PRIMERA LECTURA
Traigo a ciegos y lisiados llenos de consuelo
Lectura del libro de Jeremías 31,7-9
Así habla el Señor: ¡Griten jubilosos por Jacob, aclamen a la primera de las naciones! Háganse oír, alaben y digan: « ¡El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel!»
Yo los hago venir del país del Norte y los reúno desde los extremos de la tierra; hay entre ellos ciegos y lisiados, mujeres embarazadas y parturientas: ¡es una gran asamblea la que vuelve aquí! Habían partido llorando, pero Yo los traigo llenos de consuelo; los conduciré a los torrentes de agua por un camino llano, donde ellos no tropezarán.
Porque Yo soy un padre para Israel y Efraím es mi primogénito.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL 125, 1-6
R. ¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros!
Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía que soñábamos:
nuestra boca se llenó de risas
y nuestros labios, de canciones. R.
Hasta los mismos paganos decían:
« ¡El Señor hizo por ellos grandes cosas!»
¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros
y estamos rebosantes de alegría! R.
¡Cambia, Señor, nuestra suerte
como los torrentes del Négueb!
Los que siembran entre lágrimas
cosecharán entre canciones. R.
El sembrador va llorando
cuando esparce la semilla,
pero vuelve cantando
cuando trae las gavillas. R.
SEGUNDA LECTURA
Tú eres sacerdote para siempre
según el orden de Melquisedec
Lectura de la carta a los Hebreos 5, 1-6
Hermanos:
Todo Sumo Sacerdote del culto antiguo es tomado de entre los hombres y puesto para intervenir en favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede mostrarse indulgente con los que pecan por ignorancia y con los descarriados, porque él mismo está sujeto a la debilidad humana. Por eso debe ofrecer sacrificios, no solamente por los pecados del pueblo, sino también por sus propios pecados. Y nadie se arroga esta dignidad, si no es llamado por Dios como lo fue Aarón.
Por eso, Cristo no se atribuyó a sí mismo la gloria de ser Sumo Sacerdote, sino que la recibió de Aquél que le dijo: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy».
Como también dice en otro lugar: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec».
Palabra de Dios.
Aleluia Cf. 2 Tim. 1,10b
Aleluia.
Nuestro Salvador Jesucristo destruyó la muerte
e hizo brillar la vida, mediante la Buena Noticia.
Aleluia.
EVANGELIO
Maestro, que yo pueda ver
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 10, 46-52
Cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo —Bartimeo, un mendigo ciego— estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: « ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!» Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: « ¡Hijo de David, ten piedad de mí!»
Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo».
Entonces llamaron al ciego y le dijeron: « ¡Ánimo, levántate! Él te llama».
Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia Él. Jesús le preguntó: « ¿Qué quieres que haga por ti?»
Él le respondió: «Maestro, que yo pueda ver».
Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino.
Palabra del Señor
Rudolf Schnackenburg
La curación del ciego Bartimeo: Jesús es reconocido como Mesías antes de morir
(Mc.10,46-52)
Comienza ahora una nueva sección, que podríamos llamar “Jesús en Jerusalén” (10,46 – 13,37). Con 10,46 Jesús alcanza Jericó, la ciudad en que los peregrinos que llegaban por el camino del Este (cf. 10,1) cruzaban el Jordán y entraban en la antigua vía hacia Jerusalén (cf. Luc_10:30). La curación del ciego Bartimeo, un antiguo relato firmemente localizado en Jericó, pertenece ya por su carácter a la nueva sección que trata de la entrada de Jesús en Jerusalén y de su último ministerio en la capital. Esta sección permite establecer tres subsecciones: 1) las obras simbólicas, de alcance mesiánico: curación del ciego Bartimeo, entrada bajo las aclamaciones del pueblo, purificación del templo y maldición de la higuera; 2) diálogos y discusiones de Jesús con distintos grupos en la capital judía; 3) vaticinio sobre la destrucción de Jerusalén y gran discurso escatológico. (…)
Las obras simbólicas de alcance mesiánico (10,46 – 11,25)
Lo que sorprende en estas perícopas, que externamente presentan una estrecha trabazón, es la repetida actividad de Jesús con una fin bien preciso. En la mente del evangelista esto empieza ya con la curación del ciego de Jericó: Jesús no impide la invocación a voz en grito de «Hijo de David», sino que da la vista a este hombre que cree y que le sigue con fe.
En la preparación de la entrada en Jerusalén Jesús da de antemano a los discípulos unas instrucciones clarividentes, elige con toda intención un borriquillo sobre el que nadie había aún montado y se deja acompañar por las multitudes del pueblo. El comportamiento de la muchedumbre, especialmente sus gritos de aclamación, subrayan la transparencia mesiánica de la escena de la entrada.
Al dirigirse al templo maldice una higuera que no lleva fruto, gesto aparentemente absurdo puesto que no era tiempo de higos, pero que constituye una acción simbólica al modo de las de los profetas.
Después expulsa a los mercaderes del atrio del templo, demostración que tiene también un sentido más profundo.
Finalmente, con ocasión de la higuera que entre tanto se ha secado, da a los discípulos unas instrucciones sobre la fe firme, la oración consciente de ser escuchada y el perdón fraterno.
Jesús y el pueblo, los discípulos y los enemigos aparecen en escena y desarrollan sus respectivos papeles; pero todo lo domina la figura de Jesús, que actúa con una majestad hasta entonces desconocida; pese a lo cual se ve rodeado por la malicia y el odio de sus enemigos y por los obscuros nubarrones de los acontecimientos inminentes. El propio Jesús ve acercarse su pasión y marcha decidido a su encuentro; los discípulos viven unos signos que sólo comprenderán más tarde y escuchan unas palabras cuyo pleno significado sólo descubrirán en las circunstancias y tribulaciones de la comunidad.
Curación del ciego de Jericó (Mc.10,46-52)
Las curaciones de ciegos desempeñan un papel especial ya en la tradición más antigua (cf. 8,22-26). Las muchas enfermedades oculares del Oriente tenían entonces pocas perspectivas de curación, y el destino de los pacientes era duro. Por lo general no les quedaba otra salida que la mendicación (cf. Jua_9:8), a lo que se sumaba la angustia interior derivada de semejante situación, de una vida en constantes tinieblas. De este modo los ciegos aparecen como los representantes de la miseria y desesperanza humanas.
