pasiones más bajas del ser humano, o “amor amplio y sin barreras” a la aceptación de la homosexualidad y el lesbianismo, etc.
Pero no nos quedemos en lo bajo y negativo. Levantemos la mirada, y pasemos a considerar las maravillas que Dios tiene prometidas a aquellos que lo aman.
Para decirlo de entrada y en bloque: a aquel que lo ama, Nuestro Señor le promete no sólo una cierta benevolencia o condescendencia por parte de la divinidad, lo cual ya ubicaría al Cristianismo muy por encima de toda religión pagana; ni siquiera le promete simplemente su amor. A lo que se compromete es a enviarle el Amor, así con mayúscula, o sea el amor substancial y personal, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Amor de Dios en Dios, el Espíritu Santo.
Tratase de una doctrina elevadísima, que constituye el corazón y el núcleo del Cristianismo. Para que se pueda apreciar en alguna medida su importancia, relataremos un episodio que desde la primera vez que lo leímos nos causó una profunda Impresión, y que creemos arroja abundante luz sobre todo esto.
En el siglo pasado vivió en Rusia un santo monje, o staretz, como allí les denominan, llamado Serafín de Sarov. Este santo, canonizado luego de su muerte por la Iglesia Ortodoxa Rusa, luego de décadas de soledad y penitencia, abandonó su retiro en los últimos años de su vida para dedicarse a atender a los numerosísimos peregrinos que de todas partes acudían para recibir de él una palabra de vida, e incluso para ser curados milagrosamente de diversas dolencias y males. Un buen día fue a visitar a San Serafín un laico llamado Motovilov, quien desde su juventud se había visto atormentado por la siguiente pregunta: ¿cuál es el sentido y el fin de la vida cristiana? Acicateado por esta cuestión recorrió toda Rusia, consultando a los más diversos personajes y dignatarios eclesiásticos, sin encontrar la respuesta que lo satisficiera. Hasta que un día, cansado de tanto recorrer, decidió ir a ver al santo eremita de Sarov. San Serafín no necesitó que Motovilov le formulase la pregunta, sino que simplemente le dijo poco más o menos lo siguiente: “Querido hijo, sé qué es lo que te trae por aquí. La respuesta a la cuestión que te has planteado es ésta: el fin y el objeto de la vida cristiana no consiste en los ayunos, las vigilias o las penitencias, sino en la adquisición del Espíritu Santo”. San Serafín pasó del dicho al hecho, y tomando a Motovilov por los hombros, lo hizo participar experimental-mente de la inhabitación del Santo Espíritu, así como del gozo y de la paz que Él trae al alma.
Tal es el fin y el objeto de nuestras vidas, adquirir el Espíritu Santo, al Dios vivo y verdadero, inhabitante en lo más profundo de nuestras almas. Y si el Espíritu Santo nos inhabita, también lo harán las otras dos Personas de la Santísima Trinidad, pues donde está una están las tres: “Iremos a él y habitaremos en él”, nos dice Jesús en el evangelio de hoy. Ésta es la doctrina de la inhabitación trinitaria, la cúspide y culminación de la revelación cristiana, y la razón de ser de la Encarnación del Verbo: “Yo he venido para que tengáis vida, y la tengáis en abundancia”.
Si la inhabitación trinitaria nos comunica la vida divina, su efecto inmediato no puede ser sino uno: la divinización del hombre, o theosis, como la llaman los Padres griegos. Ésta parece una expresión arriesgada para nosotros, cristianos de finales del siglo XX, mucho más acostumbrados a una religión de pequeñas devociones sensibles y de un mero cumplimiento de preceptos negativos. Sin embargo, es absolutamente verdadera. Como enseñan los Padres, Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera llegar a ser Dios. Dios por participación y por gracia, no por naturaleza, como el Increado, se sobreentiende.
Ésta es, en consecuencia, la verdadera imagen del cristiano, la de un ser que recibió en el bautismo la semilla de la divinidad en su alma, y que procura por medio de sus actos libres, y mediante esa misma gracia, hacerla crecer y desarrollarse hasta convertirse en un árbol frondoso y divino “donde anidan los pájaros del cielo”.
