PRIMERA LECTURA
Suscitaré un profeta y pondré mis palabras en su boca
Lectura del libro del Deuteronomio 18, 15-20
Moisés dijo al pueblo:
El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo; lo hará surgir de entre ustedes, de entre tus hermanos, y es a El a quien escucharán. Esto es precisamente lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la asamblea, cuando dijiste: «No quiero seguir escuchando la voz del Señor, mi Dios, ni miraré más este gran fuego, porque de lo contrario moriré».
Entonces el Señor me dijo: «Lo que acaban de decir está muy bien. Por eso, suscitaré entre sus hermanos un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo que Yo le ordene. Al que no escuche mis palabras, las que este profeta pronuncie en mi Nombre, Yo mismo le pediré cuenta. Y si un profeta se atreve a pronunciar en mi Nombre una palabra que Yo no le he ordenado decir, o si habla en nombre de otros dioses, ese profeta morirá».
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 94, 1-2.6-9
R. Ojalá hoy escuchen la voz del Señor
¡Vengan, cantemos con júbilo al Señor,
aclamemos a la Roca que nos salva!
¡Lleguemos hasta Él dándole gracias,
aclamemos con música al Señor! R.
¡Entren, inclinémonos para adorarlo!
¡Doblemos la rodilla ante el Señor que nos creó!
Porque Él es nuestro Dios,
y nosotros, el pueblo que Él apacienta,
las ovejas conducidas por su mano. R.
Ojalá hoy escuchen la voz del Señor:
«No endurezcan su corazón como en Meribá,
como en el día de Masá, en el desierto,
cuando sus padres me tentaron y provocaron,
aunque habían visto mis obras». R.
SEGUNDA LECTURA
La virgen se preocupa de las cosas del Señor; tratando de ser santa
Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 7, 32-35
Hermanos:
Yo quiero que ustedes vivan sin inquietudes.
El que no tiene mujer se preocupa de las cosas del Señor, buscando cómo agradar al Señor. En cambio, el que tiene mujer se preocupa de las cosas de este mundo, buscando cómo agradar a su mujer, y así su corazón está dividido.
También la mujer soltera, lo mismo que la virgen, se preocupa de las cosas del Señor, tratando de ser santa en el cuerpo y en el espíritu.
La mujer casada, en cambio, se preocupa de las cosas de este mundo, buscando cómo agradar a su marido.
Les he dicho estas cosas para el bien de ustedes, no para ponerles un obstáculo, sino para que ustedes hagan lo que es más conveniente y se entreguen totalmente al Señor.
Palabra de Dios.
Aleluia M t 4, 16
Aleluia.
El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz;
sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte,
se levantó una luz.
Aleluia.
EVANGELIO
Les enseñaba como quien tiene autoridad
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 1, 21-28
Jesús entró en Cafarnaúm, y cuando llegó el sábado, fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.
Y había en la sinagoga de ellos un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: « ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios».
Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió violentamente, y dando un alarido, salió de ese hombre.
Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: « ¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le obedecen!» Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.
Palabra del Señor.
Lic. José Marcone, I.V.E.
La exousía de Jesús
“Es importante ver con qué episodios inician los evangelistas su narración de la vida púbica de Jesús, porque en ese inicio se manifiesta ya, en germen, cuál será el interés que el evangelista va a tener al presentar la persona de Jesús, qué rasgo le va a interesar más.
“Mateo comienza con el primer, y más extenso, de los cinco discursos de Jesús: el discurso de la montaña (5,1-7,2). El interés principal del primer evangelista es la formulación de la enseñanza de Jesús.
“Lucas refiere como primer hecho de la vida pública la presencia de Jesús en la sinagoga de su ciudad (Nazaret) (4,16-30), donde, conectándose con el AT, Jesús expone de manera programática la autoridad y el fin de su misión.
“En el Evangelio de Marcos encontramos como primera cosa la presencia de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm”.[1]
En el evangelio de hoy, en el que se narra el inicio de su vida pública, Jesús no manifiesta cuál es el contenido de su mensaje; tampoco habla acerca de cuál es su misión y quién lo ha enviado. Hoy apenas si habla, diciendo solamente dos palabras, que son una orden: “¡Cállate y sal de él!”, como le dice al demonio. Al inicio de su vida pública San Marcos simplemente nos pone allí la persona de Jesús. Es la persona del Maestro lo que desde el inicio está en primer plano en su Evangelio. Para el evangelista todo está centrado sobre la persona de Jesús.
La autoridad de Jesús
¿Y qué es lo que San Marcos va a resaltar de la persona de Jesús? Su poder y su autoridad. Si prestamos atención nos daremos cuenta que todo el evangelio de hoy está centrado sobre el poder y la autoridad de Jesús, y es la realidad que llena todo el trozo.
Al principio dice: “Al llegar el sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (1,22).
Luego, en la mitad del relato de hoy, están esas palabras de Jesús que son un orden y manifiestan una gran autoridad, ordenando al demonio que salga del hombre: “¡Cállate! ¡Sal de él!” (1,25).
Y al final se manifiesta el pasmo de la gente ante el milagro y la gente que dice: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, enseñada con autoridad! Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen.” (1,27).
Esto que acabamos de expresar es un recurso literario semítico que se llama paralelismo de inclusión, que consiste en repetir la misma palabra o concepto al principio y al final de una unidad literaria. De esta manera el trozo queda ‘incluido’ dentro de esa misma palabra repetida al inicio y al final. Así se marca que la clave para interpretar todo el trozo ‘incluido’ en esa repetición es la palabra que se repite. Este método semita procede de la recitación oral (primer estadio de la predicación de los hechos y dichos de Jesús) que necesitaba palabras-broche para ir entrelazando temáticamente las unidades literarias y de esa manera favorecer la comprensión del texto y su memorización. Aplicado al método moderno de escribir podríamos decir que se trata del ‘título’ que se le pone al trozo, finalizando con una conclusión que repite la palabra del título.
Esto es, precisamente, lo que sucede con la palabra ‘autoridad’ del texto de hoy. Esta palabra es la traducción de la palabra griega exousía (evxousi,a), presente en los v.22 y 27. Por lo tanto, la idea principal del texto de hoy es la ‘autoridad’ o, más exactamente, la exousía de Jesús.
Queda, además, confirmado que la idea principal que la Iglesia quiere presentarnos con las lecturas de hoy es la autoridad de Jesús, cuando vemos que la Primera Lectura está tomada del libro del Deuteronomio, donde se habla de la autoridad del profeta que ha de venir.
Y notemos que esta autoridad de Jesús debe haber sido muy evidente para la gente, porque quedan “fuera de sí” (v.22)[2] y “pasmados” (v.27)[3], dice el evangelio.
El análisis de la palabra griega exousía nos lleva a conocer con más exactitud qué significa esta palabra aplicada a Jesucristo. Con ella se quiere expresar, al mismo tiempo, el poder sobre todas las cosas y la autoridad consecuente a ese poder.
En efecto, si en el texto de nuestro evangelio de hoy se manifiesta el poder sobre el demonio, en Mt.9,6 la palabra exousía se usa para manifestar el poder sobre las enfermedades físicas y, sobre todo,
para designar un poder todavía más grande: el de perdonar los pecados. “Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder (exousía) de perdonar pecados – dice entonces al paralítico -: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”». Esto ya escapa al campo de lo creado para entrar de lleno en el ámbito sobrenatural.
Pero la expresión más definitiva de su poder absoluto está en Mt.28,18: “Me ha sido dado todo poder (pâsa exousía, πᾶσα ἐξουσία; en latín: omnis potestas) en el en el cielo y en la tierra”. Por eso pensamos que el mejor modo de traducir la palabra exousía es ‘potestad’ (potestas en latín) porque con ella se expresa tanto el poder para actuar como la legitimación delante de los demás para actuar, es decir, la autoridad.
En resumen, la palabra exousía en los evangelios significa, aplicada a Jesús, su poder, su potencia y la autoridad que se sigue de ese poder y potencia.
Al expulsar al demonio del hombre, Jesús manifiesta aquí, con la palabra y con la acción, aquella plenitud de poder y potencia que pertenece sólo a Dios, el Omnipotente.[4] Esta es la gran e inaudita novedad del Nuevo Testamento: el hombre-Jesús se presenta depositario de la autoridad soberana de Dios, Creador y Señor del cielo y la tierra.
Y Jesús ejerce esa soberanía con libertad. No hablaba refiriéndose a alguien más grande que Él. Él no decía, como decían los profetas, ‘Palabra del Señor’ (como, por otra parte, decimos nosotros cuando leemos el evangelio), ni ‘oráculo del Señor’. Él decía: ‘En verdad, en verdad YO os digo…’. La palabra que anunciaba era la suya propia. Así, Jesús amenaza al demonio que hablaba a través del hombre poseído en la sinagoga: “¡Calla, sal de este hombre!” (Mc 1,25). “Es decir, – dice San Jerónimo- abandona al hombre, es decir, abandona una propiedad particularmente mía. «Sal de este hombre»: no quiero que tú poseas al hombre; es para mí una injuria que habites tú en el hombre, siendo yo el que habita en él. Yo asumí el cuerpo humano, yo habito en el hombre. Esa carne que posees es parte de mi carne. ¡Vete!”.
