PRIMERA LECTURA
Yo pondré mi espíritu en vosotros, y viviréis
Lectura de la profecía de Ezequiel 37, 12-14
Así habla el Señor:
Yo voy a abrir las tumbas de ustedes, los haré salir de ellas, y los haré volver, pueblo mío, a la tierra de Israel. Y cuando abra sus tumbas y los haga salir de ellas, ustedes, mi pueblo, sabrán que yo soy el Señor.
Yo pondré mi espíritu en ustedes, y vivirán; los estableceré de nuevo en su propio suelo, y así sabrán que yo, el Señor, lo he dicho y lo haré -oráculo del Señor-.
Palabra de Dios.
SALMO 129, 1-5-6c-8
R. En el Señor se encuentra la misericordia
Desde lo más profundo te invoco, Señor.
¡Señor, oye mi voz!
Estén tus oídos atentos
al clamor de mi plegaria. R.
Si tienes en cuenta las culpas, Señor,
¿quién podrá subsistir?
Pero en ti se encuentra el perdón,
para que seas temido. R.
Mi alma espera en el Señor,
y yo confío en su palabra.
Mi alma espera al Señor,
Como el centinela espera la aurora,
espere Israel al Señor. R.
Porque en él se encuentra la misericordia
y la redención en abundancia:
él redimirá a Israel
de todos sus pecados. R.
SEGUNDA LECTURA
El Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús habita en ustedes
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma 8, 8-11
Hermanos:
Los que viven de acuerdo con la carne no pueden agradar a Dios. Pero ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes.
El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo. Pero si Cristo vive en ustedes, aunque el cuerpo esté sometido a la muerte a causa del pecado, el espíritu vive a causa de la justicia. Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús habita en ustedes, el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes.
Palabra de Dios.
VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Jn 11, 25a. 26
«Yo soy la Resurrección y la Vida.
El que cree en mí no morirá jamás», dice el Señor:
EVANGELIO
Yo soy la resurrección y la vida
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 11, 1-45
Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, el que tú amas, está enfermo.»
Al oír esto, Jesús dijo: «Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Después dijo a sus discípulos: «Volvamos a Judea.»
Los discípulos le dijeron: «Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y quieres volver allá?»
Jesús les respondió: «¿Acaso no son doce la horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él.»
Después agregó: «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo.»
Sus discípulos le dijeron: «Señor, si duerme, se curará.» Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte.
Entonces les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo.»
Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él.»
Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días.
Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dio a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas.»
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»
Marta le respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dijo: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?»
Ella le respondió: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo.»
Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: «El Maestro está aquí y te llama.» Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó adonde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.»
Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: «¿Dónde lo pusieron?»
Le respondieron: «Ven, Señor, y lo verás.»
Y Jesús lloró.
Los judíos dijeron: «¡Cómo lo amaba!»
Pero algunos decían: «Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?»
Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: «Quiten la piedra.»
Marta, la hermana del difunto, le respondió: «Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto.»
Jesús le dijo: «¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.»
Después de decir esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, ven afuera!»
El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario.
Jesús les dijo: «Desátenlo para que pueda caminar.»
Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él.
Palabra del Señor.
O bien más breve:
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 11, 1-7. 20-27. 33b-45
Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas de Lázaro enviaron a decir a Jesús: «Señor, el que tú amas, está enfermo.»
Al oír esto, Jesús dijo: «Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que éste se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Después dijo a sus discípulos: «Volvamos a Judea.»
Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas.»
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»
Marta le respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dijo: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?»
Ella le respondió: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo.»
Jesús, conmovido y turbado, preguntó: «¿Dónde lo pusieron?»
Le respondieron: «Ven, Señor, y lo verás.»
Y Jesús lloró.
Los judíos dijeron: «¡Cómo lo amaba!»
Pero algunos decían: «Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podía impedir que Lázaro muriera?»
Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: «Quiten la piedra.»
Marta, la hermana del difunto, le respondió: «Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto.»
Jesús le dijo: «¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me oíste.
Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.»
Después de decir esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, ven afuera!»
El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario.
Jesús les dijo: «Desátenlo para que pueda caminar.»
Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él.
Palabra del Señor.
José María Solé Roma, C.F.M
EZEQUIEL 37, 12-14:
Es una de las más impresionantes visiones de Ezequiel, el Profeta que las tiene más lozanas y que las describe en estilo más crudo y audaz. Sus visiones no son sueños de poeta. Son mensajes de Profeta. Y por tanto debemos buscar en ellas el sentido teológico:
— El mensaje de la visión que hoy leemos es altamente consolador. La nación de Israel derrotada, depauperada, desterrada, es ya solamente una nación de espectros: un cementerio. Carece de vitalidad: «Estos huesos son la Casa toda de Israel. He aquí que dicen: Se han secado nuestros huesos; nuestra esperanza se ha desvanecido; ha llegado para nosotros el fin» (11). En lo humano así es. Pero el Señor Omnipotente ha mostrado en visión a Ezequiel (vv 1-10) lo que se propone realizar con el Pueblo Elegido.
— La Obra de Redención del cautiverio, de Repatriación, de Restauración de Israel, equivale a una «Resurrección»; «Mirad; así dice Yahvé: Abriré vuestros sepulcros y os haré salir de vuestras tumbas, Pueblo mío; y os introduciré en la Tierra de Israel» (12). Israel reconocerá que sólo Dios ha podido obrar tal maravilla de poder y de amor: «Y sabréis que YO SOY YAHVE» (13).
— A la Promesa de Restauración nacional (Resurrección) va unida otra: Dios infundirá en el Pueblo redimido un nuevo espíritu: su Espíritu: «Infundiré en vosotros mi Espíritu y reviviréis» (14). Los acontecimientos posteriores a la repatriación orientarán a Israel a entender estas grandes Promesas de Dios en el único sentido digno de Él: en sentido del todo espiritual. No se trata de valores terrenos. En este plano los ingentes Imperios que rodean al minúsculo Israel le superarán siempre con creces. Se trata de valores celestiales: los del Espíritu de Dios: Emitte Spiritum tuum et crabuntur; et renovabis faciem terrae. El día de Pentecostés, cuando la Pasión y Resurrección de Cristo hagan descender sobre el «Nuevo Pueblo» de Dios el Espíritu Santo, comprendemos mejor el sentido, teológico de esta Visión-Profecía de Ezequiel.
