PRIMERA LECTURA
Escucha, Israel: Amarás al Señor con todo tu corazón
Lectura del libro del Deuteronomio 6, 1-6
Moisés habló al pueblo diciendo:
Éste es el mandamiento, y éstos son los preceptos y las leyes que el Señor, su Dios, ordenó que les enseñara a practicar en el país del que van a tomar posesión, a fin de que temas al Señor, tu Dios, observando constantemente todos los preceptos y mandamientos que yo te prescribo, y así tengas una larga vida, lo mismo que tu hijo y tu nieto.
Por eso, escucha, Israel, y empéñate en cumplirlos. Así gozarás de bienestar y llegarás a ser muy numeroso en la tierra que mana leche y miel, como el Señor, tu Dios, te lo ha prometido.
Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
Graba en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy.
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 17, 2-4. 47. 51ab
R. Yo te amo, Señor, mi fortaleza.
Yo te amo, Señor, mi fuerza,
Señor, mi Roca, mi fortaleza y mi libertador. R.
Mi Dios, el peñasco en que me refugio,
mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoqué al Señor, que es digno de alabanza
y quedé a salvo de mis enemigos. R.
¡Viva el Señor! ¡Bendita sea mi Roca!
¡Glorificado sea el Dios de mi salvación!
Él concede grandes victorias a su rey
y trata con fidelidad a su Ungido. R.
SEGUNDA LECTURA
Como permanece para siempre, posee un sacerdocio inmutable
Lectura de la carta a los Hebreos 7, 23-28
Hermanos:
En la antigua Alianza los sacerdotes tuvieron que ser muchos, porque la muerte les impedía permanecer; pero Jesús, como permanece para siempre, posee un sacerdocio inmutable.
De ahí que Él puede salvar en forma definitiva a los que se acercan a Dios por su intermedio, ya que vive eternamente para interceder por ellos.
Él es el Sumo Sacerdote que necesitábamos: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y elevado por encima del cielo. Él no tiene necesidad, como los otros sumos sacerdotes, de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados, y después por los del pueblo. Esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. La Ley, en efecto, establece como sumos sacerdotes a hombres débiles; en cambio, la palabra del juramento —que es posterior a la Ley— establece a un Hijo que llegó a ser perfecto para siempre.
Palabra de Dios.
ALELUIA Jn. 14,23
Aleluia.
«El que me ama será fiel a mi palabra,
y mi Padre lo amará e iremos a él», dice el Señor.
Aleluia.
Amarás al Señor, tu Dios. Amaras a tu prójimo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 12, 38b-34
Un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: « ¿Cuál es el primero de los mandamientos?»
Jesús respondió: «El primero es: “Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas”. El segundo es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay otro mandamiento más grande que éstos»
El escriba le dijo: «Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que El, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios».
Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: «Tú no estás lejos del Reino de Dios».
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Palabra del Señor.
Rudolf Schnackenburg
El mandamiento principal
(Mc.12,28-34)
De nuevo procura Marcos enlazar la perícopa precedente con el nuevo diálogo. Un escriba, que por las circunstancias debía pertenecer a las filas de los fariseos, ha escuchado la polémica de Jesús con los saduceos, ha admirado su clara respuesta y está de acuerdo con él. Y así plantea a Jesús una cuestión de un tipo bien distinto. Se refiere al cumplimiento de la ley divina, del mejor modo posible, en la realidad de la vida cotidiana. Esta vez no se dice que Jesús haya sido sometido a prueba o que se pretenda sorprenderle en alguna palabra. Es un diálogo de escuela o doctrinal; sólo Mateo vuelve a convertirlo en una cuestión disputada con que los fariseos quieren tentar a Jesús (22,34s; cf. también Luc_10:25).
La respuesta de Jesús, con la que el escriba se muestra plenamente de acuerdo y a la que aporta su reflexión, según Marcos, era de extraordinaria importancia para la Iglesia primitiva. El mandamiento del amor es el meollo de la ética cristiana y encuentra un eco muy fuerte en las paráklesis (o discursos de exhortación) de la Iglesia primitiva. Lucas trae la declaración de Jesús en otro contexto poniendo todo el acento en el cumplimiento del precepto del amor (/Lc/10/25-37).
Es una resolución fundamental de Jesús, cuya importancia apenas puede sobrevalorarse, para la vida del hombre, para las relaciones entre religión y moralidad, para el comportamiento del individuo y de la humanidad toda. El problema del mandamiento máximo y compendio de todos interesaba muy particularmente al judaísmo. Pues desde que la religión judía fue evolucionando cada vez más hasta convertirse en una religión legalista, desde que los judíos veían su distintivo de pueblo de Dios principalmente en la tora que se les había dado, en la ley de Moisés sobre el Sinaí, que determinaba toda su vida, de un modo dichoso al par que agobiante, se había hecho inevitable el problema de cómo podían observarse los numerosos preceptos en la vida cotidiana y cómo se podía cumplir la voluntad de Dios y alcanzar la salvación, a pesar de la debilidad humana. A través de la exposición farisaica de la ley de Moisés, que rodeaba a esa ley como una valla protectora, cada vez iban aumentando más los mandamientos y prohibiciones. Para entonces se contaban 613 mandamientos, entre los cuales 365 -tantas como los días del año- prohibiciones y 248 -según el supuesto número de miembros del cuerpo- prescripciones positivas. Se distinguía entre mandamientos grandes y pequeños, pesados y ligeros; pero la gente se preguntaba también cómo se podría resumir toda la tora en una breve sentencia. El célebre rabino Hilel, que vivió antes de Jesucristo, respondió así, según una tradición judía: «Lo que a ti te resulta molesto, no se lo hagas tú al prójimo; ahí está toda la ley, todo lo demás es interpretación.» El rabbí Akiba, que murió por su fe en la sublevación de Bar-Kochba -hacia el 135 d.C.-, señalaba el amor al prójimo; y Simlay -hacia el 250 d.C.-, la fe. La entrega a los semejantes para cumplir la voluntad de Dios contaba, pues, ya en el judaísmo con una tradición.
Idea y obra de Jesús es la unión indisoluble entre amor a Dios y amor al prójimo. La pregunta del escriba «¿Cuál es el mandamiento primero de todos?», estaba planteada, pues, con toda seriedad y sin segundas intenciones. En ella resuena el interrogante angustioso de muchos contemporáneos de Jesús acerca del camino de la salvación, y con el que ya nos hemos encontrado a propósito del hombre rico (10,17). Interesante es también la petición de un discípulo al rabbí Eliezer (hacia el 100 d.C.) en su lecho de muerte: «Maestro, enséñanos los caminos de la vida, para que por ellos seamos dignos de la vida del mundo futuro.» Jesús responde con la misma seriedad, pero también con una seguridad soberana. Su respuesta está formada por citas bíblicas que en el Pentateuco aparecen separadas. La primera es el comienzo del shema, así llamado por la primera palabra: «¡Escucha!» (Deu_6:4s). Unido a otros dos pasajes bíblicos el shema había pasado a ser la profesión de fe judía, que se recitaba cada día, mañana y tarde, ya en tiempos de Jesús, según una buena tradición. Era una confesión de fe monoteísta, pero que además obligaba a servir a ese Señor y amarle «con todo el corazón y con toda el alma».
