PRIMERA LECTURA
Lectura del libro del Éxodo 20, 1-17
Dios pronunció estas palabras:
«Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud.
No tendrás otros dioses delante de mí.
No te harás ninguna escultura y ninguna imagen de lo que hay arriba, en el cielo, o abajo, en la tierra, o debajo de la tierra, en las aguas.
No te postrarás ante ellas, ni les rendirás culto, porque Yo soy el Señor, tu Dios, un Dios celoso, que castigo la maldad de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación; si ellos me aborrecen; y tengo misericordia a lo largo de mil generaciones, si me aman y cumplen mis mandamientos.
No pronunciarás en vano el Nombre del Señor, tu Dios, porque Él no dejará sin castigo al que lo pronuncie en vano.
Acuérdate del día sábado para santificarlo. Durante seis días trabajarás y harás todas tus tareas; pero el séptimo es día de descanso en honor del Señor, tu Dios. En él no harán ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tus animales, ni el extranjero que reside en tus ciudades. Porque en seis días el Señor hizo el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, pero el séptimo día descansó. Por eso el Señor bendijo el día sábado y lo declaró santo.
Honra a tu padre y a tu madre, para que tengas una larga vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te da.
No matarás.
No cometerás adulterio.
No robarás.
No darás falso testimonio contra tu prójimo.
No codiciarás la casa de tu prójimo: no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni ninguna otra cosa que le pertenezca».
Palabra de Dios.
Salmo responsorial 18, 8-11
R. Señor; Tú tienes palabras de Vida eterna.
La ley del Señor es perfecta,
reconforta el alma;
el testimonio del Señor es verdadero,
da sabiduría al simple. R.
Los preceptos del Señor son rectos,
alegran el corazón;
los mandamientos del Señor son claros,
iluminan los ojos. R.
La palabra del Señor es pura,
permanece para siempre;
los juicios del Señor son la verdad,
enteramente justos. R.
Son más atrayentes que el oro,
que el oro más fino;
más dulces que la miel,
más que el jugo del panal. R.
SEGUNDA LECTURA
Nosotros predicamos a un Cristo crucificado,
escándalo para los hombres, pero sabiduría de Dios para los llamados
Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 1, 22-25
Hermanos:
Mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres.
Palabra de Dios.
EVANGELIO
Destruyan este templo
y en tres días lo volveré a levantar
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 2, 13-25
Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio».
Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura:
“El celo por tu Casa me consumirá”.
Entonces los judíos le preguntaron: «¿Qué signo nos das para obrar así?»
Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar».
Los judíos le dijeron: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y Tú lo vas a levantar en tres días?»
Pero Él se refería al templo de su cuerpo.
Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que Él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.
Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: Él sabía lo que hay en el interior del hombre.
Palabra del Señor.
P. José María Solé Roma, C. M. F.
Sobre la Primera Lectura (EXODO 20, 1-17)
En este pasaje del Éxodo se nos narra la solemne promulgación del Decálogo:
– El Decálogo (= Diez Palabras = Diez Mandamientos) es el núcleo y síntesis de la Ley mosaica. Se presenta en dos formas o recensiones; La del Éxodo y la del Deuteronomio (4, 13; 10, 4). Hay que leerlo e interpretarlo como las normas que dimanan de la Alianza: Relaciones del Pueblo de la Alianza con su Dios; Relaciones entre los miembros del Pueblo de la Alianza.
– Ellos, Pueblo de la Alianza, nunca deben caer en la servidumbre de La idolatría. Vivirán en el culto del Dios Único Yahvé (1-3 Mandamientos). Dado que forman todos y cada uno la comunidad de la Alianza, comunidad teocrática, convivirán en amor, armonía, paz y libertad, cual cumple al Pueblo de Dios (4-8 Mandamientos). Y para que sean santos y justos en sus obras deben serlo en sus pensamientos y corazón (9-10 Mandamientos).
– Si Israel se mantiene fiel, nunca soya esclavo: ni de los ídolos, ni de las pasiones. ni de las seducciones: Pueblo Santo-Sacerdotal-Regio. Desgraciadamente, Israel no entró en el ‘espíritu’ de esta Ley de la Alianza. Consideró la Ley como código de normas duras y molestas; o como un privilegio racista de inmunidad; o como un artificio mágico para doblegar a Dios y ganarlo a su favor. Los Profetas claman y protestan ante estas desviaciones e hipocresías. Exigen que sean Pueblo de Dios, en verdad, con interioridad, sinceridad y fidelidad. Con la doctrina y con el ‘Espíritu Santo’ que nos dará Cristo de la Nueva Alianza se realizará lo que prenuncia Jeremías (31, 31-34): Renovados y purificados los corazones, el mismo Espíritu Santo será la Ley escrita en ellos: ‘Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré’.
Sobre la Segunda Lectura (1 Cor 1,22-25)
La ‘Cruz’ de Cristo es suma Sabiduría y sumo poder de Dios:
– Para Israel que esperaba un Mesías prepotente, político y dominador, la ‘Cruz’ era un escándalo. En El tropezó también Pablo. Pero la luz de Damasco le transmudó: ‘He propuesto no saber otra cosa que Jesucristo, y Este crucificado (1 Cor 2, 2)- Humillóse con la oración, el ayuno, el bautismo, y lo elevó la divina misericordia (cf r. Collecta).
– En Corinto, metrópoli de la retórica, elocuencia y filosofía, la ‘Cruz’ es una necedad inaceptable. De hecho, han llegado ya a Corinto predicadores que disimulan el escándalo de la Cruz. Pablo, temeroso de que quede adulterado el mensaje del Evangelio, escribe a los neófitos de Corinto este bello tratado de la ‘debilidad’ y ‘necedad’ de la Cruz, suma Sabiduría y suma Fuerza de Dios. Las formulas paradójicas y concisas que usa pasarán a ser patrimonio universal de la cultura cristiana.
– Plan humano (v 22): Prodigios (judíos) y Sabiduría (paganos). Este plan humano tropieza con Cristo Crucificado: Escándalo (judíos) y necedad (paganos). Plan de Dios: Cristo Crucificado (debilidad y necedad) es Poder superior a todo humano poder, y Sabiduría superior a toda humana sabiduría (v 25): Poder sumo y Sabiduría suma de Dios ( v 23). Es la misma doctrina de las parábolas del ‘Grano de mostaza’ y del ‘Fermento’ (Mt 13,31-32).
Sobre el Evangelio (Jn 2, 13-25)
En La Nueva Alianza será Jesús Nuestro Templo y Sacerdote, y Sacrificio, y Culto:
– Este pasaje evangélico presenta a Jesús dando cumplimiento a las profecías mesiánicas de purificación del sacerdocio levítico (Mt 3, 2-5) y del Templo (Jer 7, 11; Zac 14, 21: ‘Y no habrá aquel día mercaderes en la Casa de Yahvé de los Ejércitos’).
– Pero esta purificación y santificación va a tener una plenitud y radicalidad insospechadas. Caerá el Templo y su Culto. Se erigirá un Templo nuevo: El nuevo Templo, y el Nuevo Pontífice de la Nueva Alianza será Cristo. Es la preciosa enseñanza teológica que se desprende del hecho y del diálogo que narran los vv 18-22: A los sacerdotes del Templo que la exigen a Jesús presente los títulos y poderes del auto o ‘signo’ que acaba de realizar (15-16) les responde El remitiéndoles el milagro de su Resurrección: ‘Destruid este Santuario’. – El ‘Santuario’ es el propio Cuerpo de Cristo, Cuerpo del Verbo de Dios. Lo destruirán ellos. El lo reerigirá en tres días; y será el ‘Santuario’ nuevo del nuevo culto ‘en espíritu y en verdad’ (4, 21-24; Ap 21, 22). Los judíos nada entienden. Los Apóstoles lo entenderán tras la Resurrección y a la luz de Pentecostés (v 22).
– Ni el Templo de Jerusalén, ni el sacerdocio de Aarón, ni los innumerables sacrificios de animales tienen valor alguno. Cristo Resucitado es el verdadero Santuario-Pontífice y Sacrificio. Cristo es nuestro Templo; y nuestro culto es espiritual, filial, intimo; es verdad, amor, vida. Y ‘en Cristo somos nosotros Templo santo, morada de Dios en el Espíritu Santo’ (Ef 2,22). Cristo nos ha asociado a ser en El un Cuerpo, un Templo: Nosotros somos la Casa-Templo dc Cristo’ (Heb 3,6). ‘¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿No sabéis que vuestro cuerpo es Santuario del Espíritu Santo?. Glorificad, por tanto, a Dios con vuestro cuerpo’ (1 Cor 6,15.19).