ROMANOS 8, 8-11:
San Pablo nos va a dar la teología que encierra el mensaje de Ezequiel:
— Sin Cristo quedan los hombres en la zona del pecado. Y por tanto de la muerte. Pero por Cristo, tan luego como la fe y el Bautismo nos insertan en Él, llega a nosotros el «Espíritu», la Vida de Dios. Esta Vida de Dios es ya una verdadera «Resurrección» espiritual. Y es asimismo participación de la Inmortalidad de Dios: «Si en vosotros está Cristo, vuestro espíritu vive a causa de la justicia» (10). Es la nueva vida de hijos de Dios. La vivimos en Cristo-Hijo de Dios; en Él y por Él. Esta vida, que es la Gracia (justificación), nada tiene que temer de la muerte física o corporal. Esta vida física, la que heredamos de Adán, debe acabar. Pero tras ella prosigue la Vida Espiritual.
— Con todo, el Espíritu de Cristo que habita en nosotros debe llevar su obra vivificante hasta resucitar nuestros cuerpos: «Y si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos mora en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por obra de su Espíritu que habita en vosotros» (11). La Resurrección de Cristo implica la nuestra. Será completa nuestra Redención cuando el Espíritu de Cristo vivifique de Vida inmortal todos los cuerpos de los redimidos.
— Es una de las constantes en la doctrina de Pablo la relación entre la Resurrección de Cristo y la nuestra. La de Cristo es causa eficiente y ejemplar de la nuestra. La eficiencia de la Resurrección de Cristo obra ya actualmente en nosotros; la. Nueva Vida, Vida del Espíritu de Cristo, que nos hace hijos de Dios y nos dispone ya a la Resurrección; y la exige: Herederos con Cristo nos pertenece en derecho su Gloria y, por ende, la Resurrección. La Vida Eterna es, cierto, un bien escatológico, pero ya a los peregrinos, el Sacramento de la Vida, la Eucaristía, nos da su promesa, su pregusto, su garantía.
JUAN 11, 1-45:
Lo que el Profeta Ezequiel previó y anunció, queda superado por lo que Jesús-Mesías va a realizar: Cristo vivifica con Vida Divina a todos los redimidos. Ya no mera resurrección nacional (Ezequiel); ya no mera revivificación de un cadáver (Lázaro): Es diluvio de Vida-Divina-Eterna:
— Jesús se esfuerza en elevar a Marta, a María y a los Apóstoles a un Mesianismo superior al del tiempo. El que cree en Cristo tiene la Vida; Vida que vence a la muerte. La muerte física es un fenómeno que no afecta a esta Vida. Incluso, el dinamismo de esta Vida exige, a su hora, la Resurrección, a fin de que la Gloria de Cristo Resucitado la gocemos en alma y cuerpo.
— Como «signo» de la «Vivificación» que nos trae Cristo, Este resucita a Lázaro. Con este milagro se muestra el poder de Cristo sobre la muerte. Pero es sólo un «signo» de la Victoria definitiva. Lázaro redivivo tornará a morir. Mas la Vida que nos trae Cristo es Vida de Dios. Y una vez pagada la deuda del pecado que es la muerte, nos Resucitará Inmortales.
— Pero para alcanzar esta Vida debemos «creer» en Cristo (25). Lastimosamente era débil la fe de los discípulos y también la de las hermanas de Lázaro. Y los fariseos no sólo se negaban a creer en Él, sino que precisamente aquel gran milagro de resucitar a Lázaro será el detonador que hará estallar el odio de los escribas y fariseos, sacerdotes y saduceos. Odio que no se saciará sino con la muerte de Jesús. Jesús que todo eso ve y sabe, siente en aquel momento pena tan honda que nos dice el Evangelista: «Jesús se sintió agitado de indignación y se perturbó» (33). Pena y perturbación que estalla en lágrimas (35); corno en Lucas 19, 41. La falta de fe hace llorar a Jesús. Rindámonos con fe y amor al amor del Crucificado: Quia per Filii tui salutiferam passionem totus mundus sensum confitendae tuae majestatis accepit, dum ineffabili crucis potentia judicium mundi et potestas emicat Crucifixi (Pref. de Pasión I).
— Cristo es la «RESURRECCIÓN Y LA VIDA»: Vida eterna y divina; Resurrección que anegará nuestra carne mortal en la gloria de Dios. Para quien cree en Cristo la muerte es sólo un episodio, una dormición (v 11-14). Hay que pagar esta deuda del pecado; pero el Redentor, Cristo-Vida, nos vivificará plenamente, gloriosamente y eternamente. Y ya desde ahora, por la fe y el amor en Cristo, gozamos esta Vida Eterna. Se llama: Gracia de Dios.
SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 89-92
Xavier Leon – Dufour
La vida en las Sagradas Escrituras
Dios, que vive, nos llama a la vida eterna. De un extremo a otro de la Biblia un sentido profundo de la vida en todas sus formas y un sentido muy puro de Dios nos revelan en la vida, que el hombre persigue con una esperanza infatigable, un don sagrado en el que Dios hace brillar su misterio y su generosidad.
