PRIMERA LECTURA
Soy presa de la inquietud hasta la aurora
Lectura del libro de Job 7, 1-4. 6-7
Job habló diciendo:
¿No es una servidumbre la vida del hombre sobre la tierra?
¿No son sus jornadas las de un asalariado? Como un esclavo que suspira por la sombra, como un asalariado que espera su jornal, así me han tocado en herencia meses vacíos, me han sido asignadas noches de dolor.
Al acostarme, pienso: «¿Cuándo me levantaré?» Pero la noche se hace muy larga
y soy presa de la inquietud hasta la aurora. Mis días corrieron más veloces que una lanzadera: al terminarse el hilo, llegaron a su fin.
Recuerda que mi vida es un soplo y que mis ojos no verán más la felicidad.
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 146, 1-6
R. Alaben al Señor, que sana a los afligidos.
O bien:
Aleluia.
¡Qué bueno es cantar a nuestro Dios,
qué agradable y merecida es su alabanza!
El Señor reconstruye a Jerusalén
y congrega a los dispersos de Israel. R.
Sana a los que están afligidos
y les venda las heridas.
Él cuenta el número de las estrellas
y llama a cada una por su nombre. R.
Nuestro Señor es grande y poderoso,
su inteligencia no tiene medida.
El Señor eleva a los oprimidos
y humilla a los malvados hasta el polvo. R.
SEGUNDA LECTURA
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los cristianos de Corinto 9, 16-19. 22-23
Hermanos:
Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!
Si yo realizara esta tarea por iniciativa propia, merecería ser recompensado, pero si lo hago por necesidad, quiere decir que se me ha confiado una misión.
¿Cuál es, entonces, mi recompensa? Predicar gratuitamente el Evangelio, renunciando al derecho que esa Buena Noticia me confiere.
En efecto, siendo libre, me hice esclavo de todos, para ganar al mayor número posible. Y me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles. Me hice todo para todos, para ganar por lo menos a algunos, a cualquier precio.
Y todo esto, por amor a la Buena Noticia, a fin de poder participar de sus bienes.
Palabra de Dios.
Aleluia Mt 8, 17
Aleluia.
Cristo tomó nuestras debilidades
y cargó sobre sí nuestras enfermedades
Aleluia.
Evangelio
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Marcos 1, 29-39
Jesús fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. Él se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.
Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta. Jesús sanó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a éstos no los dejaba hablar, porque sabían quién era Él.
Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando.
Simón salió a buscarlo con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron: «Todos te andan buscando».
Él les respondió: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido».
Y fue por toda la Galilea, predicando en las sinagogas de ellos y expulsando demonios.
Palabra del Señor.
P. José María Solé Roma, O. F. M.
Sobre la Primera Lectura (Job 7, 1-4. 6-7)
El misterio del ‘Dolor’, tan audaz y crudamente expuesto en el Libro de Job, seguirá impenetrable para filósofos y teólogos. El Evangelio, con el misterio aún mayor de Cristo-Crucificado-Resucitado, nos da luz y esperanza. Sólo en el cielo se nos abrirán los secretos de este misterio:
– Este fragmento del discurso de Job por la belleza de su estilo y sobre todo porque sus expresiones son un eco de todos los corazones humanos, pasará a ser patrimonio de todas las literaturas. En el pasaje de la Liturgia de hoy, Job nos describe, con imágenes sumamente expresivas, el dolor y la brevedad de la vida humana:
– Vida de dolor: Cual la del soldado en servicio, sujeto a trato duro y riesgos continuos. Cual la del mercenario que se fatiga de la mañana a la noche en provecho de otros. Cual la del esclavo a quien se exigen los más duros servicios, sin reconocérsele otro derecho que el de trabajar y desentrañarse. Cual la del jornalero que vive de un salario ganado cada día con afán y sudores. Y para todos ésos la hora del descanso es la hora de las tinieblas. Así a la vida humana, tras los sufrimientos y pesares, le sucede la muerte.
– Vida breve: Los días corren más raudos que la lanzadera del telar. La vida humana es un soplo. La revelación posterior (Sabiduría, Daniel, Macabeos), y sobre todo la luz del Nuevo Testamento, irá iluminando los misterios de ultratumba; y con ello obtendrán respuesta optimista los interrogantes que atormentan a Job. De modo especial el misterio del dolor quedará iluminado por la doctrina de Cristo y sobre todo por su Pasión y Muerte.
Sobre la Segunda Lectura (1 Corintios 9, 16-19. 22-23)
San Pablo nos habla de las renuncias que ha hecho muy a gusto en aras de la caridad; y para que el Evangelio por él predicado pudiera ser mejor aceptado por los evangelizados. En unos preciosos datos biográficos nos descubre la conciencia que él tiene de la vocación al apostolado:
– El predicar el Evangelio es para él urgente obligación. Cumple con un deber que Cristo le ha impuesto: el deber que fluye de su vocación o elección. La voz acuciante de este deber resuena aún en la conciencia de todos los misioneros: ‘¡Ay de mí si no evangelizare!’.
– Al cumplimiento de este deber Pablo aporta algo de su generosidad. Es la gratuidad en la predicación (v. 18). Tendría derecho a vivir del Evangelio. Pero en bien del Evangelio renuncia generoso a este derecho. Ha hecho norma inviolable de su ministerio ejercerlo sin remuneración alguna.
– A la vez se ha impuesto cuantas renuncias puedan ser un mejor camino para el Evangelio. ‘Me he hecho todo para todos para ganarlos a todos’ (v. 22). Con los judíos, judío; con los gentiles, gentil; con los débiles, débil… Mucha de la problemática que hoy nos ahoga hallaría solución fácil si aplicáramos estas normas del gran Apóstol: Conciencia del deber urgente de predicar el Evangelio. Desinterés total en el ministerio. Sensibilidad para captar lo que puede escandalizar y hacer enojoso el mensaje evangélico. Si cada uno nos hiciéramos ‘todo para todos’ cesarían muchos escándalos; el mensaje evangélico sería escuchado, valorizado, aceptado y vivido por los fieles y aun por los incrédulos.
