PRIMERA LECTURA
Dios lo ha hecho Señor y Mesías
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2, 14a. 36-41
El día de Pentecostés, Pedro poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo:
«Todo el pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías.»
Al oír estas cosas, todos se conmovieron profundamente, y dijeron a Pedro y a los otros Apóstoles: «Hermanos, ¿qué debemos hacer?»
Pedro les respondió: «Conviértanse y háganse bautizar en el nombre de Jesucristo para que les sean perdonados los pecados, y así recibirán el don del Espíritu Santo. Porque la promesa ha sido hecha a ustedes y a sus hijos, y a todos aquellos que están lejos: a cuantos el Señor, nuestro Dios, quiera llamar.»
Y con muchos otros argumentos les daba testimonio y los exhortaba a que se pusieran a salvo de esta generación perversa.
Los que recibieron su palabra se hicieron bautizar; y ese día se unieron a ellos alrededor de tres mil.
Palabra de Dios.
SALMO Sal 22, 1-6
R. El Señor es mi pastor, nada me puede faltar.
O bien:
Aleluia.
El Señor es mi pastor, nada me puede faltar.
El me hace descansar en verdes praderas,
me conduce a las aguas tranquilas
y repara mis fuerzas. R.
Me guía por el recto sendero, por amor de su Nombre.
Aunque cruce por oscuras quebradas,
no temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo:
tu vara y tu bastón me infunden confianza. R.
Tú preparas ante mí una mesa,
frente a mis enemigos;
unges con óleo mi cabeza
y mi copa rebosa. R.
Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,
por muy largo tiempo. R.
SEGUNDA LECTURA
Ustedes han vuelto a nuestro Pastor y Guardián
Lectura de la primera carta del apóstol san Pedro 2, 20b-25
Queridos hermanos:
Si a pesar de hacer el bien, ustedes soportan el sufrimiento, esto sí es una gracia delante de Dios.
A esto han sido llamados, porque también Cristo padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo a fin de que sigan sus huellas. El no cometió pecado y nadie pudo encontrar una mentira en su boca. Cuando era insultado, no devolvía el insulto, y mientras padecía no profería amenazas; al contrario, confiaba su causa al que juzga rectamente. El llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados. Porque antes andaban como ovejas perdidas, pero ahora han vuelto al Pastor y Guardián de ustedes.
Palabra de Dios.
ALELUIA Jn 10, 14
Aleluia.
«Yo soy el buen Pastor:
conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí»,
dice el Señor.
Aleluia.
EVANGELIO
Yo soy la puerta de las ovejas
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Juan 10, 1-10
Jesús dijo a los fariseos:
«Les aseguro que el que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino trepando por otro lado, es un ladrón y un asaltante. El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas. El guardián le abre y las ovejas escuchan su voz. Él llama a las suyas por su nombre y las hace salir. Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz. Nunca seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz.»
Jesús les hizo esta comparación, pero ellos no comprendieron lo que les quería decir.
Entonces Jesús prosiguió: «Les aseguro que Yo soy la puerta de las ovejas. Todos aquellos que han venido antes de mí son ladrones y asaltantes, pero las ovejas no los han escuchado.
Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento. El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Pero Yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia.»
Palabra del Señor.
José María Solé – Roma
HECHOS 2, 14. 36-41:
La Resurrección de Jesús es el momento culminante de la Obra Salvífica. San Pedro en esta segunda parte de su primer Discurso expone el valor que este hecho tiene para Jesús y para nosotros:
— Para Jesús es la máxima y eterna exaltación. Exaltación suprema ante el Padre: «Siéntate a mi diestra» (34). Sólo quien posee la naturaleza divina puede ponerse a par con Dios. Y también es la suprema exaltación de Jesús ante los hombres: «Reconozca, por tanto, sin titubeo la Casa de Israel que este Jesús que vosotros crucificasteis lo constituyó Dios Mesías y Señor» (35). Es decir, la Resurrección sella a Jesús como Mesías de Israel y testifica a favor de la divinidad y de la condición trascendente que tiene la Persona y la Obra de Jesús de Nazaret.
— Para nosotros la Resurrección de Cristo es el momento en que queda cumplida nuestra Redención y Salvación. Con el perdón de los pecados (38) recibimos el Espíritu Santo prometido (39).
— San Pedro dice a su auditorio qué deben hacer para gozar tan preciosas riquezas: «Convertíos y recibid el Bautismo en nombre de Jesucristo» (37). A todos, pues, se exige conversión y fe en Jesús-Mesías. El camino de la Salvación queda abierto por igual a todos los hombres, sean judíos o gentiles; sólo se les pide que con fe viva, cordial y operante se inserten en Cristo Jesús. La palabra de Pedro es tan eficaz que tres mil de sus oyentes piden el Bautismo y fundan la primera Comunidad Cristiana. Es la primera célula de esta Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica que, nutrida de Espíritu Santo, se irá vigorizando y multiplicando sin cesar (Act 2, 47; 4, 45; 5, 14; 6, 1; 9, 31; 11, 21; 16, 5) hasta formar el Cuerpo Místico perfecto que corresponde a la perfección y belleza del Resucitado que es Cabeza de este Cuerpo: Quiavetustatedestructa, renovantur, universadejecta, et vitae nobis in Cristo reparaturintegritas (Praef.).
1 PEDRO 2, 20-25:
San Pedro, a la luz de la profecía del «Siervo de Yahvé» cumplida perfectamente en Jesús, ilumina a nuestros ojos las exigencias de nuestro Bautismo frente al dolor y la persecución:
— La Pasión de Jesucristo encierra para nosotros un valor inagotable: Valor Expiatorio: «El subió a la Cruz cargado con nuestros pecados; con sus heridas hemos sido curados» (24); Valor Redentor: «Erais ovejas descarriadas. Ahora habéis retornado al Pastor» (25); Valor Ejemplarizante: «Cristo padeció por vosotros dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (21).
Otro misterio que nos ilumina la Pasión de Cristo es el de nuestra vocación a seguirle en su inmolación: «Porque a esto habéis sido llamados» (21). En el Evangelio son reiteradas estas consignas que presenta Jesús a los suyos: «Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y acompáñeme» (Mc 8, 34). Si nuestro Rey es Jesucristo Crucificado resulta muy lógico que toda vocación cristiana sea al propio tiempo vocación a la Cruz: Ipse nos tibi perficiatmunus aeternum… In Cristo hostia viva perficiantur (PrexEuc IV).
— Mucho nos consolará en nuestro sufrir recordar, como aquí Pedro nos lo insinúa, que también nuestro dolor cuando sufrimos con Cristo tiene valor expiatorio, redentor y ejemplarizante (20). Es lo que Pablo llama: «Completar la Pasión de Cristo» (Col 1, 24).
Y es lo que en el Concilio se nos recuerda para nuestro consuelo y para estímulo de nuestra generosidad: «Sepan también que están unidos de una manera especial con Cristo en sus dolores por la salvación del mundo todos los que se ven oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos o padecen persecución por la justicia» (L. G. 41). San Pedro, que tiene muy bien aprendida la lección del Maestro, nos la traduce así: «Si siendo inocentes sufrís y toleráis persecución, esto os hace gratos a los ojos de Dios» (20; 5, 10).
JUAN 10, 1-10:
La parábola del Buen Pastor es tan bella como transparente. Y caló tan hondo en las primeras Comunidades que la más antigua iconografía nos representa a Cristo «Buen Pastor» que lleva sobre los hombros una de sus ovejas:
— «Buen Pastor» porque su autoridad no es tiranía, sino servicio y sacrificio, amor y entrega. El Pastor único y legítimo enviado del Padre. El Pastor que conoce, ama y pastorea, sirve y cuida, defiende y educa tanto a la grey en general como a cada una de las ovejas individualmente. Quiere establecer una relación de afecto filial con cada uno de nosotros: «La bondad de Jesús se evidencia aquí de forma sublime: Buen Pastor. Una imagen sencilla, expresiva, atractiva. Él consagra a su grey, a cada uno de nosotros, el amor más grande, el que da la vida» (Paulo VI: 25-IV-1966).
— Esta parábola define también el carácter comunitario de la Iglesia: «La Iglesia es un redil cuya única y obligada Puerta es Cristo. Es también una grey cuyas ovejas, aunque parezcan conducidas y guiadas por pastores humanos, son guiadas y nutridas constantemente por el mismo Cristo, Buen Pastor y Jefe rabadán de pastores» (L. G. 6).
— Nosotros, ovejas buenas del Buen Pastor, le conocemos, le atendemos, le amamos, le seguimos, le guardamos fidelidad. Cooperamos con Él para que forme un solo redil: el único redil del «Buen Pastor», del único Pastor. Toda enemistad y aun el desamor entre cristianos son una ofensa, un pecado contra Cristo, Pastor Bueno y Único de todas las ovejas. Fusionados por la Eucaristía con el Pastor pidamos: Ut qui Corpore et Sanguine (ejus) reficimur, SpirituSanctorepleti, unum corpus et unusspiritusinveniamur in Cristo (PrexEuc III).
— El Buen Pastor se contrapone: al ladrón (1-2); al pastor asalariado (3-5). Este pastorea sólo por la paga. Jesús, pues, se contrapone a los falsos Mesías, y a tantos dirigentes indignos y egoístas.
Jesús se autodefine: «Buen Pastor» y «Puerta del aprisco» (v 9). Sólo a través de Cristo, es decir, sólo enviados por él e investidos de la autoridad de él, entran y salen los pastores legítimos. Quien pretende invadir el aprisco sin ser enviado por Cristo es ladrón y lobo devastador. Asimismo es la Puerta para todas las ovejas; es a través de Cristo como éstas hallan pastos de vida: libertad y salvación. Es por Cristo, sólo por él, que tenemos acceso al Padre y entrada en el cielo:
«Concédenos, Señor, darte gracias siempre por estos misterios pascuales, para que esta actualización repetida de nuestra redención sea para nosotros fuente de gozo incesante» (Dom 4. ° Pascua-Orac. sobre las ofrendas).
SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 117-120
Benedicto XVI
Las grandes imágenes del evangelio de Juan: el pastor
(…)
Volvamos al sermón sobre el pastor del capítulo 10. Sólo en el segundo párrafo aparece la afirmación: «Yo soy el buen pastor» (10, 11). Toda la carga histórica de la imagen del pastor se recoge aquí, purificada y llevada a su pleno significado. Destacan sobre todo cuatro elementos fundamentales. El ladrón viene «para robar, matar y hacer estragos» (10, 10). Ve las ovejas como algo de su propiedad, que posee y aprovecha para sí. Sólo le importa él mismo, todo existe sólo para él. Al contrario, el verdadero pastor no quita la vida, sino que la da: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (10, 10).
Esta es la gran promesa de Jesús: dar vida en abundancia. Todo hombre desea la vida en abundancia. Pero, ¿qué es, en qué consiste la vida? ¿Dónde la encontramos? ¿Cuándo y cómo tenemos «vida en abundancia»? ¿Es cuando vivimos como el hijo pródigo, derrochando toda la dote de Dios? ¿Cuando vivimos como el ladrón y el salteador, tomando todo para nosotros? Jesús promete que mostrará a las ovejas los «pastos», aquello de lo que viven, que las conducirá realmente a las fuentes de la vida. Podemos escuchar aquí como un eco las palabras del Salmo 23: «En verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas… preparas una mesa ante mí… tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida.» (2.5s). Resuenan más directas las palabras del pastor en Ezequiel: «Las apacentaré en pastizales escogidos, tendrán su dehesa en lo alto de los montes de Israel.» (34, 14).