Dada esta verdad fundamental, se comprenden las restantes palabras de Nuestro Señor en el presente evangelio: “El Paráclito… os enseñará todo”. El Espíritu Santo es el Paráclito, o sea el co-estante, el sostén, como traduce el P. Castellani, el soporte personal y divino que acompaña al cristiano en gracia durante toda su vida. Es, por lo tanto, el Maestro divino, el Maestro por antonomasia, que ilumina interiormente el alma y le recuerda todo lo que Cristo enseñó, muchas veces con palabras inefables. Esto no significa, por supuesto, que el cristiano pneumatizado se in-dependiza del Magisterio y de los buenos pastores, sino todo lo contrario: ese sello divino e interior es el que le permitirá discernir entre la verdad y el error, entre el buen y el mal pastor, y reconocer en aquél la voz del Divino Maestro. Los aspectos pneumático y jerárquico de la Iglesia no se oponen dialécticamente, como a muchos les gusta pensar, sino que se complementan, e interpenetran incluso, a semejanza de las divinas Personas de las que son participación.
La consecuencia inmediata de todo esto no puede ser otra que la alegría, la paz y la serenidad de un alma poseída por Dios, y radicalmente separada de lo mundano, más cerca de la eternidad que del tiempo: “Os dejo la paz, os doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No os inquietéis ni temáis!” A esta altura sería ya redundante hablar, como arriba lo hemos indicado, de la falsificación que el mundo moderno ha hecho de la palabra paz, convirtiéndola en sinónimo de aburguesamiento y de comodidad, cuando no de cobardía, en el plano individual, e incluso del más burdo imperialismo u opresión camuflada de una nación sobre otra, en el plano social. La paz verdadera es algo esencialmente interior al hombre, fruto de su amistad con Dios, y que sólo en un segundo momento se irradia hacia el exterior e impregna lo social.
Finalmente, reflexionemos por un instante en las misteriosas palabras que dice el Señor en nuestro texto evangélico, palabras que han hecho correr ríos de tinta… y de sangre, por tratarse de uno de los apoyos escriturísticos de la más grande herejía aparecida en los primeros siglos de la Iglesia, el arrianismo, que no está tan muerta como puede parecer. Nos referimos evidentemente a las palabras: “El Padre es más grande que yo”.
¿Cómo deben interpretarse? Evidentemente, si se saca la frase de contexto, recurso tan caro a los protestantes y racionalistas bíblicos de todas las épocas, llegaremos a una conclusión herética, negadora de la Trinidad y de la divinidad de Cristo. La solución no resulta difícil si se aplican dos principios elementales de la sana exégesis: la Escritura debe comprenderse en su conjunto, y el texto más oscuro ha de interpretarse a la luz del más claro. Si Cristo había dicho poco antes que el Padre está en Él y que Él es en el Padre, más aún, que el Padre y Él son uno, el texto que nos ocupa debe entenderse a la luz de aquellas palabras, y de enseñanza constante de la Iglesia acerca de la igualdad de las Personas en la Trinidad.
¿Qué quiso entonces decir Nuestro Señor? Según señal acertadamente el P. Castellani, Cristo está aquí hablando como Dios-hombre, por lo tanto “anonadado”, como dice San Pablo velando su gloria divina. Ése es el precio que el Verbo pagó por redimirnos. Pero ese ocultamiento de la divinidad duraría poco más. Cuando el Señor profiere estas palabras, ya está en el umbral de su Pasión. Pronto moriría y vencería a la muerte resucitando con su cuerpo glorioso, para luego ascender con éste al seno de la Santísima Trinidad, que como Verbo nunca dejó.
Ahora sí se entienden las palabras del Señor: “Si me amarais os alegraríais de que vuelva junto al Padre, porque el Padre e mayor que yo”. Si me amarais, os alegraríais de que cumpla ni misión, venza al demonio y a la muerte y manifieste toda ni gloria, incluso en mi naturaleza humana. También la gloria de cristiano, a semejanza del divino Maestro, es morir y resucitar por su nombre, y así glorificar a Dios.
Que por la iluminación de su Paráclito, el Señor nos conceda profundizar en estas verdades y hacerlas vida en nosotros de modo que así podamos alcanzar la gloria que Él predestinó pan los suyos desde toda la eternidad.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 163-168)
San Juan Pablo II
La lectura de hoy del Evangelio de San Juan hace referencia al discurso de adiós del Cenáculo el Jueves Santo, cuando Cristo anunció su partida a los Apóstoles para prepararles a este hecho.