Sobre el Evangelio (Marcos 1, 29 39)
En este pasaje evangélico el modelo del apostolado va a ser Jesús mismo. San Marcos traza un cuadro maravilloso de Jesús-Misionero:
– Jesús-Misionero que antes de comenzar la jornada de predicación y atención a los enfermos va a buscar un lugar recogido y a orar (v. 35). Muchas veces nos habla el Evangelio de la oración de Jesús. No debemos dar a su oración sólo un sentido ejemplarizante, como si orara para dar ejemplo solamente. Cierto que en Jesús todo Él es ejemplo, pero no por una conducta afectada, sino por la autenticidad de su ser y de su actuar. Su oración es, pues, auténtica. El Hijo Encarnado ora, porque precisamente así vive su auténtica dimensión filial, en constante relación y dependencia del Padre. Para Él, como para nosotros, la problemática de la vida, con sus incertidumbres y congojas, quedaba en manos del Padre. Y la oración era para Jesús luz y vigor, encuentro y aceptación de la voluntad del Padre.
– Jesús Misionero que gasta el día en jornadas agotadoras de apostolado. Recorre todas las poblaciones, entra en todas las sinagogas (v. 39). Deja la paz de Cafarnaum, el calor de un hogar amigo (30). Su consigna de misionero es: ‘Vamos a otra parte; a las poblaciones vecinas, para predicar también en ellas, pues para eso he venido’ (30). Las gentes sencillas le corresponden con su docilidad y su amor: ‘Todos te buscan’ (37).
– Los Doce recordarán a Jesús-Misionero cuando propondrán: ‘Nosotros, empero, nos consagraremos a la oración y al ministerio de la predicación’ (Act 6, 4). Especialmente a la oración o celebración litúrgica: Concede nobis, quaesumus, Domine, haec digne frequentaremysteria, quia, quotieshuiushostiaecommemoratiocelebratur, opus nostraeredemptionisexercetur(Super oblata-Dom III).
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra, ciclo “B”, Herder, Barcelona 1979)
San Juan Pablo Magno
Tres catequesis sobre los milagros de Jesús
1. Los milagros de Jesús: el hecho y el significado
(Miércoles 11 de noviembre de 1987)
1. El día de Pentecostés, después de haber recibido la luz y el poder del Espíritu Santo, Pedro da un franco y valiente testimonio de Cristo crucificado y resucitado: “Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales…; a éste…, después de fijarlo (en la cruz)…, le disteis muerte. Al cual Dios lo resucitó después de soltar las ataduras de la muerte” (Act 2, 22-24).
En este testimonio se contiene una síntesis de toda la actividad mesiánica de Jesús de Nazaret, que Dios ha acreditado “con milagros, prodigios y señales”. Constituye también un esbozo de la primera catequesis cristiana, que nos ofrece la misma Cabeza del Colegio de los Apóstoles, Pedro.
2. Después de casi dos mil años el actual Sucesor de Pedro, en el desarrollo de sus catequesis sobre Jesucristo, debe afrontar ahora el contenido de esa primera catequesis apostólica que se desarrolló el mismo día de Pentecostés. Hasta ahora hemos hablado del Hijo del hombre, que con su enseñanza daba a conocer que era verdadero Dios-Hijo, que era con el Padre “una sola cosa” (cf. Jn 10, 30). Su palabra estaba acompañada por “milagros, prodigios y señales”. Estos hechos acompañaban a las palabras no sólo siguiéndolas para confirmar su autenticidad, sino que muchas veces las precedían, tal como nos dan a entender los Hechos de los Apóstoles cuando hablan de “todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio” (Act 1, 1). Eran esas mismas obras, y particularmente “los prodigios y señales”, los que testificaban que “el reino de Dios estaba cercano” (cf. Mc 1, 15), es decir, que había entrado con Jesús en la historia terrena del hombre y hacía violencia para entrar en cada espíritu humano. Al mismo tiempo testificaban que Aquel que las realizaba era verdaderamente el Hijo de Dios. Por eso es necesario vincular las presentes catequesis sobre los milagros-signos de Cristo con las anteriores, concernientes a su filiación divina.
3. Antes de proceder gradualmente al análisisdel significado de estos “prodigios y señales” (como los definió de forma muy específica San Pedro el día de Pentecostés), hay que constatar que éstos (prodigios y signos) pertenecen con seguridad al contenido integral de los Evangelios como testimonios de Cristo, que provienen de testigos oculares. Efectivamente, no es posible excluir los milagros del texto y del contexto evangélico. El análisis no sólo del texto, sino también del contexto, habla a favor de su carácter “histórico”, atestigua que son hechos ocurridos en realidad, y verdaderamente realizados por Cristo. Quien se acerca a ellos con honradez intelectual y pericia científica, no puede desembarazarse de éstos con cualquier palabra, como de puras invenciones posteriores.
4. A este propósito está bien observar que esos hechos no sólo son atestiguados y narrados por los Apóstoles y por los discípulos de Jesús, sino que también son confirmados en muchos casos por sus adversarios. Por ejemplo, es muy significativo que estos últimos no negaran los milagros realizados por Jesús, sino que más bien pretendieran atribuirlos al poder del “demonio”. En efecto, decían: “Está poseído de Beelcebul, y por virtud del príncipe de los demonios echa a los demonios” (Mc 3, 22; cf. también Mt 8, 32; 12, 24; Lc 11, 14-15). Y es conocida la respuesta de Jesús a esta objeción, demostrando su íntima contradicción: “Si, pues, Satanás se levanta contra sí mismo y se divide, no puede sostenerse, sino que ha llegado a su fin” (Mc 3, 26). Pero lo que en este momento cuenta más para nosotros es el hecho de que tampoco los adversarios de Jesús pueden negar sus “milagros, prodigios y signos” como realidad, como “hechos” que verdaderamente han sucedido.