Estas apostillas, que hacen más comprometedor el amor a Dios, difieren en número -en el Antiguo Testamento eran tres los giros- y en forma entre los distintos evangelistas. Subrayan en conjunto la intensidad y totalidad del amor y no requieren, así lo parece, ninguna explicación particular. Pero la exégesis judía se ocupó de tales matizaciones, y es buena prueba de su voluntad de tomar en serio la llamada de Dios el hecho de que los explicase de la manera más concreta posible. Como la palabra hebrea correspondiente a «alma» puede también significar «vida», se incluyó hasta la exigencia de dar la vida por Dios. Así se refiere del ya mencionado rabbí Akiba que, cuando le llevaban al martirio y le arrancaban ya la carne a pedazos, era la hora del shema, y que se puso a recitarlo. Sus discípulos quisieron impedir este esfuerzo a su martirizado maestro, pero él les dijo: «A lo largo de toda mi vida me ha preocupado saber si este versículo ‘con toda tu alma’, incluía la entrega de la vida (el alma); y ahora que ya lo sé y lo estoy cumpliendo, ¿no lo voy a recitar?»; el otro giro «con todas tus fuerzas» se aplicaba corrientemente a la hacienda, a las posesiones materiales.
Jesús califica el mandamiento del amor a Dios como el «primero»; pero le une inmediatamente, como segundo, el amor al prójimo, según Lev_19:18. No vamos a explicarlo aquí con más detalle. Según la concepción veterotestamentaria, el «prójimo» era el compañero de religión, aunque según Lev_19:34 se le equiparaba también al extranjero que tenía su residencia en la tierra de Israel. La exégesis rabínica limitó más tarde el precepto del amor a los israelitas y a los prosélitos propiamente dichos; pero no faltaron otras voces que reclamaban la ampliación del mandamiento del amor a todos los hombres. Según otros pasajes de los Evangelios, especialmente la parábola del samaritano compasivo (Luc_10:30-37), Jesús adoptó una postura universalista, y exigió aceptar a cualquier hombre necesitado, independientemente de su pertenencia al pueblo y religión que fuesen.
Aquí no se expone esta interpretación del mandamiento del amor al prójimo; todo el interés recae en la conexión entre el amor de Dios y el amor al prójimo. «No hay mandamiento alguno mayor que éstos». De ese modo se equipara el amor al prójimo con el amor a Dios; es más, en el amor al prójimo es donde el amor de Dios tiene su campo de operaciones y donde consigue mantenerse. Según la consecuencia que saca el escriba, y que Jesús alaba, de que este doble amor está por encima de todos los holocaustos y sacrificios, y por lo mismo también sobre la adoración cúltica de Dios, habría que decir incluso que la realización del amor de Dios en el amor al prójimo constituye el verdadero núcleo de la resolución de Jesús.
Por lo demás, no puede negarse un cierto enfrentamiento a la adoración cúltica y unilateral de Dios en las enseñanzas y gestos de Jesús. En la parábola del samaritano compasivo se vitupera a los representantes del culto del templo; en Mar_7:6s se censura el culto de labios afuera; y la purificación del templo muestra de modo gráfico la dura crítica de Jesús al culto que hasta entonces venía practicándose en el templo, mezclado con las debilidades humanas, y sus exigencias de un nuevo servicio moral a Dios.
Mas del doble precepto del amor a Dios y al prójimo tampoco se puede deducir que el amor de Dios se agote en la mera filantropía (cf. el comentario al 12,41-44). La vinculación de ambos preceptos apenas está atestiguada en el judaísmo; así, escribe Filón de Alejandría: «Existen, por decirlo así, dos doctrinas fundamentales, a las que se subordinan las innumerables doctrinas y leyes particulares: en lo que a Dios se refiere, el mandamiento de la adoración divina y de la piedad; por lo que hace al hombre, el mandamiento del amor al prójimo y de la justicia» (Sobre los distintos mandamientos II, § 63). Pero la vinculación consecuente y la mutua subordinación del amor a Dios y al prójimo con la claridad y resolución con que Jesús las ha expuesto, son algo único.
El escriba reflexiona sobre la respuesta de Jesús, reconoce su profunda verdad y saca la consecuencia de que este amor a Dios y este amor al prójimo es superior a todos los sacrificios del templo. Por ello obtiene la aprobación y elogio de Jesús: «No estás tú lejos del reino de Dios.» Como en otros lugares el reino de Dios aparece como una realidad introducida por Dios y ya inminente (1,15), aquí sólo se puede pensar en la participación de este escriba en el mismo. Se encuentra en el mejor camino para entrar de una vez en el reino de Dios. Mateo ha omitido este desenlace del diálogo, cosa comprensible en su planteamiento del mismo como disputa. Marcos evidencia una postura más ecuménica: a pesar de los frecuentes ataques contra los doctores de la ley (2,6; 3,22, etc.), a pesar de la advertencia a guardarse de los mismos, que también Marcos consigna (12,38s), hay algunos que se abren a la predicación de Jesús. La comunidad no debe cerrarles las puertas; hay que reconocer el bien doquiera que se encuentre. La observación final de que ya nadie osaba plantear más cuestiones a Jesús, no se refiere ya especialmente a esta última escena, sino que subraya más bien el fin de las disputas anteriores al tiempo que (…) introduce la perícopa inmediata en que la pregunta parte del propio Jesús poniendo en evidencia a los escribas.
(SCHNACKENBURG, R., El Evangelio según San Marcos, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder)
Benedicto XVI
Amor a Dios y amor al prójimo
- Después de haber reflexionado sobre la esencia del amor y su significado en la fe bíblica, queda aún una doble cuestión sobre cómo podemos vivirlo: ¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea? Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor? En estas preguntas se manifiestan dos objeciones contra el doble mandamiento del amor. Nadie ha visto a Dios jamás, ¿cómo podremos amarlo? Y además, el amor no se puede mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que puede tenerse o no, pero que no puede ser creado por la voluntad. La Escritura parece respaldar la primera objeción cuando afirma: « Si alguno dice: ‘‘amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve » (1 Jn 4, 20). Pero este texto en modo alguno excluye el amor a Dios, como si fuera un imposible; por el contrario, en todo el contexto de la Primera carta de Juan apenas citada, el amor a Dios es exigido explícitamente. Lo que se subraya es la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios.
- En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues « Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él » (1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este « antes » de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta.
En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por « concluido » y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle,[9] querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío.[10] Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).
- De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo « piadoso » y cumplir con mis « deberes religiosos », se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación « correcta », pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un « mandamiento » externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15, 28).
(Benedicto XVI, Encíclica Deus Caritas est, nº 16 – 18)
San Alberto Hurtado
La orientación fundamental del Catolicismo
“Seamos cristianos, es decir, amemos a nuestros hermanos”. En este pensamiento lapidario resume el gran Bossuet su concepción de la moral cristiana. Poco antes había dicho: “Quien renuncia a la caridad fraterna, renuncia a la fe, abjura del cristianismo, se aparta de la escuela de Jesucristo, es decir, de su Iglesia”.
