Dejaré en medio de ti a un pueblo pobre y humilde
Lectura de la profecía de Sofonías 2, 3; 3, 12-13
Busquen al Señor, ustedes,
todos los humildes de la tierra,
los que ponen en práctica sus decretos.
Busquen la justicia,
busquen la humildad,
tal vez así estarán protegidos
en el Día de la ira del Señor.
Yo dejaré en medio de ti
a un pueblo pobre y humilde,
que se refugiará en el nombre del Señor.
El resto de Israel
no cometerá injusticias
ni hablará falsamente;
y no se encontrarán en su boca
palabras engañosas.
Ellos pacerán y descansarán
sin que nadie los perturbe.
Palabra de Dios.
SALMO Sal 145, 6c-7. 8abc y 9a. 9b y 8d-10 (R.: Mt 5, 3)
R. Felices los que tienen alma de pobres.
O bien:
Aleluia.
El Señor mantiene su fidelidad para siempre,
hace justicia a los oprimidos
y da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos. R.
El Señor abre los ojos de los ciegos
y endereza a los que están encorvados.
El Señor ama a los justos.
El Señor protege a los extranjeros. R.
Sustenta al huérfano y a la viuda;
y entorpece el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
reina tu Dios, Sión, a lo largo de las generaciones. R.
Tengan en cuenta quienes son los llamados
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 1, 26-31
Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles.
Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale. Así, nadie podrá gloriarse delante de Dios.
Por Él, ustedes están unidos a Cristo Jesús, que por disposición de Dios, se convirtió para nosotros en sabiduría y justicia, en santificación y redención, a fin de que, como está escrito: «El que se gloría, que se gloríe en el Señor».
Palabra de Dios.
ALELUIA Mt 5, 12a
Aleluia.
Alégrense y regocígense,
porque tendrán una gran recompensa en el cielo.
Aleluia.
Felices los que tienen alma de pobres
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 4, 25 — 5, 12
Seguían a Jesús grandes multitudes que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania.
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a Él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron».
Palabra del Señor.
W. Trilling
La doctrina de Jesús
(Mt 5,1ss)
El Evangelio de san Mateo se caracteriza especialmente por los grandes discursos. En cada uno de estos discursos ocupa el centro un tema de la predicación de Jesús. El primero y el más importante es el llamado «sermón de la montaña». En él se ponen los fundamentos del reino mesiánico. Desde los tiempos más antiguos del cristianismo hasta hoy día estos tres capítulos actuaron como un horno ardiente que atizaba el fuego del Evangelio en innumerables corazones. Es como si se entrara en una catedral construida de grandes sillares. Es «el Evangelio del Evangelio».
Introducción (Mt 5,1-2)
1 Cuando vio aquellas muchedumbres, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos. 2 Y abriendo sus labios, los instruía así:…
Las «muchedumbres» que contempla Jesús, son las que le habían seguido, aquella multitud abigarrada procedente de todos los territorios de Israel (4,25). Así pues, el discurso debe estar dirigido a toda la tierra de Israel (4,25), a los representantes de todas las zonas y tribus. Con esto sólo se recalca la importancia de la predicación que sigue. Se recalca esta importancia diciendo que Jesús «subió al monte» y allí se sentó. No se dice qué montaña es. (Carece de fundamento cualquier suposición sobre este particular). Se alude a la montaña como tal, al lugar elevado, desde el cual se puede contemplar una gran muchedumbre, pero también es el lugar de la instrucción divina. Así también estaba Esdras, cuando leyó al pueblo el libro de la ley «en un lugar más elevado que todos» (Neh_8:5). La postura de estar sentado es propia del maestro. Los rabinos se sentaban en la cátedra de Moisés en las sinagogas (cf. 23,2), en la basílica de san Pedro en Roma, Pedro está sentado en la cátedra con el brazo derecho levantado en actitud de enseñar. Al antiguo arte cristiano gusta de representar así a Cristo. Lo que aquí oímos es enseñanza que se propone con pleno poder y con la autoridad de Dios. El discurso va dirigido a todo Israel, pero también a sus discípulos. Se les menciona de propósito, se le acercan. Le pertenecen. Es el principio del Israel despertado de nuevo, convocado de entre las doce tribus. La coordinación de pueblo y discípulos no hay que entenderla como si algunas partes del discurso estuvieran destinadas a la generalidad, otras solamente para los discípulos. Tampoco hay que entender esta coordinación como si las palabras solamente se dirigieran a los discípulos, y las masas sólo fueran espectadores. Jesús habla a los discípulos como al verdadero Israel, que ahora ya existe, y Jesús habla a todos como al Israel de la esperanza y del futuro. O viceversa: Jesús habla a todos los oyentes de la verdadera voluntad de Dios, que todos ellos tienen que cumplir, pero que los discípulos ya han empezado a cumplir. No es un discurso para los que tienen un gusto exquisito en materia religiosa, para los piadosos y obedientes, sino para todos los que están llamados a ser discípulos, al «Israel», que quiere tener realmente a Dios, a quien todos deben pertenecer, incluso nosotros mismos…
Así pues, todas las palabras van dirigidas a nosotros, y no hay posibilidad de soslayar sus grandes exigencias.
Vocación de los discípulos (Mt 5,3-16)
a) Las bienaventuranzas (Mt 5,3-12).
El discurso empieza con la palabra «bienaventurados», que se repite ocho veces. Es una proclamación, es una promesa, una apelación cordial, cuyo sentido es ¡dichosos vosotros! Esta palabra se emplea en el Antiguo Testamento para desear la victoria, la paz y la felicidad, y para aclamar. Lo contrario son las condenaciones conminatorias encabezadas con la exclamación «¡ay de vosotros!». Bienaventuranza y conminación van dirigidas a personas concretas.
San Mateo inicia el discurso con una larga serie de tales bienaventuranzas. En el capítulo 23 hay una serie todavía más larga de conminaciones contra los «escribas y fariseos» (Cf. Luc_6:20-26, donde cuatro bienaventuranzas van seguidas de las cuatro imprecaciones correspondientes. Según convicción general las cuatro bienaventuranzas de san Lucas son más primitivas que las ocho de san Mateo; lo mismo puede aplicarse al uso de la segunda persona en vez de la tercera en san Mateo). Las bienaventuranzas aquí revelan la imagen auténtica del pueblo de Dios y con ello, la de los elegidos por Dios. Allí las conminaciones juzgan al falso Israel y a todos los que no conocen ni cumplen la voluntad de Dios. Las ocho bienaventuranzas juntas dan una idea del perfecto discípulo de Jesús, que se expone con más pormenor en todo el sermón de la montaña. Aquí ya podría servir de título lo que leeremos más adelante en un importante pasaje: «Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Luc_5:48).
3 Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Jesús fue enviado «a llevar la buena nueva a los pobres» (Isa_61:1). En primer lugar, en el Antiguo Testamento no se tenía ninguna estima de los pobres, antes bien las propiedades y las riquezas eran consideradas como signo de la bendición de Dios. Sin embargo, en tiempo posterior se reconoce más claramente que el indigente y desvalido puede estar especialmente cerca de Dios. Así puede haberlo confirmado la experiencia de tales hombres. Así especialmente en los salmos vemos representado al pobre, que es amado por Dios y está especialmente vinculado a su benevolencia (Cf. Sal_18:28; Sal_41:17; Sal_86:1s; 70.6). Este «pobre» ha aprendido a ver de una forma nueva su destino. No se siente como desatendido ni desamparado. Su carencia de bienes terrenos se le convierte en riqueza de bienes espirituales, en libertad ante Dios, en humildad y esperanza. Jesús se refiere a estos «pobres». No están descontentos con su suerte ni traman una revolución violenta. No son tontos, de pocas luces o ineptos, sino pobres «en el espíritu», su pobreza tiene una faceta espiritual. Transfieren su modesta posición en la sociedad terrena a sus relaciones con Dios. Todo lo esperan de él, no se fían de los propios bienes de justicia y piedad. Por consiguiente toda su vida ha llegado a ser pobre, la vida terrena y la vida espiritual. A estos pobres espirituales se promete el reino de Dios. Si lo miramos bien, sólo ellos pueden entrar en posesión del reino de Dios, porque no traen nada consigo, sino que todo lo esperan de arriba. Están libres de la carga de los bienes terrenos y de la carga de la propia presunción, por eso también están libres para Dios. Tienen que ser espiritualmente pobres todos los que quieren entrar en posesión del reino de Dios, solamente a ellos se les puede hacer donación de este reino.
4 Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Así como el Mesías debe llevar la buena nueva a los pobres, así también debe «curar a los de corazón lastimado» y proclamar la hora en que se consolará «a todos los que lloran» (Isa_61:1s). Los que lloran son aproximadamente los mismos que los «pobres en el espíritu»: todos los que presentan a Dios su sufrimiento, la inquietud silenciosa en el corazón, y el grito del dolor penetrante. Hay muchas lágrimas en el mundo, un mar de lamentaciones y sufrimientos. Llanto por la pérdida de un ser querido, de bienes o incluso de prestigio, por los desengaños y reveses de fortuna, pero detrás de todo esto hay una gran tribulación. Es el llanto por el estado perdido del mundo, en el que no son respetados Dios y su ley; es el llanto inherente a toda pesadumbre particular. Es el llanto que tiene toda persona que ve y está en vela. No sólo ve su propio destino personal con sus miserias, sino lo general, todo el mundo en un estado de confusión y sufrimiento. Pero los discípulos no deben ser personas cuyos ojos parezcan lúgubres y los rostros melancólicos; no han de llevar la cabeza gacha. Aceptan el dolor sin asustarse, pero tampoco lo alejan de sí a la ligera. Abren su alma oprimida a Dios. Y Dios los consolará ya ahora, cuando el esperado «consuelo de Israel» (Luc_2:25) manifiesta la promesa liberadora, pero sobre todo cuando Dios «enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte ya no existirá, ni llanto, ni lamentos, ni trabajos existirán ya» (Rev_21:4)…
5 Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Casi lo mismo leemos en el Sal_36:11 : «los mansos heredarán la tierra». ¿Quiénes forman parte de este grupo? Los «pobres» y los «mansos» están estrechamente unidos en el Antiguo Testamento. Ambos se contentan con todo y son pobres, se conforman con la voluntad de Dios y están llenos de esperanza en la benevolencia divina. No oprimen ni explotan, ni pretenden una venganza feroz ni la obtención violenta de sus objetivos. Saben que Dios odia la injusticia social y juzga a los opresores orgullosos: «Porque ellos venden el justo a precio de plata, y el pobre por un par de sandalias; abaten hasta el suelo las cabezas de los pobres, y esquivan el trato con los humildes; recuéstanse junto a cualquier altar, sobre los vestidos tomados en prenda, y en la casa de su Dios beben el vino de aquellos que han sido multados» (Amo_2:6s.8). Los pobres y los mansos también saben que Dios «juzgará a los pobres con justicia, y tomará con rectitud la defensa de los humildes de la tierra» (Isa_11:4). Son los sencillos, los doblegados, pero son personas enteramente abiertas para Dios. Los mansos heredarán la tierra. ¿Qué tierra es ésta? En primer lugar la tierra de la promesa, Canaán, que los israelitas tenían ante su vista en el desierto y miraban con ansia, y que luego obtuvieron de Dios como regalo gratuito. Esta tierra fue profanada por el culto idolátrico y la apostasía, se perdió en el gran reino de Babilonia, fue de nuevo otorgada después de la cautividad. Con todo en la historia del pueblo nunca pareció que su posesión estuviera plenamente asegurada. En la catástrofe del año 70 después de Jesucristo, fue de nuevo conquistada y poseída por los romanos. Entonces se rompió definitivamente la unidad entre Dios, el pueblo y la tierra. Mucho tiempo antes ya se había espiritualizado la esperanza: la tierra se convirtió en el símbolo de la herencia celestial imperecedera. Así continúa el anhelo, incluso más allá del Nuevo Testamento, hasta el futuro del reino de Dios. También la tierra, como espacio donde se desarrolla la vida, pertenece a cada hombre y a cada pueblo. Los escribas dicen que «no es persona humana quien a ninguna tierra puede llamar propia» Llegará a restablecerse la unidad de Dios, pueblo y tierra, pero de una forma nueva y muy distinta de antes. No poseerán la tierra los conquistadores y soberanos, sino los que se han doblegado, los mansos y los pacíficos de la tierra…
6 Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
El hambre en el mundo. En efecto, ningún tiempo ha experimentado y sufrido esta indigencia tan profundamente como el nuestro. El hambre es como un clamor que surge de todo el género humano, una indigencia del hombre, que nos sobrecoge a la vista de mil escenas y casos angustiosos. Se promete a los hambrientos la saciedad, pero una saciedad completa y duradera, que jamás dejará pendiente una necesidad. Esta saciedad tampoco se logra ahora, sino en el comienzo del reino de Dios. Más tarde Jesús subrayará claramente estas palabras mediante su obra: en la prodigiosa multiplicación de los panes (Isa_14:13-21; Isa_15:32-39). Pero es importante que los hambrientos sean como los «pobres» y «mansos», que llenos de confianza ponen su vida en manos de Dios, y de él esperan la ayuda en la necesidad. Pero el hambre del cuerpo sólo es una faceta del hambre humana. Las voces que piden pan son voces de todo el hombre. Aunque el cuerpo esté saciado, pero queda otra hambre y sed, que puede ser igualmente atormentadora, pero todavía mucho más intensa. Es el hambre del espíritu y del corazón, de ser tal como Dios nos ha creado y nos quiere tener. Esta bienaventuranza habla de esta hambre. La saciedad se promete a los que tienen hambre y sed de justicia. Ésta no es la justicia civil de la jurisprudencia, tampoco es la justicia en el trato cotidiano con los demás, justicia que con frecuencia echamos de menos con dolor. Aquí hay que entender la justicia en el sentido en que se llamó justo a José. Es la justicia que hace perfecto al hombre ante Dios, es esta misma perfección. El que quiere ser justo, ansía cumplir íntegramente y sin reserva la voluntad de Dios. No se indica si esta justicia también puede lograrse con la actuación humana o si sólo es un obsequio propicio de Dios. Más adelante se esclarece esta cuestión mejor que en el texto que comentamos (Cf. 6,1.33;25,14-30). Lo principal es que el hombre tenga el anhelo de dirigir su vida hacia Dios, y de ver el sumo bien de su vida en la justicia que le hace digno de Dios. Pero ciertamente se dice que la suprema saciedad y la más profunda satisfacción del ser humano no tiene lugar aquí, sino en el tiempo futuro… No es que se huya de la realidad o se entumezca la actividad humana, sino que se adquiere el conocimiento desapasionado de la verdad de que el hombre no vive sólo de pan (cf. 4,4).
