PRIMERA LECTURA
Mira, tu hijo vive
Lectura del primer libro de los Reyes 17, 17-24
En aquellos días, cayó enfermo el hijo de la viuda que había socorrido al profeta Elías, y su enfermedad se agravó tanto que no quedó en él aliento de vida. Entonces la mujer dijo a Elías: «¿Qué tengo que ver yo contigo, hombre de Dios? ¡Has venido a mi casa para recordar mi culpa y hacer morir a mi hijo!»
«Dame a tu hijo», respondió Elías.
Luego lo tomó del regazo de su madre, lo subió a la habitación alta donde se alojaba y lo acostó sobre su lecho. E invocó al Señor, diciendo: «Señor, Dios mío, ¿también a esta viuda que me ha dado albergue la vas a afligir, haciendo morir a su hijo?»
Después se tendió tres veces sobre el niño, invocó al Señor y dijo: «¡Señor, Dios mío, que vuelva la vida a este niño!» El Señor escuchó el clamor de Elías: el aliento vital volvió al niño, y éste revivió.
Elías tomó al niño, lo bajó de la habitación alta de la casa y se lo entregó a su madre. Luego dijo: «Mira, tu hijo vive». La mujer dijo entonces a Elías: «Ahora sí reconozco que tú eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor está verdaderamente en tu boca».
Palabra de Dios.
Salmo 29, 2.4-6.11-12a.13b
R. Yo te glorifico, Señor, porque Tú me libraste.
Yo te glorifico, Señor, porque Tú me libraste
y no quisiste que mis enemigos se rieran de mí.
Tú, Señor, me levantaste del Abismo y me hiciste revivir,
cuando estaba entre los que bajan al sepulcro. R.
Canten al Señor, sus fieles;
den gracias a su santo Nombre,
porque su enojo dura un instante, y su bondad, toda la vida:
si por la noche se derraman lágrimas,
por la mañana renace la alegría. R.
«Escucha, Señor, ten piedad de mí;
ven a ayudarme, Señor».
Tú convertiste mi lamento en júbilo:
¡Señor, Dios mío, te daré gracias eternamente! R.
SEGUNDA LECTURA
Se complació en revelarme a su Hijo,
para que yo lo anunciara entre los paganos
Lectura de la carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Galacia 1, 11-19
Quiero que sepan, hermanos, que la Buena Noticia que les prediqué no es cosa de los hombres, porque yo no la recibí ni aprendí de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo. Seguramente ustedes oyeron hablar de mi conducta anterior en el Judaísmo: cómo perseguía con furor a la Iglesia de Dios y la arrasaba, y cómo aventajaba en el Judaísmo a muchos compatriotas de mi edad, en mi exceso de celo por las tradiciones paternas. Pero cuando Dios, que me eligió desde el vientre de mi madre y me llamó por medio de su gracia, se complació en revelarme a su Hijo, para que yo lo anunciara entre los paganos, de inmediato, sin consultar a ningún hombre y sin subir a Jerusalén para ver a los que eran Apóstoles antes que yo, me fui a Arabia y después regresé a Damasco.
Tres años más tarde, fui desde allí a Jerusalén para visitar a Pedro, y estuve con él quince días. No vi a ningún otro Apóstol, sino solamente a Santiago, el hermano del Señor.
Palabra de Dios.
Aleluia Lc 7, 16
Aleluia.
Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros
y Dios ha visitado a su Pueblo.
Aleluia.
EVANGELIO
Joven. Yo te lo ordeno, levántate
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 7, 11-17
Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: «No llores». Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: «Joven, Yo te lo ordeno, levántate».
El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre.
Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo».
El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.
Palabra del Señor.
Alois Stöger
La acción salvadora de Dios
(7,1-8,3)
En el sermón de la montaña ha hablado Jesús como maestro que enseña con autoridad y poder; ahora se nos muestra como salvador poderoso. Su poder de sanar y de salvar tiene una amplitud ilimitada: otorga su favor a un pagano (7,1-10), resucita a un muerto (7,11-17), se revela como el salvador prometido de los enfermos y de los pecadores (7,18-35) y perdona a la pecadora (7,36-SO). El resultado de su actividad se muestra de nuevo en los discípulos (8,1-3).
(…)
b) Resurrección del hijo de la viuda de Naím
(Lc.7,11-17)
11 A continuación se fue a una ciudad llamada Naím, y con él iban sus discípulos y una gran multitud. 12 Cuando se acercó a la puerta de la ciudad, se encontró con que llevaban a enterrar un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, y bastante gente de la ciudad la acompañaba.
Naím estaba situada en el camino que partiendo del lago de Genesaret y pasando al pie del Tabor por la llanura de Esdrelón, conducía a Samaría. Naím era sólo una pequeña aldea, aunque Lucas habla de una ciudad. A la entrada de la ciudad se encuentran dos comitivas, la que va encabezada por el dispensador de vida, y la comitiva que va precedida de la muerte. En un sermón después de pentecostés pronunció san Pedro estas palabras: «Vosotros, pues, negasteis al santo y al justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino (Barrabás) al paso que disteis muerte al autor de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos» (Hec_3:14 s).
El difunto era hijo único de su madre, la cual era viuda. El marido y el hijo habían muerto prematuramente, y la muerte prematura era considerada como castigo por el pecado. El hijo facilitaba la vida a la madre. En él tenía protección legal, sustento, consuelo. La magnitud de la desgracia halla misericordia en la gran multitud de la ciudad que la acompañaba. Podían consolarla, pero nadie podía socorrerla.
13 Al verla el Señor, sintió compasión de ella y le dijo: No llores más. 14 Y llegándose al féretro, lo tocó; los que lo llevaban, se pararon. Entonces dijo: ¡Joven! Yo te lo mando: levántate. 15 Y el difunto se incorporó y comenzó a hablar, y Jesús lo entregó a su madre.
Jesús se sintió lleno de compasión. Él mismo predica y trae la misericordia de Dios con los que se lamentan y lloran. Dios toma posesión de su reino mediante su misericordia con los oprimidos.
El cadáver yace en el féretro, envuelto en un lienzo. El gesto de tocar el féretro, como escribe Lucas conforme a la concepción griega, es para los que lo llevan una señal para que se paren. Jesús llama al joven difunto, como si todavía viviera. Su llamada infunde vida. «Dios da vida a los muertos, y a la misma nada llama a la existencia» (Rom_4:17). Con su palabra poderosa es Jesús «autor de la vida» (Hec_3:15).
El joven vive, se incorpora y comienza a hablar. Jesús lo entrega a su madre. La resurrección de los muertos es prueba de su poder y de su misericordia. El poder está al servicio de la misericordia. Poder y misericordia son signos del tiempo de salvación. Por sus entrañas misericordiosas visita Dios a su pueblo para iluminar a los que yacen en tinieblas y sombras de muerte (Hec_1:78 s).
Lo entregó a su madre. Así se dice también en el libro de los Reyes (1Re_17:23), que cuenta cómo Elías resucitó al hijo difunto de la viuda de Sarepta. Jesús es profeta, como Elías, pero aventaja a Elías. Jesús resucita a los muertos con su palabra poderosa; Elías con oraciones y prolijos esfuerzos.
16 Todos quedaron sobrecogidos de temor y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta ha surgido entre nosotros; Dios ha visitado a su pueblo. 17 Y esta fama acerca de él se extendió por toda la Judea y por toda la región cercana.
En Jesús se hizo patente el poder de Dios. La manifestación de Dios suscita temor. El temor y asombro por la acción poderosa de Dios es comienzo de la glorificación de Dios. La glorificación de Dios por los testigos proclama dos acontecimientos salvíficos: a) ha surgido un gran profeta. Dios interviene decisivamente en la historia; Jesús es, en efecto, un gran profeta. b) Dios ha visitado benignamente a su pueblo. Ahora se realiza lo que había anunciado proféticamente en su himno el padre del Bautista: «Bendito el Señor, Dios de Israel, porque ha venido a ver a su pueblo y a traerle el rescate, y nos ha suscitado una fuerza salvadora en la casa de David, su siervo» (1,68s). La fama de Jesús se extendió por toda Palestina y por la región circunvecina. El que ha escuchado la palabra de Dios la propaga. La palabra acerca de Jesús tiende a llenar el mundo.
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
P. Leonardo Castellani
El vencedor de la muerte
(Lc.7,11-17)
“El primer encuentro de Jesús con la Muerte”, llaman a este evangelio de la Resurrección en Naím. Pero en realidad, Jesús había topado con la muerte un poco tiempo antes, en Nazareth, cuando los Capitostes, los Magnates y los Sinagogos lo habían llevado al filo del barranco que bordea su ciudad natal para arrojarlo al vacío; de los cuales escapó sin hacer ningún milagro –nunca hizo en favor suyo milagro alguno– sino escabulléndose, como narra Lucas IV. Y el furor de sus paisanos fue porque “allí no había hecho ningún milagro”: furor sacrílego como se ve, porque así reconocían que él podía hacer milagros, y por tanto venía de Dios. Bárbaros estos judíos.