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo B, Herder, Barcelona, 1979)
J. M. Casciard Ramírez
Del Templo de Jerusalén a Jesucristo
- El primitivo Santuario del desierto. En la religión revelada del A. T., el culto externo, que es “deber colectivo de toda la comunidad humana… ya que también ella depende de la suprema autoridad de Dios” (Pío XII, enc. Mediator Dei, 20 feb. 1947: AAS 39, 1947, 530-531), fue instituido incluso en detalle. Dios ordenó a Moisés (v.) la fabricación del antiguo Santuario portátil del desierto, donde manifestaría de modo especial su presencia en medio del pueblo, éste le tributaría el culto debido y se conservarían las tablas de la Ley, testimonio perenne de la Alianza de Yahwéh con el pueblo israelita (v. ampliamente el art. SANTUARIO). Los textos del Pentateuco explican la rica significación religiosa del antiguo Santuario: muchos insisten en una especial manifestación de la presencia de Dios (p. ej., Ex 40,34); otros especifican que el Santuario era el lugar de encuentro de Yahwéh con Moisés, donde le daba las instrucciones y los mandatos para gobernar santamente al pueblo (Num 1,1); detallan que Moisés oía la voz de Yahwéh, que le hablaba desde encima del Arca, entre los querubines (Num 7,89); el conjunto sacro de arca, propiciatorio (tapa del Arca) y ambas figuras aladas de querubines constituía una representación del trono celestial de Yahwéh, viniendo a ser de alguna manera su trono en la tierra (2 Reg 19,15; Ps 79,2; Is 37, 16; Dan 3,55); otros, en fin, aluden a varios aspectos religiosos y teológicos del Santuario, que tienen como eje principal el ser el lugar de culto prescrito por Dios (Ex 33,7-11; 40,36 ss.; Num 14,10; 16,19; Ex 29,42-46).
- Del Santuario del desierto al proyecto davídico del Templo. Tras el establecimiento de Israel en la tierra prometida, el Santuario fue fijado sucesivamente en varios lugares: Guilgal (v.), Siquem (v.; los 8,30-35; 24,1.28), Silo (v.; 1 Sam 1-4). En ellos conservaba su configuración nómada (desmontable como tienda de campaña). Después de la conquista de Jerusalén (v.) y su transformación en capital del reino, David (v.) concibe la idea de trasladar allí el Santuario y albergarlo dentro de un gran T. de piedra (2 Sam 7,1-4). Pero Dios se opone, en un principio, al proyecto; en cambio, en premio a su piedad, le hace la gran promesa mesiánica (v. MESÍAS): no será David quien construya la casa (=Templo) a Yahwéh, sino que será Yahwéh quien edifique una casa (=dinastía) a David (2 Sam 7,5-17). David no llevará a cabo el proyecto del T., pero sí Salomón, su hijo y sucesor en la nueva dinastía.
- El Templo de Salomón. El T. construido por Salomón (v.) guardaba en su interior el antiguo Santuario: tabernáculo, con el arca de la alianza, los querubines, altar de los sacrificios, altar del incienso, etc. Dios manifestó visiblemente su complacencia en el nuevo T., al bajar la gloria de Yahwéh en forma de nube y llenar toda la estancia sagrada, como en los antiguos años del desierto (1 Reg 8,10-13). Desde el día de su dedicación o consagración, el T. de Jerusalén será el centro religioso del pueblo de Israel, que acudirá a él “para contemplar el rostro de Dios” (Ps 42,3); el T. será objeto de un tierno amor para los israelitas piadosos (Ps 24; Ps 122). No constituye un culto idolátrico a Yahwéh, a la manera de los t. de los gentiles, pues el israelita sabe que la morada de Dios son los cielos (Ps 2,4; 103,19; 115,3). La misma oración dedicatoria de Salomón, aun entusiasmado por la presencia de la gloria de Dios, que ya ha llenado “la casa del Señor”, expresa el alto concepto de la trascendencia divina: “¿Pero de verdad morará Dios sobre la tierra? Los cielos y los cielos de los cielos no son capaces de contenerte. ¡Cuánto menos la casa que yo he edificado! ” (1 Reg 8,27). En efecto, Dios habita en los cielos (1 Reg 8,30), pero en el T. será escuchada de modo especial la súplica del pueblo (ib.), pues Dios ha declarado: “Mi Nombre estará aquí” (1 Reg 8,29), y el culto que se desarrollará en él poseerá valor oficial: en él los sacerdotes realizarán en adelante el culto que el pueblo y el rey teocráticos rinden a Dios.
- Del Templo de piedra al templo del espíritu. Siguiendo la misma línea pedagógica general de la Revelación, por medio de sus profetas (v.), Dios irá desvelando el misterio del T., haciendo ver que ese edificio de piedra es más bien un signo que ayudará al hombre a alcanzar una conciencia de la presencia de Dios. No por ello el T. de piedra pierde su valor de medio y de signo, pero el pueblo deberá ir aprendiendo ese valor sólo instrumental y relativo del T. de Jerusalén, con vistas a poner en un primer plano la religión del corazón (Dt 6,4 ss.; ler 31,31). En tal progresivo caminar hacia la luz habrá sus dificultades: el hombre tenderá a quedarse en la exterioridad del culto y del T., con una gravitación hacia una cierta idolatría. Esa tendencia será recia y frecuentemente corregida por Dios a través de la predicación de los profetas y con la intervención providencial en la historia, es decir, en concreto, con la destrucción del mismo T., cuya construcción había aceptado complacido. Así, Isaías, no obstante su visión de la majestad de Dios precisamente en el T. (Is 6), denuncia con fuerza el carácter superficial del culto que en él se realiza (Is 1,11-17). Y lo mismo hacen Jeremías (Ier 6,20) y Ezequiel, que incluso delata prácticas verdaderamente idolátricas (Ez 8,7-18).
Ante la resistencia del hombre a comprender la Revelación, Dios recurre a la amenaza y al castigo: la gloria de Yahwéh abandona su morada del T. (Ier 7; Ez 10, 4.8) y el T. es materialmente destruido por Nabucodonosor (2 Reg 25,8-17). Con la destrucción del T. y el destierro a Babilonia (586 a. C.) Dios da la lección inaprendida. Así se corrige el desviado apegamiento al T. de piedra (Is 66,1 ss.; V. t. DIÁSPORA). Ezequiel ve la gloria de Yahwéh en el destierro (Ez 1) y comprende que Dios está presente en toda la tierra y recibe complacido en cualquier lugar el culto que sale del interior del corazón (Ez 11,16; Is 66,2; Tob 3,16). El T. de la tierra no es sino una imagen imperfecta del trono de Dios en los cielos (Sap 9,8; V. CIELO III, 4A). Y aunque, a la vuelta del exilio, los judíos reconstruyan pobremente el T. (T. de Zorobabel), la Revelación de Dios se ha abierto el camino para enseñar el verdadero orden de los valores: primero está la presencia de Dios en los corazones; después los signos sensibles y auxiliares de esta presencia, el T. y su culto público, que también ayuda, pero es solamente eso, auxiliar de la verdadera piedad. De esta forma se ha preparado el camino hacia el t. espiritual y, con ello, para la Revelación de Jesucristo.
- Jesucristo, Nuevo Templo. El orden entre la religión del corazón y la veneración por el T., a que hemos aludido a propósito de los profetas, se observa de modo semejante en Jesucristo: aparte de cumplir el rito de la presentación y rescate de los primogénitos (Lc 2,22-39), Jesús siente, ya de niño, la atracción de la “casa de su Padre” (Lc 2,41-50) y, de mayor, el celo por el T. como “casa de oración”, mancillada por los negociantes (Mt 21,1213; Mc 11,11.15-17; Lc 19,45-46; Io 2,13-17; cfr. Is 56,7; Ier 7,11). Aprueba los cultos a Dios allí practicados, aunque denuncia la superficialidad que se ha infiltrado (Mt 5,23 ss.; 12,3-7; 23,16-22; etc.). Pero, llevando a su culmen las predicciones de los antiguos profetas anuncia, no sin dolor, la ruina definitiva del T. (del tercer T., edificado por Herodes el Grande), del que, ante el asombro de los Doce, predice que no quedará piedra sobre piedra, como en efecto sucedería unos treinta años después (el 70 d. C.).