Ahora bien, ¿qué significa todo esto? Ya sabemos de qué viven las ovejas, pero, ¿de qué vive el hombre? Los Padres han visto en los montes altos de Israel y en los pastizales de sus camperas, donde hay sombra y agua, una imagen de las alturas de la Sagrada Escritura, del alimento que da la vida, que es la palabra de Dios. Y aunque éste no sea el sentido histórico del texto, en el fondo lo han visto adecuadamente y, sobre todo, han entendido correctamente a Jesús. El hombre vive de la verdad y de ser amado, de ser amado por la Verdad. Necesita a Dios, al Dios que se le acerca y que le muestra el sentido de su vida, indicándole así el camino de la vida. Ciertamente, el hombre necesita pan, necesita el alimento del cuerpo, pero en lo más profundo necesita sobre todo la Palabra, el Amor, a Dios mismo. Quien le da todo esto, le da «vida en abundancia». Y así libera también las fuerzas mediante las cuales el hombre puede plasmar sensatamente la tierra, encontrando para sí y para los demás los bienes que sólo podemos tener en la reciprocidad.
En este sentido, hay una relación interna entre el sermón sobre el pan del capítulo 6 y el del pastor: siempre se trata de aquello de lo que vive el hombre. Filón, el gran filósofo judío contemporáneo de Jesús, dijo que Dios, el verdadero pastor de su pueblo, había establecido como pastor a su «hijo primogénito», al Logos (Barrett, p. 374). El sermón sobre el pastor en Juan no está en relación directa con la idea de Jesús como Logos; y sin embargo —precisamente en el contexto del Evangelio de Juan— es éste su sentido: que Jesús, como palabra de Dios hecha carne, no es sólo el pastor, sino también el alimento, el verdadero «pasto»; nos da la vida entregándose a sí mismo, a El, que es la Vida (cf. 1, 4; 3, 36; 11, 25).
Con esto hemos llegado al segundo motivo del sermón sobre el pastor, en el que aparece el nuevo elemento que lleva más allá de Filón, no mediante nuevas ideas, sino por un acontecimiento nuevo: la encarnación y la pasión del Hijo. «El buen pastor da la vida por las ovejas» (10, 11). Igual que el sermón sobre el pan no se queda en una referencia a la palabra, sino que se refiere a la Palabra que se ha hecho carne y don «para la vida del mundo» (6, 51), así, en el sermón sobre el pastor es central la entrega de la vida por las «ovejas». La cruz es el punto central del sermón sobre el pastor, y no como un acto de violencia que encuentra desprevenido a Jesús y se le inflige desde fuera, sino como una entrega libre por parte de Él mismo: «Yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente» (10, 17s). Aquí se explica lo que ocurre en la institución de la Eucaristía: Jesús transforma el acto de violencia externa de la crucifixión en un acto de entrega voluntaria de sí mismo por los demás. Jesús no entrega algo, sino que se entrega a sí mismo. Así, El da la vida. Tendremos que volver de nuevo sobre este tema y profundizar más en él cuando hablemos de la Eucaristía y del acontecimiento de la Pascua.
Un tercer motivo esencial del sermón sobre el pastor es el conocimiento mutuo entre el pastor y el rebaño: «El va llamando a sus ovejas por el nombre y las saca fuera… y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz» (10, 3s). «Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (10, 14s). En estos versículos saltan a la vista dos interrelaciones que debemos examinar para entender lo que significa ese «conocer». En primer lugar, conocimiento y pertenencia están entrelazados. El pastor conoce a las ovejas porque éstas le pertenecen, y ellas lo conocen precisamente porque son suyas. Conocer y pertenecer (en el texto griego, ser «propio de»: taídiá) son básicamente lo mismo. El verdadero pastor no «posee» las ovejas como un objeto cualquiera que se usa y se consume; ellas le «pertenecen» precisamente en ese conocerse mutuamente, y ese «conocimiento» es una aceptación interior. Indica una pertenencia interior, que es mucho más profunda que la posesión de las cosas.
Lo veremos claramente con un ejemplo tomado de nuestra vida. Ninguna persona «pertenece» a otra del mismo modo que le puede pertenecer un objeto. Los hijos no son «propiedad» de los padres; los esposos no son «propiedad» uno del otro. Pero se «pertenecen» de un modo mucho más profundo de lo que pueda pertenecer a uno, por ejemplo, un trozo de madera, un terreno o cualquier otra cosa llamada «propiedad». Los hijos «pertenecen» a los padres y son a la vez criaturas libres de Dios, cada uno con su vocación, con su novedad y su singularidad ante Dios. No se pertenecen como una posesión, sino en la responsabilidad. Se pertenecen precisamente por el hecho de que aceptan la libertad del otro y se sostienen el uno al otro en el conocerse y amarse; son libres y al mismo tiempo una sola cosa para siempre en esta comunión.
De este modo, tampoco las «ovejas», que justamente son personas creadas por Dios, imágenes de Dios, pertenecen al pastor como objetos; en cambio, es así como se apropian de ellas el ladrón o el salteador. Ésta es precisamente la diferencia entre el propietario, el verdadero pastor y el ladrón: para el ladrón, para los ideólogos y dictadores, las personas son sólo cosas que se poseen. Pero para el verdadero pastor, por el contrario, son seres libres en vista de alcanzar la verdad y el amor; el pastor se muestra como su propietario precisamente por el hecho de que las conoce y las ama, quiere que vivan en la libertad de la verdad. Lc pertenecen mediante la unidad del «conocerse», en la comunión de la Verdad, que es Él mismo. Precisamente por eso no se aprovecha de ellas, sino que entrega su vida por ellas. Del mismo modo que van unidos Logos y encarnación, Logos y pasión, también conocerse y entregarse son en el fondo una misma cosa.
Escuchemos de nuevo la frase decisiva: «Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (10, 14s). En esta frase hay una segunda interrelación que debemos tener en cuenta. El conocimiento mutuo entre el Padre y el Hijo se entrecruza con el conocimiento mutuo entre el pastor y las ovejas. El conocimiento que une a Jesús con los suyos se encuentra dentro de su unión cognoscitiva con el Padre. Los suyos están entretejidos en el diálogo trinitario; volveremos a tratar esto al reflexionar sobre la oración sacerdotal de Jesús. Entonces podremos comprender cómo la Iglesia y la Trinidad están enlazadas entre sí. La compenetración de estos dos niveles del conocer resulta de suma importancia para entender la naturaleza del «conocimiento» de la que habla el Evangelio de Juan.
Trasladando esto a nuestra experiencia vital, podemos decir: sólo en Dios y a través de Dios se conoce verdaderamente al hombre. Un conocer que reduzca al hombre a la dimensión empírica y tangible no llega a lo más profundo de su ser. El hombre sólo se conoce a sí mismo cuando aprende a conocerse a partir de Dios, y sólo conoce al otro cuando ve en él el misterio de Dios. Para el pastor al servicio de Jesús eso significa que no debe sujetar a los hombres a él mismo, a su pequeño yo. El conocimiento recíproco que le une a las «ovejas» que le han sido confiadas debe tender a introducirse juntos en Dios y dirigirse hacia Él; debe ser, por tanto, un encontrarse en la comunión del conocimiento y del amor de Dios. El pastor al servicio de Jesús debe llevar siempre más allá de sí mismo para que el otro encuentre toda su libertad; y por ello, él mismo debe ir también siempre más allá de sí mismo hacia la unión con Jesús y con el Dios trinitario.
El Yo propio de Jesús está siempre abierto al Padre, en íntima comunión con El; nunca está solo, sino que existe en el recibirse y en el donarse de nuevo al Padre. «Mi doctrina no es mía», su Yo es el Yo sumido en la Trinidad. Quien lo conoce, «ve» al Padre, entra en esa su comunión con el Padre. Precisamente esta superación dialógica que hay en el encuentro con Jesús nos muestra de nuevo al verdadero pastor, que no se apodera de nosotros, sino que nos conduce a la libertad de nuestro ser, adentrándonos en la comunión con Dios y dando Él mismo su propia vida.
Llegamos al último gran tema del sermón sobre el pastor: el tema de la unidad. Aparece con gran relieve en la profecía de Ezequiel. «Recibí esta palabra del Señor: “hijo de hombre, toma una vara y escribe en ella ‘Judá’ y su pueblo; toma luego otra vara y escribe ‘José’, vara de Efraín, y su pueblo. Empálmalas después de modo que formen en tu mano una sola vara”. Esto dice el Señor: “Voy a recoger a los israelitas de las naciones a las que se marcharon, voy a congregarlos de todas partes… Los haré un solo pueblo en mi tierra, en los montes de Israel… No volverán ya a ser dos naciones ni volverán a desmembrarse en dos reinos”» (Ez 37, 15-17.21s). El pastor Dios reúne de nuevo en un solo pueblo al Israel dividido y disperso.
El sermón de Jesús sobre el pastor retoma esta visión, pero ampliando de un modo decisivo el alcance de la promesa: «Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (10, 16). La misión de Jesús como pastor no sólo tiene que ver con las ovejas dispersas de la casa de Israel, sino que tiende, en general, «a reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (11, 52). Por tanto, la promesa de un solo pastor y un solo rebaño dice lo mismo que aparece en Mateo, en el envío misionero del Resucitado: «Haced discípulos de todos los pueblos» (28, 19); y que además se reitera otra vez en los Hechos de los Apóstoles como palabra del Resucitado: «Recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo» (1, 8).
Aquí se nos muestra con claridad la razón interna de esta misión universal: hay un solo pastor. El Logos, que se ha hecho hombre en Jesús, es el pastor de todos los hombres, pues todos han sido creados mediante aquel único Verbo; aunque estén dispersos, todos son uno a partir de Él y en vista de El. La humanidad, más allá de su dispersión, puede alcanzar la unidad a partir del Pastor verdadero, del Logos, que se ha hecho hombre para entregar su vida y dar, así, vida en abundancia (10, 10).
La figura del pastor se convirtió muy pronto —está documentado ya desde el siglo III— en una imagen característica del cristianismo primitivo. Existía ya la figura bucólica del pastor que carga con la oveja y que, en la ajetreada sociedad urbana, representaba y era estimada como el sueño de una vida tranquila. Pero el cristianismo interpretó enseguida la figura de un modo nuevo basándose en la Escritura; sobre todo a la luz del Salmo 23: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar… Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo… Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por días sin término». En Cristo reconocieron al buen pastor que guía a través de los valles oscuros de la vida; el pastor que ha atravesado personalmente el tenebroso valle de la muerte; el pastor que conoce incluso el camino que atraviesa la noche de la muerte, y que no me abandona ni siquiera en esta última soledad, sacándome de ese valle hacia los verdes pastos de la vida, al «lugar del consuelo, de la luz y de la paz» (Canon romano). Clemente de Alejandría describió esta confianza en la guía del pastor en unos versos que dejan ver algo de esa esperanza y seguridad de la Iglesia primitiva, que frecuentemente sufría y era perseguida: «Guía, pastor santo, a tus ovejas espirituales: guía, rey, a tus hijos incontaminados. Las huellas de Cristo son el camino hacia el cielo» (Paed., III 12, 101; van der Meer, 23).