Es elocuente también la circunstancia de que los adversarios observaban a Jesús para ver si curaba el sábado o para poderlo acusar así de violación de la ley del Antiguo Testamento. Esto sucedió, por ejemplo, en el caso del hombre que tenía una mano seca (cf. Mc 3, 1-2).
5. Hay que tomar también en consideración la respuesta que dio Jesús, no ya a sus adversarios, sino esta vez a los mensajeros de Juan Bautista, a los que mandó para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?” (Mt 11, 3). Entonces Jesús responde: “Id y referid a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados” (Mt 11, 4-5; cf. tambiénLc 7, 22). Jesús en la respuesta hace referencia a la profecía de Isaías sobre el futuro Mesías (cf.Is35, 5-6), que sin duda podía entenderse en el sentido de una renovación y de una curación espiritual de Israel y de la humanidad, pero que en el contexto evangélico en el que se ponen en boca de Jesús, indica hechos comúnmente conocidos y que los discípulos del Bautista pueden referirlos como signos de la mesianidad de Cristo.
6. Todos los Evangelistas registran los hechos a que hace referencia Pedro en Pentecostés: “Milagros, prodigios, señales” (Act 2, 22). Los Sinópticos narran muchos acontecimientos en particular, pero a veces usan también fórmulas generalizadoras. Así por ejemplo en el Evangelio de Marcos: “Curó a muchos pacientes de diversas enfermedades y echó muchos demonios” (1, 34). De modo semejante Mateo y Lucas: “Curando en el pueblo toda enfermedad y dolencia” (Mt 4, 23); “Salía de él una virtud que sanaba a todos” (Lc 6, 19). Son expresiones que dejan entender el gran número de milagros realizados por Jesús. En el Evangelio de Juan no encontramos formas semejantes, sino más bien la descripción detallada de siete acontecimientos que el Evangelista llama “señales” (y no milagros). Con esa expresión él quiere indicar lo que es más esencial en esos hechos: la demostración de la acción de Dios en persona, presente en Cristo, mientras la palabra “milagro” indica más bien el aspecto “extraordinario” que tienen esos acontecimientos a los ojos de quienes los han visto u oyen hablar de ellos. Sin embargo, también Juan, antes de concluir su Evangelio, nos dice que “muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro” (Jn 20, 30). Y da la razón de la elección que ha hecho: “Estas han sido escritas para que creáisque Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáisvida en su nombre” (Jn 20, 31). A esto se dirigen tanto los Sinópticos como el cuarto Evangelio: mostrar a través de los milagros la verdad del Hijo de Dios y llevar a la fe que es principio de salvación.
7. Por lo demás, cuando el Apóstol Pedro, el día de Pentecostés, da testimonio de toda la misión de Jesús de Nazaret, acreditada por Dios por medio de “milagros, prodigios y señales”, no puede más que recordar que el mismo Jesús fue crucificado y resucitado (Act 2, 22-24). Así indica el acontecimiento pascual en el que se ofreció el signo más completo de la acción salvadora y redentora de Dios en la historia de la humanidad. Podríamos decir que en este signo se contiene el “anti-milagro” de la muerte en cruz y el “milagro” de la resurrección (milagro de milagros) que se funden en un solo misterio, para que el hombre pueda leer en él hasta el fondo la autorrevelación de Dios en Jesucristo y, adhiriéndose con la fe, entrar en el camino de la salvación.
2. Mediante los signos-milagros, Cristo revela su poder de Salvador
(Miércoles 25 de noviembre de 1987)
1. Un texto de San Agustín nos ofrece la clave interpretativa de los milagros de Cristo como señales de su poder salvífico: “El haberse hecho hombre por nosotros ha contribuido más a nuestra salvación que los milagros que ha realizado en medio de nosotros; el haber curado las enfermedades del alma es más importante que el haber curado las enfermedades del cuerpo destinado a morir” (San Agustín, In Io. Ev. Tr., 17, 1). En orden a esta salvación del alma y a la redención del mundo entero Jesús cumplió también milagros de orden corporal. Por tanto, el tema de la presente catequesis es el siguiente: mediante los “milagros, prodigios y señales” que ha realizado, Jesucristo ha manifestado su poder de salvar al hombre del mal que amenaza al alma inmortal y su vocación a la unión con Dios.
2. Es lo que se revela en modo particular en la curación del paralítico de Cafarnaum.Las personas que lo llevaban, no logrando entrar por la puerta en la casa donde Jesús estaba enseñando, bajaron al enfermo a través de un agujero abierto en el techo, de manera que el pobrecillo vino a encontrase a los pies del Maestro. “Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: ’!Hijo, tus pecados te son perdonados!’”. Estas palabras suscitan en algunos de los presentes la sospecha de blasfemia: “Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?”. Casi en respuesta a los que habían pensado así, Jesús se dirige a los presentes con estas palabras: “¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y vete? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados —se dirige al paralítico— , yo te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Él se levantó y, tomando luego la camilla, salió a la vista de todos” (cf. Mc 2, 1-12; análogamente, Mt 9, 1-8; Lc 5, 18-26: “Se marchó a casa glorificando a Dios” 5, 25).
Jesús mismo explica en este caso que el milagro de la curación del paralítico es signo del poder salvífico por el cual Él perdona los pecados. Jesús realiza esta señal para manifestar que ha venido como salvador del mundo, que tiene como misión principal librar al hombre del mal espiritual, el mal que separa al hombre de Dios e impide la salvación en Dios, como es precisamente el pecado.
