PRIMERA LECTURA
El Señor es Dios –allá arriba, en el cielo,
y aquí abajo, en la tierra- y no hay otro
Lectura del libro del Deuteronomio 4, 32-34.39-40
Moisés habló al pueblo diciendo:
Pregúntale al tiempo pasado, a los días que te han precedido desde que el Señor creó al hombre sobre la tierra, si de un extremo al otro del cielo sucedió alguna vez algo tan admirable o se oyó una cosa semejante.
¿Qué pueblo oyó la voz de Dios que hablaba desde el fuego, como la oíste tú, y pudo sobrevivir? ¿O qué dios intentó venir a tomar para sí una nación de en medio de otra, con milagros, signos y prodigios, combatiendo con mano poderosa y brazo fuerte, y realizando tremendas hazañas, como el Señor, tu Dios, lo hizo por ti en Egipto, ante tus mismos ojos?
Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios -allá arriba, en el cielo, y aquí abajo, en la tierra- y no hay otro.
Observa los preceptos y los mandamientos que hoy te prescribo. Así serás feliz, tú y tus hijos después de ti, y vivirás mucho tiempo en la tierra que el Señor, tu Dios, te da para siempre.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial 32, 4-6.9.18-20.22
R. ¡Feliz el pueblo que el Señor se eligió como herencia!
La palabra del Señor es recta
y Él obra siempre con lealtad;
Él ama la justicia y el derecho,
y la tierra está llena de su amor. R.
La palabra del Señor hizo el cielo,
y el aliento de su boca, los ejércitos celestiales;
porque Él lo dijo, y el mundo existió,
Él dio una orden, y todo subsiste. R.
Los ojos del Señor están fijos sobre sus fieles,
sobre los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y sustentarlos en el tiempo de indigencia. R.
Nuestra alma espera en el Señor:
Él es nuestra ayuda y nuestro escudo.
Señor, que tu amor descienda sobre nosotros,
conforme a la esperanza que tenemos en ti. R.
SEGUNDA LECTURA
Ustedes han recibido el espiritú de hijos adoptivos,
que nos hace llamar a Dios «Abba», es decir «Padre»
Lectura de la carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Roma 8, 14-17
Hermanos:
Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios «¡Abbá!», es decir, «¡Padre!»
El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con Él para ser glorificados con Él.
Palabra de Dios.
Aleluia Cf. Apoc 1, 8
Aleluia.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo,
al Dios que es, que era y que viene.
Aleluia.
EVANGELIO
Bautizándolos en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espírito Santo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 28, 16-20
Después de la Resurrección del Señor, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de Él; sin embargo, algunos todavía dudaron.
Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que Yo les he mandado. Y Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo».
Palabra del Señor.
P. José María Solé Roma, C.F.M.
Sobre la Primera lectura: (Dt 4, 32-34, 39-40)
En el misterio de Dios, la revelación del Antiguo Testamento ha asegurado la ‘Unidad’ de naturaleza; y la del Nuevo ha iluminado la Trinidad de Personas:
– Desde que Dios se revela a Abraham queda asegurado el ‘Monoteísmo’. Abraham y su linaje deben adorar y servir al Dios ‘Único’. Y cada nueva intervención divina en la Historia de la Salvación asegura cómo es ‘Único’ y sin rival el Redentor y Creador de Israel: ‘Yo, Yahvé, soy tu Dios’ (Ex 20, 1). ‘Escucha, Israel. Yahvé es nuestro Dios; sólo Yahvé. Amarás a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu fuerza, con toda tu a1ma (Dt. 6, 4). Ni hay otro Dios ni tolera otro Yahvé, ‘Dios Celoso’ (Ex. 34, 14). Las maravillas de Yahvé Redentor y Salvador de Israel guiarán a todos los pueblos a su culto y adoración: ‘Todos (Egipto y Kus), todos vendrán a Ti y te suplicarán: Sólo en ti hay Dios; no hay ningún otro; no hay otros dioses; El sólo; el Dios oculto; el Dios de Israel; el Dios Salvador’ (Is. 45, 14). ‘Pues fuera de Yahvé ¿qué Dios existe? ¿Qué Roca fuera de nuestro Dios?’ (Sal 17, 3).
– Israel debe ser testigo y Mensajero del único Dios. Debe llevar a El a todas las gentes. Es su misión: ‘Vosotros sois mis testigos, mis siervos que Yo he elegido para que me conozcáis y creáis en Mí; y comprendáis que Yo, Yahvé. Yo, Yahvé; y fuera de Mí no hay ningún salvador, ningún Dios. Vosotros sois mis testigos de que Yo soy Dios; desde la eternidad lo soy’ (Is. 43, 10).
– Dios único y uno; Dios personal, libre, soberano, trascendente. Y bajo su mirada el hombre adquiere conciencia de su propia unidad, libertad y trascendencia. Persona a imagen de Dios, capaz de elegir, ser capaz de autorealizarse. Y con tanto mayor perfección cuanto más ama, sirve e imita a Dios. Ante el único Dios de Israel cayeron los dioses, los ídolos de todos los imperios. Pero quedan aún ídolos e idólatras. No se adora, cierto, a Baal, Moloc o Júpiter. Pero se adora a la ‘Razón’, al ‘Progreso’, a la ‘Técnica’, a la ‘Materia’, al ‘Hombre’. Idólatras que adoran o el universo, o una parte de él, o a sí mismos: ‘Al Dios único, Inmortal, Trascendente, Invisible, honor e imperio por la eternidad’ (1 Tim 6, 16).
Sobre la Segunda lectura (Rom 8, 14-17)
El Nuevo Testamento es la revelación de la vida íntima de Dios. Vive ab aeterno su unidad de naturaleza en Trinidad de Personas. En el presente texto San Pablo nos expone la mística, la vivencia iluminada, de la Teología Trinitaria:
– El Padre nos envía a su Hijo, en quien tenemos la revelación plena, la Imagen Personal del Padre. Al darnos a su Hijo nos da sus riquezas y su Vida. En el Hijo enviado y Encarnado hallamos el Camino al Padre: la Verdad y la Vida divina.
– El Hijo nos redime de la esclavitud del pecado. Nos admite a una plena comunión con El. Tras asumir una naturaleza humana en unidad personal, nos asume a todos en unidad mística. Formamos con El un Cuerpo Místico. Entramos en calidad y con derechos de hijos en la familia Trinitaria. Somos hijos de Dios en su Hijo, herederos; coherederos con el Primogénito; sus hermanos.
– El Espíritu Santo, Espíritu del Hijo, enviado por El a nuestros corazones (Jn. 15, 26), nos inhabita. Y, Huésped en nuestros corazones, da ímpetu filial a nuestra oración: ‘No habéis recibido espíritu servil, sino que habéis recibido Espíritu filial, con el cual clamamos: ¡Abba!: ¡Padre! (Rom. 8, 15). Es el divino Espíritu que nos inspira oración, petición y anhelos sobrehumanos, celestiales, divinos; más propios de Hijos de Dios que de Hijos de Adán. Y es el divino Espíritu el que consumará su obra vivificante y divinizante, al resucitar nuestro cuerpo mortal e inundarle de la gloria del Cuerpo Glorificado del Hijo de Dios (8, 11).