I. EL DIOS VIVIENTE. Invocar “al Dios viviente” (Jos 3,10; Sal 42,3…), presentarse como el “servidor del Dios viviente” (Dan 6,21; lRe 18,10.15), jurar “por el Dios viviente” (Jue 8, 19; ISa 19,6…) es no sólo proclamar que el Dios de Israel es un *dios poderoso y activo, es también darle uno de los *nombres que más estima (Núm 14,21; Jer 22,24; cf. Ez 5, 11…), es evocar su extraordinaria vitalidad, su ardor devorador “que no se fatiga ni se cansa” (Is 40,28), “el rey eterno… ante cuya *ira se es impotente” (Jer 10,10), el “que perdura para siempre… que salva y libera, obra signos y maravillas en los cielos y en la tierra” (Dan 6,27s). La estima que la Biblia asigna a este nombre es signo del valor que para ella tiene la vida.
II. VALOR DE LA VIDA.
1. La vida es cosa preciosa. La vida aparece en las últimas etapas de la creación para coronarla. El día quinto nacen los “monstruos marinos, los seres vivos que bullen en las aguas” (Gén 1,21) y las aves. La tierra a su vez produce otros seres vivos (1,24). Finalmente Dios crea a su imagen al más perfecto de los vivientes, al *hombre. Y para garantizar la continuidad y el *crecimiento a esta vida *naciente le hace Dios el don de su *bendición (1,22.28). Así, aun cuando la vida es un tiempo de servicio penoso (Job 7,1), el hombre está pronto a sacrificarlo todo por salvar-la (2,4). La suerte del *alma en los infiernos aparece tan lamentable que desear la *muerte no puede ser sino el contragolpe de una desgracia inaudita y desquiciante (Job 7,15; Jon 4, 3). El ideal es gozar largos años de la existencia presente (cf. Ecl 10,7; 11,8s) en “la tierra de los vivos” (Sal 27,13) y morir como Abraham “en una vejez dichosa, de edad avanzada y saciado de días” (Gén 25,8; 35, 29; Job 42,17). Si la posteridad es ardientemente deseada (cf. Gén 15, 1-6; 2Re 4,12-17), es porque los hijos son el sostén de los padres (cf. Sal 127; 128) y prolongan en cierto modo su vida. También gusta ver numerosos en las plazas públicas a los ancianos de edad avanzada y a los niños pequeños (cf. Zac 8,4s).
2. La vida es cosa frágil. Todos los seres vivos, sin excluir al hombre, poseen la vida sólo a título precario. Están por naturaleza sujetos a la muerte. En efecto, esta vida de-pende de la respiración, es decir, de un soplo frágil, independiente de la voluntad y que una cosilla de nada es capaz de extinguir (cf. *espíritu). Este soplo, don de Dios (Is 42,5), depende incesantemente de él (Sal 104,28ss), “que da la muerte y da la vida” (Dt 32,39). Efectivamente, la vida es corta (Job 14,1 ; Sal 37,36), sólo humo (Sab 2,2), una *sombra (Sal 144,4), una nada (Sal 39,6). Pa-rece incluso haber disminuido constantemente desde los orígenes (cf. Gén 47,8s). Ciento veinte, cien años, y hasta setenta u ochenta han venido a ser el máximo (cf. Gén 6,3; Eclo 18,9; Sal 90,10).
3. La vida es cosa sagrada. Toda vida viene de Dios, pero el hálito del hombre viene de Dios en forma muy especial: para hacerlo alma viva insufló Dios en sus narices un soplo de vida (Gén 2,7; Sab 15,11) que vuelve a retirar en el instante de la muerte (Job 34,14s; Ecl 12,7, después de la vacilación de 3,19ss). Por esto toma Dios bajo su protección la vida del hombre y prohibe el homicidio (Gén 9,5s; Éx 20,13), aun-que sea el de Caín (Gén 4,11-15). Hasta la vida del *animal tiene algo sagrado; el hombre puede alimentar-se con su *carne, a condición de que se haya vaciado toda la *sangre, pues “la vida de la carne está en la sangre” (Lev 17,11), sede del alma viva que respira (Gén 9,4); y por esta sangre entra el hombre en con-tacto con Dios en los *sacrificios.
III. LAS PROMESAS DE VIDA.
1. Fracaso de la vida. Dios, “que no se complace en la muerte de nadie” (Ez 18,32), no había creado al hombre para dejarlo morir, sino para que viviera (Sab 1,13s; 2,23); por eso le había destinado el *paraíso terrenal y el *árbol de la vida, cuyo fruto debía hacerle “vivir para siempre” (Gén 3,22). Aun después de haber debido vedar el acceso al árbol de vida al hombre pecador, que pensaba hallarlo por sus propias fuerzas, no renuncia Dios a garantizar al hombre la vida. Antes de que llegue a dársela por la muerte de su Hijo, propone a su pueblo “los *caminos de la vida” (Prov 2,19…; Sal 16,11; Dt 30,15; Jer 21,8).
2.La ley de vida. Estos caminos son “las *leyes y costumbres” de Yahveh; “quien las cumpla hallará en ellas la vida” (Lev 18,5; Dt 4,1; cf. Éx 15,26); verá “consumarse el número de sus días” (Éx 23,26); hallará “días y vida largos, luz de los ojos y paz” (Bar 3,14). Porque estos caminos son los de la *justicia, y “la justicia conduce a la vida” (Prov 11,19; cf. 2,19s…), “el justo vivirá por su *fidelidad” (Hab 2,4), mientras que los impíos serán borrados del *libro de la vida (cf. Sal 69,29).
Durante largo tiempo esta vida no es, en la esperanza de Israel, sino una vida en la tierra; pero, como su *tierra es la que Dios ha dado en don a su pueblo, “la vida y los días largos” que Dios le reserva, si es fiel (Dt 4,40…; cf. Éx 20,12), representan una felicidad única en el mundo, “superior a la de todas las naciones de la tierra” (Dt 28,1).
3. Dios, fuente de vida. Esta vida, aun cuando se vive enteramente en la tierra, no se nutre, sin embargo, en primer lugar de los bienes de la tierra, sino de la adhesión a Dios. Él es “la fuente de agua viva” (Jer 2,13; 17,13), “la fuente de vida” (Sal 36,10; cf. Prov 14,27) y “su amor vale más que la vida” (Sal 63,4). Por eso los mejores acaban por preferir a cualquier otro bien la dicha de habitar toda su vida en su templo, donde un solo día pasado delante de su *rostro y consagrado a celebrarlo “vale más que mil” (Sal 84,11; cf. 23,6; 27,4). Para los profetas la vida está en “*buscar a Yahveh” (Am 5, 4s; Os 6,1s).