Al anunciar su marcha de esta tierra a los Apóstoles, Cristo dice así: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23). Pensad en el significado y fuerza de la enseñanza que transmitió Cristo durante su misión mesiánica en la tierra. Dicha enseñanza nos une perennemente no sólo a nuestro Redentor, sino también al Padre: “La palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió” (Jn 14,24).
Por tanto, con la fuerza de esta enseñanza el Padre viene a quienes la siguen, viene a la Iglesia el Hijo junto con el Padre y el Padre junto con el Hijo.
La fidelidad a la enseñanza que nos ha transmitido Cristo es la fuente de la relación vivificante con el Padre a través del Hijo.
Dejada la tierra, Cristo sigue en unión constante con su Iglesia a través de la enseñanza transmitida a los Apóstoles.
Por esto precisamente es tan fundamental para la Iglesia observar con fidelidad dicha enseñanza. De este empeño rinde testimonio el primer Concilio Apostólico. El afán de los sucesores de los Apóstoles no es otro que el de que la Iglesia se mantenga en la enseñanza que Cristo le transmitió y que a través de la fidelidad a la enseñanza “moren” en la comunidad de los fieles el Padre junto con el Hijo.
El segundo pensamiento del Evangelio de hoy está relacionado con el Espíritu Santo: “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26).
De modo que por segunda vez oímos hablar de “enseñanza”. Sabemos ya cuál es el significado de esta enseñanza verdadera transmitida por Cristo a la Iglesia a fin de unirla con el Padre y el Hijo. Esta enseñanza y esta doctrina han sido confiadas a los Apóstoles y a sus sucesores. Pero al mismo tiempo el Espíritu Santo que manda el Padre en nombre del Hijo custodia a la manera divina la misma doctrina y su misma enseñanza. El Espíritu enseña a la Iglesia de modo invisible y conserva en la memoria y en la enseñanza de la Iglesia todo lo que Cristo transmitió a los hombres de parte del Padre.
Por medio de lo que es el Espíritu Santo junto a la Iglesia y a través de la ayuda que El presta a su enseñanza, el Padre y el Hijo pueden “morar” siempre en las almas de los fieles.
El tercer pensamiento del Evangelio nos habla de la marcha del Maestro que podía levantar inquietud y temor en el corazón de los Apóstoles. Cristo sale al encuentro de tal inquietud y temor diciendo: “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14,27). Y al mismo tiempo les da seguridad: “Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14,27).
Les da la paz cuando son ya inminentes los acontecimientos que les iban a sacudir hondamente. Les da esa paz que el “mundo no puede dar”, precisamente gracias al hecho de que Él se va al Padre. Esta marcha es el comienzo de la nueva venida del Espíritu Santo: “Habéis oído que os he dicho: “Me voy y volveré a vosotros.” Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo” (Jn 14,28).
Esta separación marca el comienzo de la venida permanente de Cristo en el Espíritu Santo. A quien sigue sus enseñanzas viene el Padre junto con el Hijo y ambos establecen su morada en ellos. Y el Espíritu Santo, custodiando esta enseñanza en la inteligencia y en el corazón de los discípulos, hace que Cristo esté siempre con su Iglesia. Y el Padre está siempre con ella por medio de Cristo.
Precisamente en esto reside la fuente de la paz de la Iglesia aun en las experiencias, sobresaltos y persecuciones más fuertes. A veces el corazón humano se altera y teme, pero la Iglesia se mantiene en la paz divina que le dio Cristo a la hora de partir.
Y todos los días en la Santa Misa, la Iglesia recuerda esta paz. Pide esta paz para sí y para los hombres. Esta paz es también un gustar anticipado de la paz perfecta y felicidad de la Ciudad Santa de que se habla en la segunda lectura. Dicha Ciudad Santa, la Jerusalén que desciende de Dios, contiene en sí la plenitud de la gloria divina. Es asimismo el destino eterno del hombre y la realización cumplida de la Iglesia terrena.
Oremos ardientemente con las palabras del Salmista: “El Señor tenga piedad y nos bendiga,/ ilumine su rostro sobre nosotros;/ conozca la tierra tus caminos,/ todos los pueblos tu salvación” (Sal 66(67)).