Sobre el Evangelio (Mt 28, 16-20)
En el Reino Mesiánico todo es a gloria del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo:
– San Mateo nos resume las últimas instrucciones de Jesús. En ellas queda como condición esencial para pertenecer al Reino Mesiánico la fe y la confesión del misterio Trinitario. La puerta de ingreso en el Reino es el Bautismo: El Bautismo es fe, es amor, es comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: ‘Bautizad a todas las gentes en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (19): Nomen Trinitatis, unus Deus est (Jerónimo). In confessione verae sempiternaeque Deitatis, et in personis proprietas, et in essentia unitas, et in majestate adoretur aequalitas (Pref.).
– Hay analogía entre la ‘circuncisión’, sello carnal, que incorporaba a los judíos al Pueblo de Dios, y los constituía adoradores y testigos del Dios Único, y el Bautismo, sello espiritual, que nos incorpora al Nuevo Israel de Dios y nos constituye adoradores y testigos del Dios Trino. El sello espiritual de la Nueva Alianza es infinitamente más precioso y de mayor virtualidad, pues es el mismo Espíritu Santo: ‘Sellados con el Espíritu Santo’ (Ef. 2, 13).
– Valoricemos esta última promesa y dádiva con que se despide Cristo: ‘Yo estaré con vosotros hasta el fin de los siglos'(20): ‘Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones’ (Ef. 3, 17). ‘Si alguno me ama, vendremos a él (con el Padre). Y en él pondremos nuestra morada’ (Jn. 14, 23). ‘Quien come mi Carne y bebe mi Sangre en Mí permanece y Yo en él (Jn. 6, 56). La fe, el amor, la Eucaristía hacen inhabitar a Cristo en nosotros. Inhabitación personal, cordial, intima. Y a una con el Hijo nos inhabita el Padre y el Espíritu Santo. Somos el verdadero cielo de la Trinidad: Quoniam autem estis filii, missit Deus Spiritum Filli sui in corda vestra clamantem: Abba, Pater (Gal. 4, 6).
San Juan Pablo Magno
El Dios único es la inefable y Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo
- La Iglesia profesa su fe en el Dios único, que es al mismo tiempo Trinidad Santísima e inefable de Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y la Iglesia vive de esta verdad, contenida en los más antiguos Símbolos de Fe, y recordada en nuestros tiempos por Pablo VI, con ocasión del 1900 aniversario del martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo (1968), en el Símbolo que él mismo presentó y que se conoce universalmente como “Credo del Pueblo de Dios”.
Sólo el que se nos ha querido dar a conocer y que “habitando una luz inaccesible” (1 Tim 6, 16) es en Sí mismo por encima de todo nombre, de todas las cosas y de toda inteligencia creada… puede darnos el conocimiento justo y pleno de Sí mismo, revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo, a cuya eterna vida nosotros estamos llamados, por su gracia, a participar, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz perpetua… (cf. Insegnamenti di Paolo VI, Vol. VI, 1968, págs. 302-303.).
- Dios, que para nosotros es incomprensible, ha querido revelarse a Sí mismo no sólo como único creador y Padre omnipotente, sino también como Padre, Hijo y Espíritu Santo. En esta revelación la verdad sobre Dios, que es amor, se desvela en su fuente esencial: Dios es amor en la vida interior misma de una única Divinidad.
Este amor se revela como una inefable comunión de Personas.
- Este misterio —el más profundo: el misterio de la vida íntima de Dios mismo— nos lo ha revelado Jesucristo: “El que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer” (Jn 1, 18). Según el Evangelio de San Mateo, las últimas palabras, con las que Jesucristo concluye su misión terrena después de la resurrección, fueron dirigidas a los Apóstoles: “Id… y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”(Mt 28, 19). Estas palabras inauguraban la misión de la Iglesia, indicándole su compromiso fundamental y constitutivo. La primera tarea de la Iglesia es enseñar y bautizar —y bautizar quiere decir “sumergir” (por esto, se bautiza con agua)— en la vida trinitaria de Dios.
Jesucristo encierra en estas últimas palabras todo lo que precedentemente había enseñado sobre Dios: sobre el Padre, sobre el Hijo y sobre el Espíritu Santo. Efectivamente, había anunciado desde el principio la verdad sobre el Dios único, en conformidad con la tradición de Israel. A la pregunta: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?”, Jesús había respondido: “El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor” (Mc 12, 29). Y al mismo tiempo Jesús se había dirigido constantemente a Dios como a “su Padre“, hasta asegurar: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30). Del mismo modo había revelado también al “Espíritu de verdad, que procede del Padre” y que —aseguró— “yo os enviaré de parte del Padre” (Jn 15, 26).
- Las palabras sobre el bautismo “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, confiadas por Jesús a los Apóstoles al concluir su misión terrena, tienen un significado particular, porque han consolidado la verdad sobre la Santísima Trinidad, poniéndola en la base de la vida sacramental de la Iglesia. La vida de fe de todos los cristianos comienza en el bautismo, con la inmersión en el misterio del Dios vivo. Lo prueban las Cartas apostólicas, ante todo las de San Pablo. Entre las fórmulas trinitarias que contienen, la más conocida y constantemente usada en la liturgia, es la que se halla en la segunda Carta a los Corintios: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros” (2 Cor 13, 13). Encontramos otras en la primera Carta a los Corintios; en la de los Efesios y también en la primera Carta de San Pedro, al comienzo del primer capítulo (1 Pe 1, 1-2).
Como un reflejo, todo el desarrollo de la vida de oración de la Iglesia ha asumido una conciencia y un aliento trinitario: en el Espíritu, por Cristo, al Padre.
- De este modo, la fe en el Dios uno y trino entró desde el principio en la Tradición de la vida de la Iglesia y de los cristianos. En consecuencia, toda la liturgia ha sido —y es— por su esencia, trinitaria, en cuanto que es expresión de la divina economía. Hay que poner de relieve que a la comprensión de este supremo misterio de la Santísima Trinidad ha contribuido la fe en la redención, es decir, la fe en la obra salvífica de Cristo. Ella manifiesta la misión del Hijo y del Espíritu Santo que en el seno de la Trinidad eterna proceden “del Padre”, revelando la “economía trinitaria” presente en la redención y en la santificación. La Santa Trinidad se anuncia ante todo mediante la soteriología, es decir, mediante el conocimiento de la “economía de la salvación”, que Cristo anuncia y realiza en su misión mesiánica. De este conocimiento arranca el camino para el conocimiento de la Trinidad “inmanente”, del misterio de la vida íntima de Dios.