3. Con la misma clave se puede explicar esta categoría especial de los milagros de Cristo que es “arrojar los demonios”. “Sal, espíritu inmundo, de ese hombre”, conmina Jesús, según el Evangelio de Marcos, cuando encontró a un endemoniado en la región de los gerasenos (Mc 5, 8). En esta ocasión asistimos a un coloquio insólito. Cuando aquel “espíritu inmundo” se siente amenazado por Cristo, grita contra Él: “¿Qué hay entre ti y mí, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Por Dios te conjuro que no me atormentes”. A su vez, Jesús “le preguntó: ‘¿Cuál es tu nombre?’. El le dijo: Legión es mi nombre, porque somos muchos” (cf. Mc 5, 7-9). Estamos, pues, a orillas de un mundo oscuro, donde entran en juego factores físicos y psíquicos que, sin duda, tienen su peso en causar condiciones patológicas en las que se inserta esta realidad demoníaca, representada y descrita de manera variada en el lenguaje humano, pero radicalmente hostil a Dios y, por consiguiente, al hombre y a Cristo que ha venido para librarlo de este poder maligno. Pero, muy a su pesar, también el “espíritu inmundo”, en el choque con la otra presencia, prorrumpe en esta admisión que proviene de una mente perversa, pero, al mismo tiempo, lúcida: “Hijo del Dios Altísimo”.
4. En el Evangelio de Marcos encontramos también la descripción del acontecimiento denominado habitualmente como la curación del epiléptico. En efecto, los síntomas referidos por el Evangelista son característicos también de esta enfermedad (“espumarajos, rechinar de dientes, quedarse rígido”). Sin embargo, el padre del epiléptico presenta a Jesús a su Hijo como poseído por un espíritu maligno, el cual lo agita con convulsiones, lo hace caer por tierra y se revuelve echando espumarajos. Y es muy posible que en un estado de enfermedad como éste se infiltre y obre el maligno, pero, admitiendo que se trate de un caso de epilepsia, de la que Jesús cura al muchacho considerado endemoniado por su padre, es, sin embargo, significativo que Él realice esta curación ordenando al “espíritu mudo y sordo”: “Sal de él y no vuelvas a entrar más en él” (cf. Mc 9, 17-27). Es una reafirmación de su misión y de su poder de librar al hombre del mal del alma desde las raíces.
5. Jesús da a conocer claramente esta misión suya de librar al hombre del mal y, antes que nada del pecado, mal espiritual. Es una misión que comporta y explica su lucha con el espíritu maligno que es el primer autor del mal en la historia del hombre. Como leemos en los Evangelios, Jesús repetidamente declara que tal es el sentido de su obra y de la de sus Apóstoles. Así, en Lucas: “Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Yo os he dado poder para andar… sobre todo poder enemigo y nada os dañará” (Lc 10, 18-19). Y según Marcos, Jesús, después de haber constituido a los Doce, les manda “a predicar, con poder de expulsar a los demonios” (Mc 3, 14-15). Según Lucas, también los setenta y dos discípulos, después de su regreso de la primera misión, refieren a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos sometían en tu nombre” (Lc 10, 17).
Así se manifiesta el poder del Hijo del hombre sobre el pecado y sobre el autor del pecado. El nombre de Jesús, que somete también a los demonios, significa Salvador. Sin embargo, esta potencia salvífica alcanzará su cumplimiento definitivo en el sacrificio de la cruz. La cruz sellará la victoria total sobre Satanás y sobre el pecado, porque éste es el designio del Padre, que su Hijo unigénito realiza haciéndose hombre: vencer en la debilidad, y alcanzar la gloria de la resurrección y de la vida a través de la humillación de la cruz. También en este hecho paradójico resplandece su poder divino, que puede justamente llamarse la “potencia de la cruz”.
6. Forma parte también de esta potencia y pertenece a la misión del Salvador del mundo manifestada en los “milagros, prodigios y señales”, la victoria sobre la muerte, dramática consecuencia del pecado. La victoria sobre el pecado y sobre la muerte marca el camino de la misión mesiánica de Jesús desde Nazaret hasta el Calvario. Entre las “señales” que indican particularmente el camino hacia la victoria sobre la muerte, están sobre todo las resurrecciones: “los muertos resucitan” (Mt 11, 5), responde, en efecto, Jesús a la pregunta acerca de su mesianidad que le hacen los mensajeros de Juan el Bautista (cf. Mt 11, 3). Y entre los varios “muertos”, resucitados por Jesús, merece especial atención Lázaro de Betania, porque su resurrección es como un “preludio” de la cruz y de la resurrección de Cristo, en el que se cumple la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.
7. El Evangelista Juan nos ha dejado una descripción pormenorizada del acontecimiento. Bástenos referir el momento conclusivo. Jesús pide que se quite la losa que cierra la tumba (“Quitad la piedra”). Marta, la hermana de Lázaro, indica que su hermano está desde hace ya cuatro días en el sepulcro y el cuerpo ha comenzado ya, sin duda, a descomponerse. Sin embargo, Jesús gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!”. “Salió el muerto”, atestigua el Evangelista (cf. Jn 11, 38-43). El hecho suscita la fe en muchos de los presentes. Otros, por el contrario, van a los representantes del Sanedrín, para denunciar lo sucedido. Los sumos sacerdotes y los fariseos se quedan preocupados, piensan en una posible reacción del ocupante romano (“vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación”: cf. Jn 11, 45-48). Precisamente entonces se dirigen al Sanedrín las famosas palabras de Caifás: “Vosotros no sabéis nada; ¿no comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo y no que perezca todo el pueblo?”. Y el Evangelista anota: “No dijo esto de sí mismo, sino que, como era pontífice aquel año, profetizó”. ¿De qué profecía se trata? He aquí que Juan nos da la lectura cristiana de aquellas palabras, que son de una dimensión inmensa: “Jesús había de morir por el pueblo y no sólo por el pueblo, sino para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (cf. Jn11, 49-52).