Al iniciar este estudio sobre el deber social de los católicos nos ha parecido que la mejor introducción es recordar el pensamiento básico que funda toda la actitud moral del catolicismo. Sin una comprensión de esta actitud, y sin entender exactamente el sitio que ocupa la caridad en el pensamiento de la Iglesia, será muy difícil evitar una actitud de crítica, de amarga protesta, ante las exigencias sociales, cuya razón íntima no se podrá percibir.
Si llegamos a comprender a fondo el sitio que ocupa la caridad en el cristianismo, la actitud de amor hacia nuestros hermanos, el respeto hacia ellos, el sacrificio de lo nuestro por compartir con ellos nuestras felicidades y nuestros bienes, fluirán como consecuencias necesarias y harán fácil una reforma social. De lo contrario, cualquier petición a favor de los que llevan una vida más dura encontrará resistencias de nuestra parte, y sólo podrá ser obtenida con protestas y amargas quejas, y nunca con el gesto amplio del amor y de la comprensión, sino que contentándose con dar el mínimo necesario para tapar la boca de quienes exigen y amenazan.
Lo más interesante, por tanto, en un estudio del deber social de los católicos es comprender su actitud, el estado de ánimo para abordar este estudio; es poner al lector en el clima propio del catolicismo; es invitarlo a mirar este problema con los ojos de Cristo, a juzgarlo con su mente, a sentirlo con su corazón. No lograremos una visión social justa mientras el católico del siglo XX no tenga ante el problema social la actitud de la Iglesia que no es en el fondo sino, prolongado, Cristo viviendo entre nosotros. Una vez que el católico haya entrado en esta actitud de espíritu, todas las reformas sociales, todas las reformas que exige la justicia social están virtualmente ganadas. Será necesaria la técnica económica social, un gran conocimiento de la realidad humana, de las posibilidades de la industria en un momento determinado, de la vinculación internacional de los problemas sociales, pero todos estos estudios se harán sobre un terreno propicio si la cabeza y el corazón del cristiano han logrado comprender y sentir el mensaje de Cristo.
El Mensaje de Cristo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27). El Mensaje de Jesús fue comprendido en toda su fuerza por sus colaboradores más inmediatos, los apóstoles: “El que no ama a su hermano no ha nacido de Dios” (1Jn 2,1). “Si pretendes amar a Dios y no amas a tu hermano, mientes” (1Jn 4,20). “¿Cómo puede estar en él el amor de Dios, si rico en los bienes de este mundo, si viendo a su hermano en necesidad le cierra el corazón?” (1Jn 3,17). Con qué insistencia inculca Juan esta idea: que es puro egoísmo pretender complacer a Dios mientras se despreocupa de su prójimo. Santiago apóstol con no menor viveza que San Juan dice: “La religión amable a los ojos de Dios, no consiste solamente en guardarse de la contaminación del siglo, sino en visitar a los huérfanos y asistir a las viudas en sus necesidades” (Sant 1,27).
San Pablo, apasionado de Cristo: “Nacemos por la caridad, servidores los unos de los otros, pues toda nuestra ley está contenida en una sola palabra: Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14). “El que ama a su prójimo cumple la ley” (Rm 12,8). “Llevad los unos la carga de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo” (Gal 6,2). Todavía con mayor insistencia, San Pablo resume todos los mandamientos no ya en dos, sino en uno que compendia los dos mandamientos fundamentales: “Toda la ley se compendia en esta sola palabra: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Rm 13,19). San Juan repite el mismo concepto: “Si nos amamos unos a otros Dios mora en nosotros y su amor es perfecto en nosotros” (1Jn 4,12). Y añade aún un pensamiento, fundamento de todos los consuelos del cristiano: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida sobrenatural si amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte” (1Jn, 3,14).
Después de recorrer tan rápidamente unos cuantos textos escogidos al azar entre los mucho más numerosos que podríamos citar, de cada uno de los apóstoles que han consignado su predicación por escrito, no podemos menos de concluir que no puede pretender llamarse cristiano quien cierra su corazón al prójimo.
Se engaña, si pretende ser cristiano, quien acude con frecuencia al templo pero no al conventillo para aliviar las miserias de los pobres. Se engaña quien piensa con frecuencia en el cielo, pero se olvida de las miserias de la tierra en que vive. No menos se engañan los jóvenes y adultos que se creen buenos porque no aceptan pensamientos groseros, pero que son incapaces de sacrificarse por sus prójimos. Un corazón cristiano ha de cerrarse a los malos pensamientos, pero también ha de abrirse a los que son de caridad.
La enseñanza Papal
La primera encíclica dirigida al mundo cristiano por San Pedro encierra un elogio tal de la caridad que la coloca por encima de todas las virtudes, incluso de la oración: “Sed perseverantes en la oración, pero por encima de todo practicad continuamente entre vosotros la caridad” (1Pe 4,8-9).
Desfilan los siglos, doscientos cincuenta y ocho Pontífices se han sucedido, unos han muerto mártires de Cristo, otros en el destierro, otros dando testimonio pacífico de la verdad del Maestro, unos han sido plebeyos y otros nobles, pero su testimonio es unánime, inconfundible, no hay uno que haya dejado de recordarnos el mandamiento del Maestro, el mandamiento nuevo del amor de los unos a los otros, como Cristo nos ha amado. Imposible sería recorrer la lista de los Pontífices aduciendo sus testimonios: tales citaciones constituirían una biblioteca.
La práctica del amor cristiano
Con mayor cuidado que la pupila de los ojos debe, pues, ser mirada la caridad. La menor tibieza o desvío voluntario hacia un hermano, deliberadamente admitidos, serán un estorbo más o menos grave a nuestra unión con Cristo. Por eso nos dijo el Maestro que “si al ir a presentar una ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24).
Al comulgar recibimos el Cuerpo físico de Cristo, Nuestro Señor, y no podemos, por tanto, en nuestra acción de gracias rechazar su Cuerpo Místico. Es imposible que Cristo baje a nosotros con su gracia y sea un principio de unión si guardamos resentimiento con alguno de sus miembros. Por esto San Pablo, que había comprendido tan bien la doctrina del Cuerpo Místico, nos dice: “Os conjuro hermanos… que todos habléis del mismo modo y no haya disensiones entre vosotros, sino que todos estéis enteramente unidos en un mismo sentir y en un mismo querer” (1Co 1,10).
Este amor al prójimo es fuente para nosotros de los mayores méritos que podemos alcanzar porque es el que ofrece los mayores obstáculos. Amar a Dios en sí es más perfecto, pero, más fácil; en cambio, amar al prójimo, duro de carácter, desagradable, terco, egoísta, pide al alma una gran generosidad para no desmayar. Por esto Marmión dice: “No temo afirmar que un alma que por amor sobrenatural se entrega sin reservas a Cristo en las personas del prójimo ama mucho a Cristo y es a su vez infinitamente amada. Cerrándose al prójimo se cierra a Cristo el más ardiente deseo de su corazón: ‘Que todos sean uno’”.
Este amor, ya que todos no formamos sino un solo Cuerpo, ha de ser universal, sin excluir positivamente a nadie, pues Cristo murió por todos y todos están llamados a formar parte de su Reino. Por tanto, aun los pecadores deben ser objeto de nuestro amor puesto que pueden volver a ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Que hacia ellos se extienda, por tanto, también nuestro cariño, nuestra delicadeza, nuestro deseo de hacerles el bien, y que al odiar el pecado no odiemos al pecador.