- En este sentido el Nuevo Testamento contiene la plenitud de la revelación trinitaria. Dios, al revelarse en Jesucristo, por una parte desvela quién es Dios para el hombre y, por otra, descubre quién es Dios en Sí mismo, es decir, en su vida íntima. La verdad “Dios es amor” (1 Jn 4, 16), expresada en la primera Carta de Juan, posee aquí el valor de clave de bóveda. Si por medio de ella se descubre quién es Dios para el hombre, entonces se desvela también (en cuanto es posible que la mente humana lo capte y nuestras palabras lo expresen), quién es Él en Sí mismo. Él es Unidad, es decir, Comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
- El Antiguo Testamento no reveló esta verdad de modo explícito, pero la preparó, mostrando la Paternidad de Dios en la Alianza con el Pueblo, manifestando su acción en el mundo con la Sabiduría, la Palabra y el Espíritu (Cf., por ejemplo, Sab 7, 22-30; Prov 8, 22-30; Sal 32/33, 4-6; 147, 15; Is 55, 11; Sab 12, 1; Is 11, 2; Sir 48, 12). El Antiguo Testamento principalmente consolidó ante todo en Israel y luego fuera de él la verdad sobre el Dios único, el quicio de la religión monoteísta. Se debe concluir, pues, que el Nuevo Testamento trajo la plenitud de la revelación sobre la Santa Trinidad y que la verdad trinitaria ha estado desde el principio en la raíz de la fe viva de la comunidad cristiana, por medio del bautismo y de la liturgia. Simultáneamente iban las reglas de la fe, con las que nos encontramos abundantemente tanto en las Cartas apostólicas, como en el testimonio del kerygma, de la catequesis y de la oración de la Iglesia.
- Un tema aparte es la formación del dogma trinitario en el contexto de la defensa contra las herejías de los primeros siglos. La verdad sobre Dios uno y trino es el más profundo misterio de la fe y también el más difícil de comprender: se presentaba, pues, la posibilidad de interpretaciones equivocadas, especialmente cuando el cristianismo se puso en contacto con la cultura y la filosofía griega. Se trataba de “inscribir“ correctamente el misterio del Dios trino y uno “en la terminología del ‘ser’ “, es decir, de expresar de manera precisa en el lenguaje filosófico de la época los conceptos que definían inequívocamente tanto la unidad como la trinidad del Dios de nuestra Revelación.
Esto sucedió ante todo en los dos grandes Concilios Ecuménicos de Nicea (325) y de Constantinopla (381). El fruto del magisterio de estos Concilios es el “Credo” niceno-constantinopolitano, con el que, desde aquellos tiempos, la Iglesia expresa su fe en el Dios uno y trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Recordando la obra de los Concilios, hay que nombrar a algunos teólogos especialmente beneméritos, sobre todo entre los Padres de la Iglesia. En el período pre-niceno citamos a Tertuliano, Cipriano, Orígenes, Ireneo, en el niceno a Atanasio y Efrén Sirio, en el anterior al Concilio de Constantinopla recordamos a Basilio Magno, Gregorio Nacianceno y Gregorio Niseno, Hilario, hasta Ambrosio, Agustín, León Magno.
- Del siglo V proviene el llamado Símbolo atanasiano, que comienza con la palabra “Quicumque”, y que constituye una especie de comentario al Símbolo niceno-constantinopolitano.
El “Credo del Pueblo de Dios” de Pablo VI confirma la fe de la Iglesia primitiva cuando proclama: “Los mutuos vínculos que constituyen eternamente las tres Personas, que son cada una el único e idéntico Ser divino, son la bienaventurada vida íntima de Dios tres veces Santo, infinitamente más allá de todo lo que nosotros podemos concebir según la humana medida (cf. D.-Sch. 804)” (Insegnamenti di Paolo VI, 1968, pág. 303): realmente, ¡inefable y santísima Trinidad – único Dios!
(San Juan Pablo II, Audiencia General del miércoles 9 de octubre de 1985)
P. Antonio Royo Marín, O.P.
La inhabitación trinitaria en el alma del justo
- La Santísima Trinidad inhabita en nuestras almas para hacernos participantes de su vida íntima divina y transformarnos en Dios.
La vida íntima de Dios consiste (…) en la procesión de las divinas personas—el Verbo, del Padre por vía de generación intelectual; y el Espíritu Santo, del Padre y del Hijo por vía de procedencia afectiva—y en la infinita complacencia que en ello experimentan las divinas personas entre sí.
Ahora bien: por increíble que parezca esta afirmación, la inhabitación trinitaria en nuestras almas tiende, como meta suprema, a hacernos participantes del misterio de la vida íntima divina asociándonos a él y transformándonos en Dios, en la medida en que es posible a una simple criatura. Escuchemos a San Juan de la Cruz—doctor de la Iglesia universal explicando esta increíble maravilla:
«Este aspirar del aire es una habilidad que el alma dice que le dará en la comunicación del Espíritu Santo; el cual, a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo. Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres personas de la Santísima Trinidad en revelado manifiesto grado.
Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí, le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal, ni el entendimiento humano en cuanto tal puede alcanzar algo de ello…
Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿que increíble cosa mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma; porque esto es estar transformada en las tres personas en potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la crio a su imagen y semejanza…
¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis? ¿En qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que en tanto que buscáis grandezas y gloria os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!»
Hasta aquí, San Juan de la Cruz. Realmente el apóstrofe sublime místico fontivereño está plenamente justificado. Ante la perspectiva soberana de nuestra total transformación en Dios, el cristiano debería despreciar radicalmente todas las miserias de la tierra y dedicarse con ardor incontenible a intensificar cada vez más su vida trinitaria hasta remontarse poco a poco a las más altas cumbres de la unión mística con Dios. Es lo que sor Isabel de la Trinidad pedía sin cesar a sus divinos huéspedes:
“Que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de Vos, ¡oh mi Inmutable! sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de vuestro misterio”.
No se vaya a pensar, sin embargo, que esa total transformación en Dios de que hablan los místicos experimentales como coronamiento supremo de la inhabitación trinitaria tiene un sentido panteísta de absorción de la propia personalidad en el torrente de la vida divina. Nada más lejos de esto. La unión panteísta no es propiamente unión, sino negación absoluta de la unión, puesto que uno de los dos términos -la criatura- desaparece al ser absorbido por Dios. La unión mística no es esto. El alma transformada en Dios no pierde jamás su propia personalidad creada. Santo Tomás pone el ejemplo, extraordinariamente gráfico y expresivo, del hierro candente que, sin perder su propia naturaleza de hierro, adquiere las propiedades del fuego y se hace fuego por participación.
Comentando esta divina transformación a base de la imagen del hierro candente escribe con acierto el P. Ramiére:
“Es verdad que en el hierro abrasado está la semejanza del fuego, mas no es tal que el más hábil pintor pueda reproducirla sirviéndose de las mis vivos colores; ella no puede resultar sino de la presencia y acción del mismo fuego. La presencia del fuego y la combustión del hierro son dos cosas distintas; pues ésta es una manera de ser del hierro, y aquélla una relación del mismo con una substancia extraña. Pero las dos cosas, por distintas que sean, son inseparables una de otra; el fuego no puede estar unido al hierro sin abrasarle, y la combustión del hierro no puede resultar sino de su unión con el fuego.