8. Como se ve, la descripción joánica de la resurrección de Lázaro contiene también indicaciones esenciales referentes al significado salvífico de este milagro. Son indicaciones definitivas, precisamente porque entonces tomó el Sanedrín la decisión sobre la muerte de Jesús (cf. Jn 11, 53). Y será la muerte redentora “por el pueblo” y “para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos” para la salvación del mundo. Pero Jesús dijo ya que aquella muerte llegaría a ser también la victoria definitiva sobre la muerte. Con motivo de la resurrección de Lázaro, dijo a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Jn11, 25-26)
9. Al final de nuestra catequesis volvemos una vez más al texto de San Agustín: “Si consideramos ahora los hechos realizados por el Señor y Salvador nuestro, Jesucristo, vemos que los ojos de los ciegos, abiertos milagrosamente, fueron cerrados por la muerte, y los miembros de los paralíticos, liberados del maligno, fueron nuevamente inmovilizados por la muerte: todo lo que temporalmente fue sanado en el cuerpo mortal, al final, fue deshecho; pero el alma que creyó, pasó a la vida eterna. Con este enfermo, el Señor ha querido dar un gran signo al alma que habría creído, para cuya remisión de los pecados había venido, y para sanar sus debilidades Él se había humillado” (San Agustín, In Io. Ev. Tr., 17, 1).
Sí, todos los “milagros, prodigios y señales” de Cristo están en función de la revelación de Él como Mesías, de El como Hijo de Dios: de Él, que, solo, tiene el poder de liberar al hombre del pecado y de la muerte, de Él que verdaderamente es el Salvador del mundo.
3. Los milagros de Cristo como manifestación del amor salvífico
(Miércoles 9 de diciembre de 1987)
1. “Signos” de la omnipotencia divina y del poder salvífico del Hijo del hombre, los milagros de Cristo, narrados en los Evangelios, son también la revelación del amor de Dios hacia el hombre, particularmente hacia el hombre que sufre, que tiene necesidad, que implora la curación, el perdón, la piedad. Son, pues, “signos” del amor misericordioso proclamado en el Antiguo y Nuevo Testamento (cf. Encíclica Dives in misericordia). Especialmente, la lectura del Evangelio nos hace comprender y casi “sentir” que los milagros de Jesús tienen su fuente en el corazón amoroso y misericordioso de Dios que vive y vibra en su mismo corazón humano. Jesús los realiza para superar toda clase de mal existente en el mundo: el mal físico, el mal moral, es decir, el pecado, y, finalmente, a aquél que es “padre del pecado” en la historia del hombre: a Satanás.
Los milagros, por tanto, son “para el hombre”. Son obras de Jesús que, en armonía con la finalidad redentora de su misión, restablecen el bien allí donde se anida el mal, causa de desorden y desconcierto. Quienes los reciben, quienes los presencian se dan cuenta de este hecho, de tal modo que, según Marcos, “sobremanera se admiraban, diciendo: “Todo lo ha hecho bien; a los sordos hace oír y a los mudos hablar!” (Mc 7, 37)
2. Un estudio atento de los textos evangélicos nos revela que ningún otro motivo, a no ser el amor hacia el hombre, el amor misericordioso, puede explicar los “milagros y señales” del Hijo del hombre. En el Antiguo Testamento, Elías se sirve del “fuego del cielo” para confirmar su poder de Profeta y castigar la incredulidad (cf. 2 Re 1, 10). Cuando los Apóstoles Santiago y Juan intentan inducir a Jesús a que castigue con “fuego del cielo” a una aldea samaritana que les había negado hospitalidad, Él les prohibió decididamente que hicieran semejante petición. Precisa el Evangelista que, “volviéndose Jesús, los reprendió” (Lc 9, 55). (Muchos códices y la Vulgata añaden: “Vosotros no sabéis de qué espíritu sois. Porque el Hijo del hombre no ha venido a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas”). Ningún milagro ha sido realizado por Jesús para castigar a nadie, ni siquiera los que eran culpables.
3. Significativo a este respecto es el detalle relacionado con el arresto de Jesús en el huerto de Getsemaní. Pedro se había aprestado a defender al Maestro con la espada, e incluso “hirió a un siervo del pontífice, cortándole la oreja derecha. Este siervo se llamaba Malco” (Jn 18, 10). Pero Jesús le prohibió empuñar la espada. Es más, “tocando la oreja, lo curó” (Lc 22, 51). Es esto una confirmación de que Jesús no se sirve de la facultad de obrar milagros para su propia defensa. Y confía a los suyos que no pide al Padre que le mande “más de doce legiones de ángeles” (cf. Mt 26, 53) para que lo salven de las insidias de sus enemigos. Todo lo que El hace, también en la realización de los milagros, lo hace en estrecha unión con el Padre. Lo hace con motivo del reino de Dios y de la salvación del hombre. Lo hace por amor.
4. Por esto, y al comienzo de su misión mesiánica, rechaza todas las “propuestas” de milagros que el Tentador le presenta, comenzando por la del trueque de las piedras en pan (cf. Mt 4, 31). El poder de Mesías se le ha dado no para fines que busquen sólo el asombro o al servicio de la vanagloria. El que ha venido “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37), es más, el que es “la verdad” (cf. Jn 14, 6), obra siempre en conformidad absoluta con su misión salvífica. Todos sus “milagros y señales” expresan esta conformidad en el cuadro del “misterio mesiánico” del Dios que casi se ha escondido en la naturaleza de un Hijo del hombre, como muestran los Evangelios, especialmente el de Marcos. Si en los milagros hay casi siempre un relampagueo del poder divino, que los discípulos y la gente a veces logran aferrar, hasta el punto de reconocer y exaltar en Cristo al Hijo de Dios, de la misma manera se descubre en ellos la bondad, la sobriedad y la sencillez, que son las dotes más visibles del “Hijo del hombre”.
5. El mismo modo de realizar los milagros hace notar la gran sencillez, y se podría decir humildad, talante, delicadeza de trato de Jesús. Desde este punto de vista pensemos, por ejemplo, en las palabras que acompañan a la resurrección de la hija de Jairo: “La niña no ha muerto, duerme” (Mc 5, 39), como si quisiera “quitar importancia” al significado de lo que iba a realizar. Y, a continuación, añade: “Les recomendó mucho que nadie supiera aquello” (Mc 5, 43). Así hizo también en otros casos, por ejemplo, después de la curación de un sordomudo (Mc 7, 36), y tras la confesión de fe de Pedro (Mc 8, 29-30)
Para curar al sordomudo es significativo el hecho de que Jesús lo tomó “aparte, lejos de la turba”. Allí, “mirando al cielo, suspiró”. Este “suspiro” parece ser un signo de compasión y, al mismo tiempo, una oración. La palabra “efeta” (“¡ábrete!”) hace que se abran los oídos y se suelte “la lengua” del sordomudo (cf. 7, 33-35).