La revelación más profunda y misteriosa sobre el T. la expone Jesús después de la expulsión de los vendedores, cuando los judíos le preguntan qué señal les da para actuar así (lo 2,18). S. Juan nos ha conservado esta respuesta de Jesús: “Destruid este Templo y en tres días lo levantaré” (lo 2,19). El mismo Evangelista continúa: “Los judíos le replicaron: en cuarenta y seis años fue edificado este Templo y ¿tú lo vas a levantar en tres días? Pero Él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron que ya lo había dicho, y creyeron en la Escritura y en la palabra de Jesús” (lo 2,20-22).
La antigua profecía, tantas veces repetida por Dios, de que habitaría en medio de los hombres (Ex 25,8; 131,14; Ier 7,3-7; Ez 43,9; Ps 5,12) se cumple de manera plena e inimaginada en el Cuerpo de Cristo, “porque en Él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col 2,9). El mismo término habitar es el empleado por S. Juan, al comienzo de su Evangelio, para resumir el misterio de la Encarnación: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (lo 1,14). No puede negarse el sentido de cumplimiento que tiene para el autor sagrado la frase que ha escrito bajo la inspiración divina: el habitaré de la promesa veterotestamentaria se ha cumplido plenamente en Jesucristo, y puede emplear el aoristo “habitó entre nosotros”. Jesús, es pues, el nuevo T., el verdadero T., “no hecho por mano de hombres” (Mc 14,58; cfr. 2 Cor 5,1; Heb 9,24; Act 17,24), y del cual el antiguo T. de Jerusalén era sólo una figura o signo anticipado.
- La Eucaristía, Templo nuevo perenne en la tierra. Cristo resucita, primicias de la resurrección final de todos, a la vida gloriosa en los cielos “sentado a la diestra del Padre” (Act 2,33; 3,7; Rom 8,34; Eph 1,20; Col 3,1; etc.). Pero por su divino poder hace que su cuerpo glorioso ascendido a los cielos permanezca real, admirable y verdaderamente en la tierra, haciéndose presente en todos los lugares entre los hombres hasta el fin de los tiempos. El Cuerpo eucarístico de Cristo será la realidad viviente de la perpetuidad del cumplimiento de la antigua promesa “habitaré en medio de ellos” (V. EUCARISTÍA).
El culto público que los antiguos israelitas rendían a Dios en el Santuario y después en el T. es sustituido por el culto supremo y público, definitivo, que el hombre puede dar a Dios: el Sacrificio (v.) por excelencia, la Santa Misa (v.), en el que Jesucristo, sacerdote principal y víctima al mismo tiempo, renueva el Sacrificio único y para siempre de la Cruz. En este sentido adquieren su valor los innumerables t. cristianos, dentro de los cuales y a su abrigo se renueva el Sacrificio y guardan en sí el verdadero T., que es Cristo (v. III).
BIBL.: Fuentes: Libro del Éxodo, espec. caes. 25-28; Levítico; 1 Reg cap. 8; Ps 24 y 122; Is cap. 1; 6; Ex cap. 1; Hebr. cap. 9-10; lo 2,13-17; Act caps. 7 y 17. Magisterio y Doctores: Pío XII, enc. Mediator Dei, AAS 39 (1947) espec. 530-531; S. AGUSTIN, In Heptateuchum (PL 34); S. JERÓNIMO, Epistola 64; S. ToMAS DE AQUINO, Suma Teológica, 1 q42; 1-2 gl02; 2-2 q81 a6-7.
(Casciard Ramírez, J. M., Voz Templo II. Sagrada Escritura. A., Gran Enciclopedia Rialp, Ediciones Rialp, Madrid 1991)
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V. Vilar Hueso
Descripción Del Templo de Jerusalén
Como se acaba de ver, el T. de Jerusalén fue preparatorio del nuevo y definitivo T., Jesucristo. Construido primero por Salomón (v.), fue el santuario nacional y real de todo Israel (V. HEBREOS I), y después del cisma de Jeroboam, que escindió el antiguo reino en dos (v. JUDÁ, REINO DE; ISRAEL, REINO DE), sólo lo fue del reino de Judá. Fue reconstruido, tras los trabajos iniciales de Sesbazar, por Zorobabel (v.) entre los años 520 y 515 a. C. Fue rehecho por Herodes I el Grande (v.) entre 19 y 9 a. C., si bien las obras continuaron en sus últimos pormenores hasta el 64 d. C. Finalmente fue destruido en el año 70 d. C.
- Templo de Salomón. Prescindiendo de los proyectos y planes de David, fue en realidad Salomón quien construyó el primer Templo. Para ello contrató obreros especializados y maderamen, fundamentalmente de cedro, de Fenicia: 1 Reg 5,15 s. 20.27 ss. Los sillares fueron extraídos de las canteras próximas a la ciudad: 1 Reg 5,29 y 31. La descripción del T. aparece en 1 Reg 6-7; este texto es difícil de interpretar por no haber podido la arqueología hallar en Jerusalén ningún resto del antiguo T., dado el carácter sacro del lugar.
Ubicación. Tanto. Zorobabel como Herodes mantuvieron la situación del T. anterior en sus reconstrucciones; no hay posibilidad de duda: el T. de Salomón se alzaba dentro de lo que hoy es llamado Haram crs-garif, plataforma artificial que domina el valle del Cedrón (v.), desde el oeste. Su perímetro es de 1.380 m.; de forma ligeramente trapezoidal, con dimensiones máximas de 475 m. de norte a sur, y 300 de este a oeste. Hoy en su centro aproximado se eleva la Cúpula de la Roca, Qubat as-Sajra, para venerar la roca sagrada para los musulmanes. Sobre ella, según algunos autores, se elevaba el altar de los holocaustos; o el “santo de los santas”, como opinan otros con R. De Vaux, que parece más acertado.
Descripción. La plataforma era el temenos, y en su centro se alzaba el edificio del santuario, alargado de este a oeste, abierto hacia el este, y que constaba de tres piezas con sus accesos en el mismo eje: vestíbulo, o Ulam; sala de culto, o Hekal, de doble longitud, como su etimología sumeria sugiere, y la recámara, o Debir, de igual longitud que el Ulam. Todas eran de igual anchura. El Ulam era abierto, el Hekal fue llamado “santo”, y el Debir, “santo de los santos”. Delante del Ulam se hallaban, enhiestas, dos columnas exentas, cuyos nombres son intraducibles, Yakin y Boaz: massebot o estelas.
A los tres lados cerrados del santuario hubo adosada una construcción de planta en U, que con el tiempo constó de tres plantas, aunque originalmente pudo no tener más que la primera: almacén de ofrendas y tesoro del Templo. Alrededor del santuario se extendía el patio interior (1 Reg 7,12), distinto del gran patio exterior que englobaba T. y palacio real.
En el “Santo de los santos”, o Santísimo, se hallaba el Arca de la Alianza, cofre que guardaba las tablas de la Ley, que era al mismo tiempo como escabel del trono de Yahwéh, formado por los dos querubines, esculturas en forma de esfinges aladas, representación estilizada de la corte celestial (v. t. CIELO III, 4A). En el Hekal, o Santo, se hallaba el altar de los perfumes, o gran pebetero, de madera chapada en oro; la mesa de la proposición, también cubierta de oro, y diez candelabros de oro situados junto a las paredes largas simétricamente.
En el patio interior, y cerca del Ulam, se elevaba el altar de Yahwéh, que era de bronce (1 Reg 8,54 y 64) y podía moverse. Con el tiempo se llamó altar de los holocaustos. Al norte del altar se encontraba el “mar de Bronce”, gran depósito de agua sostenido por doce toros, igualmente de bronce, para las purificaciones de los sacerdotes; y diez depósitos pequeños y móviles para purificación de las víctimas.
Arqueología. Fuera de Jerusalén, pero en su área geográfica e histórica, se han hallado santuarios que ayudan a comprender la antigua fábrica del T. de Salomón: en Te] Tainat y en Alalaj, cuenca del río Orontes, y en Hazor, en el valle alto del Jordán. Todos construidos entre los s. XIII y IX a. C. La disposición o planta del edificio, la técnica arquitectónica y el ajuar cúltico ilustran los correspondientes elementos del T. de Salomón. La Biblia habla de la construcción del T. con sillería, ladrillos y madera de forma que queda esclarecida por estos paralelos, especialmente por los de Hazor: sobre unas hiladas de sillares, ortostáticos, se hincaban unos pies derechos a distancias regulares. Entre ellos se construía la pared de ladrillos, que la madera consolidaba. El paramento era después cubierto con planchas de madera para su embellecimiento.
