PRIMERA LECTURA
Por la envidia del demonio entró la muerte en el mundo
Lectura del libro de la Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-24
Dios no ha hecho la muerte ni se complace en la perdición de los vivientes. Él ha creado todas las cosas para que subsistan; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas ningún veneno mortal y la muerte no ejerce su dominio sobre la tierra. Porque la justicia es inmortal.
Dios creó al hombre para que fuera incorruptible y lo hizo a imagen de su propia naturaleza, pero por la envidia del demonio entró la muerte en el mundo, y los que pertenecen a él tienen que padecerla.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial 29, 2.4-6.11-12a.13b
R. Yo te glorifico, Señor, porque Tú me libraste.
Yo te glorifico, Señor, porque Tú me libraste
y no quisiste que mis enemigos se rieran de mí.
Tú, Señor, me levantaste del Abismo
y me hiciste revivir,
cuando estaba entre los que bajan al sepulcro. R.
Canten al Señor, sus fieles;
den gracias a su santo Nombre,
porque su enojo dura un instante,
y su bondad, toda la vida:
si por la noche se derraman lágrimas,
por la mañana renace la alegría. R.
Escucha, Señor, ten piedad de mí;
ven a ayudarme, Señor.
Tú convertiste mi lamento en júbilo.
¡Señor, Dios mío, te daré gracias eternamente! R.
SEGUNDA LECTURA
Que la abundancia de ustedes supla la necesidad de los hermanos
Lectura de la segunda carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 8, 7. 9.13-15
Hermanos:
Ya que ustedes se distinguen en todo: en fe, en elocuencia, en ciencia, en toda clase de solicitud por los demás, y en el amor que nosotros les hemos comunicado, espero que también se distingan en generosidad.
Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza.
No se trata de que ustedes sufran necesidad para que otros vivan en la abundancia, sino de que haya igualdad. En el caso presente, la abundancia de ustedes suple la necesidad de ellos, para que un día, la abundancia de ellos supla la necesidad de ustedes.
Así habrá igualdad, de acuerdo con lo que dice la Escritura: “El que había recogido mucho no tuvo de sobra, y el que había recogido poco no sufrió escasez”.
Palabra de Dios.
Aleluia Cf. 2 Tm 1, 10b
Aleluia.
Nuestro Salvador Jesucristo destruyó la muerte
e hizo brillar la vida, mediante la Buena Noticia.
Aleluia.
EVANGELIO
¡Niña, Yo te lo ordeno, levántate!
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 5,21-43
Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y Él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se sane y viva». Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.
Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: «Con sólo tocar su manto quedaré sanada». Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba sanada de su mal.
Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de Él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: «¿Quién tocó mi manto?»
Sus discípulos le dijeron: «¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?» Pero El seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido.
Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad.
Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda sanada de tu enfermedad».
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?» Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas». Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga.
Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de Él.
Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con Él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!» En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y Él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que dieran de comer a la niña.
Palabra del Señor.
O bien más breve:
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 5, 21-24.35b-43
Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y Él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se sane y viva». Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.
Llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?» Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas». Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga.
Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de Él.
Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con Él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!» En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y Él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que dieran de comer a la niña.
Palabra del Señor.
Rudolf Schnackenburg
Curación de la homorroísa y resurrección de la hija de Jario
21 Cuando Jesús cruzó de nuevo en la barca hasta la orilla, se reunió una gran multitud a su alrededor; él permanecía junto al mar. 22 Entonces viene uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se echa a sus pies 23 y le suplica con mucha insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponer tus manos sobre ella, para que sane y viva.» 24 Jesús se fue con él. Y gran cantidad de pueblo le acompañaba, apretujándolo por todas partes. 25 En esto, una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años, 26 que había sufrido mucho por causa de muchos médicos, y que había gastado toda su fortuna sin conseguir ninguna mejoría, sino que más bien iba de mal en peor, 27 habiendo oído las cosas que se decían de Jesús, se acercó entre la turba por detrás y tocó su manto; 28 pues decía para sí: «Como logre tocar siquiera sus vestidos, quedaré curada.» 29 Al instante aquella fuente de sangre se le secó, y notó en sí misma que estaba curada de su enfermedad. 30 Pero Jesús, notando en seguida la fuerza que de él había salido, se volvió en medio de la muchedumbre, y preguntaba: «¿Quién me ha tocado los vestidos?» 31 Sus discípulos le decían: «Ves que la multitud te apretuja, y preguntas ¿quién me ha tocado?» 32 Pero él miraba a su alrededor, para ver a la que había hecho esto. 33 Entonces la mujer, toda azorada y temblorosa, pues bien sabía lo que le había sucedido, vino a echarse a sus pies y le declaró toda la verdad. 34 Pero él le dijo: «Hija mía, tu fe te ha salvado; vete en paz, y queda ya curada de tu enfermedad.»
Después de la escena en el retiro de la orilla oriental, se encuentra Jesús de nuevo en la bien poblada orilla occidental. Inmediatamente se agolpa una gran muchedumbre alrededor de él. La aglomeración popular es un trazo constante en la exposición de Marcos (3,7 ss; 4,1); pero aquí tiene importancia para el relato que sigue. En seguida Jairo -«Dios ilumina» o «Dios resucita», aunque no se trata de un nombre simbólico- sale al encuentro de Jesús y le suplica de rodillas que salve a su hija. Según el v. 42 la muchacha tenía doce años. La imposición de manos era un antiguo gesto para la curación de un enfermo, pues originariamente se pensaba que la fuerza vivificante tenía que descender sobre el enfermo. Por ello se llamaba gustosamente a los ancianos o piadosos junto al lecho del enfermo (cf. Stg_5:14). La muchacha está ya agonizando -según Mateo y Lucas acababa de morir- y es necesaria la mayor prisa. Para el propósito del evangelista tiene gran importancia la expresión del padre: «para que sane y viva». El verbo griego correspondiente a «sanar» puede entenderse, como entre nosotros, de la salud corporal y de la salvación eterna. Por la respuesta de Jesús a la hemorroisa: «Tu fe te ha salvado», los lectores cristianos pueden deducir con toda seguridad también este sentido más profundo. Originariamente la súplica de aquel padre no se refería a esto; la palabra siguiente «y viva» muestra que al hombre le preocupaba sobre todo la vida corporal de su hija. Para el hebreo la vida como tal significa felicidad y salud; el poder de la muerte roza al hombre ya en la enfermedad, le domina con el fallecimiento corporal y con la tumba le hunde en el reino de los muertos. En cuanto sana enfermedades, Jesús es ya un donante de vida, y si resucita a una muerta no hace más que llevar al límite extremo esa donación de vida. Aquí ya no estamos lejos de las ideas joánicas, según las cuales Jesús se manifiesta como «dador de vida» en un sentido sublime cuando llama a la vida a un enfermo de muerte (Jn.4,46-54), a un hombre que lleva enfermo mucho tiempo (Jn.5,1-9) o a uno que yace ya en la tumba (Jn., c. 11). En la «curación» o «resurrección» está indicado simbólicamente el don de la vida perdurable. Esta idea no ha madurado todavía en Marcos, pero ya está contenida en germen.
