PRIMERA LECTURA
El justo vivirá por su fidelidad
Lectura de la profecía de Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4
¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio
sin que Tú escuches,
clamaré hacia ti: «¡Violencia»,
sin que Tú salves?
¿Por qué me haces ver la iniquidad
y te quedas mirando la opresión?
No veo más que saqueo y violencia,
hay contiendas y aumenta la discordia.
El Señor me respondió y dijo:
Escribe la visión,
grábala sobre unas tablas
para que se la pueda leer de corrido.
Porque la visión aguarda el momento fijado,
ansía llegar a término y no fallará;
si parece que se demora, espérala,
porque vendrá seguramente, y no tardará.
El que no tiene el alma recta, sucumbirá,
pero el justo vivirá por su fidelidad.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial 94. 1-2. 6-9
R. ¡Ojalá hoy escuchen la voz del Señor!
¡Vengan, cantemos con júbilo al Señor,
aclamemos a la Roca que nos salva!
¡Lleguemos hasta Él dándole gracias,
aclamemos con música al Señor! R.
¡Entren, inclinémonos para adorarlo!
¡Doblemos la rodilla ante el Señor que nos creó!
Porque Él es nuestro Dios,
y nosotros, el pueblo que El apacienta,
las ovejas conducidas por su mano. R.
Ojalá hoy escuchen la voz del Señor:
«No endurezcan su corazón como en Meribá,
como en el día de Masá, en el desierto,
cuando sus padres me tentaron y provocaron,
aunque habían visto mis obras». R.
SEGUNDA LECTURA
No te avergüences del testimonio de nuestro Señor
Lectura de la segunda carta del Apóstol san Pablo a Timoteo 1, 6-8. 13-14
Querido hijo:
Te recomiendo que reavives el don de Dios que has recibido por la imposición de mis manos. Porque el Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad.
No te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni tampoco de mí, que soy su prisionero. Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos que es necesario padecer por el Evangelio, animado con la fortaleza de Dios.
Toma como norma las saludables lecciones de fe y de amor a Cristo Jesús que has escuchado de mí. Conserva lo que se te ha confiado, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros.
Palabra de Dios.
Aleluia 1Ped 1, 25
Aleluia.
La palabra del Señor permanece para siempre.
Ésta es la palabra que les ha sido anunciada: el Evangelio.
Aleluia.
EVANGELIO
Si tuvieras fe
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 17, 3-10
Dijo el Señor a sus discípulos: «Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces al día contra ti, y otras tantas vuelve a ti, diciendo: “Me arrepiento”, perdónalo».
Los Apóstoles dijeron al Señor: «Auméntanos la fe». Él respondió: «Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, ella les obedecería.
Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando éste regresa del campo, ¿acaso le dirá: “Ven pronto y siéntate a la mesa”? ¿No le dirá más bien: “Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después”? ¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó?
Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: “Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber”».
Palabra del Señor.
Alois Stöger>
Tres indicaciones para los discípulos
3b Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente perdónalo. 4 Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces vuelve hacia ti para decirte: Me arrepiento, lo has de perdonar.
¿Cómo se ha de restablecer y mantener la paz? Los discípulos son una comunidad de hermanos. Si tu hermano peca… Hermanos se llamaban los compatriotas y correligionarios judíos; este título pasó a los cristianos. Deben proceder como hermanos que tienen solicitud por la santificación de los hermanos. La comunidad fraterna de los discípulos no es una comunidad de santos exenta de faltas. Cuando peca el hermano, cuando peca contra el hermano, éste no debe permanecer impasible; se trata, en efecto, de la salvación del hermano. Lo primero que hay que hacer es reprenderlo. El que lo deja obrar a su talante sin preocuparse de su pecado, se hace culpable: «No odies en tu corazón a tu hermano, pero repréndelo para no cargarte tú por él con un pecado» (Lev_19:17). La palabra de amonestación inducirá al hermano a corregirse. Si éste reconoce su culpa y se convierte, entonces debe el hermano perdonar al hermano.
La comunidad de los discípulos se santifica cuando un hermano perdona al otro, le perdona una y otra vez a pesar de las recaídas, siete veces al día, siempre que haga falta, sin límite alguno. Si el discípulo perdona a su hermano, también Dios le perdonará a él su propia culpa (Lev_11:4). Con la solicitud de todos por la salvación del hermano y con el perdón de todas las ofensas personales y de todos los agravios experimentados viene a ser el pueblo de Dios un pueblo santo. También aquí, como en el caso del perdón de Dios, el arrepentimiento y conversión es la base de todo.
d) Bienaventurado el pobre (/Lc/17/05-10)
5 Los apóstoles dijeron al Señor: Auméntanos la fe. 6 Respondió el Señor: Si tenéis una fe del tamaño de un granito de mostaza, podéis decir a este sicómoro: Desarráigate y plántate en el mar, y os obedecerá.
¿Quién puede cumplir las exigencias radicales de Jesús? ¿Su exposición y superación de la ley? ¿La decisión radical en favor de Dios contra el asalto del Mamón? Una vez que Jesús, en otra ocasión, expuso sus exigencias radicales, dijeron sus oyentes: «¿y quién podrá salvarse?» Pero él explicó que lo que es imposible al hombre es posible a Dios (Lev_18:26). Ahora hablan los apóstoles. Han comprendido que a su fe hay que añadirle fe si han de cumplir lo que exige Jesús. Aguardan de Jesús la fuerza de cumplir lo que él les pide. Jesús anuncia la salvación y también sus condiciones, y da la fuerza para cumplirlas. él es poderoso en obras y en palabras.
El don salvífico fundamental es la fe. Con la fe se domina lo más difícil; a la fe se ha prometido la salvación. El grano de mostaza es la más pequeña de todas las semillas (Mar_4:31). apenas tan grande como una cabeza de alfiler.
La fuerza de las raíces del sicómoro negro es tan grande que este árbol puede estar en pie en la tierra 600 años, pese a todas las inclemencias del tiempo. sin embargo, una sola palabra proferida con el mínimo de verdadera confianza en Dios podría hacer que tal árbol se arrancara y se transplantara al mar. Por mar se entiende aquí el lago de Genesaret. Dios da fuerza divina para cumplir los imperativos de Jesús, si el que sigue a Jesús cree que con él se ha inaugurado el tiempo de salvación y si pone toda su confianza en lo que él anuncia. Jesús anuncia el reino misericordioso de Dios.
Quien reconoce su propia pobreza e incapacidad mediante una confianza sin límites en la obra salvífica de Dios por Jesús, alcanza algo sobrehumano, la nueva vida. En él se glorifica Dios. Lázaro, el pobre mendigo que, con su nombre, anuncia la misericordia de Dios, descansa en el seno de Abraham. La fe da participación en la poderosa vida de Dios la cual no tiene límites. Si el discípulo ha de perdonar siete veces al días, esto es efecto de la infinita misericordia de su amor que perdona, representado por las parábolas relativas al amor de Dios, a los pecadores.
7 ¿Quién de vosotros que tenga un criado arando o guardando el ganado, le dirá al llegar éste del campo: Anda, ponte en seguida a la mesa, 8 y no le dirá más bien: Prepárame de cenar, y disponte a servirme hasta que yo coma y beba; que luego comerás y beberás tú? 9 ¿Acaso tiene que dar las gracias al criado, por haber hecho éste lo que se le mandó?
Al igual que este labrador procederían todos aquellos de los que habla Jesús. El criado trabaja en el campo, contratado por un año. Por ello tiene el labrador derecho a toda su capacidad de trabajo. El criado tiene que arar, cuidar del ganado y desempeñar en la casa todos los servicios, ocuparse de la cocina y de la mesa. Las exigencias del labrador, que por cierto es de los pequeños -sólo tiene un criado para todas las labores-, son irritantes. El criado ha trabajado en el campo, mientras el labrador se estaba en casa; el criado vuelve a casa fatigado, y el labrador está a la mesa y se deja servir por él; el criado tiene hambre tras una jornada de trabajo, pero tiene que aguardar hasta que haya comido su amo. El labrador no le da las gracias; hace sencillamente valer sus derechos. En efecto, el criado es eso, criado, y tiene que hacer lo que se le mande. Jesús no se pronuncia sobre esta situación social, irritante para nuestro modo de sentir; la toma sencillamente como imagen para una parábola.
10 Pues igualmente vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: Siervos inútiles somos; hemos hecho lo que teníamos que hacer.
La parábola no trata de ofrecer un retrato de Dios, sino únicamente hablar de la actitud del hombre ante Dios. El servicio de Dios es un servicio de criados. Dios da el encargo, el hombre tiene que cumplirlo. El deber pesa sobre el hombre como la responsabilidad civil sobre el deudor. Dios no le debe nada, él lo debe todo a Dios. él no tiene exigencias que formular a Dios; Dios no le debe la menor recompensa, ni siquiera gratitud. Incluso si el criado ha hecho todo lo que se le había encargado, no ha hecho sino cumplir su deber. El criado es, en efecto, eso, criado, pobre criado, que no sirve para otra cosa sino para ser su criado, simple criado y nada más. El discurso profético de Jesús sostiene sin miramientos los derechos de Dios, aunque se ve rebajado casi hasta la nada aquel a quien afectan estos derechos. Así, el hombre viene a ser precisamente libre, vaciándose y dilatándose, para que Dios le otorgue los bienes del reino. Bienaventurados los pobres, pues de ellos es el reino de Dios.