El amor al prójimo ha de ser ante todo sobrenatural, esto es, amarlo con la mira puesta en Dios, para alcanzarle o conservarle la gracia que lo lleva a la bienaventuranza. Amar es querer bien, como dice Santo Tomás, y todo bien está subordinado al [bien] supremo; por eso es tan noble la acción de consagrar una vida a conseguir a los demás los bienes sobrenaturales que son los supremos valores de la vida.
Pero hay también otras necesidades que ayudar: un pobre que necesita pan, un enfermo que requiere medicinas, un triste que pide consuelo, una injusticia que pide reparación… y sobre todo, los bienes positivos que deben ser impartidos, pues aunque no haya ningún dolor que restañar, hay siempre una capacidad de bien que recibir.
San Pablo resume admirablemente esta actitud: “Amaos recíprocamente con ternura y caridad fraternal, procurando anticiparos unos a otros en las señales de honor y deferencia… Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran, estad siempre unidos en unos mismos sentimientos… vivid en paz y, si se puede, con todos los hombres” (Rm 12,10-18). “Os ruego encarecidamente que os soportéis unos a otros con caridad; solícitos en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz; pues no hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación” (Ef 4,1-4).
El modelo del amor y su imitación por los cristianos
La ley de la caridad no es para nosotros ley muerta; tiene un modelo vivo que nos dio ejemplos de ella desde el primer acto de su existencia hasta su muerte, y continúa dán-donos pruebas de su amor en su vida gloriosa: ese es Jesucristo.
Hablando de Él, dice San Pablo que es la Benignidad misma que se ha manifestado a la tierra; y San Pedro, que vivió con Él tres años, nos resume su vida diciendo que “pasó por el mundo haciendo el bien” (Hech 10,38). Como el Buen Samaritano, cuya caritativa acción Él mismo nos ponderó, tomó al género humano en sus brazos y sus dolores en el alma.
Viene a destruir el pecado, que es el supremo mal; echa a los demonios del cuerpo de los posesos, pero, sobre todo, los arroja de las almas dando su vida por cada uno de nosotros. Me amó a mí, también a mí, y se entregó a la muerte por mí (cf. Gal 2,20). ¿Puede haber señal mayor que dar su vida por sus amigos?
Junto a estos grandes signos de amor, nos muestra su caridad con los leprosos que sanó, con los muertos que resucitó, con los adoloridos a los cuales alivió. Consuela a Marta y María en la pena de la muerte de su hermano, hasta bramar su dolor; se compadece del bochorno de dos jóvenes esposos y para disiparlo cambió el agua en vino; en fin, no hubo dolor que encontrara en su camino que no aliviara. Para nosotros, el precepto de amar es recordar la palabra de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). ¡Cómo nos ha amado Jesús!
Los verdaderos cristianos, desde el principio, han comprendido maravillosamente el precepto del Señor. Citar sus ejemplos sería largo, pero como resumen de todas estas realidades encontramos en un precioso libro de la remota antigüedad llamado La enseñanza del Señor por medio de los doce apóstoles a los gentiles: “Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte. La diferencia entre ambos es enorme. La ruta de la vida es así: Amarás ante todo a Dios tu Creador y luego a tu prójimo como a ti mismo; todo cuanto no quieres que se haga a ti, no lo hagas a otro. El contenido de estas palabras significa: bendecid a los que os maldicen, orad por vuestros enemigos, ayunad por los que os persiguen. ¿Qué hay en efecto de sorprendente si amáis a los que os aman? ¿No hacen otro tanto los gentiles? Pero vosotros amad a quienes os aborrecen y a nadie tendréis por enemigo. Absteneos de apetitos corpóreos. Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, vuelve hacia él la otra y serás perfecto. Si alguien te contratare para una milla, acompáñalo por dos; si alguien te quitare la capa dale también la túnica… A todo aquel que te pidiere, dale, y no lo recrimines para que te lo devuelva, porque el Padre quiere que todos participen de sus dones”.
Esto fue escrito cuando Nerón acababa de quemar a centenares de cristianos en los jardines de su palacio, como lo narra Tácito; cuando imperaba Domiciano, mezquino y vil; cuando sangraba el anfiteatro por los miles de mártires despedazados por las fieras. Los hombres que escribían, enseñaban y aprendían la doctrina que acabamos de transcribir continuaban impertérritos amando a Dios y al prójimo. No perdían el ánimo ante los horrores del presente, ni se amedrentaban al tener siempre suspendida sobre la cabeza la amenaza del martirio. Por encima de todo estaba en su corazón la certeza del triunfo del amor. Cristo no sería para siempre vencido por Satán. No había de ser en vano vertida la sangre del Salvador.
En la esperanza de estos prodigiosos cristianos es donde hay que buscar la fuerza para retemplar nuestro deber de amar, a pesar de los odios macizos como cordilleras que nos cercan hoy por todas partes.
Muchas comisiones designan todos los países para solucionar los problemas de la post guerra, pero no podemos fiarnos demasiado en sus resultados mientras no vuelva a florecer socialmente la semilla del amor.
Al mirar esta tierra, que es nuestra, que nos señaló el Redentor; al mirar los males del momento, el precepto de Cristo cobra una imperiosa necesidad: Amémonos mutuamente. La señal del cristiano no es la espada, símbolo de la fuerza; ni la balanza, símbolo de la justicia; sino la Cruz, símbolo del amor. Ser cristiano significa amar a nuestros hermanos como Cristo los ha amado.
(San Alberto Hurtado, La Búsqueda de Dios, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, p. 128 -134)
San Alberto Hurtado
La joven y el amor
El deber de amar. El amor al prójimo.
Hay palabras que a fuerza del mal uso han llegado a vaciarse de su sentido primitivo, a perder su fuerza: una de ellas es la palabra amor. ¡Qué maltrecha! Tan pronto se pronuncia parece evocar alguna actitud sentimental, dudosa con frecuencia… Y, sin embargo, la palabra amor es la más bella palabra que se ha pronunciado jamás: con ella define San Juan a Dios: “Dios es amor” (1Jn 4,8), o como decía un poeta. Y hasta en su fondo mejor, la religión es amor, que trasciende a lo divino. Dios es amor… la Trinidad tiene como explicación el conocimiento y el amor: el Padre conoce al Hijo y da lugar al Espíritu Santo, por amor… La creación del mundo, por amor; coloca al hombre sobre la tierra, por amor; le da la gracia, por amor; cuando la pierde, envía mensajeros de su amor, los profetas; y en la plenitud de los tiempos, así amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito (Jn 3,16). Me amó a mí, también a mí, y se entregó a sí mismo por mí (cf. Gal 2,20). Y las finuras de ese amor de Dios, no las ponderamos porque ellas llenarían toda una serie de conferencias, y no es ese el tema de éstas. Y cuando el Maestro estaba a punto de abandonar este mundo, el mandamiento importante que nos recuerda es el del amor (cf. Jn 13,34).
Un fariseo, doctor de la ley, pregunta: ¿Cuál es el mandamiento grande? y Jesús le dijo: Amarás al Señor Dios tuyo… este es el primer; y el segundo semejante, amarás al prójimo (cf. Mt 22,36-40).