La aglomeración del pueblo, que quiere acompañar a Jesús hasta la casa del jefe de la sinagoga, constituye el preludio del episodio siguiente. Una mujer, que sufre ya doce años un flujo de sangre, probablemente en relación con la menstruación, aprovecha la ocasión para sacar partido de la fuerza sanadora de Jesús. Una mujer menstruante o que padece hemorragia no sólo es impura ella misma, sino que hace también levíticamente impuros a los otros por el simple contacto (cf. Lev_15:25 ss). Pero la narración no tiene en cuenta este aspecto. Cuando la mujer confiesa su acto temerosa y confusa, su temor no se debe tanto a haber tocado a Jesús de un modo prohibido sino secreto, del que en su opinión ha emanado una cierta virtud que la ha sanado. (…)
Esta atribulada hemorroisa constituye con su fe sencilla un modelo de cómo hay que acercarse a Jesús con una confianza de niños para alcanzar la salud y llegar a la fe plena que es prenda de la verdadera salvación. La palabra del Señor a la mujer ya curada corrige discretamente su concepción insuficiente: sólo su fe le ha proporcionado la salud, no como fe que opera los milagros de un modo mágico, sino como confianza creyente que Dios recompensa. Sobre la base de su fe, Jesús confirma a la mujer su «curación», que deja entrever la salvación de todo el hombre. Jesús le infunde consuelo y confianza -«vete en paz»- y le asegura su curación permanente; palabras que proclaman la bondad y voluntad salvadora de Dios. (…). Pero la historia no termina ahí sino que culmina en las palabras finales, dirigidas a la mujer: «Hija, tu fe te ha salvado…» Hay aquí una vez más, como en el apaciguamiento de la tempestad, una exhortación apremiante a la fe. La fe de aquella mujer del pueblo es, con toda la ingenuidad de la fuerza primitiva de la confianza, una réplica positiva al apocamiento de los discípulos en la tempestad del lago. Sería erróneo considerar la fe de la mujer como puramente sentimental, irracional y hasta absurda. «Había oído las cosas que se decían de Jesús» y seguramente que también había meditado sobre su persona.(…) . El claro conocimiento de la fe, que para la mujer permanecía cerrado en aquella hora, se le abrirá más tarde a la comunidad: Jesús dispone de los poderes divinos, que en él están presentes y operantes. A quienes le «tocan» con fe les concede la salud y la salvación.
35 Todavía estaba él hablando, cuando llegan unos de casa del jefe de la sinagoga para avisar a éste: «Tu hija ha muerto. ¿Para qué seguir molestando al maestro?» 36 Pero Jesús, que había oído las palabras que aquéllos hablaron, dice al jefe de la sinagoga: «No temas; sólo ten fe.» 37 Y no permitió que nadie lo acompañara, fuera de Pedro, de Santiago y de Juan, el hermano de Santiago. 38 Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y ve Jesús el alboroto de las gentes que lloraban y se lamentaban a voz en grito. 39 Entra y les dice: «¿A qué viene ese alboroto y esos llantos? La niña no ha muerto, sino que está durmiendo.» 40 Y se burlaban de él. Pero él, echando a todos fuera, toma consigo al padre y a la madre de la niña y a los que habían ido con él, y entra a donde estaba la niña. 41 Y tomando la mano de la niña, le dice: «¡Talithá qum!», que significa: «¡Niña, yo te lo mando, levántate!» 42 Inmediatamente, la niña se puso en pie y echó a andar, pues tenía ya doce años. Y al punto quedaron maravillados con enorme estupor. 43 Pero él les recomendó encarecidamente que nadie lo viniera a saber; y dijo que dieran de comer a la niña.
La nueva escena viene introducida con la noticia de que, entre tanto, la hija del príncipe de la sinagoga había muerto. No era intención del padre llamar a Jesús para que despertase a una muerta y también los emisarios quieren disuadirle de semejante idea. Este detalle del relato, lo mismo que el griterío y los lamentos fúnebres en la casa mortuoria y la burla por la observación de Jesús de que la muchacha no está muerta sino dormida, no deben dejar ninguna duda de que la muerte había tenido lugar. Mas Jesús no retrocede ni ante la misma muerte. Escucha la noticia y anima al padre: No temas, sólo ten fe. De este modo se continúa también aquí el tema de la fe: la fe auténtica no capitula ni siquiera ante el poder de la muerte.
Para la inteligencia de la escena en la casa mortuoria es importante el que Jesús quiera evitar todo relumbrón manteniendo únicamente la fe en el milagro. Toma consigo, sin embargo, a algunos testigos cualificados: a los tres discípulos que después presenciarán también su transfiguración en el monte (9,2) y su agonía en Getsemaní (14,33s). Después de la resurrección (cf. 9,9) podrán referir el hecho y entonces la devolución a la vida de la muchacha aparecerá bajo una nueva luz. Para entonces Jesús habrá entrado ya en el mundo celestial de la gloria y habrá superado el poder de la muerte que él mismo había experimentado con todos sus terrores. Aunque no se expresan estas ideas, sin duda que debieron exponérselas a los lectores cristianos los tres discípulos que Jesús tomó consigo en aquella ocasión. El alejamiento de las plañideras y tocadores de flautas -costumbres funerarias judías- no sólo tiene por finalidad la realización del milagro en el silencio y la intimidad. Jesús sabe lo que va a ocurrir, y por ello no tiene sentido la lamentación fúnebre. En esa dirección apunta su enigmática palabra: «La niña no ha muerto, sino que está durmiendo». La opinión expresada a veces de que la muchacha estuviera de hecho sólo aparentemente muerta, no tiene sentido alguno. Lo único que Jesús quiere indicar es que esta muerte es sólo un fenómeno transitorio como el sueño. Para los lectores creyentes la palabra se convierte en una revelación: a la luz de la fe la muerte no es más que un sueño del que el poder de Dios puede despertar. La Iglesia primitiva conserva este viejo modo de hablar refiriéndose a «los que duermen» (Hec_7:60; Hec_13:36; 1Co_7:39; 1Co_11:30, etc.), y espera la resurrección futura de los muertos (Véase 1Ts 4.13-16; 1Co_15:20 s.51s.). La resurrección de la hija de Jairo no significa que participe ya de antemano en la resurrección futura; sino que vuelve transitoriamente a la vida terrena. Este retorno a la vida es sólo como un signo, como lo es la resurrección de Lázaro en el Evangelio de Juan -aunque vinculada más estrechamente a Cristo- de que Jesús es «la resurrección y la vida» (Jua_11:25).
La resurrección de la muchacha acontece de un modo parecido a como vienen descritas las otras curaciones operadas por Jesús. Toma a la muchacha de la mano; pero queda excluida cualquier representación mágica, pues Jesús devuelve la vida a los muertos mediante su palabra soberana. La palabra se conserva todavía en arameo y es una palabra clara, no una fórmula de encantamiento: «¡Levántate!» El efecto se sigue inmediatamente diferenciándose así esta resurrección de las que realizaron Elías (1Re_17:17-24) y Eliseo (2Re_4:29-37). La muchacha puede andar de un lado para otro, indicio de que le han vuelto las fuerzas vitales. La orden de Jesús de que le den de comer puede significar ciertamente que la muchacha -al igual que la mujer del flujo de sangre- está curada por completo y así continuará. El asombro más grande invade a los presentes. (…) Jesús, no obstante, ordena severamente a los testigos del suceso que no lo cuenten a nadie. Esta orden de silencio se suma a las que hemos escuchado anteriormente (Mc.1,34.44; 3,12). En aquella situación no tenía sentido, pues todos estaban convencidos de la muerte de la muchacha y su retorno a la vida debió impresionarles al máximo. Pero el evangelista quiere indicar otra cosa: el deseo de Jesús de ocultar su misterio a los incrédulos. También los creyentes deben saber que entonces no era todavía la hora de comprender el misterio del Hijo de Dios. Será después de la resurrección personal de Jesús cuando este relato les revele y confirme el poder de Jesús, que vence a la muerte. Entonces se les trocará también a ellos en robustecimiento de su fe y en consuelo, puesto que el Señor puede decir a todos en presencia de la muerte: «No temas, sólo ten fe.»