7 Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Jesús promete el reino de Dios a los pobres en el espíritu, a los que lloran, a los mansos y a los que tienen hambre de justicia. Es común a todos ellos que su vida no está cerrada, sino abierta por la necesidad. Todos experimentan su indigencia, su debilidad, su dependencia, el carácter truncado de su vida. Lo mismo puede decirse de los misericordiosos. Se los declara bienaventurados, porque obran el bien, colocan la misericordia por encima del derecho, no tratan con hostilidad al prójimo, sino que alivian las necesidades y curan las heridas. No por sentimientos benévolos y amistosos hacia los hombres, sino porque saben que necesitan la misericordia de Dios, viven continuamente de ella. No juzgan para no ser juzgados (7,1); no pagan mal por mal, porque a ellos sólo se los retribuye con bienes; no condenan al hermano, porque ellos no son condenados; perdonan a los que les hacen injusticias, porque son constantemente perdonados por Dios (cf. 6,14s; 18,35). Pero sobre todo no podrán sostenerse el día del juicio sin esta misericordia. Así como su anhelo tiende a la saciedad y a la posesión de la «tierra», también tiende a la gran misericordia en el juicio…
8 Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
No sólo tenemos hambre y sed de justicia, sino también, y con mucha mayor intensidad, tenemos hambre y sed de contemplar a Dios. Todo el mundo y su gloria sólo es un reflejo de la belleza de Dios. En todas partes están grabadas las huellas de Dios, en el fulgor radiante del sol, en la sencilla nitidez de la flor, en el rostro del niño. Pero al mismo Dios no lo vemos. Cuando el israelita subía por el monte de Sión para ir al templo, pedía a Dios la gracia de verle: «Sedienta está mi alma del Dios viviente. ¡Ay! ¿Cuándo tornaré y veré de Dios la cara?» (Sal_41:3). Moisés pide a Dios la misma gracia: «Muéstrame tu gloria.» Respondió el Señor: «Yo te mostraré a ti todo el bien y pronunciaré el nombre del Señor delante de ti. Usaré de misericordia con quien yo quiera y haré gracia a quien me plazca. En cuanto a ver mi rostro, prosiguió el Señor, no lo puedes alcanzar, porque no me verá hombre alguno sin morir. Mas yo tengo aquí, añadió, un paraje especial mío. Tú, pues, te estarás sobre aquella peña. Y al mismo tiempo de pasar mi gloria te pondré en el resquicio de la peña y te cubriré con mi mano derecha hasta que yo haya pasado. Después apartaré mi mano y verás mis espaldas; pero mi rostro no podrás verlo» (Exo_33:18-23). Sólo se otorga en parte la gracia pedida. La visión de Dios aquí nos está prohibida y está reservada a la eternidad. El Dios oculto e invisible mora en la luz inaccesible. «Ningún hombre lo vio ni puede verlo» (1Tim_6:16). Pero luego sucederá el prodigio de que Dios llegue a ser visible a nuestros ojos glorificados. No todos verán a Dios, sino solamente los limpios de corazón. Con estas palabras se alude a una íntima pureza y claridad, por así decir, a un receptáculo perfectamente diáfano y limpio para la plenitud de aquella luz. El corazón se ensucia con pecados de toda clase: «Lo que sale de la boca, del corazón procede, y esto sí que contamina al hombre. Porque del corazón salen las malas intenciones, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias» (1Ti_15:18s). El mal nace en el corazón. De este modo se vuelve impuro el corazón y, por tanto, todo el hombre (cf. 6,22s). Son limpios de corazón aquellos de quienes procede el bien, los pensamientos de amor y de misericordia, el anhelo de Dios y de su justicia. Este anhelo quedará satisfecho, si el mismo Dios se ofrece a nuestros ojos de una forma imponente y beatificante…
9 Bienaventurados los pacificadores porque ellos serán llamados hijos de Dios.
«Dios es un Dios de paz, tiene designios de paz, y no de aflicción» (Jer_29:11). En él está la plenitud de la vida, pero ningún antagonismo ni contradicción. En nuestro mundo y en la sociedad humana hay discordias y contiendas bulliciosas. Se ha roto la unidad, se ha perturbado la paz. No solamente se trata de sentimientos benignos, de tolerancia o disposición para ceder. La paz es un bien excelso, en último término un bien divino como la justicia y la verdad, una prenda de la salvación, que el hombre debe seguir dando. Nuestra aspiración tiende a una paz en la que Dios esté incluido y los hombres estén de acuerdo entre sí y con Dios. Cuando éste no es el caso, incluso puede suceder que surja la división entre los padres y los hijos, entre los esposos, «y serán enemigos del hombre los de su propia casa» (Mat_10:36). Bienaventurados los que traen la paz, reconcilian a los contendientes, apagan el odio, unen lo que está separado. En la vida cotidiana normal, con un pequeño gesto, con una palabra conciliadora, que procede de un corazón lleno de Dios. Bienaventurados los que sienten estas ansias y velan por la paz entre las naciones y trabajan por ella con intención pura. Sobre todo bienaventurados los que ponen paz entre Dios y el hombre. Éste es el especial encargo de cualquier servicio apostólico, que según dice san Pablo, en el fondo es «servicio de la reconciliación» y «mensaje de la reconciliación» (2Co_5:18-21). Pero también puede decirse de cualquier cristiano. El que irradia la propia paz en Dios, no necesita abundar en palabras: será camino y puente para que muchos encuentren esta paz. Al fin de los tiempos todos serán llamados hijos de Dios, es decir serán hijos de Dios. Jesús siempre emplea nuevas imágenes para describir la vida en la consumación del reino: posesión de la tierra, saciedad, visión de Dios, filiación divina. El Antiguo Testamento llama «hijos de Dios» a los ángeles y seres celestiales, pero raras veces a los hombres. Es un privilegio de personas ensalzadas, sobre todo de los reyes de Israel. En la expectación también se designa como hijo al futuro Mesías: «Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy» (Sal_2:7), y en el bautismo mostró el Padre con las mismas palabras su predilección por su «hijo amado» (Luc_3:22). Esta filiación del Mesías es única y sin igual. Pero las demás deben venir a ser un tesoro general de salvación en la eternidad. Ésta es la metáfora más bella de nuestra elección y vocación. Indica una plena solidaridad con Dios, un amor personal como el que hay entre el Padre y el Hijo, la proximidad íntima del soberano universal, la armonía con el Dios santo. Ahora ya se lleva a término algo de esta promesa para el tiempo futuro. No todavía en sentido pleno, pero sin embargo ya está en vigor real y verdaderamente lo que se dice de nosotros en la primera carta de san Juan: «Somos llamados hijos de Dios. ¡Y lo somos!» (1Jn_3:1)…
10 Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
En todos los tiempos ha habido persecuciones, por enemistad personal, por aversión racial, por discordias sobre la propiedad entre tribus o naciones, pero ¿se puede ser perseguido por «causa de la justicia»? Se trata de aquella justicia de Dios, de la que debemos tener hambre y sed (5,6): la entrega a Dios y la perfecta pureza y orden en la vida, a imitación de Jesús. Esta justicia ¿no tendría que acuciar a los demás, en vez de repudiarlos? ¿No tendría que entusiasmar a los demás, en vez de excitarlos al odio? Jesús sabe y atestigua aquí que incluso la mayor honradez puede convertirse en motivo de enemistad. Juan el Bautista fue encarcelado por su integridad, y por ella fue muerto (4,12; cf. 14,3-12). El mismo Jesús tuvo que experimentarlo en su propio destino. También puede aplicarse a los que son sus discípulos. A pesar de todo son bienaventurados. Su futura exaltación estará en vivo contraste con su humillación actual. Todos los que por causa de aquella justicia han sufrido el oprobio y la persecución, recibirán el reino de Dios. Aunque en su vida terrena exteriormente no se pueda ver nada de su gloria, aquella promesa se mantiene firme y está asegurada por la palabra del Señor. Con ella se podrán esclarecer y suprimir muchos desalientos y cansancios…
11 Bienaventurados seréis cuando, por causa mía, os insulten y persigan y digan toda clase de calumnia contra vosotros. 12 Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos; pues así persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.
La última bienaventuranza no se ajusta a las anteriores. La simetría de la tercera persona: «Bienaventurados los…», es relevada por el tratamiento conmovido en segunda persona: «Bienaventurados seréis…» Esta última bienaventuranza también es considerablemente más extensa que todas las precedentes. Se refiere al versículo décimo con el tema de la persecución y refuerza todavía la oración encabezada por la voz «bienaventurados» con la exclamación: «Alegraos y regocijaos.» «Perseguidos por causa de la justicia» y perseguidos por causa mía son dos ideas yuxtapuestas que se explican mutuamente. Porque solamente se puede conseguir la verdadera justicia por el camino de Jesús y de su doctrina. Y viceversa: el que sufre persecución por causa de Jesús, al mismo tiempo es perseguido por causa de la justicia. No hay ninguna grieta entre el Antiguo Testamento y la doctrina de Jesús, sino plena unidad. Los escribas y fariseos tampoco pueden recurrir a la justicia del Antiguo Testamento y de su propia vida para oponerse a la doctrina de Jesús. Múltiples son las formas de la enemistad: se los cargará de insultos y maledicencias, incluso de toda clase de calumnia. Todo esto sucederá, pero será falso e inventado. Cuando Jesús está ante el sanedrín, es difamado, y se hace mofa de él incluso al pie de la cruz. Los discípulos lo tendrán constantemente ante su mirada y ya no se sorprenderán…
Estos hechos no deben producir en ellos ninguna tristeza ni lamentación, ninguna terca irritación o ira enconada, antes bien deben ser causa de alegría y regocijo. No por causa de los insultos y humillaciones, sino porque su recompensa es grande en los cielos. Jesús no da ningún consuelo barato para el otro mundo, pero dice sobriamente que no hay que esperar en la tierra esta recompensa. Aquí los discípulos son entregados como él a los poderes del mal, a la mentira y a la enemistad. ¿Cuál es esta gran «recompensa en los cielos»? Es lo que se ha prometido con locuciones siempre nuevas: el mismo Dios, su soberanía real, la visión de Dios y la posesión de la tierra, la filiación divina…
Los discípulos deben prepararse no solamente con vistas a un tiempo futuro que está ante ellos con incertidumbre, sino también en vista del tiempo pasado, de la historia de los antepasados. Aquí ya se perfila esta ley: «Pues así persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.» ¿Quiénes son estos perseguidores? Sus propios antepasados, que se opusieron a la palabra de los profetas y fueron su oprobio. La figura del profeta Jeremías, saturado de oprobios y probado por el sufrimiento, es un testimonio elocuente de las persecuciones promovidas por los antepasados. «Colman la medida de sus padres» (cf. 23, 32) los descendientes de aquellos padres, que procesan a Jesús, y luego odiarán a los discípulos como a él. Así pues, se piensa en las persecuciones debidas a los judíos. Ellos fueron los primeros que quisieron ahogar la semilla naciente del mensaje cristiano. Ésta es la experiencia de la primera misión y especialmente de san Pablo (Cf., por ejemplo 1Te_2:14-16). Aquí ya se mostró una ley general, que continuó en vigor en todo tiempo y en cualquier lugar, como sabemos hoy día después de casi dos mil años de historia de la Iglesia, especialmente después de las dolorosas experiencias del tiempo de los nazis. Jesús hace volver la mirada de los discípulos a la historia de Israel; nuestra mirada abarca todavía más tiempo, y esta mayor amplitud puede hacernos sensatos, puede preservarnos de sueños optimistas. Los apóstoles realmente se regocijaban cuando habían sido dignos de padecer afrentas por el nombre de Jesús (cf. Hec_5:41). ¿Nos alegraríamos también nosotros?