Sin duda que el relato del ciego-Bartimeo contiene una tradición antigua. El nombre, que es una formación aramea con el nombre del padre -bar Timai-, no tiene ningún significado simbólico; también la fórmula de saludo Rabbuni («maestro», v. 51b; cf. Jua_20:16) es una antigua forma aramea. Tampoco tiene especial interés la localización del suceso en Jericó, la «ciudad de las palmeras» al Norte del mar Muerto, uno de los establecimientos humanos más antiguos de Palestina, con la que en los Evangelios sólo se conecta la tradición particular lucana del jefe de aduanas Zaqueo (Luc_19:1-10). Fuera de esto sólo se menciona a Jericó en la parábola del samaritano compasivo (Luc_10:30).
Marcos refiere esta curación -la única en la segunda parte de su libro- no porque haya tenido lugar en la última estación del viaje de Jesús a Jerusalén, ni siquiera para demostrar la no menguada fuerza curativa o la no disminuida misericordia de Jesús. Esta curación está narrada de distinto modo que la de Betsaida (Luc_8:22-26). Escuchamos los grandes gritos del mendigo en el camino, en los que resuena por dos veces la invocación «Hijo de David». Fuera del diálogo sobre la filiación davídica del Mesías en Mar_12:35-37, es la única vez que encontramos en el Evangelio de Marcos esta designación judía del Mesías… y Jesús la permite. Muchas personas de entre la multitud del pueblo reprendían al hombre, pero Jesús manda que se lo acerquen. Alaba su fe -«tu fe te ha salvado»- con las mismas palabras que había dirigido a la mujer de fe sencilla que sufría un flujo de sangre (Mar_5:34). El ciego sanado no se marcha sin más ni más sino que sigue a Jesús en su camino.
Considerando estos matices narrativos, puestos por el evangelista, es precisamente como descubrimos el sentido de la curación del ciego en este pasaje. Las turbas populares, cosa que ya sabían los lectores mucho antes, acompañan a Jesús, pero sin una fe profunda, ciegas por lo que respecta a su misión. El ciego Bartimeo, por el contrario, cree en él como Hijo de David y como Mesías, de manera firme e inconmovible, aunque las gentes se lo recriminan. Su fe está todavía tan poco iluminada como la de aquella mujer del pueblo que tocó la fimbria del vestido de Jesús; pero cree en la bondad y en el poder de Jesús en quien se le acerca la ayuda de Dios. Esa fe supera la perspicacia de los doctores de la ley (cf. 12,35-37) al igual que la torpeza de la multitud. El ciego se ha formado su propia idea sobre el «Nazareno» (cf. 1,24), su procedencia no le crea ningún obstáculo (cf. 6,1-6) y le habla lleno de confianza. Un hombre así de confiado puede haberse convertido en discípulo de Jesús y aceptado la posterior confesión de fe de la comunidad en Jesús, pero no, le sigue inmediatamente, y más tarde quizá perteneció de hecho a la comunidad, como aquel Simón de Cirene que ayudó a Jesús a llevar la cruz (15,21).
Para los lectores cristianos el ciego pasa a ser el modelo del creyente y discípulo que ante nada retrocede y que sigue a Jesús en su camino de muerte. Mas para Marcos tiene también importancia especial la conducta de Jesús: ¡Es sorprendente que no rechace el título de Mesías y ni siquiera el título de «Hijo de David», más peligroso políticamente! Pero una vez emprendido el camino de la muerte y cuando se acerca el fin en que debe cumplirse el designio divino, pueden caer las barreras y puede desvelarse el misterio mesiánico. La falsa interpretación de un libertador político no impedirá por lo demás que Jesús sea ejecutado como tal; eso no sólo no impide sino que da cumplimiento a los planes secretos de Dios: la muerte de Jesús a mano de los hombres le convierte por voluntad divina en verdadero portador de la salvación.
Jesús es el Mesías, aunque en un sentido distinto del que los judíos esperaban. Evidentemente hay una línea que va desde la invocación del ciego de Jericó a las aclamaciones del pueblo con motivo de la entrada en Jerusalén: «¡Bendito sea el reino, que ya llega, de nuestro padre David!» (11,10). Ese reino llega, pero de forma diferente de como lo esperaba el pueblo: como el reino de Dios que abraza a todos los pueblos, a «los muchos» por quienes es derramada la sangre de Jesús (14,24; cf. 10,45). Es un reino de paz, como lo testifica a los sabios la entrada real y pacífica de Jesús en Jerusalén sobre un pollino. Jesús permite al ciego Bartimeo y a la multitud que le acompañen en la entrada. La curación era sólo un signo de la fe salvadora. Así como la fe ha curado al ciego, le ha «salvado» con ayuda de Jesús, así también la fe, que conduce a la unión con Jesús y a su seguimiento por el camino de la muerte, proporciona la verdadera salvación, la redención definitiva.
(SCHNACKENBURG, R., El Evangelio según San Marcos, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder)
P. Leonardo Castellani
El ciego de Jericó
Este trozo, tomado del final de Lucas 18, contiene dos perícopas –como dicen– heterogéneas; de manera que habría que hacer propiamente dos homilías: una, donde Jesucristo profetiza por tercera vez a sus discípulos su Pasión y Muerte; y enseguida, la curación del ciego de Jericó, que no fue un ciego sino dos ciegos; y que estaban a la vez a la entrada y a la salida de Jericó… si ustedes me entienden.
Jericó, Jericó,
donde Jesús salió y no entró,
cantan los chiquillos en España…
Este evangelio es el mejor ejemplo de la “discors concordia et concors discordia”, como llamó San Agustín en el siglo IV a lo que en el siglo XIX llamaron los críticos la Cuestión Sinóptica: efectivamente, la cura del ciego Bartimeo está en Mateo, Marcos y Lucas con una coincidencia general y con dos divergencias parciales:
- Mateo dice que curó a dos ciegos.
- Marcos dice que curó a un ciego –cuyo nombre pone– al salir de Jericó.
- Lucas dice que curó a un ciego al llegar a Jericó; y los tres hablan del mismo episodio.