La confrontación que la misma gente hace entre la exousía de Jesús y la no-autoridad de los escribas (1,22), agrega algunos matices importantes a la autoridad de Jesús. Jesús también enseñaba la Sagrada Escritura, como verdadero Rabbí que era. Pero la enseñaba no al modo de los escribas. ¿Qué significa esto? El mismo Jesucristo nos lo aclara en el cap. 23 de San Mateo: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen” (Mt.23,2-3). Jesús tiene autoridad, no sólo porque tiene poder, sino además porque es consecuente en su modo de obrar con lo que enseña. Es decir, porque llevaba una vida de santidad. Y toda su persona transparentaba esa santidad: sus ojos, su sonrisa, su rostro, su modo de tratar a la gente, su pobreza, su desinterés por el dinero, su delicadeza para con las mujeres, su humildad, su mansedumbre, etc. Y de allí brotaba una autoridad que lo diferenciaba de los escribas.
¿Cuál debe ser nuestra actitud ante la exousía de Jesús? En primer lugar, la confianza. Porque confianza significa estar convencidos que tenemos a disposición nuestra la omnipotencia de Dios (pâsa exousía). El amor y la bondad del Padre han puesto su omnipotencia a nuestra disposición.
En segundo lugar, ejercer también nosotros la exousía. De hecho Jesús, cuando eligió a su apóstoles, les dio este poder, esta exousía: “Les dio poder (exousía) para expulsar demonios y curar toda enfermedad” (Mt.10,1). Todo bautizado participa, en mayor y menor medida, de la exousía de Jesús. Dice el Beato Juan Pablo II: “De la victoria de Cristo sobre el diablo participa la Iglesia: Cristo, en efecto, ha dado a sus discípulos el poder de arrojar los demonios (cf. Mt 10, 1, y paral.; Mc 16, 17). La Iglesia ejercita tal poder victorioso mediante la fe en Cristo y la oración (cf. Mc 9, 29; Mt 17, 19 ss.), que en casos específicos puede asumir la forma del exorcismo.”[5]
[1] STOCK, K., Gesù, la Buona Notizia, Edizioni ADP, Roma, 1990, p. 52.
[2] Verbo griego ek-pléssomai; la partícula griega ek expresa el estar fuera de sí mismos.
[3] Verbo griego thambéomai.
[4] Cf. MARCHESI, G., Il Vangelo della Speranza, Città Nuova Editrice, Roma, 19902, p.285.
[5] Audiencia General del 20 de agosto de 1986.
San Juan Pablo Magno
La caída de los ángeles rebeldes y la victoria de Cristo sobre el espíritu del mal
1. La caída de los ángeles rebeldes
(Catequesis del 13 de agosto de 1986)
1. Continuando el tema de las precedentes catequesis dedicadas al artículo de la fe referente a los ángeles, criaturas de Dios, vamos a explorar el misterio de la libertad que algunos de ellos utilizaron contra Dios y contra su plan de salvación respecto a los hombres.
Como testimonia el Evangelista Lucas en el momento, en el que los discípulos se reunían de nuevo con el Maestro llenos de gloria por los frutos recogidos en sus primeras tareas misioneras, Jesús pronuncia una frase que hace pensar: “veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc 10, 18).
Con estas palabras el Señor afirma que el anuncio del reino de Dios es siempre una victoria sobre el diablo, pero al mismo tiempo revela también que la edificación del reino está continuamente expuesta a las insidias del espíritu del mal. Interesarse por esto, como tratamos de hacer con la catequesis de hoy, quiere decir prepararse al estado de lucha que es propio de la vida de la Iglesia en este tiempo final de la historia de la salvación (así como afirma el libro del Apocalipsis. cf. 12, 7). Por otra parte, esto ayuda a aclarar la recta fe de la Iglesia frente a aquellos que la alteran exagerando la importancia del diablo o de quienes niegan o minimizan su poder maligno.
Las precedentes catequesis sobre los ángeles nos han preparado para comprender la verdad, que la Sagrada Escritura ha revelado y que la Tradición de la Iglesia ha transmitido, sobre Satanás, es decir, sobre el ángel caído, el espíritu maligno, llamado también diablo o demonio.
2. Esta “caída”, que presenta la forma de rechazo de Dios con el consiguiente estado de “condena”, consiste en la libre elección hecha por aquellos espíritus creados, los cuales radical e irrevocablemente han rechazado a Dios y su reino, usurpando sus derechos soberanos y tratando de trastornar la economía de la salvación y el ordenamiento mismo de toda la creación. Un reflejo de esta actitud se encuentra en las palabras del tentador a los progenitores: “Seréis como Dios” o “como dioses” (cf. Gen 3, 5). Así el espíritu maligno trata de transplantar en el hombre la actitud de rivalidad, de insubordinación a Dios y su oposición a Dios que ha venido a convertirse en la motivación de toda su existencia.
3. En el Antiguo Testamento, la narración de la caída del hombre, recogida en el libro del Génesis, contiene una referencia a la actitud de antagonismo que Satanás quiere comunicar al hombre para inducirlo a la transgresión (cf. Gen 3, 5). También en el libro de Job (cf. Job 1, 11; 2, 5.7), vemos que satanás trata de provocar la rebelión en el hombre que sufre. En el libro de la Sabiduría (cf. Sab 2, 24), satanás es presentado como el artífice de la muerte que entra en la historia del hombre juntamente con el pecado.
4. La Iglesia, en el Concilio Lateranense IV (1215), enseña que el diablo (satanás) y los otros demonios “han sido creados buenos por Dios pero se han hecho malos por su propia voluntad“. Efectivamente, leemos en la Carta de San Judas: ” …a los ángeles que no guardaron su principado y abandonaron su propio domicilio los reservó con vínculos eternos bajo tinieblas para el juicio del gran día” (Jds 6). Así también en la segunda Carta de San Pedro se habla de “ángeles que pecaron” y que Dios “no perdonó… sino que, precipitados en el tártaro, los entregó a las cavernas tenebrosas, reservándolos para el juicio” (2 Pe 2, 4). Está claro que si Dios “no perdonó” el pecado de los ángeles, lo hace para que ellos permanezcan en su pecado, porque están eternamente “en las cadenas” de esa opción que han hecho al comienzo, rechazando a Dios, contra la verdad del bien supremo y definitivo que es Dios mismo. En este sentido escribe San Juan que: “el diablo desde el principio peca” (1Jn 3, 8). Y “él es homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque la verdad no estaba en él” (Jn 8, 44).
5. Estos textos nos ayudan a comprender la naturaleza y la dimensión del pecado de satanás, consistente en el rechazo de la verdad sobre Dios, conocido a la luz de la inteligencia y de la revelación como Bien infinito, amor, y santidad subsistente. El pecado ha sido tanto más grande cuanto mayor era la perfección espiritual y la perspicacia cognoscitiva del entendimiento angélico, cuanto mayor era su libertad y su cercanía a Dios. Rechazando la verdad conocida sobre Dios con un acto de la propia libre voluntad, satanás se convierte en “mentiroso cósmico” y “padre de la mentira” (Jn 8, 44). Por esto vive la radical e irreversible negación de Dios y trata de imponer a la creación, a los otros seres creados a imagen de Dios, y en particular a los hombres, su trágica “mentira sobre el Bien” que es Dios. En el libro del Génesis encontramos una descripción precisa de esa mentira y falsificación de la verdad sobre Dios, que satanás (bajo la forma de serpiente) intenta transmitir a los primeros representantes del género humano: Dios sería celoso de sus prerrogativas e impondría por ello limitaciones al hombre (cf. Gen 3, 5). Satanás invita al hombre a liberarse de la imposición de este juego, haciéndose “como Dios”.
6. En esta condición de mentira existencial satanás se convierte —según San Juan— también en homicida, es decir, destructor de la vida sobrenatural que Dios había injertado desde el comienzo en él y en las criaturas hechas a “imagen de Dios”: los otros espíritus puros y los hombres; satanás quiere destruir la vida según la verdad, la vida en la plenitud del bien, la vida sobrenatural de gracia y de amor. El autor del libro de la Sabiduría escribe:” …por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen” (Sab 2, 24). En el Evangelio Jesucristo amonesta: “…temed más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehena” (Mt 10, 28).
7. Como efecto del pecado de los progenitores, este ángel caído ha conquistado en cierta medida el dominio sobre el hombre. Esta es la doctrina constantemente confesada y anunciada por la Iglesia, y que el Concilio de Trento ha confirmado en el tratado sobre el pecado original (cf. DS 1511): Dicha doctrina encuentra dramática expresión en la liturgia del bautismo, cuando se pide al catecúmeno que renuncie al demonio y a sus seducciones.