(Trilling, W., El Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)
Advertencia: Este profundo texto de Benedicto XVI que presentamos aquí puede parecer demasiado largo si se lo considera solamente desde el punto de vista de una lectura como preparación de una homilía dominical. Sin embargo, creemos que es la oportunidad de que el predicador profundice en la teología de las bienaventuranzas leyendo este precioso texto y lo exhortamos a ello. Hemos tratado de aligerar el texto y aliviar la tarea del lector extrayendo aquellos párrafos que, a nuestro corto modo de ver, no contribuirían a la preparación de una homilía o excederían los intereses teológicos del lector-predicador. Pero un predicador responsable iría al mismo libro de Benedicto XVI y leería todo lo que el Papa dice acerca del Sermón de la Montaña (Nota de los Editores de Homilética).
Benedicto XVI
Las Bienaventuranzas
¿Qué son las Bienaventuranzas? En primer lugar se insertan en una larga tradición de mensajes del Antiguo Testamento como los que encontramos, por ejemplo, en el Salmo 1 y en el texto paralelo de Jeremías 17, 7s: «Dichoso el hombre que confía en el Señor…». Son palabras de promesa que sirven al mismo tiempo como discernimiento de espíritus y que se convierten así en palabras orientadoras. El marco en el que Lucas sitúa el Sermón de la Montaña ilustra claramente a quién van destinadas en modo particular las Bienaventuranzas de Jesús: «Levantando los ojos hacia sus discípulos…». Cada una de las afirmaciones de las Bienaventuranzas nacen de la mirada dirigida a los discípulos; describen, por así decirlo, su situación fáctica: son pobres, están hambrientos, lloran, son odiados y perseguidos (cf. Lc 6, 20ss). Han de ser entendidas como calificaciones prácticas, pero también teológicas, de los discípulos, de aquellos que siguen a Jesús y se han convertido en su familia.
A pesar de la situación concreta de amenaza inminente en que Jesús ve a los suyos, ésta se convierte en promesa cuando se la mira con la luz que viene del Padre. Referidas a la comunidad de los discípulos de Jesús, las Bienaventuranzas son una paradoja: se invierten los criterios del mundo apenas se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es, desde la escala de valores de Dios, que es distinta de la del mundo. Precisamente los que según los criterios del mundo son considerados pobres y perdidos son los realmente felices, los bendecidos, y pueden alegrarse y regocijarse, no obstante todos sus sufrimientos. Las Bienaventuranzas son promesas en las que resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre que Jesús inaugura, y en las que «se invierten los valores». Son promesas escatológicas, pero no debe entenderse como si el júbilo que anuncian deba trasladarse a un futuro infinitamente lejano o sólo al más allá. Cuando el hombre empieza a mirar y a vivir a través de Dios, cuando camina con Jesús, entonces vive con nuevos criterios y, por tanto, ya ahora algo del éschaton, de lo que está por venir, está presente. Con Jesús, entra alegría en la tribulación (98-99)
(…)
Esto resulta más claro si analizamos la versión de las Bienaventuranzas en Mateo (cf. Mt 5,3-12). Quien lee atentamente el texto descubre que las Bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8, 20), es el auténtico pobre; El, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquel que sufre por amor de Dios: en las Bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con El. Pero precisamente por su oculto carácter cristológico las Bienaventuranzas son señales que indican el camino también a la Iglesia, que debe reconocer en ellas su modelo; orientaciones para el seguimiento que afectan a cada fiel, si bien de modo diferente, según las diversas vocaciones.
Analicemos más detenidamente las distintas partes de la serie de las Bienaventuranzas. Encontramos en primer lugar la expresión enigmática, de los «pobres de espíritu», que tantos han intentado descifrar. Esta expresión aparece en los rollos de Qumrán como autodefinición de los piadosos. Éstos se llamaban también «los pobres de la gracia», «los pobres de tu redención» o simplemente «los pobres» (Gnilka I, p. 121). Con estos nombres expresan su conciencia de ser el verdadero Israel; de hecho recogen con ello tradiciones profundamente enraizadas en la fe de Israel. En los tiempos de la conquista de Judea por los babilonios, el 90 por ciento de los habitantes de la región podía contarse entre los pobres; dada la política fiscal persa tras el exilio, se volvió a crear una dramática situación de pobreza. La antigua concepción de que al justo le va bien y que la pobreza es consecuencia de una mala vida (relación entre la conducta y la calidad de vida) ya no se podía sostener. Ahora, precisamente en su pobreza, Israel se siente cercano a Dios; reconoce que precisamente los pobres, en su humildad, están cerca del corazón de Dios, al contrario de los ricos con su arrogancia, que sólo confían en sí mismos. (101-103)
(…)
Aquí también ha madurado calladamente esa actitud ante Dios que Pablo desarrolló después en su teología de la justificación: son hombres que no alardean de sus méritos ante Dios. No se presentan ante Él como si fueran socios en pie de igualdad, que reclaman la compensación correspondiente a su aportación. Son hombres que se saben pobres también en su interior, personas que aman, que aceptan con sencillez lo que Dios les da, y precisamente por eso viven en íntima conformidad con la esencia y la palabra de Dios. Las palabras de santa Teresa de Lisieux de que un día se presentaría ante Dios con las manos vacías y las tendería abiertas hacia Él, describen el espíritu de estos pobres de Dios: llegan con las manos vacías, no con manos que agarran y sujetan, sino con manos que se abren y dan, y así están preparadas para la bondad de Dios que da. (103-104)
(…)
La pobreza de que se habla nunca es un simple fenómeno material. La pobreza puramente material no salva, aun cuando sea cierto que los más perjudicados de este mundo pueden contar de un modo especial con la bondad de Dios. Pero el corazón de los que no poseen nada puede endurecerse, envenenarse, ser malvado, estar por dentro lleno de afán de poseer, olvidando a Dios y codiciando sólo bienes materiales.
Por otro lado, la pobreza de que se habla aquí tampoco es simplemente una actitud espiritual. Ciertamente, la radicalidad que se nos propone en la vida de tantos cristianos auténticos, desde el padre del monacato Antonio hasta Francisco de Asís y los pobres ejemplares de nuestro siglo, no es para todos. Pero la Iglesia, para ser comunidad de los pobres de Jesús, necesita siempre figuras capaces de grandes renuncias; necesita comunidades que le sigan, que vivan la pobreza y la sencillez, y con ello muestren la verdad de las Bienaventuranzas para despertar la conciencia de todos, a fin de que entiendan el poseer sólo como servicio y, frente a la cultura del tener, contrapongan la cultura de la libertad interior, creando así las condiciones de la justicia social. (104-105)
(…)
Con todo, hasta ahora sólo nos hemos ocupado de la primera mitad de la primera Bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de espíritu»; tanto en Lucas como en Mateo la correspondiente promesa es: «Vuestro (de ellos) es el Reino de Dios (el reino de los cielos)» (Lc 6, 20; Mt 5, 3). El «Reino de Dios» es la categoría fundamental del mensaje de Jesús; aquí se introduce en las Bienaventuranzas: este contexto resulta importante para entender correctamente una expresión tan debatida. Lo hemos visto ya al examinar más de cerca el significado de la expresión «Reino de Dios», y tendremos que recordarlo alguna vez más en las reflexiones siguientes. Pero quizás sea bueno que, antes de avanzar en la meditación del texto, nos centremos un momento en esa figura de la historia de la fe que de manera intensa ha traducido esta Bienaventuranza en la existencia humana: Francisco de Asís. Los santos son los verdaderos intérpretes de la Sagrada Escritura. El significado de una expresión resulta mucho más comprensible en aquellas personas que se han dejado ganar por ella y la han puesto en práctica en su vida. La interpretación de la Escritura no puede ser un asunto meramente académico ni se puede relegar a un ámbito exclusivamente histórico. Cada paso de la Escritura lleva en sí un potencial de futuro que se abre sólo cuando se viven y se sufren a fondo sus palabras. Francisco de Asís entendió la promesa de esta bienaventuranza en su máxima radicalidad; hasta el punto de despojarse de sus vestiduras y hacerse proporcionar otra por el obispo como representante de la bondad paterna de Dios, que viste a los lirios del campo con más esplendor que Salomón con todas sus galas (cf. Mt 6, 28s). Esta humildad extrema era para Francisco sobre todo libertad para servir, libertad para la misión, confianza extrema en Dios, que se ocupa no sólo de las flores del campo, sino sobre todo de sus hijos; significaba un correctivo para la Iglesia de su tiempo, que con el sistema feudal había perdido la libertad y el dinamismo del impulso misionero; significaba una íntima apertura a Cristo, con quien, mediante la llaga de los estigmas, se identifica plenamente, de modo que ya no vivía para sí mismo, sino que como persona renacida vivía totalmente por Cristo y en Cristo. Francisco no tenía intención de fundar ninguna orden religiosa, sino simplemente reunir de nuevo al pueblo de Dios para escuchar la Palabra sin que los comentarios eruditos quitaran rigor a la llamada. No obstante, con la fundación de la Tercera Orden aceptó luego la distinción entre el compromiso radical y la necesidad de vivir en el mundo. Tercera Orden significa aceptar en humildad la propia tarea de la profesión secular y sus exigencias, allí donde cada uno se encuentre, pero aspirando al mismo tiempo a la más íntima comunión con Cristo, como la que el santo de Asís alcanzó. «Tener como si no se tuviera» (cf. 1 Co 7, 29ss): aprender esta tensión interior como la exigencia quizás más difícil y poder revivirla siempre, apoyándose en quienes han decidido seguir a Cristo de manera radical, éste es el sentido de la Tercera Orden, y ahí se descubre lo que la Bienaventuranza puede significar para todos. En Francisco se ve claramente también lo que «Reino de Dios» significa. Francisco pertenecía de lleno a la Iglesia y, al mismo tiempo, figuras como él despiertan en ella la tensión hacia su meta futura, aunque ya presente: el Reino de Dios está cerca…
Pasemos por alto, de momento, la segunda Bienaventuranza del Evangelio de Mateo y vayamos directamente a la tercera [según el orden de la Vulgata], que está estrechamente relacionada con la primera: «Dichosos los sufridos (mansos) porque heredarán la tierra» (5,4). La traducción alemana de la Sagrada Escritura de la palabra griega praeis (de prays) es: «los que no utilizan la violencia». Se trata de una restricción del término griego, que encierra una rica carga de tradición. Esta afirmación es prácticamente la cita de un Salmo: «Los humildes (mansos) heredarán la tierra» (Sal37, 11). La expresión «los humildes», en la Biblia griega, traduce la palabra hebrea anawim, con la que se designaba a los pobres de Dios, de los que hemos hablado en la primera Bienaventuranza. Así pues, la primera y la tercera Bienaventuranza en gran medida coinciden; la tercera vuelve a poner de manifiesto un aspecto esencial de lo que significa vivir la pobreza a partir de Dios y en la perspectiva de Dios.
Sin embargo, el espectro se amplía más si consideramos otros textos en los que aparece la misma palabra. En el Libro de los Números se dice: «Moisés era un hombre muy humilde, el hombre más humilde sobre la tierra» (12, 3). ¿Cómo no pensar a este respecto en las palabras de Jesús: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»? (Mt 11,29). Cristo es el nuevo, el verdadero Moisés (ésta es la idea fundamental que recorre todo el Sermón de la Montaña); en El se hace presente esa bondad pura que corresponde precisamente a Aquel que es grande, al que tiene el dominio.
Podemos profundizar todavía un poco más considerando una ulterior relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento basada en la palabra prays, humilde, manso. En el profeta Zacarías encontramos la siguiente promesa de salvación: «Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica. Destruirá los carros… Romperá los arcos guerreros, dictará la paz a las naciones. Dominará de mar a mar.» (9, 9s). Se anuncia un rey pobre, un rey que no gobierna con poder político y militar. Su naturaleza más íntima es la humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres. Esa esencia, que lo contrapone a los grandes reyes del mundo, se manifiesta en el hecho de que llega montado en un asno, la cabalgadura de los pobres, imagen que contrasta con los carros de guerra que él rechaza. Es el rey de la paz, y lo es gracias al poder de Dios, no al suyo propio.
Y hay que añadir otro aspecto: su reinado es universal, abarca toda la tierra. «De mar a mar»: detrás de esta expresión está la imagen del disco terrestre circundado por las aguas, que nos hace intuir la extensión universal de su reinado. Con razón, pues, afirma Karl Elliger que para nosotros «a través de la niebla se hace visible con sorprendente nitidez la figura de Aquel… que ha traído realmente la paz a todo el mundo, de Aquel que está por encima de toda razón, al renunciar en su obediencia filial a todo uso de la violencia y padeciendo hasta que fue rescatado del sufrimiento por el Padre, y que ahora construye continuamente su reino solamente mediante la palabra de la paz.» (ATD 25, 151). Sólo así comprendemos todo el alcance del relato del Domingo de Ramos, entendemos a Lucas cuando nos dice (cf. 19, 30) —de modo parecido a Juan— que Jesús mandó a sus discípulos que le llevaran una borrica con su pollino: «Eso ocurrió para que se cumpliera lo que los profetas habían anunciado. Decid a la hija Sión: "Mira a tu rey que viene a ti, humilde, montado en un asno…"» (Mt 21, 5; cf. Jn 12, 15).