6. Si Jesús realiza en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para violar el carácter sagrado del día dedicado a Dios, sino para demostrar que este díasanto está marcado de modo particular por la acción salvífica de Dios. “Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también” (Jn5, 17). Y este obrar es para el bien del hombre; por consiguiente, no es contrario a la santidad del sábado, sino que más bien la pone de relieve: “El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado. Y el dueño el sábado es el Hijo del hombre” (Mc 2, 27-28).
7. Si se acepta la narración evangélica de los milagros de Jesús —y no hay motivos para no aceptarla, salvo el prejuicio contra lo sobrenatural—, no se puede poner en duda una lógica única, que une todos estos “signos” y los hace emanar de la economía salvífica de Dios: estas señales sirven para la revelación de su amor hacia nosotros, de ese amor misericordioso que con el bien vence al mal, cómo demuestra la misma presencia y acción de Jesucristo en el mundo. En cuanto que están insertos en esta economía, los “milagros y señales” son objeto de nuestra fe en el plan de salvación de Dios y en el misterio de la redención realizada por Cristo.
Como hecho, pertenecen a la historia evangélica, cuyos relatos son creíbles en la misma y aún en mayor medida que los contenidos en otras obras históricas. Está claro que el verdadero obstáculo para aceptarlos como datos, ya de historia ya de fe, radica en el prejuicio antisobrenatural al que nos hemos referido antes. Es el prejuicio de quien quisiera limitar el poder de Dios o restringirlo al orden natural de las cosas, casi como una auto-obligación de Dios a ceñirse a sus propias leyes. Pero esta concepción choca contra la más elemental idea filosófica y teológica de Dios, Ser infinito, subsistente y omnipotente, que no tiene límites, si no en el no-ser y, por tanto, en el absurdo.
Como conclusión de esta catequesis resulta espontáneo notar que esta infinitud en el ser y en el poder es también infinitud en el amor, como demuestran los milagros encuadrados en la economía de la Encarnación y en la Redención, “signos” del amor misericordioso por el que Dios ha enviado al mundo a su Hijo “para que todo el que crea en Él no perezca”, generoso con nosotros hasta la muerte. “Sic dilexit!” (Jn 3, 16)
Que a un amor tan grande no falte la respuesta generosa de nuestra gratitud, traducida en testimonio coherente de los hechos.
(NOTA: San Juan Pablo II trató el tema de “Los milagros de Jesús” en siete catequesis, desde el 11 de noviembre de 1987 hasta el 13 de enero de 1988)
R. P. Alfonso Torres, S. J.
Curación de la Suegra de Pedro
(Mc. 1, 29-35)
San Lucas puntualiza dos cosas contadas vagamente por San Marcos: la fiebre de la suegra de San Pedro, diciendo que ésta estaba cogida de una gran calentura, y lo que decían los demonios al salir de los endemoniados. Y salían, escribe, también de muchos los demonios gritando y diciendo: Tú eres el hijo de Dios (4, 38 y 41)
La escena es de una perfecta naturalidad. Simón y Andrés invitan al Señor a comer en casa de ellos, al salir de la sinagoga, y con él invitan a Juan y Santiago, como exigía la delicadeza una vez que los cuatro acompañaban a Jesús, como sus discípulos más íntimos. Al llegar a la casa, encuentran enferma a la suegra de Pedro. Como dice con precisión San Lucas, el médico, con lenguaje técnico, estaba cogida de una gran calentura. Los discípulos hablan al Señor, de la enferma, como dice San Marcos, y le rogaron por ella, como escribe con más precisión San Lucas. La doliente estaba sin duda en una de esas yacijas muy bajas que en Palestina solían ser el lecho de los pobres, si no es que estaba echada simplemente sobre una estera. Entró Jesús hasta donde estaba, se inclinó sobre ella, pues éste es el sentido de la frase original que nuestra versión traduce: y puéstose de pie cabe ella habló con imperio a la calentura, a la vez que tomaba de la mano a la enferma, y al punto dejó ésta la fiebre, como dice San Marcos. Levantándose la enferma, ella misma sirvió la comida a Jesús y a sus discípulos.
Apostillemos un tanto esta narración tan natural y transparente. Mal visto era de los maliciosos rabinos el que una mujer sirviera a la mesa donde comían los hombres; pero estas meticulosidades no regían en el ambiente sencillo de unos pobres galileos; sobre todo hubieran sido impertinentes después del milagro que hemos oído. ¿Qué rabino hubiera podido impedir que la suegra de Pedro sirviera al Señor al acabar de recibir la salud de sus divinas manos? Servirle era para ella honor, gozo y expresión de gratitud y amor.
En cambio, ¡con cuánto gusto cumpliría aquella mujer la recomendación rabínica de festejar el sábado con una comida más espléndida que la ordinaria! La comida debió de ser de una cordialidad expansiva ó de ser de una cordialidad expansiva de un contento sereno y desbordante.
[…] Mucho más útil para nosotros será aplicar aquí la conocida doctrina de S. Agustín cuando aconseja que al considerar los milagros del Señor no nos encerremos en los límites de la historia, sino que veamos el valor simbólico de los mismos. Los analfabetos, al ver un códice, admiran el dibujo de las letras; pero no saben leerlo. Algo parecido acaece, seguía el santo doctor, a quien no saben acerca de los milagros más que la historia de los mismos. Dios, así, como nos habla con palabras, nos hablaba también con hechos, con sus obras y especialmente con sus prodigios. Este lenguaje misterioso no lo entienden los hombres sin fe, ni los idólatras de ciertos métodos científicos; pero lo entendieron e interpretaron para nuestro provecho los Santos Padres, con sabiduría celestial.