Historia. Poco después de su consagración ya fue objeto de pillaje el T. de Salomón: 9esonq, en su campaña asiática, se apropió de tesoros del T. en tiempo de Roboam, ca. 926. Según De Vaux, los pisos superiores del edificio adyacente al santuario fueron añadidos por Asa, a fines del s. X a. C., si no eran salomónicos. Josafat (primera mitad del s. IX) unió al patio existente otro nuevo de cota más baja. Amasías de Israel volvió a pillar el T. a mediados del s. VIII. En su restauración, Yotam, años después, unió los dos patios con una rica puerta a la que se llegaba por una rampa.
La sumisión a Asiria repercutió en el T. a partir, sobre todo, de Ajaz: se desmontan elementos para pagar los tributos (2 Reg 16,17); se suprime el estrado regio; y se acaba introduciendo altares a los dioses de Asur. Ezequías, en un momento de debilidad asiria, purifica el T.; pero, bajo el peso de Senaquerib, él mismo en sus últimos años, o su hijo Manasés, más probablemente, repone los dioses asirios en el T. (ca. 690 a. C.). Yosías aprovecha el ocaso asirio para purificar y restaurar de nuevo el T. con esplendidez y celo (2 Reg 23,4-14, ca. 625 a. C.); pero muy pronto será saqueado primero (598 a. C.) y destruido después (587 a. C.) por Nabucodonosor (v.; 2 Reg 24,13 y 25,13 ss.). Durante el destierro, pese a la destrucción, se siguen ofreciendo sacrificios, acaso sobre un altar improvisado (como indica ler 41,5).
- Templo de Zorobabel. Amparados por el edicto de Ciro (v.), los primeros repatriados inician las obras de restauración ca. 537 a. C. Pero tuvieron que interrumpirlas muy pronto para recomenzar bajo Zorobabel (v.), gobernador; Ageo (v.), profeta, y Josué, sacerdote, en 520. En 515 se consagra. Poco sabemos de este T., pero podemos asegurar que el santuario coincidía en ubicación, plano y dimensiones con el T. de Salomón. Se conservaron los dos patios y el edificio anejo. Apenas sabemos del ajuar cúltico: desaparecida el Arca es sustituida por el kaporet, con unos nuevos querubines, y el Debir es designado “sala del kaporet” en 1 Par 28,11. Seguramente el candelabro de los siete brazos sustituye ya a los diez primitivos. Las descripciones de Josefo y Carta de Aristeas son excesivamente enfáticas. Pero en ellas se habla por vez primera de un velo del Templo.
Fue profanado como el T. de Salomón con altares idolátricos: el de Zeus Olímpico, que erigió Antíoco Epifanes, es considerado como “abominación desoladora” (cfr. Dan 9,27; v. ABOMINACIÓN). Poco después fue purificado el T. por Judas Macabeo (v.) en la gran fiesta de la Hanukah (1 Mach 6,35; v. FIESTA II, 4a).
- Templo de Herodes. Construido por el rey idumeo para ganarse la benevolencia de sus nuevos súbditos, el T. de Herodes (v.) ganó en belleza y suntuosidad a todas las edificaciones del hijo de Antipater (v. ASIDEOS). Josefa lo describe dos veces y también es descrito por la Misnah, pero estas descripciones están muy lejos de coincidir; la arqueología ayuda solamente, sobre todo tras las últimas excavaciones, a conocer las infraestructuras del temenos, sus accesos, puertas y pórticos.
Siguió, escrupulosamente, la misma distribución del antiguo T., aunque el santuario era de mayor altura, merced a un piso alto sobre todo él, y con un Ulam más ancho. Además de los patios existentes aparecen otros dos: el de los gentiles y el de las mujeres, separados por un muro en el que se hallaban las célebres inscripciones prohibiendo el paso bajo peligro de muerte a los extranjeros. El límite oriental del temenos estaba limitado por el pórtico llamado de Salomón, por ser anterior a los trabajos de Herodes. Probablemente éste lo prolongó siguiendo los límites norte y sur. El Debir, o Santísimo, estaba completamente vacío y separado del Hekal, o santo, por uno o dos velos. Otro velo separaba las otras dos piezas. El ajuar era el ya conocido.
BIBL.: R. DE VAUX, Bible et Orient, París 1967, 203-216, 231260 y 303-318; A. PARROT, El Templo de Jerusalén, Barcelona 1963; A. ROLLA, Templo de Jerusalén, en Enc. Bibl. V1,908-915; V. VILAR, Hasor, ib. IV,1074-1084; 1. MELIÁ, Crónica Arqueológica, “Estudios Bíblicos” XXXII (1973) 189 ss.; y la indicada antes, al final del art. anterior (A).
(Vilar Hueso, V., Voz Templo II, Sagrada Escritura B., Gran Enciclopedia Rialp, Ediciones Rialp, Madrid 1991)
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Mons. Fulton Sheen
El Templo de su Cuerpo
Un templo es un lugar en el que Dios habita. ¿Cuándo existió, pues, el verdadero templo de Dios? ¿Fue el gran templo de Jerusalén, con toda su grandeza física, el verdadero templo? La respuesta a esta pregunta habría parecido obvia a los judíos; pero nuestro Señor iba a insinuar precisamente que existía además otro templo. Multitud de peregrinos subían a Jerusalén para celebrar la pascua, y entre ellos se encontraba nuestro Señor y sus primeros discípulos después de haber permanecido breve tiempo en Cafarnaúm. El templo ofrecía una vista realmente magnífica, sobre todo desde que Herodes lo había reconstruido casi todo por completo y enriquecido con toda riqueza de elementos artísticos. Un año más tarde, los mismos apóstoles, desde el monte Olivete, se sentirían tan impresionados por su aspecto esplendoroso en medio del sol matutino, que no podrían menos de pedir al Señor que dirigiera a él sus miradas y admirase su belleza.
Resultaba, por supuesto, un problema para todo el que venía a ofrecer un sacrificio procurarse los materiales para él. Luego, además, había que someter a inspección las víctimas ofrecidas para ver si respondían a las condiciones exigidas por las normas levíticas. Por consiguiente, había un floreciente comercio de reses de sacrificio de todas clases. Poco a poco, los vendedores de ovejas y palomas se habían ido acercando cada vez más a los edificios del templo, llenando las avenidas que a él conducían, hasta que incluso algunos de ellos, sobre todos los hijos de Adán, llegaron a ocupar el interior el pórtico de Salomón, donde vendían sus palomas y reses vacunas y cambiaban moneda. Todo el que asistía a las fiestas estaba obligado a pagar medio siclo para contribuir a sufragar los gastos del templo. Como no se aceptaba moneda extranjera, los hijos de Anás, según refiere Flavio Josefo, traficaban con el cambio de monedas. Seguramente con beneficios muy considerables. Un par de palomas llegaron a valer en cierto momento una moneda de oro, que en dinero americano representaría aproximadamente dos dólares y medio. Sin embargo, este abuso fue corregido por el nieto del gran Hillel, el cual redujo el precio a una quinta parte aproximadamente del indicado anteriormente. Alrededor del Templo circulaba toda clase de monedas de Tiro, Siria, Egipto, Grecia y Roma, siendo ocasión de un próspero mercado negro entre los cambistas. La situación era lo suficientemente deplorable para que Cristo llamara al templo “cueva de ladrones”; efectivamente, el mismo Talmud protestaba contra aquellos que de tal modo profanaban el santo lugar.
Entre los peregrinos se produjo el más vivo interés cuando nuestro Señor entró por primera vez en el sagrado recinto. Ésta era al mismo tiempo su primera aparición pública ante la nación y su primera visita al templo en calidad de Mesías. Ya había obrado su primer milagro en Caná; ahora iba a la casa de su Padre para reclamar sus derechos de Hijo. Nuestro Señor, al encontrarse ante aquella absurda escena, en que los orantes se hallaban mezclados con las blasfemas ofertas de los mercaderes, y donde el tintineo del dinero se confundía con los mugidos de los novillos, se sintió invadido de ardiente celo por la casa de su Padre. Cogiendo algunas cuerdas que había por allí, y que probablemente servían para sujetar las reses por el cuello, hizo un pequeño látigo. Con este látigo procedió a expulsar a los animales y a los aprovechados mercaderes. La impopularidad de tales exploradores y su temor al escándalo público fueron probablemente la causa de que no opusieran resistencia al Salvador. Una escena de indescriptible confusión se produjo entonces, con las reses corriendo de un lado para otro y los cambistas recogiendo afanosos las monedas que habían rodado por el suelo cuando el Salvador les volcó las mesas. Jesús abrió las jaulas de las palomas y las soltó.