Los doctores de la ley entre los fariseos conciben la relación entre Dios y el hombre como una relación contractual: yo doy para que tú des, prestación por prestación. Si se cumple la ley, si se hace lo que Dios tiene encargado, entonces debe Dios recompensa. La parábola de Jesús descarta tal mentalidad. Dios no debe nada, ni siquiera las gracias. El hombre no es sino un simple criado. En Lucas va dirigida la parábola a los apóstoles. Lo han dejado todo y han seguido a Jesús (5,11), han cumplido con sus exigencias radicales. ¿Pueden hacer valer su prestación? ¿Pueden invocar derechos ante Dios? Según san Mateo, san Pedro dirige a Jesús la pregunta: «Mira: nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué habrá, pues, para nosotros?» (Mat_19:27). Pedro aguarda su recompensa. Este pensar en la recompensa se descarta mediante la parábola de los trabajadores de la viña (Mat_20:1-16). La recompensa de Dios no corresponde a la prestación del hombre. Lo que nosotros llamamos recompensa es don de la bondad divina. Lucas cierra su composición relativa a las exigencias radicales de Jesús con esta parábola del pobre criado. Los apóstoles que lo han dejado todo sólo pueden decir: Sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer. Son criados de Dios que erige su reino, otorga su misericordia proclamándola, hace visible por ellos su magnificencia. En este servicio no pasan ellos nunca de ser simples criados, que sólo hacen aquello a que están obligados. Pablo escribe: «Anunciar el Evangelio no es para mí motivo de gloria; es necesidad que pesa sobre mí. ¡Y ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co_9:16). El cristiano que cree haberlo hecho todo, no tiene derecho a formular exigencias a Dios. La actitud que pinta Jesús conserva la paz en la comunidad, pese a todas las diferencias entre las personas (Rom_15:1-2).
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
Xavier Leon – Dufour
Fe
Para la Biblia es la fe la fuente de toda la vida religiosa. Al designio que realiza Dios en el tiempo, debe el hombre responder con la fe. Siguiendo las huellas de Abraham, “padre de todos los creyentes” (Rom 4, 11), los personajes ejemplares del AT vivieron y murieron en la fe (Heb 11), que Jesús “lleva a su perfección” (Heb 12,2). Los discípulos de Cristo son “los que han creído” (Act 2,44) y “que creen” (lTes 1,7).
La variedad del vocabulario hebreo de la fe refleja la complejidad de la actitud personal del creyente. Dos raíces dominan sin embargo : aman (cf. *amen) evoca la solidez y la seguridad; hatah, la seguridad y la *confianza. El vocabulario griego es todavía más diverso. La religión griega, en efecto, no dejaba prácticamente lugar para la fe ; los LXX, que no disponían por tanto de palabras apropiadas para reproducir el hebreo, procedieron a tientas. A la raíz hatah corresponden sobre todo: elpis, elpizo, pepoitha (Vulg.: spes, sperare, confido); a la raíz aman: pistis, pisteuo, aletheia (Vulg.: fides, credere, veritas). En el NT las últimas palabras griegas, relativas a la esfera del conocimiento, resultan netamente predominantes. El estudio del vocabulario revela ya que la fe según la Biblia tiene dos polos: la confianza que se dirige a una persona “fiel” y reclama al hombre entero; y por otra parte un proceso de la inteligencia, a la que una palabra o signos sirven para acercarse a realidades que no se ven (Heb 11,1).
Abraham, padre de los creyentes. Yahveh llama a *Abraham, cuyo padre “servía a otros dioses” en Caldea (los 24,2; cf. Jdt 5,6ss), y le promete una tierra y una descendencia numerosa (Gén 12,1s). Contra toda verosimilitud (Rom 4,19), Abraham “cree en Dios” (Gén 15,6) y en su palabra, obedece a esta *vocación y pone toda su existencia en función de esta *promesa. El día de la *prueba su fe será capaz de sacrificar al hijo, en el que se está realizando ya la promesa (Gén 22); en efecto, para ella la *palabra de Dios es todavía más verdadera que sus frutos: Dios es *fiel (cf. Heb 11,11) y todo *poderoso (Rom 4,21).
Abraham es desde ahora el tipo mismo del creyente (Eclo 44,20). Es el precursor de los que descubrirán al verdadero Dios (Sal 47,10; cf. Gál 3,8) o a su Hijo (Jn 8,31-41.56), a los que para su salud se remitirán únicamente a Dios y a su palabra (1Mac 2,52-64; Heb 11,8-19). Un día se cumplirá la promesa en la resurrección de Jesús, descendencia de Abraham (Gál 3,16; Rom 4,18-25). Abraham será entonces el “padre de una multitud de pueblos” (Rom 4, 17s; Gén 17,5): todos los que en la fe se unirán con Jesús.
AT. La fe de Israel tiene por objeto primero un acontecimiento : la liberación de Egipto, y se expresa en una serie de fórmulas. Con ocasión de las grandes fiestas del año, el israelita recuerda su Credo (Dt 26,5-10) y lo transmite a sus hijos (Ex 12, 26; 13,8; Dt 6,20). Israel no cree más que en su Dios : su historia es la de las vicisitudes y del desarrollo de su fe.
I. LA FE, EXIGENCIA DE LA ALIANZA. El Dios de Abraham *visita en Egipto a su infortunado pueblo (Éx 3, 16). Llama a Moisés, se le revela y le promete “estar con él” para llevar a Israel a su *tierra (Ex 3,1-15). Moisés, “como si viera lo invisible”, responde a este gesto divino con una fe que “se mantendrá firme” (Heb 11, 23-29) pese a eventuales flaquezas (Núm 20,1-12; Sal 106,32s). Como *mediador comunica al pueblo el designio de Dios, mientras que sus *milagros indican el origen de su *misión. Israel es así llamado a “creer en Dios y en Moisés, su servidor” (E 14,31; Heb 11 19) con absoluta confianza (Núm 14,11; Éx 19,9).
La *alianza consagra esta implicación de Dios en la historia de Israel. En cambio, pide a Israel que *obedezca a la *palabra de Dios (Éx 19,3-9). Ahora bien, “*escuchar a Yahveh” es ante todo “creer en él” (Dt 9,23; Sal 106,24s); la alianza exige, pues, la fe (cf. Sal 78,37). La vida y la muerte de Israel de-penderán en adelante de su libre *fidelidad (Dt 30,15-20; 28; Heb 11,33) en mantener el amén de la fe (cf. Dt 27,9-26) que ha hecho de él el *pueblo de Dios. A pesar de las innumerables infidelidades de que está entretejida la historia de la travesía del desierto, de la conquista de la tierra prometida y del estable-cimiento en Canaán, esta epopeya pudo resumirse así: “Por la fe cayeron las murallas de Jericó… y me falta tiempo para hablar de Gedeón, Baraq, Sansón, Jefté, David” (Heb 11,30ss).
Según las promesas de la alianza (Dt 7,17-24; 31,3-8), la omnipotente fidelidad de Yahveh se había manifestado siempre al servicio de Israel, cuando Israel había tenido fe en ella. Así pues, proclamar estas maravillas del pasado como la gesta del Dios invisible era para Israel *confesar su fe (Dt 26,5-9; cf. Sal 78; 105) conservando la *memoria del amor de Yahveh (Sal 136).
II. LOS PROFETAS DE LA FE DE ISRAEL EN PELIGRO. Las dificultades de la existencia de Israel hasta su ruina fueron una dura *tentación para su fe. Los profetas denunciaron la *idolatría (Os 2,7-15; Jer 2,5-13) que suprimía la fe en Yahveh, el formalismo cultual (Am 5,21; Jer 7,22s) que limitaba mortalmente sus exigencias, la prosecución de la salud por la fuerza de las armas (Os 1,7; Is 31,1ss).
Isaías fue el más señalado de estos heraldos de la fe (Is 30,15). Llama a Ajaz del *temor a la *confianza tranquila en Yahveh (7,4-9; 8,5-8) que mantendrá sus promesas a la casa de David (2Sa 7; Sal 89,21-38). Inspira a Ezequías la fe que permitirá a Yahveh salvar a Jerusalén (2Re 18-20). Por la fe descubre él la paradójica *sabiduría de Dios (Is 19,11-15; 29,13-30,6; cf. 1Cor 1,19s).
La fe de Israel estuvo especialmente amenazada en la ocasión de la toma de Jerusalén y del *exilio. Israel, “miserable y pobre” (Is 41, 17), corría peligro de atribuir su suerte a la impotencia de Yahveh y de volverse hacia los dioses de Babilonia victoriosa. Los profetas proclaman entonces la omnipotencia del Dios de Israel (Jer 32,27; Ez 37,14), creador del mundo (Is 40,28s; cf. Gén 1), señor de la historia (Is 41, 1-7; 44,24s), *roca de su pueblo (44,8; 50,10). Los *ídolos no son nada (44,9-20). “No hay dios fuera de Yahveh” (44,6ss; 43,8-12; cf. Sal 115,7-11): pese a todas las apariencias, merece siempre una confianza total (Is 40,31; 49,23).
III. Los PROFETAS Y LA FE DEL ISRAEL FUTURO. En conjunto, Israel no escuchó el llamamiento lanzado por los profetas (Jer 29,19). Para oirlo hubiera debido primero creer en los profetas (Tob 14,4), como en otro tiempo en Moisés (Ex 14,31). Pero también le hablaban falsos profetas (Jer 28,15; 29,31): ¿cómo discernir los verdaderos de los falsos (23,9-32; Dt 13,2-6; 18,9-22)? Sin embargo, la verdadera dificultad se hallaba en la fe misma, por razón de su contenido, de su objeto, de sus exigencias.