La lección del profeta Isaías que prenuncia los milagros del Mesías, fue la que Cristo leyó en la sinagoga nazaretana, añadiendo simplemente: “Esta profecía se ha cumplido ya entre nosotros.” Isaías enumera allí “pobres, cautivos, ciegos y heridos”; no incluye resurrección de muertos. Poco después del Sermón Montano, en el Segundo Ministerio Galileo, vino la resurrección del innominado que llamamos con el largo nombre de “Hijo Único de la Viuda de la Ciudad de Naím”. Nadie le rogó o exigió que lo hiciera, se conmovió por las lágrimas de la madre: detuvo con la mano el portaféretro llevado por cuatro hombres, dio un mandato imperioso, y el joven se incorporó y comenzó a hablar. Era en las afueras de la ciudad, en el lugar donde se cavaban los sepulcros. “Y se lo entregó a su madre.” El evangelio registra la conmoción de la turba: “se asustaron, alabaron a Dios y dijeron: un gran profeta ha aparecido: Dios ha acogido de nuevo a su pueblo”. Y añade que corrió la voz por toda Judea y sus aledaños. “¿Qué es esto? ¿Cuándo se ha oído nunca que un hombre pueda resucitar muertos?”. Cristo no oró largamente, ni se echó sobre el cuerpo del difunto, como el profeta Elías sobre el otro hijo de la otra viuda de Sarepta: simplemente gritó: “Yo te lo mando”; y fue obedecido. ¿Mandó a quién? ¿Al joven? ¡Mandó a la Muerte!
Resucitar un muerto no es una broma. Los incrédulos cuando van a Lourdes dicen que “no conocemos bien las leyes naturales”. La serie de escuelas sucesivas y contrarias de “alta crítica exegética” racionalista lo arreglan todo, hasta que llegan a la Resurrección. “¿Un paralítico? Hay parálisis nerviosa. ¿Un epiléptico? Sugestión. ¿Un leproso? El diagnóstico de la lepra es difícil y en aquellos tiempos… No sabemos bien hasta donde llega la fuerza de la sugestión.” Pero cuando llegamos a un muerto, sabemos bien hasta donde NO llega. Por tanto: “suprimir la resurrección, suprimir la resurrección o estamos fritos…” es la voz de orden de estos seudosabios, desde H. S. Reimarus en 1768 hasta Santayana en nuestros días: la misma voz de los fariseos, que quisieron suprimir la resurrección suprimiendo al resucitado, pues “pensaron dar la muerte [de nuevo] a Lázaro”. Insensatos.
Un resucitador es una cosa muy seria: podría resucitar el Paraíso Terrenal. ¿Se imaginan ustedes lo que podría en el mundo un tipo con poder de resucitar muertos? Podría cambiar la faz del mundo. Pues bien, eso tiene que venir puesto que Cristo tiene que Volver. Si uno suprime la promesa parusíaca del Retorno de Cristo, no queda absolutamente nada del Evangelio en pie: es la arquitrabe de todo el edificio. Cristo Resucitado volverá para resucitarnos.
Un solo resucitado que no pudiera ya ni morir ni sufrir, podría reírse en la cara del Emperador Calígula y toda su corte; y muchísimas otras cosas. El dramaturgo Eugenio O’Neil desarrolló esa idea en su drama Lázaro ríe, por más que, desgraciadamente, desde el segundo acto, el ateísmo de O’Neil le enturbia la idea, y el drama termina en forma que no responde al grandioso comienzo. En realidad Lázaro resucitado e invulnerable puede conquistar el mundo entero, si quiere.
Hace unos tres años dirigí a un comunista militante y dirigente, pero de buena voluntad, una carta de la que voy a transcribir una página:
… Los fariseos han tenido cría. Y la cría de los fariseos –esa palabra justamente usó Cristo, “esta cría mala y adúltera”– naturalmente debe temblar de que “Cristo vuelva”: no han tenido nunca mayor enemigo. Y así naturalmente niegan que haya resucitado, y con mayor razón, niegan que vuelve”…
Supongamos que Cristo “vuelve” ¿podría arreglar todo este desarreglo de hoy? ¡Pero seguramente! ¡Un “hombre” resucitado, contra todos estos pobres piojos resucitados! El dramaturgo yanqui O’Neil hizo un drama que usted conoce, Lázaro ríe, en que desarrolla las consecuencias posibles de la hipótesis de “un hombre resucitado”. ¡Ese hombre es más poderoso que los Césares, es el poder andando! O’Neil lo hunde al fin en la confusión, porque justamente él vivía en confusión –y el artista trabaja con el material de su autoexperiencia– pues sin la fe ese caso para él no era más que una “suposición”: una fantasía, un mito. Pero ¡si eso llega a ser real! Un hombre que solamente pueda curar los enfermos y multiplicar los panes y los peces se vuelve ipsofacto el economista más grande del mundo: Jesucristo resucitado se vuelve un economista más grande que Franklin y Domingo Faustino Sarmiento. ¡Adiós bancos, adiós fronteras, adiós ejércitos, adiós guerras! Adiós, Pecado. Adiós Muerte.
Yo no soy milenarista, y por eso no quiero hacer aquí el cuadro de “lo que sería” este mundo gobernado durante mil años por los resucitados; por un Resucitado; sin embargo el gran novelista suizo Ramuz lo ha hecho en un librito, Joie daos la Terre, que confieso me gusta grandiosamente, aunque no acepto la teología de este hijo de Calvino. Muchas personas se confortan y sustentan –la imaginación es el sustentáculo de la esperanza– con esa imaginación, que está en el capítulo XX del Apokalypsis. Yo no la enseño, pero la respeto, como respeto los cuentos de hadas; y muchísimo más por cierto. Pero yo no la necesito: me basta para mi Esperanza imaginar lo que sería el Mesías retornado, no ya “en gloria y majestad” y como Monarca del Mundo, sino simplemente más o menos como era cuando andaba en la tierra predicando, o como después de su resurrección, traveseando amablemente pero en serio con sus Apóstoles –con los Once Palurdos–. “ Jesús en Buenos Aires!”, como soñaba nuestro común desdichado amigo Enrique Méndez Calzada. Eso basta. Así como una chispa sola puede originar el mayor incendio, así como una sola bomba atómica puede desencadenar el incendio del Universo –según dicen los sabios, aunque yo no les creo– así un solo Resucitado, el “Primogénito de entre los Muertos”, que dice San Pablo, puede tranquilamente y sin prisas incendiar de gozo todo el Universo, ese vencedor de la Muerte y Principio de la Resurrección. Poder, puede: no lo dude usted.
He aquí que he llegado yo después de mucho camino, con usted o sin usted –porque no sé si me ha dejado durante– al plano religioso desde el plano ético, que es el suyo; y el pasadizo es “el humor” enseña Kirkegor; y por cierto, a lo más crudo y duro de todo el plano religioso y a lo fundamental en él, a la inmortalidad y a la resurrección.
Los comunistas quieren ustedes nada menos que la resurrección del mundo; yo también; y lo que es más, “la espero”. Pero discrepamos en que ustedes quieren la resurrección sin muerte; y yo me he resignado a la muerte. Hace mucho tiempo, creo que cuando era muy chico, la muerte llamó y yo abrí, y se ha aposentado en mí. No sé cuando.
La muerte la fe.
La fe es como una muerte. No se puede negar que es una especie de muerte, como usted la llama en su carta un reniego de “esta” vida; no de la Vida en general de esta hija de perra de vida.
San Pablo llama a la Fe “morir en Cristo y resucitar espiritualmente en Cristo por el bautismo”. El rudo tarsense se imagina el bautismo como un ahogarse en una piscina llena de la sangre de Cristo –y de Adán– para resucitar otro hombre, “el hombre nuevo”, metáfora poco moderna que horroriza a Aldous Huxley… y a Eduardo Mallea. Naturalmente, todo lo que horroriza a Aldous Huxley, y viceversa, horroriza, y viceversa, a Eduardo Mallea…
Sigue la carta con un análisis de cómo nació la Fe en mi; pero creo que con esto basta.
En resumen, pasó un Resucitador por el mundo y nació en el mundo una esperanza más grande que todos los siglos; la cual no morirá. Uno que ya no tenía esperanza ha escrito: “Jesús es simplemente la esperanza más grande que ha pasado por la Humanidad”…
Oh, Renán, escucha: No ha pasado.
(Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 325-329)
P. Alfredo Sáenz, S. J.
El sentido cristiano de la muerte
Los textos escriturísticos de hoy nos ponen frente a un tema trágico, el de la muerte. En la primera lectura, tomada del libro de los Reyes, escuchamos cómo el profeta Elías resucitó, con el poder de Dios, al hijo de la viuda de Sarepta. El evangelio nos presenta a otra viuda, oriunda de Naím, cuyo hijo único era conducido para ser enterrado. Cristo detiene el cortejo y ordena con imperio: “Levántate”. El muerto se incorporó y se puso a hablar, nos dice el evangelio.
En el joven muerto podemos ver como en símbolo a toda la humanidad que yacía postrada por el pecado, que es la muerte del alma. Desde el día en que se cometió el pecado original, y luego, a lo largo de los siglos, la humanidad se dirigía procesionalmente, en caravana, hacia la muerte. En el joven de nuestro evangelio, la procesión de la humanidad desahuciada se topa con Cristo, que es la Vida. Frente al muerto está Aquel que dijo: “Yo soy la resurrección y la vida”. La escena evangélica de hoy constituye, así, una especie de resumen visual de la historia de la salvación.