Por desgracia, la traducción alemana de estos pasajes ha oscurecido esta conexión al utilizar diferentes palabras para el término prays. En un amplio arco de textos —que van desde el Libro de los Números (cap. 12), pasando por Zacarías (cap. 9), hasta las Bienaventuranzas y el relato del Domingo de Ramos— se puede reconocer esta visión de Jesús como rey de la paz que rompe las fronteras que separan a los pueblos y crea un espacio de paz «de mar a mar». Con su obediencia nos llama a entrar en esa paz, la establece en nosotros. Por un lado la palabra «manso, humilde» forma parte del vocabulario del pueblo de Dios, del Israel que en Cristo se ha hecho universal, pero al mismo tiempo es una palabra regia, que nos descubre la esencia de la nueva realeza de Cristo. En este sentido, podríamos decir que es una palabra tanto cristológica como eclesiológica; en cualquier caso, nos llama a seguir a Aquel que en su entrada en Jerusalén a lomos de una borrica nos manifiesta toda la esencia de su remado.
En el texto del Evangelio de Mateo, esta tercera Bienaventuranza va unida a la promesa de la tierra: «Dichosos los humildes porque heredarán la tierra». ¿Qué quiere decir? La esperanza de una tierra es parte del núcleo original de la promesa a Abraham. Cuando el pueblo de Israel peregrina por el desierto, tiene como meta la tierra prometida. En el exilio, Israel espera regresar a su tierra. Pero no debemos pasar por alto ni por un instante que la promesa de la tierra va claramente más allá de la simple idea de poseer un trozo de tierra o un territorio nacional, como corresponde a todo pueblo.
En la lucha de liberación del pueblo de Israel para salir de Egipto aparece en primer plano sobre todo el derecho a la libertad de adorar, a la libertad de un culto propio y, a medida que avanza la historia del pueblo elegido, la promesa de la tierra adquiere de un modo cada vez más claro el siguiente sentido: la tierra se concede para que ésta sea un lugar de obediencia, un espacio abierto a Dios y para que el país se libere de la abominación de la idolatría. Un contenido esencial del concepto de libertad y de tierra es la idea de la obediencia a Dios y del modo correcto de tratar el mundo. En esta perspectiva se puede también entender el exilio, la privación de la tierra: se había convertido en un espacio de culto a los ídolos, de desobediencia y, así, la posesión de la tierra contradecía su razón de ser (106-111)
(…)
Naturalmente, en un primer momento, se puede ver en la relación entre «humildad» y promesa de la tierra una normalísima sabiduría histórica: los conquistadores van y vienen. Quedan los sencillos, los humildes, los que cultivan la tierra y continúan con la siembra y la cosecha entre penas y alegrías. Los humildes, los sencillos, son también desde el punto de vista puramente histórico más estables que los que usan la violencia. Pero hay algo más. La progresiva universalización del concepto de tierra a partir de los fundamentos teológicos de la esperanza se corresponde también con el horizonte universal que hemos encontrado en la promesa de Zacarías: la tierra del Rey de la paz no es un Estado nacional, se extiende «de mar a mar». La paz tiende a la superación de las fronteras y a un mundo nuevo, renovado por la paz que procede de Dios. El mundo pertenece al final a los «humildes», a los pacíficos, nos dice el Señor. Debe ser la «tierra del rey de la paz». La tercera Bienaventuranza nos invita a vivir en esta perspectiva.
Para nosotros los cristianos, cada reunión eucarística es un lugar donde reina el Rey de la paz. De este modo, la comunidad universal de la Iglesia de Jesucristo es un proyecto anticipador de la «tierra» de mañana, que deberá llegar a ser una tierra en la que reina la paz de Jesucristo. También aquí se ve la gran consonancia entre la tercera Bienaventuranza y la primera: nos permite ver algo mejor lo que significa el «Reino de Dios», aun cuando esta expresión va más allá de la promesa de la tierra.
Con esto hemos anticipado ya la séptima Bienaventuranza: «Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Un par de breves indicaciones bastarán para explicar estas palabras fundamentales de Jesús. Ante todo, permiten entrever el trasfondo de la historia universal. En el relato de la infancia de Jesús, Lucas había dejado ver el contraste entre este niño y el todopoderoso emperador Augusto, ensalzado como «salvador de todo el género humano» y el gran portador de paz. César ya había pretendido antes el título de «pacificador de la ecumene». En los creyentes de Israel salta a la memoria Salomón, cuyo nombre incluye el vocablo shalom, «paz». El Señor había prometido a David: «En sus días concederé paz y tranquilidad a Israel… Será para mí un hijo y yo seré para él un padre» (1 Cro 22, 9s). Con ello se pone en evidencia la relación entre filiación divina y realeza de la paz: Jesús es el Hijo, y lo es realmente. Por eso sólo El es el verdadero «Salomón», el que trae la paz. Establecer la paz es inherente a la naturaleza del ser Hijo. La séptima Bienaventuranza, pues, invita a ser y a realizar lo que el Hijo hace, para así llegar a ser «hijos de Dios».
Esto vale en primer lugar en el ámbito restringido de la vida de cada uno. Comienza con esa decisión fundamental que Pablo apasionadamente nos pide en nombre de Dios: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5, 20). La enemistad con Dios es el punto de partida de toda corrupción del hombre; superarla, es el presupuesto fundamental para la paz en el mundo. Sólo el hombre reconciliado con Dios puede estar también reconciliado y en armonía consigo mismo, y sólo el hombre reconciliado con Dios y consigo mismo puede crear paz a su alrededor y en todo el mundo. Pero la resonancia política que se percibe tanto en el relato lucano de la infancia de Jesús como aquí, en las Bienaventuranzas de Mateo, muestra todo el alcance de esta palabra. Que haya paz en la tierra (cf. Lc 2, 14) es voluntad de Dios y, por tanto, también una tarea encomendada al hombre. El cristiano sabe que el perdurar de la paz va unido a que el hombre se mantenga en la eudokía de Dios, en su «beneplácito». El empeño de estar en paz con Dios es una parte esencial del propósito por alcanzar la «paz en la tierra»; de ahí proceden los criterios y las fuerzas necesarias para realizar este compromiso. Cuando el hombre pierde de vista a Dios fracasa la paz y predomina la violencia, con atrocidades antes impensables, como lo vemos hoy de manera sobradamente clara.
Volvamos a la segunda Bienaventuranza: «Dichosos los afligidos, porque ellos serán consolados». ¿Es bueno estar afligidos y llamar bienaventurada a la aflicción? Hay dos tipos de aflicción: una, que ha perdido la esperanza, que ya no confía en el amor y la verdad, y por ello abate y destruye al hombre por dentro; pero también existe la aflicción provocada por la conmoción ante la verdad y que lleva al hombre a la conversión, a oponerse al mal. Esta tristeza regenera, porque enseña a los hombres a esperar y amar de nuevo. Un ejemplo de la primera aflicción es Judas, quien —profundamente abatido por su caída— pierde la esperanza y lleno de desesperación se ahorca. Un ejemplo del segundo tipo de aflicción es Pedro que, conmovido ante la mirada del Señor, prorrumpe en un llanto salvador: las lágrimas labran la tierra de su alma. Comienza de nuevo y se transforma en un hombre nuevo.
Este tipo positivo de aflicción, que se convierte en fuerza para combatir el poder del mal, queda reflejado de modo impresionante en Ezequiel 9,4. Seis hombres reciben el encargo de castigar a Jerusalén, el país que estaba cubierto de sangre, la ciudad llena de violencia (cf. 9, 9). Pero antes, un hombre vestido de lino debe trazar una «tau» (una especie de cruz) en la frente de los «hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se cometen en la ciudad» (9, 4), y los marcados quedan excluidos del castigo. Son personas que no siguen la manada, que no se dejan llevar por el espíritu gregario para participar en una injusticia que se ha convertido en algo normal, sino que sufren por ello. Aunque no está en sus manos cambiar la situación en su conjunto, se enfrentan al dominio del mal mediante la resistencia pasiva del sufrimiento: la aflicción que pone límites al poder del mal.
La tradición nos ha dejado otro ejemplo de aflicción salvadora: María, al pie de la cruz junto con su hermana, la esposa de Cleofás, y con María Magdalena y Juan. En un mundo plagado de crueldad, de cinismo o de connivencia provocada por el miedo, encontramos de nuevo —como en la visión de Ezequiel— un pequeño grupo de personas que se mantienen fieles; no pueden cambiar la desgracia, pero compartiendo el sufrimiento se ponen del lado del condenado, y con su amor compartido se ponen del lado de Dios, que es Amor. Este sufrimiento compartido nos hace pensar en las palabras sublimes de san Bernardo de Claraval en su comentario al Cantar de los Cantares (Serm. 26, n.5): «impassibilis est Deus, sed non incompassibilis», Dios no puede padecer, pero puede compadecerse. A los pies de la cruz de Jesús es donde mejor se entienden estas palabras: «Dichosos los afligidos, porque ellos serán consolados». Quien no endurece su corazón ante el dolor, ante la necesidad de los demás, quien no abre su alma al mal, sino que sufre bajo su opresión, dando razón así a la verdad, a Dios, ése abre la ventana del mundo de par en par para que entre la luz. A estos afligidos se les promete la gran consolación. En este sentido, la segunda Bienaventuranza guarda una estrecha relación con la octava: «Dichosos los perseguidos a causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos».
La aflicción de la que habla el Señor es el inconformismo con el mal, una forma de oponerse a lo que hacen todos y que se le impone al individuo como pauta de comportamiento. El mundo no soporta este tipo de resistencia, exige colaboracionismo. Esta aflicción le parece como una denuncia que se opone al aturdimiento de las conciencias, y lo es realmente. Por eso los afligidos son perseguidos a causa de la justicia. A los afligidos se les promete consuelo, a los perseguidos, el Reino de Dios; es la misma promesa que se hace a los pobres de espíritu. Las dos promesas son muy afines: el Reino de Dios, vivir bajo la protección del poder de Dios y cobijado en su amor, éste es el verdadero consuelo.
Y a la inversa: sólo entonces será consolado el que sufre; cuando ninguna violencia homicida pueda ya amenazar a los hombres de este mundo que no tienen poder, sólo entonces se secarán sus lágrimas completamente; el consuelo será total sólo cuando también el sufrimiento incomprendido del pasado reciba la luz de Dios y adquiera por su bondad un significado de reconciliación; el verdadero consuelo se manifestará sólo cuando «el último enemigo», la muerte (cf. 1 Co 15, 26), sea aniquilado con todos sus cómplices. Así, la palabra sobre el consuelo nos ayuda a entender lo que significa el «Reino de Dios» (de los cielos) y, viceversa, el «Reino de Dios» nos da una idea del tipo de consuelo que el Señor tiene reservado a todos los que están afligidos o sufren en este mundo.
Llegados hasta aquí, debemos añadir algo más: para Mateo, para sus lectores y oyentes, la expresión «los perseguidos a causa de la justicia» tenía un significado profético. Para ellos se trataba de una alusión previa que el Señor hizo sobre la situación de la Iglesia en que estaban viviendo. Se había convertido en una Iglesia perseguida, perseguida «a causa de la justicia». En el lenguaje del Antiguo Testamento «justicia» expresa la fidelidad a la Torá, la fidelidad a la palabra de Dios, como habían reclamado siempre los profetas. Se trata del perseverar en la vía recta indicada por Dios, cuyo núcleo está formado por los Diez Mandamientos. En el Nuevo Testamento, el concepto equivalente al de justicia en el Antiguo Testamento es el de la «fe»: el creyente es el «justo», el que sigue los caminos de Dios (cf. Sal 1; Jr 17, 5-8). Pues la fe es caminar con Cristo, en el cual se cumple toda la Ley; ella nos une a la justicia de Cristo mismo.
Los hombres perseguidos a causa de la justicia son los que viven de la justicia de Dios, de la fe. Como la aspiración del hombre tiende siempre a emanciparse de la voluntad de Dios y a seguirse sólo a sí mismo, la fe aparecerá siempre como algo que se contrapone al «mundo» —a los poderes dominantes en cada momento—, y por eso habrá persecución a causa de la justicia en todos los periodos de la historia. A la Iglesia perseguida de todos los tiempos se le dirige esta palabra de consuelo. En su falta de poder y en su sufrimiento, la Iglesia es consciente de que se encuentra allí donde llega el Reino de Dios.
Si, como ocurrió antes con las Bienaventuranzas precedentes, podemos encontrar en la promesa una dimensión eclesiológica, una explicación de la naturaleza de la Iglesia, también aquí nos podemos encontrar de nuevo con el fundamento cristológico de estas palabras: Cristo crucificado es el justo perseguido del que hablan las profecías del Antiguo Testamento, especialmente los cantos del siervo de Dios, y del que también Platón había tenido ya una vaga intuición (La república, II 361e-362a). Y así, Cristo mismo es la llegada del Reino de Dios. La Bienaventuranza supone una invitación a seguir al Crucificado, dirigida tanto al individuo como a la Iglesia en su conjunto.