1. La fe personal de los profetas. En primer lugar en los *profetas mismos se transmite la autenticidad de la fe. El fracaso de su predicación los forzaba a renovar su fe en la *vocación y en la *misión recibidas de Dios (cf. Heb 11,33-40). A veces se mantenía inquebrantable desde los orígenes (Is 6; ‘8.17; 12,2; 30,18); a veces vacilaba antes de afirmarse frente a un llamamiento exigente (Jer 1) o era probada por una aparente ausencia de Dios (1Re 19; Jer 15,10-21; 20,7-18), antes de llegar a una tranquila firmeza (Jer 26; 37-38). Esta fe irradiaba en un grupo más o menos amplio de *discípulos (Is 8,16; Jer 45), que constituía por adelantado el resto prometido.
2. La fe del pueblo venidero. El fracaso del llamamiento a arrastrar a Israel entero por el camino de la fe induce a los profetas a profundizar las promesas del Dios fiel y a aguardar en el futuro la fe perfecta. El Israel futuro será reunido por la fe en la *piedra misteriosa de Sión (Is 28,16; cf. lPe 2,6s); el *resto de Israel será un pueblo de *pobres a los que reúne su *confianza en Dios (Miq 5,6s; Sof 3,12-18). En efecto, sólo “el justo vivirá, por su fidelidad (LXX = su fe)” (Hab 2,4); la salvación es para los que superan la *prueba (Mal 3,13-16). En estas visiones del futuro la fe se llama *conocimiento (Jer 31,33s), y supone que Dios ha renovado definitivamente los *corazones (32,39s; Ez 36, 26) haciéndolos perfectamente *obedientes (36,27). Supone finalmente el sacrificio del *siervo de Yahveh: en una prueba que va hasta la muerte (Is 50,6; 53), la fe “endurece su rostro” en una confianza absoluta en Dios (50,7ss; cf. Lc 9,51), que el porvenir justificará plenamente (Is 53,I4ss; cf. Sal 22).
Ahora bien, el pueblo venidero no comprende solamente al Israel histórico, sino que se extiende incluso a las *naciones. La *misión del siervo las alcanza efectivamente (Is 42, 4; 49,6). El Israel futuro, pueblo de la fe, se abre a todos los que reconocen al Dios único (43,10), lo *confiesan (45,14; 52,15s; cf. Rom 10, 16) y cuentan con su poder para ser salvos (Is 51,5s).
IV. HACIA LA REUNIÓN DE LOS CREYENTES. En los siglos que siguen al exilio la comunidad judía tiende a configurarse al Israel futuro anunciado por los profetas, aunque sin llegar a vivir en una verdadera “asamblea de creyentes” (lMac 3,13).
- La fe de los sabios, de los pobres y de los mártires. Como los profetas, también los sabios de Israel sabían hacía tiempo que para ser “salvos” sólo podían contar con Yahveh (Prov 20,22). Cuando toda salvación resulta inaccesible en el plano visible, la *sabiduría requiere una confianza total en Dios (Job 19,25s), con una fe que sabe que Dios es siempre omnipotente (Job 42,2). En esto están los sabios muy cerca de los *pobres que cantaron su confianza en los salmos.
El salterio entero proclama la fe de Israel en Yahveh, Dios único (Sal 18,32; 115), creador (8; 104) todo-poderoso (29), señor fiel (89) y misericordioso (136) para con su pueblo (105), rey universal del futuro (47; 96-99). No pocos salmos expresan la confianza de Israel en Yahveh (44; 74; 125). Pero los más altos testimonios de fe son *oraciones, en las que la fe de Israel se expansiona en una confianza individual de rara calidad. Fe del justo perseguido, en Dios que lo salvará tarde o temprano (7; 11; 27; 31; 62); confianza del pecador en la misericordia de Dios (40, 13-18; 51; 130); seguridad apacible en Dios (4; 23; 121; 131) más fuerte que la muerte (16; 49; 73): tal es la oración de los pobres, reunidos por la certeza de que por encima de toda prueba (22) les reserva Dios la buena nueva (Is 61,1 ; cf. Lc 4,18) y la posesión de la tierra (Sal 37,11; cf. Mt 5,4).
Por primera vez sin duda en su historia (cf. Dan 3) se enfrenta Israel después del exilio con una sangrienta *persecución religiosa (IMac 1,62ss; 2,29-38; cf. Heb 11,37s). Los *mártires mueren no sólo a pesar de su fe, sino por causa de la misma. Sin embargo, la fe de los mártires no flaquea al afrontar esta suprema ausencia de Dios (IMac 1,62); incluso se profundiza hasta esperar, por la fidelidad de Dios, la *resurrección (2Mac 7; Dan 12,2s) y la inmortalidad (Sab 2,19s; 3,1-9). Así la fe personal, afirmándose cada vez más, reúne poco a poco el *resto, beneficiario de las promesas (Rom 11,5).
2. La fe de los paganos convertidos. Por la misma época pasa por Israel una corriente misionera. Como en otro tiempo Naamán (2Re 5), no pocos paganos creen en el Dios de Abraham (cf. Sal 47,10). Entonces se escribe la historia de los ninivitas, a los que la predicación de un solo profeta, para vergüenza de Israel, induce a “creer en Dios” (Ion 3,4s; cf. Mt 12(41); la de la conversión de Nabucodonosor (Dan 3-4) o de Ajior, que “cree y entra en la casa de Israel” (Jdt 14,10; cf. 5,5-21): Dios deja a las *naciones el tiempo de “creer en él” (Sab 12,2; cf. Eclo 36,4).
3. Las imperfecciones de la fe de Israel. La persecución suscita mártires, pero también combatientes que se niegan a morir sin luchar (IMac 2,39ss) para liberar a Israel (2,11). Contaban con Dios para que les procurase la *victoria en una lucha desigual (2,49-70; cf. Jdt 9,11-14). Fe, admirable en sí misma (cf. Heb 11,34.39), pero que coexistía con una cierta confianza en la *fuerza humana.
Otra imperfección amenazaba a la fe de Israel. Mártires y combatientes habían muerto por fidelidad a Dios y a la *ley (IMac 1,52-64). Israel, en efecto, había acabado por comprender que la fe implicaba la *obediencia a las exigencias de la alianza. En esta línea estaba amenazada por el peligro al que sucumbirán no pocos *fariseos: el formalismo que se interesaba más por las exigencias rituales que por los llamamientos religiosos y morales de la *Escritura (Mt 23,13-30), *soberbia que se fiaba más del hombre y de sus *obras para su justificación, que de Dios sólo (Lc 18,9-14).
La confianza de Israel en Dios no era, pues, pura, en parte porque seguía subsistiendo un velo entre su fe y el designio de Dios anunciado por la Escritura (2Cor 3,14). Por lo de-más, la verdadera fe sólo se había prometido al Israel futuro. Por su parte los paganos podían compartir difícilmente una fe que por lo pronto desembocaba en una *esperanza nacional o en exigencias rituales demasiado pesadas. Además, ¿qué hubieran ganado con ello (Mt 23, 23)? Finalmente, adherirse a la fe de los pobres no podía hacer a los paganos participar en una salvación que no era todavía más que una esperanza. Así pues, Israel, y las naciones, no tenían otra salida sino esperar a aquel que llevaría la fe a su perfección (Heb 12,2; cf. 11, 39s) y recibiría el Espíritu “objeto de la promesa” (Act 2,33).
NT. 1. LA FE EN EL PENSAMIENTO Y EN LA VIDA DE JESÚS. 1. Las preparaciones. La fe de los *pobres (cf. Le 1,46-55) es la que acoge el primer anuncio de la salvación. Imperfecta en Zacarías (1,18ss; cf. Gén 15,8), ejemplar en María (Lc 1,35ss.45; cf. Gén 18,4), compartida poco a poco por otros (Lc 1-2 p). no se deja ocultar la iniciativa divina por la humildad de las apariencias. Los que creen en Juan Bautista son también pobres, conscientes de su pecado, y no *fariseos soberbios (Mt 21,23-32). Esta fe los reúne sin que ellos se percaten alrededor de Jesús, venido en medio de ellos (3, 11-17 p), y los orienta hacia la fe en él (Act 19,4; cf. Jn 1,7).
2. La fe en Jesús y en su palabra. Todos podían “oir y ver” (Mt 13,13 p) la *palabra y los *milagros de Jesús, que proclamaban la venida del reino (11,3-6 p: 13,16-17 p). Pero “escuchar la palabra” (11,15 p; 13,19-23 p) y “hacerla” (7,24-27 p ; cf. Dt 5, 27), *ver verdaderamente, en una palabra: creer (Mc 1,15; Lc 8,12; cf. Dt 9,23), fue cosa propia de los *discípulos (Lc 8,20 p). Por otra par-te, palabra y milagros planteaban la cuestión: “¿Quién es éste?” (Mc 5, 41; 6,1-6.14ss p). Esta cuestión fue una *prueba para *Juan Bautista (Mt 11,2s) y un *escándalo para los fariseos (12,22-28 p; 21,23 p). La fe requerida para los milagros (Lc 7, 50; 8,48) sólo respondía a esta cuestión parcialmente reconociendo la omnipotencia de Jesús (Mt 8,2; Mc 9,22s). Pedro dio la verdadera respuesta : “Tú eres el Cristo” (Mt 16,13-16 p). Esta fe en Jesús une ya desde ahora a los discípulos con él y entre sí haciéndoles compartir el secreto de su persona (16,18-20 p).
En torno a Jesús que es *pobre (11,20) y se dirigió a los pobres (5, 2-10 p; 11,5 p) se constituyó así una comunidad de pobres, de “pequeños” (10,42), cuyo vínculo, más precioso que nada, es la fe en él y en su pa-labra (18,6-10 p). Esta fe viene de Dios (11,25 p; 16,17) y será compartida un día por las *naciones (8, 5-13 p; 12,38-42 p). Las profecías se cumplen.