Gracias a Cristo, la muerte ha cambiado de signo. A tal punto que ahora podemos decir: “Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor”, como se lee en el Apocalipsis. Bienaventurados los que en la muerte se encuentran con Cristo, como el joven de Naím. Es cierto que la vida pasa, y de manera ineluctable. Los años suceden a los años. El día de hoy empuja al de ayer, y el de mañana nace empujando al de hoy. Pero nuestro itinerario tiene un sentido. ¿Quieres andar? Cristo te dice: Yo soy el Camino. ¿No quieres equivocar el rumbo? Cristo te dice: Yo soy la Verdad. ¿No quieres morir? Cristo te dice: Yo soy la Vida. Bienaventurados los que en el lecho de su muerte sienten, como el joven de Naím, la mano del Señor, preludio y prenda del abrazo definitivo que ha de dar a los suyos en el cielo.
Con la ayuda de Dios tratemos de penetrar, aunque sea parcialmente, en el misterio de la muerte. Porque la muerte no es un problema, es un misterio, sólo inteligible a la luz de la revelación. Su origen es remoto, tan remoto como el origen de la historia. Fue el hombre mismo quien la introdujo, cuando optó por cerrarse al amor de Dios. “El día en que comieres de esta fruta morirás”, le había prevenido el Señor. Adán no murió en seguida, pero sí su alma y la de sus descendientes. Abandonada a sí misma, la humanidad hubiera sido definitivamente presa de la muerte. Los hombres hubieran nacido para morir. Hubiera sido verdadero aquello del filósofo de que el hombre es un ser-para-la-muerte, siempre con el gusto de la muerte a flor de labios. Tal era la consecuencia lógica del pecado original.
Pero Dios nos miró con compasión y se inclinó misericordiosamente sobre nuestro cadáver, para extender la mano al hombre que yacía. Siendo Él la Vida por naturaleza, la fuente de la vida, se hizo carne, se apropió un cuerpo sujeto a la muerte, para asumir en sí nuestra muerte atroz y sin esperanza. En Cristo, la muerte y la vida se trabaron en un duelo crucial. El Calvario fue el estadio final de esa lucha frontal. Cristo “gustó la muerte de todos”, saboreó el cáliz del dolor hasta las heces, el mismo cáliz que el celebrante, en esta renovación de la Pasión y la Muerte de Cristo que es el sacrificio de la Misa, bebe hasta el fondo. Murió Cristo, asumiendo voluntariamente esta terrible peripecia.
Y precisamente en el momento mismo en que la muerte parecía haber alcanzado su victoria, refloreció la vida en Jesús resucitado. De tal modo que así como todos hemos muerto en Adán, así en Cristo, segundo Adán, todos somos vivificados. Un Adán se opone al otro, como la muerte se opone a la Vida. Y así como por el pecado del primer hombre entró la muerte en el mundo, así por la resurrección de Cristo la vida volvió a hacer su ingreso en la historia. Por eso la Iglesia puede hacer eco a San Pablo cantando en su liturgia: “¿Dónde está, muerte, tu victoria?”.
Cada uno de nosotros ha de tener parte en esa muerte vivificante de Cristo. Ya hemos entroncado con ella gracias al Bautismo, que ha sido nuestra muerte sacramental “Cuantos hemos sido bautizados en Cristo, fuimos bautizados en su muerte”, dice el Apóstol. Y agrega: “Por el Bautismo hemos quedado sepultados con Él en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva”. Eso ha sido el Bautismo para nosotros: una tumba, porque en él quedó sepultada la herencia de Adán, pero al mismo tiempo un seno, el seno de la Iglesia virgen, porque fue el lugar de nuestro nacimiento a la vida divina. Tumba y seno. Muerte y vida.
Sin embargo, ello no es todo. Aquella muerte bautismal, aquella participación en la muerte de Cristo, debe continuarse a lo largo de todos los días por el espíritu y la práctica de la mortificación. Y aquella vida bautismal, aquella participación en la resurrección de Cristo, debe prolongarse también por una siempre retomada vivificación. Toda la existencia cristiana es una derrota cada vez más completa de las potencias de la muerte, y una victoria cada vez más decisiva de las potencias de la vida. Morir para el pecado es vivir para Dios. Desprendámonos, pues, de los apegos excesivos a la tierra, muramos un poco todos los días, como dice San Pablo, muramos cada vez más a todo lo que se opone a la vida de Dios en nosotros.
El combate espiritual se prolongará hasta que llegue el día de la muerte corporal, que será la expresión visible de nuestro soltar amarras hacia Dios. Por cierto que la muerte sigue teniendo algo de terrible. Pero la esperanza se encargará de ir diluyendo dicho temor. Temerá, sí, y temerá sin esperanza, el que se haya negado a renacer el agua y del Espíritu. Temerá morir el que no es de Cristo por la participación de la cruz. Temerá morir el que sabe que de esta muerte pasará a una segunda muerte, la definitiva.
No así nosotros, amados hermanos. Nuestra hermana la muerte, como confiadamente la llamaba San Francisco de Asís, será el preludio de la victoria final. Ante ella lloraremos, es cierto, pero al modo de un niño que, a punto de nacer, gime al salir del claustro materno. Desde ya advertimos, según lo señalaba San Ignacio de Antioquía en vísperas de su martirio, que nuestra existencia tiene sentido si la empleamos para irnos convirtiendo en trigo de Dios, trigo molido por el dolor de la vida y por la angustia de la muerte, trigo que acabará por convertirse en el pan puro del Señor. El trigo comienza a germinar cuando muere la semilla. Muere el grano de trigo para las grandes cosechas de la eternidad.
Así la muerte será nuestra última pascua, como la de Cristo, nuestro tránsito postrero hacia el Señor. No podemos ingresar a la Vida eterna, sin habernos arrancado de este mundo. Y el arrancón siempre duele. Sin embargo, al sentir el contacto vivificante de la mano del Señor, como lo sintió el joven de Naím, nuestra muerte, bañada ya de vida, será lúcida. “Padre –diremos con Jesús–, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Al fin y al cabo la vida se trueca, no fenece. Por eso no nos es lícito llorar sin consuelo a nuestros queridos difuntos: no desaparecen, sino que nos preceden. “No os aflijáis, dice San Pablo, como los que no tienen esperanza”. No enlutemos nuestra alma en el preciso momento en que reciben la vestidura blanca. No es justo llorar como perdidos y muertos a quienes decimos que han encontrado a Dios y en Él viven. No prevariquemos de nuestra fe y de nuestra esperanza, como si creyéramos falso todo cuanto confesamos con los labios.
La Iglesia ha querido que nuestra muerte fuese una liturgia, un acto de culto, ya que implica el ingreso a la comunidad de los que celebran la liturgia celestial, prefigurada por esta terrena que hoy nos reúne. “Sal, alma cristiana, de este mundo –dirá el sacerdote en esa ocasión–, sal en nombre de Dios Padre que te creó; en nombre de Jesucristo que te redimió; en nombre del Espíritu Santo que se derramó sobre ti”. La muerte de un fiel es impresionante por su grandeza y su belleza. Cuando Dios asiste a la muerte de un cristiano no puede dejar de recordar la muerte de Cristo. Ha de haber una cierta emoción en Dios: un espectáculo como el del Calvario no se olvida con facilidad.
Mientras esperamos en este tiempo de destierro el día de nuestro tránsito al cielo, tenemos hoy ocasión de ahondar nuestra nunca acabada muerte en Cristo, participando en la Sagrada Eucaristía, el Pan que da Vida al mundo. “Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, dice San Pablo, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga”. Pidamos a Jesús que nos permita apoyar nuestros labios sobre su costado para beber de su seno aquella muerte que da la Vida eterna.
P. Alfredo Sáenz – Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C – Editorial Gladius 1994 – Pp 195-199
San Juan Pablo II
Cinco catequesis sobre los milagros en general
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 25 de noviembre de 1987
Mediante los signos-milagros, Cristo revela su poder de Salvador
- Un texto de San Agustín nos ofrece la clave interpretativa de los milagros de Cristo como señales de su poder salvífico: “El haberse hecho hombre por nosotros ha contribuido más a nuestra salvación que los milagros que ha realizado en medio de nosotros; el haber curado las enfermedades del alma es más importante que el haber curado las enfermedades del cuerpo destinado a morir” (San Agustín, In Io. Ev. Tr., 17, 1). En orden a esta salvación del alma y a la redención del mundo entero Jesús cumplió también milagros de orden corporal. Por tanto, el tema de la presente catequesis es el siguiente: mediante los “milagros, prodigios y señales” que ha realizado, Jesucristo ha manifestado su poder de salvar al hombre del mal que amenaza al alma inmortal y su vocación a la unión con Dios.