¡Quitad estas cosas de aquí! ¡No hagáis de la casa de mi Padre una casa de comercio! Jn 2, 16
Incluso las personas que se hallaban más íntimamente unidas al Salvador debieron de mirarle asombrados cuando, con el látigo en alto y los ojos llameantes, decía:
Mi casa será llamada casa de oración por todas las naciones; pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones. Mc, 11, 17
Y sus discípulos se acordaron de que estaba escrito:
El celo por tu casa me consume. Jn. 2, 17
Aquella parte del templo de la cual nuestro Señor expulsó a los mercaderes era conocida como el pórtico de Salomón, la parte oriental del atrio de los Gentiles. Esta sección del templo debía servir como símbolo de que todas las naciones del mundo eran bien recibidas, pero los comerciantes la estaban profanando. Cristo demostró que el templo no era sólo para Jerusalén, sino para todas las naciones; era una casa de oración tanto para los magos como para los pastores, tanto para las misiones extranjeras como para las misiones nacionales.
Él llamó al templo “la casa de mi Padre”, afirmando al propio tiempo su parentesco de hijo con el Padre celestial. Los que fueron echados del templo no pusieron sus manos sobre Él ni le reprocharon que estuviera haciendo algo malo. Simplemente le pidieron una señal de garantía que justificara su manera de obrar. Viéndole allí majestuosamente erguido, en medio de las monedas esparcidas por el suelo y las reses y palomas que huían de un lado para otro, le preguntaron:
¿Qué señal nos muestras ya que haces estas cosas? Jn, 2 ,18
Estaban desconcertados ante su capacidad de justa indignación (que constituía el reverso del carácter benévolo manifestado en Caná), y le pedían una señal. Ya les había dado una señal que era Dios, puesto que les había dicho que profanaban la casa de su Padre. Pedirle otra cosa era como pedir una luz para ver otra luz. Pero les dio una segunda señal:
Destruid este templo y yo en tres días lo edificaré. Jn 2, 19
La gente que escuchó estas palabras no las olvidó nunca más. Tres años más tarde, durante el proceso, volverían a hacer mención de ellas, tergiversándolas ligeramente, al acusarle de haber dicho.
Yo derribaré este templo, que es hecho de mano, y en tres días edificaré otro no hecho de mano. Mc,14,58
Recordaron de nuevo sus palabras cuando Él pendía de la cruz:
¡Ea!, tú que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, ¡Sálvate a ti mismo, y desciende de la cruz! Mc 15, 29
Estaban obsesionados todavía por sus palabras cuando pidieron a Pilato que tomara precauciones poniendo una guardia en su sepulcro. Entonces comprendieron que se había referido no precisamente a su templo de piedra, sino a su propio cuerpo.
Nos acordamos de que aquel impostor dijo mientras vivía aún: después de tres días resucitaré. Manda, pues, asegurar el sepulcro hasta el día tercero; no sea que vengan de noche sus discípulos y le hurten. Mt. 27, 63-64
El tema del templo resonó de nuevo en el proceso del martirio de San Esteban, cuando los perseguidores le acusaron de que:
Este hombre no cesa de hablar blasfemias contra este santo lugar. Hch. 27, 63-64
En realidad, les estaba desafiando al decirles “destruid”. No les dijo “Si destruís…” Les estaba desafinado directamente a que pusieran a prueba su poder de rey y de sacerdote por medio de la crucifixión, y Él les respondería por medio de la resurrección.
Es importante advertir que en el texto griego original del evangelio nuestro Señor no usó la palabra hieron, que era el término griego corriente para designar el templo, sino más bien empleó la palabra naos, que significaba el lugar santísimo del templo. Había estado diciendo, en efecto: “El templo es el lugar en que Dios habita. Vosotros habéis profanado el antiguo templo; pero existe otro Templo. Destruid este nuevo Templo, crucificándome, y en tres días lo levantaré de nuevo. Aunque vosotros queráis destruir mi cuerpo, que es la casa de mi Padre, por medio de mi resurrección yo haré que todas las naciones entren en posesión del nuevo Templo”. Es muy probable que nuestro Señor señalara con un ademán hacia su cuerpo al decir tales palabras. Los templos pueden construirse de carne y de huesos de la misma manera que se construyen de piedra y madera. El cuerpo de Cristo era un Templo, porque en Él estaba morando corporalmente la plenitud de Dios. Sus provocadores le respondieron al punto con esta otra pregunta:
Cuarenta y seis años estuvo edificándose este templo: ¿Y tú en tres días lo levantarás? Jn, 2 ,21
Probablemente se referían al templo de Zorobabel, cuya edificación había durado cuarenta y seis años. Fue comenzado en el primer año del reinado de Ciro, en 559 a. de J.C., el año noveno de Darío. También es posible que se refieran a las reformas efectuadas por Herodes, y que quizá habían durado hasta entonces cuarenta y seis años. Las reformas habían empezado hacia el año 2 a. de J.C. y no terminaron hasta el año 63 d. J.C. Pero, según Juan escribió:
Él hablaba del templo de su cuerpo; y cuando hubo resucitado de entre los muertos, acordáronse sus discípulos de que había dicho esto. Jn 2, 22
El primer templo de Jerusalén, se hallaba asociado a la idea de grandes reyes, tales como David, que lo había preparado, y Salomón, que lo había construido. El segundo templo evocaba los grandes caudillos del regreso de la cautividad; este templo estaba vinculado a la casa real de Herodes. Todas aquellas sombras de templos habían de ser superadas por el verdadero Templo, que ellos destruirían el día de viernes santo. En el momento en que lo destruyeran, el velo que cubría el lugar santísimo sería rasgado de arriba abajo; y el velo de su carne también sería desgarrado, revelando de esta manera el verdadero lugar santísimo, el sagrado corazón del Hijo de Dios.
Usaría la misma figura del templo en otra ocasión en que habló a los fariseos y les dijo:
Mas yo os digo que en este lugar hay uno mayor que el templo. Mt 12, 6.
Ésta fue la respuesta que les dio cuando le pidieron una señal. Ésta sería su muerte y resurrección. Posteriormente prometería a los fariseos la misma señal, bajo el símbolo de Jonás. Su autoridad no sería demostrada solamente por medio de su muerte, sino también por medio de su resurrección. La muerte sería producida a la vez por el corazón malvado de los hombres y por la propia voluntad de Él; la resurrección sería únicamente obra del poder omnímodo de Dios.
En aquel momento estaba llamando al templo la casa de su propio Padre. Al abandonarlo por última vez tres años más tarde, ya no le llamó la casa de su Padre, puesto que el pueblo le había rechazado a Él, sino que dijo:
Pues bien: vuestra casa quedará desierta. Mt 23, 38
Ya no era la casa de su Padre, era la casa de ellos. El templo terrenal deja de ser la morada de Dios tan pronto como se convierte en centro de intereses mercenarios. Sin Él, ya no era templo alguno.
Aquí, como en otras partes, nuestro Señor estaba demostrando que Él era el único que vino a este mundo para morir. La cruz no era algo que viniera al fin de su vida; era algo que se cernía sobre Él desde el mismo comienzo. Él les dijo: “Destruid”, y le dijeron ellos: “Seas crucificado”. Ningún templo fue más sistemáticamente destruido que su cuerpo. La cúpula de su Templo, su cabeza, fue coronada de espinas; los cimientos, sus sagrados pies, fueron desgarrados con clavos; los cruceros, sus manos, fueron extendidas en forma de cruz; el santo de los santos, su corazón, fue traspasado con una lanza.
Satán le tentó a que realizara un sacrificio visible pidiéndole que se arrojara desde el pináculo del templo. Nuestro Señor rechazó esta forma espectacular de sacrificio. Pero, cuando los que habían profanado la casa de su Padre, le pidieron una señal, Él les ofreció una clase de señal diferente, la de su sacrificio en la cruz. Satán le pidió que se precipitara de lo alto; ahora nuestro Señor estaba diciendo que, efectivamente, sería arrojado al abismo de la muerte. Su sacrificio, sin embargo, no sería una exhibición, sino un acto de humillación de sí mismo, humillación redentora. Satán le propuso que expusiera su Templo a una posible ruina por exhibicionismo, para deslumbrar a la gente; pero nuestro Señor expuso el Templo de su cuerpo a cierta ruina por la salvación y expiación. En Caná dijo que la hora de la cruz le llevaría a su resurrección. Su vida pública daría cumplimiento a estas profecías.