Así, por ejemplo, San Ambrosio, hablando del milagro que comentamos, escribe que si lo miramos más profundamente, –Si altioriconsilioistaperpedamus– debemos entenderlo de las salud del alma y del cuerpo, animidebemusintelligere et corporissanitatem… Otra fiebre hay más perniciosa que la corporal, y es la del amor desordenado; necminoremfebrimamoris ese diceremquamcaloris. Y Jesús quiso enseñarnos que si curaba la fiebre corporal, mucho más deseaba curar la espiritual. Fiebre perniciosísima es la avaricia, fiebre es la ira, fiebre es la sensualidad. Vino el Redentor a la tierra para curarnos de estas fiebres, y si acudimos a El, rogándole con humildad, como le rogaron por la suegra de Pedro, venceremos la enfermedad y seremos sanos. Lo verdaderamente doloroso es que los delirios de la fiebre alucinen a tantas almas enfermas y les impidan conocer al médico divino y acudir a El con humildad propia del enfermo que reconoce su mal y desea recuperar la salud. ¡Cuántos son los que con insensata soberbia cierran los ojos a la fiebre que los devora, para seguir satisfaciendo sus malas concupiscencias! ¡Cuántos que se resuelven airados contra quienes intentan hacerles las caridad de indicarles la calentura que les abrasa!
Nunca agradeceremos bastante a nuestro divino Redentor la misericordia infinita con que se digna apagar los ardores enfermizos que tantas veces se encienden en nuestras almas. No rehuyamos su acción divina, sino más bien acudamos a El, sin temor de importunarle, como acudieron en tropel los enfermos y endemoniados de Cafarnaúm.
Alfonso Torres, SJ, Lecciones Sacras. Lección XXII. Madrid, 1977, pag. 538- 541
San Jerónimo
Jesús, el médico divino
Luego, saliendo de la sinagoga, vinieron a casa de Simón y Andrés con Santiago y Juan[1]. Había instruido el Señor a su cuadriga[2] y era ensalzado por encima de los querubines. Y entra en la casa de Pedro. Digna era su alma para recibir a un huésped tan grande. «Vinieron—dice el Evangelio—a casa de Simón y Andrés».
La suegra de Simón estaba acostada con fiebre[3]. ¡Ojalá venga y entre el Señor en nuestra casa y con un mandato suyo cure las fiebres de nuestros pecados! Porque todos nosotros tenemos fiebre. Tengo fiebre, por ejemplo, cuando me dejo llevar por la ira. Existen tantas fiebres como vicios. Por ello, pidamos a los apóstoles que intercedan ante Jesús, para que venga a nosotros y nos tome de la mano, pues si él toma nuestra mano, la fiebre huye al instante. Él es un médico egregio, el verdadero protomédico. Médico fue Moisés, médico Isaías, médicos todos los santos, mas éste es el protomédico. Sabe tocar sabiamente las venas y escrutar los secretos de las enfermedades. No toca el oído, no toca la frente, no toca ninguna otra parte del cuerpo, sino la mano. Tenía la fiebre, porque no poseía obras buenas. En primer lugar, por tanto, hay que sanar las obras[4], y luego quitar la fiebre. No puede huir la fiebre, si no son sanadas las obras. Cuando nuestra mano posee obras malas, yacemos en el lecho, sin podernos levantar, sin poder andar, pues estamos sumidos totalmente en la enfermedad.
Y acercándose[5] a aquella, que estaba enferma… Ella misma no pudo levantarse, pues yacía en el lecho, y no pudo, por tanto, salirle al encuentro al que venía. Más, este médico misericordioso acude él mismo junto al lecho; el que había llevado sobre sus hombros a la ovejita enferma, él mismo va junto al lecho. «Y acercándose… » Encima se acerca, y lo hace además para curarla. «Y acercándose… » Fíjate en lo que dice. Es como decir: hubieras debido salirme al encuentro, llegarte a la puerta, y recibirme, para que tu salud no fuera sólo obra de mi misericordia, sino también de tu voluntad. Pero, ya que te encuentras oprimida por la magnitud de las fiebres y no puedes levantarte, yo mismo vengo. Y acercándose, la levantó. Ya que ella misma no podía levantarse, es tomada por el Señor. Y la levantó, tomándola de la mano[6]. La tomó precisamente de la mano. También Pedro, cuando peligraba en el mar y se hundía, fue cogido de la mano y levantado. «Y la levantó tomándola de la mano». Con su mano tomó el Señor la mano de ella. ¡Oh feliz amistad, oh hermosa caricia! La levantó tomándola de la mano: con su mano sanó la mano de ella. Cogió su mano como un médico, le tomó el pulso, comprobó la magnitud de las fiebres, él mismo, que es médico y medicina al mismo tiempo. La toca Jesús y huye la fiebre. Que toque también nuestra mano, para que sean purificadas nuestras obras, que entre en nuestra casa: levantémonos por fin del lecho, no permanezcamos tumbados. Está Jesús de pie ante nuestro lecho, ¿y nosotros yacemos? Levantémonos y estemos de pie: es para nosotros una vergüenza que estemos acostados ante Jesús.
Alguien podrá decir: ¿dónde está Jesús? Jesús está ahora aquí. «En medio de vosotros—dice el Evangelio—está uno a quien no conocéis»[7]. «El reino de Dios está entre vosotros»[8]. Creamos y veamos que Jesús está presente. Si no podemos tocar su mano, postrémonos a sus pies. Si no podemos llegar a su cabeza, al menos lavemos sus pies con nuestras lágrimas. Nuestra penitencia es ungüento del Salvador. Mira cuán grande es su misericordia. Nuestros pecados huelen, son podredumbre y, sin embargo, si hacemos penitencia por los pecados, si los lloramos, nuestros pútridos pecados se convierten en ungüento del Señor. Pidamos, por tanto, al Señor que nos tome de la mano.