(SCHNACKENBURG, R., El Evangelio según San Marcos, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder)
P. Leonardo Castellani
Dos milagros de Cristo para despertar la fe
(Mc 5, 21-43)
El evangelio de hoy narra dos milagros enchufados, el de la Hemorroísa y el de la Hija de Jairos, que son interesantes para reflexionar –entre otras cosas– sobre la física del milagro; porque están ornados de varias circunstancias sorprendentes. Mateo cuenta el hecho en un resumen seco y Lucas con varios pormenores nuevos; pero Marcos, el meturgemán de San Pedro, hace un relato movido y vívido de testigo presencial, donde creería uno oír la misma voz de Pedro, que fue de él no solamente espectador, sino en cierto modo actor. En efecto, Pedro pone las dos palabras mágicas de Cristo en arameo “Talitha koum (i)” (“Niña, despierta, te digo”); además, Pedro llama a Juan “hermano de Jácome”; seguramente fue él (Pedro) quien respondió a Jesús: “¿Cómo preguntas quién te ha tocado si la turba te está atropellando y pechando?”; y es él quien fue introducido con los dos hermanos Zebedeo y los dos padres al dormitorio de la finadita a presenciar el milagro: “cinco medio-hombres”, dice San Agustín; porque el dolor y el temor los tenían allí en suspenso y como alelados.
Un milagro depende de la voluntad del taumaturgo y de la fe del que lo recibe; y aparentemente está sometido a ciertas leyes que desconocemos: son conocidas las circunstancias en que se producen los milagros de Lourdes. Naturalmente, Dios no tiene leyes; pero evidentemente también si quiere hacer un hecho propio suyo, que lo señale a Él, no necesita descompaginar la creación con una especie de alcaldada o acto de violencia, sino manejar las naturas de las cosas que Él ha hecho, y que Él únicamente conoce hasta el fino fondo. Dios está dentro de las cosas y de sus leyes y no fuera de ellas. Aquí está el error de los que niegan el milagro, como Le Dantec, alegando que Dios no puede destruir las leyes naturales: puesto que no necesita destruirlas. Aquí también está el error de los que, viendo una cierta uniformidad en el modo en que ocurren los milagros, sostienen que no son milagros, sino efectos de leyes naturales que todavía desconocemos; como Beresford y los modernistas en general.
- D. Beresford, arquitecto y gran escritor inglés, ha encarnado la doctrina modernista de la “fe-que-cura” (“the healing faith”) en su novela The Hampdenshire Wonder y en otros libros. Trata de desarmar el mecanismo del milagro, atribuyéndolo a la voluntad humana exaltada e inflamada por la fe y el amor; aunque la “Fe” de que habla no es la fe sobrenatural sino una especie de confianza ciega y frenética; y el “Amor” no es el amor de Dios sino el amor humano. Dice con razón que debe haber un lazo genético entre el espíritu y la materia, la cual del espíritu procede; y por tanto, todo lo que hace falta es que el espíritu, en un momento de exaltación pasional –y aquí es donde yerra– recupere por un momento ese lazo e influjo escondido; pero sabemos que ese influjo escondido no está en manos del hombre, sino sólo del Creador, y a lo más, del ángel. La teoría es muy bonita, y la novela está bien hecha; pero con todo lo que sabe, Beresford no ha podido jamás resucitar un muerto, ni siquiera curar un dolor de muelas. Eso sí, ha ganado fama y dinero con sus novelas agradablemente religiosas en los medios protestantes. Esta misma teoría la enseña una secta protestante, muy poderosa en Norteamérica, que se llama la Cristian Science.
Cristo exigía la fe a sus milagrados; y a veces el milagro dependía del grado o existencia de esa fe; pero no exigía fe a los muertos que resucitó. La fe, pues, es causa (concausa) del milagro; pero no es causa física de él –como yerra Beresford– sino causa moral: en el sentido de que Cristo se interesaba en sus milagros sólo en cuanto eran medios de llevar a los hombres a la conversión interior, y a creer en Él y en sus tremendas palabras. De ahí viene la curiosa circunstancia –en este milagro tan acusada– de la prohibición de contarlos, que impartía a sus favorecidos. “Echó a todos fuera, menos a los padres… y les mandó enérgicamente que no dijeran nada…”. ¿Para qué, si como nota Mateo, en seguida lo supieron todos? Pues simplemente para no fomentar en el pueblo la angurria de milagros: que no pusiesen el milagro delante de la predicación; y no convirtiesen al Mesías en un Supercurandero, así como querían convertirlo los fariseos en un Superdictador o un Superpolítico nacionalista.
Lo primero que le interesa a Cristo es la predicación del Evangelio: hasta el milagro viene después de eso. Aquí en Buenos Aires me parece ver –y ojalá me equivoque– un fenómeno monstruoso: el único lazo religioso que une a los fieles con la jerarquía y da a la jerarquía su razón de ser, que es la predicación, no existe; o digamos, más moderadamente, como si no existiera.
“Id y enseñad a todas las gentes.” En las parroquias no se enseña nada, ni en las “cátedras” de las Catedrales. ¿Qué es una gran parroquia de Buenos Aires? Ciertamente no es una parroquia medioeval, un núcleo de gente unida por la fe, que se conoce, conoce al Pastor y es conocida por él: “mis ovejas me conocen y yo las conozco”, dice Cristo. Hablando breve y mal, una parroquia de Buenos Aires es un gran edificio donde concurren masas desconocidas a comprar “sacramentos” que para muchos, que no tienen fe sobrenatural sino simple superstición –justamente por falta de enseñanza–, no son sacramentos, sino ceremonias mágicas. Hay excepciones. Hablo en general.
El único lazo unitivo que quedaría para formar mal que bien una verdadera comunidad religiosa sería la predicación del Evangelio; y no se predica el Evangelio. Yo he recorrido las principales parroquias de Buenos Aires, he oído a los principales “oradores” y sé que no se predica el Evangelio, no se enseña la fe.
Si San Pedro y San Pablo volviesen al mundo, esto es lo que dirían. Pero dejen no más, ya volverán Enoch y Elías.
A todo esto, por meterme a criticón, no he contado el milagro de la rusita Jairós, tan repicado por los tres Evangelistas Sinópticos.
Jesús estaba “cerca del mar”, es decir, en la playa de Cafarnaúm. Vino un archisinagogo, se echó a sus pies y lloró; y cuando un fariseo llora, ya no es fariseo. Y le “suplicaba grandemente” que fuese a su casa y pusiese sus manos sobre la cabeza de su hija única para que viva, “porque está en las últimas”. Jesús se puso en camino sin decir palabra; mas si el eclesiástico hubiese tenido la fe del Centurión Romano y hubiese dicho: “Rabbí, no es necesario que te molestes haciendo este camino: tú puedes curarla desde aquí con una sólo palabra” se hubiese ahorrado un gran disgusto y susto.