Comencemos esta conferencia por el amor al prójimo. En la última Cena: Un mandamiento nuevo os doy, que os améis… Que sean consumados en la unidad; que sean uno, como Tú y Yo somos uno (cf. Jn 13,34; 17,22).
En realidad los dos mandamientos, amor a Dios y al prójimo, no son dos, sino uno: amar a Dios en el prójimo. Si me amas, apacienta mis ovejas… (cf. Jn 21,15-17). En ambos se nos manda amar a Dios en sí mismo o en el prójimo. Y he aquí por qué la caridad del prójimo es virtud teologal: porque tiene a Dios por término. A menudo nos quejamos que Dios está lejos: ¡está tan cerca! En nuestros prójimos. El título de la obra de Plus: Cristo en nuestros prójimos.
Cristo vive en nosotros, el dogma del Cuerpo Místico. Estamos incorporados, injertados en Él: somos Él. De ahí la escena del juicio final. Seremos juzgados en nuestras relaciones con Dios, según la medida de nuestra actitud con el prójimo (cf. Mt 25,31-46).
De ahí San Ignacio: considera a Cristo en nuestros prójimos; considéralos como a superiores, cédeles el paso. San Bernardo: “En vuestras relaciones con el prójimo quitad los ojos del hombre exterior con su envoltura de barro y no paréis sino en el hombre interior, creado a imagen de Dios, rescatado con la sangre de Cristo, templo del Espíritu Santo, mansión de Cristo, destinado a la eterna bienaventuranza”.
Este amor ha de ser universal a todos, pero de predilección para con los desgraciados. Lo que hacéis al menor de los míos, a mí me lo hacéis (cf. Mt 25,39).
Las almas llenas de fe darán muestras de esta predilección en el transcurso de los siglos: Santa Fabiola llevaba sobre sus hombros a los desgraciados, lavaba sus llagas purulentas, pues sabía que en las llagas de los pobres curaba al Salvador. San Martín, Santa Isabel de Hungría, San Pedro Claver, el Padre Damián de Veuster, San Francisco de Asís; doña Blanca Errázuriz de S.; Bernières, seglar, gran cristiano, obligado a meterse en cama y no pudiendo ir a Misa, mandó que le trajeran a un hombre para tener una presencia más sensible de Cristo (Pascal).
Aprecio estas maravillas. ¡Cada cristiano es otro Cristo! Cristo se ha multiplicado no sólo por la Eucaristía, sino también por nuestro bautismo. Cristo vive en nuestros prójimos. Estos bautizados entre quienes vivo, ¿son para mí, mis hermanos? ¿Los amo en Dios?
Este es el mandamiento nuevo del cristianismo, tan nuevo que para darse cuenta hay que ver lo que era el hombre para el pagano: ‘el hombre lobo para el hombre’. Se le exponía; un dios bárbaro lo reclamaba para la hoguera… Jamás se había intentado considerar al hombre como partícipe de la divinidad. Vino Cristo: el prójimo, soy yo… aprended a verme por la fe: en acto o en potencia, allí estoy yo. San Pablo con Onésimo, esclavo: “Preso por Jesucristo, te pido por mi hijo a quien engendré en las cadenas, por Onésimo; te lo envío a él que es mis propias entrañas; y era esclavo; recíbelo como hermano muy amado”.
Petronio, en Quo vadis?, dice: “No sé cómo se las componen los cristianos para vivir. Pero cesa entre ellos las diferencias entre ricos y pobres, entre amos y esclavos, entre vencedores y vencidos y no queda más que Cristo y una misericordia desconocida para nosotros y una bondad distinta a nuestros instintos romanos”.
Un obrero en Marsella, al ver a un Padre: ¡Te aborrezco! Responde: Si tú supieras cuánto te amo yo.
(San Alberto Hurtado, La Búsqueda de Dios, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, p. 198 -200)
Beato Columba Marmion
El mandamiento del amor
a. El amor fraternal, mandamiento “nuevo”
San Juan resume toda la vida cristiana en estas palabras: “El mandamiento de Dios es que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos los unos a los otros” (1 Jn 3, 23).
¿Cuándo ha oído san Juan este mandamiento que nos comunica? En la última Cena. Ha llegado el día “tan ardientemente deseado” (Lc 23, 15) por Nuestro Señor. Acaba de instituir el sacramento de la unión y de dar a los apóstoles el poder de perpetuarlo. Y he aquí que, antes de sufrir la muerte, abre su Corazón sagrado para revelar sus secretos a sus “amigos” (Jn 15, 15). Es como el testamento de Jesucristo “Yo os doy—dice— un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 13, 34); y al final de su sermón, renueva su precepto: “Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros” (Jn 16, 12).
En el Antiguo Testamento, el precepto del amor de Dios había sido dado bien explícitamente en el Pentateuco; y el amor de Dios contiene implícitamente el amor al prójimo. Pero en la Antigua Ley no se encuentra en ningún sitio un precepto explícito de amar a todos los hombres. Los israelitas interpretaban el precepto: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19, 15, 18), no en el sentido de amar a todos los hombres, sino al prójimo en un sentido restringido, a los de la misma raza, a los compatriotas, congéneres. Además, al prohibir Dios mismo a su pueblo toda relación con ciertas razas, los judíos habían añadido una falsa interpretación que no venía de Dios: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.” Por tanto, el precepto explícito de amar a todos los hombres, incluso a los enemigos, no había sido afirmado y promulgado antes de Jesucristo. Por eso lo llama un precepto “nuevo” y “su” precepto.
b. Amor: señal distintiva del verdadero cristiano
“Todos —ha dicho Cristo— reconocerán que sois mis discípulos en que os amáis los unos a los otros” (Jn 13, 35). Es una señal al alcance de todos. Jesucristo no ha dado otra: “todos reconocerán”. No hay equivocación posible. El amor sobrenatural que tengáis los unos a los otros será una prueba no equívoca de que me pertenecéis verdaderamente. Y, de hecho, en los primeros siglos, los paganos reconocían a los cristianos por eso: “Mirad —decían— cómo se aman”.
Para el mismo Jesucristo, será ésta la señal de que se servirá el día del juicio para distinguir a los elegidos de los réprobos. Recordad la descripción del Juicio final: “El hijo del hombre separará a los unos de los otros.” (Mt 31-46). Sabemos por el mismo Jesús que la sentencia que decida nuestra suerte eterna será establecida por el amor que hayamos tenido a Jesús en la persona de nuestros hermanos. No nos preguntará si hemos ayunado mucho, si hemos hecho vida de penitencia, si hemos pasado muchas horas en oración. Pero nos preguntará si hemos amado y asistido a nuestros hermanos. ¿Es que quedan a un lado los demás mandamientos? No, pero su cumplimiento no nos servirá de nada si no hemos observado este precepto tan querido del Señor.
c. La medida de nuestro amor a Dios
La caridad —ya tenga por objeto a Dios o se ejerza para con el prójimo— es una en su motivo sobrenatural, que es la infinita perfección de Dios. Por eso, si amáis verdaderamente a Dios, amaréis necesariamente al prójimo. “La caridad perfecta para con el prójimo —decía el Padre eterno a santa Catalina de Siena— depende esencialmente de la perfecta caridad que se tiene para conmigo. La misma medida de perfección o de imperfección que el alma pone en su amor a mí se vuelve a encontrar en el amor que tiene a la criatura”.