Pero, naturalmente, a los cristianos también les recordaba la parábola tanto del pastor que sale en busca de la oveja perdida, la carga sobre sus hombros y la trae de vuelta a casa, como el sermón sobre el pastor del Evangelio de Juan. Para los Padres estos dos elementos confluyen uno en el otro: el pastor que sale a buscar a la oveja perdida es el mismo Verbo eterno, y la oveja que carga sobre sus hombros y lleva de vuelta a casa con todo su amor es la humanidad, la naturaleza humana que Él ha asumido. En su encarnación y en su cruz conduce a la oveja perdida —la humanidad— a casa, y me lleva también a mí. El Logos que se ha hecho hombre es el verdadero «portador de la oveja», el Pastor que nos sigue por las zarzas y los desiertos de nuestra vida. Llevados en sus hombros llegamos a casa. Ha dado la vida por nosotros. Él mismo es la vida.
(Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Parte I, Editorial Planeta, Santiago de Chile, 2007, p. 326 – 335)
José A. Marcone, I.V.E.
Jesús, Buen Pastor
Introducción
Hoy es 4º domingo de Pascua y la Iglesia celebra la el domingo de Jesús, el Buen Pastor. Pocas imágenes de Jesús son tan dulces y tan tiernas como lo es ésta, que nos recuerda todo el amor y toda la misericordia con que aquel pastor de la parábola (Lc.15) deja las 99 ovejas que están en el corral para ir en busca de la oveja perdida. El pastor, que es el dueño, el responsable y el guía del rebaño, no se siente humillado de tener que salir y sacrificarse por la oveja que no quiso ir esa tarde al corral. Quizá el pastor tuvo que afrontar las inclemencias del tiempo, frío o calor; tuvo que caminar por caminos difíciles y quebradas peligrosas, que podrían haber causado su fastidio, su hastío o disgusto. Y sin embargo, cuando logra encontrar a la oveja, no le grita, no le da con un palo, no le pega, no la obliga a caminar ni la lleva a los tirones, apurado y malhumorado, con deseos de volver pronto a casa. Sino que la alza suavemente, le da un beso y la carga sobre sus hombros. Y vuelve, muy cansado, pero alegremente, hablándole suavemente a la oveja, reprochándole suavemente que ella lo abandonó, preguntándole si ya no lo ama, preguntándole qué fue lo que la llevó a apartarse de él, preguntándole si en algo él le faltó. Le hablará a la ovejita como el Esposo del Cantar a la esposa: “Me robaste el corazón, hermana mía, novia mía, me robaste el corazón” (4,9). “Única es mi paloma (única es mi ovejita), mi perfecta. Ella, hija única de su madre, la preferida de la que la engendró” (6,9). Y finalmente la devolvería al rebaño, donde la ovejita, llena y satisfecha del afecto del pastor, se alegraría despreocupadamente al insertarse de nuevo en su comunidad.
Cuántos de nosotros sabemos que necesitamos un pastor así. Cuántos de nosotros nos identificamos plenamente con esa ovejita rebelde. Cuántos de nosotros nos sentimos realmente carenciados de afecto, necesitados de perdón, de misericordia, de ternura. ¡Cuánto necesitamos del Buen Pastor!
¿Y quién es el Buen Pastor? Preguntémoselo a la Palabra de Dios, al Evangelio. Y nos responde el mismo Jesucristo, Dios verdadero y hombre verdadero: “Yo soy el Buen Pastor” (Jn.10,14). El pastor que nos llena el alma de paz y alegría, el pastor que nos llena el alma de amor, de ternura, de afecto es Jesucristo.
Pero, hoy, actualmente, aquí y ahora, ¿cómo actúa Jesucristo?; ¿en la persona de quiénes se hace presente?; ¿a quiénes ha dejado Jesús como pastores para que cumplan su misión de pastor? Sin ninguna duda: los sacerdotes (cf. 1Pe.5,1-4). Por eso, este domingo de Jesús, el Buen Pastor, es también la Jornada Mundial de Oración por las vocaciones, especialmente las sacerdotales, pero por extensión también las vocaciones de especial consagración.
- El sacerdote, otro Cristo-Buen Pastor
El sacrificio de la Misa que dentro de un momento vamos a ofrecer en el altar será el gran clamor al cielo pidiendo a Dios que envíe sacerdotes. Y cuándo pedimos sacerdotes a Dios, ¿qué estamos pidiendo? Le estamos pidiendo, ni más ni menos, que Jesús se multiplique en el mundo. Le estamos pidiendo que haya como ‘fotocopias’ de Jesús el Buen Pastor. Le estamos pidiendo que el Buen Pastor que es Jesús esté reproducido en todos los lugares del mundo. Le estamos pidiendo que se repita en todo el mundo la presencia sacramental de Cristo. Cuando pedimos sacerdotes pedimos a Cristo multiplicado aquí y ahora, viviendo entre nosotros.
Porque la realidad y la misión del sacerdote no es otra que la de ser el buen pastor entre los hombres. La misma realidad y la misma misión de Cristo que narrábamos al principio es la que le corresponde al sacerdote. El amor, la ternura, la misericordia, el perdón, el cariño, la dulzura de Cristo son las virtudes que el sacerdote está llamado a ejercitar sobre las ovejas. Existen los sacerdotes para hacer presente la caridad pastoral de Cristo entre los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares. Esa caridad es requisito indispensable para ser sacerdote. Así lo deja bien en claro Jesucristo cuando encomienda el cuidado del rebaño al Sumo Sacerdote, S. Pedro, el Papa, supremo pastor de la Iglesia católica. “Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?». Pedro le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te amo». Jesús le dijo: «¡Apacienta mis corderos!». Por segunda vez le preguntó: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te amo». Jesús le dijo: «¡Apacienta mis ovejas!». Por tercera vez le preguntó: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Pedro se entristeció porque le había preguntado por tercera vez si lo amaba, y le respondió: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo». Jesús le dijo: «¡Apacienta mis ovejas!».” (Jn.21,15-17)
Esa caridad pastoral del sacerdote está toda orientada a cuidar de los hombres en su realidad íntegra, alma y cuerpo, pero jerárquicamente. Primero, en orden de importancia, el alma, y después el cuerpo. Aunque muchas veces será más urgente auxiliar la psiquis y el cuerpo, para después dar el auxilio correspondiente a la vida espiritual.
Por eso, la primera, fundamental y más importante labor del sacerdote-buen pastor será la de cuidar del espíritu de los hombres a él encomendados, dándoles aquello que los satisface plenamente: Dios. La primera gran caridad, el fundamental acto de ternura del sacerdote-buen pastor es entregar Dios a las almas. Para eso precisamente se ha hecho sacerdote, porque sacerdote viene de dos palabras latinas: sacra-dans, el que da las cosas sagradas. Por eso el supremo acto de caridad del buen pastor es celebrar el Santo Sacrificio de la Misa y entregar a las almas el Cuerpo de Cristo, Dios y hombre verdadero. Por eso no puede haber mayor dulzura del buen pastor que reconciliar al hombre con Dios a través del sacramento de la confesión.
- El llamado al sacerdocio
¿Y dónde están los hombres que van a reproducir a Cristo Buen Pastor? ¿Cristo ya no los llama? ¿Cambió Jesucristo su plan de hacerse presente a través de sacerdotes? No, Jesucristo no varió su plan. Él, con amor de hermano, sigue eligiendo y llamando a hombres de este pueblo para que prolonguen su sagrada misión: la de ser Buen Pastor entre los hombres. Ese llamado de Jesucristo es lo que llamamos la vocación.
Pero…¿qué es la vocación? “La vocación es un llamamiento que Cristo dirige al fondo de la conciencia de un joven para que consagre su vida al apostolado o a la práctica de la perfección cristiana. Es un renovarse en el transcurso de los siglos de las palabras de Cristo al joven del evangelio: ‘Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, dalo a los pobres, sígueme y tendrás un tesoro en el Reino de los Cielos’” (S. Alberto Hurtado)1.
Uno de las grandes preguntas que hacen los jóvenes ante la cuestión de la vocación, ya sea sacerdotal o religiosa, es ¿cómo me doy cuenta si estoy llamado al sacerdocio?; ¿cómo me doy cuenta si estoy llamada a ser religiosa? Dice el P. Hurtado que algunos creen que debe haber “una moción sensible del Espíritu Santo”, como la han tenido algunos santos, que sintieron un consuelo muy grande cuando se dieron cuenta que Dios los llamaba al sacerdocio; estaban como embriagados por un dulce sentimiento y lloraban de alegría. Ellos recibieron “un don místico extraordinario”, dice el P. Hurtado.
Pero dice también S. Alberto Hurtado que “otros erróneamente también han pensado que para tener vocación se necesita tener atractivo por el sacerdocio, gusto natural por la vida y ministerios del sacerdote”.
La vocación al sacerdocio o a la vida consagrada se manifiesta cuando un joven siente el deseo de consagrarse a Dios con recta intención, es decir, por el sólo motivo de consagrarse a Dios y a la salvación de las almas, teniendo las cualidades físicas, intelectuales y morales suficientes.
No hay que creer que el que es llamado va a sentir un gran consuelo de seguir el sacerdocio o la vida consagrada. Esto lo tenía muy claro el P. Hurtado: “Es indudable que en la mayor parte de las mejores vocaciones no hay tal atracción, antes bien el sujeto experimenta una repulsión natural, un deseo espontáneo de la naturaleza que lo aleja del sacerdocio y lo inclina al matrimonio o a la vida del mundo. En la época ruda y materialista que vivimos, es normal sentir una fuerte repugnancia a una vida que toda ella es sacrificio, negación de sí mismo, a veces hasta el heroísmo. La parte animal del hombre no deja de hablar a pesar del llamamiento sobrenatural de Dios, y a veces estas voces animales resuenan con más fuerza que la suave voz de Dios que se hace oír en el silencio y recogimiento tan raros en este siglo de ruido y movimiento. Pero junto a estas mociones espontáneas de la naturaleza hay en los escogidos por Dios un deseo de la voluntad de hacer lo que Dios quiera, de ser generosos con su Redentor”.
Bueno, pero concretamente…¿cómo se manifiesta esta elección de Dios? Dios siempre va a dar al elegido señales de ruta para que él vea que ha sido elegido. Dios siempre va a poner algo en su corazón o en su camino que le sirva de señal y de condición para que descubra su propia vocación. El P. Hurtado enumera algunas:
- “una inquietud de ánimo que lo mueve a mirar el cielo (el deseo de las cosas altas);
- “una predicación que lo hace aspirar a mayor perfección;
- “la muerte de una persona querida que le enseña la vanidad de la vida;
- “un libro que cae en sus manos;
- “unos ejercicios espirituales que lo mueven a la santidad; y hacen que conciba como algo posible para él, aunque con grandes repugnancias a veces, la idea del sacerdocio o de la vida religiosa”
Nosotros podemos agregar: la escucha de la palabra de Jesucristo en el evangelio, por ejemplo cuando dice: “Cualquiera que haya dejado casa o hermanos…por causa de mi nombre, recibirá cien veces más y poseerá la vida eterna”
Por todo esto dice San Juan Bosco: “Me parece un grave error decir que la vocación es difícil de conocer. (…) Es difícil de conocer cuando no se quiere seguir, cuando se rechazan las primeras inspiraciones. Es ahí donde se embrolla la madeja… Mirad, cuando uno está indeciso sobre hacerse o no religioso, os digo abiertamente que éste ya tuvo vocación; no la ha seguido inmediatamente y se encuentra ahora embrollado e indeciso”
- ¿Cómo debo seguir la vocación?