Más fe tuvo la Hemorroisa. Jesús caminaba como llevado en andas por una turbamulta. De repente se detuvo y preguntó: “¿Quién me ha tocado?”. Los Discípulos –Pedro sin duda– le dijeron que esa pregunta era chusca: muchísima gente lo tocaba. “No, porque yo he sentido salir virtud de mí”, y miró alrededor. Entonces una mujer se adelantó, se postró delante, y “confesó”, dice Pedro-Marcos: contó todo.
Sufría de hemorragias doce años hacía. Había gastado toda su fortuna en médicos, la habían hecho sufrir mucho y la habían dejado peor. San Lucas, que fue médico, omite este detalle, pero Marcos lo particulariza casi con ferocidad: “Había visto muchos médicos, la habían atormentado, y dejado peor que antes.” También, los médicos de aquel tiempo no se andaban en chiquitas. Los libros judíos (el Talmud) de aquel tiempo, nos dejan conocer algunas recetas; para curar el flujo de sangre, por ejemplo: sentarse en una encrucijada teniendo en la mano un vaso de vino nuevo; el médico venía por detrás en puntillas y le daba un gran grito para asustar al flujo de sangre; si el vino no se derramaba, el flujo se debía sanar; el médico ya estaba pagado, de modo que si no se sanaba, la culpa era de la enferma. Otro remedio era buscar granos de avena en la bosta de un mulo blanco; comiendo uno, el flujo debía cesar por dos días; comiendo dos, por tres días; y comiendo uno durante tres días, debía cesar para siempre. Otro remedio y éste decisivo: azotarse los muslos con ortigas a la media noche un día sí y otro no durante un mes de Kislew –que corresponde a nuestro noviembre-diciembre– y la enfermedad debía desaparecer; pero no desapareció. Otros remedios que seguían, hacían desaparecer las ganas de sanarse. La medicina era ejercida por los Escribas, y consistía en un poco de empirismo y mucha superstición. En la Mishna (Talmud) existe esta sentencia: “El mejor de los médicos merece el infierno.”
“Hija, tu fe te ha curado, vete en paz y sé sana de tu plaga.” La tradición retiene que la mujer favorecida se llamaba “Ber-niké” o Verónica, y fue la misma que en la Vía Dolorosa enjugó con un lienzo el rostro de su Salvador caído –y allí había también flujo de sangre– el cual quedó estampado en él. Ésta había pensado entre sí: “si llego solamente a tocar la orla de su vestido, seré salva”. El pudor la cohibía de exponer su enfermedad delante de todos; y sentía altamente del Rabbí de Nazareth.
Estaba aún hablando con ella, cuando llegó mensaje al dignatario sinagogal de que su hija había muerto. Jesús interrumpió: “No temas, cree solamente.” Cuando llegó estaban preparando el entierro y estaban allí las Lloronas y los Ululantes, según esa costumbre oriental que se conserva todavía en lugares de Suditalia y yo he visto en el Andalucía: llorar, gemir y hacer largos y sollozantes monólogos elegiacos; costumbre que tiene una raíz psicológica y aun higiénica, pues el dolor interno se templa y se encauza por medio de su manifestación externa, así como todas las emociones por medio de su expresión cuerdamente graduada; como atestigua la famosa teoría de “la purificación por la tragedia”, de Aristóteles. Esta ceremonia de los llantos teatrales, ridícula para nosotros los “civilizados”, tiene por fin hacer salir la pena para fuera y que no se vaya para adentro y dañe.
Cristo paró el tumulto gritando: “¿Por qué lloráis y alborotáis? No esta muerta la niña, duerme.” Para Cristo la muerte es un sueño (“Lázaro duerme”), y eso ha de ser para el cristiano… Se burlaron de Él.
Hizo salir a todos y tomando de la mano a la niña, la “despertó”.
Se despierta al que duerme, no se despierta al que está muerto. Pero ésa es la locura del amor, que no quiere creer que haya cadáveres. “No está muerta la niña: duerme.” Había allí siete hombres, es decir: cinco medio hombres, uno que ya no era hombre, y uno que era más que hombre… –estas son florituras de San Agustín–. La niña comenzó a caminar y los presentes “quedaron estupendamente estupefactos”. Mandó que le diesen de comer, y ordenó “vehementemente” que no lo contaran a nadie.
Tenía doce años. La leyenda ha querido también seguir los pasos de la niña resucitada. Se casó poco después y de sus hijos naturalmente uno fue obispo, otro fue sacerdote y otro centurión romano; todos mártires. Eso ya no lo sabemos cierto; pero es muy probable que de su estada en el más allá sólo conservó el recuerdo borroso de un sueño, lo mismo que Lázaro; porque de otro modo, no sería fácil seguir viviendo.
¿Por qué hizo salir a todos antes de obrar el portento? Primero, porque se habían reído de Él y no merecían verlo. Segundo y principal, por la razón antes dicha, de que Cristo no quería hacer espectáculos sino crear fe. Hoy día hay gente que piensa que hay que hacer espectáculos clamorosos y multitudinosos para crear la fe. Ojalá que les vaya bien con su sistema, pero me parece que eso más que fe es política. Bueno, ojalá que les vaya bien con su política. Pero hasta ahora no lo hemos visto. La fe es interior, la fe no ama los alborotos, la fe no hace aspavientos, la fe se nutre en el silencio: ella es callada y operosa, es sosegada, es modesta, es fecunda, es más amiga de las obras que de las palabras, es fuerte, es aguantadora, es discreta. Es pudorosa. Los hombres profundamente religiosos no ostentan su religiosidad, como los Don Juan Tenorio de la religión, porque todo amor profundo es ruboroso; lo cual no impide que reconozcan a Cristo ante los hombres cuando es necesario.
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 376-382)
Beato Juan Pablo Magno
Los milagros de Jesús como llamadas a la fe
- Los “milagros y los signos” que Jesús realizaba para confirmar su misión mesiánica y la venida del reino de Dios, están ordenados y estrechamente ligados a la llamada a la fe. Esta llamada con relación al milagro tiene dos formas: la fe precede al milagro, más aún, es condición para que se realice; la fe constituye un efecto del milagro, bien porque el milagro mismo la provoca en el alma de quienes lo han recibido, bien porque han sido testigos de él.
Es sabido que la fe es una respuesta del hombre a la palabra de la revelación divina. El milagro acontece en unión orgánica con esta Palabra de Dios que se revela. Es una “señal” de su presencia y de su obra, un signo, se puede decir, particularmente intenso. Todo esto explica de modo suficiente el vínculo particular que existe entre los “milagros-signos” de Cristo y la fe: vínculo tan claramente delineado en los Evangelios.
Efectivamente, encontramos en los Evangelios una larga serie de textos en los que la llamada a la fe aparece como un coeficiente indispensable y sistemático de los milagros de Cristo. Al comienzo de esta serie es necesario nombrar las páginas concernientes a la Madre de Cristo con su comportamiento en Caná de Galilea, –y aún antes y sobre todo– en el momento de la Anunciación. Se podría decir que precisamente aquí se encuentra el punto culminante de su adhesión a la fe, que hallará su confirmación en las palabras de Isabel durante la Visitación: “Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se te he dicho de parte del Señor” (Lc 1, 45).