Así el alma justa posee en sí misma una santidad distinta del Espíritu Santo; mas ella es inseparable de la presencia del Espíritu Santo en el alma, y, por tanto, es infinitamente superior a la más elevada santidad que pudiera alcanzar un alma en la que no morase el Espíritu Santo. Esta última alma no podría ser divinizada sino moralmente, por la semejanza de sus disposiciones con las de Dios; el cristiano, por el contrario, es divinizado físicamente, y, en cierto sentido, substancialmente, puesto que sin convertirse en una misma substancia y en una misma persona con Dios, posee en sí la substancia de Dios y recibe la comunicación de su vida”.
- La Santísima Trinidad inhabita en nuestras almas para darnos la plena posesión de Dios y el goce fruitivo de las divinas personas.
Dos cosas se contienen en esta conclusión, que vamos a examinar por separado:
- a) PARA DARNOS LA PLENA POSESIÓN DE DIOS. Decíamos al hablar de la presencia divina de inmensidad que, en virtud de la misma, Dios estaba íntimamente presente en todas las cosas—incluso en los mismos demonios del infierno—por esencia, presencia y potencia. Y, sin embargo, un ser que no tenga con Dios otro contacto que el que proviene únicamente de presencia de inmensidad, propiamente hablando no posee a Dios, puesto que este tesoro infinito no le pertenece en modo alguno. Escuchemos de nuevo al P. Ramiére:
“Podemos imaginarnos a un hombre pobrísimo junto a un inmenso tesoro, sin que por estar próximo a él se haga rico, pues lo que hace la riqueza no es la proximidad, sino la posesión del oro. Tal es la diferencia entre el alma justa y el alma del pecador. El pecador, el condenado mismo, tienen a su lado y en sí mismos el bien infinito, y, sin embargo, permanecen en su indigencia, porque este tesoro no les pertenece; al paso que el cristiano en estado de gracia tiene en si el Espíritu Santo, y con El la plenitud de las gracias celestiales como un tesoro que le pertenece en propiedad y del cual puede usar cuando y como le pareciere.
¡Qué grande es la felicidad del cristiano! ¡Qué verdad, bien entendida por nuestro entendimiento, para ensanchar nuestro corazón! ¡Qué influjo en nuestra vida entera si la tuviéramos constantemente ante los ojos! La persuasión que tenemos de la presencia real del cuerpo de Jesucristo en el copón nos inspira el más profundo horror a la profanación de ese vaso de metal. ¡Qué horror tendríamos también a la menor profanación de nuestro cuerpo, si no perdiéramos de vista este dogma de fe, tan cierto como el primero, a saber, la presencia real en nosotros del Espíritu de Jesucristo! ¿Es por ventura el divino Espíritu menos santo que la carne sagrada del Hombre-Dios? ¿O pensamos que da El a la santidad de esos vasos de oro y materiales más importancia que a la de sus templos vivos y tabernáculos espirituales?”
Nada, en efecto, debería llenar de tanto horror al cristiano como la posibilidad de perder este tesoro divino por el pecado mortal. Las mayores calamidades y desgracias que podamos imaginar en el plano puramente humano y temporal -enfermedades, calumnias, pérdida de todos los bienes materiales, de los seres queridos, etc., etc.- son cosas de juguete y de risa comparadas con la terrible catástrofe que representa para el alma un solo pecado mortal. Aquí la pérdida es absoluta y rigurosamente infinita.
- b) PARA DARNOS EL GOCE FRUITIVO DE LAS DIVINAS PERSONAS. Por más que asombre leerlo, es ésta una de las finalidades más entrañables de la divina inhabitación en nuestras almas.
El príncipe de la teología católica, Santo Tomás de Aquino, escribió en su Suma Teológica estas sorprendentes palabras:
“No se dice que poseamos sino aquello de que libremente podemos usar y disfrutar. Ahora bien, sólo por la gracia santificante tenemos la potestad de disfrutar de la persona divina (“potestatem fruendi divina persona»).
Por el don de la gracia santificante es perfeccionada la criatura racional, no sólo para usar libremente de aquel don creado, sino para gozar de la misma persona divina (“ut ipsa persona divina fruatur”)”.
Los místicos experimentales han comprobado en la práctica la profunda realidad de estas palabras. Santa Catalina de Siena, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, sor Isabel de la Trinidad y otros muchos hablan de experiencias trinitarias inefables. Sus descripciones desconciertan, a veces, a los teólogos especulatilavos, demasiado aficionados, quizá, a medir las grandezas de Dios con la cortedad de la pobre razón humana, aun iluminada por la fe.
Escuchemos algunos testimonios explícitos de los místicos experimentales:
SANTA TERESA. “Quiere ya nuestro buen Dios quitarle las escamas de los ojos y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña; y metida en aquella morada por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres personas una substancia y un poder y un saber y un solo Dios. De manera que -lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendrían El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos.
¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su alma; en lo muy muy interior, en una cosa muy honda—que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras—siente en sí esta divina compañía”.
SAN JUAN DE LA CRUZ. Ya hemos citado en la conclusión anterior texto extraordinariamente expresivo. Oigámosle ponderar el deleite inefable que el alma experimenta en su sublime experiencia trinitaria:
“De donde la delicadez del deleite que en este toque se siente, es imposible decirse; ni yo querría hablar de ello, porque no se entienda que aquello no es más de lo que se dice, que no hay vocablos para declarar cosas tan subidas de Dios como en estas almas pasan, de las cuales el propio lenguaje es entenderlo para sí y sentirlo para sí, y callarlo y gozarlo el que lo tiene… y así sólo se puede decir, y con verdad, que a vida eterna sabe; que aunque en esta vida no se goza perfectamente como en la gloria, con todo eso, este toque, por ser toque de Dios, a vida eterna sabe”.
SOR ISABEL DE LA TRINIDAD. “He aquí cómo yo entiendo ser la casa de Dios: viviendo en el seno de la tranquila Trinidad, en mi abismo interior, en esta fortaleza inexpugnable del santo recogimiento, de que habla Juan de la Cruz.
David cantaba: ‘Anhela mi alma y desfallece en los atrios del Señor’ (Ps 83,3). Me parece que ésta debe ser la actitud de toda alma que se recoge en sus atrios interiores para contemplar allí a su Dios y ponerse en contacto estrechísimo con El. Se siente desfallecer en un divino desvanecimiento ante la presencia de este Amor todopoderoso, de esta majestad infinita que mora en ella. No es la vida quien la abandona, es ella quien desprecia esta vida natural y quien se retira, porque siente que no es digna de su esencia tan rica, y que se va a morir y a desaparecer en su Dios”.