¿Qué es lo primero que debe hacer un joven o cualquier persona que ve algunos de los signos de los que habla S. Alberto Hurtado o San Juan Bosco? Debe ir a un sacerdote de su confianza y decirle: “Padre, siento un llamado a cosas altas, y quisiera estar seguro que Dios me está llamando al sacerdocio o la vida religiosa. Quisiera que usted me orientara en esto.” Y concertar una cita para hablar detalladamente de lo que está pasando en el alma con la disposición de seguir el consejo que le dé el sacerdote. Eso es lo que se llama “hacer dirección espiritual” o “tener un director espiritual”. Luego se conciertan otras citas y así, mes a mes, semana a semana, va hablando con el sacerdote hasta que, con su ayuda, se discierne definitivamente acerca de cuál es la voluntad de Dios.
Pero… ¡cuidado!, esto no significa que haya que entregarse a grandes cavilaciones para decidirse a entrar al Seminario o al Convento. Todo lo contrario. Hay que dejar todo con rapidez y perfección.
En primer lugar, con rapidez. En el evangelio vemos el ejemplo de los apóstoles Pedro y Andrés que “inmediatamente, dejando las redes, lo siguieron” (Mc.1,18). Y lo mismo se dice de Santiago y Juan: “Dejando a su padre, le siguieron” (Mc.1,20). También Mateo lo siguió inmediatamente: “Le dijo: ‘Sígueme’. Él se levantó y le siguió” (Mc.2,14). Y San Pablo también, “sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre” (Gál.1,16), siguió a Jesucristo. Y la Virgen María, ante una misión tan excelsa que le era encomendada, inmediatamente respondió: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc.1,38). La vocación sacerdotal o religiosa es una flor muy delicada, es una flor de invernadero, que necesita rápidamente el ambiente necesario para que no se marchite. El roce del viento y del frío del mundo puede arruinarla para siempre.
El gran poeta José María Pemán pone en boca de San Francisco Javier:
“Las grandes resoluciones, para su mejor acierto
hay que tomarlas al paso
y hay que cumplirlas al vuelo (…)
Soy más amigo del viento,
señora, que de la brisa
y hay que hacer el bien de prisa
que el mal no pierde un momento.”
Y San Jerónimo le aconsejaba a uno de sus dirigidos: “Te ruego que te des prisa, antes bien cortes que desates la cuerda que detiene la nave en la playa”.
En segundo lugar, con perfección. El que tiene vocación sacerdotal o religiosa debe estar dispuesto a hacer lo que hizo Hernán Cortés. Ante la posibilidad de que su tripulación quisiera volver a España, quemó las naves ancladas en América, para quitar toda tentación de querer volver a la comodidad de la propia querencia. Así también, el que tiene vocación sacerdotal o religiosa, debe quemar las naves de sus afectos para arrojarse a la gran aventura que es seguir a Jesucristo por caminos donde no hay sendas marcadas.
El que ha sido llamado debe estar dispuesto a morir a todas las cosas, como San Pablo: “Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo (2Cor.4,10).
Conclusión
Pidámosle a la Virgen María la gracia de ser dóciles al llamado de Jesucristo.
1HURTADO, A., ¿Es Chile un país católico?, p. 123ss.
Mons. F. X. Nguyen van Thuan
EL GOZO DE SER PADRES Y PASTORES CON CRISTO
Características del amor
En el diálogo que aparece en el último capítulo del Evangelio de Juan, Jesús le pregunta a Pedro sobre el amor, y en relación a la triple confesión de amor le encomienda su rebaño. “¿Me amas? ¿Me quieres? Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas” (cf. Jn 21, 15).
El “buen pastor” (Jn 10, 11) que da la vida por sus ovejas hace de Pedro el pastor llamado a serlo por la fuerza del amor con el que se entrega a los que se le han encomendado. La espiritualidad del obispo y del presbítero, que puede reconocerse en la identidad del pecador de Galilea convertido en príncipe de los apóstoles, es ser pastor, con las características de amor que Cristo vivió y dio a todos los que llamó, para que también ellos amaran y pastorearan su rebaño.
El diálogo entre Jesús y su apóstol se revive en el momento de la ordenación, cuando el obispo, signo de Cristo pastor, pregunta a los ordenandos: ¿quieren ejercer durante toda la vida el ministerio sacerdotal en el grado de presbíteros, colaborando con el obispo en el servicio al pueblo santo de Dios, bajo la guía del Espíritu Santo? A la respuesta afirmativa, el obispo añade otras preguntas relativas al fiel seguimiento de Jesús en la vida de oración y de santificación del pueblo de Dios, al ministerio de la Palabra, a la unión enamorada con Cristo y a la plena comunión eclesial.
Del “sí” como respuesta a estas preguntas nace la identidad existencial del ministro ordenado, marcada por las características que brotan de la unión con Jesús sacerdote y llamado a ser pastor.
¿Qué significa ser pastor? Para explicarlo, Jesús no dijo nada específico. Solamente dijo: “Pastorea”. Un pastor apacienta; es su deber, su trabajo. Por eso nuestro deber es cultivar una gran espiritualidad. Las cosas de cada día son un deber y una gran espiritualidad.
a. La intimidad
La primera característica de la identidad del ministro ordenado es la intimidad, la relación de amor y de ternura –profundamente sincera– con los demás. Igual que el buen pastor conoce a sus ovejas y ellas lo conocen a él, así el pastor está llamado a vivir la escucha y la comprensión profunda de los que se encomiendan a él para que éstos a su vez lo escuchen a él con amor.
Semejante relación exige cuidar a cada oveja del rebaño; un cuidado a base de búsqueda, acogida y perdón. Donde está el amor del pastor allí está la mirada capaz de reconocer, llamar, acoger y regenerar.
b. La entrega
La fuente profunda de donde surge este estilo pastoral reside en la opción de dar la vida por las ovejas, como hizo Jesús, que se entregó a la muerte por nosotros, pecadores.
Así el obispo o el presbítero que se esfuerce por ser buen pastor está llamado a dedicarse sin reservas, generosamente, en un éxodo de sí mismo sin retorno. Esta es la auténtica esencia de su caridad pastoral. No importa que en este movimiento de amor haya o no reciprocidad. A veces puede haber incluso ingratitud. No importa. Lo que cuenta es la entrega total, la donación generosa que irradia la gratuidad del Dios vivo; el cual, como dice san Bernardo, “no nos ama porque seamos buenos y bellos, sino que nos hace buenos y bellos porque nos ama””.
c. La evangelización
Un amor así impulsa a la evangelización de todo el hombre y de todo hombre. Éste vive de un impulso de generosidad tal que no puede detenerse ante el rechazo, la indiferencia o la lejanía, sino que quiere llegar a todos y a cada uno, especialmente a las ovejas que aún no están en el redil, para establecer con ellas una relación de amor que hace nuevo el corazón y la vida.
d. La unidad
La meta de este impulso es la misma unidad trinitaria. “Como tú, Padre estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (in 17, 21).
El buen pastor tiene en los ojos y en el corazón la belleza de Dios Trinidad Santa, y a ella conduce sus ovejas, según ella configura su rebaño y hacia ella tiende con todo el empeño de su corazón, de su inteligencia y de su vida: hacia la Santísima Trinidad. Porque una vez que un pastor ha conocido a Jesús, lo abandona todo para seguirlo, cambia, se regenera, se renueva: Zaqueo cambia (cf. Lc 19, 1). Mateo cambia (cf. Mt 9, 9). Magdalena cambia (cf. Jn 20, 18). La adúltera cambia (cf. Jn 8, 1). El endemoniado cambia (cf. Mt 9, 32). Todos los que conocen a Jesús cambian.
2. Jesús, buen pastor
Por eso hemos de ser contempladores del rostro de Jesús, de su belleza. Esta belleza apareció en la historia de Jesús que dijo de sí mismo: “El que me ve, ve al que me envió” (Jn 12, 45).
Él es la imagen radiante del Padre; en él el obispo y el presbítero pastor participan de la misma fuente de la vida: la paternidad de Dios. Nosotros somos padres porque participamos de la paternidad de Dios.
A este propósito, el Concilio Vaticano II afirmó: “Los fieles, por su parte, deben estar unidos a su obispo como la Iglesia a Jesucristo y como Jesucristo al Padre, para que todas las cosas se armonicen en la unidad y crezcan para gloria de Dios”.
“El obispo… tenga siempre ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que vino no a ser servido, sino a servir y a dar la vida por sus ovejas”. También los sacerdotes hacen esto.
“Los presbíteros, que ejercen el oficio de Cristo, Cabeza y Pastor, según la parte de autoridad, reúnen, en nombre del obispo, la familia de Dios, como una fraternidad de un solo ánimo, y por Cristo, en el Espíritu, la conducen a Dios Padre”.
“En cuanto a los fieles mismos, dense cuenta de que están obligados a sus presbíteros, y ámenlos con filial cariño, como a sus pastores y padres; igualmente, participando de sus solicitudes, ayuden en lo posible, por la oración y de obra, a sus presbíteros, a fin de que éstos puedan superar mejor sus dificultades y cumplir más fructuosamente sus deberes”.
En esta paternidad hay reciprocidad entre el pastor y las ovejas. Los fieles aman y ayudan a sus pastores. En Cristo Jesús, enviado por el Padre, tanto el obispo como el presbítero están llamados a reconocer la fuente de su identidad y misión y a presentarse a los suyos como un padre de familia, imagen viva de Aquél que es la fuente eterna e inagotable del amor. Dios Padre “amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único” (Jn 3, 16).
A este propósito quiero recordar un pequeño episodio que me contaron. Un día dos sacerdotes jóvenes franceses pasaban por la plaza de San Pedro para ir a una audiencia privada con el Santo Padre. Un mendigo los detiene y les pregunta: “¿A dónde van?” Ellos le responden: “A ver al Santo Padre”, y él añade: “¿Puedo enviarle un mensaje al Papa? Díganle que aquí hay un sacerdote renegado: yo”. Los dos jóvenes sacerdotes, al llegar ante el Papa, se lo contaron. El Papa, en vez de demostrar tristeza o descontento por ello, les dijo a los dos sacerdotes que fueran a buscar al mendigo y que se lo trajeran. Ellos lo buscaron, pero había desaparecido, se había ido, y está claro que buscar a un mendigo en la ciudad de Roma no es fácil. Lo buscaron durante muchos días y al final lo encontraron. Se presentaron a la guardia suiza para subir a ver al Papa. Naturalmente, sin una tarjeta de autorización, los guardias les pusieron problemas, hasta que una llamada telefónica del secretario del Santo Padre autorizó la visita.
Aquel mendigo, todo sucio y harapiento, fue a ver al Santo Padre tal como estaba. En cuanto lo vio el Papa y oyó de los dos jóvenes franceses que era sacerdote, se arrodilló y le dijo: “Padre, tú tienes facultades para hacerlo, quiero confesarme”. Los dos jóvenes sacerdotes, desconcertados, salieron de la sala. Sólo Dios sabe el diálogo que tuvo lugar entre el Papa y aquel sacerdote mendigo. ¡Así actúa un padre!
Nosotros decimos que este Papa es grande porque ha viajado mucho, más que si hubiera ido a la luna. Pero es grande sobre todo por su amor de padre, que hizo que aquel renegado volviera a descubrir su identidad, recordándole que el sello de la ordenación todavía lo tenía dentro. Así pues, es un verdadero padre, transparencia del único Padre celestial revelado por el buen pastor, Jesús.