La Bienaventuranza de los perseguidos contiene en la frase con que se concluyen los macarismos una variante que nos permite entrever algo nuevo. Jesús promete alegría, júbilo, una gran recompensa a los que por causa suya sean insultados, perseguidos o calumniados de cualquier modo (cf. Mt 5,11). Entonces su Yo, el estar de su parte, se convierte en criterio de la justicia y de la salvación. Si bien en las otras Bienaventuranzas la cristología está presente de un modo velado, por así decirlo, aquí el anuncio de Cristo aparece claramente como el punto central del relato. Jesús da a su Yo un carácter normativo que ningún maestro de Israel ni ningún doctor de la Iglesia puede pretender para sí. El que habla así ya no es un profeta en el sentido hasta entonces conocido, mensajero y representante de otro; Él mismo es el punto de referencia de la vida recta, Él mismo es el fin y el centro.
A lo largo de las próximas meditaciones podremos apreciar cómo esta cristología directa es un elemento constitutivo del Sermón de la Montaña en su conjunto. Lo que hasta ahora sólo se ha insinuado, se irá desarrollando a medida que avancemos.
Escuchemos ahora la penúltima Bienaventuranza, que no hemos tratado todavía: «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados» (Mt 5, 6). Esta palabra es profundamente afín a la que se refiere a los afligidos que serán consolados: de la misma manera que en aquella reciben una promesa los que no se doblegan a la dictadura de las opiniones y costumbres dominantes, sino que se resisten en el sufrimiento, también aquí se trata de personas que miran en torno a sí en busca de lo que es grande, de la verdadera justicia, del bien verdadero. Para la tradición, esta actitud se encuentra resumida en una expresión que se halla en un estrato del Libro de Daniel. Allí se describe a Daniel como vir desideriorum, el hombre de deseos (9,23 Vlg). La mirada se dirige a las personas que no se conforman con la realidad existente ni sofocan la inquietud del corazón, esa inquietud que remite al hombre a algo más grande y lo impulsa a emprender un camino interior, como los Magos de Oriente que buscan a Jesús, la estrella que muestra el camino hacia la verdad, hacia el amor, hacia Dios. Son personas con una sensibilidad interior que les permite oír y ver las señales sutiles que Dios envía al mundo y que así quebrantan la dictadura de lo acostumbrado.
¿Quién no pensaría aquí en los santos humildes en los que la Antigua Alianza se abre hacia la Nueva y se transforma en ella? ¿En Zacarías e Isabel, en María y José, en Simeón y Ana, quienes, cada uno a su modo, esperan con espíritu vigilante la salvación de Israel y, con su piedad humilde, con la paciencia de su espera y de su deseo, «preparan los caminos» al Señor? Pero, ¿cómo no pensar también en los doce Apóstoles, en hombres (como ya veremos) de procedencias espirituales y sociales muy distintas, que sin embargo en medio de su trabajo y su vida cotidiana mantuvieron el corazón abierto, dispuesto a escuchar la llamada de Aquel que es más grande? ¿O en el celo apasionado de san Pablo por la justicia, que aunque mal encaminado lo prepara para ser derribado por Dios y llevado hacia una nueva clarividencia? Podríamos recorrer así toda la historia. Edith Stein dijo en cierta ocasión que quien busca con sinceridad y apasionadamente la verdad está en el camino de Cristo. De esas personas habla la Bienaventuranza, de esa hambre y esa sed que son dichosas porque llevan a los hombres a Dios, a Cristo, y por eso abren el mundo al Reino de Dios.
(…)
Queda aún el Macarismo: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). A Dios se le puede ver con el corazón: la simple razón no basta. Para que el hombre sea capaz de percibir a Dios han de estar en armonía todas las fuerzas de su existencia.
(…). Teófilo de Antioquía (+ c. 180) lo expresó del siguiente modo en un debate: «Si tú me dices: "muéstrame a tu Dios", yo te diré a mi vez: "muéstrame tú al hombre que hay en ti"… En efecto, ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu… El alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo reluciente.» (Ad Autolycum, I, 2.7: PG, VI, 1025.1028).
Así surge la pregunta: ¿cómo se vuelve puro el ojo interior del hombre? ¿Cómo se puede retirar la catarata que nubla su mirada o al final la ciega por completo? La tradición mística del «camino de purificación», que asciende hasta la «unión», ha intentado dar una respuesta a esta pregunta. Ante todo, debemos leer las Bienaventuranzas en el contexto bíblico. Allí encontramos el tema, sobre todo en el Salmo 24, expresión de una antigua liturgia de entrada en el santuario: «¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en su recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos, ni jura contra el prójimo en falso» (v. 3s). Ante la puerta del templo surge la pregunta de quién puede estar allí, cerca del Dios vivo: las condiciones son «manos inocentes y puro corazón».
El Salmo explica de varios modos el contenido de estas condiciones para entrar en la morada de Dios. Una condición indispensable es que las personas que quieran llegar a la casa de Dios pregunten por Él, busquen su rostro (v. 6): por tanto, como requisito fundamental vuelve a aparecer la misma actitud que hemos encontrado descrita antes en las palabras «hambre y sed de justicia». Preguntar por Dios, buscar su rostro: ésa es la primera condición para subir al encuentro con Dios. Pero ya antes, como contenido del concepto de manos inocentes y puro corazón, se ha indicado la exigencia de que el hombre no jure en falso contra el prójimo: esto es, la honradez, la sinceridad, la justicia con el prójimo y con la sociedad, eso que podríamos denominar el ethos social, pero que en realidad llega hasta lo más hondo del corazón.
El Salmo 15 lo desarrolla aún más, de forma que se puede decir que la condición para llegar a Dios es simplemente el contenido esencial del Decálogo, poniendo el acento en la búsqueda interior de Dios, en el caminar hacia Él (primera tabla) y en el amor al prójimo, en la justicia para con el individuo y la comunidad (segunda tabla). No se mencionan condiciones basadas específicamente en el conocimiento que procede de la revelación, sino el «preguntar por Dios» y los fundamentos de la justicia que una conciencia atenta —despierta precisamente gracias a la búsqueda de Dios— le dice a cada uno. Las consideraciones que hemos hecho precedentemente sobre la cuestión de la salvación tienen aquí una ulterior confirmación.
Sin embargo, en boca de Jesús la palabra adquiere una nueva profundidad. Es propio de su naturaleza específica el ver a Dios, el estar cara a cara delante de Él, en un continuo intercambio interior con El, viviendo su existencia como Hijo. Así la expresión adquiere un valor profundamente cristológico. Veremos a Dios cuando entremos en los mismos «sentimientos de Cristo» (Flp 2,5). La purificación del corazón se produce al seguir a Cristo, al ser uno con El. «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Y aquí surge algo nuevo: el ascenso a Dios se produce precisamente en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de Dios y, por eso, la verdadera fuerza purificadora que capacita al hombre para percibir y ver a Dios. En Jesucristo Dios mismo se manifiesta en ese descenso: «El cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos… se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó.» (Flp 2, 6-9).
Estas palabras marcan un cambio decisivo en la historia de la mística. Muestran la novedad de la mística cristiana, que procede de la novedad de la revelación en Cristo Jesús. Dios desciende hasta la muerte en la cruz. Y precisamente así se revela en su verdadero carácter divino. El ascenso a Dios se produce cuando se le acompaña en ese descenso. La liturgia de entrada en el santuario del Salmo 24 adquiere así un nuevo significado: el corazón puro es el corazón que ama, que entra en comunión de servicio y de obediencia con Jesucristo. El amor es el fuego que purifica y une razón, voluntad y sentimiento, que unifica al hombre en sí mismo gracias a la acción unificadora de Dios, de forma que se convierte en siervo de la unificación de quienes estaban divididos: así entra el hombre en la morada de Dios y puede verlo. Y eso significa precisamente ser bienaventurado.
Tras este intento de profundizar algo más en la visión interior de las Bienaventuranzas —no tratamos aquí el tema de los «misericordiosos» del que nos ocuparemos en el contexto de la parábola del buen samaritano— hemos de plantearnos todavía brevemente un par de preguntas más con el fin de entender el conjunto. En Lucas, tras las Bienaventuranzas siguen cuatro invectivas: «Ay de vosotros, los ricos… Ay de vosotros, los que estáis saciados… Ay de los que ahora reís… Ay si todo el mundo habla bien de vosotros…»(Lc 6,24-26). Estas palabras nos asustan. ¿Qué debemos pensar?
En primer lugar, se puede constatar que de esta manera Jesús sigue el esquema que encontramos también en Jeremías 17 y en el Salmo 1: a la descripción del recto camino, que lleva al hombre a la salvación, se contrapone la señal de peligro que desenmascara las promesas y ofertas falsas, con el fin de evitar que el hombre tome un camino que le llevaría fatalmente a un precipicio mortal. Esto mismo lo volveremos a encontrar en la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro. Quien comprende correctamente los signos de esperanza que se nos ofrecen en las Bienaventuranzas, reconoce aquí fácilmente las actitudes contrarias que atan al hombre a lo aparente, lo provisional, y que llevándolo a la pérdida de su grandeza y profundidad, y con esto a la pérdida de Dios y del prójimo, lo encaminan a la ruina. De esta manera, sin embargo, se hace comprensible también la verdadera intención de estas señales de peligro: las invectivas no son condenas, no son expresión de odio, envidia o enemistad. No se trata de una condena, sino de una advertencia que quiere salvar.
Pero ahora se plantea la cuestión fundamental: ¿es correcta la orientación que el Señor nos da en las Bienaventuranzas y en las advertencias contrarias? ¿Es realmente malo ser rico, estar satisfecho, reír, que hablen bien de nosotros? Friedrich Nietzsche se apoyó precisamente en este punto para su iracunda crítica al cristianismo. No sería la doctrina cristiana lo que habría que criticar: se debería censurar la moral del cristianismo como un «crimen capital contra la vida». Y con «moral del cristianismo» quería referirse exactamente al camino que nos señala el Sermón de la Montaña.
«¿Cuál había sido hasta hoy el mayor pecado sobre la tierra? ¿No había sido quizás la palabra de quien dijo: "Ay de los que ríen"?». Y contra las promesas de Cristo dice: no queremos en absoluto el reino de los cielos. «Nosotros hemos llegado a ser hombres, y por tanto queremos el reino de la tierra».
La visión del Sermón de la Montaña aparece como una religión del resentimiento, como la envidia de los cobardes e incapaces, que no están a la altura de la vida, y quieren vengarse con las Bienaventuranzas, exaltando su fracaso e injuriando a los fuertes, a los que tienen éxito, a los que son afortunados. A la amplitud de miras de Jesús se le opone una concentración angosta en las realidades de aquí abajo, la voluntad de aprovechar ahora el mundo y lo que la vida ofrece, de buscar el cielo aquí abajo y no dejarse inhibir por ningún tipo de escrúpulo.
Muchas de estas ideas han penetrado en la conciencia moderna y determinan en gran medida el modo actual de ver la vida. De esta manera, el Sermón de la Montaña plantea la cuestión de la opción de fondo del cristianismo, y como hijos de este tiempo sentimos la resistencia interior contra esta opción, aunque a pesar de todo nos haga mella el elogio de los mansos, de los compasivos, de quienes trabajan por la paz, de las personas íntegras. Después de las experiencias de los regímenes totalitarios, del modo brutal en que han pisoteado a los hombres, humillado, avasallado, golpeado a los débiles, comprendemos también de nuevo a los que tienen hambre y sed de justicia; redescubrimos el alma de los afligidos y su derecho a ser consolados. Ante el abuso del poder económico, de las crueldades del capitalismo que degrada al hombre a la categoría de mercancía, hemos comenzado a comprender mejor el peligro que supone la riqueza y entendemos de manera nueva lo que Jesús quería decir al prevenirnos ante ella, ante el dios Mammón que destruye al hombre, estrangulando despiadadamente con sus manos una gran parte del mundo. Sí, las Bienaventuranzas se oponen a nuestro gusto espontáneo por la vida, a nuestra hambre y sed de vida. Exigen «conversión», un cambio de marcha interior respecto a la dirección que tomaríamos espontáneamente. Pero esta conversión saca a la luz lo que es puro y más elevado, dispone nuestra existencia de manera correcta.
El mundo griego, cuya alegría de vivir se refleja tan maravillosamente en las epopeyas de Homero, sabía muy bien que el verdadero pecado del hombre, su mayor peligro, es la hybris, la arrogante autosuficiencia con la que el hombre se erige en divinidad: quiere ser él mismo su propio dios, para ser dueño absoluto de su vida y sacar provecho así de todo lo que ella le puede ofrecer. Esta conciencia de que la verdadera amenaza para el hombre es la conciencia de autosuficiencia de la que se ufana, que en principio parece tan evidente, se desarrolla con toda profundidad en el Sermón de la Montaña a partir de la figura de Cristo.