Esta es, en toda su sublime grandeza, una de la finalidades más entrañables de la inhabitación de la Santísima Trinidad en nuestras almas: darnos una experiencia inefable del gran misterio trinitario, a manera de pregusto y anticipo de la bienaventuranza eterna. Las personas divinas se entregan al alma para que gocemos de ellas, según la asombrosa terminología del Doctor Angélico, plenamente comprobada en la práctica por los místicos experimentales. Y aunque esta inefable experiencia constituye, sin duda alguna, el grado más elevado y sublime de unión mística con Dios, no representa, sin embargo, un favor de tipo extraordinarios a la manera de las gracias “gratis dadas”, entra, por el contrario, en el desarrollo normal de la gracia santificante, y todos los cristianos están llamados a estas alturas y a ellas llegarían, efectivamente, si fueran perfectamente fieles a la gracia y no paralizaran con sus continuas resistencias la acción santificadora progresiva del Espíritu Santo. Escuchemos a Santa Teresa proclamando abiertamente esta doctrina:
“Mirad que convida el Señor a todos; pues es la misma verdad, no hay dudar. Si no fuera general este convite, no nos llamara el Señor a todos, y aunque nos llamara, no dijera: «Yo os daré de beber» (Jn 7, 37). Pudiera decir: venid todos, que, en fin, no perderéis nada; y a los que a mí me pareciere, yo los daré de beber. Más como dijo, sin esta condición, a todos, tengo por cierto que a todos los que no se quedaren en el camino, no les faltará esta agua viva”.
Vale la pena, pues, hacer de nuestra parte todo cuanto podamos para disponernos con la gracia de Dios a gozar, aun en este mundo, de esta inefable experiencia trinitaria.
(ROYO MARÍN, Teología de la perfección cristiana, BAC Madrid 2008, pág. 60-5)
San Juan Pablo Magno
La gloria de la Trinidad en el hombre vivo
- En este Año jubilar nuestra catequesis trata de buen grado sobre el tema de la glorificación de la Trinidad. Después de haber contemplado la gloria de las tres divinas personas en la creación, en la historia, en el misterio de Cristo, nuestra mirada se dirige ahora al hombre, para descubrir en él los rayos luminosos de la acción de Dios.
“Él tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre” (Jb 12, 10). Esta sugestiva declaración de Job revela el vínculo radical que une a los seres humanos con “el Señor que ama la vida” (Sb 11, 26). La criatura racional lleva inscrita en su ser una íntima relación con el Creador, un vínculo profundo, constituido ante todo por el don de la vida. Don que es concedido por la Trinidad misma e implica dos dimensiones principales, como trataremos ahora de ilustrar a la luz de la palabra de Dios.
2. La primera dimensión fundamental de la vida que se nos concede es la física e histórica, el “alma” (nefesh) y el “espíritu” (ruah), a los que se refería Job. El Padre entra en escena como fuente de este don en los mismos inicios de la creación, cuando proclama solemnemente: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza (…). Creó Dios al ser humano a imagen suya; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó” (Gn 1, 26-27). Con el Catecismo de la Iglesia católica podemos sacar esta consecuencia: “La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas, a semejanza de la unión de las personas divinas entre sí” (n. 1702). En la misma comunión de amor y en la capacidad generadora de las parejas humanas brilla un reflejo del Creador. El hombre y la mujer en el matrimonio prosiguen la obra creadora de Dios, participan en su paternidad suprema, en el misterio que san Pablo nos invita a contemplar cuando exclama: “Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está presente en todos” (Ef 4, 6).
La presencia eficaz de Dios, al que el cristiano invoca como Padre, se manifiesta ya en los inicios de la vida de todo hombre, y se extiende luego sobre todos sus días. Lo atestigua una estrofa muy hermosa del Salmo 139: “Tú has creado mis entrañas; me has tejido en el seno materno. (…) Conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando y entretejiendo en lo profundo de la tierra. Mi embrión (golmi) tus ojos lo veían; en tu libro estaban inscritos todos mis días, antes que llegase el primero” (Sal 139, 13. 15-16).
3. En el momento en que llegamos a la existencia, además del Padre, también está presente el Hijo, que asumió nuestra misma carne (cf. Jn 1, 14) hasta el punto de que pudo ser tocado por nuestras manos, ser escuchado con nuestros oídos, ser visto y contemplado por nuestros ojos (cf. 1 Jn 1, 1). En efecto, san Pablo nos recuerda que “no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos nosotros; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual existimos nosotros” (1 Co 8, 6). Asimismo, toda criatura viva está encomendada también al soplo del Espíritu de Dios, como canta el Salmista: “Envías tu Espíritu y los creas” (Sal 104, 30). A la luz del Nuevo Testamento es posible leer en estas palabras un anuncio de la tercera Persona de la santísima Trinidad. Así pues, en el origen de nuestra vida se halla una intervención trinitaria de amor y bendición.
4. Como he insinuado, existe otra dimensión en la vida que Dios da a la criatura humana. La podemos expresar mediante tres categorías teológicas neotestamentarias. Ante todo, tenemos la zoê aiônios, es decir, la “vida eterna”, celebrada por san Juan (cf. Jn 3, 15-16; 17, 2-3) y que se debe entender como participación en la “vida divina”. Luego, está la paulina kainé ktisis, la “nueva criatura” (cf. 2 Co 5, 17; Ga 6, 15), producida por el Espíritu, que irrumpe en la criatura humana transfigurándola y comunicándole una “vida nueva” (cf. Rm 6, 4; Col 3, 9-10; Ef 4, 22-24). Es la vida pascual: “Del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Co 15, 22). Y tenemos, por último, la vida de los hijos de Dios, la hyiothesía (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 5), que expresa nuestra comunión de amor con el Padre, siguiendo a Cristo, con la fuerza del Espíritu Santo: “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero” (Ga 4, 6-7).
5. Esta vida trascendente, infundida en nosotros por gracia, nos abre al futuro, más allá del límite de nuestra caducidad propia de criaturas. Es lo que san Pablo afirma en la carta a los Romanos, recordando una vez más que la Trinidad es fuente de esta vida pascual: “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos (es decir, el Padre) habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8, 11).
“Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo (…) (cf. 1 Jn 3, 1-2). Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad, san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: “el hombre que vive” es “gloria de Dios”, pero “la vida del hombre consiste en la visión de Dios” (cf. san Ireneo, Adversus haereses IV, 20, 7)” (Evangelium vitae, 38).
Concluyamos nuestra reflexión con la oración que eleva un sabio del Antiguo Testamento al Dios vivo y amante de la vida: “Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho. Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas ellas” (Sb 11, 24 12, 1).
(San Juan Pablo II, Audiencia General del miércoles 7 de junio de 2000)
San Atanasio de Alejandría
El Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo
Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar el contenido de la antigua tradición, de la doctrina y la fe de la Iglesia católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la conservaron los santos Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que todo aquel que se aparta de esta fe deja de ser cristiano y ya no merece el nombre de tal.