3. El sacerdote, buen pastor
El obispo es el buen pastor, como el sacerdote. Por tanto, es padre de su pueblo en el signo de Cristo pastor, y también imagen viva del Padre de Jesús. Esto vale también para el presbítero.
Al obispo y al presbítero, los hombres les piden lo mismo que pidieron a Jesús: “Muéstranos al Padre y eso nos basta” (Jn 14, 8).
Esta petición se la hacen todos los sacerdotes y fieles al obispo, y los fieles al sacerdote. Ostende nobisPatrem, et nos sufficit.
Basta con que nos muestres que tú eres el Padre. No un artista, un profesor o un técnico, sino el Padre. En la parroquia no se necesita un técnico o un artista, sino un padre. El pastor tiene que responder a los fíeles con temor y temblor, pero también con mucha fe, lo que Jesús respondió a Felipe: “El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Cómo dices: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que les digo no son mías; el Padre, que habita en mí, es el que realiza las obras. Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanlo al menos, por las obras” (Jn 14, 9-11).
Así pues, yo he de poder decir: quien me ve a mí, ve al Padre. La paternidad del obispo –como la del presbítero– ha de ser, en la cotidianidad de su estilo de vida, en sus palabras y en sus gestos, la revelación del amor del Padre celestial, que Jesús hizo accesible y quiso ofrecer por medio de sus discípulos a toda criatura.
Para que esto suceda, el ministro ordenado ha de reconocer y hacer que se reconozca siempre su verdadera riqueza y su verdadera pobreza. Si Dios es su riqueza, ningún bien de este mundo ha de interponerse para oscurecer este tesoro, aunque lo llevemos en vasijas de barro. Además, la pobreza es el estilo de vida de quien quiere ser rico sólo en Dios. El buen pastor es pobre de todo para ser transparencia de la perla preciosa, del tesoro escondido que vale más que todo y que se ha de amar por encima de todo. En esta pobreza, el obispo, como el presbítero, se ofrece como verdadero padre, totalmente entregado a su pueblo, disponible en todo, para todos, hasta el sacrificio de su vida, en una radicalidad que incluso puede asustar.
¿Quién podrá ser padre así? ¿Quién podrá darlo todo, realmente todo? Nos conforta la garantía y la promesa de Jesús: “El Padre mismo los ama” (Jn 16, 27).
Si es Él el que nos ama, el que nos ama a todos, el que hace posible el de otro modo imposible amor, entonces todo ministro ordenado sabe que puede ser padre con el corazón de Dios, sabe que puede amar en Aquél que ama a todos, que no excluye a nadie.
Durante la guerra étnica, se ha oído hablar de grandes campos de concentración en África. ¡Es terrible! Pero también hay ejemplos de valentía, de santidad. Quisiera contarles el ejemplo de un sacerdote de Ruanda:
Cuando la iglesia está llena de gente, es vigilada por los guardias. Este sacerdote, vestido con sus ornamentos litúrgicos, se presenta a la puerta de la iglesia, ante los guardias. Éstos le preguntan: “¿Tú eres tutsi o hutu?”. Si responde: “Soy hutu” salvará su vida, no habrá problema, pero si dice: “Soy tutsi” lo matarán.
Les pide a los guardias que dejen marchar a casa a sus fieles. “Pueden matarme –les dice– porque yo soy padre. Un padre no es ni tutsi ni hutu. Yo soy un sacerdote del Señor”. Y los guardias dispararon. Ciertamente, cayó un mártir del amor, un confesor de la fe. Gracias a estos sacerdotes que ofrecen su vida por el pueblo podemos tener buenos seminaristas, como este sacerdote.
En Burundi los guardias fueron a un seminario, llamaron a todos los seminaristas y les preguntaron: “Los que sean tutsís, pónganlos aquí, y los que sean hutus, pónganlos allí”. Los seminaristas respondieron: “Nosotros vivimos juntos y morimos juntos, somos hermanos, no hay diferencia, nos amamos, vivimos y morimos juntos”. Los mataron a todos. Fueron mártires de la caridad porque no hacían diferencias, no sentían hostilidad en aquel ambiente de odio y de venganza étnica. Pero hay que tener sacerdotes que sean auténticos padres y pastores.
Para vivir hasta el fondo este misterio de amor, el Señor quiso darnos una Madre que con su fe sirviera de modelo y de invitación y que con su mediación materna nos ayudara.
Todo discípulo se reconoce en el discípulo amado al píe de la cruz, y de modo particular se reconoce en él el ministro ordenado, pastor y padre. A él le llega la palabra de Jesús, que, viendo a su madre allí cerca, le dice: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”, y al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”. Un 19, 26). El obispo, lo mismo que el presbítero, se encomienda a María como hijo humildísimo y confiado, poniéndola en lo profundo de su corazón y en lo profundo de su Iglesia. Y María, a su vez, lo acoge y lo une en su corazón a su Hijo divino, para que el obispo o el sacerdote sea imagen transparente y fiel de Él.
En brazos de la Madre el buen pastor hace bellos a sus pastores, y Aquél que es imagen del Padre los hace imágenes vivas y luminosas de la caridad inagotable de su Padre celestial. Y así María nos ayuda a ser padres y pastores. Cerca del corazón de María podemos ser, como Jesús, padres y pastores.
¡Alabado sea Jesucristo!
F. X. Nguyen van Thuan, El gozo de la esperanza Editorial Ciudad Nueva pp 31-40
Benedicto XVI
El Buen Pastor
La imagen del pastor viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes solían designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. En el Antiguo Testamento Moisés y David, antes de ser llamados a convertirse en jefes y pastores del pueblo de Dios, habían sido efectivamente pastores de rebaños. En las pruebas del tiempo del exilio, ante el fracaso de los pastores de Israel, es decir, de los líderes políticos y religiosos, Ezequiel había trazado la imagen de Dios mismo como Pastor de su pueblo. Dios dice a través del profeta: “Como un pastor vela por su rebaño (…), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas” (Ez 34, 12).
Ahora Jesús anuncia que ese momento ha llegado: él mismo es el buen Pastor en quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a los seres humanos y conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a quien el Señor resucitado había confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de convertirse en pastor con él y por él, llama a Jesús el “archipoimen”, el Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4), y con esto quiere decir que sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por medio de él y en la más íntima comunión con él. Precisamente esto es lo que se expresa en el sacramento de la Ordenación: el sacerdote, mediante el sacramento, es insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y actuando con vistas a él, realice en comunión con él el servicio del único Pastor, Jesús, en el que Dios como hombre quiere ser nuestro Pastor.
El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una parte del gran discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice tres cosas sobre el verdadero pastor: da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo conocen a él; y está al servicio de la unidad. Antes de reflexionar sobre estas tres características esenciales del pastor, quizá sea útil recordar brevemente la parte precedente del discurso sobre los pastores, en la que Jesús, antes de designarse como Pastor, nos sorprende diciendo: “Yo soy la puerta” (Jn 10, 7). En el servicio de pastor hay que entrar a través de él. Jesús pone de relieve con gran claridad esta condición de fondo, afirmando: “El que sube por otro lado, ese es un ladrón y un salteador” (Jn 10, 1).
Esta palabra “sube” (“anabainei”) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. “Subir”: se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar “muy alto”, de conseguir un puesto mediante la Iglesia: servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.
Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino de la vida.
Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente: a través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es Cristo, quiere decir conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra voluntad se una a la suya y nuestro actuar llegue a ser uno con su actuar.
Queridos amigos, por esta intención queremos orar siempre de nuevo, queremos esforzarnos precisamente por esto, es decir, para que Cristo crezca en nosotros, para que nuestra unión con él sea cada vez más profunda, de modo que también a través de nosotros sea Cristo mismo quien apaciente.
Consideremos ahora más atentamente las tres afirmaciones fundamentales de Jesús sobre el buen pastor. La primera, que con gran fuerza impregna todo el discurso sobre los pastores, dice: el pastor da su vida por las ovejas. El misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor: es el gran servicio que él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano. En la sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz está siempre realmente presente entre nosotros.
A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado: es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo.
La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra.
En segundo lugar el Señor nos dice: “Conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre” (Jn 10, 14-15). En esta frase hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que aquí están entrelazadas: la relación entre Jesús y el Padre, y la relación entre Jesús y los hombres encomendados a él. Pero ambas relaciones van precisamente juntas porque los hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y buscan al Creador, a Dios. Cuando se dan cuenta de que uno habla solamente en su propio nombre y tomando sólo de sí mismo, entonces intuyen que eso es demasiado poco y no puede ser lo que buscan.
Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre, se abre la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así debe ser en nuestro caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con Cristo y, por medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender verdaderamente a los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad del hombre; entonces quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo, sino del verdadero Pastor.
Obviamente, las palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea pastoral práctica de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos a sus necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es fundamental el conocimiento práctico, concreto, de las personas que me han sido encomendadas, y ciertamente es importante entender este “conocer” a los demás en el sentido bíblico: no existe un verdadero conocimiento sin amor, sin una relación interior, sin una profunda aceptación del otro.
El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas. Su conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro corazón, si nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro pequeño yo privado, a nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les hace sentir el corazón de Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conocimiento con el corazón de Jesús, un conocimiento orientado a él, un conocimiento que no vincula la persona a mí, sino que la guía hacia Jesús, haciéndolo así libre y abierto. Así también nosotros nos hacemos cercanos a los hombres.
Pidamos siempre de nuevo al Señor que nos conceda este modo de conocer con el corazón de Jesús, de no vincularlos a mí sino al corazón de Jesús, y de crear así una verdadera comunidad.
Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor” (Jn 10, 16). Es lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de matar a Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el pueblo a que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de palabras proféticas, y añade: “Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 52).
Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero sobre todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel, en su profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad entre las tribus dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no se trata de la unificación del Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la humanidad, de la Iglesia de judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a toda la humanidad, para que reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resucitó.
Homilía del Papa Benedicto XVI Basílica de San Pedro el domingo 7 de mayo de 2006.
San Agustín
El buen pastor
(Jn 10,1-15)
1. Vuestra fe no ignora, carísimos, y sabemos que lo habéis aprendido del Maestro, que desde el cielo nos adiestra y en quien habéis colocado vosotros la esperanza, cómo nuestro Señor Jesucristo, que ya padeció por nosotros y resucitó, es Cabeza de la Iglesia, y la Iglesia, Cuerpo suyo; y que la salud de este Cuerpo es la unión de sus miembros y la trabazón de la caridad. Si se resfría la caridad, sobreviene, aun perteneciendo uno al Cuerpo de Cristo, la enfermedad. Cierto es, sin embargo, que aquel que ha exaltado a nuestra Cabeza puede sanar a sus miembros, siempre a condición de no llevarla impiedad a términos de haber de amputarlos, sino de permanecer adheridos al Cuerpo hasta lograr la salud. Porque, mientras permanece un miembro cualquiera en la unidad orgánica, queda la esperanza de salvarle; una vez amputado, no hay remedio que lo sane. Siendo él, pues, Cabeza de la Iglesia y siendo la Iglesia su Cuerpo, el Cristo total es el conjunto de la Cabeza y el Cuerpo. El ya resucitó, por tanto, ya tenemos la Cabeza en el cielo, donde aboga por nosotros. Esa nuestra Cabeza sin pecado y sin muerte está ya propiciando a Dios por nuestros pecados, para que también nosotros, resucitados al fin y transformados, sigamos a la Cabeza a la gloria celeste. A dónde va, en efecto, la cabeza, van también los otros miembros. Siendo, pues, miembros suyos, no perdamos, mientras aquí estamos, la esperanza de seguir a nuestra Cabeza.