4. Vida más allá de la muerte. Más que de la vida dichosa en su tierra hizo Israel pecador la experiencia de la *muerte, pero desde el seno mismo de la muerte descubre que Dios persiste en llamarlo a la vida. Desde el fondo del exilio proclama Ezequiel que Dios “no se complace en la muerte del malvado”, sino que lo llama a “convertirse y a vivir” (Ez 33,11); sabe que Israel es como un pueblo de cadáveres, pero anuncia que sobre estas osamentas áridas insuflará Dios su *espíritu, y revivirán (37,11-14). Todavía desde el exilio el segundo Isaías contempla al *siervo de Yahveh : “Arrancado de la tierra de los vivos… por el malhecho de su pueblo” (Es 53,8), “ofrece su vida en *sacrificio de expiación” y más allá de la muerte “ve una descendencia y prolonga sus días” (53,10). Subsiste, pues, una fisura en la asociación fatal pecado/muerte: uno puede morir por sus *pecados y aguardar todavía algo de la vida, uno puede morir por otra cosa que por sus pecados y hallar la vida muriendo.
Las persecuciones de Antíoco Epífanes vinieron a confirmar estas visiones proféticas mostrando que se podía morir para ser *fiel a Dios. Esta muerte aceptada por Dios no podía separar de él, no podía conducir sino a la vida por la *resurrección: “Dios les devolverá el espíritu y la vida… Beben de la vida que no se agota” (2Mac 7,23.36). Del polvo en que duermen “despertarán… resplandecerán como el esplendor del firmamento”, mientras que sus perseguidores se sumergirán “en el horror eterno” (Dan 12,2s). En el libro de la Sabiduría esta esperanza se amplía y transforma toda la vida de los justos: mientras que los impíos, “apenas nacidos dejan de ser” (Sab 5,13), son muertos vivos, los justos están desde ahora “en la mano de Dios” (3,1) y de ella recibirán “la vida eterna… la corona real de *gloria” (5,15s).
IV. JESUCRISTO: YO SOY LA VIDA. Con la venida del Salvador las promesas se convierten en realidad.
1. Jesús anuncia la vida. Para Jesús es la vida cosa preciosa, “más que el alimento” (Mt 6,25); “salvar una vida” prevalece incluso sobre el *sábado (Mc 3,4 p), porque “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos” (Me 12,27 p). Él mismo cura y devuelve la vida, como si no pudiera tolerar la presencia de la muerte: si hubiera estado allí, Lázaro no habría muerto (Jn 11,15.21). Este poder de dar la vida es el signo de que tiene poder sobre el pecado (Mt 9,6) y de que aporta la vida que no muere, la “vida eterna” (19,16 p; 19, 29 p). Es la verdadera vida, y hasta se puede decir que es “la vida” a secas (7,14; 18,8s p…). Para entrar en ella y poseerla hay que seguir el *camino estrecho, sacrificar todas las *riquezas, y hasta los propios miembros y la vida presente (cf. Mt 16, 25s).
2. En Jesús está la vida. Cristo, Verbo eterno, poseía la vida desde toda la eternidad (Jn 1,4). Encarnado, es “el Verbo de vida” (lJn 1,1); dispone de la vida en plena propiedad (Jn 5,26) y la da con superabundancia (10,10) a todos los que le ha dado su Padre (17,2). Él es “el camino, la verdad y la vida” (14,6), “la resurrección y la vida” (11,25). “*Luz de la vida” (8,12), da un *agua viva que en el que la recibe se convierte en “una fuente que brota en vida eterna” (4,14). “*Pan de vida”, al que come su *cuerpo le otorga vivir por él, como él vive por el Padre (6,27-58). Lo cual supone la *fe: “el que viva y crea en mí no morirá” (11,25s); de lo contrario “no verá nunca la vida” (3,36); una fe que recibe sus palabras y las ejecuta, como él mismo obedece a su Padre, porque “su orden es vida eterna” (12,47-50).
3. Jesucristo, príncipe de la vida. Lo que Jesús pide lo hace él el primero ; lo que anuncia, lo da. Libremente, por amor del Padre y de los suyos, como el Buen *pastor por sus ovejas, “da su vida” (= “su *alma”, Jn 10,11.15.17s; lJn 3,16). Pero es “para volverla a tomar” (Jn 10,17s) y, después de tomada, hecho “espíritu vivificante” (lCor 15,45), hacer don de la vida a todos los que crean en él. Jesucristo, muerto y resucitado, es “el príncipe de la vida” (Act 3,15), y la Iglesia tiene por misión “anunciar osadamente al pueblo… esta vida” (Act 5,20): tal es la primera experiencia cristiana.
4. Vivir en Cristo. Este paso de la muerte a la vida se repite en quien cree en Cristo (Jn 5,24) y, “*bautizado en su muerte” (Rom 6,3), “retornado de la muerte” (6,13), “vive en adelante para Dios en Cristo Jesús” (6,10s). Ahora *conoce con un conocimiento vivo al Padre y al Hijo al que el Padre ha enviado, lo cual es la vida eterna (Jn 17,3; cf. 10,14). Su “vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3), el Dios vivo cuyo templo es (2Cor 6,16). Así participa de la vida de Dios, a la que en otro tiempo era extraño (*extranjero) (cf. Ef 4,18), y por tanto de su naturaleza (2Pe 1,4). Habiendo recibido de Cristo el Espíritu de Dios, su propio espíritu es vida (Rom 8,10). No está ya sometido a la sujeción de la carne; puede atravesar indemne la muerte y vivir para siempre (cf. 8, 11.38), no ya para sí mismo, “sino para aquél que ha muerto y resucitado” por él (2Cor 5,15); para él “la vida es Cristo” (Flp 1,21).