Existe, pues, una Trinidad, santa y perfecta, de la cual se afirma que es Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no tiene mezclado ningún elemento extraño o externo, que no se compone de uno que crea y de otro que es creado, sino que toda ella es creadora, es consistente por naturaleza, y su actividad es única. El Padre hace todas las cosas a través del que es su Palabra, en el Espíritu Santo. De esta manera, queda a salvo la unidad de la santa Trinidad. Así, en la Iglesia se predica un solo Dios, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Lo trasciende todo, en cuanto Padre, principio y fuente; lo penetra todo, por su Palabra; lo invade todo, en el Espíritu Santo.
San Pablo, hablando a los corintios acerca de los dones del Espíritu, lo reduce todo al único Dios Padre, como al origen de todo, con esas palabras: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos.
El Padre es quien da, por mediación de aquel que es su Palabra, lo que el Espíritu distribuye a cada uno. Porque todo lo que es del Padre es también del Hijo; por esto, todo lo que da el Hijo en el Espíritu es realmente don del Padre. De manera semejante, cuando el Espíritu está en nosotros, lo está también la Palabra, de quien recibimos el Espíritu, y en la Palabra está también el Padre realizándose así aquellas palabras: El Padre y yo vendremos a él y haremos morada en él. Porque, donde está la luz, allí está también el resplandor; y, donde está el resplandor, allí está también su eficiencia y su gracia esplendorosa.
Es lo que nos enseña el mismo Pablo en su segunda carta a los Corintios, cuando dice: La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros. Porque toda gracia o don que se nos da en la Trinidad se nos da por el Padre, a través del Hijo, en el Espíritu Santo. Pues, así como la gracia se nos da por el Padre, a través del Hijo, así también no podemos recibir ningún don si no es en el Espíritu Santo, ya que, hechos partícipes del mismo, poseemos el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión de este Espíritu.
(San Atanasio, Carta 1 a Serapión, 28-30: PG 26, 594-595. 599)
San Agustín
La inseparable Trinidad de personas
- La lectura del Evangelio nos ha propuesto el tema de que debemos hablar a vuestra caridad, como si fuera un mandato del Señor, un mandato auténtico. De él estaba esperando mi corazón una como señal para predicar este sermón; necesitaba advertir que quería que yo hablase de lo que él había dispuesto que se leyese. Escuchad con atención y devoción, y una y otra cosa sean de ayuda ante el mismo Señor Dios nuestro para mi trabajo. Vemos y contemplamos, como ante un espectáculo que Dios nos presenta, que junto al río Jordán se nos muestra Dios en su Trinidad. Llega Jesús y es bautizado por Juan, el Señor por el siervo, cosa que hizo para dar ejemplo de humildad. En efecto, cuando al decirle Juan: Soy yo quien debe ser bautizado por ti y tú vienes a mí, respondió: Deja eso ahora para que se cumpla toda justicia, manifestó que es en la humildad donde se cumple la justicia. Después de haber sido bautizado, se abrieron los cielos y descendió sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma; luego siguió una voz que vino de lo alto: Este es mi Hijo amado, en quien me sentí bien. Tenemos aquí, pues, a la Trinidad con una cierta distinción de las personas: en la voz, el Padre; en el hombre, el Hijo; en la paloma, el Espíritu Santo. Sólo era necesario recordarlo, pues verlo es extremadamente fácil. Con toda evidencia, por tanto, y sin lugar a escrúpulo de duda, se manifiesta aquí esta Trinidad. En efecto, Cristo el Señor, que viene hasta Juan en la condición de siervo, es ciertamente el Hijo; no puede decirse que es el Padre o el Espíritu Santo. Vino, dice, Jesús: ciertamente el Hijo de Dios. Respecto a la paloma, ¿quién puede dudar?, o ¿quién hay que diga: «Qué es la paloma», cuando el Evangelio mismo lo atestigua claramente: Descendió sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma? En cuanto a la voz aquélla, tampoco existe duda alguna de que sea la del Padre, puesto que dice: Tú eres mi Hijo. Tenemos, pues, la distinción de personas en la Trinidad.
- Si ponemos atención a los lugares, me atrevo a decir —aunque lo diga tímidamente, me atrevo a decirlo—, tenemos la separabilidad en cierto modo de las personas. Cuando Jesús viene al río, va de un lugar a otro; la paloma desciende del cielo a la tierra, es decir, de un lugar a otro; la misma voz del Padre no salió de la tierra ni del agua, sino del cielo. Hay, pues, aquí una como separación de lugares, de funciones y de obras. Alguien podrá decirme: «Muestra ahora que la Trinidad es inseparable ». No olvides que hablas como católico y que hablas a católicos. Nuestra fe, es decir, la fe verdadera, la recta, la fe católica, así lo profesa; fe que no se funda en opiniones o conjeturas, sino en el testimonio de la lectura escuchada; fe que no duda ante la temeridad de los herejes, sino que se cimienta en la verdad de los Apóstoles. Esto lo sabemos y lo creemos. Y aunque no lo vemos con los ojos y ni siquiera con el corazón, mientras nos purificamos mediante la fe, a través de esa misma fe mantenemos con toda verdad y firmeza que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo forman la Trinidad inseparable, es decir, un solo Dios, no tres. Pero un Dios tal que el Hijo no es el Padre, que el Padre no es el Hijo, que el Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu de ambos. Esta inefable divinidad que permanece en sí misma, que renueva todo y todo lo crea, recrea, envía y llama a sí, que juzga y absuelve, esta Trinidad inefable es al mismo tiempo inseparable, como sabemos.
- ¿Qué hacer, pues? He aquí que el Hijo viene en cuanto hombre separadamente; de forma separada desciende el Espíritu Santo del cielo en forma de paloma; separadamente también sonó la voz del Padre desde el cielo: Este es mi Hijo. ¿Dónde está, pues, la Trinidad inseparable? Dios se ha servido de mí para despertar vuestra atención. Orad por mí, y, como abriendo vuestro seno, os conceda él mismo con qué llenar lo que habéis abierto. Colaborad con nosotros. Estáis viendo lo que hemos emprendido; no sólo qué cosa, sino también quién; desde dónde lo queremos explicar, es decir, dónde nos hallamos, cómo vivimos en un cuerpo que se corrompe y molesta al alma y cómo la morada terrena oprime la mente llena de pensamientos. Cuando aparto mi mente de la multiplicidad de las cosas y la recojo en el único Dios, Trinidad inseparable, buscando algo que deciros, ¿pensáis que, para hablaros algo digno, podré decir: A ti, Señor, levanté mi alma, viviendo en este cuerpo que agrava al alma? Ayúdeme él, elévela él conmigo. Soy débil para esa tarea y me resulta pesada.