Sí, María ha creído como ninguna otra persona, porque estaba convencida de que “para Dios nada hay imposible” (Cfr. Lc 1, 37). Y en Caná de Galilea su fe anticipó, en cierto sentido, la hora de la revelación de Cristo. Por su intercesión, se cumplió aquel primer “milagro-signo”, gracias al cual los discípulos de Jesús “creyeron en él” (Jn 2, 11). Si el Concilio Vaticano II enseña que María precede constantemente al Pueblo de Dios por los caminos de la fe (cfr. Lumen Gentium, 58 y 63; Redemptoris Mater, 5-6), podemos decir que el fundamento primero de dicha afirmación se encuentra en el Evangelio que refiere los “milagros-signos” en María y por María en orden a la llamada a la fe.
- Esta llamada se repite muchas veces. Al jefe de la sinagoga, Jairo, que había venido a suplicar que su hija volviese a la vida, Jesús le dice: “No temas, ten sólo fe”. (Dice «no temas», porque algunos desaconsejaban a Jairo ir a Jesús) (Mc 5, 36). Cuando el padre del epiléptico pide la curación de su hijo, diciendo: “Pero si algo puedes, ayúdanos…”, Jesús le responde: “¡Si puedes! Todo es posible al que cree”. Tiene lugar entonces el hermoso acto de fe en Cristo de aquel hombre probado: “¡Creo! Ayuda a mi incredulidad” (cfr. Mc 9, 22-24).
Recordemos, finalmente, el coloquio bien conocido de Jesús con Marta antes de la resurrección de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida… ¿Crees esto? Si, Señor, creo…” (cfr. Jn 11, 25-27).
- El mismo vínculo entre el “milagro-signo” y la fe se confirma por oposición con otros hechos de signo negativo. Recordemos algunos de ellos. En el Evangelio de Marcos leemos que Jesús de Nazaret “no pudo hacer…ningún milagro, fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso las manos y los curó. El se admiraba de su incredulidad” (Mc 6, 5)6). Conocemos las delicadas palabras con que Jesús reprendió una vez a Pedro:”Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?”. Esto sucedió cuando Pedro, que al principio caminaba valientemente sobre las olas hacia Jesús, al ser zarandeado por la violencia del viento, se asustó y comenzó a hundirse (cfr. Mt 14, 29-31).
- Jesús subraya más de una vez que los milagros que El realiza están vinculados a la fe. “Tu fe te ha curado”, dice a la mujer que padecía hemorragias desde hacia doce años y que, acercándose por detrás le había tocado el borde de su manto, quedando sana (cfr. Mt 9, 20-22; Lc 8, 48; Mc 5, 34). Palabras semejantes pronuncia Jesús mientras cura al ciego Bartimeo, que, a la salida de Jericó, pedía con insistencia su ayuda gritando: “¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mi!” (cfr. Mc 10, 46-52). Según Marcos: “Anda, tu fe te ha salvado” le responde Jesús. Y Lucas precisa la respuesta: “Ve, tu fe te ha hecho salvo” (Lc 18,42).
Una declaración idéntica hace al Samaritano curado de la lepra (Lc 17, 19). Mientras a los otros dos ciegos que invocan a volver a ver, Jesús les pregunta: “«¿Creéis que puedo yo hacer esto?». «Sí, Señor»… «Hágase en vosotros, según vuestra fe»” (Mt 9, 28-29).
- Impresiona de manera particular el episodio de la mujer cananea que no cesaba de pedir a ayuda de Jesús para su hija “atormentada cruelmente por un demonio”. Cuando la cananea se postró delante de Jesús para implorar su ayuda, Él le respondió: “No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perrillos.” (Era una referencia a la diversidad étnica entre israelitas y Cananeos que Jesús, Hijo de David, no podía ignorar en su comportamiento práctico, pero a la que alude con finalidad metodológica para provocar la fe). Y he aquí que la mujer llega intuitivamente a un acto insólito de fe y de humildad. Y dice: “Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores”. Ante esta respuesta tan humilde, elegante y confiada, Jesús replica: “¡Mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres” (cfr. Mt 15, 21-28).
Es un suceso difícil de olvidar, sobre todo si se piensa en los innumerables “cananeos” de todo tiempo, país, color y condición social que tienden su mano para pedir comprensión y ayuda en sus necesidades!
- Nótese cómo en la narración evangélica se pone continuamente de relieve el hecho de que Jesús, cuando “ve la fe”, realiza el milagro. Esto se dice expresamente en el caso del paralítico que pusieron a sus pies desde un agujero abierto en el techo (cfr. Mc 2, 5; Mt 9, 2; Lc 5, 20). Pero la observación se puede hacer en tantos otros casos que los evangelistas nos presentan. El factor fe es indispensable; pero, apenas se verifica, el corazón de Jesús se proyecta a satisfacer las demandas de los necesitados que se dirigen a El para que los socorra con su poder divino.
- Una vez más constatamos que, como hemos dicho al principio, el milagro es un “signo” del poder y del amor de Dios que salvan al hombre en Cristo. Pero, precisamente por esto es al mismo tiempo una llamada del hombre a la fe. Debe llevar a creer sea al destinatario del milagro sea a los testigos del mismo.
Esto vale para los mismos Apóstoles, desde el primer “signo” realizado por Jesús en Caná de Galilea; fue entonces cuando “creyeron en El” (Jn 2, 11). Cuando, más tarde, tiene lugar la multiplicación milagrosa de los panes cerca de Cafarnaum, con la que está unido el pre-anuncio de la Eucaristía, el evangelista hace notar que “desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían”, porque no estaban en condiciones de acoger un lenguaje que les parecía demasiado “duro”. Entonces Jesús preguntó a los Doce: ‘¿Queréis iros vosotros también?’. Respondió Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (cfr. Jn 6, 66-69).
Así, pues, el principio de la fe es fundamental en la relación con Cristo, ya como condición para obtener el milagro, ya como fin por el que el milagro se ha realizado. Esto queda bien claro al final del Evangelio de Juan donde leemos: “Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 30-31).
(San Juan Pablo II, Audiencia general del 16 de diciembre de 1987)