- Es lo que se revela en modo particular en la curación del paralítico de Cafarnaum. Las personas que lo llevaban, no logrando entrar por la puerta en la casa donde Jesús estaba enseñando, bajaron al enfermo a través de un agujero abierto en el techo, de manera que el pobrecillo vino a encontrase a los pies del Maestro. “Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: ’!Hijo, tus pecados te son perdonados!’”. Estas palabras suscitan en algunos de los presentes la sospecha de blasfemia: “Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?”. Casi en respuesta a los que habían pensado así, Jesús se dirige a los presentes con estas palabras: “¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y vete? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados —se dirige al paralítico— , yo te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Él se levantó y, tomando luego la camilla, salió a la vista de todos” (cf. Mc 2, 1-12; análogamente, Mt 9, 1-8; Lc 5, 18-26: “Se marchó a casa glorificando a Dios” 5, 25).
Jesús mismo explica en este caso que el milagro de la curación del paralítico es signo del poder salvífico por el cual Él perdona los pecados. Jesús realiza esta señal para manifestar que ha venido como salvador del mundo, que tiene como misión principal librar al hombre del mal espiritual, el mal que separa al hombre de Dios e impide la salvación en Dios, como es precisamente el pecado.
- Con la misma clave se puede explicar esta categoría especial de los milagros de Cristo que es “arrojar los demonios”. “Sal, espíritu inmundo, de ese hombre”, conmina Jesús, según el Evangelio de Marcos, cuando encontró a un endemoniado en la región de los gerasenos (Mc 5, 8). En esta ocasión asistimos a un coloquio insólito. Cuando aquel “espíritu inmundo” se siente amenazado por Cristo, grita contra Él: “¿Qué hay entre ti y mí, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Por Dios te conjuro que no me atormentes”. A su vez, Jesús “le preguntó: ‘¿Cuál es tu nombre?’. El le dijo: Legión es mi nombre, porque somos muchos” (cf. Mc 5, 7-9). Estamos, pues, a orillas de un mundo oscuro, donde entran en juego factores físicos y psíquicos que, sin duda, tienen su peso en causar condiciones patológicas en las que se inserta esta realidad demoníaca, representada y descrita de manera variada en el lenguaje humano, pero radicalmente hostil a Dios y, por consiguiente, al hombre y a Cristo que ha venido para librarlo de este poder maligno. Pero, muy a su pesar, también el “espíritu inmundo”, en el choque con la otra presencia, prorrumpe en esta admisión que proviene de una mente perversa, pero, al mismo tiempo, lúcida: “Hijo del Dios Altísimo”.
- En el Evangelio de Marcos encontramos también la descripción del acontecimiento denominado habitualmente como la curación del epiléptico. En efecto, los síntomas referidos por el Evangelista son característicos también de esta enfermedad (“espumarajos, rechinar de dientes, quedarse rígido”). Sin embargo, el padre del epiléptico presenta a Jesús a su Hijo como poseído por un espíritu maligno, el cual lo agita con convulsiones, lo hace caer por tierra y se revuelve echando espumarajos. Y es muy posible que en un estado de enfermedad como éste se infiltre y obre el maligno, pero, admitiendo que se trate de un caso de epilepsia, de la que Jesús cura al muchacho considerado endemoniado por su padre, es, sin embargo, significativo que Él realice esta curación ordenando al “espíritu mudo y sordo”: “Sal de él y no vuelvas a entrar más en él” (cf. Mc 9, 17-27). Es una reafirmación de su misión y de su poder de librar al hombre del mal del alma desde las raíces.
- Jesús da a conocer claramente esta misión suya de librar al hombre del mal y, antes que nada del pecado, mal espiritual. Es una misión que comporta y explica su lucha con el espíritu maligno que es el primer autor del mal en la historia del hombre. Como leemos en los Evangelios, Jesús repetidamente declara que tal es el sentido de su obra y de la de sus Apóstoles. Así, en Lucas: “Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Yo os he dado poder para andar… sobre todo poder enemigo y nada os dañará” (Lc 10, 18-19). Y según Marcos, Jesús, después de haber constituido a los Doce, les manda “a predicar, con poder de expulsar a los demonios” (Mc 3, 14-15). Según Lucas, también los setenta y dos discípulos, después de su regreso de la primera misión, refieren a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos sometían en tu nombre” (Lc 10, 17).
Así se manifiesta el poder del Hijo del hombre sobre el pecado y sobre el autor del pecado. El nombre de Jesús, que somete también a los demonios, significa Salvador. Sin embargo, esta potencia salvífica alcanzará su cumplimiento definitivo en el sacrificio de la cruz. La cruz sellará la victoria total sobre Satanás y sobre el pecado, porque éste es el designio del Padre, que su Hijo unigénito realiza haciéndose hombre: vencer en la debilidad, y alcanzar la gloria de la resurrección y de la vida a través de la humillación de la cruz. También en este hecho paradójico resplandece su poder divino, que puede justamente llamarse la “potencia de la cruz”.
- Forma parte también de esta potencia y pertenece a la misión del Salvador del mundo manifestada en los “milagros, prodigios y señales”, la victoria sobre la muerte, dramática consecuencia del pecado. La victoria sobre el pecado y sobre la muerte marca el camino de la misión mesiánica de Jesús desde Nazaret hasta el Calvario. Entre las “señales” que indican particularmente el camino hacia la victoria sobre la muerte, están sobre todo las resurrecciones: “los muertos resucitan” (Mt 11, 5), responde, en efecto, Jesús a la pregunta acerca de su mesianidad que le hacen los mensajeros de Juan el Bautista (cf. Mt 11, 3). Y entre los varios “muertos”, resucitados por Jesús, merece especial atención Lázaro de Betania, porque su resurrección es como un “preludio” de la cruz y de la resurrección de Cristo, en el que se cumple la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.
- El Evangelista Juan nos ha dejado una descripción pormenorizada del acontecimiento. Bástenos referir el momento conclusivo. Jesús pide que se quite la losa que cierra la tumba (“Quitad la piedra”). Marta, la hermana de Lázaro, indica que su hermano está desde hace ya cuatro días en el sepulcro y el cuerpo ha comenzado ya, sin duda, a descomponerse. Sin embargo, Jesús gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!”. “Salió el muerto”, atestigua el Evangelista (cf. Jn 11, 38-43). El hecho suscita la fe en muchos de los presentes. Otros, por el contrario, van a los representantes del Sanedrín, para denunciar lo sucedido. Los sumos sacerdotes y los fariseos se quedan preocupados, piensan en una posible reacción del ocupante romano (“vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación”: cf. Jn 11, 45-48). Precisamente entonces se dirigen al Sanedrín las famosas palabras de Caifás: “Vosotros no sabéis nada; ¿no comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo y no que perezca todo el pueblo?”. Y el Evangelista anota: “No dijo esto de sí mismo, sino que, como era pontífice aquel año, profetizó”. ¿De qué profecía se trata? He aquí que Juan nos da la lectura cristiana de aquellas palabras, que son de una dimensión inmensa: “Jesús había de morir por el pueblo y no sólo por el pueblo, sino para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (cf. Jn 11, 49-52).
- Como se ve, la descripción joánica de la resurrección de Lázaro contiene también indicaciones esenciales referentes al significado salvífico de este milagro. Son indicaciones definitivas, precisamente porque entonces tomó el Sanedrín la decisión sobre la muerte de Jesús (cf. Jn 11, 53). Y será la muerte redentora “por el pueblo” y “para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos” para la salvación del mundo. Pero Jesús dijo ya que aquella muerte llegaría a ser también la victoria definitiva sobre la muerte. Con motivo de la resurrección de Lázaro, dijo a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11, 25-26)
- Al final de nuestra catequesis volvemos una vez más al texto de San Agustín: “Si consideramos ahora los hechos realizados por el Señor y Salvador nuestro, Jesucristo, vemos que los ojos de los ciegos, abiertos milagrosamente, fueron cerrados por la muerte, y los miembros de los paralíticos, liberados del maligno, fueron nuevamente inmovilizados por la muerte: todo lo que temporalmente fue sanado en el cuerpo mortal, al final, fue deshecho; pero el alma que creyó, pasó a la vida eterna. Con este enfermo, el Señor ha querido dar un gran signo al alma que habría creído, para cuya remisión de los pecados había venido, y para sanar sus debilidades Él se había humillado” (San Agustín, In Io. Ev. Tr., 17, 1).
Sí, todos los “milagros, prodigios y señales” de Cristo están en función de la revelación de Él como Mesías, de El como Hijo de Dios: de Él, que, solo, tiene el poder de liberar al hombre del pecado y de la muerte, de Él que verdaderamente es el Salvador del mundo.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 2 de diciembre de 1987
Los milagros de Jesús como signos salvíficos
- No hay duda sobre el hecho de que, en los Evangelios, los milagros de Cristo son presentados como signos del reino de Dios, que ha irrumpido en la historia del hombre y del mundo. “Mas si yo arrojo a los demonios con el Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios”, dice Jesús (Mt 12, 28). Por muchas que sean las discusiones que se puedan entablar o, de hecho, se hayan entablado acerca de los milagros (a las que, por otra parte, han dado respuesta los apologistas cristianos), es cierto que no se pueden separar los “milagros, prodigios y señales”, atribuidos a Jesús e incluso a sus Apóstoles y discípulos que obraban “en su nombre”, del contexto auténtico del Evangelio. En la predicación de los Apóstoles, de la cual principalmente toman origen los Evangelios, los primeros cristianos oían narrar de labios de testigos oculares los hechos extraordinarios acontecidos en tiempos recientes y, por tanto, controlables bajo el aspecto que podemos llamar crítico-histórico, de manera que no se sorprendían de su inserción en los Evangelios. Cualesquiera que hayan sido en los tiempos sucesivos las contestaciones, de las fuentes genuinas de la vida y enseñanza de Jesús emerge una primera certeza: los Apóstoles, los Evangelistas y toda la Iglesia primitiva veían en cada uno de los milagros el supremo poder de Cristo sobre la naturaleza y sobre las leyes. Aquel que revea a Dios como Padre Creador y Señor de lo creado, cuando realiza estos milagros con su propio poder, se revea a Sí mismo como Hijo consubstancial con el Padre e igual a Él en su señorío sobre la creación.