Sobre este influjo en el hombre y en las disposiciones de su espíritu (y del cuerpo) encontramos varias indicaciones en la Sagrada Escritura, en la cual satanás es llamado “el príncipe de este mundo” (cf. Jn 12, 31; 14, 30;16, 11) e incluso “el Dios de este siglo” (2 Cor 4, 4). Encontramos muchos otros nombres que describen sus nefastas relaciones con el hombre: “Belcebú” o “Belial”, “espíritu inmundo“, “tentador”, “maligno” y finalmente “anticristo” (1 Jn 4, 3). Se le compara a un “león” (1 Pe 5, 8), a un “dragón” (en el Apocalipsis) y a una “serpiente” (Gen 3). Muy frecuentemente para nombrarlo se ha usado el nombre de “diablo” del griego “diaballein” (del cual “diabolos“), que quiere decir: causar la destrucción, dividir, calumniar, engañar. Y a decir verdad, todo esto sucede desde el comienzo por obra del espíritu maligno que es presentado en la Sagrada Escritura como una persona, aunque se afirma que no está solo: “somos muchos”, gritaban los diablos a Jesús en la región de las gerasenos (Mc 5, 9); “el diablo y sus ángeles”, dice Jesús en la descripción del juicio futuro (cf. Mt 25, 41).
8. Según la Sagrada Escritura, y especialmente el Nuevo Testamento, el dominio y el influjo de Satanás y de los demás espíritus malignos se extiende al mundo entero. Pensemos en la parábola de Cristo sobre el campo (que es el mundo), sobre la buena semilla y sobre la mala semilla que el diablo siembra en medio del grano tratando de arrancar de los corazones el bien que ha sido “sembrado” en ellos (cf. Mt 13, 38-39). Pensemos en las numerosas exhortaciones a la vigilancia (cf. Mt 26, 41; 1 Pe 5, 8), a la oración y al ayuno (cf. Mt 17, 21). Pensemos en esta fuerte afirmación del Señor: “Esta especie (de demonios) no puede ser expulsada por ningún medio sino es por la oración” (Mc 9, 29). La acción de Satanás consiste ante todo en tentar a los hombres para el mal, influyendo sobre su imaginación y sobre las facultades superiores para poder situarlos en dirección contraria a la ley de Dios. Satanás pone a prueba incluso a Jesús (cf. Lc 4, 3-13) en la tentativa extrema de contrastar las exigencias de la economía de la salvación tal como Dios le ha preordenado.
No se excluye que en ciertos casos el espíritu maligno llegue incluso a ejercitar su influjo no sólo sobre las cosas materiales, sino también sobre el cuerpo del hombre, por lo que se habla de “posesiones diabólicas” (cf. Mc 5, 2-9). No resulta siempre fácil discernir lo que hay de preternatural en estos casos, ni la Iglesia condesciende o secunda fácilmente la tendencia a atribuir muchos hechos e intervenciones directas al demonio; pero en línea de principio no se puede negar que, en su afán de dañar y conducir al mal, Satanás pueda llegar a esta extrema manifestación de su superioridad.
9. Debemos finalmente añadir que las impresionantes palabras del Apóstol Juan: “El mundo todo está bajo el maligno” (1 Jn 5, 19), aluden también a la presencia de Satanás en la historia de la humanidad, una presencia que se hace más fuerte a medida que el hombre y la sociedad se alejan de Dios. El influjo del espíritu maligno puede “ocultarse” de forma más profunda y eficaz: pasar inadvertido corresponde a sus “intereses”: La habilidad de Satanás en el mundo es la de inducir a los hombres a negar su existencia en nombre del racionalismo y de cualquier otro sistema de pensamiento que busca todas las escapatorias con tal de no admitir la obra del diablo. Sin embargo, no presupone la eliminación de la libre voluntad y de la responsabilidad del hombre y menos aún la frustración de la acción salvífica de Cristo. Se trata más bien de un conflicto entre las fuerzas oscuras del mal y las de la redención. Resultan elocuentes a este propósito las palabras que Jesús dirigió a Pedro al comienzo de la pasión:” …Simón, Satanás os busca para ahecharos como trigo; pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe” (Lc 22, 31).
Comprendemos así por que Jesús en la plegaria que nos ha enseñado, el “Padrenuestro”, que es la plegaria del reino de Dios, termina casi bruscamente, a diferencia de tantas otras oraciones de su tiempo, recordándonos nuestra condición de expuestos a las insidias del Mal-Maligno. El cristiano, dirigiéndose al Padre con el espíritu de Jesús e invocando su reino, grita con la fuerza de la fe: no nos dejes caer en la tentación, líbranos del Mal, del Maligno. Haz, oh Señor, que no cedamos ante la infidelidad a la cual nos seduce aquel que ha sido infiel desde el comienzo.
2. La victoria de Cristo sobre el espíritu del mal
(Catequesis del 20 de agosto de 1986)
1. Nuestras catequesis sobre Dios, Creador de las cosas “invisibles”, nos ha llevado a iluminar y vigorizar nuestra fe por lo que respecta a la verdad sobre el maligno o Satanás, no ciertamente querido por Dios, sumo Amor y Santidad, cuya Providencia sapiente y fuerte sabe conducir nuestra existencia a la victoria sobre el príncipe de las tinieblas. Efectivamente, la fe de la Iglesia nos enseña que la potencia de Satanás no es infinita. El es sólo una creatura, potente en cuanto espíritu puro, pero siempre una creatura, con los límites de la creatura, subordinada al querer y el dominio de Dios. Si Satanás obra en el mundo por su odio contra Dios y su reino, ello es permitido por la Divina Providencia que con potencia y bondad (“fortiter et suaviter”) dirige la historia del hombre y del mundo. Si la acción de Satanás ciertamente causa muchos daños —de naturaleza espiritual e indirectamente de naturaleza también física— a los individuos y a la sociedad, él no puede, sin embargo, anular la finalidad definitiva a la que tienden el hombre y toda la creación, el bien. El no puede obstaculizar la edificación del reino de Dios, en el cual se tendrá, al final, la plena actuación de la justicia y del amor del Padre hacia las creaturas eternamente “predestinadas” en el Hijo-Verbo, Jesucristo. Más aún, podemos decir con San Pablo que la obra del maligno concurre para el bien y sirve para edificar la gloria de los “elegidos” (cf. 2Tim 2, 10).
2. Así toda la historia de la humanidad se puede considerar en función de la salvación total, en la cual está inscrita la victoria de Cristo sobre “el príncipe de este mundo” (Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11). “Al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo servirás” (Lc 4, 8), dice terminantemente Cristo a Satanás. En un momento dramático de su ministerio, a quienes lo acusaban de manera descarada de expulsar los demonios porque estaba aliado de Belcebú, jefe de los demonios, Jesús responde con aquellas palabras severas y confortantes a la vez :”Todo reino en sí dividido será desolado y toda ciudad o casa en sí dividida no subsistirá. Si Satanás arroja a Satanás, está dividido contra sí: ¿cómo, pues, subsistirá su reino?… Mas si yo arrojo a los demonios con el poder del espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt 12, 25-26. 28). “Cuando un hombre fuerte bien armado guarda su palacio, seguros están sus bienes; pero si llega uno más fuerte que él, le vencerá, le quitará las armas en que confiaba y repartirá sus despojos” (Lc 11, 21-22).
Las palabras pronunciadas por Cristo a propósito del tentador encuentran su cumplimiento histórico en la cruz y en la resurrección del Redentor. Como leemos en la Carta a los Hebreos, Cristo se ha hecho partícipe de la humanidad hasta la cruz “para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a aquellos que estaban toda la vida sujetos a servidumbre” (Heb 2, 14-15). Esta es la gran certeza de la fe cristiana: “El príncipe de este mundo está ya juzgado” (Jn 16, 11); “Y para esto apareció el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo” (1 Jn 3, 8), como nos atestigua San Juan. Así, pues, Cristo crucificado y resucitado se ha revelado como el “más fuerte” que ha vencido “al hombre fuerte”, el diablo, y lo ha destronado.
De la victoria de Cristo sobre el diablo participa la Iglesia: Cristo, en efecto, ha dado a sus discípulos el poder de arrojar los demonios (cf. Mt 10, 1, y paral.; Mc 16, 17). La Iglesia ejercita tal poder victorioso mediante la fe en Cristo y la oración (cf. Mc 9, 29; Mt 17, 19 ss.), que en casos específicos puede asumir la forma del exorcismo.
3. En esta fase histórica de la victoria de Cristo se inscribe el anuncio y el inicio de la victoria final, la parusía, la segunda y definitiva venida de Cristo al final de la historia, venida hacia la cual está proyectada la vida del cristiano. También si es verdad que la historia terrena continúa desarrollándose bajo el influjo de “aquel espíritu que —como dice San Pablo— ahora actúa en los que son rebeldes” (Ef 2, 2), los creyentes saben que están llamados a luchar para el definitivo triunfo del bien: “No es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires” (Ef 6, 12).