Hemos visto que el Sermón de la Montaña es una cristología encubierta. Tras ella está la figura de Cristo, de ese hombre que es Dios, pero que precisamente por eso desciende, se despoja de su grandeza hasta la muerte en la cruz. Los santos, desde Pablo hasta la madre Teresa pasando por Francisco de Asís, han vivido esta opción y con ello nos han mostrado la imagen correcta del hombre y de su felicidad. En una palabra: la verdadera «moral» del cristianismo es el amor. Y éste, obviamente, se opone al egoísmo; es un salir de uno mismo, pero es precisamente de este modo como el hombre se encuentra consigo mismo. Frente al tentador brillo de la imagen del hombre que da Nietzsche, este camino parece en principio miserable, incluso poco razonable. Pero es el verdadero «camino de alta montaña» de la vida; sólo por la vía del amor, cuyas sendas se describen en el Sermón de la Montaña, se descubre la riqueza de la vida, la grandiosidad de la vocación del hombre.
(Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret (I), Editorial Planeta, Santiago de Chile, 2007, p. 97 – 129)
P. José A. Marcone, IVE
Las bienaventuranzas
(Mt 4,25-5,12)
Introducción
El domingo pasado leíamos el evangelio que nos presentaba el inicio de la obra apostólica central de Cristo. Este inicio de la etapa central de la vida de Cristo se realiza en Galilea. Y en ese mismo evangelio se nos presentaba el núcleo fundamental de toda la doctrina de Cristo, el anuncio y la proclamación esencial de Cristo, lo que llamamos el kerygma. Ese kerigma fontal es el siguiente: “El Reino de Dios ha llegado. Crean en el Evangelio y conviértanse” (cf. Mt 4,17; Mc 1,15).
En el evangelio de hoy se nos presenta una explanación mucho más detallada de ese kerygma o anuncio fundamental. Jesucristo, una vez iniciada su obra apostólica central, no se contenta con un conciso anuncio, sino que presenta en un largo discurso la moral completa de aquel que ha decidido creer en Él y seguirlo por el mismo camino por el que Él va, es decir, la moral completa de aquel que ha decidido ser su discípulo.
Este largo discurso de Jesucristo es conocido como el Sermón de la Montaña y llena los capítulos 5, 6 y 7 del evangelio de San Mateo. Se lo llama así porque el evangelio de hoy dice explícitamente que Jesucristo subió a la montaña y comenzó a predicar dicho Sermón (Mt 5,1).
En este discurso Jesucristo presenta el resumen y la sustancia de toda la doctrina contenida en el evangelio. Por eso se lo ha llamado “el evangelio del Evangelio”[1]. Pero, a su vez, dentro de este discurso de Jesús los versículos iniciales son una condensación de todo el Sermón de la Montaña. Se trata de las Bienaventuranzas, que son el contenido del evangelio que hemos leído hoy.
Las ocho Bienaventuranzas juntas y que hoy hemos leído quieren delinear el perfil del perfecto discípulo de Jesús. Si los cimientos sobre los que se asienta toda la moral cristiana son los Diez Mandamientos, la casa que se construye sobre esos cimientos está constituida por las Bienaventuranzas. Nadie vive en los cimientos. El cristiano no puede contentarse con no violar los Diez Mandamientos. El cristiano debe vivir en la casa, es decir, debe aspirar a la perfección de las Bienaventuranzas. Como título de estas Bienaventuranzas podríamos poner una frase que Jesucristo dirá en el mismo Sermón un poco más adelante: “Sean perfectos como el Padre celestial de ustedes es perfecto” (Mt 5,48). La lógica dentro de la que se mueven las ocho Bienaventuranzas es la búsqueda de la perfección, es decir, la santidad.
No es nada fácil en el corto tiempo de un sermón dominical explicar las ocho Bienaventuranzas. Pero aguijoneados por el espolón de la Iglesia que no vuelve a repetir este evangelio durante los domingos del Tiempo Ordinario, debemos intentarlo.
1. El premio prometido a la bienaventuranza
1.a El sentido de la palabra ‘bienaventurado’
La palabra griega que se usa para decir ‘bienaventurados’ y de donde proviene la palabra ‘bienaventuranza’ es makários. En el griego clásico, el sustantivo mákar (genitivo: mákaros) y el adjetivo makários son títulos que se aplican a los dioses en oposición al hombre mortal. Ser makários significa poder gozar de la propia autonomía y potencia divina, cosa que a los hombres no les es debido, precisamente porque ni son autónomos ni gozan de potencia propia, sino que son débiles y mortales. Por eso, para los clásicos griegos, los mákares por antonomasia y excelencia son los dioses. Incluso de Júpiter se dice que era makáron makartáte, es decir, ‘feliz con toda felicidad’[2].
Esto tiene su perfecta correspondencia en el NT, ya que makários se aplica dos veces a Dios, en 1Tim 1,11 y 1Tim 6,15.
El texto más importante es el de 1Tim 6,15 porque explica con mayor profusión de palabras que makários expresa la felicidad interior de Dios. En efecto, dice 1Tim 6,13-16: “Te pido que guardes el mandamiento sin mancha y sin reproche hasta la manifestación (epifaneías) de nuestro Señor Jesucristo, manifestación que, a su debido tiempo, llevará a cabo el bienaventurado (ho makários) y único Soberano, Rey de reyes y Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad, que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre vio ni puede ver. A él, honor y poder eterno. Amén”.
Vemos cómo el uso de makários en San Pablo es aplicado a Dios y coincide con el uso que se le da en el griego profano. Dios es makários porque goza de su propia potencia que, en realidad, es omni-potencia, es Soberano, es Rey, es Señor, posee la inmortalidad, en contraposición al hombre mortal, habita en una luz, siendo la luz el símbolo de la alegría y de la felicidad, totalmente trascendente e inaccesible para el hombre. Por lo tanto, lo que makários designa es la felicidad con que Dios se goza en sí mismo en el secreto de su propia intimidad. En otras palabras, es la felicidad intra-trinitaria; es la corriente de felicidad que existe en la comunión de las tres divinas personas.
Por eso, makários, aplicado al ser humano como se hace en las Bienaventuranzas, significa en primer lugar una participación escatológica en la felicidad interna y secreta de Dios. Es decir, es la felicidad que tendrá el alma humana en el cielo, en la bienaventuranza (eso significa escatológica). Es la felicidad que tendrá el alma humana cuando, a través del lumen gloriae, la esencia divina se convierta en el objeto propio de su inteligencia, con el consiguiente amor de la voluntad que sigue a la percepción de la inteligencia. Por lo tanto, cada vez que leemos en cada una de las ocho Bienaventuranzas la palabra ‘bienaventurado’ o ‘feliz’ debemos saber que se refiere, en primer lugar, a la gloria del cielo. El premio que Jesucristo promete al que se esfuerza por ser perfecto en esta vida y poner en práctica las ocho Bienaventuranzas corresponde a la otra vida, no a esta vida temporal.
Dijimos que el premio que Jesús promete a las Bienaventuranzas pertenece, en primer lugar, a la vida eterna. Pero no en único lugar. Porque, en segundo lugar, este premio también pertenece a esta vida temporal. Santo Tomás de Aquino, siguiendo a San Agustín, dice que los premios que prometen las bienaventuranzas no son solamente para el cielo, sino que también son para esta vida presente. ¿En qué sentido son también un premio para la vida presente? En el sentido que cuando ponemos en práctica las bienaventuranzas se nos da en este tiempo presente la esperanza de que alcanzaremos la felicidad del cielo[3].
El premio de las bienaventuranzas que podemos recibir ya en esta vida presente consiste en una participación de la alegría y felicidad de Dios en esta tierra. Para Santo Tomás, el premio que un hombre puede recibir por practicar las bienaventuranzas es un “cierto comienzo imperfecto de la futura bienaventuranza en los varones santos, también en esta vida”[4].
Por lo tanto, el premio de la bienaventuranza, el premio de la makaría, el premio de ser makários en esta vida, está siempre en relación con la participación, ya en esta vida, de la alegría y de la felicidad interna de Dios. Esto es lo que significa la palabra ‘bienaventurados’ en cada bienaventuranza.
1.b El premio prometido a cada bienaventuranza
El premio prometido a cada bienaventuranza es una variación o un matiz de la participación en la alegría interna y secreta de Dios que se dará en el cielo y que, de alguna manera, en forma de esperanza, se da ya en el tiempo presente.
Podemos decir que el premio a cada bienaventuranza se resume en una sola palabra: Dios. El premio prometido a cada bienaventuranza es la posesión plena y definitiva de Dios.
Para expresar que la verdadera felicidad está en alcanzar plenamente a Dios, el Nuevo Testamento utiliza varias expresiones: Reino de Dios, como lo hace en la primera y en la octava bienaventuranza (Mt 5,3.10; cf. Mt 4,17); visión de Dios (Mt 5,8; cf. 1Jn 3,2; 1Cor 13,12); gozo del Señor (cf Mt 25,21.23); descanso en Dios (Hb 4,7-11); seno de Abraham (Lc 16,22). También gloria de Cristo (cf. Rm 8,18)[5].
Los santos, que han sido buscadores sinceros e incansables de Dios y de la verdadera felicidad lo han expresado con palabras elocuentes: “Mi alma ha sido creada por ti y no estará tranquila hasta que descanse en ti” (S. Agustín). “Sólo Dios sacia” (S. Tomás de Aquino). “Sólo Dios basta” (Santa Teresa de Jesús).
Poseer el Reino de los Cielos, ser consolado, poseer la tierra en herencia, ser saciado de santidad, obtener misericordia, ver a Dios, vivir eternamente como hijo de Dios son distintas facetas de la felicidad que el alma encontrará cuando participe plenamente de la alegría interna y secreta de Dios. En el fondo, son facetas de una única realidad: la posesión plena y definitiva de Dios.
2. Los actos concretos que exige cada bienaventuranza
Primera bienaventuranza. El Leccionario que está en uso en la iglesia de Argentina y que acabamos de leer traduce esta bienaventuranza como “los que tienen alma de pobres”. El original griego dice hoí ptojoì tô pneúmati, que literalmente significa “los pobres en el espíritu”. El adjetivo ptojós proviene del verbo ptósso, que significa ‘acurrucarse’. Se refiere a la actitud propia del pordiosero que se agazapa en un rincón para pedir limosna. Por eso es que ptojós significa propiamente ‘mendigo’, denotando pobreza y mendicidad absoluta y pública[6]. Jesucristo, en una de sus parábolas, aplica el nombre de ptojós a Lázaro, el mendigo lleno de llagas que está a la puerta de la casa del rico Epulón (Lc 16,20).
Por lo tanto, esta bienaventuranza suena más bien así: “Bienaventurados los mendigos de espíritu”, es decir, aquellos que todo lo esperan de Dios y no esperan nada de sí mismos. Al agregar ‘de espíritu’ Jesucristo claramente está poniendo el acento sobre la actitud interior del alma. Son aquellos que han desterrado totalmente de sí mismos la concupiscencia de los ojos (1Jn 2,16), es decir, el deseo inmoderado de tener bienes materiales. La concupiscencia de los ojos se llama así porque lo que el ojo ve el corazón lo desea. Es una de las tres heridas que ha dejado en el alma el pecado original.
El mundo de hoy está, en general, alejadísimo de esta bienaventuranza, ya que se ha entregado con alma y vida a la consecución de riquezas. Incluso, el sistema económico que gobierna todo el mundo actual, el capitalismo, es una religión que adora el dinero y tiene a la avaricia como su motor más poderoso.
Segunda bienaventuranza. El Leccionario traduce ‘los afligidos’. El original griego dice hoí penthoûntes que es un participio presente del verbo penthéo, que significa ‘estar triste’, ‘lamentarse’, ‘llorar’. Traducir ‘los afligidos’ no es correcto, dado que el verbo penthéo implica manifestaciones exteriores de dolor[7]. En el griego clásico significa, en primer lugar, ‘llorar’; en segundo lugar, ‘dolerse’[8]. San Jerónimo traduce con el verbo lugeo, que significa ‘lamentarse’, ‘estar de luto’ y de donde, precisamente, viene la palabra latina luctum, de donde, a su vez, proviene la palabra castellana ‘luto’[9].
“Tenemos que notar desde el principio al estudiar esta bienaventuranza que la palabra para llorar que se usa aquí es la más fuerte que existe en griego. Es la que se usa para hacer duelo por los difuntos, para expresar el apasionado lamento por la muerte de alguien que se ha amado entrañablemente. En la Septuaginta, la versión griega del Antiguo Testamento, se usa del llanto de Jacob cuando dio por muerto a su hijo José (Gen 37,34). Se define como la clase de pesar que se apodera de una persona y que no se puede ocultar. No es sólo un dolor que produce dolor de corazón, sino que hace incontenibles las lágrimas”[10].
La bienaventuranza de los que lloran se refiere en primer lugar a aquellos que lloran sus propios pecados: “Bienaventurados los que lloran los pecados que ellos mismos han cometido, porque serán consolados”.
Si la bienaventuranza de los pobres de espíritu es la humildad del que se mantiene en la senda de los mandamientos de Dios, la bienaventuranza de los que lloran es la humildad de los que se han apartado de esa senda y han decidido volver a ella[11].
Porque saben el mal que es el pecado, estos bienaventurados son los que lloran también los pecados ajenos, por la ofensa hecha a Dios y por el mal que el pecador se ha hecho a sí mismo. Lloran por el desorden mismo del pecado. Y lloran por las consecuencias del pecado.