- Sin embargo, algunos milagros presentan también otros aspectos complementarios al significado fundamental de prueba del poder divino del Hijo del hombre en orden a la economía de la salvación.
Así, hablando de la primera “señal” realizada en Caná de Galilea, el Evangelista Juan hace notar que, a través de ella, Jesús “manifestó su gloria y creyeron en Él sus discípulos” (Jn 2, 11). El milagro, pues, es realizado con una finalidad de fe, pero tiene lugar durante la fiesta de unas bodas. Por ello, se puede decir que, al menos en la intención del Evangelista, la “señal” sirve para poner de relieve toda la economía divina de la alianza y de la gracia que en los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento se expresa a menudo con la imagen del matrimonio. El milagro de Caná de Galilea, por tanto, podría estar en relación con la parábola del banquete de bodas, que un rey preparó para su hijo, y con el “reino de los cielos” escatológico que “es semejante” precisamente a un banquete (cf. Mt 22, 2). El primer milagro de Jesús podría leerse como una “señal” de este reino, sobre todo, si se piensa que, no habiendo llegado aún “la hora de Jesús”, es decir, la hora de su pasión y de su glorificación (Jn 2, 4; cf. 7, 30; 8, 20; 12, 23, 27; 13, 1; 17, 1), que ha de ser preparada con la predicación del “Evangelio del reino” (cf. Mt 4, 23; 9, 35), el milagro, obtenido por la intercesión de María, puede considerarse como una “señal” y un anuncio simbólico de lo que está para suceder.
- Como una “señal” de la economía salvífica se presta a ser leído, aún con mayor claridad, el milagro de la multiplicación de los panes, realizado en los parajes cercanos a Cafarnaum. Juan enlaza un poco más adelante con el discurso que tuvo Jesús el día siguiente, en el cual insiste sobre la necesidad de procurarse “el alimento que permanece hasta la vida eterna”, mediante la fe “en Aquel que El ha enviado” (Jn 6, 29), y habla de Sí mismo como del Pan verdadero que “da la vida al mundo” (Jn 6, 33) y también que Aquel que da su carne “para vida del mundo” (Jn 6, 51). Está claro que el preanuncio de la pasión y muerte salvífica, no sin referencias y preparación de la Eucaristía que había de instituirse el día antes de su pasión, como sacramento-pan de vida eterna (cf. Jn 6, 52-58).
- A su vez, la tempestad calmada en el lago de Genesaret puede releerse como “señal” de una presencia constante de Cristo en la “barca” de la Iglesia, que, muchas veces, en el discurrir de la historia, está sometida a la furia de los vientos en los momentos de tempestad. Jesús, despertado por sus discípulos, orden a los vientos y al mar, y se hace una gran bonanza. Después les dice: “¿Por qué sois tan tímidos? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4, 40). En éste, como en otros episodios, se ve la voluntad de Jesús de inculcar en los Apóstoles y discípulos la fe en su propia presencia operante y protectora, incluso en los momentos más tempestuosos de la historia, en los que se podría infiltrar en el espíritu la duda sobre a asistencia divina. De hecho, en la homilética y en la espiritualidad cristiana, el milagro se ha interpretado a menudo como “señal” de la presencia de Jesús y garantía de la confianza en Él por parte de los cristianos y de la Iglesia.
- Jesús, que va hacia los discípulos caminando sobre las aguas, ofrece otra “señal” de su presencia, y asegura una vigilancia constante sobre sus discípulos y su Iglesia. “Soy yo, no temáis”, dice Jesús a los Apóstoles que lo habían tomado por un fantasma (cf. Mc6, 49-50; cf. Mt 14, 26-27; Jn 6, 16-21). Marcos hace notar el estupor de los Apóstoles “pues no se habían dado cuenta de lo de los panes: su corazón estaba embotado” (Mc 6, 52). Mateo presenta la pregunta de Pedro que quería bajar de la barca para ir al encuentro de Jesús, y nos hace ver su miedo y su invocación de auxilio, cuando ve que se hunde: Jesús lo salva, pero lo amonesta dulcemente: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” (Mt 14, 31). Añade también que los que estaban en la barca “se postraron ante Él, diciendo: Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios” (Mt 14, 33).
- Las pescas milagrosas son para los Apóstoles y para la Iglesia las “señales” de la fecundidad de su misión, si se mantienen profundamente unidas al poder salvífico de Cristo (cf. Lc 5, 4-10; Jn 21, 3-6). Efectivamente, Lucas inserta en la narración el hecho de Simón Pedro que se arroja a los pies de Jesús exclamando: “Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador” (Lc 5, 8), y la respuesta de Jesús es: “No temas, en adelante vas a ser pescador de hombres” (Lc 5, 10). Juan, a su vez, tras la narración de la pesca después de la resurrección, coloca el mandato de Cristo a Pedro: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas” (cf. Jn 21, 15-17). Es un acercamiento significativo.
- Se puede, pues, decir que los milagros de Cristo, manifestación de la omnipotencia divina respecto de la creación, que se revela en su poder mesiánico sobre hombres y cosas, son, al mismo tiempo, las “señales” mediante las cuales se revela la obra divina de la salvación, la economía salvífica que con Cristo se introduce y se realiza de manera definitiva en la historia del hombre y se inscribe así en este mundo visible, que es también obra divina. La gente —como los Apóstoles en el lago—, viendo los milagros de Cristo, se pregunta: “¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 41), mediante estas “señales”, queda preparada para acoger la salvación que Dios ofrece al hombre en su Hijo.
Este es el fin esencial de todos los milagros y señales realizados por Cristo a los ojos de sus contemporáneos, y de todos los milagros que a lo largo de la historia serán realizados por sus Apóstoles y discípulos con referencia al poder salvífico de su nombre: “En nombre de Jesús Nazareno, anda” (Act 3, 6).
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 9 de diciembre de 1987
Los milagros de Cristo como manifestación del amor salvífico
- “Signos” de la omnipotencia divina y del poder salvífico del Hijo del hombre, los milagros de Cristo, narrados en los Evangelios, son también la revelación del amor de Dios hacia el hombre, particularmente hacia el hombre que sufre, que tiene necesidad, que implora la curación, el perdón, la piedad. Son, pues, “signos” del amor misericordioso proclamado en el Antiguo y Nuevo Testamento (cf. Encíclica Dives in misericordia). Especialmente, la lectura del Evangelio nos hace comprender y casi “sentir” que los milagros de Jesús tienen su fuente en el corazón amoroso y misericordioso de Dios que vive y vibra en su mismo corazón humano. Jesús los realiza para superar toda clase de mal existente en el mundo: el mal físico, el mal moral, es decir, el pecado, y, finalmente, a aquél que es “padre del pecado” en la historia del hombre: a Satanás.
Los milagros, por tanto, son “para el hombre”. Son obras de Jesús que, en armonía con la finalidad redentora de su misión, restablecen el bien allí donde se anida el mal, causa de desorden y desconcierto. Quienes los reciben, quienes los presencian se dan cuenta de este hecho, de tal modo que, según Marcos, “sobremanera se admiraban, diciendo: “Todo lo ha hecho bien; a los sordos hace oír y a los mudos hablar!” (Mc 7, 37)
- Un estudio atento de los textos evangélicos nos revela que ningún otro motivo, a no ser el amor hacia el hombre, el amor misericordioso, puede explicar los “milagros y señales” del Hijo del hombre. En el Antiguo Testamento, Elías se sirve del “fuego del cielo” para confirmar su poder de Profeta y castigar la incredulidad (cf. 2 Re 1, 10). Cuando los Apóstoles Santiago y Juan intentan inducir a Jesús a que castigue con “fuego del cielo” a una aldea samaritana que les había negado hospitalidad, Él les prohibió decididamente que hicieran semejante petición. Precisa el Evangelista que, “volviéndose Jesús, los reprendió” (Lc 9, 55). (Muchos códices y la Vulgata añaden: “Vosotros no sabéis de qué espíritu sois. Porque el Hijo del hombre no ha venido a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas”). Ningún milagro ha sido realizado por Jesús para castigar a nadie, ni siquiera los que eran culpables.