Por otra parte, hay tantas causas que nos alejan del prójimo (el egoísmo, los conflictos de intereses, las diferencias de caracteres, las injurias recibidas, etcétera) que, si amáis real y sobrenaturalmente a vuestro prójimo, no puede ser que no reine en vuestra alma el amor de Dios y, con el amor de Dios, las demás virtudes que Él manda. Si no amáis a Dios, vuestro amor al prójimo no resistirá mucho tiempo a las dificultades que encuentre en su ejercicio. Por eso escribe san Pablo que “toda la ley está resumida en esta sola palara: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Ga 5, 14). Igualmente dijo muy bien san Juan: “Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor es perfecto en nosotros” (1 Jn 4, 12).
Es también la medida de nuestro amor a Cristo. Debemos amar a Dios por completo. Pero amar a Dios por completo es Amar a Dios y a todo lo que Dios se asocia. Ahora bien, ¿a qué se ha asociado Dios? Se ha asociado, en primer lugar, en la persona del Verbo, la humanidad de Cristo, y por eso no podernos amar a Dios sin amar a la vez a Jesucristo. Cuando decimos a Dios que queremos amarlo, Dios nos pide, en primer lugar, que aceptemos esa humanidad unida personalmente a su Verbo. Pero, además, desde la Encarnación y por la Encarnación, todos los hombres están en derecho, si no de hecho unidos a Cristo como los miembros están unidos a la cabeza en un mismo cuerpo. Solamente los condenados están separados para siempre de esta unión.
Y no hemos de detener nuestro amor, el don de nosotros mismos, en la humanidad propia de Cristo, sino que hemos de extenderlo a su cuerpo místico. Por eso no olvidéis nunca, pues llegamos a uno de los puntos más importantes de la vida sobrenatural, que abandonar al menor de nuestros hermanos es abandonar al mismo Cristo; aliviar a uno de ellos es aliviar al mismo Cristo en persona. Cuando se hiere a uno de tus miembros, a tu ojo o a tu brazo, eres tú el herido. Lo mismo, atender a cualquier prójimo nuestro es atender a uno de los miembros del cuerpo de Cristo, es tocar al mismo Jesús. Y por eso nuestro Señor nos ha dicho que “todo lo que hacemos, bueno o malo, al más pequeño de sus hermanos, lo hacemos a Él mismo” (Mt 25, 40). Por eso también, en el camino de Damasco, no dijo Cristo a Saulo: “¿Por qué persigues a mis discípulos?” No. Se identifica con ellos y los golpes del perseguidor a los cristianos alcanzan al mismo Cristo: “Yo soy Jesús al que tú persigues” (Hch 9, 4-5).
Cristo se ha hecho nuestro prójimo, o más bien, nuestro prójimo es Cristo, que se presenta a nosotros en tal o cual forma. Se presenta a nosotros paciente en los enfermos, indigente en los que experimentan la miseria, prisionero en los cautivos, triste en que los que lloran. La fe nos lo muestra así en sus miembros, y si no lo vemos en ellos es porque nuestra fe es débil y nuestro amor imperfecto. Por eso dice san Juan: “Si no amamos a nuestro prójimo, al que vemos, ¿cómo podremos amar a Dios, al que no vemos (I Jn 4, 20). Si no amamos a Dios bajo la forma visible en que se presenta a nosotros, es decir, en el prójimo, ¿cómo podremos decir que lo amamos en sí mismo en su divinidad?
d. La abundancia de Dios
La conducta de Dios respecto de nosotros se determina por la conducta que nosotros tenemos con nuestro prójimo. He aquí las palabras del mismo Jesucristo: “Se os medirá con la misma medida con que midiereis” (Mt 7, 2). Eso se explica pues, desde la Encarnación, Cristo se ha unido a la Humanidad tanto, que todo el amor que mostramos sobrenaturalmente a los hombres recae sobre Él mismo.
Estoy seguro de que muchas almas encontrarán aquí la razón de las dificultades, de las tristezas, del poco desenvolvimiento de su vida interior. No se dan bastante a Jesús en la persona de sus miembros, se reservan demasiado. Que den y les será dado, y dado abundantemente, pues Cristo no se deja vencer en amor; Cristo se entregará a ellas plenamente. Porque ellas se olvidarán de sí, Él se encargará de ellas, ¿y quién mejor que Él puede conducirnos a la bienaventuranza?
e. Mérito y valor del amor al prójimo
Aunque el amor a Dios sea en sí mismo, a causa de la trascendencia de su objeto, más perfecto que el amor al prójimo, sin embargo, con frecuencia, el acto de amor para con el prójimo exige más intensidad y obtiene más mérito. ¿Por qué? Porque siendo Dios la belleza y la bondad mismas, y habiéndonos mostrado un amor infinito, la gracia nos lleva a amarlo; mientras que no es difícil encontrar en el prójimo —o en nosotros— obstáculos que resultan de los diferentes intereses que hay entre el prójimo y nosotros. Esas dificultades exigen del alma más fervor, más generosidad y más olvido de sí misma, de sus propios sentimientos y de su voluntad personal; y por eso el amor al prójimo exige, para mantenerse, mayores esfuerzos.
El amor sobrenatural que se ejercita para con el prójimo, a pesar de las repugnancias, de las antipatías o de los disentimientos naturales, manifiesta, en el alma que lo posee, una mayor intensidad de vida divina. No temo decir que un alma que se entrega sobrenaturalmente y sin reserva a Cristo, en la persona del prójimo, ama mucho a Cristo y es infinitamente amada por Él. Esa alma hará grandes progresos en la unión con Nuestro Señor, mientras que si encontráis a un alma que se da frecuentemente a la oración y, a pesar de eso, se cierra voluntariamente a las necesidades de su prójimo, tened por seguro que en su vida de oración hay mucho de ilusión. La menor frialdad querida y deliberadamente mantenida contra uno de nuestros hermanos constituirá un obstáculo más o menos grave, según su grado, para nuestra unión con Jesús. Por eso Cristo nos dice que si, en el momento de presentar nuestra ofrenda en el altar, nos acordamos de que nuestro hermano tiene algo contra nosotros, debemos “dejar allí nuestra ofrenda, ir primero a reconciliarnos con nuestro hermano y después venir a presentar nuestro don al Señor” (Mt 5, 23-24)
Así, el gran Apóstol, que tan bien había comprendido y tan vivamente exponía la doctrina del cuerpo místico, tenía tanto horror a las discordias y disensiones que reinaban entre los cristianos. ¿Y qué razón da? “Como el cuerpo es uno y tiene varios miembros, y como todos los miembros del cuerpo, a pesar de su número, no forman más que un solo cuerpo, así sucede en Cristo. En efecto, todos, ya judíos, ya griegos, ya libres, ya esclavos, habéis sido bautizados en el mismo Espíritu, sois el cuerpo de Cristo y vosotros sus miembros, cada uno por su parte” (1 Co 12, 12-14 y 27).
f. Cualidades de la caridad fraterna
Puesto que todos formamos un solo cuerpo, nuestra caridad debe ser universal. La caridad, en principio, no excluye positivamente a nadie, pues Cristo ha muerto por todos y todos estamos llamados a formar parte de su reino. La caridad abraza incluso a los pecadores, porque para ellos existe la posibilidad de volver a ser miembros vivos del cuerpo de Cristo. Solamente las almas a quienes la sentencia de condenación ha separado para siempre del cuerpo místico están excluidas de la caridad.