3. La perfección de la fe. Cuando Jesús, el siervo, emprende el camino de Jerusalén para *obedecer hasta la *muerte (Flp 2,7s), “endurece su rostro” (Lc 9,51 ; cf. Is 50,7). En presencia de la muerte “lleva a su *perfección” la fe (Heb 12,2) de los pobres (Le 23,46 = Sal 31,6; Mt 27,46 p = Sal 22), mostrando una confianza absoluta en “el que podía”, por la resurrección, “salvarle de la muerte” (Heb 5,7).
Los discípulos, a pesar de su conocimiento de los *misterios del reino (Mt 13,11 p), se lanzaron con dificultad por el camino, per el que debían *seguir en la fe al *Hijo del hombre (16,21-23 p). La confianza que excluye todo *cuidado y todo *temor (Lc 12,22-32 p) no les era habitual (Mc 4,35-41; Mt 16,5-12 p). Consiguientemente, la *prueba de la pasión (Mt 26,41) será para ellos un *escándalo (26,33). Lo que entonces ven exige mucho a la fe (cf. Mc 15, 31s). La misma fe de Pedro, aunque no desapareció, pues Jesús había orado por ella (Lc 22,32), no tuvo el valor de afirmarse (22,54-62 p). La fe de los discípulos tenía todavía que dar un paso decisivo para llegar a ser la fe de la Iglesia.
II. LA FE DE LA IGLESIA. 1. La fe pascual. Este paso lo dieron los discípulos cuando, después de no pocas vacilaciones (Mt 28,17; Mc 16,11-14; Le 24,11), creyeron en la *resurrección de Jesús. *Testigos de todo lo que había dicho y hecho Jesús (Act 10,39), lo proclaman “Señor y Cristo”, en quien se cumplen invisiblemente las promesas (2,33-36). Su fe es ahora capaz de ir “hasta la sangre” (cf. Heb 12,4). Hacen llamamiento a sus oyentes para que la compartan a fin de participar de la promesa obteniendo la remisión de sus pecados (Act 2,38s; 10,43). Ha nacido la fe de la Iglesia.
2. La fe en la palabra. Creer es, en primer lugar, acoger esta *predicación de los testigos, el *Evangelio (Act 15,7; lCor 15,2), la *palabra (Act 2,41; Rom 10,17; IPe 2,8), *confesando a Jesús como *señor (ICor 12,3; Rom 10,9; cf. lJn 2,22). Este mensaje inicial, transmitido como una *tradición (lCor 15,1-3), podrá enriquecerse y precisarse en una *enseñanza (lTim 4,6; 2Tim 4,1-5): esta palabra humana será siempre para la fe la palabra misma de Dios (ITes 2,13). Recibirla es para el pagano abandonar los *ídolos y volverse hacia el *Dios vivo y verdadero (1Tes 1,8ss), y para todos es reconocer que el *Señor Jesús realiza el designio de Dios (Act 5,14; 13,27-37; cf. lJn 2,24). Es *confesar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo recibiendo el *bautismo (Mt 28,19).
Esta fe, como lo verá Pablo, abre a la inteligencia “los tesoros de la *sabiduría y de *conocimiento” que hay en Cristo (Col 2,3): la sabiduría misma de Dios revelada por el Espíritu (lCor 2), tan diferente de la sabiduría humana (lCor 1,17-31; cf. Sant 2,1-5; 3,13-18; cf. Is 29,14) y el conocimiento de Cristo y de su amor (Flp 3,8; Ef 3,19; cf. IJn 3,16).
3. La fe y la vida del bautizado. El que ha creído en la palabra, introducido en la Iglesia por el bautismo, participa en la enseñanza, en el espíritu, en la “liturgia” de la Iglesia (Act 2,41-46). En efecto, en ella realiza Dios su *designio obrando la salvación de los que creen (2,47; lCor 1,18): la fe se desarrolla en la ‘obediencia a este designio (Act 6,7; 2Tes 1,8). Se despliega en la actividad (1Tes 1,3; Sant 1,21s) de una vida moral fiel a la *ley de Cristo (Gál 6,2; Rom 8,2; Sant 1,25; 2, 12); actúa por medio del *amor fraterno (Gál 5,6; Sant 2,14-26). Se mantiene en una *fidelidad capaz de afrontar la muerte a ejemplo de Jesús (Heb 12; Act 7,55-60), en una *confianza absoluta en aquel “en quien ha creído” (2Tim 1,12; 4,17s). Fe en la palabra, obediencia en la confianza : tal es la fe de la Iglesia, que separa a los que se pierden de los que se salvan (2Tes 1,3-10; lPe 2,7s; Mc 16,16).
III. SAN PABLO Y LA SALVACIÓN POR LA FE. Para la Iglesia naciente como para Jesús, la fe era un don de Dios (Act 11,21ss; 16,14; cf. lCor 12,3). Cuando se convertían paganos, era, pues, Dios mismo quien “purificaba su corazón por la fe” (Act 11,18; 14,27; 15,7ss). “Por haber creído” recibían el mismo Espíritu que los judíos creyentes (11,17). Fueron por tanto acogidos en la Iglesia.
1. La fe y la ley judía. Pero no tardó en surgir un problema : ¿había que someterlos a la circuncisión y a la *ley judía (Act 15,5; Gál 2,4)? Pablo, de acuerdo con los responsables (Act 15; Gál 2,3-6), estima absurdo forzar a los paganos a “judaizar”, pues la fe en Jesucristo es la que ha salvado a los judíos mismos (Gál 2,15s). Así pues, cuando se quiso imponer la circuncisión a los cristianos de Galacia (5,2; 6,12), comprendió Pablo fácilmente que aquello era anunciar otro *Evangelio (1,6-9). Esta nueva crisis fue para él ocasión de una reflexión en profundidad acerca del carácter de la *ley y de la fe en la historia de la salvación.
Desde Adán (Rom 5,12-21) todos los hombres, paganos o judíos, son culpables delante de Dios (1,18-3, 20). La ley misma, hecha para la vida, no ha engendrado sino el *pecado y la *muerte (7,7-10; Gál 3, 10-14.19-22). La venida (Gál 4,4s) y la muerte de Cristo ponen fin a esta situación manifestando la *justicia de Dios (Rom 3,21-26; Gál 2,19ss) que se obtiene por la fe (Gál 2,16; Rom 3,22; 5,2). Ha terminado, pues, la’ función de la ley (Gál 3,23-4,11). Se vuelve al régimen de la *promesa – realizada ahora en Jesús (Gál 3, 15-18) -: como Abraham, los cristianos son justificados por la fe, sin la ley (Rom 4; Gál 3,6-9; cf. Gén 15, 6; 17,11). Además, según los profetas, el justo debía vivir por la fe (Hab 2,4 = Gál 3,11; Rom 1,17), y el *resto de Israel (Rom 11,1-6) debía salvarse por la sola fe en la *piedra asentada por Dios (Is 28, 16 = Rom 9,33; 10,11), lo cual le permitía abrirse a las *naciones (Rom 10,14-21; I Pe 2,4-10).
2. La fe y la ,gracia. “El hombre es justificado por la fe sin las *obras de la ley” (Rom 3,28; Gál 2,16). Esta afirmación de Pablo descarta la ley judía; pero, todavía más profundamente, significa que la salvación no es nunca algo debido, sino una *gracia de Dios acogida por la fe (Rom 4,4-8). Cierto que Pablo no ignora que la fe debe “obrar” (Gál 5,6; cf. Sant 2,14-26) en la docilidad al Espíritu recibido en el bautismo (Gál 5,13-26; Rom 6; 8,1-13). Pero subraya enérgicamente que el creyente no puede ni “gloriarse” de “su propia justicia” ni apoyarse en sus obras, como lo hacía Saulo el fariseo (Flp 3,4.9; 2Cor 11,16-12,4). Aun cuando “su conciencia no le reproche nada” delante de Dios (ICor 4,4), cuenta sólo con Dios, que “obra en él el querer y el hacer” (Flp 2, 13). Realiza, pues, su salvación “con temor y temblor” (F1p 2,12), pero también con una gozosa esperanza (Rom 5,1-11; 8;14-39): su fe le asegura “el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rom 8,38s; Ef 3, 19). Gracias a Pablo la fe pascual, vivida por la comunidad primitiva, adquirió clara conciencia de sí misma. Se deshizo de las impurezas y de los límites que afectaban a la fe de Israel. Es plenamente la fe de la Iglesia.
IV. LA FE EN EL VERBO HECHO CARNE. Al final del NT la fe de la Iglesia medita con san Juan sobre sus orígenes. Como para mejor afrontar el porvenir, vuelve a aquel que le ha dado su perfección. La fe de que habla Juan es la misma de los sinópticos. Agrupa a la comunidad de los discípulos en torno a Jesús (Jn 10, 26s; cf. 17,8). Orientada por Juan Bautista (1,34s; 5,33s), descubre la gloria de Jesús en Caná (2,11). “Recibe sus palabras” (12,46s) y “escucha su voz” (10,26s; cf. Dt 4,30). Se afirma por la boca de Pedro en Cafarnaum (6,70s). La pasión es para ella una prueba (14,1.28s ; cf. 3,14s) y la resurrección su objeto decisivo (20,8.25-29).