5. La muerte absorbida por la vida. Ya en esta tierra, cuanto mayor participación tiene el cristiano en la *muerte de Cristo y cuanto más lleva en sí sus *sufrimientos, tanto más manifiesta su vida aun en su *cuerpo (2Cor 4,10). Es necesario, en efecto, que la muerte sea absorbida por la vida (2Cor 5,4); lo que es corruptible debe revestirse de la inmortalidad, cambio que casi para todos supone la muerte corporal (cf. lCor 15,35-55). Ésta, lejos de significar un fracaso en la vida, la fija y la dilata en Dios, absorbiendo a la muerte en su *victoria (15,54s).
El Apocalipsis ve ya a las almas de los mártires en el cielo (Ap 6,9) y Pablo desea morir para “estar con Cristo” (Flp 1,23; cf. 2Cor 5,8). La vida con Cristo, esperada de la *resurrección (cf. lTes 5,10), es, pues, posible inmediatamente después de la muerte. Entonces puede uno ser semejante a Dios y *verle tal como es (1Jn 3,2), cara a cara (*rostro) (lCor 13,12), lo cual es la esencia de la vida eterna.
Esta vida no tendrá, sin embargo, toda su perfección sino el día en que también el cuerpo, resucitado y glorioso, tenga participación en ella, cuando se manifieste “nuestra vida, Cristo” (Col 3,4), en la Jerusalén celeste, “morada de Dios con los hombres” (Ap 21,3), donde brotará el río de vida, donde crecerá el *árbol de vida (22.1s; 22,14.19). Entonces ya no habrá muerte (21,4), será “arrojada al estanque de fuego” (20, 14). Todo quedará plenamente sometido a Dios, que “será todo en todos” (lCor . 15,28). Será un nuevo *paraíso, donde los santos *gustarán para siempre la vida misma de Dios en Cristo Jesús.
LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001
Benedicto XVI
La verdadera vida
El evangelio de este día, dedicado a un tema importante y fundamental: ¿qué es la vida?, ¿qué es la muerte?, ¿cómo vivir?, ¿cómo morir?
Con el fin de ayudarnos a comprender mejor este misterio de la vida y la respuesta de Jesús, san Juan usa para esta única realidad de la vida dos palabras diferentes, indicando las diversas dimensiones de la realidad llamada “vida”: la palabra bíos y la palabra zoé. Bíos, como se comprende fácilmente, significa este gran biocosmos, esta biosfera, que va desde las células primitivas hasta los organismos más organizados, más desarrollados, este gran árbol de la vida, en el que se han desarrollado todas las posibilidades de la realidad bíos.
A este árbol de la vida pertenece el hombre; forma parte de este cosmos de la vida que comienza con un milagro: en la materia inerte se desarrolla un centro vital; la realidad que llamamos organismo.
Pero el hombre, aun formando parte de este gran biocosmos, lo trasciende, porque también forma parte de la realidad que san Juan llama zoé. Es un nuevo nivel de la vida, en el que el ser se abre al conocimiento. Ciertamente, el hombre es siempre hombre con toda su dignidad, incluso en estado de coma o en la fase de embrión, pero si sólo vive biológicamente no se realizan ni desarrollan todas las potencialidades de su ser. El hombre está llamado a abrirse a nuevas dimensiones. Es un ser que conoce. Desde luego, también los animales conocen, pero sólo las cosas que les interesan para su vida biológica. El conocimiento del hombre va más allá; quiere conocerlo todo, toda la realidad, la realidad en su totalidad; quiere saber qué es su ser y qué es el mundo. Tiene sed de conocimiento del infinito; quiere llegar a la fuente de la vida; quiere beber de esta fuente, encontrar la vida misma.
Así hemos tocado una segunda dimensión: el hombre no es sólo un ser que conoce; también vive en relación de amistad, de amor. Además de la dimensión del conocimiento de la verdad y del ser, existe, inseparable de esta, la dimensión de la relación, del amor. Y aquí el hombre se acerca más a la fuente de la vida, de la que quiere beber para tener la vida en abundancia, para tener la vida misma.
Podríamos decir que toda la ciencia es una gran lucha por la vida; lo es, sobre todo, la medicina. En definitiva, la medicina es un esfuerzo por oponerse a la muerte, es búsqueda de inmortalidad. Pero, ¿podemos encontrar una medicina que nos asegure la inmortalidad? Esta es precisamente la cuestión del evangelio de hoy. Tratemos de imaginar que la medicina llegue a encontrar la receta contra la muerte, la receta de la inmortalidad. Incluso en ese caso, se trataría de una medicina que se situaría dentro de la biosfera, una medicina ciertamente útil también para nuestra vida espiritual y humana, pero de por sí una medicina confinada dentro de la biosfera.
Es fácil imaginar lo que sucedería si la vida biológica del hombre no tuviera fin, si fuera inmortal: nos encontraríamos en un mundo envejecido, en un mundo lleno de viejos, en un mundo que no dejaría espacio a los jóvenes, un mundo en el que no se renovaría la vida. Así comprendemos que este no puede ser el tipo de inmortalidad al que aspiramos; esta no es la posibilidad de beber en la fuente de la vida, que todos deseamos.
Precisamente en este punto, en el que, por una parte, comprendemos que no podemos esperar una prolongación infinita de la vida biológica y sin embargo, por otra, deseamos beber en la fuente de la vida para gozar de una vida sin fin, precisamente en este punto interviene el Señor y nos habla en el evangelio diciendo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26). “Yo soy la resurrección”: beber en la fuente de la vida es entrar en comunión con el amor infinito que es la fuente de la vida. Al encontrar a Cristo, entramos en contacto, más aún, en comunión con la vida misma y ya hemos cruzado el umbral de la muerte, porque estamos en contacto, más allá de la vida biológica, con la vida verdadera.