(Mons. Fulton Sheen, Vida de Cristo, Herder, Barcelona. 7 ma Ed. 1996, pag. 82-87)
R.P. Alfredo Sáenz, S.J.
Lentamente nos vamos acercando al corazón del año litúrgico, la Semana Santa, en cuyo marco se conmemora el Misterio Pascual, el misterio de la muerte y resurrección del Señor. La liturgia de estos domingos, mediante una adecuada selección de textos de la Escritura, nos va preparando poco a poco para que podamos celebrar dicho misterio con una mayor inteligencia espiritual. El texto evangélico de hoy relata la purificación del Templo de Jerusalén. Nos resulta extraño ver al Señor, látigo en mano, arrojando a los mercaderes del Templo. Pero es que amaba entrañablemente al Templo, “la casa de su Padre”, como lo llamó una vez. Asimismo, tiempo atrás, haciendo un paréntesis en su vida oculta, había permanecido en él durante varios días, aun a costa de abandonar temporariamente a sus afligidos padres terrenos. Amaba a su Templo y no podía permitir que intereses comerciales bastardeasen de ese modo el carácter sagrado de la casa de Dios.
Pero el significado del gesto de Jesús va mucho más allá de las meras apariencias externas. El Templo de Jerusalén, ese Templo de piedra, era un signo del verdadero templo de Dios que es Cristo, una figura del Cuerpo de Cristo, Templo vivo en que el Verbo se había hecho carne. Antes de su venida al mundo, el Templo de Jerusalén era el lugar privilegiado donde los hombres podían encontrar a Dios y donde Dios se hacía especialmente presente a su pueblo. Pues bien, Cristo —hombre y Dios— es el nuevo Templo, el nuevo punto de confluencia entre Dios y los hombres, el Pontífice, es decir, el que tiende un puente entre Dios y los hombres, la Alianza hecha carne.
El evangelio de hoy nos muestra, pues, a Cristo penetrando en el Templo, signo de su cuerpo. Ya lo había hecho al comienzo de su vida en brazos de su Madre, que allí lo condujo para presentarlo al Señor, y para que se cumpliesen las disposiciones de la ley. Fue aquélla la primera entrada, en el silencio de la humildad. Ahora, en cambio, vuelve a ingresar en el Templo, pero con todo el esplendor de su poder mesiánico. Entra como Señor del Templo, para purificar a su Templo. El celo de su casa lo devora, esparciendo las monedas y volcando las mesas de los traficantes que ofenden a Dios. “Estoy saturado de holocaustos de carneros… —había dicho Dios por medio del profeta—; la sangre de novillos me repugna”. Dios Padre esperaba de los hombres una ofrenda muy superior a la de los carneros y novillos; aguardaba la ofrenda misma de su Hijo, víctima inmolada por nuestra salvación. Y ahora había llegado el momento del sacrificio definitivo en la casa de oración.
De ahí la extraña frase de Jesús, que suena a desafío: “Destruid este templo y en tres días lo volveré a levantar”. Los judíos creyeron que se refería al templo material, al templo de piedra: “Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”. Pero Jesús, nos advierte el evangelista, hablaba del Templo de su cuerpo. Resulta claro que lo que el Señor quiere enseñarnos es que el verdadero Templo es su propio cuerpo, del cual aquel templo material era tan sólo una figura. Acá se manifiesta la incredulidad de los judíos, que groseramente se aferran al signo, dejando de lado lo más importante: lo que el signo significa, el Templo definitivo, Jesús, única razón de ser del templo de piedra.
“Destruid este templo y en tres días lo volveré a levantar”. Con estas palabras Jesús anuncia su muerte y su resurrección. Gracias a la resurrección, su carne quedaría purificada de todo lo efímero, de todo lo mortal que la debilitaba. Y esta sublimación paradojalmente se realizaría merced a su paso por la muerte que le vendría de fuera: “destruid este templo”; muerte que le infringirían los judíos por causa de la misma incredulidad que revela su respuesta de hoy: “Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”. Los discípulos conservaron las palabras de Jesús en su memoria. Por eso, agrega el evangelista, “cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto”.
Tal es el núcleo del evangelio de hoy. Al tiempo que profetiza la destrucción del Templo, Jesús anuncia su muerte y su resurrección. Será menester pasar del signo a la realidad, del santuario de piedra al templo vivo. “No has querido ni sacrificios ni oblaciones, pero me modelaste un cuerpo”, dijo Jesús a su Padre cuando entró en el mundo, según se consigna en la epístola a los hebreos. El único verdadero santuario será en adelante su cuerpo, su cuerpo inmolado. “Se refería al templo de su cuerpo”. Cristo ofrece su cuerpo para altar, para santuario del sacrificio. Su cuerpo mismo sería la hostia, la víctima propiciatoria. Por eso, según se dice en la misma epístola a los hebreos, todos somos santificados “por la oblación del cuerpo de Cristo, oblación hecha de una vez para siempre”.
De ahí que, como lo relata San Juan, al término de su evangelio, a la muerte de Jesús “la cortina del Templo se rasgó en dos, de arriba a abajo”. Porque la muerte de Cristo abrió una brecha en la antigua alianza, y en su principal signo, el Templo de Jerusalén, envejecido y caduco por la presencia del Verbo que se hizo templo, brecha que fue el preludio de su total destrucción por obra de las tropas romanas. El acceso al santo de los santos, que antes era privilegio exclusivo del Sumo Sacerdote, quedaría entonces expedito. Así lo afirma la epístola a los hebreos: “Tenemos acceso seguro al Santuario por la sangre de Jesús, por el camino que ha inaugurado para nosotros, a través del velo, es decir, su carne”.
Avivemos, hermanos, nuestra fe en los misterios pascuales, en los misterios dolorosos y gloriosos de Jesús, que pronto vamos solemnemente a celebrar. Dentro de algunos minutos, el Señor entrará en nuestro interior por la Eucaristía, erigiendo allí un altar para renovar sobre él su sacrificio. Nunca como entonces será más verdadero aquello que enseña San Pablo: “¿No sabéis que sois templo de Dios?”. Entrará en nuestro interior la víctima ofrecida por nuestra redención. Él sabe lo que hay dentro de cada hombre. Que no encuentre allí nada bastardo, que no encuentre allí nada que le recuerde a los mercaderes del templo. Que el Señor penetre en nuestra alma como en su propia casa. Que haga de ella la casa de su Padre, un Templo de la Trinidad.
SAENZ, Palabra y Vida, Ciclo B, Gladius Buenos Aires 1993, 93-96
San Juan Crisóstomo
El celo por mi Casa me consumirá
- Otro evangelista cuenta que Jesús, al expulsar a toda aquella gente, les dijo: «No hagáis de la casa de mi Padre una cueva de ladrones». El nuestro, sin embargo, habla de «casa de comercio». No dicen cosas contradictorias, sino que nos dan a entender que Él hizo aquello una segunda vez, pero no en un breve espacio de tiempo, sino una vez al comienzo de su predicación y la otra cuando ya se aproximaba su Pasión. En esta segunda ocasión fue cuando, usando palabras más fuertes, la llamó «cueva», mientras que al principio de sus milagros no dijo eso, sino que les reprochó con palabras más moderadas, circunstancia ésta por la que se llega a deducir también que realizó dos veces esta misma acción.
Me preguntaréis: ¿por qué Cristo obró de esa manera y demostró con esos severidad y dureza tales como en ninguna otra ocasión, ni siquiera cuando fue insultado, cuando se burlaron de Él o le llamaron «samaritano» y «endemoniado»? Pues, no contentándose con las palabras, hizo un látigo de cuerdas y los echó por ese medio. Cuando Jesús hace el bien a sus hermanos, los judíos protestan y se enfadan. En cambio, cuando les riñe con aspereza, no se enfurecen, como sería de esperar, ni pronuncian palabra injuriosa ninguna al ver aquello, sino que se limitan a preguntarle: «¿Qué signo nos das para comportarte así?». Tanta era su envidia que no podían soportar los beneficios a otros concedidos. Por lo que hace al Salvador, una vez dijo que habían convertido el templo en una cueva de ladrones, queriendo indicar así que todo lo allí vendido era fruto del robo, de rapiñas y de especulaciones ilícitas. La otra vez, por el contrario, dijo sólo que habían convertido el templo en una casa de comercio, denunciando con sus palabras la bajeza de sus negociaciones.