Pero el cuarto evangelio es, mucho más que los sinópticos, el evangelio de la fe. Por lo pronto en él está la fe explícitamente centrada en Jesús y en su *gloria divina. Hay que creer en Jesús (4,39; 6,35) y en su *nombre (1,12; 2,23). Creer en Dios v en Jesús es una misma cosa (12,44: 14,1; cf. 8,24 = Éx 3,14). Porque Jesús y el Padre son uno (10,30; 17,21); esta misma *unidad es objeto de fe (14,10s). La fe debería llegar a la realidad invisible de la gloria de Jesús sin tener necesidad de *ver los signos (*milagros) que la manifiestan (2,11s; 4,48; 20, 29). Pero si en realidad tiene necesidad de ver (2,23; 11,45) y de tocar (20,27), esto no quita que esté llamada a explayarse en el *conocimiento (6,69; 8,28) y en la contemplación (1,14; 11,40) de lo invisible.
Juan insiste además en el carácter actual de las consecuencias invisibles de la fe. Para el que crea no habrá *juicio (5,24). Ya ha resucitado (11, 25s; cf. 6,40), camina en la luz (12, 46) y posee la vida eterna (3,16; 6,47). En cambio, “el que no cree, ya está condenado” (3,18). La fe reviste así la grandeza trágica de una opción apremiante entre la muerte y la vida, entre la *luz y las tinieblas; y de una opción tanto más difícil cuanto que depende de las cualidades morales de aquel al que se propone (3,19-21).
Esta insistencia de Juan en la fe, en su objeto propio, en su importancia, se explica por el fin mismo de su evangelio: inducir a sus lectores a compartir su fe creyendo “que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios (20,30) a venir a ser hijos de Dios por la fe en el Verbo hecho carne (1,9-14). La opción de la fe es posible a través del testimonio actual de Juan (lJn 1,2s). Esta fe es la fe tradicional de la Iglesia : confiesa a Jesús como *Hijo en la fidelidad a la enseñanza recibida (1Jn 2,23-27; 5,1) y debe dilatarse en una vida limpia de pecado (3,9s) animada por el amor fraternal (4, 10ss; 5,1-5). Como Pablo (Rom 8, 31-39); Ef 3,19) estima Juan que la fe induce a reconocer el amor de Dios a los hombres (1Jn 4,16).
Frente a los combates que vienen, el Apocalipsis exhorta a los creyentes a “la *paciencia y a la fidelidad de los santos” (Ap 13,10) hasta la muerte. Como fuente de esta fidelidad está siempre la fe pascual en el que puede decir: “Estaba muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos” (1,18), el Verbo de Dios que establece irresistiblemente su *reinado (19,11-16; cf. Act 4,24-30).
El *día en que, acabándose la fe, “veamos a Dios como es” (1Jn 3,2), todavía se proclamará la fe de pascua: “Tal es la victoria que ha triunfado del mundo; nuestra fe” (5,4).
LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001
P. Alfredo Sáenz, S. J.
La fuerza de la fe
Las lecturas de este domingo nos colocan frente al tema de la fe, de su eficacia suprema. Jesucristo enseña a sus Apóstoles, y a través de ellos a los cristianos de todos los tiempos, que por la fe Dios comunicó al hombre un extraordinario vigor sobrenatural que es, de algún modo, participación en su omnipotencia. Escuchemos el elogio de esta virtud, que está en el principio de nuestro camino hacia Dios, según lo enuncia San Buenaventura cuando dice: “Es imposible penetrar en el conocimiento de las Escrituras si no se tiene previamente infundida en sí la fe en Cristo…; mientras vivimos en el destierro, lejos del Señor, la fe es el fundamento estable, la luz directora y la puerta de entrada de toda iluminación sobrenatural”.
La fe es, ante todo, una gracia. Lo reconocen los Apóstoles que piden a Jesucristo: “Auméntanos la fe”, y lo reitera San Pablo al hablar del “don de Dios… recibido”. Nunca podríamos mantenernos firmes y estables en lo que el Señor espera de nosotros si Él mismo no nos acompañara con la fuerza de su amor. Creer en Dios es gracia, aceptar su ley y vivir conforme a ella es gracia, ser perseverantes un día y otro día en el camino del bien es gracia, mantener la constancia en las tribulaciones es gracia. Un gran escritor católico, George Bernanos, al describir la muerte del protagonista del Diario de un cura rural, le hace exclamar en su agonía: “Qué más da, todo es ya gracia”.
Pero la gracia se injerta en el alma y requiere de nuestra colaboración. Nada puede hacer Dios si el hombre no secunda su acción. Ante todo debemos remover los obstáculos para recibir el don divino. El salmo 94 nos invita hoy a no endurecer el corazón. Dios es omnipotente, y todo lo que quiere lo hace suyo con un movimiento de su voluntad. Sin embargo, la misma voluntad potentísima de Dios se detiene ante un límite que Él mismo quiere respetar: la libertad humana. El dueño del cielo y de la tierra no quiere violentar al hombre; su llamado es una invitación, una sugerencia que cada uno resuelve o no seguir, decidiéndolo en el santuario interior de la conciencia. Dios desea fervientemente ser escuchado –”ojalá hoy escuchéis la voz del Señor”–, pero acepta imperturbable la negativa o el silencio.
Sin embargo cuando el hombre abre las avenidas de su interior a la gracia no habrá proeza que no sea capaz de realizar.
Las palabras de la Sagrada Escritura que hoy leemos abundan en referencias a lo arduo y difícil. Habacuc nos pinta el cuadro desolador consiguiente el asedio y toma de Jerusalén por parte de Nabucodonosor, uno de los momentos más trágicos de la historia de Israel. Y ante la desgracia nacional, surge el lamento del que no entiende esta calamidad y, menos todavía, la inacción de Dios: “¿Por qué me haces ver la iniquidad y te quedas mirando la opresión?”. La respuesta no se hace esperar: “El justo vivirá por su fidelidad”. El hombre, por su fe, aunque esté a ciegas, debe entrar en el plan de Dios, plan misterioso y oculto pero inexorable. Plan que pocas veces coincide con nuestras expectativas y que a menudo parece inalcanzable pero que encierra el mayor bien, aunque no lo veamos ahora, y es perfectamente posible para los designios eternos de la providencia.
Veamos, si no, lo que ha ocurrido en los primeros tiempos de la historia del cristianismo, cuando un puñado de hombres indoctos y llenos de miserias humanas, como fueron los apóstoles, lograron aquella extraordinaria difusión de la Iglesia, que hizo exclamar a Tertuliano, dos siglos después, “somos de ayer y lo llenamos todo”. La conversión de los pueblos bárbaros, la subsistencia de la cultura antigua en los monasterios, la cristiandad medieval, los grandes emprendimientos misioneros en América y en el extremo Oriente, el heroísmo de los mártires y la sabiduría de los doctores de la Iglesia, no pueden tener otra explicación creíble que la providencia divina y su gobierno del universo. Y esto es misterio de fe. También lo es hacer de ella algo vivo y operante. Convertimos en un testimonio patente de este Cristo que llevamos dentro, en medio de un mundo apóstata, no es fácil. Exige decisión y abandono total en Dios. Es lo que quiere decirnos el evangelio con la parábola del grano de mostaza. En la desproporción que existe entre la pequeña semilla y el poder ardiente que lleva en su interior, capaz de transformar con una pizca el alimento más desabrido, Jesucristo quiere mostramos que las obras de Dios no hay que apreciarlas con la estrecha mira de nuestra mente y de nuestras limitadas posibilidades, sino con la fuerza incontenible del poder de Dios. “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, podréis ordenar a los árboles, les dijo el Señor a los apóstoles en el evangelio de hoy.
Otro aspecto que puede ser óbice para que el apóstol despliegue su fe es el desprecio que el mundo le manifiesta. Así ha sido en todos los tiempos, pero más en nuestra época, que hace gala de poder vivir como si Dios no existiera. Proclamar el misterio conlleva muchas veces la irrisión de los que nos rodean, y por eso es preciso estar firmemente afirmados en la fe. “No te avergüences”, dice San Pablo a Timoteo en la segunda lectura de hoy, señalando este otro aspecto que exige la fidelidad a Dios. Si somos suyos, hemos de hacernos portadores y difusores del tesoro que llevamos dentro. Sin embargo, cuántas veces nos embarga la timidez, la vergüenza de publicar las riquezas del Evangelio, de hablar de Dios.
La fe, además de aceptar los designios ocultos de Dios y de luchar valerosamente contra los adversarios y las adversidades, supone también creer en las verdades que nos son reveladas. Es la adhesión a estas verdades, “credere Deum” decía San Agustín, y el firme convencimiento que el misterio de Dios está presente allí, lo que nos dará la fortaleza a que antes aludíamos. Conserva el depósito, “lo que se te ha confiado”, exhorta San Pablo a Timoteo. Escuchemos a San Vicente de Lerins que nos enseña qué es un depósito: “Es lo que te ha sido confiado, no encontrado por ti; tú lo has recibido, no lo has excogitado con tus propias fuerzas. No es el fruto de ingenio personal, sino de la doctrina; no está reservado para un uso privado, sino que pertenece a una tradición pública. No salió de ti, sino que a ti vino: a su respecto, tú no puedes comportarte como si fueras su autor, sino como su simple custodio. No eres tú quien lo ha iniciado, sino que eres su discípulo; no te corresponderá dirigirlo, sino que tu deber es seguirlo. Guarda el depósito, dice San Pablo, es decir, conserva inviolado y sin mancha el talento de la fe católica. Lo que te ha sido confiado es lo que debes custodiar junto a ti y transmitir. Has recibido oro; devuelve, pues, oro. No puedo admitir que sustituyas una cosa por otra”.