Pero ese amor debe revestir diversas formas, según el estado en que se encuentre el prójimo. En efecto, nuestro amor no debe ser un amor platónico, de pura teoría, que se ejerce sobre abstracciones, sino un amor que se traduce en actos apropiados.
Los bienaventurados en el cielo son los miembros gloriosos del cuerpo de Cristo. Nuestro amor a ellos toma una de las formas más perfectas: la de la complacencia y la acción de gracias. Consistirá en felicitarlos por su gloria, en alegrarse con ellos, en dar gracias a Dios con ellos por el lugar que les concede en el reino de su Hijo.
Respecto a las almas que acaban de purificarse en el purgatorio, nuestro amor se convertirá en misericordia. Nuestra compasión debe llevarnos a aliviadas por nuestros sufragios y, sobre todo, por el santo sacrificio de la Misa.
Aquí, en la tierra, Cristo se presenta a nosotros en la persona del prójimo bajo muy diversas formas, que dan a nuestra caridad modos muy variados de ejercicio. Es indudable que hay grados y que es preciso guardar un orden determinado. El prójimo es, en primer lugar, el que está más estrechamente unido a nosotros por los lazos de la sangre. Tampoco aquí cambia la gracia el orden establecido por la naturaleza. La caridad con un superior no tendrá la misma “tonalidad” que con un inferior. Igualmente el ejercicio de la caridad material exige ser conciliado con la virtud sobrenatural de la prudencia. Un padre de familia no puede despojarse de toda su fortuna en favor de los pobres, con perjuicio de sus hijos. Así como la virtud sobrenatural de la justicia puede y debe reclamar del delincuente el arrepentimiento y la explicación antes de que sea perdonado, lo que no se permite es el odio, es decir, querer o desear el mal por el mal, ni excluir positivamente a alguien de la oración. Esa exclusión va directamente contra la caridad.
Apenas si hay mejor prueba de perdón que pueda darse que orar por los que nos han ofendido. Amar sobrenaturalmente al prójimo es, en efecto, amarlo por Dios, para procurarle o conservarle la gracia de Dios. Amar es “querer el bien”; pero todo bien particular se subordina al bien supremo. Por eso es tan agradable a Dios que demos el Bien infinito a los ignorantes, instruyéndoles acerca de Dios. Igualmente, orar por la conversión de los infieles y de los pecadores, a fin de que lleguen a la fe o encuentren la gracia.
Hay también otras necesidades. Ayudar a un pobre, aliviar a enfermo, visitarlo, cuidarlo… “alegrarse con las almas que desbordan de gozo, llorar con las que lloran…; la caridad se hace toda para todos” (Rm 12, 15, y I Co 9, 22).
g. Modelar sobre la caridad de Cristo
Contemplad en el Evangelio cómo ha realizado Cristo Jesús esta fórmula de la caridad para ser nuestro modelo. Porque Él nos dice: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13, 84). Cristo, dice san Pablo, es “la misma benignidad de Dios aparecida sobre la tierra (Tt 3, 4). Es un Rey, pero un Rey “lleno de dulzura” (Mt 21, 5), que manda perdonar y que proclama bienaventurados a los que, a ejemplo suyo, son misericordiosos (Mt 5, 7). En todas partes, dice san Pedro, que había vivido tres años con Él, “ha pasado repartiendo sus beneficios” (Hch. 10, 38).
¿Cuál es la razón profunda por la que nuestro Señor amaba a sus discípulos y a nosotros en ellos? Porque ellos “pertenecían a su Padre” (Jn 17, 9). Debemos amar a las almas porque pertenecen a Dios y a Cristo. Nuestro amor debe ser sobrenatural. La verdadera caridad es el amor de Dios que abraza juntamente a Dios y a todo lo que está unido a Dios. Debemos amar a todas las almas, como a Cristo, “hasta el grado supremo” (Jn 13, 1) del don de nosotros mismos.
Meditemos el ejemplo de san Pablo, tan animado del espíritu de Jesús. Estaba lleno de caridad para con los cristianos: “¿Quién está enfermo sin que yo lo esté? ¿Quién sufre en su alma una pena sin que yo sufra como si ardiera?” (2 Co 11, 29).
Nuestro Señor ha hecho de la caridad mutua su mandamiento y el objeto de su última oración: “que todos sean perfectamente uno» (Jn 17, 23). Esforcémonos en realizar, en la medida de lo posible, ese deseo supremo del corazón de Cristo y, según su propia palabra, Él derramará en nosotros mismos una medida de gracia “buena, apretada y desbordante” (Lc 6, 38).
Columba Marmion, Dios nos visita a través del amor y del sufrimiento. Ed. LUMEN, Buenos Aires-México. 2004 PAG 85-94
San Juan Crisóstomo
El más grande mandamiento
(Mt.22,34-40)
- Nuevamente pone el evangelista la causa por que debieran los émulos de Jesús guardar silencio, y por ese solo hecho os hace ver su atrevimiento. ¿Cómo y de qué manera? Porque en el momento en que los saduceos habían sido reducidos a silencio, le atacan otra vez los fariseos. Porque cuando, siquiera por eso, debieran haberse callado, ellos vuelven a sus ataques anteriores, y le echan ahora por delante a un doctor de la ley, no porque tengan ganas de aprender nada, sino con intención de ponerle en apuro.
Y así le preguntan cuál es el primer mandamiento. Como el primer mandamiento era: Amarás al Señor, Dios tuyo, esperando que les diera algún asidero si acaso intentaba corregirlo, puesto que Él mismo declaraba ser Dios, de ahí la pregunta que le dirigen. ¿Qué contesta, pues, Cristo? Para hacerles ver la causa por que habían venido a preguntarle, que no era otra que su falta absoluta de caridad, estar consumidos por la envidia y ser presa de los celos, les contesta: Amarás al Señor Dios tuyo. Éste es el primero y más grande mandamiento. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. ¿Por qué es el segundo semejante al primero? Porque le prepara el camino y por él a su vez es confirmado. Porque: Todo el que obra mal, aborrece la luz y no viene a la luz. Y otra vez: Dijo el insensato en su corazón: No hay Dios, ¿Y qué se sigue de ahí? Se corrompieron y se hicieron abominables en sus ocupaciones. Y otra vez: La raíz de todos los males es el amor al dinero, y por buscarlo, algunos se han extraviado de la fe. Y: El que me ama, guarda mis mandamientos.
Ahora bien, todos sus mandamientos y como la suma de ellos es: Amarás al Señor, Dios tuyo, y a tu prójimo como a ti mismo. Sí, pues, amar a Dios es amar al prójimo—porque, Si me amas, le dice a Pedro, apacienta mis ovejas—y el amar al prójimo hace guardar los mandamientos, con razón añade el Señor: En estos mandamientos está colgada toda la ley y los profetas. De ahí justamente que haga aquí lo que había hecho anteriormente. Porque, preguntado allí sobre el modo de la resurrección y qué cosa fuera la resurrección, para dar una lección a los saduceos, respondió más de lo que se le había preguntado; y aquí, preguntado por el primer mandamiento, responde también sobre el segundo, que no es muy diferente del primero. Porque: El segundo es semejante al primero, dándoles a entender de dónde procedía su pregunta, es decir, de pura enemistad. Porque la caridad no es envidiosa. Por aquí demuestra que Él obedece a la ley y a los profetas.