2. Ponderad, hermanos, a dónde llega el amor de nuestra Cabeza. Aunque ya en el cielo, sigue padeciendo aquí mientras padece la Iglesia. Aquí tiene Cristo hambre, aquí tiene sed, y está desnudo, y carece de hogar, y está enfermo y encarcelado. Cuanto padece su Cuerpo, él mismo ha dicho que lo padece él; y al fin, apartando ese su Cuerpo a la derecha y poniendo a la izquierda a los que ahora le pisan, les dirá a los de la mano derecha: Venid, benditos de mi Padre, a recibir el reino que os está apercibido desde el principio del mundo. Y esto, ¿por qué? Porque tuve hambre, y me disteis de comer; y continúa por ahí, cual si él en persona hubiera recibido la merced. Y en tal extremo es ello así, que, no entendiéndolo, han los de la derecha de responderle, diciendo: ¿Cuándo, Señor, te vimos con hambre, sin hogar o encarcelado? Él les dirá: Lo que hicisteis con uno de mis pequeñuelos, a mí me lo hicisteis. A este modo, en nuestro cuerpo está la cabeza encima, los pies en la tierra; sin embargo, cuando en algún apiñamiento y apretura de la gente alguien te da un pisotón, ¿no dice la cabeza: «Estás pisándome»? Nadie te ha pisado ni la cabeza ni la lengua; están arriba y a buen recaudo; nada malo les ha sucedido; más, porque de la cabeza a los pies reina la unidad, fruto de la trabazón que produce la caridad, la lengua no se desentiende, antes bien dice: «Estás pisándome.» A esta manera, dijo Cristo, la Cabeza a quien nadie pisa: Tuve hambre, y me disteis de comer. ¿Cómo terminó? Entonces aquéllos irán al fuego eterno, y los justos a la vida eterna.
3. En las palabras recién oídas presentásenos el Señor, a la vez, como pastor y puerta. Ambas cosas las tiene allí: Yo soy la puerta y Yo soy el pastor. Es puerta en relación a la Cabeza; es pastor en relación al Cuerpo. En efecto, a Pedro, único sobre quien organiza la Iglesia, le dice: Pedro, ¿me amas? El respondió: «Señor, te amo.» Apacienta mis ovejas. Y, habiéndole dicho por tres veces: Pedro, ¿me amas?, se entristeció Pedro a la tercera interrogación, como si quien había visto la intimidad del negador no viese también ahora la fe del confesor. Le había conocido siempre; le había conocido anual tiempo en que Pedro se desconocía a sí mismo. No se conocía este cuando dijo: A tu lado estaré hasta morir. ¡Qué poco sabía él lo grave de su debilidad! No de otro modo ignoran frecuentemente los enfermos qué les pasa, y sábelo el médico; no lo sabe quién lo tiene, y sábelo quien no lo tiene. A la sazón, el enfermo era Pedro, y médico el Señor. Aquél decía tener fuerzas, cuando en realidad no las tenía; más el Señor, tomándole el pulso, decía que había denegarle tres veces. Y sucedió a la letra como el Doctor se lo había pronosticado, no como adelantó, jactancioso, el enfermo. Si, pues, le preguntó el Salvador después de la resurrección, no era porque ignorase la gran sinceridad del afecto que Pedro tenía por él, sino para que una triple confesión de amor bórrasela triple negación del temor.
4. Luego demandar el Señor a Pedro si le ama: Pedro, ¿me amas?, es como decirle: «¿Qué me darás, qué harás por mí en prueba de tu amor?» ¿Qué había Pedro de hacer en provecho del Señor ya resucitado y a punto de subir a los cielos para sentarse a la diestra del Padre? Era, pues, como decirle: «Lo que me darás, lo que harás por mí sí me amas, es apacentar mis ovejas; es entrar por la puerta y no saltar por otro lado.» Oísteis cuando se leía el evangelio: Quien entra por la puerta, ése es el pastor; más el que sube por otra parte es ladrón y salteador, y su intención, desunirlas, desperdigarlas y llevarse las ovejas. ¿Quién entra por la puerta? Quien entra por Cristo. Y ¿quién es éste? Quien imita la pasión de Cristo, quien conoce la humildad de Cristo; y pues Dios se hizo por nosotros hombre, reconozca el hombre que no es Dios, sino un mero hombre. Quien, en efecto, quiere dárselas de Dios no siendo más que hombre, no imita ciertamente al que, siendo Dios, se hizo hombre. A ti no se te dice: «Sé algo menos de lo que eres”, sino: «Conoce lo que eres.» Conócete débil, conócete hombre, conócete pecador, conoce ser Dios quien justifica, conócete manchado. Pon al raso en la confesión la mancha de tu corazón, y pertenecerás al rebaño de Cristo; la confesión de los pecados suscitará en el Médico ganas de sanarte. El enfermo que dice: «Yo no tengo nada», no se preocupa del médico. ¿No habían subido al templo el fariseo y el publicano? El primero se ufanaba de tener salud, el segundo mostrábale al Médico las llagas; el primero decía: ¡Oh Dios!, yo te doy gracias, porque no soy como el publicano este. Tomaba pie del vecino para remontarse; por donde, a estar sano el publicano, le hubiera el fariseo mirado de reojo, porque no habría tenido sobre quién empinarse. Mas ¿cómo llegó al templo aquel rostrituerto? Desde luego, no estaba sano; más como se decía sano, no bajó curado. Al revés, el otro, la vista en el suelo, sin atreverse a levantarla al cielo, hería su pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, sé propicio conmigo, pecador de mí. Y ¿qué dijo el Señor? Dígoos de verdad que bajó éste justificado del templo y no el fariseo. Porque todo el que se ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado. Luego los que se alzan quieren subir al aprisco por otro lado que por la puerta; por la puerta entran en el redil los que se humillan. De ahí que éste entra y el otro sube. Subir, como veis, es buscar las alturas; quien sube no entra, sino que cae; más quien se agacha para entrar por la puerta, ése no cae, sino que es pastor.
5. Habla el Señor en el evangelio este de tres suertes de personas, que debemos estudiar: el pastor, el mercenario y el ladrón; y entiendo que, al sernos leído, advertisteis las características con que designó al pastor, las del mercenario y las propias del ladrón. Del pastor dijo que daba la vida por sus ovejas y entraba por la puerta; del salteador o ladrón, que subía por otra parte; del mercenario afirmó que, viendo al lobo o al ladrón, huye, porque no tiene amor a las ovejas: es mercenario, no pastor verdadero. Entra éste por la puerta, por ser pastor; el ladrón sube por otra parte, por ser ladrón; el mercenario, viendo a los que tratan de llevarse las ovejas, teme y escapa, por ser mercenario, porque le tienen sin cuidado las ovejas: al fin es mercenario. Si diésemos con estas tres personas, habría vuestra santidad hallado a quiénes ha de amar, a quiénes tolerar y a quiénes esquivar. Ha de ser amado el pastor, tolerado el mercenario, esquivado el ladrón. Hay en la Iglesia hombres que, según decir del Apóstol, anuncian el Evangelio por conveniencias, buscando de los hombres su propio medro, ya en dinero, ya en honores, ya en alabanzas humanas. Buscando a toda costa sus personales ventajas, no miran, al predicar, tanto a la salud de aquellos a quienes predican como a sus particulares emolumentos. Mas quien oye la doctrina saludable a quien no tiene salud, si cree en él sin poner en él la esperanza, el predicador saldrá perdiendo, pero el creyente ganando.
6. Ahí tienes al Señor diciendo de los fariseos: Siéntanse sobre la cátedra de Moisés. No se refería el Señor a ellos únicamente, ni era su intención mandar a las escuelas de los judíos a quienes creyeran en él, para que aprendiesen allí el camino del reino de los cielos. Pues ¡qué!, ¿no había él venido a formar su Iglesia y a separar del resto de la nación, como de la paja el grano, a los israelitas que creían y esperaban bien y amaban bien, para hacer de la circuncisión un muro, al que había de juntarse otro muro, el de la gentilidad, y ser él mismo la piedra angular donde se reunirían estas dos paredes de dirección diversa? ¿No dijo el Señor de los dos pueblos estos, destinados a fundirse en uno solo: Tengo también otras ovejas que no son de este aprisco, del redil de los judíos; y es menester que yo las traiga, y oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor? Por eso eran dos las barcas de donde llamó a sus discípulos. Emblema fue también de los dos pueblos el haber echádolas redes donde salió tal abundancia y número de peces, que las redes estuvieron a un dedo de romperse: Y llenaron, dice, las dos barcas. Las barcas eran dos, pero significaban una Iglesia única, unificada en Cristo, hecha de dos pueblos que venían en dirección distinta. Esto mismo significaban las dos mujeres, Lía y Raquel, esposas de un solo varón, Jacob. Estos dos pueblos, en fin, hállanse figurados en los dos ciegos sentados a la vera del camino, a quienes el Señor devolvió la vista. Y, si miráis con detenimiento las Escrituras, aún hallaréis otros muchos lugares donde se significan estas dos Iglesias, que no son dos, sino una; porque tal era la misión de la Piedra angular: hacer de dos pueblos un pueblo único; y la del Pastor no fue sino hacer de dos rebaños un rebaño solo. Así que, habiendo el Señor de amaestrar a su Iglesia y tener escuela propia, independiente de los judíos, como ahora lo estamos viendo, ¿había de mandar fuesen los creyentes en él a los judíos para que aprendiesen de ellos? Mas bajo la denominación de fariseos y escribas nos dio a entender que había de haber algunos en la Iglesia que dirían y no harían, como a sí mismo se designó en la persona de Moisés. Moisés, en efecto, era figura de Jesucristo; y si, al hablar al pueblo, se velaba el rostro, era para significar que los judíos, mientras en la ley buscasen goces y delicias carnales y un reino terreno, tendrían delante de los ojos un velo que no les permitiría vera Cristo en las Escrituras. Quitado el velo después de la pasión del Señor, aparecieron al descubierto los secretos del templo. Debido a eso, cuando el Señor estaba colgado de la cruz, el velo del santuario se rasgó de arriba abajo, y el apóstol Pablo dice: Cuando pases a Cristo será quitado el velo. Quien, echado sobre su corazón, en frase del Apóstol. Tratando, pues, de anunciar que había de haber en su Iglesia esta clase de doctores, ¿qué dijo el Señor? En la cátedra de Moisés se sientan escribas y fariseos; haced lo que dicen y no hagáis lo que hacen.