¿Significa esto, acaso, que no puede haber ningún adelanto en la presentación de la doctrina? ¿El apóstol debe limitarse a repetir siempre las mismas palabras de Cristo? Claro que no. Puede y debe haber novedades, cuanto menos contestando a los desafíos que se oponen a la fe a lo largo de los siglos. A nuevos cuestionamientos, nuevas respuestas. La doctrina puede ir evolucionando, siempre que lo haga de modo homogéneo, como nos dice otra vez San Vicente de Lerins: “Quizá alguien diga: ¿ningún progreso de la religión es entonces posible en la Iglesia de Cristo? Ciertamente que debe haber progreso, ¡y grandísimo! ¿Quién podría ser tan hostil a los hombres y tan contrario a Dios que intentara impedirlo? Pero a condición de que se trate verdaderamente de progreso por la fe, no de modificación. Es característica del progreso el que una cosa crezca, permaneciendo siempre idéntica a sí misma; es propio, en cambio, de la modificación que una cosa se transforme en otra. Así pues, crezcan y progresen de todas las maneras posibles la inteligencia, el conocimiento, la sabiduría, tanto de la comunidad como del individuo, de toda la Iglesia, según las edades y los siglos; con tal de que eso suceda exactamente según su naturaleza peculiar, en el mismo dogma, en el mismo sentido, según una misma interpretación”.
El padre Leonardo Castellani al comentar las parábolas de los patrones, dice que lo que el Señor les pide a ellos es la prudencia, y en las de los siervos lo que les exige es la fidelidad. Fidelidad a Jesucristo, que murió por nosotros, y cuya redención, iluminados por la fe, debemos contribuir a aplicar. Fidelidad a su doctrina, que no es nuestra sino suya. Somos solamente heraldos del Evangelio y debemos transmitirlo fielmente. Si lo cambiamos, traicionamos la confianza que puso en nosotros el Señor al participarnos los misterios de la vida divina. Fidelidad siempre y en todo.
La perseverancia en la fe no debe llevarnos a la vanagloria. Para quitar esta tentación nos compara Jesucristo a los “simples servidores” que no hacen más que cumplir con su deber si llenan satisfactoriamente sus obligaciones. Si realizamos acciones esforzadas por amor a Dios, si aportamos nuestro esfuerzo para colaborar en la difusión del Evangelio no creamos que hacemos algo extraordinario; no estamos más que cumpliendo fielmente nuestro compromiso bautismal.
Al continuar el Santo Sacrificio de la Misa pongamos nuestra mirada confiada en María Santísima, quien junto a la Cruz de su Hijo y perseverando hasta el fin, se ganó el título de Virgo fidelis, virgen fiel. Que ella nos asista para no traicionar la fe recibida y mantenemos firmes hasta que la fe ya no sea necesaria porque veremos a Dios tal cual es.
ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed.Gladius, 1994, pp. 275-279.
Benedicto XVI
“Auméntanos la fe”
Queridos hermanos y hermanas, toda asamblea litúrgica es espacio de la presencia de Dios. Reunidos para la sagrada Eucaristía, los discípulos del Señor se sumergen en el sacrificio redentor de Cristo, proclaman que él ha resucitado, está vivo y es dador de la vida, y testimonian que su presencia es gracia, fuerza y alegría. Abramos el corazón a su palabra y acojamos el don de su presencia.
Todos los textos de la liturgia de este domingo nos hablan de la fe, que es el fundamento de toda la vida cristiana. Jesús educó a sus discípulos a crecer en la fe, a creer y a confiar cada vez más en él, para construir su propia vida sobre roca. Por esto le piden: «Auméntanos la fe» (Lc 17, 6). Es una bella petición que dirigen al Señor, es la petición fundamental: los discípulos no piden bienes materiales, no piden privilegios; piden la gracia de la fe, que oriente e ilumine toda la vida; piden la gracia de reconocer a Dios y poder estar en relación íntima con él, recibiendo de él todos sus dones, incluso los de la valentía, el amor y la esperanza.
Sin responder directamente a su petición, Jesús recurre a una imagen paradójica para expresar la increíble vitalidad de la fe. Como una palanca mueve mucho más que su propio peso, así la fe, incluso una pizca de fe, es capaz de realizar cosas impensables, extraordinarias, como arrancar de raíz un árbol grande y trasplantarlo en el mar (ib.). La fe —fiarse de Cristo, acogerlo, dejar que nos transforme, seguirlo sin reservas— hace posibles las cosas humanamente imposibles, en cualquier realidad. Nos da testimonio de esto el profeta Habacuc en la primera lectura. Implora al Señor a partir de una situación tremenda de violencia, de iniquidad y de opresión; y precisamente en esta situación difícil y de inseguridad, el profeta introduce una visión que ofrece una parte del proyecto que Dios está trazando y realizando en la historia: «El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe» (Ha 2, 4). El impío, el que no actúa según la voluntad de Dios, confía en su propio poder, pero se apoya en una realidad frágil e inconsistente; por ello se doblará, está destinado a caer; el justo, en cambio, confía en una realidad oculta pero sólida; confía en Dios y por ello tendrá la vida.
La segunda parte del Evangelio de hoy presenta otra enseñanza, una enseñanza de humildad, pero que está estrechamente ligada a la fe. Jesús nos invita a ser humildes y pone el ejemplo de un siervo que ha trabajado en el campo. Cuando regresa a casa, el patrón le pide que trabaje más. Según la mentalidad del tiempo de Jesús, el patrón tenía pleno derecho a hacerlo. El siervo debía al patrón una disponibilidad completa, y el patrón no se sentía obligado hacia él por haber cumplido las órdenes recibidas. Jesús nos hace tomar conciencia de que, frente a Dios, nos encontramos en una situación semejante: somos siervos de Dios; no somos acreedores frente a él, sino que somos siempre deudores, porque a él le debemos todo, porque todo es un don suyo. Aceptar y hacer su voluntad es la actitud que debemos tener cada día, en cada momento de nuestra vida. Ante Dios no debemos presentarnos nunca como quien cree haber prestado un servicio y por ello merece una gran recompensa. Esta es una falsa concepción que puede nacer en todos, incluso en las personas que trabajan mucho al servicio del Señor, en la Iglesia. En cambio, debemos ser conscientes de que, en realidad, no hacemos nunca bastante por Dios. Debemos decir, como nos sugiere Jesús: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17, 10). Esta es una actitud de humildad que nos pone verdaderamente en nuestro sitio y permite al Señor ser muy generoso con nosotros. En efecto, en otra parte del Evangelio nos promete que «se ceñirá, nos pondrá a su mesa y nos servirá» (cf. Lc 12, 37).
Queridos amigos, si hacemos cada día la voluntad de Dios, con humildad, sin pretender nada de él, será Jesús mismo quien nos sirva, quien nos ayude, quien nos anime, quien nos dé fuerza y serenidad.
También el apóstol san Pablo, en la segunda lectura de hoy, habla de la fe. Invita a Timoteo a tener fe y, por medio de ella, a practicar la caridad. Exhorta al discípulo a reavivar en la fe el don de Dios que está en él por la imposición de las manos de Pablo, es decir, el don de la ordenación, recibido para desempeñar el ministerio apostólico como colaborador de Pablo (cf. 2 Tm 1, 6). No debe dejar apagar este don; debe hacerlo cada vez más vivo por medio de la fe. Y el Apóstol añade: «Dios no nos ha dado un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de amor y de templanza» (v. 7).
A vosotros, fieles laicos, os repito: ¡no tengáis miedo de vivir y testimoniar la fe en los diversos ambientes de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia humana, sobre todo en las difíciles! La fe os da la fuerza de Dios para tener siempre confianza y valentía, para seguir adelante con nueva decisión, para emprender las iniciativas necesarias. Y cuando encontréis la oposición del mundo, escuchad las palabras del Apóstol: «No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor» (v. 8). Hay que avergonzarse del mal, de lo que ofende a Dios, de lo que ofende al hombre; hay que avergonzarse del mal que se produce a la comunidad civil y religiosa con acciones que se pretende que queden ocultas. La tentación del desánimo, de la resignación, afecta a quien es débil en la fe, a quien confunde el mal con el bien, a quien piensa que ante el mal, con frecuencia profundo, no hay nada que hacer. En cambio, quien está sólidamente fundado en la fe, quien tiene plena confianza en Dios y vive en la Iglesia, es capaz de llevar la fuerza extraordinaria del Evangelio.
Con la fuerza de Dios todo es posible. Que la Madre de Cristo, la Virgen María, os asista y os lleve al conocimiento profundo de su Hijo.
Homilía del Papa Benedicto XVI, en su visita pastoral a Palermo el día domingo 3 de octubre de 2010
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
La fe
(Lc 17, 5-10)
Hacía un tiempo que Jesús había curado a un niño lunático poseído por un demonio. Sus discípulos no habían podido expulsar al demonio y el padre duda en algún momento de lo que pudiera hacer el Señor que llegó más tarde al lugar donde realizaría el milagro. Le dijo el padre del lunático a Jesús: “si algo puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros. Jesús le dijo: ¡qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para quien cree! Al instante gritó el padre del muchacho: ¡Creo, ayuda a mi poca fe!”.
Los discípulos en este Evangelio, probablemente recordando aquel suceso y su derrota ante el demonio, le piden: “acrecienta nuestra fe”.
El Señor antes de aumentarles la fe porque se lo habían pedido les dijo la necesidad de tener una fe grande. Y pone una comparación: teniendo una pequeña fe, como el grano de mostaza, podrán realizar grandes obras.
La fe es un conocimiento cierto, oscuro, sobrenatural y libre. Es un conocimiento, es decir, en ella interviene nuestra inteligencia, es libre y por tanto para el acto de fe se necesita la voluntad, es sobrenatural porque su objeto sobrepasa las cosas naturales y además porque es Dios que mueve nuestra voluntad para que creamos, y es oscura porque su objeto son cosas que no se ven.