Dando por supuesto que los tres hagiógrafos dicen verdad, se presenta al lector fiel una pequeña adivinanza que es más fácil de resolver que las de Damas y Damitas; y es mucho más provechosa, aunque a decir verdad, derrotó a San Agustín. Y detrás queda otra adivinanza grande, un problema científico (¿Cómo fueron compuestos los Evangelios?) que fue decisivamente resuelto en forma admirable por una memoria técnica del gran lingüista y psicólogo francés Marcel Jousse intitulada: El Estilo Oral Rítmico y Mnemotécnico en los Pueblos Verbomotores. Porque aquel que se imagine a esos cuatro singulares relatos como obras escritas de acuerdo a los cánones de la retórica grecolatina –como por ejemplo las historias de Tucídides o de Tito Livio– dará grandes tropezones si se pone a leerlos. Ya les digo que al mismo San Agustín…
Les diré que fueron dos los ciegos y que el milagro tuvo como dos partes; y que Jesús entró y salió de Jericó por la misma puerta –Ricciotti para resolver la dificultad acude a una cosa rebuscada: que había dos Jericó–. Y con esto ustedes, si leen las tres narraciones, verán cómo concuerdan entre sí, e incluso cobran más vida en la mente del que las ha concordado.
El ciego Bartimeo, como el Centurión Romano del Domingo segundo después de Epifanía, es un ejemplo de fe viva y actuante. Después de darle la vista, Jesús lo alabó diciendo: “Tu fe te ha curado”. Efectivamente, el “hijo de Timeo”, que pedía limosna junto al camino, primero preguntó, después escudriño, después creyó y después obró: ésta es la “fe actuosa”, que dice San Agustín: la fe con obras, diferente de la fe dormida o muerta.
Al llegar Jesús a Jericó, el ciego oyó el tropel y el cotorreo y preguntó qué era; y le dijeron era el profeta de Nazareth: que se quedase quieto. Al salir Jesús de Jericó al día siguiente –después de haber convertido al petiso Zaqueo, gran hombre de negocios, y haber compuesto y recitado la parábola de la Buena Inversión– Bartimeo ya había averiguado mucho, y ya sabía quién era en realidad el “profeta de Nazareth”. Empezó a dar gritos: “¡Compadécete de mí, Hijo de David!”. Decirle a Cristo “el Hijo de David” era reconocerlo Mesías. Como la gente quería a la fuerza hacerlo callar y quedarse quieto, saltó y dejó parte de su vestimenta en manos de los comedidos, y a tientas buscó a Cristo; el cual al mismo tiempo lo había hecho llamar. Se lo trajeron y lo curó. Pero aunque no lo hubiese curado, ese cieguito en su ceguera ya veía más que muchos, que se tienen por linces. Otro cieguito fue también curado que andaba con él, como solían andar de a dos en Palestina.
Éstas son las cualidades del acto de fe: primero preguntó sumisamente; después averiguó diligentemente; después confesó paladinamente; después obró valientemente. Y así obtuvo lo que pidió: “Señor, que yo vea”. ¿Por qué Cristo no me cura de mi ceguera, que hace hoy 31 años que se lo pido, y que lo reconozco como Mesías? Puede que le falte a mi fe una de esas cualidades. Puede también que no le falte ninguna, y que Dios se contente con responder como en otros casos: “Que te baste mi gracia; porque la virtud en la enfermedad se engrandece”. Cristo dijo que todo lo que pidiéramos creyendo nos será hecho; algunas veces uno pide creyendo, y nada es hecho. No, es un error: eso que pedimos a veces no es hecho, pero otra cosa mejor es hecha. La oración de la fe jamás termina en la nada.
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 151 – 153)
P. Alfredo Sáenz, S.J.
El tema de la luz
Acabamos de escuchar en el evangelio el relato de la curación del ciego Bartimeo; gracias a su fe en Aquel a quien invocó como “hijo de David”, recuperó el beneficio de la vista, la luz de la visión. Este milagro de Jesús, en apariencia tan simple, es, sin embargo, rico en enseñanzas. Y nos da pie para tratar un aspecto muy medular del cristianismo cual es el tema de la luz.
- Cristo, nuestra luz
Porque si recorremos las páginas de las Escrituras nos topamos frecuentemente con dicho tema, más aún, toda la historia de la salvación es concebida en términos de iluminación y de entenebrecimiento. En el origen, la separación de la luz y de las tinieblas constituyó el primer acto de la creación. Al fin de los tiempos, según se nos dice en el Apocalipsis, Dios mismo será la luz de la nueva creación. Y la historia que se desarrolla entre estos dos términos, principio y fin, toma en la Biblia la forma de un conflicto entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte.
Claramente advertimos en las Escrituras que Dios quiso revelarse no sólo como el Creador de la luz, sino también como Aquel que habita en la luz inaccesible, como el que está vestido de luz, como el que se manifiesta en el resplandor del día, como Aquel cuyo juicio surgirá al modo de un fulgor. La ” luz de su rostro” es una expresión que designa su providencia, su bondad y su revelación. Él es la lámpara cuyo resplandor guía los pasos de los hombres, y los conduce hacia las alegrías de un día luminoso.
También las tinieblas constituyen una imagen permanente en la Biblia. Al principio, las tinieblas envolvían la tierra. Las tinieblas simbolizan la locura, el ambiente propicio para la idolatría, la muerte, el infierno. Las tinieblas acompañan la muerte de Cristo: era la hora del poder de las tinieblas.
Sobre todo Jesucristo se revela como Luz: Yo soy la Luz del mundo, dice sin ambages en el evangelio de San Juan. Y luego de haber afirmado esto, devolvió la vista a un ciego de nacimiento, como para dar un signo de la verdad que acababa de proclamar. En ese mismo contexto se ubica el milagro del evangelio de hoy. Porque Cristo no solamente hizo milagros para favorecer a los enfermos y necesitados sino también para enseñanza nuestra, como signos de las realidades sobrenaturales que venía a revelar.