(Ostia, parroquia de Santa Mónica, 8 de mayo de 1983)
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
La presencia de Cristo en el alma
Cuando Cristo les dice a sus discípulos que se va nace en ellos una tentación de futuro: ¿qué será de nosotros sin el Maestro? Tentación que los lleva a la inseguridad, al miedo y a la tristeza. Y Cristo compadecido de ellos sale al paso de la tentación prometiéndoles acompañarlos.
Todo el capítulo 14 de San Juan es una consolación a los discípulos por medio de promesas para disipar el estado en el que quedaron después de revelarles su partida.
Comienza el capítulo diciendo “no se turbe vuestro corazón” y en esta frase se resume todo lo que Cristo va a decir en el resto del capítulo.
En el pasaje que estamos meditando es la promesa de seguir viviendo espiritualmente con ellos.
Jesús va a quedarse con ellos. Es el tiempo que va desde su resurrección y ascensión hasta su segunda venida. Es la presencia de Cristo en la Iglesia y en cada alma. Presencia reservada a los fieles. Presencia real pero no sensible, sino, espiritual, vital y mística.
¡Qué seguridad y que consuelo inmenso tener a Dios uno y trino habitando en nosotros y que Cristo no se vaya de nuestro lado! Ahora Cristo está junto a nosotros con una presencia más poderosa que cuando vivía en la tierra y en su condición mortal. Esta sentado a la diestra del Padre, es decir, Cristo, el hombre-Dios, tiene la misma dignidad y poder que el Padre.
En todo caso, lo que se puede deducir de ello es que los discípulos no se sienten abandonados; no creen que Jesús se haya como disipado en un cielo inaccesible y lejano. Evidentemente, están seguros de una presencia nueva de Jesús. Están seguros de que el Resucitado (como Él mismo había dicho, según Mateo), está presente entre ellos, precisamente ahora, de una manera nueva y poderosa. Ellos saben que “la derecha de Dios”, donde Él está ahora “enaltecido”, implica un nuevo modo de su presencia, que ya no se puede perder; el modo en que únicamente Dios puede sernos cercano.
La alegría de los discípulos después de la “ascensión” corrige nuestra imagen de este acontecimiento. La “ascensión” no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera.
Por eso San Pablo exclamaba sabiéndose junto a Cristo y amado por Él: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? […] en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro”.
Cuando los miedos y las tristezas nos atormenten pensemos en esta verdad que no es promesa como fue para los apóstoles sino realidad presente. Cristo, junto con el Padre y el Espíritu Santo moran en nosotros.
Cristo sólo deja de manifestarse y vivir en nosotros cuando dejamos de amarlo, cuando dejamos de cumplir sus mandamientos, cuando nos dejamos atrapar por el mundo.
* * *
El que ama a Cristo cumple sus mandamientos y escucha sus enseñanzas.
El que ama a Cristo es amado por Cristo y por el Padre.
Al que ama a Cristo, Cristo se le manifiesta y hace su morada en él junto con el Padre.
El amor está en las obras. Se manifiesta cumpliendo lo que Cristo manda. Y para obrar lo que Cristo manda hay que escuchar a Cristo.
Los Evangelios narran lo que Cristo enseñó y mandó.
El amor a Cristo surge de una relación íntima con Él, de un conocimiento profundo de su vida. Conocimiento que se da por la lectura y meditación de las Sagradas Escrituras y sobre todo por un conocimiento personal con Jesús en la oración.
El amor a Jesús, nos dice el Evangelio, trae dos gracias: Jesús se manifiesta al que lo ama y hace su morada en él. Viene a él junto con el Padre y el Espíritu Santo.
Cada obra hecha por amor, cada acto de amor en la oración, da luz al hombre y produce una nueva venida de la Santísima Trinidad.
Lo que dificulta el amor a Dios y al prójimo es nuestro egoísmo. Por eso al darnos sus mandamientos Dios nos da la herramienta para vencer nuestro egoísmo que nos mueve a hacer lo que queremos. Los mandamientos nos encaminan, aunque sea por el temor, a vencer nuestro egoísmo y a someternos al querer de Dios. Hay un primer paso para salir de nosotros mismos y es vivir en Dios porque cumplir los mandamientos es someter nuestra voluntad a la de Dios.
Y el cumplimiento de los mandamientos nos lleva al amor de Cristo. Y cuando Cristo es amado nos ilumina y se da a conocer y viene a nosotros y esto produce en nosotros un crecimiento en el amor y nos saca de nosotros.