La primera consecuencia del pecado por la cual llora el cristiano de la bienaventuranza es por la posibilidad de la condenación eterna de las almas. Y ese llanto por las almas que se condenan eternamente rescata otras almas que están en peligro de condenación y las arranca del pecado.
La segunda consecuencia del pecado por la cual llora el bienaventurado es la pasión de Nuestro Señor Jesucristo. El ver los sufrimientos del Hijo de Dios hecho hombre lo desarma y lo deshace en lágrimas. Es un llanto fecundo y redentor.
La tercera consecuencia del pecado por la cual llora el cristiano de esta bienaventuranza son las consecuencias sociales del pecado, es decir, el desorden de la sociedad y los castigos de Dios que han atraído sobre ella.
Por todo esto, esta bienaventuranza es la de aquellos que han sabido hacer penitencia y han afligido su carne y su corazón para expiar los pecados propios y los de los demás.
Puede quedar más claro la exigencia moral de esta bienaventuranza si la comparamos con su contrario, expresado por el mismo Jesucristo: “¡Ay de vosotros, los que ahora reís!” (Lc 6,25). El mundo ríe de todo. No es capaz de sopesar el terrible mal que es el pecado. Ríe mientras se encamina alegremente a la condenación eterna. No capta el dolor de los que sufren.
Tercera bienaventuranza. El leccionario traduce ‘los pacientes’. El original griego dice hoí praeîs, que es el plural de praýs. El significado-base de praýs es dulce[12]. San Jerónimo traduce mitis, que en primer lugar significa ‘tierno’ y de allí viene la idea de ‘manso’. Por eso la mejor traducción sería ‘los mansos’, sabiendo que se refiere, en primer lugar, a la dulzura del alma y, en segundo lugar, a la capacidad de cohibir la ira.
Esta dulzura del alma es una actitud que se ejercita en primer lugar hacia Dios. En efecto, implica una actitud de apertura, receptividad y docilidad del alma humana hacia la voluntad y la benevolencia divinas. De aquí nace un deseo eficaz de no presionar ni coaccionar en lo más mínimo la libertad y la voluntad de los demás. Esta dulzura, que ya aquí se convirtió en mansedumbre, excluye, por supuesto cualquier opresión o explotación. El que practica esta bienaventuranza no pretende nunca una venganza feroz ni la obtención violenta de sus objetivos.
Es todo lo contrario del mundo moderno que, en general, hace de la violencia el medio principal para alcanzar sus objetivos.
Cuarta bienaventuranza. ‘Los que tienen hambre y sed de justicia’. La palabra ‘justicia’ no debe entenderse aquí como la entiende el derecho romano, es decir, darle a cada uno lo que le corresponde. ‘Justicia’ en el sentido bíblico significa el ajustarse en todo a la voluntad de Dios. Pero dado que la voluntad de Dios estaba expresada en la Ley, ‘justo’ era aquel que temía, amaba y respetaba profundamente la Ley de Dios. De José, por ejemplo, se dice, en Mt 1,19, que era un hombre ‘justo’. Quiere decir con eso que era un hombre que ajustaba todas sus acciones a la voluntad de Dios. Por eso la palabra ‘justicia’ en la Biblia termina por equipararse a la ‘perfección espiritual’, es decir, a la ‘santidad’.
En una ocasión Jesús y sus discípulos se habían sentado para comer y le dijeron: “Rabí, come”. Y Él respondió: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”.
Y cuando fue tentado en el desierto, luego de cuarenta días de ayuno, dice San Lucas que sintió hambre. El diablo lo incitó a que convirtiera las piedras en pan y Jesús respondió: “No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.
El cristiano debe manifestar esa misma hambre y esa misma sed de alcanzar, en base a un esfuerzo cotidiano, la perfección espiritual; hambre y sed de ser fiel a Dios y a su ley aun en los pequeños detalles.
Quinta bienaventuranza. ‘Los misericordiosos’. La palabra ‘misericordiosos’ en español traduce bien la palabra eleémones del original griego. Ser misericordioso significa llevar en el corazón (cordis) la miseria del otro. O mejor todavía, como dice Santo Tomás, ser misericordioso significa quitar la miseria que hay en el corazón del otro. “Ser misericordioso es tener un corazón mísero de la miseria de los otros. Pero tenemos misericordia de la miseria de los otros, cuando consideramos esa misericordia como nuestra. Ahora bien, de nuestra miseria nos dolemos y nos empeñamos afanosamente por expulsarla. Por lo tanto, recién eres verdaderamente misericordioso, cuando te empeñas afanosamente en expulsar la miseria de los otros”[13].
La principal miseria del hombre de la que habla el NT es el pecado. Por lo tanto, ser misericordioso significa no escandalizarse del pecado de los otros, no juzgar a los demás y no juzgar el pecado del otro, empeñarse en que el prójimo pida perdón y se reconcilie con Dios, corregir al que peca y perdonar al que me ofende. Esta es la primera y gran obra de misericordia.
Pero no la única. En Lc17,13 los leprosos le dicen a Jesús: “¡Ten misericordia de nosotros!”, pidiéndole que los cure de su enfermedad corporal. Y Jesús los cura, es decir, tiene misericordia de ellos. Por eso, ser misericordioso también implica el afanarse por quitar las miserias corporales y materiales de los demás. De aquí viene el nombre de ‘obras de misericordia’.
Dice Santo Tomás: “Eres verdaderamente misericordioso cuando te empeñas afanosamente en quitar la miseria de los demás. Pero la miseria del prójimo es doble. La primera se refiere a estas cosas temporales, y hacia estas miserias temporales debemos tener un corazón misericordioso, como dice San Juan: ‘Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?’ (1Jn 3,17). La segunda es cuando el hombre se hace miserable a causa del pecado, porque, así como la bienaventuranza está en las obras de las virtudes, así la miseria está propiamente en los vicios (cf. Prov 14,34). Y por eso, cuando amonestamos a los que se han alejado de Dios para que vuelvan, entonces somos misericordiosos (cf Mt 9,36). Por lo tanto, estos misericordiosos son bienaventurados. ¿Y por qué? Porque recibirán misericordia”[14].
Sexta bienaventuranza. ‘Los puros de corazón’: El hombre de corazón puro para Jesús es aquel que tiene el alma limpia de toda clase de pecados actuales, limpia de toda clase malos hábitos, limpia de toda clase de malos pensamientos, limpia de toda clase de maldad. Un corazón así tendrá la mirada purificada para ver las cosas puras y la pureza por excelencia: Dios. Así entiende Jesucristo el corazón puro. Era ya una de las aspiraciones del justo del Antiguo Testamento: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en su Santuario? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos, ni jura contra el prójimo en falso” (Sal 24,3-4).
“Pero se dice ‘bienaventurados los puros de corazón’ especialmente de aquellos que tienen pureza de la carne. En efecto, nada impide tanto la contemplación espiritual, como la impureza de la carne. Por eso se dice en Heb 12,14: ‘Procurad la paz y la pureza, sin la cual nadie verá a Dios’. Y por eso se dice que las virtudes morales aprovechan a la vida contemplativa, principalmente la castidad”[15].
Séptima bienaventuranza. ‘Los que trabajan por la paz’, dice el Leccionario. El original griego dice eirenopoioí, que significa literalmente ‘hacedores de paz’. Esta palabra aparece sólo aquí en todo el Nuevo Testamento. Pero aparece, sólo una vez, el verbo ‘pacificar’ (Col 1,20). Allí se dice que Cristo ‘hizo la paz’, es decir, ‘pacificó’ (eirenopoiésas) todas las cosas ‘por la sangre de su cruz’. Cristo es uno de ‘los que trabajan por la paz’ o ‘hacedor de paz’ porque sufrió y derramó su sangre para reconciliar a los hombres con Dios. Por lo tanto, ser ‘hacedor de paz’ significa trabajar para que los hombres se reconcilien con Dios. De esta reconciliación con Dios vendrá luego la reconciliación entre todos los hombres.
El ser pacificadores implica, además, otros dos aspectos de la paz: el lograr la paz del propio corazón y el lograr la pacífica convivencia en el orden comunitario y social. Con San Jerónimo podemos decir que la palabra paz implica dos cosas: la paz interior del corazón individual y la paz en la convivencia entre miembros de una sociedad. “Los pacíficos se llaman bienaventurados, porque primero tienen paz en su corazón y después procuran inculcarla en los hermanos en conflicto” (San Jerónimo).
Octava bienaventuranza. “Los perseguidos por causa de la justicia”. Esta bienaventuranza es inmediatamente ampliada por Jesucristo: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros” (Mt.5,11-12).
Dice el P. Carlos Miguel Buela, IVE, fundador de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado: “Hay que recordar siempre que la persecución para que sea bienaventurada debe reunir, imprescindiblemente, dos requisitos: que seamos ‘injuriados por causa de Cristo’, y que sea ‘falso lo que se dice contra nosotros’, cuidando mucho de no volver y revolver en nuestros males, en entretenernos con delicadas complacencias en ellos, en caer en ‘esa creencia luciferina de que somos algo grande’, de que estamos sufriendo mucho. Nuestro orgullo nos lleva a ‘considerar como vigas las hierbas, como llagas las picaduras, como elefantes los ratones’”[16].
Y también: “La locura de la Cruz consiste en vivir las bienaventuranzas. ¡Bienaventurados los locos por Cristo! Se los llevará de aquí para allá, se reirán de ellos y los tendrán por torpes, atrasados y, aun, débiles mentales: de ellos es el Reino de los Cielos. ¡Bienaventurados los locos por Cristo! porque se han despojado a sí mismos y están ante Dios con toda su candidez. ¡Bienaventurados estos locos por Cristo!, ninguna sabiduría del mundo podrá jamás engañarlos. Es la locura del amor sin límites ni medidas. Es bendecir a los que nos maldicen, es no devolver mal por mal (Rm 12,17). Cuando el mundo nos diga: ¡Mirad a los locos! Se les tiran piedras y ellos besan la mano que las tira. Se ríen y burlan de ellos y ellos ríen también, como niños que no comprenden. Se les golpea, persigue y martiriza, pero ellos dan gracias a Dios que los encontró dignos. Cuando el mundo diga eso: señal que vamos bien. ¡Locura del amor!, ‘pero que la locura de la Cruz hace más sabia que la sabiduría de todos los hombres’”[17].
Conclusión
Al afirmar con fe las bienaventuranzas de Jesucristo estamos ya tomando distancia de una inmensa cantidad de hombres que han puesto su felicidad en una serie de cosas que no son Dios. Y al poner su felicidad en algo que no es Dios, quien es el único Increado, están poniendo su último fin en cosas creadas. Y poner el fin último de la vida en cosas creadas es idolatría. La búsqueda de la felicidad fuera de Dios es, necesariamente, una idolatría.
Cuando se pone la felicidad en el dinero, en las riquezas, en la búsqueda del poder y del dominio sobre los demás, en la búsqueda de diversiones, en la venganza, en la búsqueda del placer y del goce desordenados, en el bienestar, en la fama, en la apariencia corporal, en las ciencias, las técnicas y las artes se están levantando nuevos ídolos, es decir, seres materiales que pretenden ser dioses y a los que se les rinde culto y se les sacrifica. Buena parte del mundo de hoy anda detrás de estos ídolos.
Si distinto es el objeto de la felicidad, distinto será también el camino que nos conduce a él. Y son precisamente las bienaventuranzas las que nos indican el camino. Para ir a Dios hay que ir por la pobreza y la humildad, por la mansedumbre y la dulzura, por el llanto y la súplica, por la justicia y la pureza, por la misericordia y la paz.
[1] Cf. Trilling, W., en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969.
[2] Cf. Schenkl, F. – Brunetti, F., Dizionario Greco-Italiano-Greco, Fratelli Melita Editori, La Spezia, 1990, p. 526.
[3] Dice Santo Tomás: “El premio de las bienaventuranzas en la vida presente consiste en una ‘esperanza de la futura beatitud’ (spes futurae beatitudinis)” (SAnto Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 69, a. 2).
[4] SAnto Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 69, a. 2 c. San Agustín dice respecto a los premios de las bienaventuranzas: “Ciertamente estas cosas pueden cumplirse en esta vida, como creemos que se cumplieron en los apóstoles” (citado por Santo Tomas en S. Th., I-II, q. 69, a. 2, sed contra). Los actos humanos que implican las bienaventuranzas son los actos más perfectos que puede hacer el hombre sobre la tierra. Por lo tanto, la verdadera (y única) felicidad que el hombre debe buscar para el tiempo presente es la de realizar estos actos implicados en las bienaventuranzas. Esta felicidad (siempre incompleta) se complementa cuando el alma es capaz de producir también los frutos del Espíritu Santo (cf. Gál 5,22-23), que son actos menos perfectos que las bienaventuranzas.
[5] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1720. 1721.
[6] Cf. Strong, en Multiléxico, nº 4434.
[7] Cf. Vine, en Multiléxico, nº 3996.
[8] Schenkl, F. – Brunetti, F., Dizionario Greco-Italiano-Greco…, p. 685.
[9] Para San Jerónimo, entonces, podríamos decir, esta bienaventuranza suena así: “Bienaventurados los que están de luto”.
[10] Barclay, W., Comentario al Nuevo Testamento, Tomo 4, Ed. Clie, Barcelona, 1995.