Pero, ¿qué le movió a obrar así? Como se disponía a sanar enfermos en sábado y a hacer otras cosas que eran consideradas por éstos transgresiones a la ley, para no aparecer como enemigo de Dios y como si hubiera venido a obrar todo eso como rival del Padre, el Salvador se comporta desde el primer momento de manera que claramente refute una idea tan desatinada. Jesús, que tanto celo demostraba por el honor del templo, no podía ser adversario del dueño del templo, de quien era adorado en él. Bastaban, por otra parte, los años ya pasados, durante los cuales Él había vivido en un absoluto respeto a la ley, para demostrar su obediencia y reverencia al autor de la ley y que no había venido para combatir ésta. Pero como, probablemente, aquellos años serían olvidados, porque no eran conocidos a todos, pues Él se crió en una familia humilde y modesta, en presencia de todos realizó esta obra, no sin grave peligro, en presencia de la multitud que allí se hallaba presente porque había acudido a la fiesta. No se limitó a echarlos, sino que, además, volcó sus mesas y derramó por tierra el dinero para convencerles de que quien corría tales riesgos por defender el honor de aquella casa, ciertamente no podía ser que despreciara a su dueño. Si al obrar así estuviera fingiendo, se habría contentado con amonestarles, pero exponerse a tanto peligro es, en verdad, una gran muestra de valor. No era cosa pequeña exponerse a la furia de los mercaderes y exponerse a provocar la reacción de una muchedumbre de hombres embrutecidos de alguien que quiere disimular, sino el de quien está dispuesto a padecer y correr peligros por defender el honor del templo. De ese modo, demuestra el Salvador que está completamente de acuerdo con el Padre tanto con las palabras como con las obras. No llamó al templo «casa santa», sino «casa de mi Padre». Llama a Dios su Padre y, al principio, los judíos no reaccionan ante esto, pues no entienden que haya que dar importancia especial a esas palabras. Pero como luego, a lo largo de su discurso, se expresó más claramente, llegando a declarar su perfecta igualdad con el Padre, se enfurecieron. ¿Qué le preguntaron entonces? «¿Qué signo nos das para comportarte así?» ¡Qué desatada locura! ¿Qué necesidad había de un signo para que dejaran de obrar y libraran el templo de tanta vergüenza? El gran celo por la casa de Dios de que hizo gala, ¿no era ya, acaso, un signo evidentísimo de ser sobrehumana su virtud? Así lo reconocieron los más prudentes, incapaces de engañarse sobre este particular. «Sus discípulos recordaron entonces lo que está escrito: el celo de tu casa me devora». Los judíos, en cambio, no se acordaron de la profecía y preguntaron: «¿qué signo nos das?», pues les afligía la pérdida de su indigno negocio y esperaban evitar su pérdida invitándole a darles un signo que luego pudieran rebatir. Por lo cual, Él no les dio signo ninguno. Cuando por primera vez se le acercaron para solicitar de Él una señal, les dijo: «Esta generación perversa y adúltera pide una señal, pero no les será dada otra que la de Jonás». En esa ocasión se pronuncia más claramente, mientras que aquí lo hace con cierta reserva y ello en razón de su ignorancia. Quien socorría al que nada le había pedido y quien por doquier hacía prodigios no habría rechazado su solicitud de no haber comprendido cuán perversa y fraudulenta era el alma de aquéllos.
Querría que ahora penséis cómo es, en efecto, pérfida su demanda. Deberían haber alabado su diligencia y su celo y admirarse ante tal prueba de amor por la casa de Dios. Sin embargo, lo acusan y pretenden defender la licitud de vender y hacer tratos en ese lugar, requiriéndole que dé una señal. ¿Qué les responde Cristo? «Destruid este templo y lo reconstruiré en tres días». Es frecuente que Cristo diga cosas de este género, incomprensibles para sus oyentes, pero que llegarán a hacerse claras a quienes vivan en épocas posteriores. ¿Por qué? Porque cuando se viniera a cumplir lo predicho por El, se haría también evidente que Él había conocido ese hecho desde hacía tiempo. Tal sucede con esa profecía. Dice el evangelista, que «cuando resucitó, sus discípulos recordaron que Él había dicho esto y creyeron en la Escritura y en la palabra dicha por Jesús». En cambio, en el momento en que fueron pronunciadas esas palabras, algunos se quedaron desconcertados sin saber su verdadero significado y otros le contestaron diciendo: «Han hecho falta cuarenta y seis años para construir este templo, ¿y tú lo vas a reconstruir en tres días?». Al hablar de cuarenta y seis años se referían a la última reconstrucción del templo, pues para la construcción originaria sólo hicieron falta veinte años.
3. ¿Por qué no resolvió este enigma? ¿Por qué no dijo: no hablo de este templo, sino de mi cuerpo? ¿Y por qué, si Él calló entonces sobre el significado de sus palabras, lo explicó el evangelista al escribir su evangelio mucho tiempo después? ¿Por qué calló? Porque no habrían dado crédito a sus palabras. Los propios discípulos eran incapaces de entender lo que decía y mucho más incapaz aún era la multitud. Pero, dice el evangelista, «cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron y creyeron en la Escritura y en la palabra dicha por Jesús». Dos eran las verdades que en aquel momento fueron propuestas a su fe: primero, la resurrección y luego, lo que es todavía mayor: la inhabitación de Dios en El. A ambas alude cuando dice: «destruid este templo y lo reconstruiré en tres días». También San Pablo advierte que es éste un signo y no pequeño de su divinidad: «Él fue establecido por Dios con gran poder, según el espíritu de santificación, mediante la resurrección de la muerte. Digo Jesucristo, Señor nuestro…» Pues Él aquí, y en otro lugar y por doquier, propone éste como el signo por excelencia, ora diciendo: «Cuando sea levantado», ora «cuando levantéis al Hijo del Hombre entenderéis quién soy yo», ora «no se os dará ningún signo, sino el de Jonás» y, en nuestro caso, «en tres días lo reconstruiré». Y hace esto porque con este argumento, más que con ningún otro, se demuestra que no era un simple hombre, pues podía triunfar sobre la muerte y poner así término a su larga tiranía y a aquella difícil guerra. Por eso dice: «entonces entenderéis». ¿Cuándo? Cuando después de haber resucitado atraiga a mí a todo el mundo entonces sabréis que yo, Dios y verdadero Hijo de Dios, he hecho todo eso para vengar la ofensa infligida al Padre. ¿Por qué no dijo qué signos eran menester para exterminar el mal, aunque dijo que daría una señal? Porque, de haberlo hecho, les habría irritado más, mientras que obrando como lo hizo, les dejó temerosos. Ellos no respondieron nada. Les parecía estar escuchando algo imposible y no quisieron preguntarle más sino que, considerando que se trataba de algo inverosímil, evitaron en adelante tocar ese asunto. Aunque por entonces todo eso les parecía imposible, si hubieran sido prudentes, le habrían preguntado y le habrían rogado que resolviera sus dudas, al menos cuando vieron que había obrado ya muchos prodigios. Pero como eran unos insensatos, no prestaron atención a algunas de las cosas que dijo y otras las malinterpretaron, escuchándolas con malas disposiciones. Por eso Cristo les habló de ese modo tan enigmático.
Propongámonos ahora otra cuestión: ¿cómo es que los discípulos no sabían que Él resucitaría de entre los muertos? Porque todavía no eran dignos de recibir la gracia del Espíritu. Por eso, aunque a menudo oían hablar de la resurrección, no entendían nada, y daban vueltas en su interior acerca de qué podría significar. Lo que se decía, que uno podía resucitarse a sí mismo, era, desde luego, una cosa sobremanera extraordinaria e inaudita. A este propósito, y por causa de su ignorancia respecto a la resurrección, el propio Pedro fue reprobado cuando dijo: «Nunca te suceda eso» 19. Por otra parte, tampoco Cristo se la reveló claramente antes de que se cumpliera, para no escandalizar a quienes, al principio, experimentaban dificultades para aceptar las verdades que se les decían, porque les parecía sorprendentes y ni siquiera sabían a ciencia cierta quién era Él. Nadie se habría negado, desde luego, a creer en palabras avaladas por los hechos. Pero era de esperar que algunos permanecerían incrédulos ante afirmaciones que se basaran sólo en palabras. Por eso, al principio permitió Él que las cosas siguieran ocultas. Cuando confirmaba con hechos la veracidad de sus palabras, entonces les concedía comprender las palabras y tanta abundancia del Espíritu, que ellos inmediatamente captaban su significado de modo pleno. Está escrito que «Él os desentrañará todo». Quienes en una sola noche perdieron la alta estima en que le tenían, huyeron y negaron que lo hubieran conocido nunca, ni siquiera de vista, difícilmente se habrían acordado de todo lo sucedido y de cuanto había sido dicho mucho tiempo antes, a no ser que hubieran alcanzado con abundancia la gracia del Espíritu. Me preguntaréis, sin embargo: si debían ser instruidos en todo por el Espíritu, ¿qué razón había para que convivieran con Cristo, cuando no entendían lo que les decía? La respuesta estriba en el hecho de que el Espíritu no les enseñó todas esas cosas, sino que se limitó a evocar en su memoria las verdades dichas por Cristo. Además, contribuía, y no poco, a la gloria de Cristo el hecho de que les enviara al Espíritu Santo para que les desentrañara cuanto Él había enseñado anteriormente.