4. La lucha, a medida que se avecina el final, se hace en cierto sentido siempre más violenta, como pone de relieve especialmente el Apocalipsis, el último libro del Nuevo Testamento (cf. Ap 12, 7-9). Pero precisamente este libro acentúa la certeza que nos es dada por toda la Revelación divina: es decir, que la lucha se concluirá con la definitiva victoria del bien. En aquella victoria, precontenida en el misterio pascual de Cristo, se cumplirá definitivamente el primer anuncio del Génesis, que con un término significativo es llamado proto-Evangelio, con el que Dios amonesta a la serpiente: “Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer” (Gen 3, 15). En aquella fase definitiva, completando el misterio de su paterna Providencia, “liberará del poder de las tinieblas” a aquellos que eternamente ha “predestinado en Cristo” y les “transferirá al reino de su Hijo predilecto” (cf. Col 1, 13-14). Entonces el Hijo someterá al Padre también el universo, para que “sea Dios en todas las cosas” (1 Cor 15, 28).
5. Con ésta se concluyen las catequesis sobre Dios Creador de las “cosas visibles e invisibles”, unidas en nuestro planteamiento con la verdad sobre la Divina Providencia. Aparece claro a los ojos del creyente que el misterio del comienzo del mundo y de la historia se une indisolublemente con el misterio del final, en el cual la finalidad de todo lo creado llega a su cumplimiento. El Credo, que une así orgánicamente tantas verdades, es verdaderamente la catedral armoniosa de la fe.
De manera progresiva y orgánica hemos podido admirar estupefactos el gran misterio de la inteligencia y del amor de Dios, en su acción creadora, hacia el cosmos, hacia el hombre, hacia el mundo de los espíritus puros. De tal acción hemos considerado la matriz trinitaria, su sapiente finalidad relacionada con la vida del hombre, verdadera “imagen de Dios”, a su vez llamado a volver a encontrar plenamente su dignidad en la contemplación de la gloria de Dios. Hemos recibido luz sobre uno de los máximos problemas que inquietan al hombre e invaden su búsqueda de la verdad: el problema del sufrimiento y del mal. En la raíz no está una decisión errada o mala de Dios, sino su opción, y en cierto modo su riesgo, de crearnos libres para tenernos como amigos. De la libertad ha nacido también el mal. Pero Dios no se rinde, y con su sabiduría transcendente, predestinándonos a ser sus hijos en Cristo, todo lo dirige con fortaleza y suavidad, para que el bien no sea vencido por el mal.
Debemos ahora dejarnos guiar por la Divina Revelación en la exploración de otros misterios de nuestra salvación. Mientras tanto hemos acogido una verdad que debe estar en el corazón de cada cristiano: cómo existen espíritus puros, creaturas de Dios, inicialmente todos buenos, y después por una opción de pecado se dividieron irremediablemente en ángeles de luz y en ángeles de tinieblas. Y mientras la existencia de los ángeles malos nos pide a nosotros el sentido de la vigilancia para no caer en sus halagos, estamos ciertos de que la victoriosa potencia de Cristo Redentor circunda nuestra vida para que también nosotros mismos seamos vencedores. En esto estamos válidamente ayudados por los ángeles buenos, mensajeros del amor de Dios, a los cuales amaestrados por la tradición de la Iglesia, dirigimos nuestra oración: “Ángel de Dios, que eres mi custodio, ilumíname, custódiame, rígeme y gobiérname, ya que he sido confiado a tu piedad celeste. Amén”.
(SAN JUAN PABLO II, Audiencias generales del 13 y del 20 de agosto de 1986)
P. Alfredo Sáenz, S. J.
El profetismo
El domingo pasado hemos hablado del sacerdocio, considerándolo primero en Cristo, fuente de todo sacerdocio, y luego en sus ministros visibles. En los textos de hoy, el Señor se nos manifiesta como un profeta, como alguien que habla con autoridad.
- LA FIGURA DEL PROFETA
¿Qué significa ser profeta? En general se cree que profeta es aquel que preanuncia hechos futuros. No es ése el sentido que dicha palabra tiene en la Sagrada Escritura. O mejor: no es el único sentido. Profeta no es tan sólo el que predice de antemano lo que va a suceder, sino ante todo el que habla en lugar de otro. No el que habla “antes” sino “en lugar de”. El profeta judío era propiamente el que hablaba en nombre de Yavé o en su honor el que proclamaba sus alabanzas, el que predicaba su doctrina y anunciaba sus decretos. Era el heraldo, el intérprete del Señor.
La misión de los profetas tenía toda su razón de ser en la elección de Israel como pueblo de Dios. Es cierto que normalmente el Señor gobernaba a ese pueblo a través de sus legisladores. Pero a veces quería manifestar voluntades expresas, y para ello recurría al profeta, no pidiéndole un servicio sino intimándole una orden. Con frecuencia lo enviaba a hablar delante de una asamblea, sin que hubiese sido previamente invitado, y el profeta se veía obligado a ir de las plazas al templo, y del templo a los palacios de los grandes, como un inoportuno, a veces, o un aguafiestas. También el Señor se valió de ellos para anunciar el futuro. Así, predijeron muchos detalles acerca del Mesías que había de venir, y anunciaron que los grandes hechos del Antiguo Testamento eran una imagen de lo que sucedería luego en Cristo y en la Iglesia. Hechos y palabras: tales son los dos ingredientes fundamentales del Antiguo Testamento. Los profetas, con sus palabras —que eran palabras de Dios—explicaban el sentido de los hechos, y anunciaban que en el futuro esos hechos se repetirían, pero en un nivel infinitamente superior. Hubo un paso del Mar Rojo. Pues bien, en el futuro habría otro paso por las aguas: sería el Bautismo, donde el demonio, figurado en el perseguidor egipcio, quedaría anegado, y de donde el cristiano, figurado en el pueblo elegido, saldría incólume. Y así otros ejemplos.
- CRISTO: EL PROFETA DEFINITIVO
Pues bien, debemos decir que, coronando la larga serie de profetas judíos, apareció en la historia un Profeta en sentido pleno, un Profeta definitivo: Nuestro Señor Jesucristo. No solamente hablaría en nombre de Dios, sino que El mismo sería el Habla de Dios, la Palabra de Dios, el Verbo de Dios. El Verbo hecho carne. Jesús es el Profeta lejanamente entrevisto en el Antiguo Testamento, al que de manera enigmática aludiría Moisés dirigiéndose al pueblo elegido, según lo escuchamos en la primera de las lecturas: “El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo; lo hará surgir de entre nosotros, de entre tus hermanos, y es a él a quien escucharéis”. Sería preciso escucharlo porque hablaría con todo el poder de la majestad divina o, como dice el evangelio de hoy, “enseña de una manera nueva, llena de autoridad”.
Por eso había venido a la tierra, para manifestarse como la verdad de Dios. No sólo el que enseña la verdad sino el que es la Verdad misma. Yo soy el camino, la verdad y la vida. El mismo lo sugirió cuando en la sinagoga de Nazaret, luego de leer aquel texto de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí… porque me ha enviado a llevar la buena nueva”, se aplicó dicho texto a su propia persona.
- EL SACERDOTE: PROFETA
Así como el domingo pasado, luego de hablar de Cristo Sacerdote, dijimos que ese oficio del Señor se prolongaba en sus ministros visibles, en sus sacerdotes terrenos, así ahora, luego de haber considerado al Señor como al Profeta supremo, debemos añadir que su oficio profético se continúa en la Iglesia a lo largo de los siglos. A semejanza del sacerdocio, también este oficio se prolonga, de alguna forma, en todos los cristianos, que integran un “pueblo profético”. Pero de manera especial se continúa en los sacerdotes. Es especialmente a través de ellos que Dios sigue hablando a los hombres. Para eso han sido consagrados: para hablar en lugar de Dios, para ofrecer a Dios sus labios de modo que el Señor pueda seguir predicando por su intermedio durante todo el transcurso de la historia. Esta función compete en primer lugar y por oficio al Obispo, cuya iglesia se llama precisamente “catedral” porque en ella está la cátedra desde donde enseña a su pueblo cristiano. Pero es también participado por los simples sacerdotes. San Pablo fue bien consciente de la urgencia de este deber: “Cristo no me ha enviado a bautizar —dijo— sino a enseñar el Evangelio”. El sacerdote tendría que ser un poseído por la palabra de Dios. Porque dicha palabra, para ser predicada como conviene, debe apoderarse de la vida entera de quien la proclama, impregnarla, manifestarse en ella, de tal modo que, como decía Kierkegaard, el mensajero de Dios “gesticule con toda su existencia”, y no sólo con sus labios. Un auténtico heraldo de Cristo.
De la dedicación exclusiva del sacerdote a las cosas del Señor, en nuestro caso, a la proclamación de su palabra, deriva la conveniencia de que sea célibe, según hemos escuchado que razonaba San Pablo en la segunda lectura de hoy: “El que no tiene mujer se preocupa de las cosas del Señor, buscando cómo agradar al Señor; en cambio, el que tiene mujer se preocupa de las cosas de este mundo, buscando cómo agradar a su mujer, y así su corazón está dividido”. Quizás se deba en gran parte a esta razón de conveniencia, el celo especial que han mostrado los dos últimos Papas por mantener, contra viento y marca, esta joya preciada del sacerdocio católico de Occidente.