7. Hay clérigos malvados que, oyendo esta sentencia, para ellos dicha, tratan de malear su sentido. Yo mismo he visto cómo algunos se fatigaban en corromper este pasaje; y, si pudiesen, ¿no le borrarían del Evangelio? Más, no pudiendo eliminarle, hacen por adulterarle; pero la gracia y misericordia del Señor están con nosotros, y no les permite lograrlo, porque todas sus palabras las amuralló con su verdad y las pesó, en tal manera que, si algún lector o intérprete infiel quisiera amputar o añadir algo, al hombre juicioso le bastaría leer lo anterior o lo siguiente para restituir a la Escritura lo cortado hallar el sentido que se pretendía falsear. Y ¿qué os figuráis que dicen los aludidos por la frase: Lo que dicen, hacedlo? Porque fuera está de duda que se les dice a los laicos. Pues cuando un laico quiere vivir bien, ¿qué se dice a sí mismo en viendo a un clérigo malo? El Señor ha dicho: Lo que dicen, hacedlo, pero no hagáis lo que ellos hacen. Mi obligación es andar por el camino del Señor y no irme tras sus costumbres. Oiré no sus palabras, sino las de Dios. Siga yo a Dios y siga él sus codicias. Porque, si voy a defenderme ante Dios diciendo: «Señor, he vivido mal porque tal clérigo vivía mal», ¿no me dirá, por ventura: «Siervo malo, ¿no habías oído decir: Lo que os dicen, hacedlo; lo que hacen, no lo hagáis?» “Y el seglar malo, el infiel, el que no pertenece al rebaño de Cristo, el que no pertenece al trigo de Cristo, el que, como la paja, es tolerado en la era, ¿qué se dice cuándo empieza a reprocharle la palabra de Dios? «¡Anda de ahí!, déjate de monsergas. Los mismos obispos, los clérigos mismos, no lo hacen, y ¿exiges que lo haya yo?» Este no se busca un abogado para un mal juicio, sino compañero de suplicio. A buen seguro, en efecto, que, en el día del juicio, ese malvado a quien gustó de imitar no le hade amparar; pues a la manera como el diablo a ninguno de los seducidos los seduce para reinar con él, sino para tener compañeros de condenación, así todos los que siguen las huellas de los malos no se buscan ayuda para subir al cielo, sino compañía en las llamas del infierno.
8. ¿Cómo, digo, se las ingenian esos clérigos de malvivir para falsear este pensamiento cuando se les dice: «Bien ha dicho el Señor: Haced lo que dicen; no hagáis lo que hacen”? “Y muy bien dicho, responden. Se os ha mandado hagáis lo que os decimos y no hagáis lo que nosotros hacemos. Porque nosotros ofrecemos el sacrificio, y a vosotros no os es lícito». Ved a dónde recurren estos picaros mercenarios (si fueran pastores, no dirían eso). Ahora bien, para cerrarles la boca no hay sino ver la ilación de las palabras del Señor: Se sientan, dice, sobre la cátedra de Moisés; haced lo que dicen, no hagáis lo que hacen ellos, porque dicen, y no hacen. ¿Qué se infiere de aquí, hermanos? Si hablara el Señor de ofrecer el sacrificio, ¿habría dicho: Dicen, y no hacen? Porque hacen el sacrificio, ofrecen a Dios el sacrificio. ¿Qué cosa es la que dicen y no hacen? Oye lo que viene a continuación: Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los cuellos de los hombres; ellos ni con un dedo quieren moverlas. Esta descripción y ejemplo son un reproche diáfano. Una cosa reluce bien en los intentos de adulterar este pasaje: que no tiran en la Iglesia ellos a otro blanco que al de sus personales conveniencias y que no leyeron jamás el Evangelio, porque, de conocer esta página, nunca se atrevieran a decir lo que dicen.
9. Vais a ver más claramente cómo en la Iglesia tenemos individuos de esta laya, para que nadie venga diciéndonos: “No lo dijo sino de los fariseos; no lo dijo sino de los escribas; no lo dijo sino de los judíos, porque la Iglesia no tiene gente así.» ¿Quiénes son aquellos de los que dijo el Señor: No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino de los cielos? Y añadió: Muchos aquel día me dirán: «Señor, Señor”, por ventura no hemos profetizado, e hicimos en tu nombre muchos milagros, y en tu nombre comimos y bebimos? ¡Qué!¿Son acaso judíos quienes tal hacen a nombre de Cristo? Claro es como la luz del sol que se refiere a los que tienen el nombre de Cristo. ¿Qué sigue? Yo entonces les diré: «Nunca os he conocido. Apartaos de mí todos los operarios de la iniquidad». Oye los gemidos que los tales le arrancan al Apóstol; unos, dice, predican el Evangelio por caridad; otros, según su conveniencia, insinceramente; de algunos dice: Anuncian el Evangelio, sin rectitud. Anuncian una cosa recta, pero ellos no son rectos. Lo que anuncian es recto, más quienes lo anuncian no son rectos. ¿Dónde falta la rectitud? En buscar en la Iglesia un algo distinto de Dios. Si buscase a Dios, fuera casto, por ser Dios el esposo legítimo del alma. Todo el que busca en Dios otra cosa fuera del mismo Dios, no busca a Dios castamente. Un ejemplo, hermanos: Si ama una mujer a su marido en atención a sus riquezas, no es mujer casta, porque no ama al marido, sino al oro del marido, pues quien al marido ama, le ama desnudo y le ama pobre. Amándole por rico, ¿qué sucederá si, por contingencias de la vida, lo proscriben y de la noche a la mañana viene a la miseria? Posiblemente le abandone, pues lo que amaba no era al marido, sino sus bienes. Cuando al marido se le quiere de verdad, aun la pobreza sube de punto el amor, porque al amor se le une la compasión.
10. Pero nuestro Dios, hermanos, imposible que sea pobre jamás. Es rico; él hizo todas las cosas: el cielo y la tierra, el mar y los ángeles. Todo lo que vemos y todo lo invisible del cielo, él lo hizo; mas no debemos amar las riquezas, sino a quien hizo las riquezas. El objeto de sus promesas no es sino él mismo. Mira de hallar algo que más valga, y te lo dará. Hermosa es la tierra, hermoso el cielo y hermosos los ángeles; pero más hermoso es quien hizo todo esto. Por eso, los que anuncian a Dios porque le aman, los que anuncian a Dios por Dios, apacientan las ovejas y no son mercenarios. Esa castidad exigía del alma nuestro Señor Jesucristo cuando le decía a Pedro: Pedro, ¿me amas? ¿Qué significa: Me amas? ¿Eres casto? ¿No es adúltero tu corazón? ¿No buscas en la Iglesia tú conveniencias, sino las mías? Si eres así, apacienta mis ovejas. No serás mercenario, sino pastor.
11. Aquellos que daban grima al Apóstol, no anunciaban el Evangelio castamente. Pero ¿qué dice? Lo que importa es que sea Cristo anunciado de todas maneras, sea con segundas intenciones, sea con verdad. Pasa, pues, porque haya mercenarios. El pastor anuncia el Evangelio de Cristo sinceramente, el mercenario lo anuncia con segunda intención, buscando cosa distinta; más, al fin, si el uno anuncia a Cristo, el otro lo anuncia también. Oye la voz del pastor Pablo: Sea bastardamente, sea con sinceridad, el caso es que Cristo sea anunciado. Este mismo pastor quiso tener mercenarios. Los cuales hacen el bien donde pueden y son útiles en la medida que pueden serlo. Sin embargo, cuando el Apóstol necesitaba echar mano de alguien que pudiera servir de modelo a los débiles, dice: Os envié a Timoteo, el cuál os recordará mis normas de conducta. En otras palabras: Os envié un pastor para recordaros mis procederes; o de otro modo, que anda los caminos por donde yo ando. Y, al enviarles ese pastor, ¿sabéis qué les dice? Porque no tengo ninguno de iguales sentimientos que se preocupe de vosotros con afecto sincero. Pues ¿no tenía consigo a muchos otros? Ved, ved lo que sigue: Porque todos buscan sus intereses, no los de Jesucristo. Es decir: He querido mandaros un pastor; porque, si bien había abundancia de mercenarios, no convenía un mercenario en aquella coyuntura. Para otros menesteres y negocios enviase un mercenario; para la intención de Pablo, un pastor era entonces necesario. Y a duras penas, entre tantos mercenarios, halló un pastor; porque pastores hay pocos, mientras los mercenarios abundan. Y ¿qué ha dicho de los mercenarios? Verdaderamente os digo que ya recibieron su jornal. Más del pastor, ¿qué dijo el Apóstol? Quienquiera, pues, que se purificase de estas cosas, será objeto destinado a usos honrosos, y útil a su dueño, disponible siempre a toda obra buena. No aparejado para unas cosas y desaparejado para otras, sino dispuesto a obrar todo bien. Lo dicho hasta aquí atañe a los pastores.
12. Hablemos ahora de los mercenarios. El mercenario, viendo que anda el lobo rondando las ovejas, escapa. Así lo ha dicho el Señor. Y ¿por qué huye? Porque las ovejas le tienen sin cuidado. El mercenario, por consecuencia, es útil mientras no ve al lobo, mientras no ve al salteador y al ladrón, porque viéndolos huye. Y ¿quién es el mercenario que huye de la Iglesia cuando se dejan ver el lobo y el ladrón? ¡Cuántos lobos hay! ¡Cuántos ladrones! Tales son los que suben al aprisco por otra parte. ¿Quiénes son, en concreto, esos trepadores? Los de la parte de Donato, que tratan de saquear las ovejas de Cristo; ésos, ésos son los que suben por otra parte. No entran por Cristo, porque no son humildes. Suben, trepan, encarámanse como todos los soberbios. Porque subir, ¿no vale tanto como remontarse?¿Por dónde suben? Por otra parte; ¿no se dan a sí mismos el nombre de parte? Los que no están en la unidad son de otra parte, y por esa otra parte suben, esto es, se enorgullecen y quieren llevarse las ovejas. Ved en qué sentido digo suben: Nosotros santificamos, nosotros justificamos, nosotros hacemos justos. Ved por dónde subieron. Pero quien se ensalza será humillado. Poderoso es Dios nuestro Señor para derribarlos. El lobo es el diablo; su oficio es tender asechanzas para engañar, y los que le siguen, ni más ni menos, pues de los tales se ha dicho que andan vestidos con piel de oveja, más por dentro son lobos carniceros. Ahora bien, un mercenario verá que fulano es un malhablado, zutano tiene ideas perniciosas la salud de su alma, mengano se porta como un criminal o un sátiro, y no los reprenderá si tienen alguna prestancia dentro de la comunidad religiosa; por eso, porque es mercenario, porque aguarda de ellos algún provecho. Y los verá ser víctimas de sus pecados, los verá irse tras el lobo, o bien que el lobo se los lleva entre los dientes por el cuello al suplicio, y no les dirá: «Estás pecando». No se lo echará enrostro para no perder sus emolumentos. El pasaje Al ver el lobo huye, significa esto: que no le dice: «Te comportas criminalmente». Porque no se trata de un huir corporal, sino espiritual. Ese a quien ves inmóvil de cuerpo, está huyendo en el alma cuando, viendo al pecador, no le dice: «Tú pecas»; y algunas veces es su cómplice.
13. El presbítero, hermanos míos, o el obispo que suben a la cátedra sagrada, ¿os han dicho, por acaso, alguna vez desde aquel elevado sitial cosa que no sea: No se roben los bienes ajenos, no se hagan trampas, no se peque mortalmente? Es imposible que hablen de otro modo quienes se sientan en la cátedra de Moisés, porque no son ellos, sino la cátedra misma quien por ellos habla. ¿Qué significa entonces: ¿Por ventura se cogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos?;y aquello: Todo árbol por el fruto se le conoce? ¿Puede un fariseo decir cosas buenas? Si el fariseo es el espino, ¿cómo del espino cojo racimos? Porque tú, Señor, dijiste: Haced lo que dicen, no hagáis lo que hacen. Tú me ordenas coger uvas de los espinos, siendo así que dijiste: ¿Acaso se cogen de los espinos uvas? El Señor te responderá: «No te mandé yo coger racimos de los espinos». Mira, pues, con atención si por casualidad, como suele suceder, la vid, al ir de acá para allá sóbrela tierra, no se hizo con los espinos una maraña. Porque algunas veces, hermanos, hallamos una parra encima de un zarzal; tiene cerca de sí un seto espinoso y, extendiendo los sarmientos, introdúcele por el seto, y entonces el racimo cuelga entre espinas; más quien lo ve toma el racimo, no de las espinas, sino de la parra entrelazada con las espinas. Así ellos, de suyo, son espinosos; más, sentados en la cátedra de Moisés, los envuelve la Vid, y cuelgan de ellos racimos, es decir, palabras buenas, advertimientos saludables. Tomas, pues, tú las uvas, sin miedo a las espinas, si haces lo que te dicen y no haces lo que hacen; las espinas se te clavarán si lo que hacen ellos lo haces también tú. Consecuencia: Para coger el racimo sin enredarte entre las espinas, haz lo que te dicen y no hagas lo que hacen; porque, si sus acciones son espinas, sus palabras son uvas, no suyas, sino de la Vid, o sea, de la cátedra de Moisés.