- El bautismo: iluminación
Cabe ahora preguntarse: ¿Qué sentido encierra esta metáfora de la luz? ¿Qué significa: Dios es luz, Cristo es luz? ¿O, como decimos en el Credo, Luz de Luz? Decir que Cristo es luz es afirmar que Cristo es vida. Para los contemporáneos de Jesús este lenguaje era claro: nacer significaba pasar de las tinieblas a la luz, y la muerte era comparada con la puesta del sol. Ver la luz o ver el sol, eran sinónimos de vivir. Esa idea popular recibió una confirmación sublime y sobrenatural en la persona misma de Cristo, del cual nos dice San Juan: “En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres”. Términos que podrían ser invertidos sin que variase el sentido: “En él estaba la luz y la luz era la vida de los hombres”. Decir, pues, que Cristo es la luz del mundo significa afirmar que Cristo es la vida del mundo.
Por eso el bautismo —sacramento gracias al cual recibimos la vida divina— era antiguamente llamado iluminación. A este respecto dice Clemente de Alejandría: “Cuando somos bautizados, desembarazados ya de las faltas que, a la manera de una nube , ponían un obstáculo al Espíritu divino, dejamos libre, sin velo y luminoso, a ese ojo del espíritu que es el único que nos permite contemplar lo divino…; el que acaba de ser regenerado ha sido iluminado”. Porque el bautismo, amados hermanos, es el comienzo de nuestra fe. El que no tiene fe, anda en tinieblas.
Merced al bautismo, nuestro espíritu ha adquirido nuevos ojos, ojos de la fe, en virtud de los cuales nos hemos hecho capaces de percibir realidades que exceden el alcance de los ojos carne. Viene aquí al caso recordar aquel texto que escuchamos en la primera lectura de esta misa, que es palabra de Dios por boca de Jeremías: “Los reúno desde los extremos de la tierra; hay entre ellos ciegos y lisiados…; los conduciré a los torrentes de agua”. Los ciegos irán a las aguas. Los catecúmenos al bautismo para recibir la vista, como el ciego Bartimeo fue a Jesús para que le diese la visión.
De ahí la hermosa expresión que utiliza San Pablo en su epístola a los tesalonicenses: “Vosotros sois todos hijos de la luz e hijos del día”. Este privilegio, amados hermanos, es fuente de obligaciones. No podemos comportarnos como los malvados, o los hijos de la noche, como los súbditos del demonio, a quien Jesús llamó “Príncipe de las tinieblas”. Porque, según dice bien San Pablo: “Antes erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor: caminad como hijos de la luz”. Nuestro nacimiento bautismal, la nueva visión que hemos adquirido en el seno de las aguas, comporta una exigencia de vida cristiana, la de caminar como hijos de la luz. Llamados a ser, como Jesús, luz del mundo.
- Carácter contemplativo de la vida cristiana
Finalmente, debemos recordar que la vida cristiana tiene un carácter contemplativo. Porque la luz sirve para ver. Y nosotros hemos sido llamados a ver. En eso consistirá precisamente la vida eterna, el cielo. Allí veremos a Dios cara a cara, lo veremos tal cual es. Pero esa contemplación, que será nuestro quehacer por toda la eternidad, ha de iniciarse ya en este mundo. Comienza aquí de hecho con la fe, con la meditación. Como María que, según nos dice el evangelio, contemplaba todos los misterios de su Hijo meditándolos en su corazón. Las preferencias de nuestra época van a la acción, a las ocupaciones exteriores. Pero debemos saber que en el cristianismo el primado corresponde a la contemplación. Lo más importante que podemos hacer en esta tierra es contemplar. Porque eso, de algún modo, inaugura el cielo.
Pronto nos adelantaremos a recibir el Cuerpo eucarístico de Jesús. Acerquémonos al Señor con la misma fe con que aproximó a Jesús el ciego de Jericó. Este, al enterarse que por allí pasaba Jesús comenzó a gritar: Hijo de David, ten piedad de mí. Y, advertido de que el Señor lo llamaba, dio un salto y fue hacia Él. Que su actitud sea para nosotros un ejemplo. En la Eucaristía no sólo vamos, como Bartimeo, hacia Jesús, sino que también Jesús viene a nuestro corazón. Nosotros, por la gracia de Dios, ya tenemos fe, ya hemos pasado de las tinieblas a la luz. No podemos, pues, dirigirle a Jesús la súplica que le dirigiera Bartimeo: “Maestro, que yo pueda ver”. Pero quizás los ojos de nuestra fe estén enfermos. Quizás nuestra fe sea débil o mortecina. Quizás esté entenebrecida. En ese caso, pidamos al Señor que la acreciente. Que veamos más. De modo tal que la Eucaristía, que es precisamente el sacramento de la fe, nos prepare para las maravillas de la visión eterna, visión que irá de claridad en claridad. Encandilados en la contemplación de Dios por una eternidad.
Alfredo Sáenz, SJ, Palabra y Vida, Homilías dominicales y festivas. Ed. Gladius, 1993. 279 – 282
P. Lic. Ervens Mengelle, I.V.E.
La Fe
Subiendo Jesús a Jerusalén para enfrentar su Pasión, en la última etapa de viaje, es decir, desde Jericó hacia la ciudad santa, realiza este milagro que acabamos de oír. “Nuestro Redentor, previendo que los ánimos de sus discípulos se turbarían a causa de su Pasión, les predijo con mucha anticipación sea el desgarramiento de la Pasión que la gloria de su Resurrección, para que, viéndolo morir, tal como había sido predicho, no dudasen que también había de resucitar. Y dado que los discípulos todavía eran carnales y totalmente incapaces de comprender las palabras del misterio, el Señor realizó un milagro. Delante de sus ojos, un ciego adquirió nuevamente la vista, para que aquellos que no entendían las palabras de los misterios celestes, por medio de hechos celestes fuesen consolidados en la fe. Sin embargo, queridísimos hermanos, los milagros del Señor y Salvador nuestro deben ser considerados de tal modo que se llegue a creer no sólo que realmente sucedieron, sino que quieren además enseñarnos algo con su simbolismo… El ciego es símbolo de todo el género humano, expulsado del Paraíso terrestre en la persona del primer padre Adán. Desde entonces, los hombres no ven más el esplendor de la luz superior, y padecen las aflicciones de su condena. Y no menos la humanidad es iluminada por la presencia de su Salvador, de tal modo que puede ver –al menos en el deseo- el gozo de la luz interior, y dirigir así los pasos de las buenas obras en el camino de la vida” (San Gregorio M, Hom in Ev. 2,1; PL 76, 1081-1086). ¿Qué nos enseña el evangelio con este milagro? “El ciego Bartimeo es un ejemplo de fe viva y actuante… Estas son las cualidades del acto de fe: primero preguntó sumisamente; después averiguó diligentemente; después confesó abiertamente; después obró valientemente. Y así obtuvo lo que pidió: Señor, que yo vea.” (P. L. Castellani, El ev. de Jesucristo, Dom. de Quincuagésima).