- Significativo a este respecto es el detalle relacionado con el arresto de Jesús en el huerto de Getsemaní. Pedro se había aprestado a defender al Maestro con la espada, e incluso “hirió a un siervo del pontífice, cortándole la oreja derecha. Este siervo se llamaba Malco” (Jn 18, 10). Pero Jesús le prohibió empuñar la espada. Es más, “tocando la oreja, lo curó” (Lc 22, 51). Es esto una confirmación de que Jesús no se sirve de la facultad de obrar milagros para su propia defensa. Y confía a los suyos que no pide al Padre que le mande “más de doce legiones de ángeles” (cf. Mt 26, 53) para que lo salven de las insidias de sus enemigos. Todo lo que El hace, también en la realización de los milagros, lo hace en estrecha unión con el Padre. Lo hace con motivo del reino de Dios y de la salvación del hombre. Lo hace por amor.
- Por esto, y al comienzo de su misión mesiánica, rechaza todas las “propuestas” de milagros que el Tentador le presenta, comenzando por la del trueque de las piedras en pan (cf. Mt 4, 31). El poder de Mesías se le ha dado no para fines que busquen sólo el asombro o al servicio de la vanagloria. El que ha venido “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37), es más, el que es “la verdad” (cf. Jn 14, 6), obra siempre en conformidad, absoluta con su misión salvífica. Todos sus “milagros y señales” expresan esta conformidad en el cuadro del “misterio mesiánico” del Dios que casi se ha escondido en la naturaleza de un Hijo del hombre, como muestran los Evangelios, especialmente el de Marcos. Si en los milagros hay casi siempre un relampagueo del poder divino, que los discípulos y la gente a veces logran aferrar, hasta el punto de reconocer y exaltar en Cristo al Hijo de Dios, de la misma manera se descubre en ellos la bondad, la sobriedad y la sencillez, que son las dotes más visibles del “Hijo del hombre”.
- El mismo modo de realizar los milagros hace notar la gran sencillez, y se podría decir humildad, talante, delicadeza de trato de Jesús. Desde este punto de vista pensemos, por ejemplo, en las palabras que acompañan a la resurrección de la hija de Jairo: “La niña no ha muerto, duerme” (Mc 5, 39), como si quisiera “quitar importancia” al significado de lo que iba a realizar. Y, a continuación, añade: “Les recomendó mucho que nadie supiera aquello” (Mc 5, 43). Así hizo también en otros casos, por ejemplo, después de la curación de un sordomudo (Mc 7, 36), y tras la confesión de fe de Pedro (Mc 8, 29-30)
Para curar al sordomudo es significativo el hecho de que Jesús lo tomó “aparte, lejos de la turba”. Allí, “mirando al cielo, suspiró”. Este “suspiro” parece ser un signo de compasión y, al mismo tiempo, una oración. La palabra “efeta” (“¡ábrete!”) hace que se abran los oídos y se suelte “la lengua” del sordomudo (cf. 7, 33-35).
- Si Jesús realiza en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para violar el carácter sagrado del día dedicado a Dios, sino para demostrar que este día santo está marcado de modo particular por a acción salvífica de Dios. “Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también” (Jn 5, 17). Y este obrar es para el bien del hombre; por consiguiente, no es contrario a la santidad del sábado, sino que más bien la pone de relieve: “El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado. Y el dueño el sábado es el Hijo del hombre” (Mc 2, 27-28).
- Si se acepta la narración evangélica de los milagros de Jesús —y no hay motivos para no aceptarla, salvo el prejuicio contra lo sobrenatural—, no se puede poner en duda una lógica única, que une todos estos “signos” y los hace emanar de la economía salvífica de Dios: estas señales sirven para la revelación de su amor hacia nosotros, de ese amor misericordioso que con el bien vence al mal, cómo demuestra la misma presencia y acción de Jesucristo en el mundo. En cuanto que están insertos en esta economía, los “milagros y señales” son objeto de nuestra fe en el plan de salvación de Dios y en el misterio de la redención realizada por Cristo.
Como hecho, pertenecen a la historia evangélica, cuyos relatos son creíbles en la misma y aún en mayor medida que los contenidos en otras obras históricas. Está claro que el verdadero obstáculo para aceptarlos como datos, ya de historia ya de fe, radica en el prejuicio antisobrenatural al que nos hemos referido antes. Es el prejuicio de quien quisiera limitar el poder de Dios o restringirlo al orden natural de las cosas, casi como una auto-obligación de Dios a ceñirse a sus propias leyes. Pero esta concepción choca contra la más elemental idea filosófica y teológica de Dios, Ser infinito, subsistente y omnipotente, que no tiene límites, si no en el no-ser y, por tanto, en el absurdo.
Como conclusión de esta catequesis resulta espontáneo notar que esta infinitud en el ser y en el poder es también infinitud en el amor, como demuestran los milagros encuadrados en la economía de la Encarnación y en la Redención, “signos” del amor misericordioso por el que Dios ha enviado al mundo a su Hijo “para que todo el que crea en Él no perezca”, generoso con nosotros hasta la muerte. “Sic dilexit!” (Jn 3, 16)
Que a un amor tan grande no falte la respuesta generosa de nuestra gratitud, traducida en testimonio coherente de los hechos.
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 16 de diciembre de 1987
El milagro como llamada a la fe
- Los “milagros y los signos” que Jesús realizaba para confirmar su misión mesiánica y la venida del reino de Dios, están ordenados y estrechamente ligados a la llamada a la fe. Esta llamada con relación al milagro tiene dos formas: la fe precede al milagro, más aún, es condición para que se realice; la fe constituye un efecto del milagro, bien porque el milagro mismo la provoca en el alma de quienes lo han recibido, bien porque han sido testigos de él.
Es sabido que la fe es una respuesta del hombre a la palabra de la revelación divina. El milagro acontece en unión orgánica con esta Palabra de Dios que se revela. Es una “señal” de su presencia y de su obra, un signo, se puede decir, particularmente intenso. Todo esto explica de modo suficiente el vínculo particular que existe entre los “milagros-signos” de Cristo y la fe: vínculo tan claramente delineado en los Evangelios.
- Efectivamente, encontramos en los Evangelios una larga serie de textos en los que la llamada a la fe aparece como un coeficiente indispensable y sistemático de los milagros de Cristo.
Al comienzo de esta serie es necesario nombrar las páginas concernientes a la Madre de Cristo con su comportamiento en Caná de Galilea, y aún antes y sobre todo en el momento de la Anunciación. Se podría decir que precisamente aquí se encuentra el punto culminante de su adhesión a la fe, que hallará su confirmación en las palabras de Isabel durante la Visitación: “Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor” (Lc 1, 45). Sí, María ha creído como ninguna otra persona, porque estaba convencida de que “para Dios nada hay imposible” (cf. Lc 1, 37).
Y en Caná de Galilea su fe anticipó, en cierto sentido, la hora de la revelación de Cristo. Por su intercesión, se cumplió aquel primer milagro-signo, gracias al cual los discípulos de Jesús “creyeron en él” (Jn 2, 11). Si el Concilio Vaticano II enseña que María precede constantemente al Pueblo de Dios por los caminos de la fe (cf. Lumen gentium, 58 y 63; Redemptoris Mater, 5-6), podemos decir que el fundamento primero de dicha afirmación se encuentra en el Evangelio que refiere los “milagros-signos” en María y por María en orden a la llamada a la fe.
- Esta llamada se repite muchas veces. Al jefe de la sinagoga, Jairo, que había venido a suplicar que su hija volviese a la vida, Jesús le dice: “No temas, ten sólo fe”. (Dice “no temas”, porque algunos desaconsejaban a Jairo ir a Jesús) (Mc 5, 36).
Cuando el padre del epiléptico pide la curación de su hijo, diciendo: “Pero si algo puedes, ayúdanos…”, Jesús le responde: “Si puedes! Todo es posible al que cree”. Tiene lugar entonces el hermoso acto de fe en Cristo de aquel hombre probado: “¡Creo! Ayuda a mi incredulidad” (cf. Mc 9, 22-24).
Recordemos, finalmente, el coloquio bien conocido de Jesús con Marta antes de la resurrección de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida… ¿Crees esto? “Sí, Señor, creo…” (cf. Jn 11, 25-27).
- El mismo vínculo entre el “milagro-signo” y la fe se confirma por oposición con otros hechos de signo negativo. Recordemos algunos de ellos. En el Evangelio de Marcos leemos que Jesús de Nazaret “no pudo hacer…ningún milagro, fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso las manos y los curó. Él se admiraba de su incredulidad” (Mc 6, 5-6).
Conocemos las delicadas palabras con que Jesús reprendió una vez a Pedro: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?”. Esto sucedió cuando Pedro, que al principio caminaba valientemente sobre las olas hacia Jesús, al ser zarandeado por la violencia del viento, se asustó y comenzó a hundirse (cf. Mt 14, 29-31).
- Jesús subraya más de una vez que los milagros que Él realiza están vinculados a la fe. “Tu fe te ha curado”, dice a la mujer que padecía hemorragias desde hacia doce años y que, acercándose por detrás, le había tocado el borde del manto, quedando sana (cf. Mt 9, 20-22; y también Lc 8, 48; Mc 5, 34).
Palabras semejantes pronuncia Jesús mientras cura al ciego Bartimeo, que, a la salida de Jericó, pedía con insistencia su ayuda gritando: “(Hijo de David, Jesús, ten piedad de mi!” (cf. Mc 10, 46-52). Según Marcos: “Anda, tu fe te ha salvado” le responde Jesús. Y Lucas precisa la respuesta: “Ve, tu fe te ha hecho salvo” (Lc 18, 42).