14. Estos, pues, se dan a la huida cuando ven al lobo, cuando divisan al ladrón. Había yo empezado a deciros que desde el elevado sitial no pueden sino decir: «Haced el bien, no perjuréis, no defraudéis, no engañéis a nadie». Pero, a las veces, su vivir es tal, que se van al obispo y aun solicitan su consejo sobre los medios de apropiarse las posesiones de otro. Hablamos por experiencia, porque alguna vez nos ha pasado esto; de otro modo no lo creeríamos. Muchos nos piden consejos malos: que les autoricemos para mentir, para engañar astutamente, pensando darnos placer en ello. Más no creo desagradar al Señor si os aseguro, por el nombre de Cristo, que nadie, para semejantes cosas, ha encontrado en mí asentimiento su voluntad; porque, dicho sea con licencia de quien nos llamó al episcopado, yo no soy mercenario, sin pastor, aunque digo lo del Apóstol: A mí lo que menos me importa es ser juzgado por vosotros o por algún tribunal humano; pero tampoco a mí mismo me juzgo; pues aun cuando de nada me acuse la conciencia, no por eso quedo justificado; quien me juzga es el Señor. En otras palabras: Mi conciencia no es buena por alabarme vosotros. ¿Por qué alabar lo que nos ve? Alabe quien lo ve todo, y sea él quien me corrija, si algo ve ofensivo para sus ojos. Porque nosotros tampoco nos tenemos por del todo sanos, antes golpeamos nuestro pecho y le decimos a Dios: «Seme propicio, para que no peque.» Creo poder decir, no obstante, que, como estoy en su presencia, nada busco fuera de vuestra salvación; que a menudo lamentamos los pecados de nuestros hermanos, estos pecados que nos repelen y nos atormentan el alma; y que algunas veces los llamamos al orden; o mejor dicho, no cesamos de corregirlos. Testigos son cuantos recuerdan las veces que han sido corregidos por mí.
15. Y ahora entro en cuentas con vuestra santidad. Vosotros sois, por la gracia de Cristo, el pueblo de Dios; un pueblo católico, miembros del Salvador. No estáis separados de la unidad, sino en comunión con el Cuerpo de los apóstoles, en comunión con las memorias de los santos mártires, difundidos por toda la redondez de la tierra; vosotros, en fin, estáis confiados a mis desvelos, y nuestro deber es dar de vosotros buena cuenta. La cuenta, en fin, que nos incumbe dar, vosotros la sabéis perfectamente. Tú, Señor, sabes que hablé; tú sabes que no me callé; tú sabes que puse mi corazón en las palabras; tú sabes cómo lloraba en tu presencia cuando se hacían a mis palabras oídos de mercader. A eso, entiendo yo, se reduce todo el descargo mío. Nos lo garantiza el Espíritu Santo en el profeta Ezequiel. Ya conocéis la lección del atalaya: Hijo del hombre, dice, yo te puse por atalaya de la casa de Israel. Si yo digo al impío: “Impío, vas a morir…» y tú no hablas; esto es, yo te digo a tiesto para que lo digas tú; si no le anuncias, y viene la espada y se le arrebata, es decir, si viene aquello con que amenacé al pecador, el impío morirá, desde luego, en su impiedad; más de su sangre pediré cuenta al atalaya. ¿Por qué? Porque no habló. Pero si el atalaya viere venir la espada e hiciese sonarla trompeta para que huya, y el impío no reflexiona, o sea, no se corrige para escapar del suplicio con que Dios le amenaza; si la espada, en efecto, viene y le mata, él impío, cierto, morirá en su impiedad, más tú habrás salvado tu alma. ¿No es esto mismo lo enseñado en el siguiente pasaje del Evangelio: Señor, le dice el siervo perezoso, yo sabía que eres hombre exigente o severo, porque siegas donde no sembraste y recoges donde nada pusiste; por lo cual, temeroso yo, fuime a esconder tu talento bajo la tierra; aquí tienes lo tuyo? ¿Qué le respondió el Señor? Siervo malo y holgazán, pues sabías que soy hombre molesto y duro, y siego donde no siembro y recojo donde no puse nada, esta mi avaricia, ¿no era razón de más para tenerte advertido que de lo mío había de pedir los intereses? Has debido, pues, dar mi dinero a los prestamistas, para que yo, en llegando, recibiera con sus réditos lo mío. ¿Por ventura dijo el Señor que dieras mi dinero a los prestamistas exigieras las ganancias? No, hermanos; a nosotros toca darlo; ya vendrá él y lo exigirá. Orad para que nos halle apercibidos.
SAN AGUSTÍN, Sermones (3º) (t. XXIII), Sermón 137, 1-15, BAC Madrid 1983, 230-49
Guion Domingo IV de Pascua – Ciclo A
30 de abril de 2023
“Jornada mundial de oración por las vocaciones”
Entrada:
En la mirada llena de compasión de Cristo, Buen Pastor, tiene su origen, en la Iglesia, el don de la vocación al ministerio pastoral, llamada que nace, se alimenta y fortalece en cada Santa Eucaristía.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura: Hechos 2, 14ª. 36- 41
La salvación consiste en reconocer que Dios constituyó Mesías y Señor a Jesucristo, muerto en la Cruz y resucitado al tercer día.
Salmo Responsorial: 22
Segunda Lectura: 1 Pedro 2, 20b- 25
San Pedro afianza a los cristianos en la fe recordándoles en medio de la persecución lo que Cristo había hecho y sufrido por ellos.
Evangelio:Juan 10, 1- 10
Cristo es la puerta de las ovejas por donde hemos de entrar para hallar el alimento que nos da Vida eterna.
Preces:
El Evangelio de hoy nos ha invitado a confiar en Jesús nuestro Pastor Bueno. Pidámosle a Él con la seguridad de ser escuchados.
A cada intención respondamos cantando:
- Pidamos por la Madre Iglesia; para que nazcan de su seno abundantes y santas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada que sean en el mundo signo de la existencia y primado de Dios. Oremos.
- Roguemos por el Papa y todos los pastores de la Iglesia, para que identificados con el Buen pastor, sean verdadera puerta al Reino que fue inaugurado con la encarnación Redentora. Oremos.
- Por los seminaristas y diáconos, para que sean formados en madurez humana, cristiana y sacerdotal, y encuentren en Cristo el estilo de vida que los prepare para reunir a las ovejas dispersas. Oremos.
- Por todos nosotros, para que sepamos seguir a Cristo nuestro Buen Pastor que nos da la Vida Eterna, y es la Puerta que nos lleva al Padre. Oremos.
Señor, que nos acompañas con tu bondad y tu gracia a lo largo de la vida, recibe la oración de tus ovejas que anhelan la Vida en abundancia. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Liturgia eucarística
Ofertorio:
Jesús es nuestra Pascua que da la vida a los hombres por medio de su carne vivificada por el Espíritu.
Nos ofrecemos junto con Él y presentamos:
+ Cirios, y el deseo de que la Iglesia sea siempre luz que ilumine al mundo con su doctrina;
+ Pan y vino, para el banquete eucarístico en el cual participaremos.
Comunión:
Jesús, Pastor y alimento de tus ovejas; no dejes de llamarnos a tu intimidad para que te sigamos con entero corazón.
Salida:
María, madre del Buen Pastor, indícanos con tu maternal protección la puerta del corazón de Jesús para que por él entremos a los gozos eternos.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
EL OPERADOR DEL PUENTE
Existe, en un lugar no muy remoto, un puente que atraviesa un gran río. Durante la mayor parte del día, el puente permanece con ambos carriles en posición vertical de manera que los barcos puedan navegar libremente por el río.
Pero a determinada hora, los carriles bajan, colocándose en forma horizontal, a fin de que algunos trenes puedan cruzar el río. Un hombre es el encargado de operar los controles del puente, y lo hace desde una pequeña choza que está ubicada al lado del río.
Una noche, el operador estaba esperando el último tren para activar los controles y poner al puente en posición horizontal; vio a lo lejos las luces del tren y esperó hasta que estuviese a una distancia prudente para bajar los carriles del puente. Cuando advirtió la cercanía del tren, se dirigió a la cabina de control donde horrorizado descubrió que los controles no funcionaban correctamente y que el seguro que sujetaba la unión entre los carriles, ya colocados en forma horizontal, se malogró.
Existía el peligro de que con el peso del tren, el puente no pudiese mantenerse firme, pues los carriles tambalearían, lo que ocasionaría que el tren se estrelle directamente en el río.
El tren de la noche trae muchos pasajeros abordo por lo que muchas personas perecerían inmediatamente en el accidente. Habría que hacer algo. El operador abandonó rápidamente la cabina de control, cruzó el puente para dirigirse al otro lado del río donde había un interruptor para accionar una palanca manualmente la cual sostendría los dos carriles del puente.
El operador tendría que bajar la palanca y tenerla en dicha posición con mucha fuerza hasta que el tren cruce el puente. Muchas vidas dependían de la fuerza de este hombre. Fue entonces cuando escuchó un sonido que provenía muy cerca de la cabina de controles y que hizo que se le helara la sangre. – “Papi, ¿dónde estás?”, escuchó repetidas veces.
Su hijo de tan sólo cuatro años de edad estaba cruzando el puente para buscarlo. Su primer impulso fue gritar “corre, corre” pero se dio cuenta que las diminutas piernas de su pequeño jamás podrían cruzar el puente antes de que el tren llegase. El operador casi suelta la palanca para correr tras su hijo y ponerlo a salvo, pero comprendió que no tendría suficiente tiempo para regresar y sostener la palanca. Tenía que tomar una decisión: “la vida de su hijo” o “la vida de todas aquellas personas que estaban a bordo del tren”.
La velocidad con que venía el tren evitó que los miles de pasajeros que venían en él se diesen cuenta del diminuto cuerpo de un niño que había sido golpeado y arrojado al río por el tren. Tampoco fueron conscientes de los sollozos y dolor de un hombre, aferrándose todavía a la palanca a pesar que el tren ya había cruzado y no era necesario que él estuviese ahí. Ni mucho menos vieron a ese hombre deambulando por el puente en dirección a su casa a decirle a su esposa como es que su único hijo había muerto brutalmente.
Ahora tú puedes comprender lo que le pasó al corazón de este hombre. Puedes comprender los sentimientos y el dolor de nuestro Padre del Cielo cuando sacrificó a su Hijo para construir ese puente que nos permitiese a todos sus hijos en la tierra obtener la vida eterna.
Y, tal vez ahora, puedas darle la verdadera importancia que tiene tu relación con nuestro Padre y lo agradecido(a) que debes ser con Él, por haber sacrificado a Su Hijo para salvar tu vida.