Aproximándonos al final de este año litúrgico en el que, siguiendo el evangelio, hemos profundizado el misterio de Jesús, san Marcos nos pone este ejemplo para enseñarnos cómo hemos de obrar nosotros: “la fe es la primera disposición de quien quiere seguir a Cristo; debe ser la disposición inicial del alma delante del Verbo Encarnado” (B. Columba Marmion, Jesucristo, ideal del monje, cap. “Esta es nuestra victoria…”)
1 – La fe
- a) “La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado” (150).
- “En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura” (150).
- la libertad de la fe: “El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe… Cristo invitó a la fe y a la conversión. Él no forzó jamás a nadie.” (160).
Estos dos elementos fundamentales del acto de fe aparecen claramente en el episodio del ciego Bartimeo. La firme adhesión se ve en la manera de actuar, que no se deja amedrentar por los que lo quieren hacer callar. Y en sentido espiritual, enseña san Gregorio que no se deja atemorizar de sus propios pecados: “Muchas veces, cuando queremos convertirnos a Dios después de haber cometido algunos pecados, cuando deseamos alcanzar el perdón de nuestras faltas, se presenta ante nuestra vida el recuerdo de los pecados que cometimos, ofuscan éstos la claridad de nuestro entendimiento, abaten nuestro ánimo y apagan la voz de nuestra oración. Los que iban delante le increpaban para que callase; porque antes que Jesús venga a nosotros, nuestros pecados antiguos, amontonándose con sus imágenes en nuestro interior, nos perturban la oración…” (íd. 3). Vemos que la firmeza de su adhesión le hizo superar los obstáculos externos e internos.
La libertad se ve en que el ciego acude voluntariamente a la invitación que le hace Cristo.
- b) Es que “para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que Él ha enviado… El Señor mismo dice a sus discípulos: Creed en Dios, creed también en mí (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne…” (151). En el caso del ciego, este paso ya estaba dado, como se ve por la forma en que se dirige a Jesús. Pero al mismo tiempo exterioriza esa disposición interior acudiendo prontamente al llamado de Cristo: el arrojó su manto y saltando se acercó a Jesús (v.50). Se trata de dos gestos significativos de Bartimeo: 1) arroja la túnica. Para un pobre eso es la única riqueza y al mismo tiempo la cosa más necesaria. “Es la ‘casa’ que repara del frío (cf. Ex 22,25s; Dt 24,10-13.17) y representa todo el ‘mundo’ de Bartimeo”. Pero ahora le obstaculizaría en su corrida hacia Jesús; por ello se libera, repitiendo el acto de los primeros llamados: dejar todo para seguir al Maestro (cf. Mc 1,18-20; 10,28). 2) Se levanta de un salto: la respuesta al llamado es inmediata y gozosa, como el inmediatamente que caracteriza la obediencia del verdadero discípulo (cf. Mc 1,18).
Reitera la actitud de los primeros discípulos en seguir a Cristo, pero ahora ante el misterio pascual.
2 – La acción interna del Espíritu Santo
Ahora, toda esta acción que realiza el ciego, no sería posible si no fuese Dios mismo quien nos auxiliase. En efecto, ¿cómo llegó el ciego a comprender quién y qué era Jesús? Por la acción interna de Dios: “No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’, sino bajo la acción del Espíritu Santo (1Co 12,3)” (152). Es, por tanto, doble la acción, primero de Dios y luego del hombre:
- la acción de Dios: “La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad” (153).
- La respuesta del hombre: “Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas… En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina ‘creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia’” (154-155). Por eso Cristo le dice al ciego: tu fe te ha salvado. Cristo subraya el elemento humano, porque es el que puede fallar. De parte de Dios ya sabemos que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Y hay que notar que dice salvado y no “curado”, enseñando cuál es el sentido profundo de lo que sucede: “quedó curado de cuerpo y alma” (san Grez. M.)
3 – Necesidad y perseverancia
El milagro recibido por el ciego, tanto en su cuerpo como en su alma, sólo fue posible por su fe en Cristo, indicio de la necesidad que hay de creer en Él: “Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación… nadie es justificado sin ella y nadie, a no ser que haya perseverado en ella hasta el fin, obtendrá la vida eterna” (161).
Al mismo tiempo, el ejemplo del ciego que luchó hasta alcanzar lo que buscaba, nos enseña a no dejar de combatir: “la fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe (1Tim 1,18-19)” (162). Pero el ciego hizo más, ya que una vez curado de su ceguera y convertido en discípulo de Jesús por la fe, hizo lo que correspondía, siguió a Jesús por el camino: “Ve y sigue el que realiza el bien que ha conocido; ve, pero no sigue quien de modo semejante conoce el bien, pero desprecia el hacerlo… Observemos donde el Señor se dirige y, con la imitación, sigamos las huellas. En efecto, sigue a Jesús sólo quien lo imita…” (san Gregorio M.; íd 8). Obrando de este modo, alcanzaremos la victoria: Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1Jn 5,4-5).
4 – Conclusión
En síntesis, el ciego de Jericó es ejemplo para nosotros: antes ciego, luego ve; antes sentado, después en movimiento; antes al costado del camino, después en el camino sube con Jesús hacia Jerusalén, hacia la Ciudad Santa, imagen de la Jerusalén celestial. “La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios cara a cara… Ahora, sin embargo, caminamos en la fe y no en la visión… La fe es vivida con frecuencia en la oscuridad”. Y, advierte el catecismo, “la fe puede ser puesta a prueba… las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de las muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación. Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, esperando contra toda esperanza (Ro 4,18); la Virgen María que ‘en la peregrinación de la fe’, llegó hasta la ‘noche de la fe’ participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro…” (163-165).
(MENGELLE, E., Jesucristo, Misterio y Mysteria , IVE Press, Nueva York, 2008. Todos los derechos reservados)
San Agustín
Jesucristo, médico del alma y del cuerpo
- CRISTO, MÉDICO NUESTRO.