Los Padres de la Iglesia llamaron a la Eucaristía medicina de inmortalidad. Y lo es, porque en la Eucaristía entramos en contacto, más aún, en comunión con el cuerpo resucitado de Cristo, entramos en el espacio de la vida ya resucitada, de la vida eterna. Entramos en comunión con ese cuerpo que está animado por la vida inmortal y así estamos ya desde ahora y para siempre en el espacio de la vida misma. Así, este evangelio es también una profunda interpretación de lo que es la Eucaristía y nos invita a vivir realmente de la Eucaristía para poder ser transformados en la comunión del amor. Esta es la verdadera vida.
En el evangelio de san Juan el Señor dice: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Vida en abundancia no es, como algunos piensan, consumir todo, tener todo, poder hacer todo lo que se quiera. En ese caso viviríamos para las cosas muertas, viviríamos para la muerte. Vida en abundancia es estar en comunión con la verdadera vida, con el amor infinito. Así entramos realmente en la abundancia de la vida y nos convertimos en portadores de la vida también para los demás.
Los prisioneros de guerra que estuvieron en Rusia durante diez años o más, expuestos al frío y al hambre, después de volver dijeron: “Pude sobrevivir porque sabía que me esperaban. Sabía que había personas que me esperaban, sabía que yo era necesario y esperado”. Este amor que los esperaba fue la medicina eficaz de la vida contra todos los males.
En realidad, hay alguien que nos espera a todos. El Señor nos espera; y no sólo nos espera: está presente y nos tiende la mano. Aceptemos la mano del Señor y pidámosle que nos conceda vivir realmente, vivir la abundancia de la vida, para poder así comunicar también a nuestros contemporáneos la verdadera vida, la vida en abundancia. Amén.
Homilía del Papa Benedicto XVI en la Iglesia de San Lorenzo in Piscibus, Roma el domingo 9 de marzo de 2008
San Juan Pablo II
Corazón de Jesús, Vida y Resurrección nuestra, ten misericordia de nosotros
¡Queridos Hermanos y Hermanas!
1. Esta invocación de las letanías del Sagrado Corazón encierra en una frase todo el misterio de Cristo Redentor; nos recuerda las palabras dirigidas por Jesús a Marta, afligida por la muerte de su hermano Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en Mi, aunque muera, vivirá” (Jn 11,25).
Jesús es la vida que brota eternamente de la divina fuente del Padre: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios .. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Jn1,1.4).
Jesús es vida en Sí mismo: “Como el Padre tiene vida en Sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en Si mismo” (Jn 5,26). En Su Corazón la vida divina y la vida humana se unen armónicamente, en plena e inseparable unidad.
Pero Jesús es también vida para nosotros. “Dar la vida” es el objetivo de la misión que Él, Buen Pastor, recibió del Padre: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
2. Jesús es también la resurrección. Nada es tan radicalmente contrario a la santidad de Cristo -el Santo del Señor (Lc. 1,35; Me 1,24)- como el pecado; nada es tan opuesto a Él, fuente de vida, como la muerte.
Un vinculo misterioso une pecado y muerte (Sb 2,24; Rm 5,12; 6,23; etc): ambas son realidades esencialmente contrarias al proyecto de Dios sobre el hombre, que no fue hecho para la muerte, sino para la vida. Ante toda expresión de muerte, el Corazón de Cristo se conmovió profundamente, y por Amor al Padre y a los hombres, sus hermanos, hizo de su vida un “prodigioso duelo” contra la muerte (Misal Romano, Secuencia de Pascua): con una palabra restituyó la vida física a Lázaro, al hijo de la viuda de Naín, a la hijo de Jairo; con la fuerza de Su Amor Misericordioso devolvió la vida espiritual a Zaqueo, a María Magdalena, a la adúltera y a cuantos supieron reconocer su presencia salvadora.
3. Nadie como María Santísima ha experimentado que el “Corazón de Jesús es Vida y Resurrección”.
Del Corazón de Jesús, María Santísima recibió la vida de la gracia original y, en la escucha de su palabra y en la observación atenta de sus gestos salvíficos, pudo custodiarla y nutrirla.
Por el Corazón de Jesús, María Santísima fue asociada de modo singular a la victoria sobre la muerte: el misterio de Su Asunción en cuerpo y alma al cielo es el consolador documento de que la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte se prolonga en los miembros de Su Cuerpo Místico, y, como primero entre todos, en María, “miembro excelentísimo” de la Iglesia (Lumen Gentiurn, 53).
Glorificada en el Cielo, la Virgen está, con Su Corazón de Madre, al servició de la redención obrada por Cristo. La “Madre de la Vida”está cerca de toda mujer que da a luz un hijo, está al lado de toda fuente bautismal donde, por el agua y por el Espíritu (Jn 3,5) nacen los miembros de Cristo. Ella que es “Salud de los enfermos”, está donde la vida se consume afectada por el dolor y la enfermedad. Ella que es “Madre de Misericordia” llama a quien ha caído bajo el peso de la culpa para que vuelva a las fuentes de la vida. Ella que es “Refugio de pecadores” señala, a quienes se habían alejado de Él, el camino que conduce a Cristo. Ella que es “Virgen dolorosa” está donde la vida se apaga.
Invoquémosla con la Iglesia: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.
Ángelus, 23 de julio de 1989
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Ya sólo faltan dos semanas para la Pascua y todas las lecturas bíblicas de este domingo hablan de la resurrección. Pero no de la resurrección de Jesús, que irrumpirá como una novedad absoluta, sino de nuestra resurrección, a la que aspiramos y que precisamente Cristo nos ha donado, al resucitar de entre los muertos. En efecto, la muerte representa para nosotros como un muro que nos impide ver más allá; y sin embargo nuestro corazón se proyecta más allá de este muro y, aunque no podemos conocer lo que oculta, sin embargo, lo pensamos, lo imaginamos, expresando con símbolos nuestro deseo de eternidad.