Es verdad que, al principio, por especial disposición de Dios, la gracia del Espíritu se derramó con gran abundancia. Mas luego es debido a su virtud el que hayan conservado ese don. Fue la vida suya de una resplandeciente santidad, manifestaron gran sabiduría, afrontaron enormes fatigas y despreciaron esta vida terrenal, sin tener para nada en cuenta las cosas humanas y mostrándose superiores a todas ellas. Volando hacia lo alto cual ligerísimas águilas, tocaron el mismo cielo con sus obras y por eso recibieron la gracia sobrenatural del Espíritu. Imitémosles también nosotros: no permitamos que nuestras lámparas se apaguen. Mantengámoslas siempre encendidas mediante la limosna. Sólo así continuará siempre brillando la luz de ese fuego. Recojamos aceite en nuestros vasos para poder vivir, porque tras nuestra partida no podremos ya comprarlo y no lo recibiremos de otras manos que no sean las de los pobres. Recojámoslo, repito, con abundancia aquí abajo si es que queremos entrar en compañía del esposo, pues, de lo contrario, deberemos permanecer fuera de la casa donde las nupcias se celebran. Es imposible, repito, imposible, entrar en el umbral del reino de los cielos si no hemos hecho limosnas, aunque hayamos cumplido otras innumerables obras buenas. Por lo cual, hagamos con abundancia generosas limosnas, para así poder gozar de los bienes inefables que esperamos alcanzar todos, por la gracia y la bondad de nuestro Señor Jesucristo, a quien la gloria por doquier y el reino, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
(San Juan Crisóstomo, Biblioteca de Patrística 15, Editorial Ciudad Nueva, Madrid, pp 282-28)
Guión III Domingo de Cuaresma
3 de marzo 2024 – CICLO B
Entrada:
Jesús es el nuevo Templo, destruido en la cruz y reconstruido a los tres días. De este Templo manará para nosotros el agua vivificante del Espíritu. En este Templo estamos llamados a morar, a permanecer, lo mismo que Cristo mora en el seno del Padre. Este es el signo que Dios nos da en esta cuaresma para que creamos en Él.
Primera Lectura
La ley Santa de Dios fue dada por medio de Moisés. Ella es pura y permanece para siempre.
Segunda Lectura
La predicación de Cristo crucificado es sabiduría de Dios para los elegidos.
Evangelio
Jesús manifiesta su celo por la gloria de su Padre y anuncia veladamente su muerte y resurrección.
Preces:
Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único; por eso nos animamos a pedirle.
A cada intención respondemos:…
* Por toda la Iglesia para que la Cuaresma sea una ocasión de conversión y les dé a todos sus miembros un impulso más valiente hacia la santidad. Oremos…
* Para que los cristianos seamos solícitos en obras de misericordia tanto espirituales como corporales, para que el mundo crea en la redención obrada por Cristo. Oremos…
* Por la paz del mundo, para que los implicados en conflictos bélicos entiendan que el único camino para progresar en el entendimiento mutuo es el diálogo pacífico y el perdón de las ofensas. Oremos…
* Por los que se están preparando para recibir los sacramentos en esta Pascua, para que a través de la catequesis y de la lectura atenta de la Palabra de Dios, aprendan a ver a Cristo como el único Camino que lleva a la plenitud de la alegría y del amor. Oremos…
* Por los enfermos que padecen en el cuerpo o en el alma, para que ofrezcan su dolor unidos a la Pasión de Cristo descubriendo en el sufrimiento unido al Amor la fuerza que salva al mundo. Oremos…
Estas son las necesidades, Señor, de quienes queremos identificarnos con Cristo crucificado. Ayúdanos en nuestra debilidad por el mismo Cristo, nuestro Señor. Amén.
Ofertorio:
En la Eucaristía Cristo nos revela sus ansias incontenibles de dar la vida por nosotros. Unidos a su oblación presentamos:
* Incienso y las oraciones que elevamos a Dios por la reconciliación de los hombres.
* Pan y vino para el Sacrificio junto con nuestros esfuerzos por hacer de nuestra vida un continuo acto de amor a Dios.
Comunión
Quédate con nosotros Señor y ayúdanos a llevar la Cruz de cada día, bendiciéndote y alabándote constantemente.
Salida
La Virgen, Madre de Dios nos acoge como a hijos suyos, en la Cruz y en el consuelo; en el tiempo y en la eternidad.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
El hombre más feliz
Solía contarlo San Alfonso María de Ligorio, y lo repite uno de sus hijos, gran apóstol de la Palabra de Dios. Escuchadlo, mis hermanos, y aprended.
Un monje sabio tenía una verdadera curiosidad. Muchas veces interrogaba al Señor:
—Señor, ¿quién será hoy en el mundo el hombre más santo? , ¿Quién será el hombre más feliz?
Eran las horas de la mañana, y repitiendo la misma oración, oyó una voz que le decía:
—¡Vete al templo, y en el atrio te lo dirán!
El monje metió las manos en las anchas mangas, se echó la capucha sobre la cabeza, atravesó los largos patios, y se asomó al atrio de la santa abadía. Allí sobre un banco de piedra, había pasado la noche un pobre mendigo. En aquel mismo momento se despertaba y se santiguaba devotamente.
—Buenos días, hermano —le dijo el monje.
—Buenos días —contestó alegre el pobre pordiosero. —Alegre os levantáis, por lo visto —replicó el monje. —Padre —contestó el mendigo—, yo siempre estoy alegre. —¿Alegre? No lo creo.
—Siempre alegre, Padre; siempre alegre.
—Entonces, ¿tú eres hombre feliz?
—Completamente feliz.
Y en los días del invierno cuando cae la nieve, y tú vas pasando de puerta en puerta, como los pajarillos saltan de rama en rama, ¿eres feliz?
—Padre, completamente feliz. Porque pienso que mi Padre Dios quiere que pase un poco de frío. También Él lo pasó; pero, mire usted, nunca me falta un pajar donde dormir y calentarme.
—Dime, y cuando tienes hambre, y pides de puerta en puerta, y no te dan ni un mendrugo de pan, ¿eres feliz?
—Padre, completamente feliz. Porque pienso que mi Padre Dios quiere que pase un poquito de hambre. Él también la pasó. Pero nunca falta un pedacillo de pan.
El monje le miraba estupefacto de arriba abajo.
—Hermano —le dijo al fin—, ¡tú me engañas! ¡Tú no eres un pobre!
—Padre, claro que no; yo no soy un pobre.
—Entonces, ¿tú quién eres?
—¡Un rey!
—¿Un rey? ¿Con ese zurrón y esos harapos?
—¡Pues, Padre, con zurrón y harapos, rey soy!
—¿Y cuál es tu reino?
—Mi corazón, donde mando sobre mis pasiones. Pero todavía tengo otro reino. Padre, ¿ve usted ese sol que ahora mismo sale en su carroza de luz? ¿Ve usted esos montes? ¿Ve usted esos campos? Todo ello es de mi Padre Dios. Yo le digo muchas veces al día: ¡Padre nuestro que estás en los cielos! Y me digo: ¡Qué Padre tan grande tengo! Todo es suyo. Como yo soy su hijo, es mío también. Deje, Padre, que pase la vida. Entonces tiro al sepulcro mi cayado, mis harapos y mi zurrón, ¡y al cielo me voy! Allí tengo mi palacio. ¡Allí está mi Padre Dios!
El monje no quiso oír más. Volvió al convento: rezó en el coro. Entonces comprendió que aquel pobre mendigo era el hombre más feliz y aprendió el secreto de la felicidad.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 519 – 520)