P. Alfonso Torres, S. J.
Curación de la hemorroísa
[…] los evangelistas nos descubren algo que esa mujer llevaba en su corazón quizá hacía mucho tiempo. Porque la manera de hablar que tienen los evangelistas no es para interpretar la situación de ánimo de aquella mujer, como si esta situación se hubiera formado en el momento en que Jesús desembarcó en la orilla occidental del lago, sino más bien es para sospechar o para creer que desde hacía algún tiempo venía removiendo el corazón de la pobre hemorroísa el sentimiento, que por fin manifestó y llevó a la práctica en la ocasión presente. Había oído hablar de Jesús, pero de seguro, había llegado a su noticia la fama de l múltiples milagros que Él había realizado en toda Palestina, pero más en particular en la ciudad predilecta de Cafarnaúm, que Él había escogido como su propia ciudad, como el centro de todas sus actividades apostólicas. Al oír hablar de aquellos milagros pensó en su enfermedad y nació en su corazón la confianza de que Jesús podía curarla. Pero esa confianza fue envuelta con una profundísima humildad; las humillaciones que había debido sufrir en los doce años que llevaba enferma habían producido un buen efecto; no era de esas almas a quienes la humillación exaspera, a quienes la humillación hace amargas y rebeldes; no era de esas almas que reciben la humillación como un veneno; sino de esas almas a quienes la humillación les da ocasión de conseguir la santa virtud de la humildad, de aquellas almas a quienes la humillación obliga a levantar los ojos al cielo y a fiarlo todo en Dios, de aquellas almas que reciben la humillación como una misericordia del Señor; y, en efecto, las humillaciones que había sufrido la hicieron humilde, y esa humildad nos la manifiestan los evangelistas de muchas maneras. Primero en el deseo de acercarse a Jesús ocultamente, sin que lo advirtieran las gentes que la rodean, sin que lo conozcan los que andan oprimiendo a Jesús. Segundo, en acercarse a Jesús sin que Él la viera; parece como que el pensamiento de presentarse francamente a Jesús la abatía demasiado; se consideraba demasiado humilde para un atrevimiento semejante. Tercero, en vez de suplicar al Señor, como acababa de suplicar Jairo por su hija, ella no piensa más que en tocar las vestiduras de Jesús secretamente, y ni siquiera tocar sus vestiduras de una manera franca y audaz, sino tocar lo que se llama las fimbrias de las vestiduras en el lenguaje hebreo, o sea, aquellos codones que colocaban en los cuatro ángulos del manto con que se cubrían, según la Ley de Dios, y que servían para recordar esa Ley; es decir, lo último, el extremo de sus vestiduras, como quien quiere tocar a Jesús, pero lejos, porque le aterra el pensamiento de acercarse demasiado a Él.
Todo esto que hay en la narración evangélica descubre un ánimo humilde; alma que se esconde, alma que teme llegar a Jesús; y no es que tema llegar a Jesús por no se fíe de su misericordia, son que teme llegar a Jesús aun fiando mucho en su misericordia; alma que no se atreve más que a tocar las fimbrias de las vestiduras de Jesús, ésta es un alma humilde. De modo que a esa mujer las humillaciones le habían dado el rico tesoro de la humildad. Con esa humildad en el alma no es extraño que aquella mujer confiara mucho, porque no hay nadie que tenga una fe viva y que sienta y que sienta los efectos de esa fe viva, en particular la confianza y la seguridad de que nunca le va a faltar la misericordia del Señor, como el alma humilde; y no es extraño, repito, que en aquella alma naciera una confianza sin límites y que ella llegara a tener la seguridad, la fe vivísima, la esperanza cierta de que lograba acercarse a Jesús y tocar las fimbrias de su vestidura, ella se vería sana de aquella molestia, de aquella larga y humillante enfermedad.
Y como lo sintió en su corazón, así lo puso por obra. Se entró por aquella muchedumbre que rodeaba al Señor – en ese momento de entusiasmo no debieron advertir que la mujer tendía a acercarse lo más posible a Jesús-, y cuando estaba cerca de Él, detrás de Él, tendió su mano y tocó temblorosa – después nos dicen los evangelistas que temía y temblaba cuando Jesús comenzó a buscarla entre la muchedumbre-, tocó la fimbrias del manto de Jesús, o sea aquellos largos cordones que llevaban los judíos en los ángulos del manto con que se cubrían; y en el momento de tocar las fimbrias de la vestidura de Jesús, dice el evangelista que sintió ella en sí misma que estaba curada.
Se habla aquí de una sensación. Notad bien que no es un conocimiento simplemente espiritual; es algo que ella observó en sí misma, algo que los evangelistas no definen, algo que quizá ella misma no hubiera podido definir; pero algo que en la seguridad de que en aquel momento había sido definitivamente curada.
No nos detengamos a pensar en la alegría que debió inundar aquel corazón. Doce años de padecer, doce años de verse humillada, y ahora, en un instante, cuando ella es pobre, cuando es desvalida, cuando carece de los medios humanos, cuando ha sido impotente la ciencia de los hombres para curarla, en un momento, se ve curada por la misericordia del Señor. No nos detengamos a pensar cómo crecería la fe de aquel corazón, porque estas gracias exteriores del Señor, como sabemos, siempre van acompañadas de gracias interiores. Así como el Señor cuando curaba a los ciegos, a los ciegos de los ojos del cuerpo, al propio tiempo les curaba la ceguera espiritual, así cuando daba la salud del cuerpo en cualquier enfermedad, hacía que el alma recobrase también su salud espiritual. A esto aluden mil veces los evangelistas cuando nos hablan de los milagros de Jesucristo. Pensad cómo renacería la fe, mejor dicho – porque la fe ya vivía en aquella alma -, cómo se avivaría más la fe, como crecería su confianza, y sobre todo, cómo en aquel momento se encendería su amor a Jesucristo.
Hubiera querido, sin duda, aquella mujer desaparecer súbitamente de entre la muchedumbre, que ya la estorbaba, porque todo el mundo exterior no significaba nada para un alma que siente dentro de sí la misericordia de Jesús; hubiera querido ella guardar el tesoro de su alegría, el tesoro de su fe, el tesoro de su confianza, el tesoro de su gratitud, el tesoro de su amor en el secreto de su corazón. Y mientras ella iba a guardar en el secreto ese tesoro, es Jesús quien se vuelve y la obliga a contar delante de todos las misericordias divinas. Veamos cómo hizo esto.
Comenzó con una pregunta extraña. Volviéndose a los suyos, que sin duda tenía más cerca, les preguntó: ¿Quién me ha tocado? Maravíllanse ellos de que Jesús hiciera una pregunta semejante; aquella gran muchedumbre le estaba oprimiendo, y cuando la muchedumbre le oprimía, ¿qué sentido podía tener esa pregunta: ¿quién me ha tocado? Insistió el Señor: Alguien me ha tocado, porque yo he sentido que ha salido virtud de Mí.
[…] No dice Jesús que de Él salido una virtud material, como si sencillamente se tratara de algo que se escapase de su propio cuerpo para curar a la enferma. En esa frase quiere dar a entender el Señor eso que todos nosotros sabemos, o por su misericordia, o porque no los ha revelado nuestras fe. Jesús es el poder de Dios, Jesús es la virtud de Dios; es poder y esa virtud e Dios, que tenemos en Cristo, están como represados por nuestra indignidad. El amor hace que de ese poder se difundan innumerables beneficios, y si no se difunden es porque no disponemos bien nuestro corazón para recibirlos.
Difundirse el poder Dios no es perder Jesús algo de ese poder que en sí tiene; es sencillamente mostrar ese poder en los efectos exteriores, hacer que ese poder realice maravillas en las almas, dejar que ese poder se expansione en las criaturas. Y esto es lo que había acontecido allí. El poder de Cristo, que por su amor desea ejercitarse en bien de los hombres, se había ejercitado en ese bien en aquel momento, y Él, gozoso de los efectos de su poder, dice que ha sentido como que ese poder represado en su corazón ha salido fuera y acaba de realizar un prodigio.