Una declaración idéntica hace al Samaritano curado de la lepra (Lc 17, 19). Mientras a los otros dos ciegos que invocan volver a ver, Jesús les pregunta: “¿Creéis que puedo yo hacer esto?”. “Sí, Señor”… “Hágase en vosotros, según vuestra fe” (Mt 9, 28-29).
- Impresiona de manera particular el episodio de la mujer cananea que no cesaba de pedir la ayuda de Jesús para su hija “atormentada cruelmente por un demonio”. Cuando la cananea se postró delante de Jesús para implorar su ayuda, Él le respondió: “No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perrillos” (Era una referencia a la diversidad étnica entre israelitas y cananeos que Jesús, Hijo de David, no podía ignorar en su comportamiento práctico, pero a la que alude con finalidad metodológica para provocar la fe). Y he aquí que la mujer llega intuitivamente a un acto insólito de fe y de humildad. Y dice: “Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores”. Ante esta respuesta tan humilde, elegante y confiada, Jesús replica: “¡Mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres” (cf. Mt 15, 21-28).
¡Es un suceso difícil de olvidar, sobre todo si se piensa en los innumerables “cananeos” de todo tiempo, país, color y condición social que tienden su mano para pedir comprensión y ayuda en sus necesidades!
- Nótese cómo en la narración evangélica se pone continuamente de relieve el hecho de que Jesús, cuando “ve la fe”, realiza el milagro. Esto se dice expresamente en el caso del paralítico que pusieron a sus pies desde un agujero abierto en el techo (cf. Mc 2, 5; Mt 9, 2; Lc 5, 20). Pero la observación se puede hacer en tantos otros casos que los evangelistas nos presentan. El factor fe es indispensable; pero, apenas se verifica, el corazón de Jesús se proyecta a satisfacer las demandas de los necesitados que se dirigen a Él para que los socorra con su poder divino.
- Una vez más constatamos que, como hemos dicho al principio, el milagro es un “signo” del poder y del amor de Dios que salvan al hombre en Cristo. Pero, precisamente por esto es al mismo tiempo una llamada del hombre a la fe. Debe llevar a creer sea al destinatario del milagro sea a los testigos del mismo.
Esto vale para los mismos Apóstoles, desde el primer “signo” realizado por Jesús en Caná de Galilea; fue entonces cuando “creyeron en Él” (Jn 2, 11). Cuando, más tarde, tiene lugar la multiplicación milagrosa de los panes cerca de Cafarnaum, con la que está unido el preanuncio de la Eucaristía, el evangelista hace notar que “desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían”, porque no estaban en condiciones de acoger un lenguaje que les parecía demasiado “duro”. Entonces Jesús preguntó a los Doce: “¿Queréis iros vosotros también?”. Respondió Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Cfr. Jn 6, 66-69). Así, pues, el principio de la fe es fundamental en la relación con Cristo, ya como condición para obtener el milagro, ya como fin por el que el milagro se ha realizado. Esto queda bien claro al final del Evangelio de Juan donde leemos: “Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 30-31).
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 13 de enero de 1988
Los milagros como signos del orden sobrenatural
- Hablando de los milagros realizados por Jesús durante su misión en la tierra, San Agustín, en un texto interesante, los interpreta como signos del poder y del amor salvífico y como estímulos para elevarse al reino de las cosas celestes.
“Los milagros que hizo Nuestro Señor Jesucristo —escribe— son obras divinas que enseñan a la mente humana a elevarse por encima de las cosas visibles, para comprender lo que Dios es” (Agustín, In Io. Ev. Tr., 24, 1 ).
- A este pensamiento podemos referirnos al reafirmar la estrecha unión de los “milagros-signos” realizados por Jesús con la llamada a la fe. Efectivamente, tales milagros demostraban la existencia del orden sobrenatural, que es objeto de la fe. A quienes los observaban y, particularmente, a quienes en su persona los experimentaban, estos milagros les hacían constatar, casi con la mano, que el orden de la naturaleza no agota toda la realidad. El universo en el que vive el hombre no está encerrado solamente en el marco del orden de las cosas accesibles a los sentidos y al intelecto mismo condicionado por el conocimiento sensible. El milagro es “signo” de que este orden es superior por el “Poder de lo alto”, y, por consiguiente, le está también sometido. Este “Poder de lo alto” (cf. Lc 24, 49), es decir, Dios mismo, está por encima del orden entero de la naturaleza. Este poder dirige el orden natural y, al mismo tiempo, da a conocer que —mediante este orden y por encima de él— el destino del hombre es el reino de Dios. Los milagros de Cristo son “signos” de este reino.
- Sin embargo, los milagros no están en contraposición con las fuerzas y leyes de la naturaleza, sino que implican a solamente cierta “suspensión” experimentable de su función ordinaria, no su anulación. Es más, los milagros descritos en el Evangelio indican la existencia de un Poder que supera las fuerzas y las leyes de la naturaleza, pero que, al mismo tiempo, obra en la línea de las exigencias de la naturaleza misma, aunque por encima de su capacidad normal actual. ¿No es esto lo que sucede, por ejemplo, en toda curación milagrosa? La potencialidad de las fuerzas de la naturaleza es activada por la intervención divina, que la extiende más allá de la esfera de su posibilidad normal de acción. Esto no elimina ni frustra la causalidad que Dios ha comunicado a las cosas en la creación, ni viola las “leyes naturales” establecidas por Él mismo e inscritas en la estructura de lo creado, sino que exalta y, en cierto modo, ennoblece la capacidad del obrar o también del recibir los efectos de la operación del otro, como sucede precisamente en las curaciones descritas en el Evangelio.
- La verdad sobre la creación es la verdad primera y fundamental de nuestra fe. Sin embargo, no es la única, ni la suprema. La fe nos enseña que la obra de la creación está encerrada en el ámbito de designio de Dios, que llega con su entendimiento mucho más allá de los límites de la creación misma. La creación —particularmente la criatura humana llamada a la existencia en el mundo visible— está abierta a un destino eterno, que ha sido revelado de manera plena en Jesucristo. También en Él la obra de la creación se encuentra completada por la obra de la salvación. Y la salvación significa una creación nueva (cf. 2 Cor 5, 17; Gál 6, 15), una “creación de nuevo”, una creación a medida del designio originario del Creador, un restablecimiento de lo que Dios había hecho y que en la historia del hombre había sufrido el desconcierto y la “corrupción”, como consecuencia del pecado.
Los milagros de Cristo entran en el proyecto de la “creación nueva” y están, pues, vinculados al orden de la salvación. Son “signos” salvíficos que llaman a la conversión y a la fe, y en esta línea, a la renovación del mundo sometido a la “corrupción” (cf. Rom 8, 19-21). No se detienen, por tanto, en el orden ontológico de la creación (creatio), al que también afectan y al que restauran, sino que entran en el orden soteriológico de la creación nueva (re-creatio totius universi), del cual son co-eficientes y del cual, como “signos”, dan testimonio.
- El orden soteriológico tiene su eje en la Encarnación; y también los “milagros-signos” de que hablan los Evangelios, encuentran su fundamento en la realidad misma del Hombre-Dios. Esta realidad-misterio abarca y supera todos los acontecimientos milagrosos en conexión con la misión mesiánica de Cristo. Se puede decir que la Encarnación es el “milagro de los milagros”, el “milagro” radical y permanente del orden nuevo de la creación. La entrada de Dios en la dimensión de la creación se verifica en la realidad de la Encarnación de manera única y, a los ojos de la fe, llega a ser “signo” incomparablemente superior a todos los demás “signos” milagrosos de la presencia y del obrar divino en el mundo. Es más, todos estos otros “signos” tienen su raíz en la realidad de la Encarnación, irradian de su fuerza atractiva, son testigos de ella. Hacen repetir a los creyentes lo que escribe el evangelista Juan al final del Prólogo sobre la Encarnación: “Y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14).
- Si la Encarnación es el signo fundamental al que se refieren todos los “signos” que dan testimonio a los discípulos y a la humanidad de que “ha llegado… el reino de Dios” (cf. Lc 11, 20), hay también un signo último y definitivo, al que alude Jesús, haciendo referencia al Profeta Jonás: “Porque, como estuvo Jonás en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el corazón de a tierra” (Mt 12, 40): es el “signo” de la resurrección.
Jesús prepara a los Apóstoles para este “signo” definitivo, pero lo hace gradualmente y con tacto, recomendándoles discreción “hasta cierto tiempo”. Una alusión particularmente clara tiene lugar después de la transfiguración en el monte: “Bajando del monte, les prohibió contar a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitase de entre los muertos” (Mc 9, 9). Podemos preguntarnos el porqué de esta gradualidad. Se puede responder que Jesús sabía bien cómo se habrían de complicar las cosas si los Apóstoles y los demás discípulos hubiesen comenzado a discutir sobre la resurrección, para cuya comprensión no estaban suficientemente preparados, como se desprende del comentario que el evangelista mismo hace a continuación: “Guardaron aquella orden, y se preguntaban qué era aquello de ‘cuando resucitase de entre los os muertos’” (Mc 9, 10). Además, se puede decir que la resurrección de entre los muertos, aún anunciada una y otra vez, estaba en la cima de aquella especie de “secreto mesiánico” que Jesús quiso mantener a lo largo de todo el desarrollo de su vida y de su misión, hasta el momento del cumplimiento y de la revelación finales, que tuvieron lugar precisamente con el “milagro de los milagros”, la Resurrección, que, según San Pablo, es el fundamento de nuestra fe (cf. 1 Cor 15, 12-19).