Oficio noble el de la profecía. Más allá del quehacer profético habitual que compete a la generalidad de los sacerdotes —hablar en nombre de Dios— siempre han aparecido profetas especiales en la historia de la Iglesia: los fundadores de Órdenes, los grandes místicos, a veces. Pero hoy pareciera que el Espíritu soplase con más intensidad que de costumbre. Porque pulula una multitud de sedicentes profetas. Hay profetas del cambio, de la revolución en la Iglesia, de la aceptación del comunismo antes, o del liberalismo ahora, en virtud del sentido de la historia, etc. Tales profetas se presentan como individuos que están atentos a los signos de los tiempos, que prefiguran el mundo del futuro. Ciertamente, creemos que el Espíritu sopla, hoy como ayer y como siempre. Pero así como creemos que el Espíritu Santo sigue inspirando, creemos también que hay otro espíritu que sopla y que no es precisamente el Espíritu Santo.
El profetismo es, pues, ambiguo. Ya el Evangelio nos pone en guardia contra los falsos profetas, que no están conducidos por el Espíritu de Dios, sino por el espíritu de mentira. Es propio del falso profeta vestir “piel de oveja pero ser por dentro un lobo rapaz”. Tiene las apariencias del evangelio, habla de pobreza, de humildad, de caridad. Pero su lenguaje es engañoso. De ahí que no todo hombre que “profetiza” sea por ese solo hecho un verdadero profeta según el corazón de Dios. Se impone, así, un discernimiento de los espíritus. En caso de incertidumbre, cabe el recurso a la Jerarquía. Pero desde ya podemos decir que cuando alguien se levanta contra la enseñanza tradicional de la Iglesia, o contra el magisterio del Papa en materia de doctrina o de moral, aun cuando se autotitule “profeta”, es un lobo dentro de la Iglesia. Estemos atentos.
Verdadero profeta de Dios es aquel que habla realmente en lugar de Dios. Su voz no podrá ser tímida en la denuncia del pecado en todas sus formas, porque sabe que su palabra no es meramente humana sino que tiene resonancias divinas. Ni podrá ser mundana, por lo que no osará condimentar lo que dice Dios con criterios mundanos; lo que proclama es lo que le ha sido comunicado. En la primera lectura de hoy el Señor es taxativo a este respecto. Refiriéndose al profeta verdadero, a aquel que realmente habla en su nombre, y al pseudoprofeta, a aquel que usurpa su mensaje, dice: “Pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo que yo le ordene… Y si un profeta se atreve a pronunciar en mi nombre una palabra que yo no le he ordenado decir, o si habla en nombre de otros dioses, ese profeta morirá”. Hoy, por desgracia, no son pocos los que atribuyen a Dios, al Espíritu Santo, ideas que son de su propia cosecha, a veces en oposición con el Magisterio. Ni son asimismo pocos los que de hecho hablan en nombre de otros dioses, de dioses extraños. Son reos de muerte, dice el Señor. El verdadero profeta es como Cristo, que en el evangelio de hoy se nos muestra en lucha abierta con el demonio, a quien ordena con imperio. Y no consiente en sus engaños.
Dentro de pocos momentos nos vamos a acercar a recibir el Cuerpo de Jesús. Pidámosle entonces que ya que Él es la Palabra eterna de Dios, el Verbo divino que tomó carne humana, nos infunda tal aprecio por su doctrina, por su enseñanza evangélica, por el magisterio de la Iglesia que El instituyó, que esta Eucaristía nos haga capaces de reconocer como por instinto a los verdaderos profetas y saber distinguirlos de los falsos. De modo que siempre hagamos la verdad en la caridad.
(SÁENZ, A., Palabra y vida, Domingo cuarto durante el año, Gladius Buenos Aires 1993, p. 72-76)
P. Carlos M. Buela, I.V.E.
Los poderes, despojados[1]
La resurrección de Jesús transforma la situación fundamental del mundo y del hombre. Con la resurrección de Jesús los poderes autónomos del cosmos –que actúan independientemente de Dios- han perdido su dominio: eso en lo que el mundo experimenta el poder y es poder.
La cruz también sufrió su asalto, el asalto de los poderes políticos y espirituales, y a su vez, la cruz ha: «…despojado los Principados y las Potestades y los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal» (Col 2,15). Despojados, es decir, privados de su dominio, perdido su poder. En el Crucificado se ha estrellado toda la autonomía de los poderes que se creen independientes de Dios, olvidándose como Poncio Pilatos de que deben referirse siempre a Dios, como le recordó Nuestro Señor: «No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de lo alto;…» (Jn 19,11).
La fuerza de Dios ha resucitado de entre los muertos al Crucificado y lo ha colocado a su derecha: «…y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero. Bajo sus pies sometió todas las cosas…» (Ef 1,19-22).
Así, en el Crucificado y Resucitado, cada nombre que venga en nombre propio o en nombre del mundo se quiebra, y nosotros no tenemos ya que temblar ante ningún nombre, ni dejarnos doblegar más por ningún nombre, ningún nombre es más nuestra esperanza fuera del nombre del Kyrios, Jesucristo (cfr. Hch 4,12). Por más que se llame Nerón, Isabel I, Robespierre, Lenin, Stalin, Plutarco Calles, Hitler, Mao, Carrillo, Pol Pot, Guevara… Ningún nombre nos hace temblar, ni doblegar, fuera de Jesucristo.
También han quedado suprimidos los poderes anónimos del futuro que no conocemos, llámese como se llame la ideología o el sistema de doctrina o las nuevas herejías y cismas, no tenemos que temer ante ninguna corriente intelectual, ni ante ninguna corriente de los tiempos o vientos de la historia, por funestos que sean en sus efectos. Hemos visto pasar grandes imperios: babilónico (persas y medos), egipcio, griego, romano, carolingio, bizantino (330-1453), azteca, maya, inca, español, francés, de Mali, brasileño (1822-1899), británico, mexicano, mogol, otomano, portugués, islámico, chino, austro-húngaro (1867-1914), Kanem-Bornu, el imperio soviético… de manera especial, en el poder de muerte que puedan tener. Veremos pasar el liberalismo, el relativismo, la cristofobia, los lobbys – gay, mediático, laicista, narco, financiero del “imperialismo internacional del dinero” [2], neo-con, new age, etc.-, los carteles, las mafias, el terrorismo, el Anticristo con su poder infernal… Porque ahora en Jesucristo está roto el poder interior de estos poderes, del cual ellos viven y el cual ejercitan: la muerte, y sus adjuntos, la tentación, el pecado, el terror, el odio, la rabia [3], la mentira: «Porque debe él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la Muerte. Porque ha sometido todas las cosas bajo sus pies» (1 Co 15,25s.); «Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados» (Col 1, 13-14); «si nos mantenemos firmes, también reinaremos con Él» (2 Tim 2,12).
Esto que vale para los pueblos y las civilizaciones, para las naciones y el planeta, para las ideologías y la propaganda, vale también para el individuo, las familias, las comunidades civiles y religiosas. Un padre que obra como autónomo de Dios o un esposo; un superior que cree que su poder está a su servicio; un párroco que no obra en su gobierno tendiendo en todas las cosas a Dios… (fácilmente se pueden seguir poniendo ejemplos), por usar de sus poderes independientemente de Dios, está despojado, de hecho, de los mismos.
La crisis del mundo, la más profunda y suprema crisis del mundo, es decir, la muerte y resurrección de Cristo ha estallado ya, y todas las otras crisis –también la presente crisis sistémica global- nos remiten a esta única y gran crisis. No está el poder del mundo en grandes ejércitos, ni en sofisticadas armas, ni en grandes portaviones, bombarderos gigantescos, submarinos con ojivas nucleares –la más terrible y destructora arma actual -, sofisticados y poderosos medios de comunicación, cazas supersónicos, cajas fuertes rebosantes de dinero… «Si el Señor no cuida la ciudad, en vano vigila el centinela» (Sal 127,1).
Con la destrucción de la muerte, por la cruz y la resurrección, el poder de los poderes –el más grande que nos podamos imaginar- es un vacío, una inanidad, una burbuja, una tela de araña. A los hombres mundanos sólo les queda la ilusión de poder y la ficción de poder. Sólo tienen un poder light, virtual, fantasma. Son poderes zombis (= cadáveres vivientes). Tienen, como dicen algunos, el ‘síndrome del pollo decapitado’, que sigue dando vueltas como loco (debido a la preservación de sus reflejos neuronales innatos) hasta que se desploma.
Satanás, en el siglo XX, congregó contra Cristo y los cristianos fuerzas dispares y contrarias: filósofos inmanentistas y materialistas; historiadores desinformados y escritores que falsifican la verdad histórica; dictadores de distinto palo: nazis, liberales, comunistas, tecnocráticos…; masones; musulmanes fundamentalistas fanáticos; sectas anticatólicas; difusores de pornografía y droga; defensores del aborto… En el siglo que pasó provocaron 45.500.000 de mártires (que corresponden al 65 % del total de los 20 siglos de historia de la Iglesia católica), lo que hace un promedio de ¡1.250 mártires por día[4]! ¿Qué recuerdo queda de los victimadores? Los campos de exterminio, los Gulags, las checas, los laogais…: ¡Destrucción y muerte!