Más ¿por qué razón Mateo dice que este doctor le preguntó para tentarle, y Marcos lo contrario?: Porque, viendo Jesús—dice—que había respondido discretamente, le dijo: No estás lejos del reino de Dios. No hay contradicción entre los evangelistas, sino perfecta concordia. Porque el doctor de la ley le preguntó sin duda tentándole al principio; luego, por haber sacado provecho de la respuesta del Señor, es alabado. Y tampoco le alabó al principio. Sólo cuando dijo que amar al prójimo era mejor que todos los holocaustos, le replicó el Señor: No está lejos del reino de Dios. El doctor había sabido desdeñar lo bajo de la religión y había comprendido el principio de la virtud. A la verdad, a este amor del prójimo tendía todo lo otro, los sábados y lo demás. Y ni aun así le tributó el Señor alabanza completa, sino con alguna reserva. Decirle, en efecto, que no estaba lejos, era afirmar que algo distaba, y era a par invitarle a buscar lo que le faltaba.
Por lo demás, no hay que sorprenderse de que el Señor alabe al doctor de la ley por haber dicho: Uno solo es Dios, y fuera de Él no hay otro; por este pasaje debemos más bien darnos cuenta de cómo el Señor se acomoda en sus respuestas a las ideas de quienes le preguntan. Porque si bien los judíos dicen mil cosas indignas de la gloria de Cristo, una cosa, sin embargo, no se atreverán a decir: que no sea Dios en absoluto. — ¿Cómo, pues, alaba al doctor de la ley, cuando dice que no hay otro Dios fuera del Padre? —No es, ni mucho menos, que se excluya a sí mismo de ser Dios; sino que, como no había aún llegado el momento de revelar su propia divinidad, le deja al doctor permanecer en el dogma primero y le alaba de conocer tan bien lo antiguo. Era un modo de prepararle para la enseñanza del Nuevo Testamento, cuando fuera momento de introducirla. Por lo demás, las palabras: Uno solo es Dios, y fuera de Él no hay otro, ni en el Antiguo Testamento ni en otra parte se dicen para rechazar al Hijo, sino por contraposición a los ídolos. De suerte que, al alabar al doctor por haber dicho eso, en este sentido le alaba el Señor.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Obras de San Juan Crisóstomo, homilía 71, 1. BAC Madrid 1956 (II), p. 437-440)
Guión XXXI Domingo del Tiempo Ordinario
3 de Noviembre del 2024
Entrada
La esencia del mensaje de Jesús, une inseparablemente el amor a Dios y el amor al prójimo. Y este doble amor constituye la base del culto verdadero y perfecto.
Primera Lectura Deuteronomio 6, 1-6
La felicidad del hombre consiste en cumplir la Voluntad de Dios, de este modo le amaremos sobre todas las cosas.
Segunda Lectura Hebreos 7, 23-28
Cristo, que posee un sacerdocio inmutable, se ofreció a sí mismo para que nosotros tuviésemos acceso a Dios.
Evangelio Mc. 12, 28b-34
No está lejos del Reino de Dios quien hace del precepto del amor su ley fundamental.
Preces
Por Cristo, Dios quiere colmar de sus bienes a los hombres. Presentemos, pues, con confianza nuestras peticiones.
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Por la obra evangelizadora que la Iglesia realiza en el mundo, por los misioneros y por todos los creyentes, para que reaviven su propia responsabilidad en el anuncio del Evangelio a todas las gentes. Oremos…
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Para que en la sociedad, la fe y la libertad religiosa sean vividas y consideradas como un valor positivo, que no deben ser manipuladas. Oremos…
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Para que las familias vivan el precepto de la caridad en el respeto de los valores más altos, siendo verdaderas “Iglesias domésticas” y enseñen a sus hijos el amor a todos los hombres especialmente a los pobres. Oremos…
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Para que los hombres de ciencia reconozcan el valor de la vida humana, desde su concepción hasta su muerte natural, y promuevan los avances de la técnica respetando su dignidad de todo ser humano. Oremos…
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Por nuestros familiares, amigos y bienhechores, para que todos los esfuerzos que hacen para ayudarnos y asistirnos, sean recompensados por el Dios bondadoso, especialmente con la vida eterna. Oremos…
Señor y Dios nuestro, derrama con profusión tu gracia sobre todos los hombres y escucha la plegaria de tu Iglesia. Por Jesucristo, Nuestro Señor.
Ofertorio
Con inmensa alegría queremos acercarnos al Altar con nuestros dones, pero sobre todo, ofreciéndonos a nosotros mismos en unión con Cristo Víctima.
Presentamos:
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Cirios como signo de nuestra fe recibida para ser difundida a todos los hombres que aún no conocen a Cristo.
-
Pan y vino para que por medio de tales especies Cristo renueve su Alianza por su Sangre
Comunión:
Cristo Eucaristía se ha hecho don para nosotros. De Él nos alimentamos, por Él somos fortalecidos, en Él nos transformamos.
Salida:
Cristo nos reúne como el Pastor a su rebaño, y hace de todos nosotros una gran familia dedicada al amor y al servicio, consagrada a su alabanza.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
Los tres amigos
Un hombre tenía tres amigos; dos de ellos le eran en extremo queridos; el tercero le era indiferente, aunque él le servía con particular abnegación. Un día fue llamado a juicio, acusado aunque inocente de un crimen.
- ¿Cuál de vosotros –les dijo- quiere ir a declarar a mi favor, pues estoy en gran peligro de ser condenado?
El primero se excusó enseguida, diciendo que él no podía ir por esta detenido por otros negocios. El segundo le siguió hasta las puertas mismas del palacio de justicia, pero allí se detuvo y se volvió atrás temiendo la cólera de juez. El tercero en quien confiaba menos, entró, habló a su favor y atestiguó su inocencia con tal convicción que el juez le absolvió y le recompensó.
El hombre tiene en el mundo tres amigos. ¿Cómo se portan con él cuando a la hora de la muerte Dios los llama a su Tribunal?
El primero es el dinero, su amigo querido; el dinero le deja desde luego y no va con él. Prefiere quedarse con los herederos que se lo gastan alegremente, sin que le valga para nada al pobre hombre que tantos trabajos pasó para amontonarlo y que había puesto en su servicio todas sus complacencias.
El segundo son los parientes, sus amigos, los hombres y las mujeres por los que a veces dejó a Dios. Estos le acompañan hasta las puertas mismas de la tumba y se van. Prefieren volverse a vivir y a gozar sin acordarse acaso más del pobre que les amó.
El tercero de quien apenas se ocupó en la vida son su virtud y sus buenas obras. Éstas cuando llega su hora decisiva no le abandonan; le siguen hasta más allá de la tumba y abogan por él en el juicio inexorable, y a ellas se debe el que el hombre pueda alcanzar misericordia y gracia.
Pensemos ahora, antes de que sea tarde, a quien nos conviene servir y a quién nos conviene amar de los tres amigos.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 159)