- Después de la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés, los “milagros-signos” realizados por Cristo se “prolongan” a través de los Apóstoles, y después, a través de los santos que se suceden de generación en generación. Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen numerosos testimonios de los milagros realizados “en el nombre de Jesucristo” por parte de Pedro (cf. Act 3, 1-8; 5, 15; 9, 32-41), de Esteban (Act 6, 8), de Pablo (por ej., Act 14, 8-10). La vida de los santos, la historia de la Iglesia, y, en particular, los procesos practicados para las causas de canonización de los Siervos de Dios, constituyen una documentación que, sometida al examen, incluso al más severo, de la crítica histórica y de la ciencia médica, confirma la existencia del “Poder de lo alto” que obra en el orden de la naturaleza y la supera. Se trata de “signos” milagrosos realizados desde los tiempos de los Apóstoles hasta hoy, cuyo fin esencial es hacer ver el destino y la vocación del hombre al reino de Dios. Así, mediante tales “signos”, se confirma en los distintos tiempos y en las circunstancias más diversas la verdad del Evangelio y se demuestra el poder salvífico de Cristo que no cesa de llamar a los hombres (mediante la Iglesia) al camino de la fe. Este poder salvífico del Dios-Hombre, se manifiesta también cuando los “milagros-signos” se realizan por intercesión de los hombres, de los santos, de los devotos, así como el primer “signo” en Caná de Galilea se realizó por la intercesión de la Madre de Cristo.
San Ambrosio
Resurrección en Naím
(Lc 7,11-17)
- Y como llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre; y ésta era viuda; y estaba con ella mucha gente de la ciudad. En viéndola el Señor, se movió a compasión, y dijo: No llores. Y llegándose al féretro lo tocó.
Este pasaje también es rico en un doble provecho; creemos que la misericordia divina se inclina pronto a las lágrimas de una madre viuda, principalmente cuando está quebrantada por el sufrimiento y por la muerte de su hijo único, viuda, sin embargo, a quien la multitud del duelo restituye el mérito de la maternidad; por otra parte, esta viuda, rodeada por una multitud de pueblo, nos parece algo más que una mujer: ella ha obtenido por sus lágrimas la resurrección del adolescente, su hijo único; es que la Iglesia santa llama a la vida desde el cortejo fúnebre y desde las extremidades del sepulcro al pueblo más joven, en vista de sus lágrimas; está prohibido llorar a quien está reservada la resurrección.
- Este muerto era llevado al sepulcro en un féretro por los cuatro elementos de la materia; pero tenía la esperanza de la resurrección, ya que era llevado sobre el leño, el cual, aunque antes no nos aprovechaba, sin embargo, después que Jesús le tocó, comenzó a procurarnos la vida; esto era un signo de que la salvación se extendería en el pueblo por el patíbulo de la cruz. Habiendo oído la palabra de Dios, los lúgubres portadores de este duelo se detuvieron; ellos arrastran el cuerpo humano en el despojo mortal de su naturaleza humana. ¿Qué otra cosa es, sino que yacemos sin vida, como en un féretro, instrumento de los últimos obsequios, cuando el fuego de una pasión sin medida nos consume, o el frío humor nos invade, o una cierta indolencia habitual del cuerpo humano debilita el vigor del alma, o que nuestro espíritu, vacío de la pura luz, alimenta nuestra inteligencia con el pecado? Tales son los portadores de nuestros funerales.
- Más, aunque los últimos síntomas de la muerte hayan hecho desaparecer toda esperanza de vida y que los cuerpos de los difuntos estén próximos al sepulcro, sin embargo, a la palabra de Dios, los cadáveres, dispuestos a perecer, resucitan, vuelve la voz, se entrega el hijo a la madre, se llama de la tumba, se arranca del sepulcro. ¿Cuál es esta tumba, la tuya, sino las malas costumbres? Tu tumba es la falta de fe; tu sepulcro es esta garganta —pues su garganta es un sepulcro abierto (Sal 5, 11)— que profiere palabras de muerte. Este es el sepulcro del que Cristo te libra; resucitarás de esa tumba si escuchas la palabra de Dios.
- Aunque existe un pecado grave que no puede ser lavado con las lágrimas de tu arrepentimiento, llora por ti la madre Iglesia, que interviene por cada uno de sus hijos como una madre viuda por sus hijos únicos; pues ella se compadece, por un sufrimiento espiritual que le es connatural, cuando ve a sus hijos arrastrarse hacia la muerte por vicios funestos. Somos nosotros entrañas de sus entrañas; pues también existen entrañas espirituales; Pablo las tenía, al decir: Sí, hermano; reciba yo de ti gozo en el Señor; alivia mis entrañas en Cristo (Flm 20). Somos nosotros las entrañas de la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, hechos de su carne y de sus huesos. Que llore, pues, la piadosa madre, y que la multitud la asista; que no sólo la multitud, sino una multitud numerosa compadezca a la buena madre. Entonces tú te levantarás del sepulcro; los ministros de tus funerales, se detendrán, y comenzarás a pronunciar palabras de vida; todos temerán, pues, por el ejemplo de uno solo, serán muchos corregidos; y, más aún, alabarán a Dios, que nos ha concedido tales remedios para evitar la muerte.
SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.5, 89-92, BAC Madrid 1966, pág. 272-74
Guion Domingo X Tiempo Ordinario
CICLO C
Entrada:
La Eucaristía es efecto del amor inmenso de Jesús por nosotros. En ella Él nos alimenta con su mismo Cuerpo y Sangre, que son portadores de vida eterna. Preparémonos convenientemente para participar dignamente del Santo Sacrificio de la Misa.
Liturgia de la Palabra
1º Lectura: 1 Reyes 17, 17- 24
El profeta Elías, resucitando al hijo de la mujer viuda, se convierte en figura de Cristo vencedor de la muerte.
Salmo Responsorial: 29, 2. 4- 6. 11- 12ª. 13b
2º Lectura: Gálatas 1, 11- 19
San Pablo nos dice que la proclamación del Evangelio no es obra humana sino del Espíritu Santo.
Evangelio: Lc 7, 11- 17
La palabra soberana de Jesús realiza el poder de Dios en la misericordia, resucitando a un joven, único apoyo de una mujer viuda.
Preces:
Hermanos, nuestra fe en Dios Padre providente nos lleva a poner en sus manos amorosas, todas nuestras necesidades, ya que solo Él sabe lo que nos hace falta.
-Por el Santo Padre, y las obras de caridad que sostiene la Iglesia para que todos los hombres experimenten la solicitud materna con que Dios cuida providencialmente de sus hijos. Oremos…
-Por la paz entre los pueblos y en las familias, para que éste don de Dios, se concretice en nuestra sociedad, conscientes de la necesidad de la renuncia personal para el logro del bien común. Oremos…
–Por el aumento y santificación de la vocaciones sacerdotales y religiosas especialmente en aquellos lugares donde la iglesia católica trabaja por establecer comunidades nuevas de misión. Oremos
-Para que los cristianos sepamos imitar la compasión y la ternura de Dios Padre que en su Hijo nos ha mostrado el modo concreto de practicar las obras de misericordia con nuestro prójimo. Oremos…
Recibe, Señor, nuestra oración y con ella a nosotros que en esta Eucaristía alimentamos el deseo de seguirte siempre. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Liturgia Eucaristica
Ofertorio:
Uniéndonos al sacrificio redentor del Señor presentamos:
– Alimentos para los más pobres con el deseo de ponernos al servicio de ellos.
–Pan y vino, frutos de la tierra y del trabajo del hombre, para que sean transubstanciados en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
Comunión:
Acerquémonos a recibir a Jesús Eucaristía, con humildad y confianza pues en su amor viene a sanar todas nuestras dolencias.
Salida:
Nuestra Señora, nos alcance de Dios, vivir todos los días de nuestra vida en continua acción de gracias, consagrados a su santo servicio.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
La resurrección del alma
San Bernardo cuenta que San Malaquías resucitó una vez a una mujer difunta. A continuación hablaba de otra mujer que estaba de tal manera dominada de la ira y del furor que se hacía intolerable a toda la familia. Doloridos los hijos la traen a la presencia del santo y le exponen su queja. El santo varón compadecido la llama aparte y le pregunta si alguna vez ha confesado sus pecados. Respondió que nunca. Pues confiésate, le dice. Obedeció, e imponiéndole la penitencia rogó al Señor pidiendo para ella el espíritu de mansedumbre y la mandó que no se aíre en adelante. Desde entonces fue tan mansa que era la admiración de todos.
Esto es más – dice el Santo- que la resurrección de los muertos. Allí resucitó un cuerpo; ¡aquí resucita un alma!
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 363)