La fe es una gracia. Es una gracia tener fe y es una gracia crecer en la fe. En la fe teológica se crece por el conocimiento y la meditación de los dogmas y en la fe confianza sólo pidiéndola como hicieron los apóstoles, es decir, por la oración.
Hay una fe por la que se cree en los dogmas y otra que Cristo concede a alguno como don gratuito capaz de realizar obras que superan toda realidad humana. Hay que procurar llegar a la fe dogmática y el Señor dará la otra que actúa por encima de las fuerzas humanas.
La fe dogmática no es sólo un conocimiento, pues, si sólo se queda en conocimiento es vana, está muerta. Se debe traducir en obras, es decir, debemos vivirla primero en la oración y luego por la caridad para con nuestros hermanos.
Jesús conocía la fe de sus discípulos y la fe de los judíos. Sin embargo en su vida pública se había admirado de la fe de extranjeros: la de la cananea y la del centurión. En Israel había poca fe y en la mayoría estaba adulterada, había sido cambiada y se había carnalizado.
En el pasaje que estamos comentando Jesús les recrimina a sus discípulos su poca fe, ni siquiera llegaba a ser pequeña “como un grano de mostaza”, como se las recriminó aquella vez que no pudieron expulsar el demonio: “¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle? Díceles: Por vuestra poca fe” y les vuelve a decir que no tienen fe ni siquiera pequeña como el grano de mostaza. También, otra vez que se olvidaron de llevar panes los llamó: “hombres de poca fe”. Una vez a Pedro que le pidió caminar sobre las aguas y dudó del poder de Jesús comenzó a hundirse, le dijo: “hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”.
Jesús les enseña que deben crecer en la fe, escuchando su palabra, imitando su ejemplo y pidiéndosela como aquí lo hicieron. Habían aprendido del Señor la importancia de la fe y su poder: “Yo os aseguro que quien diga a este monte: Quítate y arrójate al mar y no vacile en su corazón sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá” y “Yo os aseguro: si tenéis fe y no vaciláis, no sólo haréis lo de la higuera, sino que si aún decís a este monte: Quítate y arrójate al mar, así se hará. “Todo es posible para quien cree”.
La fe del pasaje se refiere a la fe como confianza en el poder y bondad de Dios. Cuanto más grande es la confianza en Dios más nos apoderamos de su poder y si tuviéramos una fe verdadera en Dios todo lo podríamos porque “todo es posible para Dios”.
Podemos tener poca fe como tantos cristianos que ni siquiera van a la iglesia, que rezan muy poco salvo cuando se ven en problemas graves. Se puede tener bastante fe cuando se recuerda seguido al Señor, cuando se busca ser buen cristiano. Mucha fe cuando es penetrante en toda nuestra vida: exterior e interior. Es mucha cuando nos sostiene también en las tribulaciones. Muchísima fe, fe que enciende. Es aquella que goza cuando sufre. Es la que nos empuja a hacer todo por aquellos que sufren, para ayudarlos. Es la que goza en las tribulaciones. Fe de amor es la que desea morir para estar con Cristo.
Para tener fe hay que hacerse como niño, dócil, abierto, sencillo. La fe verdadera implica muerte a sí mismo y abandono en Dios, muerte al propio intelecto y confianza en la palabra de Dios, en Dios mismo revelante.
San Ambrosio
El perdón de las injurias
Lc 17, 3-4
- Si tu hermano peca contra ti, corrígelo. ¡En qué oportuno lugar está puesto, después de relatar el hecho del rico que es atormentado entre las llamas, el precepto de conceder el perdón a aquellos que se quieren retractar de su error, para que la desesperación no sirva a alguno de obstáculo a la conversión de su falta! Y ¡qué prudencia demuestra al conceder un perdón fácil y una indulgencia completa, con el fin de que nadie tropiece con una crítica despiadada ni sea invitado a seguir pecando por darse cuenta que no se le da importancia! Por eso se lee en otra parte: Si pecare tu hermano contra ti, ve y repréndele a solas (Mt 18, 15), porque es de más provecho la corrección amiga que una acusación escandalosa: aquélla se escucha por honradez, pero ésta mueve a indignación. En efecto, el que es corregido obtiene mayor fruto con ello que si temiese ser denunciado. En verdad, es mucho mejor que aquel que es corregido te considere como un amigo a que te mire como a un enemigo, ya que resulta más fácil rendirse a los consejos que dejarse dominar por la dureza. Por eso dijo el Apóstol: Corregidle como a un hermano para que se arrepienta de la falta, pero no le miréis como enemigo (2 Ts 3, 15). En realidad, el miedo es un débil guardián de la perseverancia; por el contrario, la honradez es un buen maestro del deber; el que está dominado por el miedo, puede ser reprimido, pero no se enmendará, más el que posee un sentido de delicadeza, convierte su obrar en otra naturaleza.
- Por eso hermosamente escribió: Si peca contra ti, porque, en efecto, no es lo mismo pecar contra Dios que contra un hombre. Y también el Apóstol, que es un fiel intérprete del oráculo divino, dijo: Al sectario, después de una y otra amonestación, evítale (Tt 3, 10), porque la falsa fe no es tan fácilmente perdonable como otra falta cualquiera. Y como muchas veces el error se va infiltrando a través de la ignorancia, prescribe la corrección para que se pueda evitar la obstinación o se consiga enmendar la falta.
- Pero ¿qué significa eso de: Si siete veces se vuelve a ti pidiéndote perdón, le debes perdonar? ¿Acaso es que se fija al ejercicio del perdón el hacerlo un número determinado de veces? ; o ¿más bien será que, como Dios al séptimo día descansó de su obra, así también se nos promete a nosotros el descanso sin fin después de la semana de este mundo, de tal manera que, del mismo modo que los males diarios de este siglo han de cesar, asimismo también descansará entonces el rigor de la venganza? El sábado no sólo es uno de los días, sino que es también un mes, y por eso el décimo día del séptimo mes es el sábado de los sábados (Lv 23, 15ss), lo cual no sólo es propio de los meses, sino también de los años, y no sólo se aplica esto a los años, sino también a las generaciones hasta el fin de este mundo, del que es figura este gran sábado, de la misma manera que existe en la Ley la séptima semana después de la cual se celebra el año jubilar. Este es el misterio que el Señor nos quiere revelar con estas palabras: No sólo siete, sino setenta veces siete, pues en la séptima generación, como puedes ver en Lucas (3, 37), fue arrebatado Enoch para que la maldad no le pervirtiera el corazón (Sb 4, 11), no pudiendo ya el aguijón del dolor cebarse en él por más tiempo. Y, además, en la setenta y siete generación nació de la Virgen el Señor, y tomando sobre sí los pecados de todo el género humano, le concedió el perdón de todos sus delitos.
- Por eso, aunque atendiendo al sentido literal, debes aprender a perdonar frecuentemente y a no guardar resentimiento —y es que, en realidad, no hay nada que pueda resultar ofensivo a aquel que tiene la costumbre de perdonar—, sin embargo, debes comprender el misterio. Y por esta razón, no en vano dijo el Señor a una mujer en día de sábado: Quedas libre de tu enfermedad (Lc 13, 12), queriendo mostrar a su pueblo que debía seguirle al oír su llamamiento, como hizo esa mujer, ya que con su venida había perdonado los pecados. También Lamech es condenado setenta y siete veces (Gn 4, 24), porque, si el que castiga el crimen es el primero en cometerlo, peca más gravemente. Pero el sacramento del bautismo perdona los mayores crímenes. Aprende, pues, a perdonar las injurias que te hacen, ya que Cristo perdonó a sus perseguidores.
- Tampoco está fuera de propósito el hecho de que haya padecido en el gran sábado (Mt 26, 62; Lc 23, 54). Lo cual nos quiere dar a entender que Cristo llevaría a cabo en sábado la destrucción de la muerte. Y si los judíos celebraban el sábado de manera que consideraban un mes y hasta el año entero como un sábado, ¿con cuánta mayor razón debemos celebrar nosotros la resurrección del Señor? Por ello nuestros mayores nos legaron el precepto de que debíamos festejar los cincuenta días de Pentecostés como días de Pascua, y esto porque al principio de la octava semana tiene lugar la fiesta de Pentecostés. Y así, el Apóstol, como discípulo de Cristo, conociendo la diversidad de los tiempos, dijo, escribiendo a los Corintios: Podría ser que me detuviera entre vosotros y pasara ahí el invierno (1 Co 16, 6), y más adelante: Me quedaré en Éfeso hasta Pentecostés; porque se me ha abierto una puerta grande y prometedora (ibíd., 8). Y por eso pasó el invierno con los corintios, cuyos errores le producían una gran angustia, puesto que el celo que ellos tenían por el culto de Dios era muy frío; con los efesios celebra las fiestas de Pentecostés, y les hace partícipes de los misterios, dejando reposar su corazón entre ellos a causa del intenso ardor en la fe que poseían. Por lo cual, durante estos cincuenta días, equiparados al domingo, día en que resucitó el Señor, la Iglesia no practica el ayuno, pasando a ser estos cincuenta días como otros tantos domingos.