—Sabéis como nosotros, hermanos míos, que nuestro Señor y Salvador Jesucristo es el médico de nuestra salud eterna, y que tomó nuestra enferma naturaleza para que nuestra enfermedad no fuera sempiterna. Porque asumió un cuerpo mortal para en él matar la muerte. Y aunque crucificado en nuestra enfermedad, como dice el Apóstol, vive por la virtud de Dios. Del mismo Apóstol son, además, estas palabras: Ya no muere ni está sujeto a la muerte. Todo esto bien notorio es para vuestra fe, pero debemos también saber que todos los milagros que obró en los cuerpos tienen por blanco hacernos llegar a lo que ni pasa ni tendrá fin. Devolvió a los ciegos los ojos que había de cerrar la muerte; resucitó a Lázaro, el cual morirá por segunda vez. Todo lo que hizo en beneficio de los cuerpos no lo hizo para hacerlos inmortales, bien que al mismo cuerpo le habrá de dar en el fin una eterna salud; mas, como no eran creídas las maravillas invisibles, quiso por medio de acciones visibles y temporales levantar la fe hacia las cosas que no se ven.
- ELOGIO DE LA FE ACTUAL DE LA IGLESIA.
—Nadie, pues, hermanos, diga que ahora ya no hace nuestro Señor Jesucristo los milagros que antes; por donde los primeros tiempos de la Iglesia fueron mejores que los actuales. Pues en cierto lugar el mismo Señor pone a los que creen sin ver sobre los que creyeron porque vieron. La fe de los discípulos era por entonces en tal modo vacilante, que, aun viendo resucitado a su Maestro, no dieron crédito a sus ojos, antes necesitaron palparle. No los llenaba el verle con los ojos sin acercar a sus miembros las manos y tocar las cicatrices de las recientes llagas; y cuando sus manos le cercioraron de la realidad de las llagas, el discípulo incrédulo exclamó: ¡Señor mío y Dios mío! Quedaron las cicatrices como testimonio del que había sanado todas las llagas en otros. Sin duda podía el Señor resucitar sin cicatrices, pero conocía las llagas abiertas en el corazón de los discípulos, y conservó las de su cuerpo para sanarlos. ¿Qué dijo el Señor al discípulo que, reconociéndole por su Dios, exclamó: Señor mío y Dios mio? Creíste porque me haz visto; bienaventurados los que no ven y creen. ¿A quién se refiere sino a nosotros, hermanos? Y no solamente a nosotros, sino a todos los que vengan detrás de nosotros. Porque no mucho después, habiéndose alejado de sus ojos mortales para fortalecer la fe de sus corazones, cuantos en adelante creyeron en él creyeron sin verle, y su fe tuvo gran mérito, porque para conquistarla no usaron del tocamiento de las manos, sino del acercamiento de su piadoso corazón.
GRANDES MILAGROS QUE HACE CRISTO AHORA.
Las obras milagrosas del Señor eran, pues, un convite a la fe, y esta fe se conserva en la Iglesia, extendida por todo el mundo, y obra hoy curaciones más grandes, para obtener las cuales no se desdeñó él de hacer aquellas menores; porque tanto la salud del alma lleva ventaja a la del cuerpo cuando éste desmerece de aquélla. Si los ciegos no abren ahora los ojos bajo la mano del Señor, ¡cuántos corazones no menos ciegos los abren a su palabra! Ahora no resucita a un cadáver, pero resucita el alma que yacía muerta en un cadáver vivo; ahora no se abren los oídos sordos del cuerpo, pero ¡cuántos corazones se han abierto a la acción penetrante de la palabra de Dios y pasan de la incredulidad a la fe, de una vida desordenada a un honesto vivir y de la rebeldía a la sumisión! He ahí, nos decimos, uno que vino a la fe, y nos pasmarnos porque conocíamos su dureza. Mas ¿por qué te maravillas de su fe, de su inocencia y fidelidad a Dios, sino porque ves ha recobrado la vista el ciego, y la vida el muerto, y el oído el que sabías era sordo? Porque hay otro género de muertos, de los cuales habló el Señor, cuando a un joven que difería seguirle con el fin de enterrar a su padre, le dijo: Deja que los muertos sepulten a sus muertos. Cierto que los muertos no pueden ser sepultureros de un muerto corporal, pues ¿cómo puede un cadáver enterrar a otro cadáver?; pero llámalos muertos y es fuerza lo sean en el alma; porque, según a menudo vernos muerto al dueño de la casa sin que la morada sufra detrimento, así también muchos llevan muerta el alma dentro de un cuerpo sano; y a éstos quiérelos despertar el Apóstol diciendo: Levántate tú que duermes; levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará. El que ilumina al ciego y resucita al muerto es el mimo cuya voz clama: Levántate tú que duermes. El ciego será iluminado cuando resucite. ¿A cuántos sordos veía el Señor delante cuando dijo: El que tenga oídos para oír, que oiga? ¿Quién de los que allí estaban carecía del órgano del oído? Luego, ¿qué oídos pedía, sino los espirituales?
- EL OJO CON QUE SE VE A DIOS.