- «¿Hace algo el Padre que no haga el Hijo? ¿O hace algo el Hijo que no haga el Padre?» Estas preguntas suelen ser planteadas por hermanos afanosos de saber, suelen ocupar las charlas de quienes aman la palabra de Dios, y a causa de ella suele pulsarse mucho a las puertas de Dios’. Refirámonos por ahora al Padre y al Hijo. Una vez que haya coronado nuestro intento aquel a quien decimos: Sé mi ayuda, no me abandones, se comprenderá que tampoco el Espíritu Santo se separa nunca de la operación común al Padre y al Hijo. Escuchad, pues, la cuestión planteada, pero en relación al Padre y al Hijo. «¿Hace algo el Padre sin el Hijo?» Respondemos: «No». ¿Acaso tenéis dudas? ¿Qué es lo que hace el Padre sin aquel por quien fueron hechas todas las cosas? Todas las cosas, dice la Escritura, fueron hechas por él. Y recalcándolo hasta la saciedad para los rudos, torpes e incordiantes, añadió: Y sin él nada fue hecho.
- ¿Qué decir, hermanos? Por él han sido hechas todas las cosas. Entendemos ciertamente que toda criatura fue hecha por el Hijo; que la hizo el Padre mediante su Verbo, Dios a través de su Poder y Sabiduría. ¿O hemos de decir, acaso, que, efectivamente, en el momento de la creación, todo fue hecho por él, pero que ahora no gobierna el Padre por él todo cuanto existe? En ningún modo. Aléjese este pensamiento de los corazones de los creyentes, rechácelo la mente de los piadosos y la inteligencia de los devotos. Es imposible que, habiendo creado todas las cosas por él, no las gobierne también por él. Lejos de nosotros pensar que no es regido por él lo que tiene el ser por él. Pero probemos también por el testimonio de las Escrituras no sólo que por él han sido hechas y creadas todas las cosas, según el texto evangélico: Por él han sido hechas todas las cosas y sin él nada se hizo, sino también que por él son regidas y dispuestas cuantas cosas han sido hechas. Vosotros reconocéis que Cristo es la Potencia y Sabiduría de Dios; reconoced también que se dijo de la Sabiduría: Se extiende con fortaleza de un confín a otro y lo dispone todo con suavidad. No dudemos, pues, de que todas las cosas son gobernadas por quien las hizo. Nada hace el Padre sin el Hijo y nada el Hijo sin el Padre.
- Sale al paso otra dificultad que en el nombre del Señor y por su voluntad nos disponemos a resolver. Si nada hace el Padre sin el Hijo y nada el Hijo sin el Padre, ¿no será obligado afirmar también que el Padre nació de la Virgen María, que el Padre padeció bajo Poncio Pilato, que el Padre resucitó y subió al cielo? En ningún modo. No decimos esto porque no lo creemos. Creí, y por eso hablé; también nosotros creímos, y por eso hablamos. ¿Qué se proclama en la fe? Que fue el Hijo quien nació de la Virgen, no el Padre. ¿Que se proclama en la fe? Que fue el Hijo quien padeció bajo Poncio Pilato y quien murió, no el Padre. No se nos oculta que algunos, llamados Patripasianos, entendiéndolo mal, afirman que el Padre mismo nació de mujer, que él fue quien padeció, que el Padre es a la vez Hijo, que se trata de dos nombres, no de dos realidades. La Iglesia los separó de la comunión de los santos para que no engañasen a nadie y, separados, discutiesen entre sí.
- Traigamos, pues, de nuevo ante vuestras mentes la dificultad del problema. Alguien me dirá: «Tú has dicho que nada hace el Padre sin el Hijo, ni el Hijo sin el Padre; además presentaste testimonios tomados de la Escritura que confirman que nada hace el Padre sin el Hijo, puesto que por él fueron hechas todas las cosas, y que nada es regido sin el Hijo, puesto que es la Sabiduría del Padre que se extiende de un confín a otro con fortaleza y lo dispone todo con suavidad. Ahora, contradiciéndote al parecer, me dices que fue el Hijo quien nació de una virgen, no el Padre; que fue el Hijo quien padeció, no el Padre, y lo mismo dígase de la resurrección. He aquí, pues, que hallo que el Hijo hace algo que no hace el Padre. Confiesa, por tanto, o bien que el Hijo hace algo sin el Padre, o bien que el Padre nació, padeció, murió y resucitó. Di una cosa u otra. Elige una de las dos». No elijo ninguna; no afirmo ni lo uno ni lo otro. Ni digo que el Hijo hace algo sin el Padre, pues mentiría si lo dijera; ni tampoco que el Padre nació, padeció, murió y resucitó, porque si esto dijera no mentiría menos. «¿Cómo, me dices, vas a salir de estos aprietos?».
- Os agrada la dificultad propuesta. Dios nos ayude para que os agrade también una vez resuelta. Fijaos en lo que digo, para que nos libere tanto a mí como a vosotros. En el nombre de Cristo nos mantenemos en una misma fe, bajo un mismo Señor vivimos en una misma casa, bajo una sola cabeza somos miembros de un mismo cuerpo, y un mismo espíritu nos anima. Para que el Señor nos saque de los aprietos de este dificilísimo problema a todos, a mí que os hablo y a vosotros que me escucháis, esto es lo que digo: «Es el Hijo, no el Padre, quien nació de la Virgen María; pero tanto el Padre como el Hijo realizaron ese mismo nacimiento que es del Hijo y no del Padre. No fue el Padre quien padeció, sino el Hijo; pero tanto el Padre como el Hijo obraron tal pasión. No resucitó el Padre, sino el Hijo; pero la resurrección fue obra del Padre y del Hijo». Al parecer estamos ya libres de esta dificultad, pero quizá sólo por mis palabras; veamos si también las divinas lo confirman. Me corresponde a mí demostrar con testimonios de la Sagrada Escritura que el nacimiento del Padre lo obraron el Padre y el Hijo. Dígase lo mismo de la pasión y resurrección. Tanto el nacimiento como la pasión y resurrección son exclusivas del Hijo. Estas tres cosas, sin embargo, pertenecientes al Hijo solamente, no han sido obra de sólo el Padre, ni de sólo el Hijo, sino del Padre y del Hijo. Probemos cada una de estas cosas; vosotros hacéis de jueces; la causa ha sido expuesta, desfilen los testigos. Dígame vuestro tribunal lo que suele decirse a los que llevan las causas: «Prueba lo que propones». Con la ayuda del Señor lo voy a probar, y lo pienso hacer con la lectura del código celeste. Me oísteis atentamente cuando proponía la causa; escuchadme más atentamente aun ahora, al probarla.