- Otro domingo vendrá en el cual resucite el cuerpo del Señor. Esto lo conoció Pablo y le impulsó a decir: Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros de sus miembros (1 Co 12,27). Y así este cuerpo del Señor y estos huesos de sus huesos, se unirán a la cabeza, porque Cristo es la cabeza de la Iglesia (Ef 5, 23). Entonces cesará el ayuno, ya que, en una alegría sin fin, desaparecerá la fatiga, el desvelo y el cansancio. Entonces será aniquilada la muerte, pues este último enemigo, que es la muerte, será destruido (1 Co 15, 26). Porque aunque fue vencida por Enoch y ella no pudo vencerle, sin embargo, no quedó destruida, ya que aquél fue arrebatado para huir de ella, mientras que fue Cristo el que se inmoló para aniquilarla. Por esto dijo muy bien: ¡Oh muerte!, ¿dónde está tu victoria?, ¿dónde está, muerte, tu aguijón? (1 Co 15, 55). Así en esa otra resurrección, volverá, por así decir, a resucitar de nuevo Cristo, como en su cuerpo. Por tanto : Bienaventurado el que tiene parte en la primera resurrección (Ap 20, 6); porque de la misma manera que Cristo es la primicia de los que duermen (1 Co 15,20), así también los santos constituyen las primicias de los que resucitan en la Iglesia
- Este misterio no lo pudo conocer Pedro. Puede ser que tuviera presente el caso de Enoch, sin embargo, ¿quién puede, con sola la mente humana comprender un misterio oculto en Dios? Por tanto, que el Señor venga a mi alma y a mi mente, y las someta a Sí, para que, cuando mi inteligencia se una como perfecta esclava de Él, pueda decir: No temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo (Sal 22, 4).
Lc 17, 5-6. Eficacia de la fe
- Si tuviereis fe semejante a un grano de mostaza, diríais a este árbol: desarráigate y arrójate al mar, y él os obedecería. Del grano de mostaza ya hemos hablado más arriba. Hablemos ahora de ese árbol de morera. Yo leo “un árbol”, sin embargo, no creo que sea un árbol. Pues ¿qué razón y qué provecho puede tener para nosotros el que un árbol que da su fruto a los agricultores que lo cuidan sea arrancado y arrojado al mar? Aunque creamos posible, por la virtud de la fe, que la naturaleza ciega obedece a mandatos sensibles, ¿qué nos quiere significar esta clase de árbol? También es verdad que he leído: Yo soy pastor de cabras y hábil en preparar los higos del sicómoro (Am 7, 14), con lo cual, a mi parecer, el profeta nos quiere indicar que, siendo también él pecador en medio de un pueblo de pecadores, después se convirtió, pues no hay duda que convenía que el futuro profeta, buscando el fruto entre zarzas y sacando de ellas su alimento, condujera los rebaños sombríos y malolientes de los gentiles y a las demás naciones a los pastos de sus escritos, con el fin de que engordaran con ese alimento espiritual, al tiempo que él mismo, convertido de su vida pecadora, también obtenía la leche espiritual.
- Pero como en otro libro del Evangelio (Mt 17, 19) se ha hablado de un monte —cuyo aspecto desnudo, desprovisto de viñas fecundas y de olivos, estéril para la agricultura, propicio para las guaridas de las bestias y turbado por las incursiones de las fieras, parece traducir la orgullosa elevación del mal espíritu (2 Co 10, 15), según lo que está escrito: Heme aquí contra ti, monte de destrucción, que destruyes la tierra (Jr 51, 25)—, parece lógico pensar que en este lugar se nos habla de lo mismo, ya que la fe excluye todo mal espíritu y, sobre todo, porque la naturaleza de ese árbol encuadra perfectamente en esta opinión, pues su fruto, primero es blanco en su flor, y después, según crece, se vuelve rojo, para ennegrecer cuando madura. También el demonio, privado de la blanca flor de su naturaleza y de su roja potestad a causa de su prevaricación, está ahora revestido de la negrura y del mal olor del pecado. Contempla a Aquel que ha dicho a ese sicómoro: Arráncate y arrójate al mar, cuando lo echó fuera de aquel hombre y lo permitió entrar en los puercos, los cuales, impulsados por su espíritu diabólico, se hundieron en el mar (Lc 8, 30ss).
- En este pasaje se nos exhorta a la fe, queriéndonos enseñar, en un sentido tropológico, que hasta las cosas más sólidas pueden ser destruidas por la fe. Porque de la fe surge la caridad, la esperanza y de nuevo, haciendo una especie de circuito cerrado, unas son causa y fundamento de las otras.
Lc 17, 7-10. Los siervos inútiles
- A continuación sigue la exhortación de que nadie se gloríe de su buen actuar, ya que, por una justa dependencia, debemos nuestro servicio al Señor. Pero del mismo modo que tú no dirás a un criado tuyo que haya estado arando o apacentando ovejas : Pasa dentro y siéntate a la mesa —de donde se desprende que nadie puede sentarse a la mesa si antes no ha pasado; como Moisés, que para contemplar la gran visión debió subir a lo alto del monte (Ex 3, 3)—, pues de ese mismo modo decimos que tú no dices a ese siervo tuyo: siéntate a la mesa, sino que le exiges sus servicios sin darle las gracias; de la misma manera, el Señor no puede admitir que te adueñes del mérito de una acción o trabajo, ya que, mientras vivimos, es nuestro deber trabajar siempre.
Por tanto, vive en consecuencia con la convicción de que eres un siervo al que se han encomendado muchos trabajos No te creas más de lo que eres porque eres llamado hijo de Dios —debes reconocer, sí, la gracia, pero no puedes echar en olvido tu naturaleza— ni te envanezcas de haber servido con fidelidad, ya que ése era tu deber. El sol realiza su labor, obedece la luna, los ángeles también sirven. Y el mismo instrumento escogido por el Señor para predicar a los gentiles, dijo: No soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios (1 Co 15, 9), y en otro pasaje, aunque no era consciente de culpabilidad alguna, añadió: Pero no por eso estoy justificado (1 Co 4, 4). Por tanto, tampoco nosotros pretendamos alabarnos a nosotros mismos, ni nos anticipemos al juicio de Dios, ni nos adelantemos a la sentencia del Juez, antes bien, esperemos a su día y a su juicio. Y una vez que hemos leído la reprensión dirigida a los desagradecidos (Lc 17, 11ss), vengamos a tratar el tema del juicio futuro.
SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.8, 21-33, BAC Madrid 1966, pág. 486-93
Guión Domingo XXVII del Tiempo Ordinario
Ciclo C
Entrada:
En la Santa Misa se actualiza el misterio pascual de Jesús. Por ella alcanzamos la máxima expresión de nuestra incorporación a Cristo. El Espíritu Santo nos ayude a participar activa y conscientemente de esta santa Liturgia.
Liturgia de la Palabra
1º Lectura: Habacuc 1, 2- 3; 2, 2- 4
La fe es la fuerza del justo para sobrellevar las pruebas de la vida.
Salmo Responsorial: 94, 1- 2. 6- 9
2º Lectura: 2 Timoteo 1, 6- 8. 13- 14
El Espíritu de Dios sostiene al cristiano para que no se escandalice de la Cruz de Cristo.
Evangelio: Lucas 17, 3b- 10
La fe nos hace ver como simples instrumentos en las manos de Dios.
Preces Domingo XXVII
Confiados en la eficacia de la intercesión de Cristo ante el Padre, presentemos ante Él las súplicas de la Iglesia en favor de la humanidad entera.
A cada intención respondemos cantando:
*Te pedimos por la Iglesia, comunidad de creyentes que forman un solo cuerpo unido a Ti y que podamos lograr “que todos sean uno”, como Tú lo anhelaste. Oremos.
*Por todos los religiosos, para que en medio de un mundo secularizado e incrédulo, sean, por la fidelidad a sus votos, signo de esperanza y testigos de lo trascendente. Oremos.
*Por los que han perdido o han abandonado la fe y la práctica fiel de la vida cristiana, para que en este año de la fe redescubran el valor de la dignidad que les ha conferido el bautismo que los ha hecho hijos de Dios y hermanos de Cristo. Oremos.
*Te rogamos Dios de bondad, que bendigas a toda nuestra familia religiosa para que reine siempre en ella la caridad fraterna y el amor a las tres cosas blancas: la Eucaristía, la Virgen y el Papa. Oremos.
Señor de la historia, que guías con mano clemente los destinos de los hombres, escucha la voz de tu Esposa, la Iglesia, y concédele lo que te pide. Tu que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Ofertorio
Recibe Padre estos dones, y en ellos nuestra vida.
Junto con los dones del pan y el vino, renovamos nuestra ofrenda y la unimos a la del Redentor para gloria de Dios y salvación de los hombres.
Comunión:
Acerquémonos con fe a recibir la Sagrada Eucaristía, signo inequívoco del amor misericordioso de Dios que quiere quedarse entre los hombres.
Salida:
María Santísima, Puerta del Paraíso, sea la estrella luminosa en nuestro camino de fe hacia la casa del Padre.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
“Solo hemos hecho lo que teníamos que hacer”
(Lc. 17,10)
Un hombre ha recibido grandes favores de un Rey. El Rey por él se ha expuesto a peligros y grandes sacrificios.
Un día el hombre hace la Rey un pequeño favor y lo va publicando a todos los vientos y se jacta de él ante toda la corte. ¿Qué les parece? ¿Qué cosa más vergonzosa sería, sobre todo, si el hombre aquel hubiera hecho aquello con ayuda del Rey, y el Rey no hubiera necesitado para nada de la ayuda del hombre?
Pues hay hombres, mis hermanos, abrumados por los favores de Dios. Dios los sostiene, los alimenta, les llena de gracias. Y cualquier favor que ellos creen hacer a Dios lo pregonan a todos los vientos, y no están tranquilos hasta que se entera todo el mundo de su virtud. ¡Qué vergüenza! Sobre todo pensando que todo lo que hagamos lo hacemos con la ayuda de Dios, y Dios no necesita para nada de nuestros favores.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 108)