Cuando nos enamoramos de Cristo y vivimos en comunicación con Él, y con el Padre y el Espíritu Santo que habitan en nosotros, sucede lo siguiente: cada vez vamos saliendo más de nosotros mismos para vivir en Dios y cuando vivimos en Dios vivimos en el amor y el amor expulsa el temor y el amor reemplaza a los mandamientos.
Es paradójico, pero salir de nosotros es entrar en nosotros. Dejar el egoísmo es renunciar al yo exterior para vivir en el yo más profundo que es donde mora Dios uno y trino.
El verdadero amor al prójimo que es el que nos hace salir de nosotros mismos nace de la unión con Dios en nuestro interior y sólo será verdadero amor al prójimo cuando nazca de ese amor que hay entre Dios y nosotros. El verdadero acto de amor al prójimo es un impulso que produce un acto de amor a Dios en nuestro interior. Ese acto es una chispa que nos hace encendernos al exterior en un fuego inextinguible que abraza a nuestros hermanos.
Esos actos de amor no son tan razonados cuanto impulsivos sin negar que sean más voluntarios aún que los razonados. Unos son más humanos, los primeros, los otros más divinos, son movidos por el Espíritu Santo.
San Juan Crisóstomo
El que me ama guardará mis palabras
El que no me ama no guarda mis enseñanzas. Y la doctrina que habéis oído no es mía, sino del Padre que me ha enviado. De modo que quien no guarda mis mandamientos no me ama a Mí ni a mi Padre. Si el signo del amor es guardar los mandamientos, y éstos son también del Padre, quien los guarda ama no solamente al Hijo sino también al Padre. Pero, Señor: ¿cómo tu enseñanza es tuya y no es tuya? Quiere decir: Yo no hablo nada fuera de lo que el Padre quiere que hable; y no hablo nada de Mí mismo, fuera de su voluntad.
Estas cosas os he dicho estando con vosotros. Como esas cosas eran oscuras y otras no las entendían los discípulos, y en muchas andaban dudosos, para que no se conturbaran de nuevo ni dijeran: ¿De qué preceptos se trata?, les quita toda ansiedad diciendo: El Paráclito, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, Él os lo enseñará todo. Como si les dijera: Ahora se os dicen muchas cosas quizá oscuras; pero ese Maestro os aclarará todo. Con la expresión: El permanecerá con vosotros, les daba a entender que Él se marcharía. Más luego, para que no se entristezcan dice que mientras El permanezca con ellos y no venga el Espíritu Santo, no serán capaces de entender nada elevado y sublime.
Les habla así preparándolos para que lleven su partida con magnanimidad, ya que ella les acarreará grandes bienes. Y con frecuencia lo llama Paráclito, o sea Consolador, a causa, de las tristezas que entonces los afligían oyendo tales cosas y pensando en las dificultades y luchas y en la partida de Él. Y así los con-suela de nuevo diciendo: La paz os dejo. Como si dijera: ¿Qué daño puede veniros de las mundanas perturbaciones si estáis en paz conmigo? Porque esta paz no es como la otra. La paz exterior con frecuencia es dañosa e inútil y en nada aprovecha. Yo, en cambio, os doy una paz que guardaréis entre vosotros mismos, y os hará más fuertes. Pero como de nuevo repitiera la expresión: Os dejo, que es propia de quien se ausenta y esto podía perturbarlos, nuevamente les dice: No tengáis ya más el corazón angustiado y pusilánime. ¿Adviertes cómo ellos en parte por el amor y en parte por el miedo se hallaban conturbados?
Habéis oído que os dije: Me voy al Padre y vuelvo a vosotros. Si me amáis, os gozaríais en verdad de que me vaya al Padre, porque el Padre es mayor que Yo. Pero esto ¿qué consuelo o qué gozo podía proporcionarles? Entonces ¿qué es lo que les quiere decir? Nada sabían aún ellos de lo que era la resurrección ni tenían de Cristo la debida opinión; ¿ni cómo la podían tener cuando ni siquiera sabían que Él había de resucitar? En cambio, del Padre tenían una gran idea. Es pues como si les dijera: Si teméis por Mí como si no pudiera defenderme; si no confiáis en que Yo después de la crucifixión pueda volver a veros, a pesar de todo eso convenía que os alegrarais oyendo que voy al Padre, pues voy a quien es mayor y desde allá puedo remediarlo todo.