Y al instante—dice—la fiebre la dejó[9]. Apenas la toma de la mano, huye la fiebre. Fijaos en lo que sigue. «Al instante la fiebre la dejó». Ten esperanza, pecador, con tal de que te levantes del lecho. Esto mismo ocurrió con el santo David, que había pecado, yaciendo en la cama con Betsabé, la mujer de Urías el hitita[10] y sintiendo la fiebre del adulterio, después que el Señor le sanó, después que había dicho: «Ten piedad de mí, oh Dios por tu gran misericordia»[11], así como: «Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí»[12]. «Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios mío… »[13] Pues él había derramado la sangre de Urías, al haber ordenado derramarla. «Líbrame, dice, de la sangre, oh Dios, Dios mío, y un espíritu firme renueva dentro de mí»[14]. Fíjate en lo que dice: «renueva». Porque en el tiempo en que cometí el adulterio y perpetré el adulterio y perpetré el homicidio, el Espíritu Santo envejeció en mí. ¿Y qué más dice? «Lávame y quedaré más blanco que la nieve»[15]. Porque me has lavado con mis lágrimas. Mis lágrimas y mi penitencia han sido para mí como el bautismo. Fijaos, por tanto, de penitente en qué se convierte. Hizo penitencia y lloró, por ello fue purificado. ¿Qué sigue inmediatamente después? «Enseñaré a los inicuos tus caminos y los pecadores volverán a ti»”. De penitente se convirtió en maestro.
¿Por qué dije todo esto? Porque aquí está escrito: Y al instante la fiebre la dejó y se puso a servirles[16]. No basta con que la fiebre la dejase, sino que se levanta para el servicio de Cristo. «Y se puso a servirles». Les servía con los pies, con las manos, corría de un sitio a otro, veneraba al que le había curado. Sirvamos también nosotros a Jesús. Él acoge con gusto nuestro servicio, aunque tengamos las manos manchadas: él se digna mirar lo que sanó, porque él mismo lo sanó. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
(SAN JERÓNIMO, Comentario al Evangelio de San Marcos)
[1] Mc 1, 29
[2] La expresión se refiere a los cuatro primeros apóstoles.
[3] Mc 1, 30
[4] La mano para San Jerónimo, así como para San Ambrosio, es símbolo de la actividad, es decir, de las obras.
[5] Mc 1, 31
[6] Ibíd.
[7] Jn 1, 26
[8] Lc 17, 21
[9] Mc 1, 31
[10] 2 S 11, 2-5
[11] Sal 50, 3
[12] Sal 50, 6
[13] Sal 50, 16
[14] Sal 50, 12
[15] Sal 50, 9
[16] Mc 1, 31
Guion V Domingo Tiempo Ordinario
4 de febrero de 2024 – CICLO B
Entrada:
Jesús de Nazareth, pasó haciendo el bien. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del alma. Pidamos en esta Santa Misa la gracia de comprender la Misión que le ha sido confiada a Cristo como Salvador del mundo, y ser junto a El, capaces de socorrer a nuestro prójimo compadeciéndonos especialmente con los que más sufren.
Primera Lectura
Job suplica a Dios por su alma que sufre y es presa de la inquietud.
Segunda Lectura
Pablo, por amor al mensaje de Salud quiso compartir los gozos y sufrimientos de sus contemporáneos a fin de ganarlos para Cristo.
Evangelio
San Marcos nos muestra a Cristo curando a muchos enfermos que sufrían diversos males.
Preces:
Oremos al Padre de quien desciende todo don perfecto, pidiendo por las necesidades de la Iglesia y de todo el mundo.
A cada invocación respondemos:
- Te pedimos Señor por las intenciones del Santo Padre, especialmente las que se refieren a este mes de febrero: Para que todos los pueblos tengan pleno acceso a los recursos necesarios para su sustento cotidiano. Oremos.
- Sostén el esfuerzo de los trabajadores de la salud en el servicio a los enfermos y ancianos de las regiones más pobres. Oremos.
- Ten compasión de todos los que mueren víctimas de la violencia y de la guerra y otorga al mundo la paz. Oremos.
- Protege a todos los miembros de Nuestra Familia Religiosa, tanto laicos como religiosos y concédeles a sus actividades copiosos frutos. Oremos.
- Bendice a las familias de nuestra Patria y defiéndelas de todo mal, concede a padres e hijos poder vivir el Evangelio y que aprendan del mismo a ser solidarios con los que más lo necesitan. Oremos.
Escucha, Padre, nuestra oración y protege a tu Iglesia que confía en tu bondadosa providencia. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Ofrendas:
Al infinito amor de Dios entregamos nuestras vidas, nuestras alegrías y dolores; y junto a este ofrecimiento presentamos:
* Alimentos, para que los más necesitados experimenten la providencia con que Dios los cuida.
* Pan y vino, para que sean transformados en Cristo, Pan vivo para alimento de nuestras almas.
Comunión:
“El Pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”
Salida:
La Santísima Virgen, Madre de misericordia, es bálsamo para nuestras dolencias, reconfortados por Ella caminemos juntos hacia la Patria definitiva.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
Cristo nos da su medicina
Está uno enfermo. Desea para su salud una medicina que no tiene. No sólo desea, sino que por todas partes la procura. Y sucedió que por entonces un íntimo y muy querido amigo suyo cae con otra enfermedad mucho más grave que la suya que necesita precisamente la misma medicina para curarse. El amigo entonces se olvida de su propia enfermedad, se olvida de desear y buscar con ansia lo que para sí mismo necesitara. Mientras la anda buscando no piensa en su provecho, sino que no tiene más deseo que encontrar aquello para su amigo, y después que la halla se goza con el pensamiento de que aliviará con ella la necesidad de su amigo.
Pues bien hermanos, Cristo es así con nosotros, prefirió él sufrir la enfermedad del pecado, y a nosotros, sus amigos, nos dio la medicina de su Gracia con su Pasión, Muerte y Resurrección.
(ROMERO, F.,Recursos oratorios,Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 188)