Jesús, camino a la cruz y a su exaltación, dice: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo es echado afuera» (Jn 12,31); «¡Ánimo!, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
¡Vengan los poderes autónomos que vengan, no podrán no ser de antemano, “poderes despojados” (cfr. Col 2,15)!
(BUELA, C., Los poderes despojados, sermón tomado de http://www.padrebuela.com.ar/pag_res.asp?id=578 )
[1] Seguimos libremente a Heinrich Schlier, Sobre la resurrección de Jesús, 30Días 2008, 56-58.
[2] Pío XI, Carta encíclica Quadragesimus annus, 109; Beato Juan XXIII, Carta encíclica «Mater et Magistra», 28; cfr. Juan Pablo II, Carta encíclica «Solicitudo rei socialis», 37.
[3] Cfr. Heinrich Schlier, Poderes y Dominios en el Nuevo Testamento, EDECEP 2008, 53-57.
[4] Don Máximo Astrua, Los mártires del siglo XX, 17-18; recomendamos la lectura de: Andrea Riccardi, El siglo de los mártires, Plaza & Janés, 2001
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
“Les enseñaba como quien tiene autoridad”
La autoridad de Jesús viene por la unión con Dios. La mayor unión que existe, entre Dios y el hombre, es la unión hipostática que se da en Jesús. Jesús es verdadero Dios y por tanto tiene la autoridad perfecta porque es Señor de todas las cosas y lo manifiesta como hombre.
Habla como quien tiene autoridad. Jesús es la Sabiduría encarnada y no necesita maestros para aprender. Su doctrina es perfecta. Los que oían a Jesús quedaban maravillados por la excelsitud de su doctrina.
En la medida en que nos unamos con Dios crecerá nuestra autoridad. Las virtudes y la vida santa dan autoridad a los hombres.
Pero la autoridad de Jesús es de otra índole a la que conocen los hombres. No se basa en imponerse por la fuerza y subyugar con el poder sino que se trata de servir y persuadir, de esta manera, a la imitación y al seguimiento.
Un día los apóstoles discutían sobre la primacía de la autoridad. El les enseñó a hacerse servidor de todos y a hacerse el último para ser el primero. Lo enseñó y lo cumplió durante toda su vida, pero lo manifestó principalmente en la Última Cena lavándoles los pies y en la cruz sirviendo a todos los hombres con la entrega de su vida.
Jesús manifiesta su autoridad con la enseñanza y la confirma con los milagros.
En el pasaje Jesús manifiesta su autoridad dejando hablar al demonio para que confiese su divinidad. El demonio confiesa, por la omnipotencia de Jesús, su divinidad y aunque no lo quiera se ve obligado a hacerlo. Dios podría, si quisiera, hacer que los malos confesaran por la fuerza su perfección pero no quiere arrancar una confesión por la fuerza sino que quiere persuadir suavemente para que el amor arranque esta confesión. Llegará el día, en la segunda venida, que toda rodilla se doblará al nombre de Jesús, en el cielo y en la tierra. Los buenos llevados por el amor, los malos por la fuerza.
La gente sencilla que escucha y ve el exorcismo narrado en el Evangelio se maravilla y confiesa que hay alguien grande delante de ellos pero no alcanzan a confesarlo como el Mesías esperado. Jesús seguirá su predicación iluminando las inteligencias para que alcancen, a través de Él, la salvación. Por ahora conviene que se calle el conocimiento de su mesianidad porque el tiempo es prematuro y el ambiente está cargado de una concepción mesiánica carnal. Jesús impone a los demonios el secreto mesiánico.
La autoridad de Jesús, manifestada en su vida santa, se impondrá con el tiempo en aquellos que estén predestinados. Asimismo la autoridad de la vida ejemplar se impone con el tiempo. La doctrina y vida de Jesús fue resistida hasta hacerlo perecer pero cobra más fuerza después de la Resurrección y Pentecostés. El testimonio es semilla de cristiandad. La vida santa es como la levadura, es como la semilla que cae en tierra buena y da el ciento por uno.
La autoridad que nos enseña Jesús es la que cambia al mundo porque tiene su fuerza en el amor: “no hay amor mayor que dar la vida por el amigo”, y porque se enraíza en la autoridad divina de la cual es participación.
* * *
Dios tiene la suma autoridad porque es perfecto. Todo lo sabe y todo lo puede.
La gente se sorprende de la autoridad de Jesús en lo concerniente a la enseñanza y al poder sobre los demonios. Pero Jesús es Dios y por tanto es la infinita autoridad.
Jesús no necesitaba aprender de los rabinos ni citar la autoridad de los más destacados. Jesús no necesita de ninguna fórmula o ayuda especial para expulsar a los demonios. El los creó como ángeles y aunque se rebelaron contra Dios siguen siendo criaturas sometidas a la autoridad de Dios.
Toda autoridad viene de Dios, le dijo Jesús a Pilatos, cuando era juzgado por él[1]. Pilatos creía que la máxima autoridad de donde venía toda autoridad era el César. Pero es Dios quien concede autoridad a los hombres y ha puesto una finalidad a toda autoridad. La autoridad, aunque detenta el poder, debe usar ese poder para el bien común, para servir al bien común.
Hoy está en crisis la autoridad y se quiere destruir todo autoridad y sin autoridad se produce la anarquía y la destrucción, el infierno en esta tierra.
Se combate la autoridad queriendo eliminarla por un lado y por otro confundiendo el concepto de autoridad. Se confía más en la autoridad de la ciencia que en la autoridad de la Iglesia, aún en temas teológicos. Se rebaja la autoridad en las comunidades, en la familia se rebaja la autoridad de los padres a favor de los hijos, no se quiere nombrar la autoridad en las comunidades religiosas, se cambia el nombre de superior por el de responsable.
Y lo paradójico es que los que combaten la autoridad abusan de su autoridad haciéndose autoritarios. Combaten la autoridad de los que los contradicen y abusan de su autoridad en su propio provecho olvidándose del bien común.
Se combate la autoridad en la familia, se combate la autoridad en la escuela, se combate la autoridad en el trabajo.
Una de las causas de la crisis de fe del mundo actual y del cristianismo es la subversión o erradicación del concepto de autoridad. La fe se basa en la autoridad. Destruida la autoridad la fe desaparece. La fe es una adhesión a la autoridad de Cristo expresada por la voz de la Iglesia.
Si se desconoce la autoridad de la Iglesia, la palabra de Cristo y su enseñanza corren el riesgo de vaciarse de verdad y por tanto la fe se pierde, quedando sólo islotes de fe verdaderas, las cuales, la mayoría de las veces se acomodan al gusto propio, rodeadas por las aguas de los criterios personales que son arroyuelos que fluyen de los pensamientos del mundo.
Sin autoridad cada uno hace lo que quiere, cada uno tiene su verdad, hay invasión de maldad porque nadie la erradica.
Cuando un religioso no obedece entra en crisis su fe. Cuando un hombre en su trabajo no obedece lo que le mandan sino que hace lo que quiere, comete una injusticia, cuando en una familia cada uno hace lo que le apetece esa familia es un infierno y termina destruyéndose.
Cada uno tiene que asumir su lugar. Los que tienen autoridad ejercerla. No desligarse de su deber. Ejercerla en vistas al bien común que para eso la tienen y los que no poseen autoridad obedecerla salvo cuando sea en perjuicio de uno mismo o del prójimo en lo que respecta a su integridad moral o física.
Se utiliza la dialéctica autoridad-subordinación. Se combate a la autoridad, dando derechos excesivos a la subordinación, como por ejemplo, el derecho de los hijos de denunciar a los padres o de los alumnos a los profesores subvirtiendo el orden natural. Los hijos se creen con derechos intangibles respectos a sus padres, abusando de ellos y los padres que tienen responsabilidad sobre los hijos se retraen de usarla, a veces por miedo, perjudicándolos y dejándoles a su libre albedrío todavía inmaduro en cuanto a la aplicación a la vida social y también respecto a la personal.
Jesús tiene la máxima autoridad por ser Dios hecho hombre y ejerció su autoridad para el bien común. Vino para dar su vida por nosotros y si no hubiese ostentado una autoridad infinita no nos hubiera redimido. Su autoridad se manifestó al vencer a nuestros enemigos: el demonio, el pecado y la muerte, pero también manifestó su autoridad enseñando la verdadera doctrina de la salvación y su autoridad era palpable en su vida. Nos dio ejemplo de lo que enseñó, manifestó su poder sobre nuestros enemigos expulsando a los demonios, viviendo una vida santa y resucitando de entre los muertos.