Habéis oído que os dije. ¿Por qué añadió esto? Fue como decirles: De tal manera confío en la empresa llevada a cabo, que no temo predecirlo. Así os he dicho esto y lo que luego sucederá: Os lo he dicho antes de que suceda para que cuando, suceda creáis que Yo soy. Es decir: ¿podíais acaso saberlo si, Yo no os lo dijera, o podía Yo decirlo si no confiara en que sucederá? ¿Observas cómo atempera su lenguaje a la capacidad de los oyentes? Lo mismo cuando dijo: ¿Pensáis acaso que no puedo rogar a mi Padre y al punto pondría a mi disposición doce legiones de ángeles? , habló conformándose con la opinión de sus oyentes. Pues nadie que esté en su juicio asevera que no pudo defenderse y que necesitó del auxilio de los ángeles. Sino que, pues lo tenían como solo hombre, dijo: Doce legiones de ángeles. Y sin embargo le bastó con una pregunta para echar por tierra al enemigo.
Si alguno afirmara que el Padre es mayor en cuanto es principio del Hijo, no le contradiremos. Pero esto no hace que el Hijo sea de otra substancia. Es como si dijera: Mientras Yo estuviere acá, es justo que vosotros penséis que me encuentro en peligro; pero si voy al Padre, confiad, pues ya estaré seguro, puesto que a Él nadie puede vencerlo. Pero todo eso lo decía abajándose a la rudeza de los discípulos. Como si dijera: Por mi parte, Yo confío y para nada me preocupa la muerte. Por lo cual añade: Estas cosas os he dicho antes de que sucedan. Puesto que vosotros no podéis aún comprender lo que os digo acerca de eso, os traigo el consuelo haciendo referencia al Padre, al cual vosotros llamáis grande.
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan (2), Homilía LXXV (LXXIV), Tradición México 1981, p. 265-67
Guion VI Domingo de Pascua
25 DE MAYO – CICLO C
Entrada En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte de aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos. En la Misa tenemos el cielo en la tierra.
1° Lectura Hech 15, 1-2. 22-29
En las decisiones de la Iglesia primitiva actúa el Espíritu Santo inspirando a los apóstoles lo que más conviene a la fe de los fieles.
2° Lectura Apoc 21, 10-14.22-23
La gloria de Dios ilumina a la Iglesia y los apóstoles del Cordero son sus cimientos.
Evangelio Jn 14, 23-29
La docilidad al Espíritu Santo es garantía de la inhabitación trinitaria en nuestra alma.
Preces
Elevemos nuestras súplicas a nuestro Padre por medio de Cristo, nuestro victorioso Redentor.
A cada intención respondamos con fe:
+ Por las intenciones del Santo Padre, especialmente a favor de la paz en Medio Oriente, que el misterio pascual de Cristo fortalezca a quienes dan testimonio de Cristo en esas tierras. Oremos.
+ Por todos los que trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia, para que se distingan por su dedicación al prójimo, y los hombres experimenten su caridad y su riqueza de humanidad. Oremos.
+ Por los que rigen los destinos de las naciones, para que se dejen guiar por el Espíritu de Cristo. Oremos.
+ Por todos los miembros de nuestra familia religiosa, especialmente por aquellos que colaboran en la misión ad gentes y los que están en lugares de conflictos y guerra. Oremos.
+ Para que todos los miembros de nuestra Tercera Orden profundicen cada vez más su vocación de pueblo sacerdotal llamado a cantar las alabanzas de Cristo, y den un testimonio vigoroso ante el mundo. Oremos.
Oh Dios, que conoces los corazones de tus hijos, conságranos en la verdad bajo la acción de tu Espíritu, para que permanezcamos en tu amor y el mundo crea en la palabra de tu Hijo Jesús, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Ofertorio
El Espíritu nos enseña lo que hemos de ofrecer ante el altar. Presentamos:
–Incienso, suave aroma que eleva nuestra alabanza a la Trinidad.
–Pan y Vino, las especies que serán transformadas en Cristo, con quien formamos un solo Cuerpo.
Comunión
Nuestra Pascua inmolada es Cristo el Señor, a Él nos acercamos para ser transformados por su Presencia eucarística.
Salida
Que María Santísima nos enseñe a permanecer unidos a Dios y a perseverar en el amor mientras peregrinamos hacia el cielo.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)