- He de empezar con el nacimiento de Cristo, probando cómo fue obra del Padre y del Hijo, aunque lo que hicieron ambos pertenezca sólo al Hijo. Cito a Pablo, insigne doctor en derecho divino, pues hay abogados que aducen la autoridad de Pablo para fallar litigios, aun entre los no cristianos. Me remito a Pablo, digo, como a juez de paz y no de contienda. Muéstrenos el santo Apóstol cómo el nacimiento del Hijo es obra del Padre. Cuando llegó, dijo, la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer, hecho bajo la ley para redimir a quienes estaban bajo la ley. Lo habéis escuchado y, dado que su testimonio es llano y patente, lo habéis entendido. He aquí que es obra del Padre el que el Hijo naciese de una virgen. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, es decir, el Padre a Cristo. ¿Cómo lo mandó? Hecho de mujer, hecho bajo la ley. El Padre, por tanto, le hizo de mujer y sometido a la ley.
- ¿O acaso os preocupa el que yo haya dicho de una virgen y Pablo de mujer? No os preocupéis, y no perdamos tiempo; no estoy hablando a incompetentes. La Escritura dice una y otra cosa: de virgen y de mujer. De virgen, ¿cuándo? He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un Hijo. De mujer, ya lo escuchasteis. No existe contradicción. Es característico de la lengua hebrea llamar mujeres a todas las hembras, y no sólo a quienes han perdido su virginidad. Lo tienes patente en el libro del Génesis, ya cuando fue hecha Eva: Y la formó mujer. En otro lugar dice también la Escritura que mandó Dios separar a las mujeres que no conocieron lecho de varón. Esto debe resultaros ya conocido; no nos detengamos, pues, en ello, para que, con la ayuda del Señor, podamos explicar otras cosas que con razón exigirán más tiempo.
- Hemos probado, pues, que el nacimiento del Hijo fue obra del Padre; probemos también que lo fue del Hijo. ¿Qué afirmamos cuando decimos que el Hijo nació de la Virgen María? Que asumió la condición de siervo. ¿Qué otra cosa significa para el Hijo nacer, sino recibir la condición de siervo en el seno de la Virgen? También esto es obra del Hijo. Escúchalo: El cual, existiendo en la condición de Dios, no juzgó objeto de rapiña el ser igual a Dios; antes se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer, nacido de la descendencia de David según la carne. Vemos, pues, que el nacimiento del Hijo es obra del Padre; mas como el mismo Hijo se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo, vemos que es también obra del Hijo.
(San Agustín, Sermón 52, Obras Completas, tomo X, BAC, Madrid, 1983, pág. 50-71)
Solemnidad de la Santísima Trinidad
26 de mayo 2024 – CICLO B
Entrada: Podemos conocer al Padre como Fuente y Origen de todo. El Hijo es engendrado por el Padre, recibe de Él todo su Ser. Y el Hijo vuelve al Padre en un movimiento eterno de amor, gratitud y donación. Y ese abrazo de amor entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo. Nosotros estamos habitados por las Tres Personas divinas y a la vez vivimos en el seno de esta Trinidad. Todo nuestro cuidado ha de consistir en permanecer en esta unión.
Primera Lectura: No hay otro Dios fuera de Aquel que se nos ha revelado en los grandes prodigios que realizó por su Pueblo. Deut. 4, 32-34. 39-40
Segunda Lectura: Hemos recibido el espíritu de hijos adoptivos, por eso podemos llamar a Dios “Padre”.
Evangelio: Estamos llamados a vivir una vida de intimidad divina porque hemos sido bautizados en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Preces: Oremos hermanos al Dios Uno y Trino con la certeza de ser escuchados.
A cada intención respondemos cantando….
- Por las intenciones del Santo Padre, especialmente para que todos los cristianos se dispongan a recibir el don de la unidad plena abriendo las mentes y los corazones al Espíritu a través de una auténtica vida cristiana y especialmente a través de la oración. Oremos…
- Pedimos también para que los Pastores y los fieles cristianos consideren el diálogo interreligioso y la obra de inculturación del Evangelio como un servicio diario para contribuir a la causa de la evangelización de los pueblos. Oremos…
- Por todos los consagrados, para que sepan cuidar con esmero el desarrollo de la fe recibida en el bautismo, y así ella penetre realmente todas las actitudes, los pensamientos, las acciones e intenciones y puedan dar testimonio ante el mundo de verdaderos hijos de Dios. Oremos…
- Por los adolescentes y los jóvenes, que experimentan con fuerza dentro de sí la llamada del amor, para que sean liberados del difundido prejuicio, según el cual, el cristianismo, con sus mandamientos y prohibiciones, pone demasiados obstáculos a la alegría del amor. Oremos…
- Por las familias para que acojan con amor a todo niño que venga a la existencia, y rodeen de afecto a los enfermos y ancianos necesitados de cuidados y atenciones. Oremos…
Padre de bondad, acepta nuestra oración y concédenos lo que movidos por el Espíritu nos animamos a pedir. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén
Ofrendas: En esta celebración eucarística nos ofrecemos al Padre en unión con su divino Hijo movidos por el Amor de su Espíritu. Y llevamos al Altar:
*incienso y todo nuestro canto de alabanza a la Santísima Trinidad.
*pan y vino para la ofrenda toda amable que es Cristo nuestro Señor.
Comunión: Señor, que nuestra vida se haga más y más trinitaria. Haznos descubrir cada vez mejor la presencia de la Trinidad en nuestra alma para participar con los Tres de su inefable unión.
Salida: María, Templo de la Santísima Trinidad, enséñanos a manifestarnos como verdaderos hijos del Padre y haz que vivamos vida de unión con Cristo guiados por su mismo Espíritu.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
“¡Quema lo que adoraste! ¡Adora lo que quemaste!”
Clodoveo se ha convertido y con él se va a convertir a Cristo el reino de las Galias. Ha llegado el momento de su Bautismo. Rodeado de todo su pueblo le espera San Remigio, el Obispo admirable que ha conseguido su conversión. A un lado de la pila bautismal están los ídolos de la gentilidad, y al otro lado el Santo Crucifijo.
El rey se acerca humildemente al Prelado. Pero antes de proceder al bautismo, el Obispo, apuntándole a los ídolos, le manda:
- ¡Quema lo que adoraste!
El rey prende fuego a las estatuas de los falsos dioses. Luego, apuntándole a la Cruz, le dice dulcemente:
- ¡Adora lo que quemaste!
El rey se postró sumiso y besó los pies de Cristo en la Cruz.
Esta escena se repite siempre que un pecador se acerca al santo tribunal de la penitencia. Allí está Jesús que nos dice: ¡Quema lo que adorabas! Adorabas tu carne, tu vanidad, tu ambición; quema todo eso en el altar del arrepentimiento y del amor. ¡Adora lo que quemabas! ¡Despreciabas la mortificación, la virtud, la penitencia, la Cruz, adórala ahora, abrázate con ella! Sólo así podré volverte a la gracia que perdiste por el pecado. Sólo así podré perdonarte las ofensas que hiciste contra mí.
Debemos acercarnos con este espíritu a este Santo Tribunal. Allí no se perdonan las culpas al pecador si no está dispuesto a quemar lo que adoraba y a adorar lo que quemó, como lo hizo ante la pila bautismal el glorioso rey que acercó a Francia a la Cruz.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 136)