—Y ¿de qué ojos hablaba, dirigiéndose a hombres no corporalmente ciegos? Habiéndole dicho Felipe: Muéstranos, Señor, al Padre y nos basta, bien entendía que la vista del Padre podía bastarle; mas ¿podría bastar el Padre a quien no le bastaba el Igual al Padre? ¿Por qué? Porque no le veía. Y ¿por qué no le veía? Porque no estaba sano todavía el ojo por donde podía ser visto. Felipe veía en la humanidad del Señor lo que se mostraba a los ojos del cuerpo, lo cual veíanlo no solamente los fieles discípulos, sino también los judíos que le crucificaron. Pero Jesús podía ser visto de otra manera; de ahí el demandar otros ojos. Y por eso al que le dijo: Muéstranos el Padre, y tendremos bastante, le contestó: ¿Tanto tiempo como hace que estoy con vosotros, aún no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a Mí, ve también a mi Padre. A fin de sanarle los ojos de la fe, llámale hacia la fe para que pueda llegar a la visión; y para que no se imaginara Felipe que hay en Dios la misma figura corporal de Jesucristo nuestro Señor, añadió: ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Acababa de decir: Quien a Mí me ve, ve a mi Padre; mas los ojos de Felipe aun no estaban acomodados para ver al Padre, ni, por ende, para ver al Hijo, igual al Padre; y de ahí que, hallándose aún tierna la vista de su alma e incapaz de fijarse en tan viva luz, se propuso el Señor curarle y fortalecerle con el colirio y fomentos da la fe; y por eso le pregunta: ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Así, pues, quien todavía no pueda ver lo que ha el Señor de mostrar al descubierto, en vez de buscar antes ver que creer, debe creer primero para sanar el ojo con que vea. A los ojos serviles mostrábaseles no más la naturaleza de siervo; igual a Dios sin haberlo usurpado, si hubiera podido ser visto en lo que tiene de igual al Padre—en su misma igualdad—por los hombres, que vino a curar, ¿qué necesidad tenía de anonadarse a sí mismo tomando la naturaleza da esclavo? Pero, no habiendo modo de que fuese Dios visto—y habiéndolo de que fuera visto el hombre—, hízose hombre quien era Dios, para que lo que se veía en él nos dispusiera para ver lo que en él no se veía. Y así dice en otro lugar: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Felipe, ciertamente, podía responder: Señor, estoy cierto de que te veo, ¿Es el Padre como lo que veo en ti?; porque nos dijiste: Quien me ve a mí, ve también a mi Padre. Antes de responder esto Felipe, tal vez antes de pensarlo, añadió Jesús: ¿No crees que estoy yo en el Padre y que está el Padre en mí? El ojo interior del discípulo no podía ver aún ni al Padre ni al Hijo, igual al Padre, y así, por que pudiera ver, era necesario lavárselo con el agua de la fe. Por donde, para que puedas ver algún día lo que hoy no puedes, cree lo que todavía no ves. Anda por el camino de la fe para llegar a la clara vista; porque, si la fe nos sostiene en el camino, la clara vista no será nuestra dicha en la patria, o como dice el Apóstol: Mientras vivamos en cuerpo, somos peregrinos de Dios; y para mostrarnos por qué somos peregrinos, aunque ya creemos, añade: Andamos por la fe y no en la realidad.
5.- NUESTRO ÚNICO EMPEÑO EN ESTA VIDA.
—Así, pues, hermanos míos, todo nuestro empeño en esta vida ha de consistir sanar el ojo del corazón para ver a Dios. Ese fin tiene la celebración de los santos misterios, la predicación de la palabra divina, las amonestaciones morales de la Iglesia, o digamos, las que se proponen la enmienda de las costumbres y concupiscencias carnales y la renuncia, no sólo de palabra, sino de obra también, a este siglo; y el blanco de las divinas letras no es otro que purificar el interior de cuanto nos impide la vista de Dios. El ojo, hecho para ver esta luz corpórea, aunque celeste sin duda, pero material y sensible, no es peculiar del hombre; se ha concedido también a los más viles animales; y con estar hecho para eso, cuando algo entra en él se oscurece y queda privado de esta luz, y aunque ella le envuelve por doquier, el ojo la rehúye o tiene que privarse de ella; y no sólo le es extraña a luz, sino que le atormenta, bien que haya sido criado para verla; así el ojo del corazón, cuando está herido y oscurecido, él mismo se aparta de la luz de la justicia y no se atreve a contemplarla, ni puede hacerlo.
- AGENTES PERTURBADORES DEL OJO DEL CORAZÓN.
— ¿Que turba el ojo del corazón? La codicia, la avaricia, la injusticia, el amor del siglo; esto es lo que turba, lo que cierra, lo que ciega el ojo del corazón. Ahora bien, cuando se lastima un ojo del cuerpo, es de ver la presteza con que se le avisa al médico para que nos lo abra, lo limpie y lo cure, y podamos ver la luz. No hay dilación ni sosiego, antes se corre a llamarle para que nos saque la pajita que se nos ha caído dentro. Pues aunque ese sol que deseamos gozar con ojos sanos lo hizo Dios, mucho más brillante es quien lo hizo; pero su esplendor, destinado a los ojos del alma, no es de la misma naturaleza que el sol; esta divina luz es la eterna Sabiduría. ¡Oh hombre! Dios te ha hecho a su imagen y, habiéndote dado con qué ver el sol que hizo, ¿te habrá negado con qué verle a él, que te hizo, y esto a su imagen y semejanza? No lo dudes; él te ha dado unos y otros ojos; sin embargo, tanto como amas los ojos exteriores, otro tanto descuidas el interior, que llevas averiado y ciego; y es para ti un sufrimiento el que tu Criador quiera mostrársete; un sufrimiento, sí, para tu ojo antes de ser curado y sanado. Pecó Adán en el paraíso, y escondióse de la cara de Dios. Cuando tenía el corazón y la conciencia puros, gozábase de la presencia divina; mas, en cuanto el pecado lastimó su ojo interior, comenzó a espantarle la divina luz y se acogió a las tinieblas y a las espesuras del bosque, huyendo de la Verdad y apeteciendo las sombras.
EXPERTENCTA EJEMPLAR DE CRISTO.