Su enseñanza con autoridad, manifestada por los signos, conducía necesariamente a la confesión de su divinidad. Así lo declara abiertamente el endemoniado “has venido a destruirnos”, “tú eres el Santo de Dios”. Y mientras la gente se admiraba por su autoridad los judíos tropezaban en la novedad de su doctrina y se sorprendían porque no seguía las enseñanzas de los Rabí. Se admiraban de que enseñase sin letras y no se admiraban de la sublimidad de su doctrina. Se admiraban de su nueva doctrina y no se daban cuenta que no destruía la antigua sino que la perfeccionaba.
La enseñanza de Jesús tiene poder persuasivo. La gente se asombra de su doctrina. Queda pasmada porque su enseñanza es con su autoridad y no como la de los escribas que es con la autoridad de sus maestros. La gente se da cuenta que la autoridad de Jesús es superior a la de los escribas. También se admiran de la autoridad de Jesús para expulsar demonios. Los demonios tiemblan ante la presencia de Jesús y obedecen al momento sus palabras.
Jesús cura a un endemoniado por su propia autoridad y confirma con este signo su autoridad para enseñar.
Jesús impone el secreto mesiánico al demonio que había confesado su poder y veladamente su divinidad. El demonio conocía mejor a Jesús que sus oyentes. Él lo confiesa, en cambio, la gente recién comienza a despertar su admiración por El, por su enseñanza y su poder en este caso.
Jesús impone silencio al demonio para que no se produzca una confusión en la revelación de su mesianismo. Poco a poco sus seguidores tendrán que descubrir la esencia de su mesianismo.
[1] Cf. Jn 19, 11
San Jerónimo
La autoridad de Jesucristo
Entran en Cafarnaúm[1]. ¡Feliz y hermoso!: dejan el mar, dejan la barca, dejan los vinculas de las redes, y entran en Cafarnaúm. El primer cambio es éste: dejar el mar, dejar la barca, dejar el antiguo padre, dejar los antiguos vicios. Pues en las redes y en los vínculos de las redes se dejan todos los vicios. Fijaos bien en el cambio. Dejan todas las redes, y al dejarlas, ¿qué encuentran? «Entran— dice el evangelista—en Cafarnaúm»: en el campo de la consolación. CAPHAR significa campo, NAUM significa consolación. O si queréis, —teniendo en cuenta que la lengua hebrea permite múltiples significados y que, según la distinta pronunciación, una palabra puede tener sentido diverso—NAUM significa no sólo consolación, sino también hermoso.
Entran en Cafarnaúm y, al llegar el sábado, entró en la sinagoga y les enseñaba: que abandonaran el ocio del sábado y asumieran las obras del Evangelio. Les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas[2]. Pues no decía: «Esto dice el señor», o: «El que me envió dice lo siguiente», sino que hablaba él en primera persona, el mismo que había hablado por medio de los profetas. Una cosa es decir: está escrito, otra decir: esto dice el Señor, y otra decir: en verdad os digo. Fijaos en otro pasaje: «Está escrito, dice, en la ley: no matarás, no repudiarás a tu mujer». Está escrito. ¿Por quién está escrito? Por Moisés, mas ordenándoselo Dios. Si está escrito por el dedo de Dios, ¿cómo te atreves a decir: en verdad os digo, si no eres tú mismo, el que antes diste la ley? Nadie se atreve a cambiar la ley, si no es el rey. La ley la dio ¿el Padre o el Hijo? Responde, hereje. Acepto de buen grado lo que digas: para mí han sido los dos. Si la dio el Padre, también es el Padre quien la cambia, luego el Hijo es igual al Padre, porque la cambia juntamente con quien la dio. Sea que él la dio, sea que él la cambia, la misma autoridad demuestra al haberla dado que al haberla cambiado, cosa que nadie puede hacer más que el rey.
Se admiraban de su enseñanzas41. Yo me pregunto: ¿Qué había enseñado de nuevo? ¿Qué de nuevo había predicado? Decía por sí mismo las mismas cosas que habían dicho los profetas. Mas se admiraban por esto, porque enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. No enseñaba como un maestro, sino como el Señor: no hablaba, apoyándose en otra autoridad superior, sino que hablaba él mismo con la autoridad que le era propia. Hablaba así, en definitiva, porque con su propia esencia estaba diciendo lo que había dicho por medio de los profetas. «Yo, que hablaba, he aquí que estoy presente»[3]. El espíritu impuro, que antes había estado en la sinagoga y que los había llevado a la idolatría, del cual está escrito: «Habéis sido seducidos por el espíritu de la fornicación»[4], era el espíritu que había salido de un hombre y discurría por el desierto, el que buscó reposo y no pudo hallarlo y que, tomando consigo a otros siete demonios, regresó a su antigua morada[5]. En aquel tiempo, estos espíritus estaban en la sinagoga y no podían soportar la presencia del Salvador. ¿Qué tienen en común Cristo y Belial?[6] Imposible que habiten los dos en la misma comunidad. Se hallaba en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar diciendo: ¿qué hay entre tú y nosotros?[7] ¿Quién es el que dice: qué hay entre ti y nosotros? Es uno solo y habla en nombre de muchos. Por ser él vencido, comprendió que habían sido vencidos también sus compañeros «y comenzó a gritar». Comenzó a gritar como quien está inmerso en el dolor, como quien no puede soportar la flagelación.
Y comenzó a gritar, diciendo: ¿qué hay entre ti y nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? Sé quien eres, el Santo de Dios[8]. Inmerso en los tormentos y manifestando con sus gritos la magnitud de los mismos, no pone, sin embargo, fin a sus mentiras. Se ve obligado a decir la verdad, le obligan los tormentos, pero se lo impide la malicia. « ¿Qué hay entre ti y nosotros, Jesús Nazareno?» ¿Por qué no confiesas que es el Hijo de Dios? ¿Te atormenta el Nazareno y no el Hijo de Dios? ¿Sientes sus castigos y no confiesas su nombre? Esto respecto a Jesús Nazareno. « ¿Has venido a perdernos?» Es cierto esto que dices: Has venido a perdernos. «Sé quien eres».
Veamos lo que añades: «el Santo de Dios». ¿No fue Moisés el santo de Dios? ¿No lo fue Isaías? ¿No lo fue Jeremías? «Antes, dice el Señor, de que nacieras, en el seno materno te santifiqué»[9]. Esto se le dice a Jeremías y ¿no fue el santo de Dios? Luego ni siquiera quienes fueron santos lo fueron. Más ¿por qué no les dices a cada uno de ellos: sé quien eres, el Santo de Dios? ¡Oh, qué mente tan perversa: inmerso en la tortura y los tormentos, a pesar de conocer la verdad, no quiere confesarla! «Sé quien eres, el Santo de Dios». No digas el Santo de Dios, sino el Dios santo. Finges saber quién es, pero no lo sabes. Porque una de dos: o lo sabes e hipócritamente te lo callas, o simplemente no lo sabes. Pues él no es el Santo de Dios, sino el Dios santo.
¿Por qué he dicho todo esto? Para que no demos crédito a lo que testifican los demonios. El diablo nunca dice la verdad, puesto que es mentiroso como su padre. «Vuestro padre —dice Jesús a los judíos— es mentiroso, y lo es desde el principio, como su propio padre» 49. Dice que su padre es mentiroso y que no dice la verdad, así como su propio padre, que es el padre de los judíos. Ciertamente el diablo es mentiroso desde el principio, Pero, ¿quién es el padre del diablo? Fíjate bien en lo que dice: «Vuestro padre es mentiroso, desde el principio habla mentira, como su padre». Lo cual significa esto: que el diablo es mentiroso, y habla mentira, y es el padre de la mentira misma[10]. No quiere decir que el diablo tenga otro padre, sino que el padre de la mentira es el diablo. Por ello dice que es mentiroso y que desde el principio del mundo no dice la verdad, o sea, habla mentira y es su padre, esto es, padre de la mentira misma.
Hemos dicho todo esto de pasada, para que nos percatemos de que no debemos aceptar lo que testifican los demonios. Dice el Señor y Salvador: «Esta raza no sale más que con muchos ayunos y oraciones»[11]. Y he aquí que veo muchos que se entregan a las borracheras, que eructan vino, y que en medio de los banquetes exorcizan e increpan a los demonios. Parece que Cristo nos haya mentido, pues dijo: «Esta raza no sale más que con muchos ayunos y oraciones». Así, pues, insisto en todo esto, para que no aceptemos fácilmente lo que testifican los demonios.
En definitiva, ¿qué dice el Salvador? Y Jesús le conminó: Cállate y sal de este hombre[12]. La verdad no necesita del testimonio de la mentira. No he venido para ser reconocido por tu testimonio, sino para arrojarte de mi criatura. «No es hermosa la alabanza en boca del pecador»[13]. No necesito el testimonio de aquel, al que quiero atormentar. «Cállate». Tu silencio sea mi alabanza. No quiero que me alabe tu voz sino tus tormentos: tu pena es mi alabanza. No me resulta agradable que me alabes, sino que salgas. «Cállate y sal de este hombre». Como si dijera: sal de mi casa, ¿qué haces en mi morada? Yo deseo entrar: «Cállate y sal de este hombre». De este hombre, es decir, de este animal racional. Sal de este hombre: abandona esta morada preparada para mí. El Señor desea su casa: sal de este hombre, de este animal racional.