[11] En este sentido podríamos agregar a Pedro, además de la bienaventuranza que Jesucristo le manifestó (cf Mt 16,17), una nueva bienaventuranza: “Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás, llamado Kefas, porque lloraste tus pecados” (cf Lc 22,62).
[12] Praÿs, eìa, û: dulce, tierno, humilde, manso, plácido; dicho de animales: doméstico; de hombres: dulce, benigno, amoroso, tierno, gracioso. Adverbio praôs: dulcemente, tiernamente, apaciblemente, plácidamente, voluntariamente. Praýtes, etos: dulzura, ternura (Shenkl, F. – Brunetti, F., Dizionario Greco – Italiano – Greco…, p. 735).
[13] Santo Tomás de Aquino, Super Evangelium S. Matthaei lectura, caput 5, lectio 2; traducción nuestra.
[14] Santo Tomás de Aquino, Super Evangelium S. Matthaei lectura, caput 5, lectio 2; traducción nuestra. Es de notar que cuando Santo Tomás habla en la Suma Teológica acerca de esta bienaventuranza entiende misericordia exclusivamente en relación con el prójimo y en relación con la miseria constituida por las necesidades de la vida presente.
[15] Santo Tomás de Aquino, Super Evangelium S. Matthaei lectura, caput 5, lectio 2; traducción nuestra. Santo Tomás cita aquí, por supuesto, con la Vulgata que traduce la palabra griega hagiasmós como sanctimonia. Hagiasmós significa simplemente ‘santidad’. Pero sanctimonia, en latín, significa ‘santidad’ y también ‘pureza’
[16] Instituto del Verbo Encarnado, Directorio de Espiritualidad, nº 37. Además, en el nº 141 se cita en forma completa esta octava bienaventuranza.
[17] Instituto del Verbo Encarnado, Directorio de Espiritualidad, nº 181.
San Agustín
Las bienaventuranzas
(Mt 5,3-12).
1. La solemnidad de la Santa Virgen, que dio testimonio de Cristo y mereció que Cristo lo diera de ella, Virgen públicamente martirizada y ocultamente coronada, nos invita a hablar a vuestra caridad de aquella exhortación que poco ha nos hacía el Señor en el Evangelio, exponiendo los muchos modos de llegar a la vida feliz, cosa que no hay quien no la quiera. No puede encontrarse, en efecto, quien no desee ser feliz. Pero ¡ojalá que los hombres que tan vivamente desean la recompensa no rehusaran el trabajo que conduce a ella! ¿Quién hay que no corra con alegría cuando se le dice: «Vas a ser feliz»? Pero oiga también de buen grado lo que se dice a continuación: «Si esto hicieres». No se rehúya el combate si se ama el premio. Enardézcase el ánimo a ejecutar alegremente el trabajo ante la recomendación de la recompensa. Lo que queremos, lo que deseamos, lo que pedimos vendrá después. Lo que se nos manda hacer en función de aquello que vendrá después, hemos de hacerlo ahora. Comienza, pues, a traer a la memoria los dichos divinos, tanto los preceptos como los galardones evangélicos. Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. El reino de los cielos será tuyo más tarde; ahora sé pobre de espíritu, ¿Quieres que más tarde sea tuyo el reino de los cielos? Considera de quién eres tú ahora. Sé pobre de espíritu. Quizá quieras saber de mí qué significa ser pobre de espíritu. Nadie que se infla es pobre de espíritu; luego el humilde es el pobre de espíritu. El reino de los cielos está arriba, pero quien se humilla será ensalzado.
2. Atiende a lo que sigue. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Ya estás pensando en poseer la tierra; ¡cuidado, no seas poseído por ella! La poseerás si eres manso; de lo contrario, serás poseído. Al escuchar el premio que se te propone, el poseer la tierra, no abras el saco de la avaricia, que te impulsa a poseerla ya ahora tú solo, excluido cualquier vecino tuyo. No te engañe tal pensamiento. Poseerás la tierra verdaderamente cuando te adhieras a quien hizo el cielo y la tierra. En esto consiste ser manso: en no poner resistencia a Dios, de manera que en lo bueno que haces sea él quien te agrade, no tú mismo; y en lo malo que sufras no te desagrade él, sino tú a ti mismo. No es poco agradarle a él desagradándote a ti mismo, pues le desagradarías a él agradándote a ti.
3. Presta atención a la tercera bienaventuranza: Dichosos los que lloran, porque serán consolados. El llanto significa el trabajo; la consolación, la recompensa. ¿Qué consuelos reciben, en efecto, quienes lloran en la carne? Consuelos molestos y temibles. El que llora encuentra consuelo allí donde teme volver a llorar, A un padre, por ejemplo, le causa tristeza la pérdida de un hijo, y alegría el nacimiento de otro; perdió aquél, recibió éste; el primero le produce tristeza, el segundo temor; en ninguno, por tanto, encuentra consuelo. Verdadero consuelo será aquel por el que se da lo que nunca se perderá ya. Quienes ahora lloran por ser peregrinos, luego se gozarán de ser consolados.
4. Pasemos a lo que viene en cuarto lugar, trabajo y recompensa: Dichosos quienes tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Ansias saciarte. ¿Con qué? Si es la carne la que desea saciarse, una vez hecha la digestión, aunque hayas comido lo suficiente, volverás a sentir hambre. Y quien bebiere, dijo Jesús, de esta agua, volverá a sentir sed. El medicamento que se aplica a la herida, si ésta sana, ya no causa dolor; el remedio, en cambio, con que se ataca al hambre, es decir, el alimento, se aplica como alivio pasajero. Pasada la hartura, vuelve el hambre. Día a día se aplica el remedio de la saciedad, pero no sana la herida de la debilidad. Sintamos, pues, hambre y sed de justicia, para ser saturados de ella, de la que ahora estamos hambrientos y sedientos. Seremos saciados de lo que ahora sentimos hambre y sed. Sienta hambre y sed nuestro hombre interior, pues también él tiene su alimento y su bebida. Yo soy, dijo Jesús, el pan bajado del cielo. He aquí el pan adecuado al que tiene hambre; desea también la bebida correspondiente: En ti se halla la fuente de la vida.
5. Pon atención a lo que sigue: Dichosos los misericordiosos, porque de ellos tendrá Dios misericordia. Hazla y se te hará; hazla tú con otro para que se haga contigo. Pues abundas y escaseas. Abundas en cosas temporales, escaseas de las eternas. Oyes que un hombre mendigo te pide algo; tú mismo eres mendigo de Dios. Se te pide a ti y pides tú también. Lo que hicieres con quien te pide a ti, eso mismo hará Dios con quien le pide a él. Estás lleno y estás vacío; llena de tu plenitud el vacío del pobre para que tu vaciedad se llene de la plenitud de Dios.
6. Considera lo que viene a continuación: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Este es el fin de nuestro amor: fin con que llegamos a la perfección, no fin con el que nos acabamos. Se acaba el alimento, se acaba el vestido; el alimento porque se consume al ser comido; el vestido porque se concluye tejiéndole. Una y otra cosa se acaban, pero este fin es de consunción, aquél de perfección. Todo lo que obramos, lo que obramos bien, nuestros esfuerzos, nuestras laudables ansias e inmaculados deseos, se acabarán cuando lleguen a la visión de Dios. Entonces no buscaremos más. ¿Qué puede buscar quien tiene a Dios? ¿O qué le puede bastar a quien no le basta Dios? Queremos ver a Dios, buscamos verle y ardemos por conseguirlo. ¿Quién no? Pero mira lo que se dijo: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Prepara tu corazón para llegar a ver. Hablando a lo carnal, ¿cómo es que deseas la salida del sol, teniendo los ojos enfermos? Si los ojos están sanos, aquella luz producirá gozo; si no lo están, será un tormento. No se te permitirá ver con el corazón impuro lo que no se ve sino con el corazón puro. Serás rechazado, alejado; no lo verás. Pues dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. ¿Cuántas veces ha repetido la palabra dichosos? ¿Cuáles son las causas que producen esa felicidad? ¿Cuáles las obras, los deberes, los méritos, los premios? Hasta ahora en ningún lado se ha dicho porque ellos verán a Dios. Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. En ninguna parte se ha dicho porque ellos verán a Dios. Hemos llegado a los limpios de corazón; a ellos se les prometió la visión de Dios. Y no sin motivo, pues allí están los ojos con que se ve a Dios. Hablando de estos ojos, dice el apóstol Pablo: Iluminados los ojos de vuestro corazón. Al presente, debido a su debilidad, estos ojos son iluminados por la fe; luego, ya vigorosos, serán iluminados por la realidad misma. Pues mientras vivimos en el cuerpo, somos peregrinos lejos del Señor. En efecto, caminamos en fe y no en visión. ¿Qué se dice de nosotros mientras caminamos a la luz de la fe? Ahora vemos oscuramente como en un espejo, luego veremos cara a cara […]
SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 53, 1-6, BAC Madrid 1983, 71-76
Guion IV Domingo de tiempo Ordinario
Presentación del Señor
29 de enero de 2022
Entrada: El mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. Cristo nos enseña su programa de vida, resumen de la Buena Nueva. Él mismo con su Sacrificio lo pone por obra y nos da la fuerza para imitarlo.
Primera Lectura: (Sof 2, 3;3, 12- 13) El Señor se complace en los pobres y humildes que descansan y se refugian en su infinita Bondad.
Salmo 145
Segunda Lectura: (1 Cor 1, 26- 31) Ninguno de los que son elegidos por Dios pueden gloriarse de la justicia y la santificación que nos viene solo por Jesucristo
Evangelio: (Mt 4, 25- 5, 12) La locura de la Cruz consiste en vivir las bienaventuranzas, culmen de la doctrina evangélica.
Preces:
Elevemos nuestra oración al Padre que concede sus dones a quienes lo invocan con fe.
A cada intención respondemos cantando:
-
Por las necesidades de la santa Iglesia especialmente allí donde más sufre la desunión y discordia de sus hijos en todas las diócesis del mundo. Oremos
-
Por la conversión de los gobernantes, especialmente de los que han hecho de esta tarea de servicio al pueblo una ocasión de enriquecimiento y opresión de los más débiles. Oremos.
-
Por todas las familias cristianas, para que nunca falte el respeto, el amor recíproco de todos sus miembros y el cumplimiento de los deberes cristianos. Oremos.
-
Por quienes nos hemos reunido a celebrar la Eucaristía, para que dóciles a la gracia, seamos con nuestra vida un fiel testimonio del Evangelio. Oremos.
-
Por las benditas almas del purgatorio para que por los meritos infinitos de esta misa entren a gozar eternamente de la visión de Dios. Oremos
Padre, escucha con bondad nuestras súplicas, y concédenos lo que te pedimos confiados en tu infinita misericordia. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.
Ofertorio: Cada vez que celebramos el Sacrificio redentor nos ofrecemos junto con Cristo al Padre para que El obre nuestra salvación.
*Llevamos al Altar pan y vino junto con nuestras buenas obras para que Cristo Eucaristía sea por nosotros testimoniado.
Comunión:
“Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios” Pidamos la gracia de acercarnos a comulgar con un corazón desprendido de todo amor que no sea el de Dios para poder gozar de la dulzura inefable de este alimento espiritual.
Salida: Que María Santísima nos enseñe a estar siempre en la escuela de Jesucristo atentos a sus enseñanzas y prontos a ponerlas en práctica.
Donde cae el árbol
¿Cómo moriremos, mis hermanos? ¿Nos salvaremos o nos condenaremos? A esta terrible pregunta vamos a contestar con toda la autoridad de Dios.
El Libro del Eclesiástico nos da una señal, y dice así: “Si el árbol cayera hacia la parte del Sur o hacia la parte del Norte, en el lugar donde cayere allí se quedará para siempre”.
Este árbol es cada uno de nosotros; con la muerte hemos de caer al Sur o al Norte, y allí nos quedaremos para siempre, porque de aquel momento depende la eternidad.
Pero, ¿Cómo podremos adivinar si caeremos a la derecha con los que se salvan o a la izquierda con los que se condenan? ¿No podremos saber hacia qué parte va a caer el árbol antes de cortarlo? Sí, dice San Bernardo; si quieres saber hacia qué parte va a caer el árbol mira hacia dónde se inclina con el peso de sus ramas. Si se inclina hacia la derecha, a la derecha ha de caer; y si el peso lo tiene inclinado hacia la izquierda, caerá hacia la izquierda.
Miremos hacia dónde se inclinan sus ramas. Si nuestras obras son de fe, de piedad, de temor de Dios, de obediencia a sus preceptos, de mortificación de las pasiones, de verdad, de justicia, de caridad, de frecuencia de los sacramentos, no dudemos que el árbol caerá a la derecha. Pero si nuestras obras son de liberalidad y soltura de vida, de ambición, de codicia, de odio, de venganza, de sensualidad, de soberbia, de envidia, de olvido de Dios, ¿cómo queremos que el árbol no caiga hacia la izquierda? Para que cayera a la derecha se necesitaría un vendaval fuerte de gracia que no es probable conceda Dios al que despreció sus gracias en la vida.
Entonces ya sabemos el secreto: ¿queremos morir bien?, debemos vivir bien ¡no hay otro remedio!
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 391)