El profeta Ezequiel anuncia al pueblo judío, en el destierro, lejos de la tierra de Israel, que Dios abrirá los sepulcros de los deportados y los hará regresar a su tierra, para descansar en paz en ella (cf. Ez 37, 12-14). Esta aspiración ancestral del hombre a ser sepultado junto a sus padres es anhelo de una «patria» que lo acoja al final de sus fatigas terrenas. Esta concepción no implica aún la idea de una resurrección personal de la muerte, pues esta sólo aparece hacia el final del Antiguo Testamento, y en tiempos de Jesús aún no la compartían todos los judíos. Por lo demás, incluso entre los cristianos, la fe en la resurrección y en la vida eterna con frecuencia va acompañada de muchas dudas y mucha confusión, porque se trata de una realidad que rebasa los límites de nuestra razón y exige un acto de fe. En el Evangelio de hoy —la resurrección de Lázaro—, escuchamos la voz de la fe de labios de Marta, la hermana de Lázaro. A Jesús, que le dice: «Tu hermano resucitará», ella responde: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día» (Jn 11, 23-24). Y Jesús replica: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11, 25). Esta es la verdadera novedad, que irrumpe y supera toda barrera. Cristo derrumba el muro de la muerte; en él habita toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna. Por esto la muerte no tuvo poder sobre él; y la resurrección de Lázaro es signo de su dominio total sobre la muerte física, que ante Dios es como un sueño (cf. Jn 11, 11).
Pero hay otra muerte, que costó a Cristo la lucha más dura, incluso el precio de la cruz: se trata de la muerte espiritual, el pecado, que amenaza con arruinar la existencia del hombre. Cristo murió para vencer esta muerte, y su resurrección no es el regreso a la vida precedente, sino la apertura de una nueva realidad, una «nueva tierra», finalmente unida de nuevo con el cielo de Dios. Por este motivo, San Pablo escribe: «Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11).
Queridos hermanos, encomendémonos a la Virgen María, que ya participa de esta Resurrección, para que nos ayude a decir con fe: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (Jn 11, 27), a descubrir que él es verdaderamente nuestra salvación.
Ángelus del Papa Benedicto XVI en la Plaza de San Pedro el domingo 10 de abril de 2011
San Agustín
La resurrección de Lázaro
(Jn 11, 1-44)
Este relato del evangelio se ha hecho tan célebre por ser tan grande milagro, que ni aun infiel hay que no haya oído hablar de la resurrección de Lázaro; ¿cuánto más conocido no será de los fieles, cuando ni los infieles han podido ignorarlo? Y, sin embargo, cuando se lee, el alma parece como que asiste a una escena siempre nueva. No está fuera de lo razonable que repitamos nosotros lo que solemos decir sobre la resurrección esta; ni debe daros fastidio, me parece, lo que yo diga; al fin, más veces oís leerlo que comentarlo; porque, si acontece leerlo fuera de un sábado o de un domingo, no se predica. Lo digo para que no torzáis el rostro ahora que vamos a decir algo, ni salga nadie con un «Ya otras veces dijo eso»; también lo ha leído el diácono más veces, y lo habéis oído con gusto. Atención, pues.
2. Enséñanos el santo evangelio haber Jesucristo resucitado tres muertos: a la hija del príncipe de la sinagoga, pues, habiéndosele dicho que se hallaba enferma de gravedad, fue a su casa, donde la encontró muerta; le dijo: Muchacha, levántate; yo te lo mando, y se levantó.
Otro es un joven llevado ya fuera de las puertas de la ciudad y amargamente llorado por su madre viuda; él lo vio, mandó que se detuviesen los que le llevaban y dijo: Joven, levántate; yo te lo mando; y el muerto se sentó y comenzó a hablar, y se le devolvió a su madre.
El tercero es este Lázaro al que acabamos de ver con los ojos de la fe muriendo y resucitando en virtud de un prodigio mucho mayor que los anteriores y blanco de una gracia extraordinaria, pues llevaba cuatro días muerto y ya hedía; con todo, fue resucitado. ¿Qué significan estos tres muertos? Algo, sin duda; los milagros del Señor son palabras de sentido misterioso. Tres géneros de muerte hallamos en los pecados de los hombres. Traed a la memoria estos tres muertos. Había primeramente muerto aquella doncella en su casa; aún no había sido alzado su cadáver; al joven le habían sacado fuera de las puertas de la ciudad; Lázaro ya estaba sepultado y oprimido bajo la mole de piedra. ¿Cuáles son, pues, los tres géneros de muerte que hay en los pecados? Digo: si uno consintió en su corazón el mal deseo, resolviendo ceder a la suavidad de sus halagos, está ya muerto. Nadie lo sabe, aún no fue sacado fuera; es muerte secreta, en su casa, en su cuarto; pero muerte. Nadie diga que no cometió adulterio si determinó cometerle; si ha consentido a la delectación que le impulsaba blandamente a cometerlo, ya lo cometió; él es adúltero, ella casta. Preguntad a Dios, y él os responderá sobre esta muerte doméstica, interior, de la muerte en el lecho, lechos de los que leemos: Compungíos en el silencio de vuestros lechos de las cosas que andáis meditando en vuestros corazones. Oye la sentencia del resucitador en punto a este morir: Quien a una mujer casada mira para desearla, adulteró ya con ella en su corazón, si bien no llevó aún a efecto la fornicación corporal. Más a las veces le mira el Señor, y se arrepiente de haber determinado hacerlo, de haber consentido; en su lecho ha muerto y en su lecho resucita.
Pero, si ejecuta lo pensado, ya la muerte se puso en marcha, ya salió fuera; mas por el arrepentimiento se le da fin, y el muerto llevado a enterrar es devuelto a la vida. Pero si a la consumación de la obra se allega la costumbre, ya hiede y tiene encima de sí la losa de la mala costumbre; mas ni aun a éste le abandona Cristo; poderoso es para resucitarle también, aunque llora. Hemos oído, cuando se leía el evangelio, haber Cristo llorado a Lázaro. Los oprimidos por la costumbre están aprisionados, y Cristo brama para resucitarlos. Mucho, en efecto, los increpa la palabra divina, mucho les grita la Escritura, y también es mucho lo que yo grito para ser oído y felicitarme de la resurrección de este Lázaro.