«Sal de este hombre», dijo también en otro lugar a una legión de demonios, para que saliera de un hombre y entrara en los puercos[14]. Mira cuán preciosa es el alma humana. Esto contradice a aquellos que creen que nosotros y los animales tenemos una misma alma y arrastramos un mismo espíritu. De un solo hombre es arrojada la legión y enviada a dos mil puercos, lo cual nos hace ver que es precioso lo que se salva y de poco valor lo que se pierde. Sal de este hombre y vete a los puercos, vete a los animales, vete donde quieras, vete a los abismos. Abandona al hombre, es decir, abandona una propiedad particularmente mía. «Sal de este hombre»: no quiero que tú poseas al hombre; es para mí una injuria que habites tú en el hombre, siendo yo el que habita en él. Yo asumí el cuerpo humano, yo habito en el hombre. Esa carne que posees es parte de mi carne, por tanto, sal del hombre.
Y el espíritu inmundo, agitándolo violentamente…[15]. Con estos signos mostró su dolor. «Agitándolo violentamente». Aquel demonio, al salir, como no podía hacer daño al alma lo hizo al cuerpo y, como de otro medio no podía hacer comprender, manifiesta con signos corporales que ha salido. «Y el espíritu inmundo, agitándolo violentamente…». Porque allí estaba el espíritu puro que huye del espíritu impuro.
Y, dando un grito, salió de él[16]. Con el clamor de la voz y la agitación del cuerpo puso de manifiesto que salía.
Todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros… etc.[17]. Leamos los Hechos de los Apóstoles, leamos los signos, que hicieron los antiguos profetas. Moisés hace signos y ¿qué dicen los magos del faraón? «Es el dedo de Dios»[18]. Es Moisés el que los hace y ellos reconocen el poder de otro. Hacen después signos los apóstoles: «En el nombre de Jesús, levántate y anda»[19]. «En el espíritu de Jesús, sal» 60. Siempre es nombrado Jesús. Aquí, sin embargo, ¿qué dice el señor? «Sal de este hombre». No nombra otro, sino que es él mismo el que les obliga a los demonios a salir. Todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros: ¿Qué es esto? ¿Qué es esta enseñanza nueva?[20]. Que el demonio hubiera sido arrojado no era nada nuevo, pues también solían hacerlo los exorcistas hebreos[21]. Más, ¿qué es lo que dice? « ¿Qué es esta enseñanza nueva»? ¿Por qué nueva? Porque manda con autoridad a los espíritus inmundos[22]. No invoca a ningún otro, sino que él mismo ordena: no habla en nombre de otro, sino con su propia autoridad.
Y bien pronto su fama se extendió por toda la región de Galilea[23]. No por Judea, ni por Jerusalén, pues los doctores judíos, llenos de envidia hacia Jesús, no dejaban que su fama se extendiera. En definitiva, Pilato y los demás pudieron comprobar que los fariseos habían entregado a Jesús por envidia[24]. ¿Por qué digo esto? Por lo de que su fama se extendió a toda Galilea. A toda Galilea llegó su fama y no llegó siquiera a una sola aldea de Judea. ¿Por qué insisto en ello? Porque el alma que ha sido poseída de una vez por la envidia, difícil es que acoja las virtudes. Es casi imposible hallar remedio para un alma, a la que haya poseído la envidia. En definitiva, el primer homicidio y el primer parricidio los hizo la envidia. Dos hombres había en el mundo, Abel y Caín: el Señor aceptó las ofrendas de Abel y no aceptó las de Caín. Y el que hubiera debido imitar la virtud, no sólo no lo hizo, sino que mató bien pronto a aquel, cuyas ofrendas había aceptado el Señor.
(SAN JERÓNIMO, Comentario al Evangelio de San Marcos)
[1] Mc 1, 21
[2] Mc 1, 22
[3] Is 52, 6
[4] Os 4, 12
[5] Mt 12, 43 ss.
[6] 2 Co 6, 15
[7] Mc 1, 23-24
[8] Ibíd.
[9] Jr 1, 5
[10] Cf. Jerón., In Isaíam 14, 22
[11] Mt 17, 21
[12] Mc 1, 25
[13] Eclo 15, 9
[14] Ml 8, 32. Cf. Jerón., In Matth. 8, 31 ss.
[15] Mc 1, 26
[16] Ibíd.
[17] Mc 1, 27
[18] Ex 8, 19
[19] Hch 16, 18
[20] Mc 1, 27
[21] Cf. Jerón. In Matth, 12,27
[22] Mc 1, 27
[23] Mc 1, 28
[24] Mt 27, 18
Guion Domingo IV Tiempo Ordinario
28 de enero 2024 – CICLO B
Entrada:
Jesús se manifestaba entre la gente como el Hijo de Dios, vencedor del mal, lleno de autoridad, enseñando la Buena Nueva. Escuchemos con docilidad la Palabra de Dios y participemos de la Eucaristía con la disponibilidad de quienes quieren ser discípulos del Señor para poner en práctica su doctrina y ser así dichosos.
Primera Lectura:
Jesús es el Gran Profeta que Dios a suscitado y a quien debemos escuchar para vivir eternamente.
Segunda Lectura:
Para vivir sin inquietudes y de una manera santa, debemos entregarnos a Dios incondicionalmente.
Evangelio:
Jesús enseña el Evangelio y obra el bien con la autoridad propia de Dios, por eso provocaba el asombro de las multitudes y su fama se extendía.
Preces:
Hermanos, acerquémonos con confianza a Dios nuestro Padre y presentémosle nuestra oración.
A cada intención respondemos…
* Por el Papa Francisco, los obispos y los sacerdotes, para que en las dificultades crecientes de nuestra civilización, encuentren e identifiquen los signos del Espíritu Santo. Oremos.
* Por el bien de todas las naciones, y para que los estados reconozcan y apoyen las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales, y se empeñen en auxiliar al hombre respetando su dignidad. Oremos.
* Por todas las familias y por el aumento del amor y la fidelidad de los matrimonios, especialmente de aquellos que pasan por momentos de sufrimiento y dificultad. Oremos.
* Por los jóvenes, para que crezcan en el conocimiento de tu Hijo, y suscites entre ellos vocaciones para la vida consagrada y sacerdotal. Oremos.
* Por todos los que sufren, por los que viven en soledad o en situaciones de necesidad material, para que reciban de nosotros una ayuda eficaz, y mostremos así un amor concreto al prójimo. Oremos.
Recibe esta oración, Señor, y ayúdanos a vivir tu Evangelio. Por Jesucristo nuestro Señor.
Ofertorio:
Queremos llevar hasta el Altar todas nuestras buenas disposiciones; queremos unirnos a la Cruz de Cristo para colaborar en el plan redentor.
Presentamos:
* Cirios y el deseo de consumir nuestras vidas en obras dignas del amor de Dios.
* Pan y vino y un anhelo continuo por seguir a Cristo hasta el sacrificio.
Comunión:
“Señor, a quién vamos a ir?, Tú tienes palabras de vida eterna”.
Salida:
Madre llena de bondad, que siempre miremos a tu Hijo como el Camino por donde debemos andar y nos aventuremos a seguirlo hasta el final.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
El poder que Dios da a los hombres
Un monje que caminaba rezando por el interior del monasterio, escuchó de pronto que alguien lo seguía, pero no le dio importancia. Al cabo de un rato volvió a escuchar pasos detrás de él, más cerca que antes, pero tampoco le dio importancia. Luego, el monje se detuvo, y sin mirar atrás se arrodilló para rezar con más fervor. En ese momento los pasos que lo seguían se detuvieron, al mismo tiempo que lo envolvió un hedor pestilencial. El monje, poniéndose de pie y sin mirar atrás, se dio cuenta de que era el Maligno. Comenzó este diálogo:
– ¿Porque me persigues? –le dijo el monje-
– Porque te envidio –respondió el maligno con voz aterradora-
– ¿Me envidias porque ayuno? Dijo el monje.
– No. Porque yo no puedo probar alimentos.
– ¿Me envidias porque sufro?
– No. Porque yo sufro horriblemente.
– Pues, ¿por qué me envidias?
– Porque te humillas, y humillándote consigues de Dios todo. Yo no puedo humillarme, porque soy la misma soberbia.
– ¿Qué quieres aquí malvado? –le dijo el monje-.
– Quiero que te postres ante mí, y me adores como haces con Dios.
El monje dándose vuelta y viendo una figura deforme envuelta en llamas, le dijo:
– No tienes nada que hacer en este lugar consagrado a Dios, y al único que rindo adoración es a Dios. En nombre de Jesucristo el Hijo de Dios, te ordeno que te retires de este lugar.
Al instante despareció el maligno, y el monje continuó con su oración.
Hermanos el que vive en presencia de Dios y busca la humildad, conseguirá de Dios todo lo que necesite para bien de su alma.
(ROMERO, Recursos oratorios, Sal Terrae Santander 1959)