—En resolución, hermanos míos; puesto que descendemos de él, y, come dice el Apóstol, Todos mueren en Adán, pues todos venimos de estos primeros padres, si hemos rehusado someternos al Médico para enfermar, obedezcámosle para librarnos de la enfermedad. Cuando estábamos sanos, nos dio prescripciones el Médico para que no lo necesitásemos, No son los sanos, dice, los que necesitan de médico, sino los enfermos. Cuando sanos, no le obedecimos, y bien a nuestra costa hemos aprendido cuánto mal nos trajo el menosprecio de aquel mandato. Ahora, pues, estamos enfermos desde el principio, sufrimos, yacemos en el lecho del dolor; mas no desesperemos. No pudiendo nosotros ir al Médico, el Médico se ha dignado venir a nosotros. No abandonó al enfermo el que fue despreciado por el enfermo antes de enfermar, ni ha cesado de dar otras prescripciones a quien rehusó las primeras, para que no enfermase. Como si le dijera: “Ya sabes por experiencia con cuánta verdad te dije: No toques esto. Sana ya y vuelve a la vida. Yo cargo sobre mí tu enfermedad; toma esta copa; es amarga, pero tú fuiste quien te hiciste penosos aquellos preceptos míos, tan dulces cuando yo los di y tenías tú salud. Habiéndoles tenido en poco, empezaste a enfermar, y ahora no puedes sanar si no bebes el cáliz amargo de tentaciones en que abunda esta vida, el cáliz de las tribulaciones, de las angustias, de los dolores. Bebe, dice, bebe para cobrar la vida”. Y por que no le respondiera el enfermo: “No puedo, no lo tolero, no bebo”, bebió primero el médico sano, para que sin vacilación bebiese también el enfermo. Porque ¿hubo amargura en aquel cáliz que el Médico no bebiera? ¿Ultrajes? El antes, cuando arrojaba los demonios, oyó decirle: Está endemoniado, y: En nombre de Belcebú echa los demonios. De donde, para consuelo de los enfermos, dice: Si han dicho del Padre de familias que era Belcebú, ¿cuánto más no lo dirán de los domésticos? Si son amargos los dolores, él fue atado, y azotado, y crucificado. Si es amarga la muerte, también murió Él. Si el enfermo se estremece ante la muerte, nada había entonces de más ignominioso que cierto género particular de muerte: la muerte de cruz; y no sin motivo, para encarecer su obediencia, dijo el Apóstol: Hízose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
San Agustín, Sermón 88, Ed. BAC, T VII. Madrid 1964, pag. 200-208
Guión XXX Domingo del Tiempo Ordinario
29 de octubre del 2024
Entrada: Hoy, Bartimeo el ciego del Evangelio, nos enseña que el verdadero discípulo reconoce su ceguera, y apela con una fe firme y perseverante a la misericordia de Jesús.
Primera Lectura: Jeremías 31, 7-9
Una multitud de dolientes y desterrados del resto de Israel es reconducida por Cristo a la casa del Padre. Allí goza del verdadero consuelo.
Segunda Lectura: Hebreos, 5, 1-6
Cristo interviene en favor de los hombres porque es Sumo Sacerdote indulgente para con los descarriados.
Evangelio: Mc. 10, 46-52
Bartimeo, cree y por eso obtiene la curación. Queda deslumbrado por Cristo y con la mirada fija en Él va tras sus pasos.
Preces:
Hermanos, oremos a nuestro Padre del Cielo por la Iglesia, por el mundo entero y para que derrame su luz en lo íntimo de nuestros corazones.
A cada intención respondemos cantando………
- Por el Papa y todos los Pastores de la Iglesia, para que pongan sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio para que éste sea anunciado hasta los últimos confines del mundo. Oremos…
- Por los catecúmenos, para que se familiaricen con el estudio de la Palabra de Dios, que ésta sea un medio de transformación de la propia vida, y una ayuda eficaz para reconocer el Amor de Dios en toda circunstancia. Oremos…
- Por los jóvenes, para que sepan proclamar a Jesús particularmente a través del testimonio, viviendo la caridad fraterna en el servicio y la solidaridad para con todos los hombres. Oremos…
- Por el diálogo interreligioso, para que los líderes de los distintos credos se esfuercen por suprimir malos entendidos y prejuicios hacia la fe y se abran a la Verdad. Oremos…
- Por la educación en nuestra Patria, para que las políticas educacionales reconozcan en la familia a la primera educadora y respeten la libertad que por derecho tienen en las decisiones a tomar respecto de sus hijos. Oremos…
Padre de bondad, mira propicio las súplicas que te dirigimos con fe y haz que siempre busquemos lo que es de tu agrado. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Ofertorio
Con el gozo de seguir a Cristo en el cumplimiento de la Voluntad del Padre presentamos:
*Alimentos para nuestros hermanos más necesitados y el deseo de llevarles a todos el Amor misericordioso del Padre.
*Pan y vino, especies que Cristo eligió para revivir su Pasión, Muerte y Resurrección.
Comunión:
Señor, apelamos a tu misericordia para ser iluminados y fortalecidos al comulgar tu Cuerpo y beber tu Sangre.
Salida:
María nos acompaña en nuestro peregrinar en la fe; con Ella somos invitados a proclamar las maravillas que Dios realiza en nosotros a través de su Hijo Jesucristo.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
Hace falta la luz de Dios
Algunas veces se les habrá ocurrido a ustedes, y sobre todo a los jóvenes, este pensamiento. Ese sabio, ese catedrático insigne, ese médico famoso, ese abogado elocuente tienen una inteligencia privilegiada y sin embargo no creen. ¿Es que acaso la fe no será una verdad cuando ellos con su razón cultivada no la alcanzan?
Y es bien fácil dar una explicación a este hecho, que a ustedes, cristianos conscientes, no debe hacerlos titubear. Para ver las cosas que están muy cerca bastan unos anteojos sencillos; un solo cristal sujeto con un aro y nada más. Pero para ver las cosas que están muy lejos, para poder sorprender los misterios de los astros, un solo cristal no basta, se necesitan dos cristales, uno al principio y otro al fin del tubo telescópico, y luego la luz, la luz clara iluminándolo todo con su resplandor.
Así como en el mundo de la naturaleza, sucede en este otro mundo de la verdad. Para ver las cosas que están cerca, las cosas naturales, la hacienda, el negocio, la vida, a la pobre ciencia humana le basta un solo cristal. ¡Ah!, pero para ver las cosas que están lejos, para sorprender los misterios sobrenaturales, que están por encima de los astros, no basta ese cristal de la razón, se necesita además el cristal de la fe, iluminado todo por la luz increada de la gracia de Dios.
Esos hombres ilustres de que hablamos tienen unos perfectos anteojos con un claro cristal, pero no basta. Se empeñan en ver a Dios sin telescopio, y no lo ven. Y sobre todo les falta la luz de Dios y Dios para ellos queda a oscuras.
Ese catedrático insigne, ese médico eminente, ese abogado elocuente, no creen porque se contentan con el cristal de la razón y se ha roto en manos de su soberbia el cristal de la fe. Si la fe fuera obra de la razón, ellos podrían alcanzarla sin esfuerzo con su razón privilegiada, pero como es don de Dios, que, como todos sus dones, los da a los humildes y se los quita a los soberbios.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 7)