Nadie responde a esas palabras. Jesús comienza a mirar en torno suyo, y la pobre mujer que acaba de ser curada, espantada de seguir guardando el secreto, temblorosa, como tiemblan siempre las almas humildes cuando ha sido objeto de una misericordia del Señor, se presentó claramente ante Él y sin rebozo contó todo lo que había acontecido: la enfermedad, los años que había durado esa enfermedad, el designio que había formado de tocar las fimbrias de la vestidura de Jesús, cómo en efecto había logrado llegar hasta Él y había tocado esas vestiduras, y cómo por fin había sido sanada.
Cuando ella humildemente glorificaba a Dios contando la misericordia recibida, Jesús se complacía en su humildad, en la gratitud y en su amor; y mirando con una de aquellas miradas amorosísimas que Él dirigía a las almas, le dijo; Vete en paz, la llamó con la palabra tiernísima de hija, y por último le aseguró que estaba definitivamente curada.
La palabra de Cristo no podía ser en esa ocasión palabra de reproche; la palabra de Cristo no podía ser en esa ocasión palabra áspera; la palabra de Cristo tenía que ser palabra amorosa. Porque si hay algo que obligue a Jesús a manifestar toda su ternura y a derrochar las delicadezas de su amor, es la humildad de corazón y según aquella doctrina hermosísima de sus autores espirituales y que tan graciosamente expone Santa Teresa, de que la humildad rinde el corazón de Jesús. Cuando Él ve humildad en las almas, Él no sabe ser áspero, Él no sabe apartarse de esas almas, Él queda como rendido y como cautivo en nuestro propio corazón. El lazo que cautiva a Jesús es el santo lazo de la humildad; y en esta ocasión la humildad le hizo prorrumpir en palabras tiernísimas, en palabras delicadas, en palabras amorosas, en palabras amorosas, en palabras que eran efusión de la caridad que Él llevaba en su corazón divino.
[…] El secreto de esta narración es todo el secreto de nuestra vida espiritual y es todo el anhelo de esa vida.
¡Tocar a Jesús! ¡Quien supiera tocarle así, de suerte que saliera la virtud que nos sanara y que Él tuviera que exclamar: Muchos son los que me están oprimiendo, los que hay en torno mío, peor hay una alma que ha sabido tocarme de una manera especial y yo no he sentido que, al tocarme esa alma, ha salido de mí virtud especial también para ella! ¡Quién pudiera oír esas palabras de Jesús! ¡Ah! Mucho habría que decir sobre la manera de tocar a Jesús. Se toca a Jesús con una confianza segura en su misericordia y en su amor, se toca a Jesús cuando se ponen los medios para llegar a Él de una manera eficaz, atropellando todos los obstáculos que quieran impedirnos el acercamiento a Jesús. Pero sobre todo se toca a Jesús cuando se a Él con un corazón sumiso a la voluntad divina, completamente entregada en las manos del Señor, sin que salga de nuestros labios una palabra de murmuración o de queja, ni siquiera un lamento; humilde para con los hombres, cuando en vez de anteponernos a nuestros hermanos, nos consideramos como el último de todos. Un corazón humilde para con los hombres, y para con Dios, ése es el corazón que sabe tocar a Jesús. Porque apenas ese corazón se acerca a nuestro Divino Redentor, sale virtud del Corazón de Cristo, que sana ese corazón, que le da nueva vida, que le enriquece con misericordia infinita y que le asegura que no solamente va a estar sano en los cuatro días que dura esta vida terrena, sino que va a gozar de la salud eterna en el cielo.
¡Ah! ¡Tocar a Jesús así! Aprender a tocar a Jesús es aprender a santificarse. Pero eso no se aprende hasta que lo enseña el Maestro divino; ésa es la ciencia que sólo Él comunica a las almas; ese saber tocar a Jesús es un don que Él da, porque nosotros no acertaríamos nunca con esa senda de la fe, de la confianza, de la gratitud, del amor y de la humildad, si Él no sembrase la semilla de todas esas virtudes en nuestro corazón.
Pidámosle en el fondo del alma que nos enseñe a tocar así la fimbria de su vestidura, para que, mientras nosotros aprendamos a tocar esa fimbria, Él tienda su mano para beneficiarnos, para asegurarnos, para señalarnos, para darnos la vida de santidad en este mundo y después la vida de gloria en el cielo.
(Alfonso Torres, SJ. Lecciones Sacras XXIV, BAC, Madrid, 1977, 777-789)
San Jerónimo
Curación de la hemorroísa y resurrección de la hija de Jairo
¿Quién me ha tocado?, pregunta, mirando en derredor, para descubrir a la que lo había hecho. ¿No sabía el Señor quién lo había tocado? Entonces, ¿por qué preguntaba por ella? Lo hacía cómo quien lo sabe, pero quiere ponerlo de manifiesto. Y la mujer, llena de temor y temblorosa, conociendo lo que en ella había sucedido… etc. Si no hubiese preguntado y hubiese dicho: ¿Quién me ha tocado?, nadie hubiera sabido que se había realizado un signo. Habrían podido decir: no ha hecho ningún signo, sino que se jacta y habla para gloriarse. Por ello pregunta, para que aquella mujer confiese y Dios sea glorificado.
Y se postró ante él y le dijo toda la verdad. Observad los pasos, ved el progreso. Mientras padecía flujo de sangre, no había podido venir ante él: fue sanada y vino ante él. Y se postró a sus pies. Todavía no osaba mirarle a la cara: apenas ha sido curada, le basta con tener sus pies. «Y le dijo toda la verdad». Cristo es la verdad. Y como había sido curada por la verdad, confesó la verdad.
Y él le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado» La que así había creído digna es de ser llamada hija. La multitud, que lo apretuja, no puede ser llamada hija, mas esta mujer, que cae a sus pies y confiesa, merece recibir el nombre de hija. «Tu fe te ha salvado». Observad la humildad: es él mismo el que sana y lo refiere a la fe de ella. «Tu fe te ha salvado».
Tú fe te ha sanado: vete en paz. Antes de que creyeses en Salomón, esto es, en el pacífico, no tenías paz, ahora, sin embargo, vete en paz. «Yo he vencido al mundo». Puedes estar segura de que tienes la paz, porque ha sido sanado el pueblo de los gentiles.
Llegan de casa del jefe de la sinagoga, diciendo: «Tu hija ha muerto: ¿por qué molestar más al maestro?». Resucitó la Iglesia y murió la sinagoga. Aunque la niña había muerto, le dice, no obstante, el Señor al jefe de la sinagoga: No temas, ten sólo fe. Digamos también nosotros hoy a la sinagoga, digamos a los judíos: ha muerto la hija del jefe de la sinagoga, mas creed y resucitará.
No permitió que nadie le siguiera más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Alguien podría preguntar, diciendo: ¿por qué son siempre elegidos estos tres, y los demás son dejados aparte? Pues también cuando se transfiguró en el monte, tomó consigo a estos tres. Así, pues, son tres los elegidos: Pedro, Santiago y Juan. En primer lugar, en este número se esconde el misterio de la Trinidad, por lo que este número es santo de por sí. Pues también Jacob, según el Antiguo Testamento, puso tres varas en los abrevaderos. Y está escrito en otro lugar: «El esparto triple no se rompe» 12. Por tanto, es elegido Pedro, sobre el que ha sido fundada la Iglesia, Santiago, el primero entre los apóstoles que fue coronado con el martirio, y Juan, que es el comienzo de la virginidad.