Quitad, dice, la piedra, pues ¿cómo puede resucitar el consuetudinario si no se le quita el peso de la costumbre? Clamad, ligadle, acusadle, removed la piedra; cuando veáis a uno de ésos, no queráis daros tregua; es cosa trabajosa, más el trabajo ese remueve la piedra. Aquel cuya voz traspasa los corazones sea el que grite: Lázaro, sal fuera; esto es, vive, sal del sepulcro, muda la vida, da fin a la muerte. Y el muerto salió atado con las vendas; porque, si bien el consuetudinario cesa de pecar, todavía es reo de lo pasado, y necesario es que ruegue y haga penitencia por lo hecho, no por lo que hace, pues ya no lo hace; está vivo, no lo hace, pero aún está ligado por las cosas que hizo. Luego es a los ministros de la Iglesia, por medio de los cuales se imponen las manos a los penitentes, a los que dice Cristo: Desatadle y dejadle ir. Dejadle, desatadle: Lo que desatéis en la tierra, desatado quedará en el cielo. (Quien me hubiese oído ya esto que ahora dije y lo recordaba, imagínese estar leyendo lo que entonces escribió; y quien no lo había oído, escríbalo ahora en su corazón para leerlo cuando guste.)
SAN AGUSTÍN, Sermones (3º), t. XXIII, Sermón 139A, 1-2, BAC Madrid 1983, pág. 270-73
Guión Domingo V de Cuaresma
26 de marzo de 2023 – CICLO A
Entrada:
Quien se alimenta de la Eucaristía, no tiene que esperar el más allá para recibir la Vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura: Ez. 37, 12- 14
Dios nos promete su Espíritu para darnos vida.
Salmo Responsorial: 129
Segunda Lectura: Rom. 8, 8- 11
El Espíritu del Padre, que resucitó a Cristo de entre los muertos, vive en nosotros.
Evangelio: Jn. 11, 1- 45 o bien 11, 1- 7. 20- 27. 32b- 45
La gloria de Dios se manifiesta a los que creen que Cristo es el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo.
Preces: Cuaresma V
Por el Bautismo somos hijos de Dios. Dirijamos juntos nuestra oración al Padre que guía nuestros pasos en esta tierra.
A cada intención respondemos cantando:
*Pidamos por el Santo padre para que confirme en la fe a todos sus hermanos según la petición de Nuestro Señor al Apóstol Pedro. Oremos
* Por los que se preparan a recibir el santo bautismo en las próximas fiestas pascuales. Oremos.
* Para que entre los cristianos brille la fe en la Resurrección, y la virtud de la esperanza por el deseo de las cosas del cielo. Oremos.
* Por los miembros de nuestra Familia religiosa, para que anunciando el misterio pascual de Cristo transformemos los criterios del mundo según la gracia de su Resurrección. Oremos.
Dios Eterno, te damos gracias porque siempre estás atento a nuestras súplicas y porque en tu Hijo nos das todo lo que precisamos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
Ofrecemos la Víctima divina y nos ofrecemos a nosotros mismos. Llevamos al Altar:
* Pan y vino para la celebración eucarística, verdadera confesión y memoria de que Jesús ha muerto y ha vuelto a la vida.
Comunión:
“El que me coma vivirá por Mí”. Acerquémonos a esta Santa comunión con corazón humilde y agradecido por la Vida divina que el Corazón herido de Jesús quiere comunicarnos.
Salida:
Acojamos en nosotros a María Santísima para que Ella nos revele el infinito amor del Padre que nos ha dado a su Hijo para que tengamos Vida Eterna.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
De la muerte a la vida
Murió Lázaro y resucitó Lázaro. Y ved cómo se porta Jesús, Señor de la vida y de la muerte.
Cuando Cristo declaró a sus discípulos que Lázaro había muerto, les dijo:
– Lázaro ha muerto y me alegro.
Partió de allí a resucitarlo el mismo Señor, y llegando a la sepultura no solo lloró, sino que se le angustió el corazón. ¡Notable caso! Cuando dice que ha muerto, se alegra; y cuando le va a resucitar, se lamenta. Cuando le ha de infundir el espíritu de vida se le angustia el corazón; le recibe vivo con las mismas lágrimas con que nosotros lloramos a los muertos. Pues si Cristo se alegra con la muerte de Lázaro, ¿por qué llora cuando le ha de dar la vida? Porque estando ya libre de los trabajos, de la miseria y de los peligros de la vida por medio de la muerte, ahora por medio de la resurrección le volvía a meter otra vez en los mismos trabajos, en las mismas miserias y en los mismos peligros.
A todos estuvo bien la resurrección de Lázaro y sólo Lázaro estuvo mal. Estuvo bien a Dios -si es lícito hablar así-, porque fue para su gloria; estuvo bien a los discípulos, porque les confirmó en la fe; estuvo bien a los de Jerusalén, porque muchos se convirtieron; estuvo bien a las hermanas, porque recobraron el amparo y el arrimo de la casa; estuvo bien al mismo Cristo, porque entonces manifestó más claramente los poderes de su divinidad. Y sólo a Lázaro estuvo mal, porque la resurrección le sacó del descanso para el trabajo; del olvido para la memoria; de la quietud para los cuidados; de la paz para la guerra; del puerto para la tempestad; de la clausura del silencio para la soltura de la lengua; del estado de invisibilidad para el andar, ver y ser visto; en fin, de la libertad en que le tenía puesto la muerte para el cautiverio de la vida.
Si pensamos, mis hermanos, en estos bienes que nos trae la muerte no la temeríamos tanto.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 416)