Y llegó a la casa del jefe de la sinagoga y vio un alboroto y unas lloronas plañideras. Incluso hoy sigue habiendo alboroto en la sinagoga. Aunque afirmen que cantan los salmos de David, su canto, sin embargo, es llanto.
Y entrando les dice: ¿Por qué estáis turbados y lloráis? La niña no ha muerto, sino que duerme”. Es decir, la niña, que ha muerto para vosotros, vive para mí: para vosotros está muerta, para mí duerme. Y el que duerme puede ser despertado.
Y se burlaban de él. Pues no creían que la hija del jefe de la sinagoga pudiera ser resucitada por Jesús.
Pero él, echando a todos fuera, tomó consigo al padre y a la madre de la niña. Dirijámonos a los santos varones, que realizan signos, a quienes el Señor les concedió ciertos poderes. He aquí que Cristo, cuando iba a resucitar a la hija del jefe de la sinagoga, echa fuera a todos, para que no pareciera que lo hacía por jactancia. Así, pues, habiendo echado a todos, él tomó consigo al padre y a la madre de la niña. E incluso a ellos les hubiera echado probablemente, si no hubiera sido por consideración a su amor de padres, para que vieran a su hija resucitada.
Y entra donde estaba la niña, y tomándola de la mano… etc. . En primer lugar tomó su mano, sanó sus obras y de este modo la resucitó. Entonces se cumplió verdaderamente esto: «Cuando haya entrada la plenitud de las naciones, entonces todo Israel será salvo». Dice, pues, Jesús: Talitha kumi, que significa: Niña, levántate para mí. Si hubiera dicho: «Talitha kum», significaría: «Niña, levántate», pero como dijo «Talitha kumi», esto significa, tanto en lengua siria como en lengua hebrea: «Niña, levántate para mí». «Kumi» significa: «Levántate para mí». Observad, pues, el misterio de la misma lengua hebrea y siria. Es como si dijese: niña, que debías ser madre, por tu infidelidad continúas siendo niña. Lo que podemos expresar de este otro modo: porque vas a renacer, serás llamada niña. «Niña, levántate para mí», o sea, no por tu propio merito, sino por mi gracia. Levántate, por tanto, para mí, porque serás curada por tus virtudes.
Y al instante se levantó la niña y echó a andar. Que nos toque también a nosotros Jesús y echaremos a andar. Aunque seamos paralíticos, aunque poseamos malas obras y no podamos andar, aunque estemos acostados en el lecho de nuestros pecados y de nuestro cuerpo, si nos toca Jesús, al instante quedaremos curados. La suegra de Pedro estaba dominada por las fiebres: la tocó Jesús y se levantó, e inmediatamente se puso a servirle. Ved qué diferencia. Aquella es tocada, se levanta, y se pone a servir, a ésta le basta sólo andar.
Y quedaron fuera de sí, presos de gran estupor, y les mandó insistentemente que callaran y que no lo dijeran a nadie. ¿Veis el motivo, por el que había echado a la turba para realizar los signos? Les mandó —y no soló les mandó, sino que además les mandó insistentemente— que nadie lo supiera. Mandó a los tres apóstoles, y mandó también a los padres que nadie lo supiera. Lo mandó el Señor a todos, mas la niña, que resucitó, no puede callar.
Y dijo que le dieran de comer: para que la resucitada no se tomara por un fantasma. Él mismo también, por este motivo, después de su resurrección comió del pescado y de la miel. «Y dijo que le dieran de comer». Te pido, Señor, que también a nosotros, que estamos tendidos, nos tomes de la mano, nos levantes del lecho de nuestros pecados y nos hagas caminar. Y cuando caminemos, manda que nos den de comer; estando yacentes, no podemos hacerlo. Si no nos levantarnos, no somos capaces de recibir el cuerpo de Cristo. A Él la gloria, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
(SAN JERÓNIMO, Comentario al evangelio de San Marcos, Ciudad Nueva Madrid 1988, pág. 49-53)
Guión Domingo XIII Tiempo Ordinario
30 de junio 2024 – CICLO B
Entrada: Este domingo decimotercero nos encara a un doble signo de Jesús que le revela como el Dios de la vida. Él devuelve la salud plena y la vida digna, Él resucita a los muertos por que ni siquiera la frontera de la muerte es inaccesible a su poder. Sólo le exige al hombre tener fe.
Primera Lectura: Dios creó al hombre para la incorruptibilidad a imagen suya, la muerte entró por la envidia del demonio. Sab. 1, 13-15; 2, 23-24
Segunda Lectura: Los cristianos debemos distinguirnos por la generosidad, a imitación de Cristo que siendo rico se hizo pobre por nosotros. Co. 8, 7.9.13-15
Evangelio: La hemorroisa y Jairo resaltan una vez más la importancia de la fe, capaz de obrar milagros. Mc. 5, 21-43
Preces
Pidamos hermanos, al Dios de la Vida, para que nos asista en nuestras necesidades.
A cada intención respondemos …
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Por el Santo Padre y sus intenciones, especialmente las referidas a este mes de julio: Para que todos los hombres tengan trabajo y lo puedan desempeñar en condiciones de estabilidad y seguridad. Oremos…
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Para que los voluntarios cristianos presentes en territorios de misión sepan dar testimonio de la caridad de Cristo. Oremos…
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Por la concordia entre los grupos étnicos y religiosos, para que en las tierras de misión construyan juntos una sociedad inspirada en los valores humanos y espirituales. Especialmente te pedimos por la paz en Gaza y por los cristianos perseguidos en la India, y en Siria. Oremos…
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Por las familias cristianas y por los educadores de nuestra Patria, para que sepan defender los valores cristianos y transmitan a las nuevas generaciones las verdades del Evangelio convencidos que sólo ellas plenifican al hombre. Oremos…
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Por cuantos nos reunimos hoy para celebrar esta Eucaristía, para que la fe en Cristo nos haga valientes y capaces de transmitirla, siendo nuestra vida un reflejo permanente de su Amor sobre todo para los que más sufren. Oremos…
Señor, que nos levantas y nos haces vivir, ten piedad de todos nosotros y enséñanos a confiar en tu poder. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Ofertorio
Jesucristo es el Dios de la vida, el Dios que nos resucitará. Su sacrificio es garantía de esta esperanza nuestra; a él nos unimos para vivir con Cristo desde ahora y eternamente.
Presentamos:
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Incienso y nuestra vida de oración como testimonio gozoso de una fe inconmovible en el amor de Cristo.
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Pan y vino y el deseo de conformarnos a la muerte de Cristo para experimentar el poder de su resurrección.
Comunión
Señor Jesús, ¡Tú convertiste tantas veces mi lamento en júbilo! Te doy gracias eternamente.
Salida
La Virgen María, Madre del Dios omnipotente, nos ha reunido para enseñarnos a permanecer siempre en la Presencia del Altísimo con una confianza inquebrantable.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
Sin respetos humanos
Un gran almirante se confesaba por lo regular cada quince días. Para ello se dirigía a la sacristía donde le esperaba su confesor. Entraba en la Iglesia de gran uniforme. Con el mismo uniforme se presentaba al día siguiente a comulgar.
Un día cierto personaje intentó decirle tímidamente que para cumplir sus prácticas religiosas no era necesario vestir su uniforme de almirante. Respondió aquel gran cristiano con gran sencillez:
– Es la costumbre que tengo siempre cuando me presento a mis Superiores.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 653)